Beckworth me llamó a su despacho el lunes por la mañana. Pensaba que estaría furioso conmigo por haberle dado plantón, pero se mostró sorprendentemente magnánimo. Me confirmó sin ambages lo que ya había oído de otras fuentes menos fiables: para junio, sería el nuevo jefe de la comisaría de Wilshire e iniciaría una purga de «gente inútil» enviando a media docena de «agentes incapaces» a la comisaría de la calle Setenta y siete, en el distrito negro, en los barrios negros, donde aprenderían el «verdadero sentido del trabajo policial». No mencionó nombres. No hacía falta. Para Wacky sería, estaba claro, el primer paso para acabar en Watts, y ya no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo.
Wacky y yo habíamos solventado nuestras diferencias aquel fin de semana con bebida y poesía. El domingo, me había presentado en su apartamento con varios regalos: un crujiente billete de cien como pago por su ayuda en los greens, esposas y pistola, una botella de Old Grand Dad y un volumen de la poesía temprana de W. H. Auden, en edición limitada. Wacky se mostró encantado y estuvo a un tris de llorar de gratitud, lo que provoco en mí una sensación de extrañísimo desapego, de amor mezclado con lástima y amargo resentimiento por su dependencia de mí. Sería una sensación que me acompañaría hasta el final de mi juventud.
Entré en la sala de revista para asistir al inmortal rito policial de la lista matinal de los lunes. Gately, el sargento de revista, necesitaba un buen afeitado, como de costumbre.
Me senté junto a Wacky, que tenía la mirada baja y fingía leer unos informes de tráfico que apoyaba en el regazo. Cuando me senté, observé lo que leía en realidad: dentro de la carpeta de tráfico llevaba un ejemplar de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot.
Gately hizo un resumen. Nada de detener borrachos —el calabozo de Lincoln Heights estaba inundado a causa de las recientes lluvias— y muchas multas de tráfico; el fiscal metropolitano quería toneladas de ellas, lo cual producía la penosa sensación de que la ciudad necesitaba pasta. Nos dijo que dejáramos de molestar a los paseantes de West Adams y buscáramos a unos asaltantes: dos mexicanos armados habían atracado una licorería y un par de comercios en el límite sur de la jurisdicción, cerca del Coliseum. Unos testigos presenciales habían declarado que los tipos conducían una furgoneta Ford blanca, trucada. Llevaban automáticas del 45. Cuando Gately mencionó el asunto, se produjo una reacción inmediata en la sala; «para eso estamos todos aquí», parecía pensar cada uno de los policías presentes en la sala. Incluso Wacky se estremeció y levantó la vista de su Eliot. Me apuntó con su índice derecho y alzó el pulgar. Asentí; yo también estaba para eso.
Sacamos del aparcamiento nuestro coche patrulla blanco y negro y nos dirigimos al este por Pico hasta Hoover; luego, al sur hacia el Coliseum. Wacky quería dedicar un rato a advertir a los comerciantes locales sobre la existencia de los atracadores mexicanos. Estaba efusivo y quería charlar con sus «electores».
Aparcamos y Wacky insistió en que lo acompañara a hablar con Jack Chew. Jack era un chino con acento tejano. Tenía una tiendecita de comestibles y carnicería en la Veintiocho con Hoover y Wacky lo adoraba, pero Jack Chew detestaba a Wacky porque éste picoteaba de los lichis enlatados que el hombre ocultaba bajo el mostrador para los policías de ronda. Jack era muy cortés y tradicional; le gustaba ofrecer y que le pidieran cosas, y pensaba que Wacky era un cerdo por coger los lichis sin que lo invitaran.
Cuando entramos en su tienda, estaba detrás del mostrador de la carnicería, envolviendo una especie de pato almibarado para una anciana china.
—Eh, Jack —dijo Wacky—, ¿de dónde has sacado ese pato? Pensaba que los chicos de Rampart te habían dicho que dejaras de rondar por Westlake Park. ¿No sabes que todos esos condones usados que flotan por el lago estropean el sabor? Los chicos de Rampart me han dicho que, por la noche, los patos se ponen los condones en el pico para calentarse. ¡Ay de ti, pico de pato!; jugo del pito y pronto al plato. Qué mala, mala pata acabar en Jack’s, ¡qué mala forma de acabar!
