Wacky y yo llevábamos tres meses como compañeros de patrulla cuando Night Train entró en nuestras vidas. El sargento que pasaba lista nos habló de él cuando ya subíamos a nuestro Ford del 48 blanco y negro en el aparcamiento de la comisaría de Wilshire.
—Walker, Underhill. Venid aquí un momento —nos gritó. Nos acercamos. El sargento se llamaba Gately, llevaba barba de dos días y sonreía—. El reparto os manda una buena, par de golfistas. Siempre estáis de suerte. ¿Os gustan los perros? Yo los odio. Tenemos un perro que aterroriza a unos críos y les roba el desayuno en la escuela elemental de Orange con Olympic. Es un mal bicho callejero que antes andaba con un borracho. El conserje de la escuela lo ha capturado. Dice que va a matarlo o a cortarle las pelotas. Los de Protección de Animales no quieren hacerse cargo porque dicen que el conserje está loco. Id y llevad el maldito bicho al depósito. No le disparéis porque hay un montón de niños que podrían traumatizarse. Siempre os toca la buena, golfistas.
Wacky metió el coche patrulla blanco y negro en el tráfico de Pico, sonriente y hablando en verso, como hacía en ocasiones cuando el café reactivaba la priva de la noche anterior que aún permanecía en su cuerpo
—Oh, noble animal, ha llegado tu día fatal; oh noble sabueso, pronto caerás preso. Te espera la perrera; luego, el gas y la tierra.
Reí sin parar mientras Wacky continuaba profiriendo su poema.
El conserje de la escuela Wilshire Crest era un orondo japonés de unos cincuenta años. Wacky le hizo unos guiños y con ello rompió el hielo y se ganó unas risas. El hombre nos condujo hasta el perro, que estaba encerrado en un retrete portátil de los que se usan en las obras en construcción. Cuando nos aproximamos, oí un lamento que surgía de la endeble estructura.
A la señal convenida con Wacky, abrí a patadas un hueco en la pared del excusado y eché por él nuestro desayuno: dos bocadillos de jamón y queso, uno de sardinas, uno de carne asada con pan de centeno y dos manzanas. Se oyó el sonido de una masticación furiosa. Abrí la puerta, distinguí una forma oscura y peluda con unos dientes brillantes y afilados y le aticé una patada con todas mis fuerzas en pleno costillar. El perro se derrumbó, al tiempo que escupía parte del bocadillo de jamón y queso. Wacky arrastró fuera al animal.
Era un labrador negro de buena planta, pero muy gordo. Tenía una polla gigantesca que debía de arrastrar por el suelo al andar. Wacky se enamoró de él.
—¡Oooh, Freddy! ¡Míralo, pobrecillo! ¡Oooh…! —Levantó del suelo al perro inconsciente y lo acunó en sus brazos—. ¡Oooh! Tío Wacky y tío Freddy te llevarán a la comisaría y te buscarán una buena casa. ¡Oooh!
El conserje nos miraba con desconfianza.
—¿Estal muelto? —preguntó, pasándose un dedo por el cuello de lado a lado, y miró a Wacky, que ya se llevaba amorosamente a su nuevo amigo al coche patrulla.
Me puse al volante.
—No podemos llevar el perro a comisaría —dije.
—¡Y una mierda! Lo guardaremos en el vestuario. Cuando termine el turno, me lo llevo a casa. Este perro será mi cadi. Voy a ponerle un arnés para que me lleve la bolsa.
—Beckworth te echará una bronca.
—A Beckworth, que lo jodan. Ocúpate tú de él.
El perro despertó cuando entrábamos en el aparcamiento de la comisaría. Se puso a ladrar, furioso. Me volví en el asiento para atizarle otra vez, pero Wacky desvió el golpe.
«¡Auuu! —aulló al animal—. ¡Auuu, auuu!»
Y calló.
Arrastré el chucho hasta el vestuario por la puerta de atrás. Wacky se llegó hasta el puesto de perritos calientes que había junto a Sears y volvió con seis hamburguesas. Yo estaba acariciando al perro delante de mi taquilla cuando Wacky llegó y dejó caer al suelo aquel montón grasiento. El animal se lanzó sobre él y Wacky y yo salimos a toda prisa por la puerta y reanudamos la ronda. Así empezó la odisea de Night Train, nombre por el que sería conocido el perro.
