Calculé que Wacky tardaría un par de horas más de lo prometido en devolver el coche y, por otra parte, la cortesía dictaba que me quedara a beber y charlar con Big Sid. Me hubiera gustado acercarme a Santa Bárbara a buscar mujeres, pero para eso, necesitaba el coche.
Me duché en el vestuario. No se asemejaba en nada al que teníamos en la comisaría de Wilshire, que parecía una mazmorra. En el club, la instalación tenía moqueta gruesa de pared a pared, y en éstas, de madera de roble, colgaban retratos de socios notables del Hillcrest. En el vestuario se hablaba de negocios cinematográficos y de fusiones de empresas, y el golf quedaba, a distancia, en tercer lugar. Por alguna razón, eso me incomodó, de modo que me duché deprisa, me cambié de ropa y fui en busca de Big Sid.
Lo encontré en el comedor, sentado a la mesa junto a la gran cristalera panorámica que dominaba el hoyo dieciocho. Hablaba con una mujer, que me daba la espalda cuando me acerqué. Tuve la sensación de que se trataba de una mujer con clase y procedí a alisarme el pelo y a colocar bien el pañuelo del bolsillo mientras avanzaba.
Big Sid me vio.
—¡Freddy, muchacho! —exclamó. Le dio unos suaves golpecitos en el hombro a la mujer y añadió—: Cielo, te presento a mi nueva pareja de golf, Freddy Underhill. Freddy, ésta es mi hija, Lorna.
La mujer se volvió en la silla para observarme y sonrió con expresión de aturdimiento.
—Señor Underhill… —murmuró.
—Señorita Weinberg —dije.
Tomé asiento. Estaba en lo cierto: la mujer tenía clase. Si Siddell Weinberg había heredado los rasgos amplios de su padre, Lorna exhibía una versión más refinada: tenía el cabello más castaño claro que rojo y los ojos, pardos, más pálidos y cristalinos que opacos. Mostraba la misma barbilla acentuada que Big Sid y la boca sensual de éste, sólo que a una escala más suave. La nariz era larga pero hermosa y confería al rostro un aire de inteligencia y de cierto atrevimiento. Iba sin maquillar. Vestía un traje de tweed con una blusa blanca de seda. Observé que era alta y delgada y que tenía unos pechos muy desarrollados para aquel cuerpo.
Al instante, deseé conocerla y contuve un cursi impulso de coger su mano y besarla, pues comprendí que tal gesto no le gustaría. En lugar de hacerlo, me senté frente a ella, donde podía mantener contacto visual.
Big Sid me arreó tal palmada en la espalda que casi me di con la cabeza contra el tablero de la mesa.
—¡Freddy, muchacho! ¡Los hemos machacado! ¡Cuatrocientos cincuenta billetes! —Big Si se inclinó hacia delante y explicó a su hija—: Freddy es mi nuevo chollo. Y viceversa. ¡Vaya swing!
Lorna Weinberg sonrió. Le devolví la sonrisa. Dio unas palmaditas en la mano a su padre y me dirigió una mirada exageradamente apreciativa.
—Papá es un fanático y tiene una personalidad hiperbólica. Le encanta clasificar a la gente empleando coloquialismos. Tiene usted que perdonarlo.
Lo dijo cariñosamente, pero con un levísimo aire de superioridad con respecto a su padre… y de desafío hacia mí.
Big Sid se rió, pero yo acepté el reto.
—Una percepción interesante, señorita Weinberg. ¿Es usted psicóloga?
—No, soy abogada. ¿Y usted?
—Soy agente de policía.
—¿En Los Ángeles?
—Sí.
Lorna volvió a sonreír, esta vez con mesura.
—¿Es usted tan bueno en su trabajo como jugando al golf?
—Mejor.
—Entonces, constituye una doble amenaza.
—Esa es una expresión sobre la que debería extenderse.
—Touchée. —Lorna Weinberg me taladró con la mirada. En sus ojos titilaba una amarga hilaridad—. Soy ayudante del fiscal de distrito para la ciudad de Los Ángeles. Tenemos el mismo superior. Preferiría ser ayudante del abogado de oficio, pero ése es el intríngulis del green, como diría papá. Trato con policías a diario, y no me gustan. Ven demasiado poco y demasiado a menudo, cuando no entienden o no quieren aceptar algo, detienen o dan palizas. Las cárceles de Los Ángeles están llenas de gente que no debería estar allí. Yo me ocupo de preparar casos para presentarlos ante el jurado de acusación. Hurgo entre toneladas de informes de detectives excesivamente celosos. Con franqueza, me veo como perro guardián de unos cuerpos policiales locos por llenar las cárceles. Esto me reporta las críticas de mis colegas, pero me aceptan porque soy una profesional muy buena y les ahorro un montón de trabajo.
Encajé la perorata y respondí con una sonrisa que pretendía ser irónica.