Jack gruñó y la anciana soltó una risita mientras Wacky avanzaba hacia ella lentamente remedando al monstruo de Frankestein, con los brazos extendidos y emitiendo rugidos roncos.
—Que te jodan, Walker —dijo Jack y, dirigiéndose a mí, añadió—: Ah, sí, agente Freddy… —Tendió hacia mí una lata de lichis abierta. Jack dijo unas cuantas palabras en chino mirando a la mujer y ésta se marchó sonriendo y saludando a Wacky con la mano.
—Todas me adoran, Jack. ¿Qué tendré? —dijo Wacky—. Pero esto no es una visita social.
—Bien. —Jack asintió.
Wacky rió y continuó hablando:
—Jack, hay unos hispanos malos que rondan por esta zona. Van armados y les gustan las pequeñas tiendas como la tuya, y, como son jóvenes, quizá no sepan que los chinos son oponentes duros. No pasan de veinti…
No llegó a terminar. Una mujer joven entró en la tienda. Tenía la boca abierta, como si gritara, pero de ella no salía sonido alguno. La mujer agarró del brazo a Wacky.
—¡Ah, ah, ah, ah…! —jadeó.
Wacky le sujetó los brazos a los lados del cuerpo y le dijo con calma:
—Sí, mujer, «agente». ¿Qué sucede?
—A… agente —consiguió articular ella—, mi, mi…, mi vecina… ¡Muerta!
—¿Dónde?
La mujer señaló hacia la calle Veintiocho y echó a correr en esa dirección. Corrí tras ella. Wacky me siguió. Nos condujo hasta la mitad del bloque y subió hasta el portal de una casa de madera. Luego señaló la escalera que conducía al piso de arriba. La puerta estaba abierta de par en par.
—¡Ah…, ah…! —repitió. Indicó la escalera y retrocedió hasta chocar contra una hilera de buzones, al tiempo que se mordía los nudillos.
Wacky y yo nos miramos y asentimos. Wacky empezó a esbozar una sonrisa. Sacamos las pistolas y subimos corriendo por la escalera. Yo entré el primero en lo que una vez había sido un salón decente. En aquel momento era un caos: sillas, estanterías y cómodas aparecían volcadas y el suelo estaba sembrado de cristales. Contuve el aliento y avancé despacio, con el arma apuntando al frente. A mis espaldas oí que Wacky respiraba roncamente.
Delante había una pequeña cocina. Entré en ella de puntillas. El linóleo blanco estaba profusamente salpicado de sangre coagulada. Wacky lo vio y, al instante, irrumpió en las otras habitaciones del apartamento, descuidando cualquier precaución. Corrí tras él y casi chocamos en la puerta del dormitorio en el mismo instante en que oía sus primeras exclamaciones de horror:
—¡Oh, Dios, Freddy!
Lo aparté de un empujón y miré en el interior. Tendida de espaldas en el suelo del dormitorio había una mujer desnuda. Tenía el cuello amoratado y torcido hacia un costado. La lengua, enormemente hinchada, colgaba fuera de la boca. Los ojos sobresalían de las órbitas. Mostraba heridas punzantes en los pechos y en el abdomen, y profundos tajos en la parte interna de los muslos. Estaba cubierta de sangre seca.
Consulté el reloj. Eran las 9.06 de la mañana. Wacky miró sucesivamente a la muerta y a mí, como si no acabara de creerse lo que estaba viendo. Su mirada iba de uno a otro frenéticamente, mientras permanecía inmóvil.
Bajé corriendo por la escalera. La mujer que nos había llamado seguía junto a la puerta abierta de su apartamento, mordiéndose los nudillos.
—¡El teléfono! —le grité. Lo encontré en el abigarrado recibidor y llamé a comisaría; luego, subí otra vez por la escalera.
Wacky seguía contemplando a la muerta. Parecía decidido a guardar en su memoria los detalles de la profanación. Recorrí el apartamento y anoté descripciones: los muebles caídos, los cristales rotos, y la forma de las manchas de sangre seca de la cocina. Me arrodillé para estudiar la alfombra: era una persa falsa de color anaranjado oscuro, pero no lo bastante para que el reguero de sangre no resultara visible todavía. Lo seguí hasta la habitación donde yacía la muerta. Wacky habló de pronto detrás de mí y a punto estuve de dar un bote hasta el techo:
—¡Dios santo, Freddy! ¡Vaya lío, joder!
—Sí. Los detectives y el forense están en camino. Voy a seguir mirando por aquí. Tú baja y tómale declaración a la mujer.
—De acuerdo.
Wacky se fue, y volví a mis anotaciones. Era un sencillo apartamento familiar, de clase media, limpio y confortable, en absoluto el lugar en que entraría a robar ni siquiera un drogadicto desesperado, pero al parecer eso era lo que había ocurrido. La inspección descubrió un albornoz de rizo empapado en sangre en el suelo del pequeño comedor que separaba el salón de la cocina. Al fondo de ésta había una puerta que llevaba, por una escalera que descendía, a lo que semejaba el cuarto de la lavadora; en los inseguros peldaños de madera había huellas de sangre.
Revisé el piso en busca del arma homicida, pero no encontré nada, ningún instrumento cortante de ninguna clase. Volví a estudiar a la víctima. Era una morena atractiva de veintitantos años. Tenía un cuerpo esbelto y unos ojos verdes muy claros. Llevaba las uñas de los pies pintadas de un rojo oscuro que hacía juego a la perfección con el color de su sangre seca. El cuerpo estaba tendido en una postura que parecía una aceptación, aunque a regañadientes, de la muerte, pero el rostro, con la boca abierta y los ojos desorbitados, parecía gritar: «¡No!»
Inspeccioné de nuevo las habitaciones, buscando más detalles que pudieran tener algún significado. Encontré parte de una huella dactilar en la pared del pasillo, junto a la puerta del dormitorio. La marqué con un círculo. En el salón había una repisa de teléfono en la cual, en lugar de éste, había un cenicero de cristal lleno de cajas de cerillas. Una de éstas me llamó la atención. Era una chillona caja anaranjada con tres estrellas dispuestas en torno a una copa de martini. El Silver Star. Hurgué en el cenicero. Todas las cerillas eran de bares y clubes nocturnos de la zona centro de Los Ángeles y de Hollywood. Busqué objetos de fumar, pipas, cigarrillos o cualquier clase de tabaco. Nada. La muerta quizá frecuentase bares o fuera coleccionista de cajas de cerillas.
Oí unas fuertes pisadas procedentes de la escalera. Era Wacky, seguido de dos policías de paisano y de un tipo mayor, un ayudante del forense, al que ya conocía. Indiqué el dormitorio con un gesto de la cabeza. Entraron delante de mí. Oí silbidos, gemidos, soplidos de disgusto y exclamaciones:
—¡Oh, Dios! ¡Oh, mierda! —masculló el primer detective.
—Dios santo —musitó el otro.
El ayudante del forense se limitó a mirar fijamente y exhaló el aire despacio; luego, avanzó y se arrodilló junto al cadáver. Hincó el dedo, pellizcó su piel y pasó la uña del pulgar por encima de la sangre coagulada de las piernas.
—Lleva muerta veinticuatro horas, al menos —dictaminó—. Causa de la muerte, asfixia, aunque las heridas del vientre y del pecho podrían haber sido mortales. Pero ya ven los ojos y la lengua… Murió porque le faltó el aire. Busquen una navaja… y a un jodido lunático.
—¿Quién encontró el cuerpo? —preguntó el primer detective, un tipo alto y fornido al que en ocasiones había visto en la comisaría.
—Yo —repuso Wacky.
—¿Nombre y número de placa?
—Walker, cinco ochenta y tres.
—Bien, Walker. Soy DiCenzo y mi compañero se llama Brown. Vámonos de aquí, los muertos me deprimen. Brown, llama a los de laboratorio.
—Ya lo he hecho, Joe —informó Brown.
—Bien.
Nos trasladamos todos al salón, excepto el doctor, que se quedó junto al cadáver, sentado en la cama y revolviendo el contenido de su maletín.
—Bien, Walker, cuénteme —dijo DiCenzo.
—Bien. Mi compañero y yo estábamos en la tienda de la esquina cuando la mujer que vive en el piso de abajo entró histérica, y nos trajo aquí. Eso es todo, Después, descubrimos el cadáver y llamamos. Yo me ocupé de calmar a la mujer. Me dijo que tenía la sensación de que algo iba mal. La muerta era amiga suya y no la había visto ni ayer ni hoy. Trabajaban en el mismo sitio, además. La mujer tiene una llave del piso de la difunta porque ésta, a veces, se marchaba de fin de semana y ella se ocupaba de su gato. En fin, tenía esa sensación, y subió y abrió la puerta del piso. Encontró el cadáver y salió corriendo a llamar a la policía. La mujer se llama June Haller y la muerta, Leona Jensen. Era secretaria en el Auto Club del centro. Tenía veinticuatro años. Sus padres viven en algún lugar del norte, cerca de San Francisco.
—Bien, Walker. —DiCenzo asintió. Nos interrumpió un equipo de tres tipos del laboratorio forense. Iban de paisano y llevaban cámaras y equipos de buscar pruebas.
Brown señaló el dormitorio.
—Es ahí, chicos. El forense los espera.
DiCenzo empezó a observar el salón, bloc en ristre. Le di unos golpecitos en el hombro y lo guié a la cocina.
—¡Joder! —exclamó cuando vio el suelo de linóleo rociado de sangre.
—Sí —señalé—. La pinchó aquí y la llevó al dormitorio para estrangularla. Ella se resistió mientras la arrastraba por el salón: de ahí los muebles volcados y los cristales rotos. Al fondo de la cocina hay una puerta que da a una escalera. Allí he encontrado unas huellas ensangrentadas de pisadas que conducen abajo. El tipo tuvo que entrar y salir por esa vía. Hay una huella dactilar con sangre en el pasillo, cerca del dormitorio. La he marcado. ¿Qué opina usted, detective?
DiCenzo iba asintiendo a mis palabras.
—¿Cómo se llama, agente?
—Underhill —respondí.
—¿Tiene usted estudios, Underhill?
—Sí, sargento.
—Bien, yo diría que nada de lo que aprendió usted cuando estudiaba nos será de ayuda en este homicidio. A menos que la huella esté completa y pertenezca al asesino. A mí me parece un robo frustrado. Cuando tengamos el informe del laboratorio, nos veremos en la obligación de detener a todos los ladrones de pisos conocidos, todos los drogadictos y a todos los degenerados de Los Ángeles. Lo que espero es que la muerta también haya sido violada; el robo con violación es un modus operandi bastante raro y no hay demasiados cabrones con esa característica. ¿Es su primer caso de asesinato?
—Sí.
—¿Y lo tiene alterado?
—No.
—Bien. Usted y su compañero, vuelvan a comisaría y redacten sus informes.
—De acuerdo, sargento.
DiCenzo me hizo un guiño y añadió:
—Es una lástima, ¿verdad, Underhill? Ese bombón lo tenía todo. ¿Sabe a qué me refiero?
—Sí, lo sé.
Encontré a Wacky en el dormitorio. Los flases de la cámara se sucedían mientras él tomaba notas en su bloc, protegiéndose los ojos del resplandor y lanzando miradas esporádicas a la difunta Leona Jensen. Los hombres del laboratorio lo observaban con una mueca de irritación, de modo que lo hice salir al pasillo.
—Vámonos. Tenemos que volver a comisaría y redactar el informe.
Wacky continuó garabateando en el bloc.
—Ya está —dijo—. Ya he terminado. He escrito un poema sobre la muerta. Es una obra maestra. Está dedicada a John Milton y se titula Pedazo de asno perdido.
—Olvídalo, Wacky. Larguémonos de aquí y basta.
Subimos al coche y nos dirigimos al norte por Hoover, en silencio.
—¿Crees que pillarán al tipo que la mató? —preguntó Wacky finalmente.
—DiCenzo cree que hay posibilidades de que sí.
—Yo, con franqueza, soy pesimista al respecto.
—¿Porqué?