Por la noche, cuando volvimos de nuestra guardia, oímos el saxo de Reuben Ramos sonar en el vestuario. Reuben es un agente motorizado que desarrolló su afición por el jazz cuando trabajaba en la brigada contra el vicio de la calle Setenta y siete, donde hacía redadas con regularidad en los garitos de bebop de Central Avenue, en busca de prostitutas, corredores de apuestas y toxicómanos. Aunque aprendió a tocar el saxo de oído, casi siempre a base de bufidos y notas falsas, a veces se las arregla para sacar adelante alguna melodía sencilla, del tipo Green Dolphin Street. Esa noche estaba bordando, una y otra vez, el tema principal de Night Train.
Cuando Wacky y yo entramos en el vestuario, no dimos crédito a lo que vimos. Reuben, en calzoncillos, se contoneaba y soplaba las primeras furiosas notas de Night Train mientras el negro y gordo labrador se retorcía en el suelo soltando gañidos, aullidos y un tremendo chorro de orina. Los agentes que terminaban el servicio entraban y salían con cara de desagrado. Reuben se cansó de tocar, se marchó a su casa, donde lo esperaba su familia, y dejó a Wacky proclamando a gritos la «genialidad potencial» del perro.
Wacky lo bautizó Night Train y se lo llevó a casa. Durante semanas, le dio serenatas de música de saxo en el gramófono y lo alimentó a base de bistés, todo ello con la vana esperanza de convertirlo en cadi. Finalmente, Wacky se dio por vencido, decidió que el chucho era un espíritu libre, y lo dejó suelto. Pensábamos que ya habíamos visto bastante al perro, pero no fue así. Night Train iba a adquirir proporciones de leyenda en la historia del Departamento de Policía de Los Ángeles.
Un par de días después de su liberación, Night Train apareció en la comisaría de Wilshire con un gato muerto entre los dientes. El sargento de guardia lo expulsó del recinto y arrojó al gato a un cubo de la basura. Al día siguiente, Night Train reapareció con una gata muerta. Esta vez lo ahuyentaron con el cadáver aún en las fauces. Al cabo de un rato regresó con la misma gata, en bastante peor estado. Fue muy oportuno, cuando Wacky y yo terminábamos el turno. Cuando el perro vio a Wacky meneó la cola, soltó su regalo de amor en forma de felino descoyuntado, corrió hacia los brazos extendidos de mi compañero y le meó todo el uniforme. Wacky se llevó a Night Train a mi coche y lo encerró en él. Mi amigo, sin embargo, estaba resentido con el teniente Beckworth. Habían quedado en que éste le llevaría dos cajas de Cutty Sark de un perista que él conocía, con un descuento del setenta y cinco por ciento, pero no había cumplido.
Wacky quería vengarse, de modo que recogió la gata destrozada y, con un alfiler, le sujetó a la piel una nota que rezaba: «Esta es la única gatita a la que pondrás la mano encima en toda tu vida, soplapollas». Acto seguido, dejó el cadáver del minino sobre la mesa del teniente.
Al día siguiente, Beckworth se lo encontró allí y montó en cólera. Dio orden de busca y captura del perro. No tuvo que buscar mucho. Night Train fue encontrado donde había pasado la noche anterior: en el asiento trasero de mi coche. Beckworth no podía tomarlas conmigo porque sabía que yo lo amenazaría con poner término a las lecciones de golf, pero, desde luego, sí podía descargar su furia sobre el perro. Ordenó que lo detuvieran y lo encerrasen en el calabozo de los borrachos. Fue una mala decisión. Night Train atacó a tres mendigos alcohólicos y a punto estuvo de matarlos. Cuando el carcelero acudió, alarmado por los gritos, y abrió apresuradamente la puerta de la celda, Night Train escapó a la carrera, salió por la puerta de la comisaría, cruzó Pico Boulevard y continuó sin detenerse hasta el mismísimo apartamento de Wacky, donde los dos vivieron felices, escuchando música de saxofón, hasta el final de la última etapa de mi juventud.
Una semana después del episodio del gato, Beckworth aún seguía furioso.