—De modo que no le gustan los policías —dije—. Como a casi todos, vaya novedad. ¿Preferiría la anarquía? Sólo hay una respuesta, señorita. Este no es el mejor de los mundos posibles. Tenemos que aceptarlo y continuar con la administración de justicia.
Big Sid advirtió que su hija despedía fuego por los ojos y se alejó a toda prisa en dirección a la barra, incómodo con la intensidad de nuestra conversación.
Lorna no cedió.
—No puedo aceptar eso, ni quiero. No se puede cambiar la naturaleza humana, pero se pueden cambiar las leyes, y de ese modo erradicar a algunos de esos sociópatas con insignia y pistola.
Por ejemplo, mi padre me ha contado que usted mostró curiosidad por el cadi que los acompañaba hoy. Yo lo conozco. Es una víctima de la policía. Un abogado que es miembro de este club representó una vez a Dirt Road Dave en una demanda contra el Departamento de Policía de Los Ángeles. Durante la Depresión había robado alimentos de una tienda. Dos policías lo vieron y lo persiguieron y, cuando por fin lo alcanzaron, estaban furiosos. Lo dejaron inconsciente a golpes de porra. Dave tuvo una hemorragia interna y estuvo a punto de morir. Sufrió daños cerebrales irreparables. La Unión Americana por las Libertades Civiles llevó a juicio a su Departamento y perdió. Los policías están por encima de la ley y pueden hacer lo que les de la gana. Abe Dolwitz, el abogado, cuida de Dave en cierto modo, pero Dave sólo está lúcido la mitad del tiempo. Imagino que la otra mitad es una pesadilla para él. ¿Entiende lo que le cuento?
—Entiendo que está usted entrando en temas que no son de su competencia. Entiendo que su opinión de los policías es académica y tendenciosa y ajena al contexto diario en el que trabajamos. Comprendo su compasión y entiendo que los problemas que ha descrito son insolubles.
—¿Cómo puede ser tan ramplón?
—No. Lo que soy es realista. Usted sostiene que los policías ven demasiado poco y detienen demasiado. Para mí es al contrario. Yo trabajo precisamente para ver, no por el sueldo mísero que gano.
—Me resulta muy difícil de creer —dijo Lorna Weinberg bajando la voz, en tono de condescendencia.
Yo bajé la mía hasta igualarme a la suya.
—En realidad, no me importa mucho, letrada. Una pregunta, sin embargo. Ha dicho que constituyo una «doble amenaza». ¿Qué tiene el golf de amenazador?
—El golf —respondió ella con un suspiro— impide a la gente pensar en los asuntos importantes de la vida.
—También le evita pensar en los no importantes —repliqué. Ella se encogió de hombros. Estábamos empatados. Me levanté para marcharme, pero aún hice una última pregunta—: Si tanto detesta el golf, ¿por qué viene a este club?
—Porque preparan la mejor comida de Los Ángeles.
Me reí y le estreché la mano despreocupadamente.
—Buenos días, señorita Weinberg.
—Buenos días, agente —repuso ella, en esta ocasión con la voz cargada de ironía.
Fui a buscar a Big Sid, le agradecí el placer de su compañía como golfista y le prometí que lo llamaría pronto para otro partido. Me ofreció su amistad de forma conmovedora, pero el encuentro con Lorna Weinberg me había puesto agresivo e irritado.
Recogí mis palos y salí al aparcamiento a buscar el coche. No lo vi en el recinto principal destinado a socios ni en el de los empleados del club. Fui caminando hasta la verja de la salida a Pico. Wacky empezaba a ser demasiado informal para confiar en él.
Crucé la calle y decidí matar el rato dando un paseo por los alrededores de los estudios de la 20th Century Fox. Caminé hacia el norte y dejé atrás un gran solar de parcelas vacías.
El día estaba oscureciéndose a causa de unas nubes negras que disputaban la primacía a un luminoso cielo azul. Deseé que lloviese. La lluvia era un buen catalizador, de gran utilidad para buscar mujeres por la noche. El mal tiempo parecía hacerlas más vulnerables y abiertas.
Casi había llegado a Olympic cuando distinguí mi Buick del 47 rojo y blanco en una callejuela tras el departamento de utillaje del estudio. El coche se sacudía y salían gemidos de su interior. Me acerqué y miré por la ventanilla del lado del conductor. El cristal estaba empañado por la agitada respiración, pero aun así distinguí claramente a Wacky y a Siddell Weinberg debatiéndose desnudos en un cálido abrazo.
Noté la calma perfecta que me posee cuando me enfado de verdad. Saqué un hierro cinco de la bolsa y abrí la puerta del coche.
—¡Agente de policía! —exclamé al tiempo que Wacky y Siddell se ponían a chillar e intentaban cubrirse. No se lo permití. Hinqué el hierro cinco entre los dos y hurgué, raspé y empujé allí por donde estaban unidos—. ¡Salid del puto coche ahora mismo, par de soplapollas! —seguí gritando—. ¡Vamos! ¡Fuera! ¡Fuera, digo!
Torpemente, consiguieron desengancharse y se apearon trastabillando. Siddell sollozaba e intentaba cubrirse los pechos con las manos. Les arrojé las ropas, cogí la sobaquera de Wacky con la 38 y las esposas y las arrojé al otro lado de la tapia del departamento de utillaje. Mientras Wacky intentaba ponerse los pantalones, le arreé una patada en el culo.
—¡Puto cabrón, no andes jodiéndome! ¡No me jodas la carrera, puta desgracia de policía! ¡Coge a tu puta cerda cebona y vete a follar fuera de mi vida!
Los dos se alejaron por la callejuela dando traspiés, vistiéndose sin dejar de andar. Miré en el coche. Había una botella de bourbon medio vacía en el suelo. Tomé un largo trago y la arroje en dirección a ellos. Las nubes oscuras ya habían eclipsado casi por completo el cielo azul.
Recuperé la botella y seguí bebiendo a la espera de que empezase a llover. Pensé en Lorna Weinberg. Cuando cayeron las primeras gotas, me deshice de la botella y puse en marcha el coche sin una idea concreta de adonde ir.
Consumí tres horas conduciendo sin rumbo. Lorna Weinberg, Wacky y Dirt Road Dave consumieron la mayor parte de mis pensamientos. Eran unos pensamientos deprimentes, y conducir al azar acentuó mi estado de ánimo sombrío.
La lluvia caía formando cortinas de agua, impulsada por un viento intenso. Oscureció temprano y, sin que hubiera ninguna razón lógica, me vi atraído hacia la ventosa y traicionera autopista de Pasadena. Tomar a toda velocidad sus curvas cerradas sobre un pavimento resbaloso por la lluvia hizo que me sintiera mejor. Empecé a pensar en mis oportunidades de promoción y en todo lo maravilloso que me proporcionaría el trabajar en Antivicio.
Esto último me sugirió un destino. Cuando llegué a Pasadena, di media vuelta y volví a Los Ángeles, a la comisaría de Wilshire, a algunos puntos calientes de vicio de los que me habían hablado ciertos veteranos. Pasé por la zona de putas de West Adams, donde grupitos de prostitutas negras, probablemente toxicómanas, esperaban bajo el paraguas por si aparecía algún cliente que desafiara la lluvia y les proporcionase el dinero para la dosis. Rondé por Western, por los garitos conocidos, y contemplé el ir y venir de los apostadores. Parecían tan desesperados como las drogadictas.
Tuve la impresión de que el prodigio, en Antivicio, sería triste, penoso y desesperado. Los rótulos de neón de los bares y clubes nocturnos por delante de los que pasé parecían anuncios baratos de erradicadores de soledad.
Eran casi las nueve. Me detuve en The Original Barbecue, en Vermont, y cené sin prisas un costillar de cerdo. Me pregunté dónde habría mujeres. Era muy tarde y llovía demasiado para imaginar otra cosa que bares y mujeres que buscaban lo mismo que yo. Aquello me apenó, pero decidí que, mientras patrullaba, podía echar un repaso al panorama de bares desde el punto de vista de un policía novato de Antivicio y, tal vez, aprender unas cuantas cosas.
El tugurio de Normandie y Melrose estaba muerto. Su principal atractivo era el televisor sobre la barra. Unos parroquianos estupefactos se reían con el show de Sid Caesar. Salí. En el siguiente local, junto al L.A. City College, no había más que estudiantes excitados, todos sin pareja, la mayoría de los cuales discutían a gritos sobre Traman, MacArthur y la guerra.
Me dirigí al sureste. En Western, descubrí un bar que no había visto hasta entonces: el Silver Star, dos manzanas al norte de Beverly. Parecía cálido y bien atendido. Tenía un letrero de neón tricolor: tres estrellas, amarilla, roja y azul, situadas en torno a una copa de martini. El neón con el nombre, Silver Star, en anaranjado brillante, se encendía y se apagaba.
Estacioné al otro lado de la callé, en el aparcamiento del supermercado Ralph’s, y corrí hacia el refugio de neón, sorteando los coches. El Silver Star estaba lleno, y cuando mis ojos se acostumbraron a la luz fluorescente del interior, me percaté de que el local servía más como punto de citas que como abrevadero del barrio. Los hombres hacían proposiciones a las mujeres que estaban sentadas junto a ellos. Los avances eran torpes y las mujeres fingían interés y una camaradería provocada por la bebida. Pedí un whisky doble con soda y me dirigí hacia una fila oscura de reservados junto a la pared del fondo. Ocupé el único que estaba vacío. Tenía las piernas demasiado largas para que me cupieran entre el asiento y la mesa, de modo que las estiré fuera del reservado y bebí un sorbo de whisky, tratando de aparentar despreocupación al tiempo que me mantenía alerta, con la mirada en la barra y en la puerta del local.
Una hora y dos copas después, vi entrar a una mujer bonita, de treinta y tantos, con el cabello rubio como la miel. Titubeó por un instante, como si el local le resultara desconocido y potencialmente hostil.
La observé mientras se sentaba ante la barra. El camarero estaba ocupado en otra cosa, de modo que la desconocida se puso a hurgar en el bolso mientras esperaba a que la atendieran. A su lado había un taburete vacío, y hacia él me encaminé. Cuando tomé asiento, la mujer se volvió y me miró.
—Hola —dije—. Hoy está bastante concurrido. El camarero no podrá atenderla hasta el martes por la tarde, me temo.
La mujer rió y apartó ligeramente el rostro. Adiviné la razón. Tenía una dentadura fea y quería resultar atractiva sin mostrarla. Me pareció el primer detalle afectuoso de lo que deseé que fuese una larga noche llena de ellos.
—Este local resulta muy agradable, ¿no le parece? —Tenía una voz nasal y un ligero acento del Medio Oeste.
—En efecto. Sobre todo, en una noche como ésta.
—Brrr… —se estremeció—. Ya sé a qué se refiere. Nunca había entrado aquí hasta ahora, pero iba en un taxi y me ha parecido tan cálido y acogedor que he tenido que pararme y entrar. ¿Y usted? ¿Había estado aquí alguna vez?
—No. También es mi primera vez. Pero, por favor, disculpe mis modales. Me llamo Bill Thornhill.
—Yo soy Maggie. Maggie Cadwallader.
—¡Vaya! —Me reí—. Tenemos unos apellidos tan rotundos como si fuéramos ingleses de pura cepa.
Maggie también rió.
—Pues sólo soy una chica de campo de Wisconsin.
—Y yo un paleto de la gran ciudad.
Siguieron las risas. Había buenas vibraciones. Cada cual representaba su papel con naturalidad y refinamiento. Llegó el camarero y pedí una cerveza para mí y una menta con brandy para Maggie. Pagué yo.
—¿Llevas mucho tiempo en Los Ángeles, Maggie? —pregunté.
—¡Oh, vivo aquí desde hace años! ¿Y tú, Bill?
Al oír aquella familiaridad de trato tuve la certeza de que sucedería. El alivio y el ardor me invadieron.
—Desde hace demasiado, creo. En realidad, he nacido aquí.
—¡Serás uno de los pocos…! En cualquier caso, ¿verdad que es una ciudad admirable? A veces creo que vivo aquí porque puede suceder cualquier cosa, ¿sabes a qué me refiero? Una anda de paseo por la calle y de pronto, sin más, le ocurre algo desquiciado y maravilloso.
El prodigio, en pocas palabras. Maggie empezó a caerme bien.
—Sé perfectamente a qué te refieres. —Asentí, y era sincero—. A veces pienso que eso es lo que me impide marcharme. Mucha gente viene aquí por el glamour y el cine. Yo he nacido aquí, de modo que sé que todo eso es una sarta de mentiras. Si me quedo es por el misterio.
—¡Qué bien lo has resumido! ¡El misterio! —Maggie me apretó la mano—. Espera un momento —añadió mientras apuraba la copa—. A ver si sé adivinar a qué te dedicas. ¿Eres atleta? Tienes pinta de serlo.
—No. Vuelve a probar.
—Hummm… Eres muy grandullón. ¿Trabajas al aire libre?
—Frío. Prueba otra vez.
—¿Eres escritor?
—No.
—¿Abogado?
—No.
—¿Hombre de negocios?
—No.
—¡Estrella de cine!
—¡Ja, ja! No.
—¿Bombero?
—Tampoco,
—Me rindo. Dime qué haces y te diré lo que hago yo.
—Está bien, pero prepárate para llevarte una decepción. Vendo seguros.
Lo dije con fingida humildad y resignación de crío. A Maggie le encantó.
—¿Qué hay de malo en ello? ¡Yo sólo soy bibliotecaria! Lo que hacemos no es lo que somos, ¿verdad?
—No —mentí.
—¡Pues eso! —Maggie volvió a apretarme la mano.
Hice una seña al camarero, que nos trajo otra ronda. Alzamos los vasos en un brindis.
—Por el misterio —dije.
—Por el misterio —repitió ella.
Maggie terminó su copa rápidamente. Yo tomé unos tragos de mi cerveza. Me pareció que era momento de atacar.
—Maggie, si no hiciera un tiempo tan horrible, podríamos dar una vuelta en coche. Conozco Los Ángeles como la palma de mi mano y hay muchos sitios bonitos donde podríamos ir.
Me dedicó una cálida sonrisa, esta vez sin molestarse en ocultar la dentadura.
—A mí también me gustaría dar una vuelta, pero tienes razón: hace un tiempo pésimo. Podríamos ir a mi apartamento y tomar una última copa.
—Me parece estupendo —dije con la voz algo tensa.
—¿Has venido en coche? A mí me ha traído un taxi.
—Sí, tengo el coche aquí. ¿Dónde vives?
—En Hollywood. En Harold Way. Es una callecita que da a Sunset. ¿Sabes dónde digo?
—Claro.
—Por supuesto. Conoces L.A. como la palma de tu mano, ¿no?
Volvimos a reír, salimos del bar y apretamos el paso bajo la lluvia, por Western Avenue, hasta mi coche.
El chaparrón empezó a menguar mientras me dirigía al norte por Wilton Place. Maggie y yo evitamos flirtear, y en lugar de ello, hablamos de otros asuntos, del tiempo y de su gato. A mí, los gatos no me gustaban especialmente, pero fingí un gran interés por conocer el suyo.
Me pregunté cómo sería su cuerpo. En el bar, no se había quitado el abrigo ni por un instante. Tenía unas piernas bien torneadas pero antes de que nos desnudáramos ansiaba saber el tamaño de sus pechos y la amplitud de sus caderas.
Harold Way era una calle secundaria, estrecha y apenas iluminada. Maggie me indicó dónde aparcar. Su apartamento estaba en un edificio posterior a la guerra, feo y con motivos hawaianos. Era una enorme estructura en forma de caja, de ocho o diez viviendas, de estuco y con adornos de falso bambú en las puertas y ventanas. Las entradas se hallaban en los costados del edificio.
Maggie y yo hablamos con nerviosismo mientras recorríamos el largo pasillo de acceso a su apartamento. Cuando abrió la puerta y encendió la luz, un orondo gato gris apareció de la oscuridad para recibimos. Maggie dejó el paraguas y levantó del suelo al animal.
—Mmm…, cariñito —dijo con un ronroneo mientras acariciaba al felino—. León, te presento a Bill. Bill, éste es León, mi protector.
Acaricié la cabeza del gato.
—Hola, León —dije con naturalidad, sin cambiar el tono—. ¿Qué tal te va en esta auténtica noche de invierno? ¿Has cazado algún ratón, últimamente? ¿Ya te ganas el sustento en esta maravillosa morada que te ha regalado tu dueña?
Mi voz y mi expresión impasibles provocaron en Maggie un torrente de risas.
—¡Oh, Bill, qué gracioso eres! —exclamó. Estaba ligeramente bebida.
Cogí el gato y Maggie cerró la puerta. León estaba muy gordo y, probablemente, no fuese un cazarratones con cascabel. Eché un vistazo a la habitación. Estaba ordenada y era una auténtica oda a lugares remotos: en las cuatro paredes aparecían representadas Grecia, Roma, Francia y España, cortesía de Pan American Airways. Deposité el gato en el suelo, y de inmediato se puso a olisquearme las perneras del pantalón.
—Bonito apartamento, Maggie. Es evidente que te has ocupado mucho de él.
Maggie sonrió, radiante. Luego, me tomó de la mano y me condujo a un lujoso sofá cubierto de cojines.
—Siéntate, Bill, y dime qué te apetece beber.
—Coñac, solo —respondí.
—Un minuto.
Mientras Maggie estaba en la cocina, pasé la pistola y las esposas de mi cinto al bolsillo del gabán. Al cabo de un momento, regresó con dos copas de boca estrecha, cada una de ellas con una generosa ración, y se sentó en el sofá, a mi lado. Brindamos en silencio. Cuando el coñac hizo efecto, me di cuenta de que tenía poco que decir. No había nada que pudiese enseñar a aquella mujer —probablemente diez años mayor que yo— que ella no supiese ya.
Maggie me quitó la copa de la mano. Apuró el contenido de la suya y la dejó en la mesilla auxiliar. El gato vino hacia nosotros y me entretuve jugueteando con su cola. Maggie tendió la mano para acariciarlo y nuestros hombros se rozaron. Nos miramos durante décimas de segundo, la abracé y rodamos por el suelo. Ella se rió y yo me dejé llevar. Me puse a ladrar como un perro faldero y cubrí sus hombros de tiernos mordisquillos, pellizcando apenas la piel bajo la ropa.
Maggie rió y rió. Apretó los brazos en torno a mí.
—¡Oh, Bill! ¡Oh, Bill! ¡Oh, Bill! —exclamó entre un acceso de risa y el siguiente.
Seguí mordisqueando, descendiendo por la espalda y volviéndome cada pocos instantes para observar su rostro bañado en lágrimas. Le levanté el borde de la falda, continué los pellizcos con los dientes piernas abajo hasta los tobillos, procurando no rasgarle las medias de nailon. Mientras, su mano acariciaba y revolvía mis cabellos. La descalcé y le mordí los dedos de los pies, uno tras otro, mientras ladraba, «guau, guau», entre mordisco y mordisco. Maggie comenzó a retorcerse y a sacudirse, presa de una risa incontrolable.
Ahora que estaba seguro de lo que iba a ocurrir, la hice rodar boca arriba a mi lado y me incorporé sobre los codos hasta que quedamos cara a cara. Se produjo un largo ínterin durante el cual Maggie me abrazó con fuerza mientras yo le acariciaba la cabeza. Cuando su risa remitió, volví a ladrarle, «guau, guau», al oído y a besarle el cuello hasta provocar otro acceso de carcajadas.
Finalmente, Maggie apartó la cabeza de mi pecho y me miró.
—¡Guau!, Bill Thornhill —murmuró.
—¡Guau!, hermosa Maggie Cadwallader —repuse.
A Maggie se le había corrido el carmín, que había manchado las solapas de mi chaqueta y la pechera de la camisa. Cuando me incliné lentamente hacia ella para besarla, su boca estaba completamente entregada. Nuestros labios y lenguas en encontraron y jugaron en una comunión perfecta, experimentada. Rodamos juntos por el suelo sin dejar de besarnos, volcamos la mesilla auxiliar e hicimos caer al suelo revistas y búcaros llenos de flores artificiales. Cuando interrumpimos el largo beso, Maggie emitió unos ruiditos mientras mis manos se afanaban torpemente con la cremallera de la espalda de su vestido.
—Primero el baño, Bill, por favor.
Cuando la solté, se apartó de mis brazos y se puso de pie tambaleándose. Entre nuevos ruiditos, se dirigió al cuarto de baño.
Yo también me incorporé y me desvestí, dejando la ropa en el sofá, bien ordenada. En calzoncillos solamente, me encaminé al baño. La puerta estaba ligeramente entornada y la luz, encendida. Oí que Maggie revolvía en el armario de las medicinas. Se trataba de un ritual que yo hacía tiempo que deseaba presenciar.
Abrí la puerta. Maggie estaba empezando a colocarse el diafragma cuando me vio. Sobresaltada e irritada, saltó a la bañera y se ocultó tras la cortina.
—Joder, Bill —dijo, sonrojada—, dame un momento, por favor. Espera en el dormitorio, cielo. Por favor. Voy enseguida.
—Sólo quería mirarte, encanto —repuse—. Ayudarte con eso.
—Es un asunto privado, Bill —insistió ella, nerviosa—. Es una cosa de mujeres. Si no me ves ponérmelo, no sabrás realmente si lo llevo o no. Es mejor para ti, créeme, cielo.
—Te creo, pero quiero verlo. Enséñamelo, por favor.
—No.
—Por favor…
Bajé la cabeza y arrinconé a Maggie contra la pared de la ducha con suaves testarazos. Se le escapó una risita. La saqué de la bañera, la levanté del suelo, la moví en volandas y la deposité en tierra en la misma postura en la que estaba cuando había abierto la puerta del baño.
—¿Nunca pierdes en nada, Bill?
—No.
—¿Cuántos años tienes?
—Cumpliré los veintisiete la semana que viene.
—Yo tengo treinta y seis.
—Eres muy atractiva. Quiero amarte mucho.
—Y tú eres muy guapo. ¿Nunca has visto a una mujer poniéndose el diafragma?
—No.
—Entonces, te lo enseñaré. Una vez que lo hubo hecho, añadió: Eres un chico extraño y curioso, Bill.
—Esas intimidades significan mucho para mí.
—Te creo. Ahora, hazme el amor.
Maggie me condujo al dormitorio. Dejó la luz apagada. Se desabotonó la blusa, se desabrochó el sostén y dejó que las prendas cayeran al suelo. Me quité los calzoncillos. Nos acostamos y permanecimos abrazados largo rato. Acaricié sus cabellos. Ella ronroneó sobre mi pecho. Me cansé de aquello e intenté levantar su barbilla para besarla, pero se resistió y apretó la cabeza contra mí con más fuerza. Al cabo de unos momentos, aflojó el abrazo y conseguí cubrirle de besos el cuello. Suspiró y empecé a chuparle los pechos. Noté su mano entre mis piernas, atrayéndome hacia ella. Se colocó debajo y me guió hacia la entrada. Empecé a moverme. Maggie no respondió. Probé unos movimientos lentos, exploratorios, y seguí con otros más enérgicos e insistentes. Maggie siguió allí tendida, inmóvil. Me alcé, apoyado en las manos, para observar mejor su rostro. Ella me miró, sonriente. Levantó las manos y tomó mi rostro, con una sonrisa más beatífica cuando mis movimientos se hicieron más acelerados y urgentes. Me corrí con fuerza. Gemí, me estremecí y me derrumbé sobre su cuerpo. Ella no pronunció una palabra. Cuando por fin volví a mirarla, todavía sonreía. Y yo me di cuenta de que había estado pensando en Lorna Weinberg.
Maggie parecía haber cambiado durante nuestro abrazo. Ya había conseguido lo que quería, y no era amor, ni sexo. Su sonrisa y el ritual posterior al coito, ofreciéndome coñac en una bandeja, parecía decir: «Ahora que hemos acabado con esto, ya podemos pasar a lo verdaderamente importante de nuestro encuentro».
Sentados en la cama, desnudos ambos, dimos unos sorbos al coñac. El cuerpo de Maggie me gustaba; tenía la piel pálida y pecosa, los hombros suavemente redondeados, el vientre plano y unos pechos pequeños y blandos con pezones grandes y muy oscuros. Y me gustaba aún más su manera de enseñármelo abiertamente. No sentí el menor deseo de marcharme. El coñac era bueno, pero medí lo que bebía. Maggie daba sorbos de su copa con regularidad y pensé que pronto estaría achispada. Cuando cambiamos de postura, me obsequió con una amplia sonrisa. Enarqué las cejas como hacía Wacky. Maggie no dejó de sonreír. Le conté algunas mentiras sobre el fraude organizado de los seguros. Siguió sonriendo
—Bill, vamos al salón, ¿quieres? —dijo por último. Sacó dos albornoces del armario y me condujo al salón. Me dio un gran beso en la mejilla y me hizo sentar en el sofá como una madre cariñosa o como una maestra. Luego, volvió al dormitorio y regresó con un gran álbum de fotos encuadernado en piel.
Se sentó entre yo y mis prendas apiladas y se sirvió más coñac. Mi albornoz, bien conservado, olía a fresco. Mientras Maggie ponía el álbum sobre la mesilla, yo me ocupaba de que su bata dejara a la vista un buen escote. Su reacción fue un recatado beso en la mejilla. Me disgustó que me lo diera. Los diez años de diferencia de edad entre ambos empezaban a notarse.
—Son recuerdos, Bill —me explicó—. ¿Quieres dar un paseo por el callejón de los recuerdos con la vieja Maggie?
—Tú no eres vieja.
—En algunos aspectos, sí lo soy.
—Estás en la flor de la vida.
—Me halagas…
Abrió el álbum. En la primera página había fotos de un hombre alto, de cabellos claros, vestido con el uniforme de soldado de infantería de la Primera Guerra Mundial. El hombre aparecía en solitario en muchas de las fotografías en sepia y ocupaba un lugar destacado en las de grupo.
—Es mi padre —dijo Maggie—. Mamá se exasperaba con él, a veces, y lo criticaba. Una vez, cuando era pequeña, le pregunté: «Si papá es tan malo, ¿por qué te casaste con él?», y ella me respondió: «Porque era el hombre más guapo que había visto nunca».
Volvió la página. Fotos de bodas y de bebés.
—Esto es la boda de mamá y papá, en 1910. Y ésa soy yo de niña, poco antes de que papá se incorporase al ejército.
—¿Eres hija única, Maggie?
—Sí. ¿Y tú?
—También.
Pasó las páginas del álbum más deprisa. Advertí el paso del tiempo. En pocos minutos vi envejecer a los padres de Maggie y a ésta pasar alegremente de la infancia a la adolescencia. Su rostro, mientras bailaba en algún refinado instituto de otra época, era una versión angustiosamente prometedora del que tenía ahora.
Tomó más coñac y habló en tono lastimero y monocorde, apenas consciente de mi presencia. Daba la impresión de que quería llegar a alguna parte, de avanzar poco a poco hacia un objetivo que explicaría por qué me quería allí.
—Fin del primer volumen, Bill.
Se puso en pie tambaleándose, y tiró al suelo mi gabán. Cuando lo recogió, notó que pesaba demasiado y empezó a hurgar en el bolsillo en el que había guardado la pistola y las esposas. Antes de que pudiera detenerla, sacó la 38, soltó un grito y se apartó de mí, empuñando el arma con mano temblorosa, apuntada al suelo.
—¡No, no, no, no! —exclamó—. ¡No, por favor! ¡No dejaré que me hagas daño! ¡No!
Me levanté y di unos pasos hacia ella mientras intentaba recordar si los dos seguros estaban puestos.
—Soy policía, Maggie —le dije con voz suave y tranquilizadora—. No quiero hacerte ningún daño. Dame la pistola, encanto.
—¡No! ¡Ya se quién te ha enviado! ¡Sabía que lo haría! ¡No! ¡No!
Cogí los pantalones y saqué la placa con su funda de cuero. La sostuve en alto.
—¿Lo ves, Maggie? Soy agente de policía. No quería decírtelo. A mucha gente no le gustan los policías. ¿Lo ves? Es una placa de verdad, encanto.
Maggie bajó el arma entre sollozos. Me acerqué a ella y la abracé con fuerza.
—Ya está. Siento haberte asustado. Debería haberte dicho la verdad. Lo siento.
—Yo también lo siento —murmuró, sacudiendo la cabeza—. He sido una tonta. No eres más que un hombre. Querías dar un revolcón y has mentido. He sido una tonta. Soy la única que debe sentirlo.
—No digas eso. Tú me importas.
—Sí, claro.
—De veras. —La besé en la raya del pelo y la aparté de mí con suavidad—. Ibas a enseñarme el volumen número dos, ¿recuerdas?
—Está bien. —Sonrió—. Siéntate y llénate la copa. Estoy un poco mareada.
Mientras ella iba a buscar otros álbumes, guardé de nuevo el arma en el bolsillo del gabán. Regresó con un álbum delgado de tapas negras entre los brazos. Sonreía como si el episodio de la pistola no se hubiera producido nunca.
Retomamos las cosas donde habían quedado. Abrió el álbum. Contenía una docena de instantáneas de un bebé, probablemente de apenas unos meses, aún sin pelo, que alzaba una mirada de curiosidad hacia algún objeto fascinante. Maggie se llevó los dedos a los labios y los depositó a las fotos.
—¿Tu hijo?
—Sí, mío. Mi bebe. Mi amor
—¿Dónde está?
—Se lo llevó su padre.
—¿Estás divorciada?
—El padre no era mi marido, Bill. Era mi amante. Mi verdadero amor. Ahora está muerto. Murió a causa de lo mucho que me amaba.
—¿Cómo, Maggie?
—No puedo decírtelo.
—¿Qué fue del niño?
—Está en un orfanato, en el este.
—¿Por qué, Maggie? Los orfanatos son sitios horribles. ¿Por qué no lo tienes contigo? Los niños necesitan padres, no orfanatos.
—¡No digas eso! ¡No puedo! ¡No puedo quedármelo! Lamento habértelo enseñado. Pensaba que lo entenderías.
Le tomé la mano.
—Y te entiendo, cariño. Más de lo que piensas. Volvamos a la cama, ¿quieres?
—Sí, pero quiero enseñarte una cosa más. Tú eres policía. Sabes mucho de crímenes, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces, ven aquí. Te enseñaré dónde tengo escondido mi tesoro.
Regresamos al dormitorio. Cuando me senté en la cama, Maggie desenroscó el remate del poste delantero izquierdo del lecho, lo sacó e introdujo los dedos en el interior hueco del poste. Sacó una bolsa de terciopelo rojo cerrada con una cinta.
—¿Bill, miraría un ladrón en un sitio como éste? —me preguntó.
—Lo dudo.
Maggie abrió la bolsa de terciopelo y sacó de ella un broche de diamantes antiguo. Casi quedé sin respiración; las piedras, de las que había al menos una decena, parecían auténticas y estaban perfectamente talladas. Intercaladas entre ellas había varias gemas azules más grandes, y el conjunto estaba engastado en sólidas tiras de oro auténtico. La joya debía de valer una pequeña fortuna.
—Muy bonito, Maggie.
—Gracias. No lo enseño a mucha gente. Sólo a quien me cae bien.
—¿De dónde lo has sacado?
—Es un regalo de mi amor.
—¿De tu amor verdadero?
—Sí.
—¿Quieres un consejo? Guárdalo en una caja de seguridad. Y no se lo cuentes a nadie. Nunca se sabe con qué gente se encuentra uno.
—Sé en quién puedo confiar y en quién no.
—Está bien. Guárdalo, ¿quieres?
—¿Por qué? Creía que te gustaba.
—Sí, pero me pone triste.
Maggie volvió a guardar el broche en su escondite. La levanté en mis brazos y la deposité en la cama.
—No me apetece —dijo—. Quiero hablar y tomar otra copa.
—Después, encanto.
Maggie se quitó la bata a regañadientes. Intenté mostrarme apasionado, pero mis besos eran rutinarios y me asaltó una sensación de pérdida de la que no conseguí librarme ni siquiera haciendo el amor.
Cuando terminamos, Maggie sonrió y me besó en la mejilla con aire ausente. Después, se puso la bata y fue a la cocina. Era mi oportunidad. Me deslicé hasta el salón sin hacer ruido y me vestí en la penumbra. Maggie salió de la cocina con una bandeja en la que llevaba una botella de licor y unos vasos cortos. Al ver que me marchaba, su rostro se desnudó por un instante, pero se recuperó enseguida, como veterana que era.
—He de irme, Maggie —murmuré. Ella no apartó la bandeja, de modo que me incliné sobre ésta, choqué ligeramente con el borde y le di un suave beso en la mejilla—. Adiós, Maggie.
No dijo nada. Se quedó allí, inmóvil, sosteniendo la bandeja.
Me dirigí al coche. Empezaba a romper el alba y el aire fresco me sentó bien.
Me di cuenta de que aquel sábado, 6 de febrero de 1951, había sido un día nefasto para mí. De regreso en casa, escribí en mi diario sólo lo que sabía: «Maggie Cadwallader y Lorna Weinberg». Pero hasta tiempo después no comprendería que aquélla había sido la fecha fundamental de mi vida.