—Porque la muerte, lo percibo, va a ser la nueva moda. Estoy escribiendo un poema épico al respecto. Cada uno de los cuarenta y ocho estados va a tener la bomba atómica y la va a lanzar contra los otros. Los Ángeles la soltará sobre San Francisco por robarle turistas. Los Dodgers de Brooklyn la soltarán sobre los Giants de Nueva York. Lo percibo.
—Estás chiflado, Wacky.
—No, soy un genio. Freddy, tienes que llamar a Big Sid. Hillcrest me encantó. Quiero jugar allí. Es un campo para buenos pegadores. Allí sería capaz de hacer un sesenta y ocho.
—Eso es mucho suponer. Lo que quieres es echarle otro tiento a Siddell. Por cierto, Wacky, dime, ¿llegaste hasta el final con ella?
—Sí, pero he estado llamándola para intentar otra cita y siempre contesta una criada y me dice: «La señorita Siddell no está, agente». Creo que quiere darme esquinazo.
—Tal vez, pero no importa. Hay muchas gorditas por ahí.
—Sí, pero no son como Siddell. Ella tiene clase. Mira, socio, necesito que me hagas un favor. ¿Querrás hablar con Siddell y sondear qué siente por mí? Tú estás a buenas con Big Sid y podrías hacerlo.
Titubeé un instante y luego noté que mis engranajes empezaban a ponerse en marcha.
—Claro, Wacky. Pasaré por casa de Big Sid en algún momento del fin de semana. Me dio carta blanca en lo que a visitas respecta. Soy su nuevo chollo.
Wacky me dio una palmada en el brazo.
—Gracias, colega. Cuando esté esquivando flechas encendidas en el barrio negro y tú seas el rey de Antivicio en Wilshire, recordaré este momento.
Nos detuvimos en el aparcamiento de la comisaría. Me disponía a soltarle una réplica como muestra de resistencia, pero me fue imposible. En vez de ello, subí a la sala de la brigada y mecanografié mi informe.
El sábado, a primera hora de la noche, me dirigí a Beverly Hills. Mientras conducía, fui sincero conmigo mismo. Podía inventarme todos los pretextos que quisiera, pero sabía que me encaminaba al hogar de Big Sid por una única razón: encontrar a Lorna Weinberg y satisfacer, de algún modo, la curiosidad que me inspiraba. La casa estaba en Canyon Drive, al sur de Sunset. Esperaba algunas muestras pretenciosas de ostentación y me sorprendió comprobar que el gran edificio colonial, blanco y con un cuidado césped al frente, era discreto, casi sombrío. Llamé a la puerta y me atendió una criada negra que me informó de que «el señor Big Sid no está en casa y la señorita Siddell está en su habitación, echando una siesta».
—¿Y Lorna? —farfullé.
La vieja criada cubierta de arrugas me miró como si viera a un chiflado.
—La señorita Lorna se marchó hace años.
—Lo lamento. —Eché un vistazo por la rendija de la puerta entornada y adiviné un salón amueblado con maderas añejas y ricas telas. No sé por qué, presentí qué aquel lugar podía ser un tesoro de prodigio, incluso en ausencia de Lorna. Hice una pausa y añadí con tono enérgico—: Despierte a Siddell, haga el favor. Tengo un mensaje importante de un amigo suyo.
La vieja me miró con suspicacia, abrió la puerta y me indicó el salón.
—Espere aquí —me dijo—. Avisaré a la señorita.
La criada se alejó escalera arriba y me dejó a solas en la sala, ricamente amueblada. Observé unas fotografías enmarcadas sobre el hogar de ladrillo rojo y me acerqué a mirarlas. Eran los retratos de Big Sid, Siddell y Lorna, respectivamente. Big Sid posaba orgulloso, Siddell aparecía lo más delgada que podía sacarla un buen fotógrafo y Lorna estaba seria y abstraída, luciendo el birrete y la toga de la graduación. Había otra, más grande, del trío familiar: Big Sid con el omnipresente habano en la mano, Siddell con aire hosco y Lorna apoyada en un bastón. Vi que tenía la pierna derecha deformada y contrahecha y noté que me invadía un sofoco nervioso. Sacudí la cabeza para aliviarlo y recordé que durante nuestro único encuentro Lorna había permanecido sentada. ¿Y dónde estaba mamá Weinberg?
Sumido en mis pensamientos, noté un enérgico tirón de la manga y, al volverme, vi a Siddell Weinberg, que se me venía encima.
—Sé lo que debes de pensar de mí —decía—, pero no creas que siempre ando haciendo esas cosas…
Me mantuve a un brazo de distancia de la febril muchacha y me puse muy serio; me pareció el mejor modo de trasmitirle la información que, en esas circunstancias, era preciso que le diera.
—Claro, señorita Weinberg, pero no es para tanto. Debería llamar a Wacky. Usted le gusta y quiere verla de nuevo.
—Ya lo sé, pero no puedo. Debe decirle a Herbert que no me llame aquí. Papá cree que cualquiera que se interese en mí anda tras su dinero. Además, estoy prometida.
—¿Y Big Sid aprueba su noviazgo?
—No, por supuesto, pero al menos mi novio es judío y está a punto de graduarse. Tiene futuro.
—¿Y los policías no lo tienen?
—¡No era mi intención decir tal cosa! A papá usted le cae bien, pero cree que Herbert está chiflado.
Llevé a Siddell a un mullido sofá de cuero rojo, cerca de la chimenea.
—Su padre tiene razón —le dije—. ¿Está enamorada del hombre con el que va a casarse?
—¡Sí! ¡No! ¡No lo sé!
—Entonces, llame a Wacky. Aparece en el listín: Herbert L. Walker, South St. Andrew, 926, Los Ángeles. ¿De acuerdo?
—De…, de acuerdo. La semana que viene estaré fuera, pero llamaré a Herbert cuando vuelva.
—Bien. —Le di unas palmaditas en la mano y empecé a buscar un tema de conversación que me llevara al verdadero motivo de mi visita. Por fin, encontré una excusa—: Qué casa tan espléndida, Siddell. Es evidente que su madre dedica mucho tiempo a ella.
Siddell bajó la cabeza.
—Mamá murió —murmuró.
—Lo siento. ¿Ha sucedido recientemente?
—No. Fue en 1933. Yo tenía nueve años y Lorna, trece.
—Hace mucho tiempo de eso.
—Sí y no.
—O sea, ¿todavía siente pena?
—Sí…, pero Lorna lo lamenta aún más. —Su voz había adquirido la resonancia de alguien que explicara una profunda verdad.
—¿A qué se refiere, Siddell? —inquirí con suavidad.
—Pues… Mamá murió y Lorna sufrió lo de la pierna al mismo tiempo, de forma que detesta y quiere a mamá, a la vez. Iban en coche por Sunset. Mamá estaba de nuevo embarazada. Llovía y el coche patinó y se estrelló contra un árbol. Mamá golpeó con el vientre contra el volante. Perdió el bebé pero, salvo eso, no se hizo daño. Lorna salió disparada por el parabrisas, tuvo fracturas de pelvis y por eso anda raro y tiene la pierna derecha tan fastidiada. Se rompió todas las terminaciones nerviosas. Pero mamá quería otro bebé, muchísimo. Sabía que papá deseaba un varón. Se guardó el bebé dentro. Debería haber ido al hospital para que se lo quitaran, pero no lo hizo. El bebé le produjo una infección en el vientre y mamá huyó. La encontraron muerta en las colinas de Hollywood. Se había hecho un refugio con toda la ropita del bebé que había comprado en Bonwit Teller. No aceptó que su hijo estaba muerto.
Aquello era casi más de lo que deseaba saber.
Siddell se dio cuenta de ello.
—No se ponga triste —dijo—. Fue hace mucho tiempo.
—¿Y su padre no volvió a casarse?
Siddell sacudió la cabeza.
—Papá no ha vuelto a tocar a una mujer desde el día en que mamá murió.
Me dispuse a marcharme. A modo de despedida, Siddell añadió:
—Dígale a Herbert que lo llamaré. Dígale que me gusta.
Caminé hasta el coche, alcé la mirada al cielo y deseé una buena lluvia. Cuando hice girar la llave del encendido, el prodigio me cautivó. Y también la ironía: mi familia de adopción también era huérfana.