Estábamos en la zona de prácticas de Rancho Park, donde yo intentaba —sin éxito— corregir sus defectos crónicos con el drive. Era desesperante. El precio de trabajar en el turno de día era muy alto.
—¡Mierda! ¡Joder! ¡Oh, Dios! —murmuraba Beckworth—. Enséñame otra vez, Freddy.
Agarré su hierro tres y pegué un golpe limpio y fluido. Dos veinte. Recto.
—Los hombros hacia atrás, jefe. Los pies, más juntos. No alargue el golpe. Ataque la bola.
Beckworth lo hizo todo perfectamente hasta que inició el swing. Entonces hizo exactamente lo contrario de lo que le había indicado y falló lamentablemente. La bola apenas se movió diez yardas.
—Tranquilo, jefe. Pruebe otra vez.
—Maldita sea, Freddy. Hoy no soy capaz de pensar. El golf es noventa por ciento concentración. Tengo la coordinación de un atleta superior, pero no puedo mantener la cabeza en el juego.
Le seguí la conversación:
—¿Qué le preocupa, jefe?
—Pequeñeces. Minucias. Ese capullo colega tuyo… No tengo buena impresión de él. Obtuvo una Medalla al Honor, de acuerdo, y buenas notas en la Academia, pero no tiene aspecto de policía ni actúa como tal. Suelta poesías y canta rock and roll. Creo que es marica.
—¿Wacky? ¡Qué va, jefe! Le encantan las mujeres.
—No me lo creo.
Hice alusiones a la secreta, aunque bien divulgada, afición del teniente por los chochitos negros. Todos los agentes de uniforme de la calle Setenta y siete sabían que era un habitual de Minnie Roberts’s Casbah, la casa de putas negras más ostentosa de todo el South Side.
—Bueno, jefe —añadí, con voz contenida— le gustan las mujeres, pero las de cierto tipo, no sé si me entiende…
Beckworth mordió el cebo. Sonrió, algo que rara vez hacía, y dejó a la vista dos dientes salidos e irregulares en las comisuras de los labios.
—Cuéntamelo mejor, Freddy, muchacho.
Miré alrededor para cerciorarme de que no nos oyera nadie.
—Mujeres coreanas, jefe. Nunca le bastan. Lo que pasa es que no quiere hablar de eso, porque estamos en guerra. A Wacky se le cae la baba por las orientales. Hay una casa allí, en Slauson y Hoover, especializada en ellas. Está justo al lado de ese garito de las chicas de color, ¿cómo se llama…? Sí, Minnie’s Casbah. Wacky va por ese burdel. A veces aparca el coche y toma unos tragos antes de entrar. Me contó que ha visto a un montón de peces gordos del Departamento acudir al Casbah para echar un polvo, pero no ha querido dar nombres. Wacky es un tío legal. No detesta a los jefes, como tantos agentes de la calle.
Beckworth había palidecido, pero se le pasó enseguida.
—Bueno, quizá no sea marica, pero es un capullo. El muy jodido… He tenido que fumigar mi despacho. Soy un hombre sensible, Freddy, y he tenido pesadillas con ese gato muerto. Y no me digas que no fue cosa de Walker porque me consta.
—No lo niego, teniente. Lo hizo él. Pero tiene que entender sus motivos.
—¿Qué motivos? No me traga, ¡ése es el motivo!
—Se equivoca, jefe. Wacky lo respeta. Incluso lo envidia.
—¡Respeto! ¡Envidia! ¿De qué demonios estás hablando?
—Es verdad. Wacky envidia su capacidad para el golf, teniente. El me lo ha dicho.
—¿Estás loco? Yo soy un pegabolas. Él es hándicap bajo.
—¿Quiere saber qué dijo de usted? «Beckworth tiene todos los fundamentos. Lo que fastidia su juego y lo que le impide desarrollarlo sólo es la falta de concentración. Tiene demasiadas cosas en la cabeza. Es un buen policía. Me alegro de ser un simple agente de uniforme que recorre las calles. Por lo menos, puedo hacer el campo en menos de ochenta golpes. El teniente está demasiado ocupado y eso arruina su juego. Si no fuera tan buen poli, sería mucho mejor jugador». Eso fue lo que dijo.
Le di un minuto para asimilarlo. Beckworth estaba radiante. Bajó el hierro cuatro que blandía y me dedicó una sonrisa beatífica.
