El inspector Álvarez es como un perro perdiguero. De esos que no sueltan la presa fácilmente, que le buscan los flancos débiles para hostigarla, que la persiguen hasta que la tumban de puro agotamiento. Me aguardaba en la puerta del zaguán de enfrente, bajo una farola que arrojaba una luz macilenta, escuálida. Charlaba con un policía de uniforme que, quién sabe, acaso lo había reconocido en su ronda. Llevaba las manos dentro de los bolsillos del pantalón y, en la boca, un palillo de dientes que ya debía de estar deshilachado de tanta espera.

Cuando me vio salir me hizo una seña, más con el palillo que con otra cosa, para que me acercara. Crucé la calle, desierta a esas horas, y saludé a los dos hombres. El policía uniformado, al notar la camaradería con la que Álvarez me hablaba, se llevó la mano a la visera y se despidió con un golpe de talón que resonó en la noche de septiembre. El inspector hizo un gesto mudo de burla ante la marcialidad del agente y me ofreció la única disyuntiva aceptable para la medianoche, Tengo que hablar contigo de un asunto, así que elige: o nos metemos en un bar de por aquí a tomar un ron o paseamos por Las Canteras.

Elegí el paseo. Mi estómago y mi moral no hubieran admitido un trago más. Él también creyó preferible lo de caminar. La playa estaba casi vacía. Los camareros de los restaurantes recogían las mesas de la avenida. Alguna pareja apuraba la última copa, el último beso, antes de regresar a casa. En la orilla, un tipo con aspecto extranjero sorteaba la resaca marina con los pantalones arremangados hasta las rodillas y una toalla azul y verde sobre los hombros. Detrás de él, un perro blanco evitaba las olas con agilidad y se detenía a escarbar tesoros entre los montoncitos de algas.

Álvarez comenzó con tiento. Me habló con pesadumbre de las nuevas reglas que iban a regir su vida después de que su mujer hubiera decidido ponerse a régimen, Es un embarquemos y vayan, Ricardo; Susana nunca ha sido de comer, así que el único que va a pasar hambre será este tolete, coño. La historia de la dieta, sin embargo, no me confundió. Yo ya sabía por dónde iban los tiros del inspector. De manera que, cuando el policía no sabía ya cómo marear la perdiz, le propuse el camino recto, Usted no me ha estado esperando casi una hora a medianoche en una esquina para contarme que está a régimen, ¿verdad?, pues déjese de rodeos que se nos acaba la playa y no hemos vendido ni un peine.

Gervasio Álvarez sonrió al suelo y meneó la cabeza, Cuando te apuntas a bruto, chico, no hay quien te gane. Y en seguida me preguntó por Pablo Quesada. Quiso dejar meridianamente claro que yo no infringía ninguna ley al aceptar un caso de secuestro. Y también que él se sentía más tranquilo sabiendo que era yo y no otro detective de mentirijillas el que se ocupaba del asunto. Pero yo (en este punto, su voz sonó impostada) debía ponerme en su lugar. Tenía a uno de sus hombres investigando la desaparición del periodista y no quería que las fuerzas se dividieran: reunión de pastores, oveja muerta. Así que andaba preocupado.

Mi amigo me recordaba a veces a esos fiscales de película americana de juicios con jurado, con esa forma pausada de exponer las cosas, esos silencios estudiados, esos gestos altivos, casi arrogantes. Lo dejé acabar su alegato antes de responder. Yo también tenía que precisar algunos puntos. De ninguna manera (y esto no suponía que estuviera admitiendo trabajar en el caso del periodista) podía revelarle detalles de una investigación, eso quedaba entre mi cliente y yo. Sí. Sabía bien que sonaba a pedantería barata, pero la privacidad venía en mi sueldo y en mi tarjeta de visita. Por otra parte, me daba la impresión de que el agente que había puesto al mando de la búsqueda de Quesada no había hecho más que dar palos de ciego. La prueba evidente era que aún la policía no tenía claro si se trataba de un secuestro o de una desaparición sin más, lo que nos llevaba al meollo del problema: el de la legalidad. Mientras el periodista estuviera desaparecido, cualquier detective (de mentirijillas o no) podía meter las narices en ello. Otra cosa sería si se confirmase lo del secuestro; ahí habría que hilar fino.

—Por eso quería hablar contigo. Elsa Iglesias no ha querido decirme si los secuestradores han dado señales de vida. Y todo esto me huele mal.

—Si ella no ha soltado prenda, ¿por qué iba a hacerlo yo?

—Oh, carajo, Ricardo. Porque tú sabes lo que eso significa. Que Quesada está más muerto que mi tatarabuelo. Y entonces nos toca a nosotros intervenir. Podría incluso llevarte a declarar ahora mismo.

—Podría, sin duda. Pero hasta que no aparezca el cuerpo, ¿de qué se supone que vamos a hablar?

—No jodas, Ricardo. Pon algo de tu parte, chacho.

—Mire, Álvarez. Admitamos por un momento (insisto: sólo por un momento) que Elsa Iglesias me ha contratado para encontrar a su hijo. Mi trabajo se limita a eso: a encontrarlo. Si está vivo, santa bendición. Si no, les dejaré el caso a ustedes.

—Y una mierda. Te conozco. Tú no abandonas un caso ni aunque te rompan las piernas. Eres como las moscas cojoneras. Y yo he venido a pedirte un poco de colaboración. Nosotros nos entendemos bien, ya hemos trabajado juntos antes.

—De acuerdo. Pero, entonces (mire que sigo sin reconocer estar implicado en este caso y no me comprometo a nada), quiero que lleve usted mismo la investigación de Quesada y no ese agente suyo que parece más pendiente de lo que le quedará de pensión después de treinta años en el cuerpo.

—Treinta y cinco.

—¿Cómo?

—Que Celso Cabrera lleva treinta y cinco años en la policía. Y es un buen agente y una buena persona.

—No seré yo quien lo dude pero, así y todo, sólo trataré con usted. Comprenderá que, después de nuestra última colaboración, no me fíe de nadie. No quiero más sorpresas desagradables.

—Si lo dices por Gómez Cabo, su mala estirpe acabó cuando te lo cargaste. Después del asunto de la sirena hubo una investigación interna y se depuró hasta el agua de los retretes.

—Me parece cojonudo. Al menos la muerte de aquellas pobres chicas sirvió para algo. Pero insisto: yo sólo me fío de usted. O lo toma o lo deja.

—Lo tomo. A partir de mañana me encargaré personalmente de lo de Quesada. Aunque antes necesito preguntarte otra cosa. Sé que es delicado pero…

Álvarez se había dejado impresionar por mi escena sentimental. Quería saber si yo iba a poder soportar la presión, si no me iba a desmoronar a mitad de camino, si no me dejaría llevar por la rabia y cometería un disparate. Se trataba, por los datos que había sobre la mesa, de un crimen. Y ya sabía yo que comer y matar todo es empezar. No quería volverse bizco de tanto preocuparse de los criminales y de mí al mismo tiempo.

Tuve que asegurarle que estaba bien. Que no había perdido el juicio. Que sabía distinguir entre mi vida personal y mi trabajo. Lo que había presenciado esa noche no era más que una muestra de desaliento, de fragilidad, hasta las moscas cojoneras tienen su corazoncito. Pero que no se inquietara: al día siguiente volvería a salir el sol por la misma esquina del cielo. Álvarez me miró con el ceño engrifado y, antes de que se le colara alguna otra duda en el camino, me apresuré a contarle por encima, sin desvelar en exceso mis cartas, lo que sabía de Quesada. Detrás de su desaparición se hallaba una virgen del XVIII. No, no hablaba de doncellas románticas que aguardaban castas hasta el matrimonio. Me refería a la Inmaculada, a un cuadro de Juan de Miranda que no estaba en los catálogos de archivo o museo conocido, lo que venía a significar dos cosas: era fácil de vender y pagarían por él una auténtica fortuna. Exacto. Mucha pasta. No podía calcularlo, por supuesto. Pero por la cara de algunos de los implicados debía de ser para retirarse a vivir de las rentas.

El policía guardó silencio. Estaba masticando un chicle que no sabía cómo escupir, lo de los implicados (así, en plural) lo había confundido, Según tú, ¿cuánta gente hay detrás del secuestro? No podría precisarle pero ya que estaba compartiendo la información con él no estaría de más un quid pro quo de buena voluntad. Necesitaba que me echara un cable con un tipo, un tal Alejandro Bringas, que sonaba de lo más sospechoso. Aún era pronto para establecer hasta qué punto el hombre del Fataga tenía que ver con lo del periodista pero me olía que estaba pringado hasta las cachas. El hecho de que nadie tuviera constancia de cuándo se marcharía no hacía más que corroborarlo. El inspector anotó el nombre en una libreta que llevaba encima a todas partes, incluso cuando no estaba de servicio, ¿Y dices que ese Bringas llegó el jueves?; qué curioso; déjame comprobar una cosa y mañana te llamo con lo que tenga.

Nos despedimos en el Hotel Reina Isabel: yo quería llegar a la cama cuanto antes y él, pasar primero por la comisaría. Aunque no lo comentamos, a los dos nos trajo recuerdos aquel hotel de cuando el asesinato del violinista judío que dio la vuelta al mundo y a pique estuvo de causar un incidente diplomático de lo más engorroso. Allí se alojó la Filarmónica de Nueva York y nos las vimos y nos las deseamos para contener tanto ego revuelto sin que nadie se nos rebelara. De camino a casa pensé en Juliette Legrand, la viola canadiense que, sin quererlo, había sido la causante de tremendo guirigay. Después de aquello seguí de lejos la carrera musical de la Legrand. Las últimas noticias que tuve de ella eran que la habían contratado en la Sinfónica de Boston, que había llegado a primera figura y que se había casado con un clarinetista serbio o croata. En un periódico digital salió la foto de su boda a todo color: Juliette estaba radiante, con su vestido marfil y su diadema de princesa de cuento; a mí, no supe por qué, me dio un vuelco el corazón y dejó de interesarme, hasta nueva orden, la música clásica.

Llegué a casa con una sensación de desamparo que ni una ducha tibia logró arrancarme del cuerpo. Me acosté con un libro de Murakami y un disco de Chet Baker de fondo pero no logré concentrarme en ninguno de los dos. La discusión con mi abuelo me había desvelado. ¿De verdad tenía tanto miedo de quedarme solo? Alguna vez, de joven, fantaseé con lo de tener hermanos. Deseé uno mayor a quien pedir consejo o uno más joven a quien aconsejar. Hasta una época hubo en que me hubiera divertido un hermano gemelo para burlar a los profesores y a las chicas. Pero hacía mucho que se me había agotado la fantasía. En los últimos años me había dedicado a tratar con gente de la peor ralea: matones, violadores, soplones, chulos de puta, asesinos. Casi todos tenían hermanos y ¿de qué les sirvió? No les insuflaron ni un ápice de humanidad, ni una pizca de compasión. Mataban, violaban, delataban, chuleaban sin importarles una vaina la familia. O aún peor: a veces la familia los jaleaba, los encubría, aplaudía su comportamiento y acababa por excusar todas sus barbaridades. Entonces, ¿para qué anhelar hermanos? Y ahora Colacho Arteaga había vuelto a abrir una herida que ya creía cerrada.

El martes seguíamos sin tener noticias del periodista. Llamé a Elsa Iglesias y le encontré la voz demacrada. Le faltaba el brillo, el empuje de la primera vez que fue a verme al despacho. ¿Su esperanza de madre dispuesta a aferrarse a los milagros empezaba a resquebrajarse? Quizá le hubiera ocurrido como a mí. Quizá un mal sueño hubiera venido a asaltarla durante la noche. El mío trataba de un camino desierto y un bosque tenebroso detrás de cuyos árboles se ocultaba un peligro aterrador. Un aullido de lobos me atraía y me repelía con la misma insistencia. Cuando quise enfrentarme al miedo me salió de las sombras la figura de Gómez Cabo, el policía corrupto y cabrón, el asesino de mujeres, el único hombre al que he matado en mi vida. Había intentado olvidarlo, alejarlo de mis pensamientos. Pero la noche anterior la charla con Álvarez me lo había devuelto en forma de fantasma. Por eso había despertado con mal cuerpo, con resaca de emociones contradictorias.

El sueño de Elsa Iglesias tendría que ver, sin duda, con un hijo perdido, un hijo indefenso, un hijo muerto. La mujer volvió a preguntarme qué podía significar el mutismo de los secuestradores. Era consciente de que la cosa se iba poniendo más cruda a medida que pasaban los días y quería estar preparada para cualquier cosa. Pero en el fondo de su voz se notaba que necesitaba agarrarse a un aliento.

De nada servía echarle vinagre a su dolor, así que preferí una delgada ilusión a una gruesa verdad: quienes lo tenían secuestrado planeaban cometer un delito (posiblemente sacar del país a la Virgen de la Luna y venderla; acaso ya tuvieran un comprador esperándolos); una vez recibieran el dinero ya no tendría sentido retener más a Pablo y lo soltarían. La Iglesias guardó silencio. Estaría pensando en el mal negocio de dilapidar sus ahorros para pagarle a un tipo como yo, que ni siquiera sabía disimular.

—¿Sigue ahí, Elsa?

—Aquí sigo. Disculpe mi tardanza. Es todo tan horrible…

—No tiene que excusarse.

—Necesito saberlo, Ricardo: ¿lo que me ha dicho ahora es para consolarme o lo cree de verdad?

—Mire. Mi madre solía decirme una cosa cuando yo era joven y me daba reparo acercarme a una chica guapa. Decía, Ve a por el sí, m’ijo, que él no ya lo tienes asegurado. Aquí estamos en lo mismo. En lo peor es muy fácil ponerse. Vayamos, pues, a por lo difícil.

—¿Le funcionaba?

—¿Dígame?

—Que si le funcionaba a usted el consejo de su madre.

—Sólo a veces, Elsa. Pero esas veces valía la pena.

Le aseguré que pondría mis cinco sentidos en la búsqueda de Pablo. Para disiparle cualquier duda le revelé la charla mantenida con Álvarez en el Paseo de Las Canteras. Ya no tendría que volverse a reunir con el policía prejubilado que tanto la exasperaba. A partir de ahora redoblaríamos los esfuerzos. El inspector era un cabezota al que, como a mí, le jeringaba dejar las cosas a medias. Sin duda tendríamos más posibilidades de solucionar el caso si remábamos todos para el mismo lado. La despedida sonó algo más esperanzadora: a Elsa Iglesias no se le iba a pasar la angustia con una simple llamada de teléfono pero al menos sabía que íbamos a hacer todo lo que estuviera en nuestra mano por su hijo.

Nada más colgar, volvió a sonar el teléfono. Lo miré con pereza. Estuve tentado de desdeñar el zumbido latoso pero, por fortuna, no lo hice. Colacho quería saber si yo aún andaba renqueante de ánimos. Me pareció un buen síntoma: si se preocupaba por mí, olvidaría durante un tiempo lo del reencuentro con sus muertos. Volví a disculparme por mi escenita melodramática. Lo achaqué al agotamiento, al calor y la humedad de septiembre que me tenían amargado. No. No había ningún problema del que debiera preocuparse. Era el cansancio. Y un pobre periodista que no aparecía. Y una madre que no hallaba consuelo. Detrás se oía un runrún de platos y vasos. Gloria, en la cocina, se estaba haciendo cargo de la loza de la noche anterior. Me confortó saberlo acompañado.

Le aseguré que iría a verlo cuando pudiera, que me dejaría en casa las pesadillas y sólo hablaríamos de cosas sin importancia. ¿Del asunto Quesada? Eso me parecía bastante importante. Sin embargo, acepté el ofrecimiento: el viejo solía darse maña para desenredar las madejas más embrolladas y seguro que, antes de que me diera cuenta, estaría proponiéndome varias teorías convincentes sobre la desaparición de Pablo. Colacho iba a tener una tarde entretenida. Dormiría la siesta. Leería algo. Vería un rato la televisión. Se indignaría con las noticias del telediario. Se prepararía un café. Así hasta que llegaran sus amigos del dominó, que definitivamente habían mudado la partida a la casa de La Isleta.

Lo del clima no era una excusa. El calor y la humedad se volvían insoportables a finales del verano. Costaba dar un paso sin ponerse a sudar. La suerte para mí era que el Fataga quedaba a un tiro de piedra de mi casa, sólo cruzar la calle y ya estaba en la puerta. Decidí desayunar en la cafetería del hotel. Pedí un café y medio bocadillo de pata con queso majorero. El camarero, un sesentón pachorrudo con ojos desconfiados y un bigote grisáceo que le subrayaba la nariz judía, se lamentó de que ya nadie pidiese los bocadillos enteros, Así no hay manera de salir de la crisis, carajo.

Abrí el periódico de la mañana y me dispuse a esperar por mi desayuno. La política y el fútbol empezaban a desperezarse aún, después de un agosto de vacaciones. La crisis inundaba todos los titulares, desde los que aludían al Ayuntamiento y al Cabildo hasta los que hacían referencia a la Unión Deportiva. Me acordé de Álvarez cuando llegué a la sección gastronómica donde daban cuenta de un nuevo restaurante de comida mediterránea. Y de Inés, cuando las páginas de contactos, tanta gente demandando amistad o lo que surja; no tenía sentido asociarla con los anuncios pero me vino a la cabeza su cena con la amiga de la infancia. También me detuve en las esquelas y se me revolvió el estómago por mi abuelo. Pero resultó que el mayor de los muertos tenía ochenta y dos años y el más joven, mi edad. Ambos avisos compartían la página treinta y cuatro. Ambos llevaban fotos. Y el viejo parecía más joven que el de mi quinta. Menuda guasa tanta vaina con lo de la salud de Colacho para, al final, acabar muriéndome yo antes.

Andaba en mitad de un artículo de la contraportada que ponía en duda la angustia económica (según el autor, si los datos fueran ciertos ya estaba tardando la gente en tirarse a la calle a pegar tiros, soliviantada por el hambre), cuando una sombra surgió por detrás y vino a ocupar la mesa que daba al vestíbulo del hotel. Alguien, con un marcado acento del norte (¿vasco?, ¿navarro?, ¿cántabro?), pidió un café con leche y dos tostadas con aceite y tomate. El camarero rezongón se mostró encantado de atender, por fin, a un hombre de verdad que se deja de tanta martingala y se come los panes enteros. No me hizo falta darme la vuelta para saber que el hombre de verdad era Alejandro Bringas.

Ya no tuve cabeza para seguir leyendo. Mantuve el diario abierto pero sólo para hacer el paripé. Necesitaba pensar el siguiente paso. No podía esperar a que el tipo acabara de desayunar y levantarme después de él como si nada. Me hubiese delatado antes de pisar la acera. No sé dónde he leído (quizá en una de las novelas de Dashiell Hammett que devoraba de adolescente) que se sigue una pista mejor yendo un paso por delante de ella. Y no quería arriesgarme a perder a Bringas en una excéntrica persecución en taxi por Las Palmas. Necesitaba el coche. Dejé el periódico en la barra, pagué mi desayuno y me despedí del camarero bigotón sin mirar en ningún momento a la mesa del extranjero.

Mi coche es un Volkswagen del ochenta y tres fabricado en Brasil del que me encariñé en un viaje hippie a Bristol. Tiene nombre. Se llama Mildred por una irlandesa de piel blanca y piernas inacabables, Mildred O’Neil, que me salvó la vida en la aduana de vuelta. A pesar de su edad, el coche arrancó a la primera, y eso que llevaba dormido varios días. A las diez y cinco ya estábamos los dos apostados en doble fila a veinte metros del Fataga. Un guardia urbano (cara de huéleme el culo, cabello engominado, gafas de espejo, voz de barítono) se acercó a regañarme. ¿No sabía yo acaso que no se podía estacionar allí? Lo miré sin emoción. Sólo por el lenguaje merecía un capón. Le expliqué con voz de camelo que era consciente de mi falta, que asumía toda la responsabilidad de la infracción. Pero esperaba a mi abuela, una anciana que no podía cruzar la calle. Cinco minutos y me marcharía. El barítono endomingado lanzó un gruñido de perdonavidas y siguió poniendo multas por Mas de Gaminde. Tres portales más allá se detuvo a charlar con una rubia en un descapotable. La rubia estaba peor estacionada que yo pero a ella no vi que le gruñera.

Bringas salió un cuarto de hora después, con una gorra de lana estrafalaria (por la forma y el calor sofocante) y un pequeño bolso marrón en bandolera. Miró a ambos lados de la calle. Se apartó para dejar pasar a un hombre ciego con su perro lazarillo. Se quedó en el umbral con la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados. Un Opel azul pequeño se detuvo ante él y el hombre subió de un modo torpe, en un escorzo difícil de explicar: la cabeza demasiado agachada para dejar entrar sus largas piernas. El coche azul reanudó la marcha por Néstor de la Torre hasta la autovía marítima. En una encrucijada de semáforos, junto a la gasolinera de la Casa del Coño, estuve a punto de perderlo de vista pero lo recuperé antes de llegar a Las Alcaravaneras. Me mantuve a una distancia precavida en el mismo carril por si el coche volvía a entrar en la ciudad. Pero no lo hizo. El conductor siguió manejando unos cuantos kilómetros. A la altura del Cementerio de Vegueta, puso el indicador de la derecha y entró en el túnel que lleva a la circunvalación. Tamaraceite, Gáldar, Tafira. Nuestro destino podía ser cualquiera.

La primera idea que me surgió fue la de que daban un rodeo. Habrían elegido el camino más largo para asegurarse de que nadie los seguía. No obstante, el conductor destrozó pronto mi sospecha: mantuvo la velocidad, atravesó la rotonda del Secadero y enfiló la carretera vieja a Tafira. Estaban huyendo del mundanal ruido. Temí por Mildred. Hacía un calor inhumano y los coches alemanes, aunque duros, no soportan bien el siroco. Me pasé el viaje mirando la aguja del termostato. Eché cuentas de la última vez que le había cambiado el agua al coche. Había sido en abril, cuando nos tocó pasar la TV. El sello de la inspección adornaba la esquina derecha del parabrisas con sus números romanos y sus punteados. Cinco meses sin renovar el agua era un buen tramo de desierto. La aguja, sin embargo, permaneció en su sitio y a Mildred no se le notaron los achaques de la edad.

Bringas y su chófer continuaron su paseo mañanero. Llegaron al Monte Lentiscal. Cruzaron el pueblo y siguieron la ruta de Santa Brígida. Entre el coche azul y Mildred, mientras tanto, se habían colado un camión de cerveza y la furgoneta de una empresa de reparaciones. Adelantarlos, amén de ser peligroso, hubiera levantado las sospechas de los perseguidos. Así que continué a mi ritmo, rogando que no les entraran las prisas de repente. Los veía tomar las curvas de la carretera, perderse detrás de un montículo o de un puñado de casas color gofio y reaparecer luego en las rectas con su ritmo remolón. Achaqué el hecho de que no forzaran la velocidad al miedo de un encontronazo desafortunado con un guardia civil con exceso de celo. El conductor de la furgoneta no tenía esos reparos: se hartó de la pachorra del coche azul y del camión e intentó por dos veces rebasarlos de una tacada a los dos. Pero el espacio que había no era suficiente y me malicié lo peor.

Lo peor llegó en el cruce de La Atalaya: el Opel giró a la izquierda, en un movimiento brusco y sin poner el indicador (para no querer líos con la Guardia Civil se arriesgaban demasiado); el camión cervecero frenó en seco, un chirrido de llantas recorrió la carretera, y el de la furgoneta, atento a otras cosas, no tuvo tiempo de detenerse. Más de un bar de la zona no tendría que darle a beber a sus parroquianos durante varios días. El olor a cerveza se mezcló con el de goma quemada y el estruendo de botellas rotas se unió al del capó de la furgoneta, que quedó empotrado contra las ancas del camión. Lo bueno de aquel naufragio fue que las cajas de cerveza cayeron en la orilla derecha, con lo que el carril izquierdo, el de bajada, pudo mantenerse abierto al tráfico. Lo malo fue que tuve que esperar a que pasara una docena de coches antes de poder continuar la marcha, con lo que perdí un tiempo precioso.

Cuando llegué al cruce, los conductores del accidente estaban mentándose a las madres, recriminándose a gritos la maniobra: o muy poco conocía yo a mi gente o aquellos dos llegarían a las manos antes de que apareciera la Guardia Civil. Aceleré cuanto pude por ver si cazaba al coche azul pero lo perdí en el camino entre el cruce y La Atalaya. Al llegar al pueblo comprendí que iba a ser inútil continuar la búsqueda por ahí. Di la vuelta en la iglesia y regresé sobre mis pasos, despacio, con la esperanza de hallar una pista en alguno de los caminitos que salían de la carretera general. Ni rastro de Bringas y su amigo. Me detuve en un hueco del arcén y esperé media hora por si los veía aparecer. Aproveché entonces para llamar a Álvarez.

Alejandro Bringas venía de una familia de productores de sidra. Había nacido hacía cuarenta y siete años, llevaba un negocio de servicios en Oviedo y vivía en Gijón. Tenía antecedentes penales por extorsión. Al parecer se hacía pasar por miembro de TA para cobrar el impuesto revolucionario a empresarios y políticos. Así hasta que uno de los empresarios reconoció su voz y puso el asunto en manos de la policía. Le tendieron una redada y lo detuvieron en Langreo. Un tipo muy casero Bringas, por lo visto: sólo actuaba en Asturias. Pasó tres años en la cárcel de Villabona, qué otro lugar podría ser. Sin embargo, tras una libertad condicionada que el tipo respetó con escrúpulo, llevaban ya desde dos mil cinco sin noticias suyas.

Y ahora había vuelto a aparecer aquí. Como por arte de magia. Sin esperarlo. Y cuando Álvarez decía Sin esperarlo lo decía con las doce letras. Porque el viaje de Bringas fue un asunto de un día para otro. No había sacado el pasaje con un mes de antelación, ni con una semana, nada de eso. Lo había reservado la noche anterior, la del miércoles, con urgencia. Y el jueves había llegado a las tres de la tarde, en un vuelo barato procedente de Madrid. La gestión se había efectuado por Internet. Se había pagado con una Visa que tardarían un tiempo en rastrear. El resto ya lo conocía.

Me interesé por ese negocio de servicios: de qué servicios hablábamos, cuántos empleados tenía, cómo pagaba la Seguridad Social. Según le contaron a Álvarez, se trataba de servicios técnicos: reparaciones y suministros de equipos informáticos, impresoras, ese tipo de cosas que toda empresa necesita que le reparen y le suministren. Bringas lo llevaba solo. No constaba ningún empleado a su cargo ni nada que tuviera que ver con la Seguridad Social. Perseveré como buena mosca cojonera. ¿Qué carajo sabía de ordenadores un productor de sidra? El inspector lanzó un bufido al otro lado de la línea, Y yo qué coño sé; hasta anoche no había oído hablar de ese individuo.

—Usted no, desde luego. Pero sus colegas asturianos se tendrían que haber hecho esa pregunta. Sobre todo si Bringas tiene antecedentes por algo tan despreciable, tan carroñero como aprovecharse del miedo ajeno.

—Eso mismo pensé yo, Ricardo. Pero no supieron darme respuesta. La verdad es que tampoco insistí en la cuestión. Podían haberlo tomado como una crítica y no todo el mundo soporta bien las críticas. Al fin y al cabo, sólo soy un simple inspector de policía destinado en una isla remota.

—Lo comprendo, Álvarez; claro que lo comprendo. Pero entonces me da que la hemos jodido.

—Jodido, ¿por qué?

—Porque en la isla remota tenemos quien nos reponga las fotocopiadoras. Y aquí no bebe sidra ni el que la inventó. Luego, si Bringas no ha venido en calidad de sidrero ni de reparador, eso es que vino a extorsionar o a dar miedo.

—Por si acaso, voy a encargarle a alguien que lo vigile. La foto que me han enviado es vieja pero imagino que nos servirá. Y el caso es que…

—¿Qué ocurre?

—Que el tipo me suena. No sé de qué pero tiene algo familiar en la forma de la frente y los pómulos. Quizá deba estarlo confundiendo con un actor de esas series de televisión que me obliga a ver Susana. Son todos tan iguales… Tentado estoy de ir yo mismo a hacerle una visita de cortesía para salir de dudas.

—Eso estaría mucho mejor. Vaya usted. Pero desde ya le puedo confirmar que ahora no está en el hotel.

—¿Por qué lo sabes?

—Porque salió después de desayunar, sobre las diez y media. Lo recogieron en un coche en la puerta. Lo he estado persiguiendo por media isla y lo vine a perder en el cruce de La Atalaya.

—¿Dónde dices?

—En La Atalaya de Santa Brígida. Lo tenía controlado pero un maldito accidente de tráfico me cortó el paso y ahora no tengo ni idea de dónde puede estar.

—Yo sí la tengo. Y creo saber qué era lo que me resultaba tan familiar. Me da que el asturiano sí es actor. Al menos aparece en una película que he visto hace poco. O mucho me equivoco, Ricardo, o nuestro hombre está en un convento. No te muevas de ahí que voy para allá.

Si hay algo en este mundo que se me da de pena es esperar. No sirvo para cazador de faisanes. Me produce dentera estarme quieto en un sitio mientras en otro pueden estar ocurriendo cosas repugnantes. ¿Y si en la espera movían de lugar un cuadro, mataban a alguien, escapaba un asesino? Con los años llevo peor la templanza de ánimo. Sí. Debería ser al revés. Debería volverme más cauto con la edad pero yo siempre he vivido a contracorriente. Me gustan los coches viejos, el amor en blanco y negro y los libros de anticuario.

Álvarez no había sido muy preciso antes de colgar. Tal vez no se fiara de mi nerviosismo y no quisiera que fuese yo a la guerra por mi cuenta. Pero cuando mencionó un convento sólo podía estar haciendo referencia al de las Ursulinas, la casa de ejercicios espirituales. Me habían contado que ya no servía únicamente para esos menesteres. Que ahora cualquier asociación (religiosa, agnóstica o atea) tenía las puertas abiertas, cosas de la crisis. Incluso se había puesto de moda como lugar de retiro para quienes querían adelgazar, desintoxicarse de alguna droga o acabar una novela.

Di la vuelta en la curva de los Eucaliptos y me encaminé a las Ursulinas. Tomé la desviación hacia el convento. Apenas había enfilado la cuesta cuando me dio un vuelco el corazón. Allí estaba: el caminito empinado, la arboleda al fondo, los cactus, el árbol reumático. La fotografía que Quesada guardaba en su ordenador, la que nadie había sabido identificar, había sido tomada en la carretera de entrada al hogar de las monjas. Las indagaciones del periodista lo habían llevado al punto donde yo me encontraba. Y tan caro que le había salido. Entre sorpresa y sorpresa me dio tiempo a esclarecer una confusión: VL, el nombre del archivo de Quesada, no era ni Valleseco ni Valsequillo ni Valsendero. Era la Virgen de la Luna.

Tentado estuve de detener el coche y aguardar a la caballería pero ya he dicho que se me dan fatal las esperas. Mis pobres uñas no tenían culpa de que Álvarez tardara media hora en llegar desde su oficina a La Atalaya. Conduje despacio para no levantar una polvareda que me delatara. Llegué a la colina del aparcamiento. No se veía un alma. El Opel estaba junto a un microbús de transportes color naranja. Eso significaba que había un grupo de reflexión o un curso de autoayuda colectiva o un congreso de zapateros remendones, para el caso me servían lo mismo: podía pasar por un cursillista más y no levantaría sospechas entre las monjas. De cualquier modo (toda precaución es poca) preferí entrar por detrás, por el bien cuidado huerto que daba lustre y esplendor al convento de las Ursulinas.

Había un camino estrecho que convertía la trastienda en un laberinto de árboles y arbustos. Vi aguacates. Y mangos. Y manzanas. Olía de un modo intenso a fruta y tierra mojada, un aroma que (nunca he entendido por qué) me evoca la niñez. Como hacía meses que no llovía imaginé que aquello debía de tener su propio sistema de riego. Y, en efecto, pude observar varias boquillas negras en el suelo. Sólo faltaba que en mitad del camino se pusieran los aspersores en funcionamiento y me enchumbaran de arriba abajo. Menuda coartada iba a ser la mía: empapado por entrometido. Tuve que agacharme en alguna ocasión para esquivar las ramas de los limoneros. Me quedé con la magua de robar una de aquellas manzanas que parecían lunas verdes.

El huerto concluía en un terreno baldío en cuyo fondo, lindando con el campo abierto, se levantaba una verja de metal. En el margen izquierdo, una puertita de metal rojizo daba a un caminito serpenteante que ascendía monte arriba. No sé por qué esperaba hallar algunas cabras, jaulones de conejos o un gallinero de madera de pale. Imaginaba a las monjas levantándose al alba a ordeñar la leche para el desayuno. Pero no había animales. Ni un perro flaco que les ladrara. La tierra echaba humo del calor.

La pared trasera del convento aparecía pintada en un color rosa palo. Un rayo de humedad bajaba zigzagueante junto a la cañería y, en varias zonas del muro, la pintura había dejado paso a la piedra desnuda. Había cuatro ventanas, todas entornadas, que supuse que correspondían a las habitaciones de las monjas. Se veían, al través del cristal, las cortinillas blancas con finos bordados. Dos de las ventanas estaban adornadas con macetas de flores. En una de ellas, la que daba a poniente, creí percibir un revuelo de cortinas y sombras. El sol acariciaba los cristales y confundía la imagen. Me detuve. Observé con atención pero nada ocurrió. Tal vez fuera sólo un espejismo en aquella mañana de desierto.

Sucedió que, de tanto mirar para arriba, tropecé con la boca de un aspersor de riego y estuve a punto de caer. Por suerte pude asirme al tronco ancho de un mango. Lo que no pude fue evitar rasparme la mano. Solté una andanada de exabruptos que hubieran afrentado a mi madre, por no hablar de las monjitas, si me hubiese oído. Restañé las rozaduras con saliva. Y así estaba, chupándome el dedo índice como un bobo, cuando algo me inquietó.

Había una zona de tierra junto al aspersor que estaba removida de un modo extraño. El contorno se encontraba completamente liso pero allí, a unos centímetros de la boca de riego, había un rectángulo rugoso, accidentado, de un metro de ancho por dos de largo. Parecía que hubieran escarbado la superficie para plantar algo y se hubieran arrepentido luego. Incluso la grava era de otro color. Más ocre. Más sucia. Iba a agacharme para comprobarlo cuando una voz surgió de entre los árboles, ¿Tiene usted algún problema, caballero?

El viejo salió de una de las lenguas del laberinto con la mano izquierda sobre la frente a modo de visera y un sacho corto para hurgar la tierra en la derecha. Era un hombre curtido por la calima, membrudo y fuerte. Sus brazos mostraban un entreverado de venas pronunciadas. Su piel arábiga brillaba a contraluz. Llevaba un peto vaquero desgastado por el tiempo y una camisa que alguna vez fue blanca arremangada hasta los codos. Me quedé inmóvil observando sus movimientos, atento a cualquier gesto de animosidad. Sólo cuando el viejo bajó la mano que llevaba en la frente para vencer el resol de la mañana comprendí que su actitud era más de asombro que de irritación. Su mirada era limpia, la mirada de un hombre cabal, justo, que ya ha vivido lo suficiente como para no creerse nada y nada tomarse demasiado en serio. Me supo mal fingir ante un hombre así, Me habían hablado maravillas de este lugar, amigo, y ahora veo que se han quedado cortos.

El jardinero hizo una mueca con sus labios entre orgullosa y sarcástica, Sí; últimamente se ha puesto de moda mi huertilla porque no para de venir gente a visitarla. Marco Aurelio Trueba (así se presentó con un apretón firme y calloso de sus manos) hacía lo que podía. Era cosa de orientación y de agua: la orientación era natural; el agua se pagaba a precio de oro. El resto, pura dedicación, un trabajo diario de desbrozar malezas y purgar frutales para que no se infecten de enfermedades. Lo decía con modestia. Como si no hubiera sido él quien se había dejado las manos y la vista en aquel huerto. En un momento de la explicación, tras escuchar con cierto rubor mis halagos a la belleza y la exuberancia de los árboles, ladeó la cabeza como un perro y arrugó el entrecejo, ¿Usted también es policía?

—¿Tengo pinta de policía?

—Tiene pinta de cualquier cosa menos de ecologista.

—¿Y eso?

—Eso es que ha venido aquí con un sol que raja las piedras, con la cabeza descubierta y sin cantimplora de agua. Eso es que viste ropa de ciudad, demasiado planchada para una caminata. Eso es que responde siempre con preguntas.

Ha quedado claro que no tengo paciencia. Pero me precio de tener buen juicio para las personas. Y Marco Aurelio Trueba tenía tanta culpa en la desaparición de Quesada como el Sultán de Brunéi. Me quité, pues, la careta de admirador entusiasmado y me puse la de faena, la de detective que busca respuestas. Le hablé de Elsa Iglesias, de su padecimiento de madre, de un joven periodista desaparecido y de una investigación que me había llevado precisamente allí, al Convento de las Ursulinas.

El jardinero se rascó la frente con la mano libre. Aún (tal vez por costumbre) llevaba el sacho colgando en la derecha, igual que hubiera llevado la taba de un cigarro colgada de los labios. Amagó una sonrisa, Esta casa, por lo visto, se está convirtiendo en una nueva Roma: todos los caminos vienen a dar aquí; ayer aparecieron dos policías haciendo preguntas y ahora usted; pero hay algo que no he debido de entender bien: los polis andaban buscando a ese fulano que apareció desnudo en mitad de Bandama o de Tafira y usted a un muchacho que trabaja en un periódico, ¿no son esos demasiados misterios para un convento tan chico?

No tuve tiempo de resolver el acertijo que me planteaba el jardinero. Cuando iba a pedirle que me explicara mejor lo que acababa de decir, un estruendo de bocinazos y acelerones nos llegó desde el aparcamiento. El viejo abrió los brazos como el que sigue sin entender ni una palabra y yo corrí al lugar de donde venía el alboroto. Allí, en medio de la nada, el inspector Álvarez le gritaba a su teléfono móvil. Su coche estaba cruzado en el camino con la puerta del conductor abierta y medio desencajada y una caricia en el lado izquierdo. En el suelo se veían huellas profundas de neumáticos que se perdían en el camino de salida del convento. El Opel ya no estaba. Y Álvarez alternaba ahora sus gritos con miradas furibundas destinadas a mí.

Sabía sumar lo suficiente para comprender lo que había ocurrido mientras yo mantenía mi charla con Marco Aurelio. Bringas y su amigo habían acabado el negocio que hubieran ido a hacer al convento. Al salir se habían topado con el coche de Álvarez. El inspector les había dado el alto varias veces pero maldito el caso que le hicieron. En la huida (ya había podido yo comprobar la pericia del conductor de Bringas) le habían dejado un recuerdo al vehículo y un monumental cabreo al inspector. Al hombre se lo llevaban los demonios. No había podido tomarles la matrícula y estaba describiéndole a su interlocutor el Opel azul. Ordenó que pusieran controles en todos los accesos a Las Palmas. Y los quería listos en quince minutos. No disponían de más.

Como no tenía a nadie a quien echarle el muerto, se indignó conmigo. Me contempló como si yo fuera el culpable de todos los males del mundo. La dieta a la que le obligaba su mujer lo tenía de una mala leche insoportable. Intenté explicarle que, por mucho que lo hubiera esperado en la carretera, los tipos hubieran escapado igual y ahora tendríamos tres coches lisiados en lugar de dos. Intenté justificar el descuido de no haberme fijado en la matrícula de Bringas, para qué la quería si estaba tras sus pasos. Intenté alentarlo con que ya los cogeríamos, no sería de extrañar que los detuviera la Guardia Civil antes de llegar a Las Palmas. Eso si lograban pasar de Tafira porque, además de llevar un faro roto, lo que estaba claro (señalé unas manchas oscuras en el camino de descenso) era que el Opel iba perdiendo aceite a machamartillo.

Pero el hambre era mucha y la rabia, pastosa. El caso es que mi amigo no estaba dispuesto a dejarse convencer con facilidad. Aparcó mejor su coche al lado de Mildred. Encajó la puerta en sus goznes como pudo. Hizo intento de echar la llave pero de nada le servía. Se la guardó en la chaqueta con un gruñido de amargura. Y me conminó a acompañarlo en el interrogatorio que iba a hacerle a la gobernanta del convento, Ya estoy hasta los mismos huevos de mentiras, carajo.

Dolores Mesa era una mujer que no se amilanaba así como así. Tenía cara de jugadora de póquer experta: no expresaba ni frío ni calor, cero grados en un rostro de misionera atravesada. Escuchó lo que el inspector tenía que decirle sin inmutarse. Parecía de cera. Aguantó el chaparrón de amenazas (el policía la retó con llevarla a la comisaría si no contaba qué diantre habían ido a hacer allí los dos hombres que acababan de arruinarle el coche) con las piernas bien plantadas en el suelo como una encina vieja. Esperó a que Álvarez dijera todo lo que tenía que decir. Me miró con incuria por si yo quería añadir alguna impertinencia más. Se alisó el delantal que llevaba puesto, uno azul celeste lleno de lamparones de barro y hojarasca. Y sólo entonces respondió.

Sentía lo ocurrido con el coche del inspector. No sabía quiénes eran los dos hombres, sólo quiénes decían ser. El más alto, el de la gorra extraña, había dicho que era pintor y había pedido permiso a la congregación para dibujar el jardín. El más bajo era naturalista y estaba haciendo un estudio de la flora autóctona. Así como sonaba. Era la segunda vez que los veía en su vida. Y no tenía por costumbre pedirle el carné a nadie, aquello era un convento no el Congreso de los Diputados. Si esos hombres tenían cuenta con la justicia allá ellos: Dolores Mesa no era quién para juzgar a nadie, bastante tenía con gobernar una casa que se caía a pedazos por el tiempo y la desidia de las instituciones. Y eso lo podía decir allí, en la comisaría y en la Plaza del Pueblo.

Álvarez se calmó. No halló excusa para continuar bregando con una misionera que falseaba la realidad con tanta convicción. Cambió de estrategia. Bajó el tono de voz y le pidió a la mujer que nos guiara al lugar donde los hombres habían estado trabajando. La Mesa asintió, se acarició la nariz con dos dedos como si le molestasen unas gafas invisibles y nos instó a seguirla por una galería que rodeaba la casona. Si la huerta era una delicia, el jardín de las Ursulinas era un auténtico vergel de colores y aromas. Nadie podía extrañarse de que un pintor y un naturalista se murieran (o mataran) por conocerlo. En un espacio que me pareció inmenso, medio campo de fútbol a ojo de buen cubero, había plantas y flores para adornar todas las iglesias de la isla.

Estuvimos diez minutos a solas (la gobernanta debía atender otros asuntos de intendencia) paseando por aquel oasis. Sin embargo, no hallamos tino para disfrutar de la quietud del paisaje. El inspector sacó de su bolsillo un pañuelo blanco y fue depositando en él muestras del suelo. Yo, mientras, me entretuve en buscar algo que no había, algo que faltaba para darle sentido a aquella farsa: ni caballete ni pinturas ni lienzos. Y lo más importante: ni huellas recientes de haber sido pisado el jardín. El suelo estaba resplandeciente, como recién barrido. En una esquina, junto a un rastrillo, había un montoncito de hojas muertas. Y ni un sidrero ni un suministrador de fotocopiadoras ni un extorsionador que bajaran del cielo hubieran tenido tiempo de barrerlo todo antes de huir.

Los hombres de Álvarez encontraron el Opel, a media tarde del martes, en el aparcamiento de un merendero a la entrada de Santa Brígida. Bringas y su colega habían tomado el camino hacia el centro de la isla, lejos de la ciudad, habían abandonado el coche detrás de unos contenedores de basura, caminado hasta una parada cercana y, allí, cogido la primera guagua que los bajara a Las Palmas. Posiblemente se hubieran tropezado con alguno de los controles de carretera pero la policía buscaba un Opel de color azul oscuro y no una guagua verde botella de pasajeros. Bringas llegó a su hotel, solo, a la hora de la siesta. Álvarez dio orden de que no lo detuvieran aún, le bastaba de momento con tenerlo controlado. Del conductor patoso nada se sabía. El coche, cómo no, era robado. Su legítimo dueño, un africano de nombre impronunciable y origen más que dudoso, había denunciado el robo hacía cuatro días. Estaba claro que el sidrero no había perdido el tiempo en su estancia en la isla.

El inspector y yo regresamos a Las Palmas, juntos, en mi coche, después de despedirnos de Marco Aurelio Trueba y de Dolores Mesa. Ambos sabíamos que, más temprano que tarde, íbamos a volver al convento pero ninguno lo confesó. Yo no quería agobiar al jardinero con preguntas, después del incidente del aparcamiento. Álvarez no podía entrar a saco en el hogar de las monjas sin una orden de registro. A los dos nos jodía la situación más de lo que nos hubiera gustado admitir, pero arrieritos éramos y ya habría tiempo de encontrarnos en el camino.

Aquél era tan buen momento como otro para ponernos al día en nuestras averiguaciones. A esas alturas de la guerra ya daba igual quién había recibido más balazos. La cosa era evitar que nos siguieran disparando como a muñecos de feria. Y en el camino de regreso fue que conocí la historia del peregrino Guadiana de Tafira. De la aparición y desaparición de aquel enigmático personaje ya sabía por el periódico, pero no del secuestro en el hospital ni de los rastros de tierra y semillas que el inspector esperaba relacionar con el jardín de las Ursulinas. Álvarez, por su parte, supo de la existencia de un cuadro del XVIII, uno muy concreto, con una Virgen y una luna a sus pies que nadie estaba dispuesto a reconocer que Juan de Miranda hubiera pintado nunca.

Y supimos los dos que nos encontrábamos ante un asunto muy feo. No. El cuadro era bellísimo y, por las vidas que estaba costando, de un valor desorbitado. Lo feo eran las consecuencias. Los dos hombres perdidos en el trayecto. Sí. Perdidos era un eufemismo. Quesada y el peregrino olían a muerto. Ojalá me equivocara y los halláramos juntos y bien alimentados en las catacumbas de algún monasterio, iglesia o convento. Porque de lo que ya no podíamos dudar era de que, por una parte, ambas desapariciones tenían relación y, por otra, con la Iglesia habíamos topado, amigo Sancho. El padre Ortigosa y la gobernanta del convento estaban en el ajo. Sabían más de lo que decían: uno había negado que el cuadro existiera; la otra había tratado de encubrir a un extorsionador como la copa de un pino.

Álvarez, con la mirada puesta en la carretera, forjó la descripción detallada de un individuo (delgado, cabello negro y liso, nuez afilada y ojos color avellana detrás de unas gafas de pasta) que coincidía hilo por pabilo con Jorge Ortigosa. Hasta en lo de la mirada egipcia. ¿También lo conocían los colegas asturianos del inspector? No. Sus colegas no pero él sí. El tipo que acababa de describir era el conductor del coche azul.

Era lógico. Yo no podía corroborar esa coincidencia puesto que no había tenido ocasión de ver al conductor del Opel. Pero era sensato pensar que se tratase de Ortigosa: conducía de un modo nervioso y torpe; lejos del mundo del arte se sentía como ave sin nidal. Álvarez propuso que fuéramos a apretarle las clavijas al cura, Me parece, Ricardo, que ese tipo es el eslabón más débil de la cadena; sólo acerté a verlo unos segundos, pero me dio la impresión de que no le llegaba la camisa al cuerpo.

—Es que, al lado de Bringas y de Dolores Mesa, cualquiera parece la madre Teresa de Calcuta. Pero yo no tiraría voladores tan pronto, Álvarez: el miedo es tan peligroso como la maldad.

—Estoy de acuerdo. Es peligroso para los demás pero también para el miedoso. Si hay alguien que puede dar un paso en falso y guiarnos en este laberinto es el tal Ortigosa.

—Puede. Aunque me temo que, tras el encontronazo en el aparcamiento, va a ser más que difícil dar con él.

No me tengo por adivino, no obstante era previsible esa nueva desaparición. De camino a Las Palmas telefoneamos al Museo Diocesano, donde nos dijeron que Jorge Ortigosa no estaba. Que había pedido unos días de vacaciones. Que aún le quedaba una semana libre del verano y el hombre había aprovechado para ir a visitar a su familia en la Península. Como se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo, no nos costó desbaratar la trola con otro par de llamadas a las compañías aéreas. Ningún Jorge Ortigosa había volado ni tenía intención de volar en los próximos días a ninguna parte. ¿Por qué sería que no nos extrañaba? Al inspector le bastaron cinco minutos más para dar con la dirección de Ortigosa. Vivía, con otros dos miembros de su congregación, en un piso alquilado en Reyes Católicos. Decidimos presentarnos allí por sorpresa.

Aparcar en Reyes Católicos es una odisea. Después de dar dos vueltas alrededor de la Clínica San Roque encontré un hueco libre donde Mildred cabía por los pelos. La cosa era que estaba en una esquina y el culo de mi coche se iba a salir un poco de su sitio. El inspector apeló a su condición de policía, ¿Con quién te crees que trabajas, chaval?; si aparece un guardia urbano, yo me encargo de la multa. Mis reservas no iban en esa dirección: la multa me importaba un pito, lo que me preocupaba era la integridad del culo de Mildred. El policía insistió, Coño, Ricardo, pareces un niño pijo que no quiere que le rocen el coche; además, con este trasto no sé de qué te apuras. Iba a responderle que ese trasto era un clásico pero mi amigo no lo hubiera entendido ni con un mapa.

Nos abrió la puerta un treintañero fofo y blancuzco con unos pantalones cortos, una guayabera sepia de dos bolsillos y unas sandalias grises de las que escapaban unos dedos regordetes que estaban pidiendo a gritos una pedicura. El padre Abel Alonso no mostró extrañeza al vernos llegar. Parecía que nos estuviera esperando desde siempre. Sonrió con gesto de querubín y nos invitó a pasar a su salón. Llegábamos a tiempo de tomar café y probar unas galletas divinas (todo allí era divino, demasiado tal vez) que hacían las monjas de Teror para ellos. El padre Alonso no tardó ni un segundo en regresar de la cocina con la cafetera caliente y un plato bien dispuesto de pastas de canela. Nos resumió en pocas palabras cómo vivían tres curas jóvenes, modernos, en pleno siglo XXI.

Que no esperáramos ver en su apartamento retratos de santos y Biblias en cada esquina. Ni penitencias ni cilicios con dientes de hierro. Ni camas en el duro suelo. Ni jofainas para lavarse las axilas. Dormían en mullidos colchones, se duchaban en una bañera grande, tenían televisor de pantalla plana, sus paredes andaban disfrazadas con buenas copias de pinturas clásicas y en su librería no faltaban obras filosóficas, novelas de Galdós y Zola y antologías poéticas de Vallejo o Gil de Biedma. El piso tenía forma de T. La base estaba formada por el salón de estar (un balcón sonreía a Reyes Católicos) y la cocina. Y el techo era un pasillo que se bifurcaba a ambos lados: a la izquierda había dos habitaciones y a la derecha, una tercera y el cuarto de baño. Pagaban por él cuatrocientos cincuenta euros al mes, ciento cincuenta por cabeza. Limpiaban y se hacían la comida ellos mismos. El padre Alonso reconoció, con fingido pudor (todo allí era fingido, demasiado tal vez), que era él quien mejor cocinaba de los tres pero se repartían la tarea como buenos cristianos. Todo dependía de los horarios de trabajo.

Además de Ortigosa y Alonso, vivía allí un tercer sacerdote, el padre Ernesto Calvo, que ahora estaba de viaje por Sevilla en algo parecido a un retiro espiritual. ¿También había asistido a ese retiro el padre Ortigosa? Qué va. El mantenedor no era hombre de retiros espirituales y, además, tenía mucho trabajo en el Museo para abandonarlo ni por una tarde, cuánto menos por una semana. Aquélla fue la primera respuesta de Alonso que sonó sincera, la única que no estaba anticipada como en una guía de visita. ¿Cuándo había visto por última vez al padre Ortigosa? La noche anterior, en la cena. Por la mañana, el mantenedor había salido temprano, cuando Alonso aún no se había levantado.

El clima de la conversación resultaba tan agradable, tan lleno de frases hechas y de dulces exquisitos que no podía durar mucho tiempo. Álvarez llevaba varios días de ayuno gris y su acidez se había agudizado. Lo conozco bien. Se le revira el morro cuando empieza a impacientarse y aquello ya estaba pasándose de empalagamiento. Le dolía la úlcera. Y el peregrino robado delante de sus narices. Y la dieta de Susana. Y la puerta sacada de quicio de su coche. No estaba dispuesto a continuar con aquella patraña remilgada. Quería ver la habitación de Ortigosa, asegurarse de que el chófer de Bringas no se hallaba escondido bajo la cama como un perro cobarde.

El padre Abel Alonso, entonces, se transmutó en basilisco, en demonio hecho carne blanda y blanca. Me pareció que hasta su voz se tornaba metálica, como salida de la caverna de su rabia. Se levantó del sofá. Se le desencajaron los ojos. Abrió sus brazos con las palmas de las manos hacia atrás en un gesto histriónico (todo allí, definitivamente, era histriónico, demasiado para mi gusto). Él no podía permitir, ba-jo-nin-gún-con-cep-to, aquella tropelía. Ni hablar. No tenía inconveniente en responder a nuestras preguntas y en mostrarnos su propia alcoba si queríamos, pero la del padre Ortigosa estaba clausurada.

El inspector se mofó del ofrecimiento. ¿Para qué querríamos ver la habitación de un hombre como Alonso? ¿Para requisarle una tableta de chocolate y tres latas de Coca-Cola? Qué bobada. El cuarto que queríamos era el de Jorge Ortigosa. Le advirtió de que su actitud podía considerarse complicidad en el crimen. Sí. Como lo estaba oyendo Abel Alonso. Con su postura estaba colaborando, aliándose con un crimen, posiblemente con dos. Porque de eso estábamos hablando: de dos crímenes abominables cometidos por pura codicia. En efecto. El peor de los pecados.

Álvarez se revolvió, filósofo, ante aquel curilla que sudaba como un cerdo, las venas de su cuello a punto de reventar de la vergüenza o de la indignación. Codicia sí. Era capaz de entender como móvil de un crimen los celos, el odio, el arrebato ciego, hasta el miedo. Pero el dinero nunca. Matar por dinero era matar dos veces: a la víctima y a la humanidad entera. Y el inspector no entendía cómo un hombre de Dios tenía la indecencia de encubrir un pecado como ése. Y no, no le valía la argucia de que Jesucristo había muerto en la cruz para perdonarnos todos los pecados. Eso era hipocresía barata, agarrar el rábano por las hojas, ganas de enredarlo todo. Jesucristo había muerto por algo más digno: para mostrarnos el camino recto, para ejemplificar el amor al prójimo. Así al menos se lo habían enseñado a él sus padres. Había crecido con ese convencimiento y no iba a venir ahora un cura sudoroso con acné a desmontarle el circo de sus creencias. De manera que, o se quitaba de en medio y nos dejaba entrar en la alcoba de Ortigosa, o lo botaba de cabeza por el balcón de una patada en el culo.

Igual que hiciera Dolores Mesa por la mañana, Abel Alonso me miró por si tenía intención de interceder por él en aquel atropello, aquel abuso de autoridad tan descarado. Pero no sería yo quien se interpusiera entre un hombre y su fe. El cura comprendió que la misa estaba dicha. Le volvió lentamente el pulso a su cauce. Las venas de su cuello se aquietaron, se difuminaron en su carne blanca. Su pecho se acompasó. Se estiró los faldones de la guayabera para alisar las arrugas del susto. Apoyó la mano en la balda más baja de una librería, junto a un ejemplar de bolsillo del Emilio de Rousseau, con cuatro dedos abiertos sobre la madera y el pulgar en el aire, colgando, como un suicida indeciso.

Cuando abrió la boca no fue para decir En tus manos encomiendo mi espíritu, sino para lavárselas de un modo impúdico, Hagan ustedes lo que tengan que hacer; no me parece ni medio bien este modo de actuar suyo pero no quiero tener nada que ver con esos crímenes de los que habla.

—Tenga la seguridad, padre Alonso, de que está obrando correctamente. Y así lo diré en mi informe.

—Gracias por nada. Les pido, eso sí, que tengan cuidado en el registro. El padre Ortigosa es muy celoso de su intimidad.

—Como todos, ¿verdad? Descuide; no somos vulgares rateros. Si usted no le dice nada, el padre Ortigosa no sospechará que hemos estado aquí.

Alonso se puso en movimiento con los hombros lacios de quien se sabe derrotado. Nos guio por el pasillo izquierdo, hasta el fondo de la garganta oscura. Abrió la puerta de la última alcoba y se detuvo en el umbral sin atreverse a profanar el santuario de su compañero. Nos cedió el paso, apoyó la espalda en la pared de la galería y cerró los ojos como si rezara.

La habitación estaba decorada de una forma austera, sin adornos ni cuadros ni fotografías. Una cama sencilla, cubierta hasta la mitad por una manta de estameña basta y gris. Un escritorio de madera vulgar sobre el que habían apilados varios libros de ensayo junto a un flexo metálico del que colgaba un crucifijo hecho con pipas de algarrobo. Un espejo estrecho. Una silla, sobre la que dormía un juego de sábanas y un par de camisas celestes. Un ropero, dentro del cual hallamos pantalones y pulóveres en tonos grises y verdes, zapatos de cordones, ropa interior inmaculada de tan blanca. Debajo de la cama había una maleta vacía. Encima de la mesa de noche, una botella de agua mineral y una novela de misterio, de la que sobresalía una rosa seca que marcaba la página noventa y siete. Las paredes, pintadas de color teja, se veían desnudas. Y la ventana permanecía cerrada, con las persianas bajas.

Álvarez acabó de revisarla en cinco minutos. Chasqueó la lengua en señal de fastidio, Tanta vaina para esto, coño. Y salió del cuarto jurando en arameo y dando grandes zancadas. Con la prisa y el enfado que llevaba, al pasar por delante de Abel Alonso no vio el destello acerado de sus ojos bovinos. Pero yo sí. Era la mirada de un niño que se sale con la suya. Y una sonrisa perezosa y cínica se asomó al balcón de los labios del cura, una sonrisilla que me produjo náuseas. Cuando llegué al salón, ya estaba el inspector con la mano en el pomo de la puerta dispuesto a abrirla para marcharse. Le hice un gesto con la cabeza, Espere un segundo, Álvarez. Y me detuve en medio de la sala. Se hizo un silencio molesto. El policía se impacientaba. Yo observé el plato con el resto de galletas, cuidadosamente ordenadas como si nos hubieran estado esperando toda la mañana. Observé la decoración de la sala de estar. Me acordé de mi primera visita a Ortigosa, un hombre peripuesto y refinado hasta el extremo de no parecer sacerdote. Algo se nos había pasado por alto.

Me volví y me enfrenté con Alonso, al que se le había borrado la sonrisa y me observaba, ahora sí, sorprendido de veras. El cura volvía a sudar, a respirar entrecortadamente. Me la jugué a ver qué ocurría, Y ahora, padre, dejémonos de coña y enséñenos de una vez por todas el cuarto de Ortigosa. Y ocurrió que Alonso se ruborizó hasta las cejas, ¿Qué… qué está diciendo? Y yo, mosca cojonera hasta el final, Digo que si la celda que acabamos de ver es la del mantenedor de un Museo de Arte yo soy el Obispo de la Diócesis, y me calienta que traten de tomarme el pelo.

Tuve que detener a un Álvarez encolerizado, que ya estaba a pique de saltar al cuello seboso del padrecito, Me cago en su estampa, coño; yo me lo llevo a la comisaría y le aplico electrodos en los huevos hasta que se le salten los ojos a este cabrón; suéltame, Ricardo, suéltame ya, joder. El padre Alonso, tembloroso ante el arranque de cólera del policía, fue a esconderse detrás del mueble del televisor, comenzó a sollozar y señaló con su dedo flácido y tembloso al lado derecho del pasillo, a la auténtica habitación de Jorge Ortigosa.

De camino al Museo Diocesano (fuimos a pie para estirar las piernas y las ideas), ya no notábamos el calor de septiembre. Nos sentíamos eufóricos, nerviosos ante lo que habíamos descubierto. Anduvimos habladores. Nos intercambiamos elogios igual que dos niños después de un partido victorioso: a él le habían parecido soberbios mis reflejos; a mí, magnífica su interpretación de poli malo. Ambos sabíamos que ni los unos ni la otra tenían demasiado mérito: a mí no me cuadraba una habitación tan sobria (tan de mal gusto con esa manta gris y ese flexo descolorido) para un hombre que vivía entre obras de arte; él estaba de verdad cabreado cuando comprendió la artimaña del cura fofo. Los dos nos sentimos aliviados: él no quiso pensar qué hubiera ocurrido de no haber reparado yo en el engaño; yo no quise imaginar lo que hubiera pasado si no lo detengo antes de llegar al padre Alonso, con el balcón abierto tan a mano.

La alcoba de Ortigosa se parecía tanto a la otra como un huevo a una castaña. Era luminosa, con dos ventanales que daban a dos calles y sin persianas (una leve cortina color beis invitaba a la luz a pasearse por el cuarto). Las sábanas de seda color marfil, sin rastro de mantas ni edredones para protegerse de un frío que no llegaría hasta bien entrado noviembre. La ropa del armario rayaba la impudicia en un hombre que se presumía comprometido con el voto de pobreza: pantalones hechos a medida; chaquetas de paño moderno; camisas italianas; un juego de corbatas, todas ellas en tonos azulados y malvas; calzoncillos de punto de Armani y Hugo Boss; zapatos de trescientos euros. Pude fijarme en un par de tirantes y en media docena de pañuelos de seda. Para rematar la faena, en un pequeño arcón de piedra y porcelana encontramos tres pares de gemelos de oro blanco y dos pasadores de corbata que relucían como dos espejos diminutos.

Álvarez lanzó al aire un silbido y un Joder de los suyos, un Joder alargado y juguetón que se quedó ondeando en la alcoba como una cometa de pergamino. Miró con la sonrisa ladeada al padre Alonso, Me da que me equivoqué de profesión; mi madre siempre quiso que me metiese a cura; debí hacerle más caso. Abel Alonso agachó la cabeza avergonzado y aguantó en silencio, como pudo, las pullas merecidas del inspector.

El espejo era considerablemente más ancho que el del otro cuarto. Qué menos. Alguien que se vestía con los ropajes de aquel armario debía de emplear mucho tiempo en contemplarse a sí mismo. El mantenedor tendría que haberse llamado Narciso y no Jorge. El escritorio era algo más pequeño, con la base metálica y el tablero de cristal esmerilado. La lámpara surgía del suelo, igual que un rododendro que dejara posar su luz encima de un cartapacio de cuero negro con las iniciales O. J. bordadas en oro y un abrecartas con la empuñadura de marfil. Busqué con la mirada un ordenador pero no lo hallé. Ortigosa usaría, como Quesada, un portátil y estaría en el Museo a buen recaudo de miradas fisgonas.

Debajo de la cama no había más que unas pantuflas moradas. Sobre el respaldo de la silla (el único mueble discreto de aquel aposento) descansaba un batín del color de las pantuflas. Al otro lado de la alcoba, una cómoda de madera envejecida con un travesaño en forma de pantocrátor y tres cajones largos. Los dos primeros estaban abiertos y, en ellos, Ortigosa guardaba legajos, recortes de periódicos que hablaban del Museo, un par de placas en las que su nombre aparecía grabado en agradecimiento a su labor de adalid del arte y la cultura y una caja con fotografías del cura con políticos, artistas y hombres de empresa. Me extrañó que Ortigosa hubiera vencido su propio engreimiento y no hubiera diseminado todos esos trofeos por la casa.

El tercer cajón se hallaba cerrado con llave. Intenté abrirlo a base de fuerza pero no cedió. Álvarez y yo nos miramos. Calibramos a cuál de los dos le haría menos daño una querella por allanamiento de morada. Y decidimos sin palabras que a la mosca cojonera. Al inspector, pues, le tocaba el papel de encubridor. Se acercó hasta la puerta del cuarto y se plantó delante de Abel Alonso, que continuaba en trance, asustado, calculando lo que podía ocurrirle si la policía lo creía cómplice de los tejemanejes de su compañero de piso. Álvarez jugó a tranquilizarlo. Sabía que el cura nada tenía que ver con aquello, que su estilo de vida en comparación con la de Ortigosa constituía la mejor prueba de inocencia, que no estaba obligado a ser el guardián de su hermano. Lo dijo todo con una voz solemne, rotunda, cadenciosa. Lo suficiente para apagar el estallido de una cerradura que se descascarilla por efecto de un abrecartas con empuñadura de marfil.

En el tercer cajón se ocultaba un tesoro: dos lienzos enrollados en papel de estraza y un pequeño óleo en forma de plato sopero que reflejaba la Última Cena. Mis conocimientos de arte dejan bastante que desear pero nadie (y menos un entendido como Ortigosa) se molesta en esconder bagatelas bajo siete llaves. Aquéllas tenían que ser piezas originales con las que el hombre esperaba hacer negocio. Y entonces comprendí su celo en mantener los trofeos ocultos: necesitaba una tapadera, y el alzacuello y la sotana han resultado siempre la mejor de todas. Mientras el mundo entero lo creyera un pobre cura, Ortigosa nada tenía que temer. Dejé todo donde estaba, una cosa es allanamiento y otra robo. Volví a cerrar el cajón. Coloqué el abrecartas en su sitio. Y fui en busca de Álvarez, que ya se había llevado al padrecito al salón a que le diera el aire. Salimos de la casa sin que a Abel Alonso le hubiera vuelto el color a la cara.

La estrategia nos había funcionado tan bien que decidimos repetirla en el Museo: Álvarez se encargaría de tomar la palabra, de darle relumbrón a nuestra presencia allí, de intimidar a un guardia de seguridad deseoso de complacer a la policía y a una secretaria pipiola que no sabía dónde poner las manos cuando hablaba. Mi trabajo consistiría en no perder detalle y en escabullirme en cuanto tuviera ocasión hacia el despacho del mantenedor. El inspector anuló al guarda, un gigante de músculos congestionados y sonrisa bobalicona, con una estratagema, de tan infantil, ingeniosa: le informó de que en breve llegaría un coche patrulla a respaldarlo, con lo que el guarda se pasó el resto de nuestra visita intranquilo, mirando la hora, recorriendo Espíritu Santo arriba y abajo a pesar de ser una calle peatonal.

Con la secretaria tuvo que emplearse más a fondo, no porque la muchacha pusiera serias trabas sino porque era un mar de dudas y sus titubeos amenazaban con echarlo todo a perder. Se la llevó a la Biblioteca, al otro lado del Patio de los Naranjos, con el pretexto peregrino de andar detrás de un libro robado nada menos que de la Biblioteca Nacional; alguien había denunciado haberlo visto allí, en el Museo Diocesano, y Álvarez debía comprobarlo. La secretaria se removió, indecisa, con las manos danzando alrededor del cuerpo de una forma espasmódica, Pero, pero, pero a mí nadie me ha avisado de esto; yo no sé si estoy facultada para abrirle la sala. El inspector la serenó con una voz apaciguadora, Tranquila, mujer, claro que está facultada, ni que le estuviera pidiendo que me abriera la caja de caudales; esto es algo que hacemos todos los días; seguramente se tratará de una falsa alarma; haremos una cosa: llame usted a su jefe que está al tanto del registro y él se lo confirmará. Bravo por Álvarez. Por supuesto, el teléfono de Ortigosa estaba fuera de juego pero la muchachilla no se atrevió a poner en duda las palabras de un policía con la edad y el aplomo de mi amigo.

Antes de cruzar el patio escuché la contraseña que el inspector me facilitaba de modo interpuesto. Le dijo en voz alta a la secretaria que sólo la importunaría quince minutos; si en ese tiempo no encontraban nada, daría el registro por concluido e informaría al padre Ortigosa de la eficiencia y la cortesía de su equipo. Quince minutos tan sólo. Era el tiempo del que yo disponía para encontrar algún documento que ligara al cura egipcio con el contrabando de obras de arte.

Si los perros acaban pareciéndose a sus amos, los despachos también son una encarnación de quienes los ocupan. El de Ortigosa era igual de atrevido y pretencioso que él, un pequeño museo dentro de otro más grande. Allí el sacerdote no necesitaba ocultar su verdadera personalidad. La estancia, con las contraventanas cerradas, parecía un horno crematorio de caliente. Estaba atiborrada de cuadros, figurillas, fotografías exaltadoras (las dos más relevantes eran una con el Rey y otra con el presidente Aznar), muebles suntuosos. Hasta el ordenador era de puro diseño: una pantalla inmensa que ocupaba media mesa y un teclado de cristal con las teclas en blanco. No albergaba esperanzas de poder acceder a la información. Y así ocurrió: era precisa una clave y no disponía ni de tiempo ni de aptitudes para adivinarla. Probé al azar Diocesano. Y luego Inmaculada. El sistema las rechazó las dos. Yo volví a apagar el aparato para concentrarme en los expedientes que anidaban en el escritorio.

Hallé cartas personales y de trabajo, albaranes, facturas que precisaban la firma de Ortigosa. Lo normal. No logré reconocer ni nombres ni operaciones. Me resultaban todas anodinas, montones de papeles que crían polvo en la mesa del director de un Museo. Debía aislar las piezas de aquel puzle, localizar lo que desentonaba en una sinfonía tan pulcra. Había carpetas ordenadas por colores y fichas dispuestas en un archivador. Miré el reloj. Aún me quedaban ocho minutos antes de que regresaran Álvarez y la muchacha de la Biblioteca. Si no lograba mi propósito, el inspector tendría que conseguir una orden de registro de verdad y requisarle el ordenador al director del Museo. Pero, en cuanto el egipcio se enterara de nuestra visita, y eso iba a misa, le iba a faltar tiempo para regresar a su despacho y borrar todas las huellas que lo incriminaran.

Jorge Ortigosa, en cualquier caso, aparentaba ser el hombre más ordenado del universo. Daban asco la limpieza, la compostura, la organización de su escritorio. Parecía que lo hubieran colocado todo así para una sesión fotográfica. Le eché un vistazo a las fichas archivadas en un cajetín con la base de plástico y la cubierta de cristal. Eran de esas de cartulina, simples, con una raya azul oscura en la parte superior y el resto blancas. Las hice bailar con el dedo, como si estuviera jugando con las cartas de una baraja, por si el oleaje revelaba algún código cifrado. Una, dos, tres veces. Las fichas hicieron un repique de tambor. Luego silencio. Se contaban en orden alfabético. En «Miranda, J. de», venían anotados a pluma estilográfica, con una letra pulida y redonda, los títulos de sus cuadros, las fechas (algunas, ciertas; otras, aproximadas) en que fueron pintados y el lugar donde se hallaban en la actualidad. Cuando el lugar era el Museo Diocesano, Ortigosa lo escribía en mayúsculas para marcar territorio. De haber sido un oso pardo, el tipo hubiera impregnado las hojas con su olor. Estaban las mismas obras que el cura había mencionado cuando le hablé de Nuestra Señora de la Luna. Todas menos Nuestra Señora de la Luna.

El calor empezaba a ser insoportable. No podía abrir una ventana y me estaba asando en aquella parrilla. Las siguientes fichas aludían a Morales, R., un marchante de arte de Sevilla; a Neville, S., propietario de una sala de exposiciones en The Mall, Londres; a Nicosia, F., un galerista de Nápoles. Eso significaba que en el fichero no sólo venían registrados los pintores, sino cualquiera que estuviese relacionado con el negocio. Miré el reloj. Una gota de sudor de mi frente cayó en el cuatro. Me quedaban dos minutos. Agucé el oído en dirección al tragaluz que daba al Patio de los Naranjos. Sólo se percibía una bulla ebria de pájaros. Hice una última comprobación a la desesperada. Bringas, A., aparecía como distribuidor (carajo, al asturiano ya no le cabían más oficios) y Mesa, D., como agente artística, un trabajo curioso para una misionera. Imaginé a la mujer que había conocido esa mañana, traficando con figuras africanas de la fertilidad. Y estuve a un tris de soltar una carcajada.

Me sequé el sudor de la frente con la mano. En ambas fichas había distintas direcciones de contacto, referencias a visitas anteriores (en el caso de Dolores Mesa), un pago en efectivo de veinticinco mil euros (en el caso de Bringas) y siglas en cada una de ellas que no logré desentrañar. En apariencia, no existía vínculo alguno entre el asturiano y la gobernanta del convento. Desencantado, fui a dejar la de la misionera en su lugar y se me resbaló entre los dedos pegajosos. La ficha tropezó en la base de la lámpara y se volvió del reverso. En la esquina inferior derecha aparecieron, subrayados en un recuadro, un número de móvil y una inicial: O. Nada tenía que perder. Me sequé la mano en el pantalón, volví al archivador, cogí otra vez la tarjeta de Bringas, le di la vuelta y allí estaban: la misma anotación, el mismo número, la misma letra O.

Aborrezco las puñeteras iniciales. Me producen una acidez bárbara. Detrás de ellas siempre hay alguien que, al final, le coge gusto a disparar sobre mí o a echarme el coche encima o a empujarme por una ventana. Aquella O. no podía ser de Ortigosa salvo que el cura estuviera empezando a padecer de alzhéimer y necesitara apuntar su propio teléfono. Tenía que referirse, entonces, a otra persona: un intermediario o una mediadora que le hubiera presentado a Mesa y a Bringas al director del Museo. Óscar, Ofelia, Olmedo, Oliveira. Vaya usted a saber si era varón o hembra, nombre o apellido. Por lo pronto, grabé el número en mi móvil, cerré el fichero y salí del despacho con el tiempo de ver cruzar el patio a Álvarez y a la secretaria.

La muchacha parecía relajada, casi divertida con una anécdota que le venía contando mi amigo acerca de otra vez en la que tampoco se había podido encontrar un objeto supuestamente robado: un diamante muy valioso, del tamaño de una nuez. Al final, se había tratado de un ajuste de cuentas: el denunciante se la tenía jurada al denunciado (un ataque de cuernos en toda regla) y quiso inculparlo en un feo asunto de contrabando de piedras preciosas. Para la policía, en suma, la mentira era el pan nuestro de cada día.

Los recibí sentado en un banquito, simulando leer con interés el catálogo del Museo. La secretaria se sentía tan aliviada de que, en efecto, todo hubiese sido una falsa alarma que no reparó ni en mi lamentable estado (estalactitas de sudor me caían de la barbilla al cuello) ni en el guiño que nos cruzamos el inspector y yo. A sus ojos todo estaba en orden y allí paz y en el cielo gloria. Afuera, el guardia seguía esperando por los colaboradores de Álvarez. La decepción le nubló la mirada simplona cuando supo que ya no vendrían. Para confortar su ánimo, el inspector le pidió el número de la licencia. Tenía la intención de nombrarlo en el informe que debía entregar a sus superiores. Entonces, la sonrisa bobalicona del grandullón se convirtió en farola que nos iluminó Espíritu Santo abajo hasta Reyes Católicos.

Me habían puesto una multa. A algún aburrido municipal le había dado por darse pisto delante de los vecinos. El pistolero más rápido del Oeste. Maldije en voz alta. Fui a coger el comprobante pero Álvarez se me adelantó. Sin siquiera mirarlo, se lo guardó en el bolsillo y me animó a que le abriera la puerta y no me hiciera mala sangre con lo de la multa. Una vez sentados en el coche, mi amigo quiso saber lo que había descubierto. Le conté en qué había empleado el cuarto de hora que me dejó de margen. Sobre todo en sudar, carajo. Le hablé del ordenador encriptado. Le recomendé que apostara a alguien día y noche en el Museo, o yo no conocía mi oficio u Ortigosa regresaría a limpiar su despacho en cuanto supiera que habíamos estado allí. Nada dije, sin embargo, de las fichas de Bringas y de Mesa. Me debía ante todo a mi cliente y no quería que una llamada a deshora precipitara los acontecimientos. El tal O. podía verse acorralado y cometer el disparate de cargarse a alguien más. Preferí investigarlo primero por mi cuenta y, si la cosa me sobrepasaba, llamar a Álvarez para que interviniera. Era un privilegio, acaso el único, de las moscas cojoneras.

Tocaba separarnos allí. Al inspector le aguardaba la enojosa tarea de convencer a un juez de que firmase no una sino dos órdenes de registro: la primera para verificar si en el jardín de un convento sólo había rosas plantadas; la segunda para intervenir un ordenador del Museo Diocesano. Yo debía darle cuentas a Elsa Iglesias sobre los avances de la investigación. Si me hubieran preguntado a quién le tocaba bailar con la más fea me hubiesen puesto en un aprieto. Para mí que bailábamos con hermanas gemelas: él iba a jurarle a su Señoría, para apuntalar la urgencia de las órdenes, que Pablo Quesada y el peregrino estaban muertos; yo, a persuadir a una madre de que la esperanza es lo último que se pierde. Uno solo diría la verdad aquel martes. Gemelas sí. Pero, si Álvarez se equivocaba, no más se arriesgaría a un tirón de orejas. Si me equivocaba yo, tendría que vivir con aquella amargura el resto de mi vida. Qué lejos estaba yo de imaginar que el resto de mi vida se iba a ir a la mierda aun antes de encontrarme con Elsa Iglesias.

La llamada me pilló de camino a casa de Quesada. No reconocí el número y, ante la perspectiva de tener que responder a una encuesta de satisfacción de Telefónica, lo dejé sonar hasta que se aburrieran. Pero quien llamaba no estaba interesado en encuestarme y sí tenía más motivos que yo para ser terco. Volvió a sonar el móvil. Y supe que tenía que cogerlo.

Colacho se había desvanecido en el salón. Gloria estaba acabando de recoger su alcoba cuando sintió un golpe seco y una barahúnda de cristales desmigajándose. Creyó que a mi abuelo se le había caído el plato de almendras que acababa de ponerle en la mesita, al lado de su sofá orejero. Llegó con el cepillo y la pala dispuesta a echarle un rapapolvo cariñoso al viejo. Y se le heló la sangre.

En su caída había roto la cristalera de la alacena. Intentó reanimarlo pero no reaccionaba. Colacho Arteaga, los ojos entreabiertos y la respiración en un hilo, se debatía entre cruzar la barra o quedarse conmigo y cumplir su promesa de llegar a los cien años. Para Gloria (eso no lo dijo pero se lo noté en la voz), yo lo tenía crudo. Me contó todo entre lágrimas, en un hipo continuo y machacón, sin consuelo. Hablaba desde la Clínica Santa Catalina, adonde la ambulancia los había llevado. No podía precisar más: porque se ahogaba y porque nada más sabía. Habían conducido al viejo a una sala de urgencias, con un médico y dos enfermeras dando voces detrás de la camilla. Se perdieron por un pasillo hondo, con ese olor tan gris de los hospitales y una lámpara grande como un sol en el cielo del techo.

Cuando llegué, la cosa seguía igual. Nadie me daba cuenta del estado del viejo. Oí la palabra Embolia. Al parecer, Colacho había perdido sensibilidad en el lado izquierdo y la vista se le había nublado. La recepcionista me preguntó por la edad de mi abuelo, Gloria no había sido muy precisa en ese aspecto. Cuando respondí, la mujer hizo un gesto nada sutil: abombó los mofletes y lanzó un resoplido que amenazó con quedarse a vivir en la garita de la recepción. Aquello venía a decir en lenguaje de signos que ya me podía ir dando por jodido.

Me senté junto a Gloria en la sala de espera. Apenas hablamos, qué íbamos a decirnos. A ella se le había pasado el hipo pero el susto aún tardaría mucho tiempo en abandonarla. A los diez minutos contempló el reloj de la pared, un círculo dorado sobre fondo verde. Me miró suplicante. Le expliqué que lo entendía, que no se preocupara, que regresara a casa o a donde tuviera que ir, que yo me quedaría, que la llamaría en cuanto se supiera algo. La vi levantarse, coger su bolso, arreglarse la blusa blanca de botones de nácar, salir de la sala con la mirada ausente y triste.

Si alguna vez me sentí impotente en mi vida, no se pareció ni de lejos a aquella lenta espera. Debía de tener cara de espanto porque todos allí me miraban con lástima. Una señora que aguardaba su turno con una radiografía sobre el regazo suspiró y dijo algo sobre confiar en Dios. Le sonreí con esfuerzo, no apostaba yo mucho por una intervención divina. Un niño de tres o cuatro años se acercó, tal vez espoleado por su madre, a enseñarme el dibujo que estaba pintando: un garabato extraño en rojo y azul que parecía una ballena sonriente. Le atusé el pelo. Le dije Qué bonito; estás hecho todo un artista tú. El chiquillo regresó con la mamá, orgulloso y feliz.

La señora de la radiografía se fue. La madre y el niño se fueron. Un motorista con un pie escayolado llegó y se fue también. La puerta del purgatorio por la que se habían llevado a mi abuelo permanecía cerrada. Llamé a Inés pero no me respondió. Llamé a mi socio, que estaba en medio de una reunión importante. Su voz sonaba gruesa, como si me estuviese hablando desde dentro de un armario. A duras penas le entendí lo que dijo. Rellenando los silencios que la transmisión provocaba creí reconocer que vendría en cuanto le fuera posible, que llamaría a Concha para avisarla, que por nada del mundo desesperara. Pero ya era tarde para ese consejo.

Siguieron entrando y saliendo pacientes fatigados, lánguidos: un marroquí con una aparatosa venda en la cabeza; una anciana en silla de ruedas; un soldado de marinería con el cuerpo lleno de tatuajes; una mujer embarazadísima. Ninguno se quedaba más de diez minutos. Desde una puerta, al fondo de la sala, un celador gritaba sus nombres y ellos acudían a la llamada, como hipnotizados por la flauta de Hamelín. Nadie gritó mi nombre. Pensé que eso era bueno: significaba que estarían tratando de reanimar a Colacho. Pensé que eso era malo: su cuerpo no soportaría tanta reanimación. Pensé que daba igual: yo no podía evitarle el sufrimiento. Y otra vez la impotencia y el miedo y la orfandad.

Me estaba preguntando lo que daría por ver una cara conocida cuando, anunciada por un taconeo firme y cadencioso, apareció Beatriz. No la reconocí en un primer momento. Llevaba una blusa malva, unos vaqueros y unos zapatos altos de color marrón. Sólo cuando sonrió (la sonrisa se balanceó en su cara como si le diese apuro alegrarse en aquellas circunstancias) supe que era ella. Me levanté. Sentí cómo los ojos volvían a traicionarme. Hice un esfuerzo desesperado para detener las lágrimas pero una se me rebeló y fue bajando por mi mejilla hasta alcanzar mi boca, dejándome un regusto salado de tristeza.

Beatriz, con dos dedos, me limpió el estropicio. Me acarició la mejilla humillada. Me besó como haría una madre, sólo le faltó el Sana, sana, culito de rana. Me dio un abrazo largo, cálido, que duró una dulce eternidad. Se separó de mí. Me miró con ternura. Y volvió a besarme como haría una amiga. Y luego como haría una mujer. Sabía a chicle de menta, Beatriz. Sólo mi estado de desesperación podía explicar aquel sentimiento, aquella emoción que me había nacido tan de repente. Apenas la conocía, nada sabía de ella. Sin embargo, en aquellos momentos me hubiera rendido a Beatriz sin condiciones.

Ocurrió que la había llamado Concha hacía media hora. Y, como los martes tocaba pelearse con los bancos, aprovechó para acercarse a verme. No podía quedarse mucho. Tenía que recoger a los niños del colegio. ¿Tan pronto?

—¿Qué hora te crees que es?

—Si te digo, te miento. Llevo desde que llegué aquí mirando ese reloj para saber cuánto lleva mi abuelo dentro pero no sabría decirte la hora exacta.

—Claro. Pues son las cuatro y cuarto. Los niños salen a las cinco y media. ¿Has comido?

—Medio bocadillo en el desayuno y un par de galletas al mediodía.

—Así tienes esa cara de alma en pena, chico. Vamos. Aquí cerca hay un bar que sirve menús.

—No tengo hambre: además prefiero no moverme de aquí por si me necesitan.

—¿A ti? ¿Quién va a necesitar a un famélico? Tu abuelo está en buenas manos y no lo ayudas en nada mordiéndote las penas en una sala de espera.

—Pero…

—Ni pero ni San Pero. Les dejas a los celadores un número donde localizarte y ellos te llamarán si surge algo. Hazme caso que yo de esto sé bastante. La anterior farmacia la tenía frente a una clínica y conozco las costumbres.

Tan embobado estaba con todo aquello que estuvo a punto de atropellarme una moto. El motorista gritó algo desde dentro del casco, algo que preferí no entender, y siguió su camino. Beatriz se colocó a mi lado, puso su mano en mi codo y no se despegó hasta llegar a la cafetería.

No era hora ya de menú. Si queríamos, nos podían ofrecer alguna de las tapas que había en el mostrador. Eso o un bocadillo de lomo, atún o jamón serrano. Mi amiga pidió un café y un pedazo de tarta de queso con arándanos. Yo opté por una tapa de tortilla y una cerveza. En la mesa de al lado, dos enfermeras jóvenes hablaban de un viaje a Portugal que pensaban realizar en octubre. La más alta de ellas le mostraba a la otra una guía de Lisboa que había comprado el sábado anterior. Llevaba anotados todos los sitios que valía la pena visitar. Su compañera leyó las anotaciones en un portugués que daba pena. Las carcajadas inundaron el garito.

Beatriz se acordó de algo, echó mano a su bolso y se sacó un milagro en forma de entradas para un concierto. La buena de Concha le había hablado de mi afición al jazz y el jueves de la semana siguiente, el veintitrés de septiembre, venía al Auditorio un bajista fuera de serie: Marcus Miller. Y ella había pensado invitarme a escucharlo. Sí. Beatriz no entendía por qué la miraba yo así. ¿No podía invitar a quien quisiera a un concierto de jazz? Claro que podía. Lo que yo no comprendía era por qué, entre tanta gente divertida que a ciencia cierta debía de conocer, me había elegido precisamente a mí: una mosca cojonera y, encima, deprimida. Beatriz volvió a su tarta de queso con fingido desdén. Porque me da la gana; porque la otra noche disfruté como hacía tiempo no disfrutaba; porque los jueves los niños se quedan con mis padres; ¿necesitas más razones?

No. Con tres eran más que suficientes. De hecho, con la primera hubiera bastado para saciar mi torpe curiosidad. En esos momentos no sabía yo qué iba a ser de mi vida el jueves de la semana siguiente pero, si las cosas no empeoraban demasiado, sería una delicia (Beatriz se relamía con su tarta y no hallé mejor manera de calificar la cita) acompañarla al Auditorio. La farmacéutica sonrió, está vez sin vergüenza. Señaló mi plato. Me exhortó a comer: la tortilla se me estaba enfriando y una tortilla fría sabe a diablos. Yo tenía tanta sed que me bebí la cerveza de un trago. Le hice una seña al camarero para que me trajera otra. Beatriz arrugó el ceño. La tranquilicé: no iba a darme a la bebida, simplemente me apetecía algo más fuerte que el agua.

La segunda cerveza, de cualquier modo, no llegué a acabarla. El flautista de Hamelín me informó de que el doctor Millán quería hablar conmigo. Beatriz pagó la cuenta. Me miró por si me iba a poner gallito con lo de que las mujeres no pagan. Le sonreí, ninguna objeción a eso. Nos despedimos en la puerta de la clínica. Quedamos en hablar por la noche cuando todo se hubiera calmado. Volvió a besarme como una mujer. Ahora sabía a café y el beso me supo muchísimo mejor que el primero.

El doctor Millán era un tipo grande y rubio, con gafas de montura fina, piel bronceada (deduje que acababa de llegar de vacaciones) y aire solemne. Intentaba esconder la incipiente barriga subiéndose el pantalón a cada rato. Me condujo a una oficina pequeña, con una mesa, un par de sillas y una camilla sobre la que rodaba una interminable sábana de papel desechable. Encima de un aparador había una colección de medicinas: frasquitos de cristal con suero, gasas, agujas hipodérmicas y vendas. Millán se sentó al otro lado de la mesa y señaló con su mano bruñida la silla libre. Abrió una carpeta y revisó una cuartilla con el membrete azul y verde de la clínica. Escribió algo al final y garabateó una firma. Luego dejó caer las gafas, que quedaron suspendidas en el aire merced a un cordón apenas visible que llevaba al cuello. Pretendía asegurarse de que yo era el familiar más cercano de don Nicolás Arteaga. Le expliqué que el más cercano no. El único. El médico asintió, Entiendo; su abuelo duerme ahora, pero tengo que decirle que su situación es extremadamente delicada; aunque es un hombre fuerte, no deja de tener noventa años.

—Noventa y cuatro, sí.

—Pues ésa es mucha edad. Antes que nada quiero que entienda que el tratamiento que podemos darle es paliativo, no curativo. ¿Sabe a qué me refiero?

—Creo que sí. Que a mejor no puede ir pero, al menos, intentarán que no sufra más de lo necesario.

—Yo no lo hubiera explicado mejor.

—Gracias, doctor. Me preocupa sólo una cosa. No quiero que esto se convierta en una agonía tal que me haga desear al final verlo muerto. Cuando ya no haya nada más que hacer, prométame que dejará que la naturaleza siga su curso.

—Me parece que usted y yo nos vamos a entender de maravilla.

Agradecí en el alma que no le hicieran compartir habitación con nadie. Ya era bastante duro tener las emociones sublevadas como para, encima, andar dando la nota delante de extraños. Cuando entré, conteniendo la respiración, mi abuelo dormía plácidamente. Una máquina, en la cabecera de la cama, iba marcando el paso de su corazón como un metrónomo de pianista novato. Una bolsa destilaba lentamente un suero viscoso hacia la vena de su muñeca. Colacho no tenía color pero su rostro macilento permanecía sereno. El cuarto estaba en penumbras para que el calor de la tarde no lo saqueara todo. La enfermera de turno (una de las muchachas que planeaban el viaje a Lisboa, la más bajita, la del portugués atrabancado) entró detrás de mí y me fue explicando cómo funcionaba la cosa.

La única norma allí era el silencio. Como era pariente, no había horario: podía permanecer con mi abuelo todo el tiempo que quisiera. Sólo tenía que recordar que estaba en una clínica. Abajo, en recepción, podría conseguir las fichas para el televisor pero no debía ponerlo a más de diecisiete de volumen. Sí. Bromeó la mujer, Diecisiete; hágase cuenta de que es menor de edad. Si la necesitaba, sólo tenía que pulsar el interruptor que había en la cabecera de la cama. Por lo demás, no debía preocuparme. El aparato que marcaba el ritmo cardíaco estaba conectado con la garita de las enfermeras: en caso de que algo fallara, estarían allí en medio minuto. El aire acondicionado se regulaba desde otra clavija, detrás de la puerta. Me recomendó paciencia y buenos alimentos, lo que significaba que tendría que traerme la comida de casa. Se rio de su chiste. Sin duda, lo habría contado cien veces para animar a tipos como yo, para hacernos menos penosa la tarea de cuidar de un abuelo, una madre, un hijo. Salió de la habitación tarareando una canción melosa.

Afuera, en la calle, podía oírse el rumor de los coches y las conversaciones. Cerré la ventana y la única regla de aquel lugar, el silencio, se cernió sobre el cuarto como un manto negro. Fui a lavarme las manos y la cara. El baño olía a desinfectante. Regresé junto a mi abuelo. Me senté en el sillón, al lado de su cama. Entrecerré los ojos para aclimatarlos a la penumbra. Y en algún momento de la tarde me debí de quedar dormido.

Me despertó la puerta al abrirse. No sabía dónde estaba. Me dolían los riñones del maldito sillón. La oscuridad acabó de confundirme. Miguel y Concha aparecieron con una caja de bombones y un pote con caldo de puchero. Es posible que los hombres sean mejores marinos pero las mujeres se manejan mejor en las tormentas. Años de adiestramiento, de cultura matriarcal se pusieron en marcha en aquella habitación: Concha no había dejado el caldo encima de la mesa cuando ya se hizo cargo de la intendencia. Se acercó a Colacho. Le tomó la temperatura de la frente. Le alisó las sábanas para que ninguna arruga pudiese turbar su descanso. Le colocó una manta por los pies, Caramba, Ricardo, aquí hace un frío de muerte; bájame el aire acondicionado que este hombre se me congela, cóntrale.

Miguel me lanzó un guiño divertido. Imitó con los gestos el discurso de Concha. Sacó la lengua y agrandó los ojos. Ya estaba acostumbrado a los arranques de su mujer cuando de organizar se trataba. Ella se acercó a mí y me ofreció un mimo. Me acarició el pecho con suavidad, ¿Tú cómo estás?; agobiado, seguro; tienes una cara de susto que no puedes con ella, pobre; ¿has comido?

Tanta mujer empeñada en que comiera me deprimió aún más. Yo no tenía hambre pero necesitaba ir a orinar, demasiada cerveza. Cuando salí del baño, Miguel y Concha discutían en voz baja sobre algo. Se les notaba la inquietud a varias leguas y creí saber de dónde les venía aquella turbación: desconfiaban de la sanidad pública. La convalecencia de Colacho podía durar meses y, tal vez, convendría trasladarlo a una clínica privada donde lo trataran con más esmero. Tenían un amigo que podía buscarle acomodo al viejo en una de las mejores.

Les quité la idea de la cabeza antes de que les llegara a la lengua. Ni hablar. No era una cuestión de dinero sino de convicciones. Mi abuelo era un hombre sencillo. Su padre vendía encurtidos y grano en el corazón de La Isleta. Él era calafate. Se había pasado la vida entre marineros y estibadores del puerto. No hubiera visto con buenos ojos pasar sus últimos días en un hospital para ricos. Les agradecía la preocupación, pero en Santa Catalina estábamos bien. El doctor Millán y las enfermeras me inspiraban confianza. El seguro de Colacho cubriría los cuidados paliativos. Sí. Paliativos. La palabra de moda. La edad no tiene cura y el viejo no soportaría un traslado a otra clínica. Concha hizo amago de replicar pero no la dejé. Si hubiera tenido la más mínima convicción de que en un hospital privado podían curar a Colacho, no habría dudado en vender mi casa con todo lo que tiene dentro y en mudarme a una pensión. Pero el diagnóstico no ofrecía dudas: se trataba de no hacerlo sufrir, no de salvarlo de nada. Por otra parte, yo sentía que Colacho no quería que lo salvaran: había iniciado un viaje del que ya no se vuelve.

La puerta de la habitación se abrió dejando paso a la enfermera pequeñita y cantarina. Nos miró uno a uno. Saludó a Miguel y a Concha. Y se puso manos a la obra con su paciente. Le cambió, con desenvoltura, la bolsa de suero vacía por otra nueva. Le tomó el pulso, sin novedad en el frente. Luego hizo algo que nos conmovió a todos, a mí más que a ninguno: con sus dedos blancos le ordenó el cabello a Colacho como hubiera hecho una hija. Después me miró, me sonrió y volvió a recomendarme paciencia. Las embolias tardan en evolucionar. Le hubiera preguntado hacia dónde se suponía que evolucionaban en un hombre de noventa y cuatro años pero no quise deshonrar el gesto que acababa de tener con el viejo. La muchacha salió de la habitación, esta vez en silencio.

Concha no había dejado en ningún momento de observar a la enfermera. La noté satisfecha, si no despreocupada ya. Se levantó de la silla, abrió el bolso y sacó un libro, En defensa de la felicidad, las reflexiones de un monje budista, Ahora yo me quedo un rato con él; váyanse ustedes a tomar un café que sobre todo tú, Ricardo, lo vas a necesitar.

Si el caso de Pablo Quesada o del peregrino de Tafira o de la Virgen de la Luna (ya no sabía dónde estaban las fronteras de aquellas desapariciones) hubiera sido una película policíaca, me hubiera perdido la parte más entretenida. La primera noche que me quedé con mi abuelo en Santa Catalina ocurrieron tantas cosas a la vez que cualquiera diría que habían soltado a los perros de la guerra. El resultado: tres personas se la pasaron en la sala de interrogatorios.

El primero en caer fue Jorge Ortigosa que, tal y como sospechábamos, apareció por el Diocesano no más anochecer. Dos policías de paisano se acercaron por detrás y, luego de enseñarle sus credenciales, lo conminaron a que los dejara pasar a su despacho. El que llevaba la voz cantante le mostró también una orden judicial según la cual estaban autorizados a llevarse su ordenador. El cura protestó a medias: según el agente que lo detuvo, Ortigosa amenazó con dar parte a sus superiores y, cuando le informaron de que estaba en su perfecto derecho, faltaría más, el tipo reculó y se encerró tras un silencio asustadizo. Mucho arroz para tan poco pollo.

A las otras dos personas las encontraron juntas. No se especificó nunca quién había convocado a quién ni para qué se habían dado cita, pero compartieron mesa y mantel esa noche en un restaurante pequeño y reservado de Triana: La Alquitara. Álvarez y Castillo venían siguiendo a Alejandro Bringas desde el Hotel Fataga. Lo vieron entrar en el restaurante y se sentaron a esperar en la barra de un bar que estaba al lado, desde donde podían controlar la puerta. A los pocos minutos, el inspector creyó reconocer a la mujer que descendía de un taxi en la esquina y comenzaba a bajar la Calle Domingo J. Navarro. En un principio le costó creerlo. Abrió los ojos de un modo exagerado y se acarició la barbilla. Era la gobernanta de las Ursulinas, Dolores Mesa, con un vestido azul y una rebeca blanca, el pelo recogido con una traba en forma de amapola, muy poco misionera y del todo seglar. No pudo reprimir una sonrisa burlona y un silbido. ¿Quién sabe? Quizá matara dos pájaros de un tiro.

Los policías se pidieron una copa de vino y un plato de jamón y queso para celebrar la feliz coincidencia. Brindaron por las noches estrelladas y el trabajo duro, sospechaba Álvarez que iban a tener movida las siguientes setenta y dos horas. Por lo pronto, aguardaron pacientemente a que los dos sospechosos acabaran su cena. Invocaron al dios Baco para que les nublara el entendimiento. El inspector tenía la esperanza de que, tras la velada, se marcharan juntos y achispados para poder seguirlos sin dificultad. Pero no ocurrió así. Sobre las once y veinte, cada uno salió por su lado y tomó un camino diferente. Y ambos parecían serenos.

Álvarez y Castillo no tenían dispositivo de seguimiento para dos. Habían venido en un solo coche. De modo que se dieron prisa en detenerlos. Una pandilla de chiquillajes que había aparecido de repente dando gritos de júbilo estuvo a punto de frustrarlo todo. Por fortuna, ni Bringas ni la misionera ofrecieron resistencia. Se mostraron sorprendidos pero consideraron que les salía más a cuenta colaborar con la policía. La Mesa continuó con su férrea defensa de A mí, que me registren. El asturiano se puso una máscara de chulo cínico que tardaría en abandonar un buen rato. Los policías tuvieron, eso sí, que poner firmes a los muchachotes, que no sabían con quién se la jugaban y comenzaron a increparlos. La sangre no llegó al río y, a eso de la medianoche, estaban todos los que tenían que estar en la comisaría.

Iba a ser una jornada larga y tediosa. Prepararon café para un regimiento. Desalojaron despachos a fin de instalar a los tres arrestados. Desconectaron teléfonos móviles. Mantuvieron aislados a los detenidos en todo momento. Para ahorrar tiempo, el inspector elaboró una lista de preguntas que debían hacerles a los tres. Mandaron llamar a otras tantas taquígrafas y aguardaron a que llegaran los abogados, no era cosa de que les anularan el interrogatorio por un defecto de forma. Ésa fue la segunda decepción de la noche: Álvarez esperaba ver llegar a un letrado, a uno solo, a un tipo duro que se las supiera todas y que se presentara con una sonrisa diamantina y un manual de amenazas bajo el brazo. Eso hubiera acabado de demostrar que estaban compinchados, que eran parte de una misma caterva de delincuentes. Pero no.

Fueron llegando, uno tras otro, los abogados: el de Ortigosa resultó ser también un sacerdote; la de Dolores Mesa también era mujer; al asturiano le endosaron un abogado de oficio, aún había clases incluso entre los criminales. La maniobra de defensa, no obstante, fue la misma. Como todos eran inocentes y respetuosos con la ley, les recomendaron cooperar. Y, a excepción de aquellas cuestiones que pudieran incriminarlos directamente en algún delito, los detenidos fueron respondiendo con calma a todo lo que se les preguntaba: ¿dónde estaban tal día?; ¿cómo se enteraron de tal noticia?; ¿qué hacían en tal lugar a tal hora? Mintieron como bellacos.

Álvarez y sus hombres les siguieron el juego, estaban acostumbrados a aquel tira y afloja de patrañas y simulacros. Aguantaron con estoicismo las miradas cómplices entre defensores y defendidos. Callaron ante las recomendaciones de los letrados. El único momento en que el inspector estuvo a pique de perder la compostura fue al escuchar cómo los tres negaban, con impúdica rotundidad, el incidente del aparcamiento. Ni Ortigosa ni Bringas habían estado esa mañana en el Convento de las Ursulinas. No habían huido llevándose por delante media puerta del coche de Álvarez. Ni habían abandonado ningún Opel azul en un terraplén de Santa Brígida. En absoluto. ¿Qué pruebas tenían contra ellos? Era la palabra de un viejo policía, acaso con presbicia, contra tres ciudadanos respetables y honrados. Sí. Tres. Porque, en el colmo de la desvergüenza, Dolores Mesa declaró que, en efecto, dos hombres habían estado en el convento pero que se trataba de otras dos personas. Segurísima. Al padre Ortigosa y a Alejandro Bringas los conocía de antes y sabía que ni uno era un estudioso de la naturaleza ni el otro un acuarelista. ¿Cómo iba a confundirlos?

El inspector tragó bilis como pudo. Se mordió la lengua. Apretó la mandíbula. Y no le quedó otra que variar de estrategia. Los tipos se lo tenían bien aprendido. Sin embargo, aún debían explicar de qué se conocían los tres. Y, en ese punto, representaron un Fuenteovejuna de lo más aparente. Todos a una realizaron una declaración que parecía calcada de la anterior. No se sabía de quién había partido la idea ni cuándo habían decidido esa coartada pero la cosa fue que Mesa, Ortigosa y Bringas atestiguaron exactamente lo mismo: los unía el amor al arte. Con dos cojones. El amor al arte. No el ánimo de lucro. No el secuestro y la intimidación. No una trama para sacar de la isla obras de arte y venderlas en el mercado negro. No. El amor al arte.

Y aquello hubiera estado muy bien si no hubiese de por medio dos cadáveres. Entonces el amor al arte se salía de madre y la pintura dejaba de tener gracia. ¿Qué dos cadáveres? ¿Dónde estaban sus cuerpos? ¿Por qué iban ellos a querer hacer daño a alguien? El interrogatorio se fue convirtiendo en un despropósito, una locura en la que nadie se aclaraba, preguntas sobre preguntas y ninguna respuesta que echarse a la boca. El inspector Álvarez decidió entonces hacer una pausa. Ante la insistencia de los abogados para que liberaran a sus clientes de inmediato, el policía lanzó el bulo de que estaban a punto de recibir una prueba de gran trascendencia para la resolución del caso. Confiaba en que un poco de reflexión, algo de intriga y quizá un mucho de cansancio hicieran mella en los detenidos.

Una hora los tuvo cociéndose a fuego lento. Así, literalmente. Cada uno se la pasó en un despacho distinto pero igual de tormentoso porque Álvarez ordenó que apagaran el aire acondicionado con el fin de ayudar a sus propósitos. Sus hombres podrían salir a refrescarse cada poco. Los abogados también. Pero los tres arrestados no tenían permiso ni para ir a mear. Si les entraban ganas, que les llevaran una escupidera: no le importaba de dónde iban a sacarla, por él como si había que atracar una tienda. Pero esos tres iban a maldecir la noche en que quisieron descojonarse de Gervasio Álvarez.

A las cuatro menos cuarto regresó a los interrogatorios. Llevaba consigo la fotografía del peregrino que había tomado con su móvil, ampliada. Y una hoja del informe pericial en la que se veía la huella de un zapato rescatada de la habitación del hospital donde lo habían secuestrado. Y dos lienzos enrollados que Ortigosa guardaba bajo llave en su alcoba. En este último caso, Álvarez se jugó el resto en aquella partida de póquer: mandó a Castillo a la casa de Reyes Católicos, sacó de la cama al padre Alonso, le enseñó una orden judicial de pega y arrambló con los cuadros. Sabía que se estaba jugando más que una regañina, pero el cinismo de aquellos tres troleros lo envalentonó. Total, si lo castigaban con una suspensión de empleo y sueldo, ya tendría excusa para ponerse a régimen. La buena de Susana se lo agradecería.

De esta guisa (con los papeles en una mano y los cuadros en la otra) lo vieron llegar los detenidos al infierno en que se había convertido cada uno de los despachos. Sin aire acondicionado y en plena ola de calor, las habitaciones olían a cebolla manida. A sudor estancado. A alfombras sin desempolvar. Por una cuestión de cortesía, empezó la ronda de interrogatorios por Dolores Mesa; por una cuestión de estrategia dejó a Ortigosa para el final; con Bringas improvisaría.

A la misionera se le había descompuesto el peinado con el calor, parecía pesarle hasta la amapola. Observó los documentos con la cara de palo que llevaba puesta desde que la frecuentaba. Negó conocer al hombre de la foto. Se encogió de hombros ante la huella del zapato. Titubeó ligeramente cuando el inspector desplegó sobre la mesa, con sumo cuidado, el segundo de los cuadros, una Anunciación al óleo sobre lienzo de sesenta por noventa centímetros. Mesa afirmó que le resultaba familiar pero había visto tantos motivos como aquél, tantas visitas del San Gabriel a la Virgen, que vaya usted a saber de dónde le venía esa sensación. Álvarez miró de reojo a la taquígrafa y volvió a preguntarlo por si no había quedado claro la primera vez, ¿Ha visto usted este cuadro antes? La ursulina, luego de consultar con la vista a su abogada, eligió con cuidado sus palabras, Con esta luz y que son las cuatro de la madrugada, lo que me pide es difícil; creo que sí lo he visto, pero no sabría decirle dónde.

La segunda entrevista duró algo más de tiempo y resultó inesperadamente provechosa. En lo que se refería a los cuadros, el asturiano no podía ayudar en mucho: jamás los había visto, ni siquiera sabía de qué pintor y de qué época eran. ¿Y qué se había hecho, de repente, del amor al arte? Ah, amigo, una cosa era ser un enamorado y otra, un entendido. Con respecto a las huellas, Bringas se avino a aceptar, si bien de un modo indolente, que podrían coincidir con las de sus zapatos, aunque a saber cuántos zapatos idénticos habría por ahí. Cuando Álvarez le preguntó si consentía que un par de agentes de la científica analizaran los que llevaba puestos y los que tenía en la habitación del Fataga, el hombre se removió en el asiento y miró a su letrado. Fue un instante de indecisión que el inspector no estaba dispuesto a desaprovechar, Le advierto, Bringas, que puedo conseguir una orden en menos de media hora.

—Y si las huellas coincidieran, ¿qué probaría usted con eso?

—Probaría que usted secuestró a un hombre que estaba bajo custodia en un hospital. Y si, luego, ese hombre apareciera muerto, ¿qué quiere que le diga?: no me gustaría estar en su pellejo.

—No se haga el duro conmigo, inspector, que ambos sabemos que con eso no va a ninguna parte: una cosa es llevarse a un tipo de un hospital y otra asesinarlo.

—Sin duda. Y sobre el particular ya le corresponderá decidir a un juez o a un jurado. Ocurre que en el juicio alguien podría sacar a relucir sus antecedentes, su condena por extorsión, su estancia en la cárcel de Villabona. Y entonces yo no esperaría demasiada clemencia.

—Usted no tiene nada en mi contra, Álvarez.

—Ni usted a su favor. No se equivoque, Bringas. Ortigosa es sacerdote y lo representa un abogado elegante de la curia. Dolores Mesa lleva años viviendo en un convento de monjas y la defiende una mujer experimentada que intentará sacar en el juicio esa condición. Ambos saldrán de aquí muy pronto y, si me apura, tendremos que pedirles disculpas formales para que no nos metan una denuncia. Mírese bien. ¿Qué hay de usted? Lo acompañan un abogado de oficio que acaba de salir de la Facultad de Derecho y una ristra de condenas en Asturias. Yo no tengo nada, es cierto, pero usted está más jodido que el coyote del Correcaminos.

Alejandro Bringas ya no parecía tan rudo. Observó con detenimiento a quien lo asistía legalmente (una cara de niño que espantaba, una libretita pulcra encima de la mesa, un juego de bolígrafos cromados para hacer anotaciones) y comenzó a sudar. A sudar de verdad. Álvarez hurgó en la herida de sus dudas. Quizá si colabora con nosotros, el juez pueda ser más comprensivo; al fin y al cabo lo de la condena ocurrió hace cinco años, ya casi nadie se acuerda de eso. El asturiano negó con la cabeza. Miró al suelo. Se frotó las sienes con ambas manos. El policía apretó un poco más la soga, ¿Sabe que hay una cinta de vídeo donde se le ve a usted llevándose al hombre?; ajá; por cierto que hay una cosa que nos ha tenido en vilo todos estos días: ¿a cuento de qué lo de la Biblia?

Al sicario se le notó descosido del todo. Eran muchas las pruebas y pocos los atenuantes. