—¿Qué, Freddy? Ligando por las noches, ¿eh?
Al sábado siguiente, por la mañana muy temprano, Wacky y yo nos disponíamos a aparcar junto al campo municipal de golf de Rancho Park.
Estaba ávido de golf, no de fanfarronadas masculinas, y la pregunta de Wacky me sentó como una puñalada en el costado. No respondí hasta que él carraspeó y empezó a hablar en verso:
—Dónde vas tú oh follador bendito, de los montes de Venus insaciable adicto, oh noble pasma, nunca dirás basta…
Puse el freno de mano y miré a mi compañero.
—No has contestado a mi pregunta —dijo.
—La respuesta es sí. —Suspiré.
—Vaya. ¿Y a qué precio?
—A uno muy bajo. Sólo voy a bares como último recurso. —Saqué la bolsa de los palos del asiento trasero y le hice a Wacky un gesto de que me siguiera. Mientras me colgaba la bolsa al hombro y cerraba la puerta del coche, Wacky me dirigió una de sus escasas miradas frías y sobrias.
—No me refería a eso, Fred.
—¿A qué, entonces, Wacky? He venido aquí a golpear pelotas de golf, no a escribir mis memorias sexuales.
Me dio una palmada en la espalda y frunció el entrecejo.
—¿Todavía sueñas con ser jefe de policía algún día? —preguntó esta vez.
—Desde luego.
—En tal caso, supongo que te das cuenta de que la comisión jamás nombrará a un soltero mujeriego. Sabes que van a pillarte, ¿verdad?
Solté otro bufido, esta vez de irritación.
—¿De qué me estás hablando, concretamente?
—Del precio, Freddy. Las mujeres empezarán a abrumarte. Te cansarás de chicas de una noche, te pondrás romántico y tonto y empezarás a buscar a algún bombón que te ligaste hace años. A la mujer que nunca podrá competir con la emoción de los encuentros fugaces. Estarás jodido en los dos sentidos. Haces que me alegre de no ser corpulento, guapo y encantador. Haces que me alegre mucho de ser sólo poeta y policía.
—Y borracho.
Lamenté al instante haberlo dicho, y busqué, apurado, un modo de arreglarlo.
Wacky lo repitió, confirmándolo.
—Sí, y un borracho.
—Pues fíjate tú en el precio. Cuando yo sea jefe de policía y tú mi jefe de detectives, no te quiero moribundo de cirrosis.
—Yo nunca lo conseguiré, Fred.
—Claro que sí.
—¿No has oído los rumores, joder? El capitán Larson se retira en junio. Beckworth será el nuevo mandamás de Wilshire y a mí me enviará a la calle Setenta y siete, al barrio negro. Y tú, avatar del golf de Beckworth y su niño bonito, irás a Antivicio, un buen destino para un cazador de chochos. Sé todo esto de muy buena fuente, Freddy.
Fui incapaz de mirarlo a los ojos. Había oído los rumores y les había dado crédito. Empecé a cavilar estratagemas para evitar que Beckworth trasladara a Wacky, y de pronto caí en la cuenta de que había quedado con el teniente aquella mañana en Fox Hills para una lección. Dejé la bolsa en el suelo con hastío.
—Wacky —dije.
—¿Sí, Fred?
—A veces haces que desee ser yo el borracho y el tarado de la pareja.
—¿Quieres explayarte al respecto?
—No.
El campo de prácticas estaba desierto. Wacky y yo rescatamos nuestro acopio de bolas usadas de su escondite, en un tronco hueco, y nos dispusimos a practicar golpes. Wacky se calentó apurando un botellín de bourbon mientras yo hacía unas flexiones y unos estiramientos. Empecé con hierros siete; ciento setenta yardas con un ligero desvío. No era un buen golpe. Corregí la posición, afiné el efecto y gané diez yardas más. Estaba acercándome a mi nivel óptimo cuando Wacky me agarró del hombro y me susurró:
—¡Freddy, mira, Freddy!
Golpeé la tierra a mis pies con la cabeza del palo y me desasí de Wacky.
—¿Qué demonios pasa ahora?
Wacky señaló a un hombre y una mujer que discutían en el green. El hombre era alto y gordo, con el vientre en forma de aguacate. Tenía el cabello castaño rojizo y muy revuelto, y una nariz larga como mi brazo. Poseía un aire pícaro, étnico y atractivo y en torno a la boca mostraba unas marcadas arrugas de reír. En conjunto su rostro hablaba de cincuenta y cinco años de tolerancia y buen humor. La mujer, de unos treinta años y ciento veinte kilos de peso, por lo menos, tenía la misma nariz larga y el mismo cabello rojizo del hombre, además de un bozo abundante sobre el labio superior.
Emití un gruñido. A Wacky, las mujeres apenas le interesaban y las gordas eran las únicas que lo excitaban. Sacó otro botellín del bolsillo trasero y dio un largo trago; después, señaló a la pareja y comentó:
—¿Sabes quién es, Freddy?
—Sí. Una gorda de verdad.
—No me refiero a la mujer, Freddy, sino a él. Ese es Big Sid Weinberg. El tipo que produjo La novia del monstruo marino, ¿recuerdas? Vimos la película en el Westlake. Tú te chiflaste por la rubia de las tetas grandes, ¿recuerdas?
—Sí. ¿Y?
—Y voy a pedirle un autógrafo y a venderle El distrito de los muertos para su próxima película.
Solté otro gruñido. Wacky era un fanático de las películas de terror, y El distrito de los muertos constituía su intento de captar en prosa la monstruosa locura de Hollywood. En su poema hablaba de un mundo de los muertos que coexistía con el real, pero que permanecía invisible para los vivos. Los habitantes de ese mundo eran adictos al prodigio, porque todos ellos habían muerto asesinados. Aquél era, para mí, uno de sus trabajos más deficientes.
Wacky me miro y frunció el entrecejo.
—Te prometo una cosa, compañero.
—¿Qué?
—Cuando sea un gran guionista de Hollywood, nunca te echaré de menos.
—Ve con cuidado, Wacky. —Me eché a reír—. Los productores de Hollywood son unos pájaros de mucho cuidado. Ve a por su hija, mejor. Quizá consigas dar el braguetazo.
Wacky soltó una carcajada y se alejó al trote mientras yo volvía a la bendita soledad del golf.
Estuve así más de una hora, saboreando la unión mística que se produce cuando uno se sabe un practicante talentoso de algo mucho más grande que uno mismo. Ya estaba lanzando drives de trescientas yardas con fluida regularidad cuando poco a poco advertí que alguien me taladraba la espalda con la mirada. Me detuve en mitad de un swing y me volví hacia el intruso. Era Big Sid Weinberg. Venía trastabillando, casi febril, con la mano derecha tendida hacia mí. Sorprendido, alargué la mía en un acto reflejo e intercambiamos saludos con un enérgico apretón.
—Sid Weinberg —dijo.
—Fred Underhill —repuse.
Sin soltar mi mano, Weinberg me observó de arriba abajo como a una pieza selecta de carne.
—Usted tiene un hándicap seis, pero el putt se le da mal, ¿verdad? —arriesgó.
—Se equivoca.
—De acuerdo. Tiene un cuatro y le sabe pegar largo a la bola perfectamente, pero su juego corto es horrible, ¿no es eso?
—Se equivoca otra vez.
Weinberg me soltó la mano.
—Entonces, ¿usted es…?
—Soy un jugador scratch —lo interrumpí—. Puedo alcanzar trescientas yardas de salida, tengo un juego corto fabuloso, manejo el putt mejor que Ben Hogan y soy guapo, encantador e inteligente. ¿Qué se le ofrece, señor Weinberg?
Mi interlocutor me miró con sorpresa al oírme llamarlo por su nombre.
—Así pues, ese chiflado tenía razón…
—Se refiere a mi compañero.
—Sí. Me dijo que ustedes dos son policías y patrullan juntos, y luego me contó una historia de locos sobre una ciudad de muertos. ¿Cómo demonios consiguió entrar en el cuerpo?
—Allí tenemos un montón de chiflados, aunque la mayoría lo disimula mejor.
—¡Joder! Ahora está leyéndole la historia a mi hija. Son el uno para el otro; está tan loca como él.
—¿Qué desea, señor Weinberg?
—¿Cuánto gana en la policía?
—Doscientos noventa y dos al mes.
Weinberg soltó un bufido burlón.
—Hasta los patos del lago de Echo Park consiguen más pasta.
—No lo hago por la pasta.
—¿No? Pero ¿le gusta el dinero?
—Sí, me gusta.
—Bien. No es ningún crimen. ¿Le apetece ir al otro lado de la calle, a Hillcrest, y jugar en un campo de primera clase? Por parejas. Nosotros dos contra unos chorizos que conozco. Los destrozaremos. A cien pavos, por el sistema Nassau. ¿Qué me dice?
—Le digo que ponga el dinero y que mi colega venga con nosotros para leer los greens. Se llevará el veinte por ciento de lo que saquemos. ¿Qué me dice usted, señor Weinberg?
—Digo que, en su reencarnación anterior debía de ser usted judío.
—Quizá lo sea en ésta.
—¿Qué significa eso?
—Nunca he conocido a mis padres.
Big Sid echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada:
—¡Ja, ja, ja! Estamos al par del campo en eso, muchacho. Tengo dos hijas y tampoco sé absolutamente nada de ellas. Trato hecho.
Nos estrechamos la mano otra vez y de ese modo sellé la última alianza despreocupada de mi juventud.
Hillcrest sólo estaba a la vuelta de la esquina, geográficamente, pero en todos los demás aspectos quedaba a años luz de Rancho: calles de hierba lozana y perfectamente cuidada, trampas de arena bien cuidadas y ubicadas en puntos estratégicos y greens ondulantes y rápidos como el rayo.
El grupo lo formábamos ocho: Big Sid y yo, nuestros contrincantes, dos cadis y nuestros risueños y cautivados acompañantes, Wacky y Siddell, la gigantesca hija de Big Sid.
La pareja parecía estar cayendo rápidamente en la lascivia, tropezándose el uno con el otro mientras avanzaban por la maleza y la pista, y tomándose de la mano a escondidas cuando Big Sid les daba la espalda.
Sid tenía razón. Nuestros contrincantes, un agente de Hollywood y un médico joven, eran unos jugadores impresentables; daban golpes cortos, desviados a la izquierda o a la derecha hacia los árboles, y fallaban lastimosamente en los pocos tiros decentes de aproximación. Big Sid y yo jugamos de forma conservadora y sólida, y embocamos los golpes al hoyo. Además, nos ayudaron mucho las excelentes lecturas del campo por parte de Wacky, así como la selección de palos y el cálculo de distancias de nuestro cadi, Din Road Dave, el borrachín.
—¡Eh, eh, mierda, mierda! —mascullaba Dave—. Juega un siete blando y pega corto al green. Bota de izquierda a derecha en el montículo. ¡Eh, eh, mierda, mierda!
Dave me resultaba fascinante, era a la vez hosco y coloquial, sucio y orgulloso, y tenía un aire de suprema indiferencia que se contradecía con la expresión de terror de sus ojos azules. Por alguna razón, deseé poseer sus conocimientos.
El partido terminó en el hoyo catorce. Big Sid y yo vencimos a nuestros contrincantes por cinco y cuatro golpes respectivamente. Novecientos dólares cambiaron de manos, cuatrocientos cincuenta para Big Sid y cuatrocientos cincuenta para mí. Me sentí rico y efusivo.
Big Sid me dio unas palmaditas en la espalda.
—¡Esto es sólo el principio, amigo! ¡Tú quédate con Big Sid y el límite es el cielo! ¡Ba-ba-ba-buuum!
—Gracias, Sid. Eso me halaga.
—¡Ba-ba-ba-buuum, muchacho!
Eché un vistazo alrededor. Wacky y Siddell habían desaparecido entre los árboles. Nuestros contrincantes se dirigían a la casa-club abatidos, con la cabeza gacha. Le dije a Sid que nos veríamos allí y fui en busca de Din Road Dave. Avanzaba por la maleza en dirección al hoyo dieciocho con la bolsa de Big Sid y la mía colgadas de su huesudo hombro derecho. Le di unos golpecitos en éste y, cuando se volvió, le puse un billete de cincuenta en la palma encallecida de la mano.
—Gracias, Dave —le dije. Din Road Dave se descolgó las bolsas, metió el dinero en la cartera y me miró—. Cuéntame —añadí.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Lo que has visto. Lo que sabes.
Din Road Dave dejó caer mi bolsa en la hierba y escupió.
—Sé que eres un policía joven con mucha labia. Sé que el bulto bajo el jersey es una pipa y unas esposas. Sé la clase de cosas que tú y los tuyos hacéis y que pensáis que la gente no sabe. Sé que los tipos como tú mueren hambrientos.
Su rotundidad era, admirable. Cogí mi bolsa y me dirigí a la casa-club, pero antes de llegar otro chiflado se cruzó en mi camino.
Era Wacky, que se materializó ante mí surgido de una arboleda, dándome un susto de muerte.
—¡Joder! —exclamé.
—Lo siento, compañero —susurró—, pero tenía que hablar contigo sin que Big Sid nos oyera. Necesito que me hagas un favor, un favor enorme.
—Dime —repuse con un suspiro.
—El coche… Una hora, más o menos. Tengo una cita urgente que no puede esperar, un pastel de pasión con mucho futuro. Un pastel genuino, colega. ¡No puedes decirme que no, joder!
Decidí concedérselo, pero con una condición.
—No lo hagas en el coche, Wacky. Alquila una habitación, ¿de acuerdo?
—Por supuesto. Soy un policía. ¿Crees que me saltaría la ley?
—Sí.
—¡Ja, ja, ja! Una hora, Fred.
—Vale.
Wacky desapareció entre los árboles, donde su risa aguda se unió a los suspiros de barítono de Siddell Weinberg. Continué hacia la casa-club entristecido y agobiado con tanto desconocido