—Dile a Walker que venga a verme. Dile que tengo un buen whisky. ¡Dios, coreanas! No será comunista, ¿verdad, Freddy?
—¿Wacky Walker, sargento del Estado Mayor de los Marines, comunista? ¡Muérdase esa lengua, teniente!
—Tienes razón, Freddy. Ha sido impropio de mí. Vámonos. He tenido suficiente por hoy.
Acompañé a Beckworth hasta su coche y volví a mi apartamento en Santa Mónica. Me duché y me puse ropa limpia. Luego metí mi 38 de cañón corto, de uso personal, en una pequeña funda de cintura y la sujeté al cinturón, junto a la columna vertebral, por si me daba por bailar y me ponía romántico. Después, subí al coche y salí a buscar mujeres.
Decidí seguir el tranvía rojo que iba de Long Beach hasta Hollywood. Era viernes por la noche, y las noches de fin de semana el tranvía rojo transportaba grupos de chicas en busca de una velada divertida en el Strip que, probablemente, no podían permitirse. El tranvía circulaba por unos raíles ligeramente elevados, en el centro de la calle, de modo que los pasajeros quedaban casi fuera de la vista. Lo mejor que uno podía hacer era conducir pegado a él y echar un vistazo a las chicas cuando lo abordaban.
Prefería las chicas de L.A. Eran más independientes y solitarias que las de los «suburbios». Así pues, fui a encontrar el tranvía rojo en Jefferson y La Brea. Quería darme cinco minutos o así de suspense antes del filón de Wilshire Boulevard: grupitos de vendedoras de Ohrbach y de May Company, y secretarias de las compañías de seguros que se sucedían en la calle más concurrida de la ciudad. Avancé en mi Buick del 47 descapotable con el adorno del capó como un punto de mira y contemplé encantado a la gente que había en el tranvía.
Hasta Wilshire, el desfile era predecible: ancianos, estudiantes de instituto, algunas parejas jóvenes… En Wilshire, un pelotón de chicas que no paraban de chillar saltó a bordo dando codazos y empujones, aunque sin mala intención. Hacía frío y las gabardinas impedían hacerse una idea de los cuerpos, pero daba igual: el espíritu es más importante que la carne. Subieron deprisa y no me dio tiempo a distinguir rostros. Esto suponía un inconveniente, pues si bajaban todas en Fountain o en Sunset, tendría que darme prisa en aparcar y abordarlas sin tiempo de pensar un comentario adecuado para una de ellas en particular.
Pero esa noche no importó, porque en La Brea, casi a la altura de Melrose, la vi. Salía a toda prisa de un restaurante chino, sujetando el bolso por las asas, enmarcada por un instante en el brillo de las luces de neón del Gordon Theater. Era una chica de aspecto inusual, identificable no por su tipo, sino por una cierta intensidad de sentimiento. Advertí en ella un nerviosismo de preocupación y temor que rasgaba la noche de L.A. Vestía con estilo, pero no seguía la moda: pantalones holgados, sandalias y una cazadora de nailon de hombre. La ropa podía ser masculina, pero sus rasgos eran suaves y femeninos, y llevaba el cabello largo.
Alcanzó el tranvía en el último instante y subió con un saltito de antílope. No atiné a adivinar su destino, pues tenía demasiado estilo para dirigirse al Strip. Quizá se encaminara a alguna librería de Hollywood Boulevard, o a una cita con un amante que me dejaría fuera de juego. Me equivoqué: bajó en Fountain y echó a andar hacia el norte.
Aparqué deprisa, puse un rótulo de «Vehículo Policial Oficial» tras el limpiaparabrisas y la seguí a pie. Tomó hacia el este por De Longpre, una tranquila calle residencial en el límite del distrito comercial de Hollywood. Si se dirigía a su casa, yo no tendría suerte aquella noche; mis métodos requerían una calle o un lugar público concurridos, y lo máximo que podría esperar era una dirección como referencia futura. Sin embargo, observé dos coches patrulla aparcados en doble fila un poco más adelante, con las luces rojas encendidas. Tal vez se hubiera cometido un delito.
La mujer los vio, timbeó, dio media vuelta y se encaminó hacia mí. Recelaba de los policías y su actitud me llamó la atención. Decidí aprovechar a fondo aquel temor y la intercepté al pasar.
—Disculpe, señorita. —Le enseñé la placa—. Soy agente de policía y esto es la escena de un delito. Por favor, permítame escoltarla a un lugar seguro.
Asintió, asustada, y por un instante su rostro, inexpresivo, palideció. Estaba encantadora y tenía esa combinación de fuerza y vulnerabilidad que es la esencia de mi amor y respeto hacia las mujeres.
—Está bien —dijo y añadió «agente» con un leve asomo de incomodidad. Volvimos hacia La Brea sin mirarnos.
—¿Cómo se llama? —le pregunté.
—Sarah Kefalvian.
—¿Dónde vive, señorita Kefalvian?
—No muy lejos de aquí. Pero no iba a casa, sino al Boulevard.
—¿Dónde, exactamente?
—A una exposición de arte. Junto a Las Palmas.
—Permita que la lleve —me ofrecí.
—No, creo que no…
Evitó mis ojos, pero al llegar a la esquina de La Brea me lanzó una mirada fogosa y desafiante con la que me mandaba a paseo.
—A usted no le gustan los policías, ¿verdad, señorita Kefalvian?
—No. Maltratan a la gente.
—Ayudamos a más gente de la que maltratamos.
—No lo creo. Gracias por acompañarme. Buenas noches.
Sarah Kefalvian me dio la espalda y echó a andar con paso rápido en dirección al Boulevard. No podía dejar que se fuera. La alcancé y la agarré del brazo. Ella se desasió enérgicamente.
—Escuche —le dije—, yo no soy un policía como los demás. Me escabullí del servicio militar. Sé que hay una exposición de Picasso en esa librería de Las Palmas. Estoy ávido de cultura y necesito a alguien que me guíe.
La obsequié con una de esas sonrisas que me daban un aire de adolescente tímido. Ella empezó a aplacarse, muy ligeramente. Sonrió.
—Por favor… —insistí.
—¿De veras rehuyó el servicio militar?
—Algo así.
—Iré con usted a la exposición si no vuelve a tocarme y si no le dice a nadie que es policía.
—Trato hecho.
Volvimos hasta el coche que había aparcado ilegalmente; yo, entusiasmado, y Sarah Kefalvian, interesada, contra su voluntad.
El lugar de la exposición era la librería Stanley Rose, en otros tiempos punto de encuentro de intelectuales angelinos. Sarah Kefalvian avanzó ligeramente por delante de mí, murmurando comentarios con voz de respetuosa admiración. Los cuadros no eran pinturas auténticas sino litografías, pero ella no le dio importancia. Era evidente que acariciaba la idea de salir conmigo. Le dije que me llamaba Joe Thornhill. Nos detuvimos ante una reproducción del Guernica, el único cuadro que conocía lo suficiente para atreverme a hacer un comentario.
—Es un cuadro tremendo —dije—. Vi un montón de fotos de esa ciudad, cuando era un crío. Esto me hacer recordar… Sobre todo, ese toro con la lanza clavada en lo alto. La guerra debe de ser dura.
—Es la cosa más cruel y horrible que existe, Joe —repuso Sarah Kefalvian—. Dedico mi vida a acabar con ella.
—¿Cómo?
—Difundiendo la obra de grandes hombres que han visto la guerra y lo que hace.
—¿Está en contra de la guerra de Corea?
—Sí, de todas las guerras.
—¿No quiere frenar a los comunistas?
—La tiranía sólo puede frenarse mediante el amor, no con la guerra.
Aquello me interesó. A Sarah se le humedecieron los ojos.
—Vamos a charlar a alguna parte —le propuse—. La invito a cenar. Hablaremos de la vida. ¿Qué le parece?
Sarah Kefalvian soltó una risita y su rostro se transformó.
—Ya he cenado, pero lo acompañaré si me cuenta por qué rehuyó el reclutamiento.
—Trato hecho.
Cuando salimos de la librería, la tomé del brazo y la guié. Ella se puso en guardia, pero no se resistió.
Fuimos a un antro latino en Sunset y Normandie. Por el camino me enteré de que Sarah tenía veinticuatro años, era estudiante de Historia en la U.C.L.A. y armenio-americana de primera generación. Sus abuelos habían sido aniquilados por los turcos y las terroríficas historias sobre la vida en Armenia que le habían contado sus padres habían modelado su vida. Sarah quería parar la guerra, prohibir la bomba atómica, acabar con la discriminación racial y redistribuir la riqueza. Hizo una pequeña concesión hacia mi persona y dijo que consideraba necesarios a los policías, pero que deberían tener cultura artística y elevados ideales, en lugar de portar armas. Como empezaba a caerle bien, no me atreví a decirle que estaba chiflada. También ella empezaba a caerme bien, y al imaginar lo mucho que íbamos a gozar en unas horas, se me encendía la sangre.
Aprecié su franqueza y decidí que la única moneda de cambio aceptable sería la sinceridad. Resolví no burlarme; quizá nuestro encuentro la hiciese un poco más realista.
El restaurante era un pequeño local, auténticamente familiar, con unos descoloridos carteles turísticos de Roma, Nápoles, Parma y Capri, intercalados con unas botellas de chianti vacías que colgaban de una falsa parra. Decidí olvidar la comida y pedí una jarra grande de tinto italiano. Levantamos las copas en un brindis.
—Por el fin de las guerras —dije.
—¿Lo dices de verdad?
—Claro. Que no lleve pancartas ni monte alborotos no significa que no esté en contra de ellas.
—Cuéntame por qué evitaste el alistamiento —dijo Sarah con voz suave.
Apuré la copa y volví a llenarla. Sarah bebía a pequeños sorbos.
—Soy huérfano. Me crié en un asqueroso orfanato de Hollywood. Era católico y lo dirigían un puñado de monjas sádicas. Servían una comida espantosa. Durante la Depresión no comíamos otra cosa que patatas, caldo de verduras aguado y leche en polvo. Sólo veíamos la carne una vez a la semana, y eso con suerte. Todos los chicos estaban anémicos, en los huesos, y hacían mala cara. La comida me desagradaba. Era incapaz de probar un bocado. Me provocaba tal malhumor que se me irritaba la piel. Luego nos enviaron a un colegio católico de Western Avenue. Allí nos daban la misma bazofia. Cuando tenía unos ocho años supe, o intuí, que si continuaba comiendo aquello me arriesgaba a no llegar a adulto. De modo que empecé a robar. Actué en todas las tiendas de Hollywood. Robaba latas de sardinas, queso, fruta, galletas, pasteles, leche, cualquier cosa. Los fines de semana, a los chicos mayores nos enviaban con familias católicas ricas para que conociéramos un poco la buena vida. A mí solían mandarme con una familia de Beverly Hills. Estaban forrados. Tenían un hijo de mi edad, un chaval salvaje y un ladrón de tiendas consumado. Su especialidad eran los bistés, y saqueamos todas las carnicerías del West Side. El chico estaba gordo como un cerdo. No podía dejar de comer. Era un auténtico dirigible.
»Durante la Depresión, el Griffith Park era una auténtica jungla de vagabundos. La policía desalojaba a los indigentes con regularidad, pero volvían a congregarse en otro lugar. Un sacerdote del Immaculate Heart College me habló de ello. Fui a buscarlos. Yo era un chico curioso y solitario y pensaba que ser vagabundo era romántico. Llevaba conmigo una buena carga de filetes, lo que me convirtió en toda una novedad. Yo era ya bastante corpulento y nadie se metió conmigo. Escuché las historias que contaban los viejos, de policías y ladrones, de ferrocarriles y hombres de la agencia Pinkerton, de tinieblas. Cosas extrañas de las que la mayoría de la gente no tenía la menor idea. Perversiones. Cosas indescriptibles. Quise conocer todo aquello…, pero mantenerme a salvo de ello.
»Una noche, estábamos asando filetes y tomando un trago de whisky que había robado cuando la policía hizo una batida. Yo logré escabullirme y escapar. Oí a los agentes detener a los vagabundos. Se mostraban firmes, pero se lo tomaban con calma, y pensé que, si me hacía policía podría tener las tinieblas junto con cierta precaria impunidad. Sabría, pero estaría a salvo.
»Entonces llegó la guerra. Yo tenía diecisiete años cuando el bombardeo de Pearl Harbor. Y tuve una nueva inspiración, aunque esta vez fue por otro camino. Supe que si combatía en aquella guerra, moriría. Y también supe que necesitaba un recurso «honorable» para asegurarme el acceso al Departamento de Policía.
»Nunca conocí a mis padres. Mis primeros padres adoptivos me dieron el nombre antes de devolverme al orfanato. Urdí un plan. Leí las leyes del alistamiento y descubrí que el único hijo superviviente de un soldado muerto en una guerra en el extranjero estaba exento de alistarse. También tenía un tímpano perforado, lo que constituía una segunda salida, pero quise cubrirme bien las espaldas. Así pues, intenté entrar en el ejército en el 42, nada más graduarme en el instituto. Descubrieron la lesión de mi oído y me declararon inútil.
»Luego conocí a una vieja borracha, una actriz arruinada. Me acompañó cuando presenté mi apelación contra la junta de alistamiento. La mujer aseguró, con gritos y sollozos, que me necesitaba para que trabajase y la sacara adelante. Dijo que su marido, mi padre, murió en la campaña china del 26, por lo cual fui enviado al orfanato. Fue una actuación estelar. Le pagué cincuenta pavos. La junta de alistamiento creyó en ella y me dijo que no volviera a intentar alistarme nunca más. Aunque supliqué de vez en cuando, se mantuvieron firmes. Admiraban mi patriotismo, pero la ley era la ley. Irónicamente, el tímpano perforado no impidió en absoluto que me hiciese policía.
A Sarah le encantó el relato y, cuando terminé, lanzó un suspiro. A mí también me gustó oírme; reservaba aquella historia para una mujer especial, que supiese apreciarla. Aparte de Wacky, era la única persona que conocía aquella parte de mi vida.
Puso su mano sobre la mía. La levanté hasta mis labios y la besé. Sarah tenía un aire triste y melancólico.
—¿Has encontrado lo que buscas? —preguntó.
—Sí.
—¿Me llevarás a ver esa jungla de vagabundos? ¿Esta noche?
—Vamos ahora. A las diez andan cerca de la calle del parque.
Era una noche fría y muy despejada. En Los Ángeles, enero es el mes más frío, y también el más hermoso. Los colores de la ciudad, impregnados del aire gélido, parecen cobrar vida propia y reflejar una tradición de calidez e insularidad.
Enfilamos Vermont en el coche y aparcamos en el recinto del observatorio. Luego, subimos por la pendiente hacia el norte, tomados de la mano. Conversamos relajadamente y le hablé de los aspectos más amables y picarescos del trabajo de policía: los borrachines amistosos, los coloristas músicos de jazz con sus trajes de espaldas y pantalones anchos, los cachorros perdidos que Wacky y yo devolvíamos a sus jóvenes propietarios. No le hablé de las violaciones, de los menores víctimas de abusos y malos tratos, de los cadáveres en las escenas de los accidentes o de los sospechosos de delitos que eran interrogados habitualmente en las salas de la comisaría de Wilshire. Sarah no tenía necesidad de oír tales cosas. Los idealistas como ella, a pesar de su candidez, consideraban que el mundo era, básicamente, un estercolero. Yo necesitaba templar su sentido de la realidad con una parte de alegría y de misterio. No había modo de que Sarah aceptase que las tinieblas iban unidas a la alegría. Tuve que atemperarla al estilo de Hollywood.
Le enseñé el lugar de la antigua jungla de vagabundos. No había estado allí desde 1938, hacía trece años. Lo que encontré fue un claro invadido por las malas hierbas y sembrado de botellas de vino vacías.
—¿Aquí fue donde empezó todo para ti? —preguntó Sarah.
—Sí.
—El tiempo y el lugar me imponen.
—A mí, también. Estamos a 30 de enero de 1951. Hoy es hoy y no volverá a ser.
—Eso me asusta.
—No te asustes. Forma parte del prodigio. Aquí estamos muy a oscuras. ¿Te asusta la oscuridad?
Sarah Kefalvian levantó la hermosa cabeza y rió en el claro de luna. Fue una carcajada rotunda, digna de sus antepasados armenios.
—Lo siento, Joe. Es que estamos hablando de manera tan sombría, tan simbólica, que resulta casi gracioso.
—Entonces, seamos más literales. Yo me he confiado a ti. Ahora, confíate tú. Cuéntame algo de tu vida. Algo sombrío y secreto que nunca le hayas contado a nadie.
Ella se lo pensó y murmuró:
—Te va a escandalizar. Me gustas y no quiero ofenderte.
—No puedes escandalizarme. Soy inmune a los escándalos. Cuéntame.
—Bien. Cuando era estudiante, en San Francisco, estuve liada… con un hombre casado. Cuando se acabó, me dolió mucho y empecé a aborrecer a los hombres. Estudiaba en Berkeley. Había una profesora, una mujer guapísima. Se interesó por mí. Fuimos amantes. Hicimos cosas…, cosas relacionadas con el sexo que la mayoría de la gente ni siquiera ha imaginado. A esa mujer también le gustaban los chicos. Los chicos muy jóvenes. Sedujo a su sobrino de doce años. Lo compartimos.
Sarah retrocedió un paso, como si temiera que fuese a abofetearla.
—¿Ya está? —dije.
—Sí.
—¿Eso es todo?
—¡Sí! No voy a explicártelo gráficamente. Quise a esa mujer. Me ayudó en una época difícil. ¿No te parece lo bastante sombrío?
Su irritación alcanzó el punto culminante y se volcó sobre mí en una ardiente oleada de cólera e indignación.
—Sí, me lo parece. Ven aquí, Sarah.
Nos abrazamos, con su cabeza apretada contra mi hombro. Cuando nos apartamos, me miró. Sonreía y tenía las mejillas bañadas en lágrimas. Las sequé con mis pulgares.
—Deja que te lleve a casa —le dije.
Nos desvestimos sin pronunciar palabra en la sala a oscuras del apartamento de Sarah Kefalvian, en Sycamore Street. Sarah temblaba y respiraba aceleradamente en la fría estancia, y cuando estuvimos desnudos la envolví con mi cuerpo para aliviar sus temblores. Luego la alcé en brazos y la llevé hacia donde tenía que estar el dormitorio.
No había cama; sólo un colchón, cubierto de colchas, sobre una tarima. La deposité encima de él y me senté en un ángulo con mis largas piernas torpemente encogidas. El haz de luz de una farola bañaba la habitación de un resplandor difuso y me permitió distinguir unos estantes llenos a rebosar de libros y unas paredes adornadas con litografías de Picasso y carteles sindicales de la época de la Depresión.
Sarah me miró con la mano apoyada en mi rodilla. Acaricié sus cabellos, me incliné sobre ella y deposité unos besos breves en su cuello y en su hombro. Suspiró. Le dije que era muy hermosa y soltó una risita. Busqué imperfecciones, los pequeños pero significativos defectos corporales. Los encontré: unos pocos pelos oscuros sobre los pezones, unas marcas de acné en el omoplato derecho. Besé aquellos lugares hasta que Sarah tomó mi cabeza entre sus manos y acercó mi boca a la suya.
Nos besamos intensa y largamente; luego, Sarah abrió la boca como en un bostezo y se arqueó para recibirme. Nos unimos y acoplamos con fuerza, violentamente, con los músculos tensos para no separamos mientras cambiábamos de posturas y hacíamos caer al suelo todas las colchas. Nos corrimos juntos, y Sarah sollozó mientras yo hundía el rostro en su cuello, restregando la boca y la nariz en la humedad de nuestro mutuo sudor.
Descansamos, inmóviles, por un rato, acariciando con suavidad zonas desconocidas de nuestros respectivos cuerpos. Decir algo habría sido traicionar el momento; yo lo sabía por experiencia, y ella por intuición. Finalmente, fingió que se quedaba dormida, lo que era una manera silenciosa y cariñosa de aliviar la incomodidad de mi partida.
Me vestí en la oscuridad. Luego tendí la mano y acaricié otra vez sus largos y negros cabellos y la besé en la nuca. Al marcharme, pensé que esa vez quizás había dado tanto como había recibido.
Volví a casa, saqué mi diario y referí las circunstancias en que había conocido a Sarah, de qué habíamos hablado y qué había aprendido. Describí su cuerpo y cómo hicimos el amor. Después me acosté y dormí hasta entrada la tarde.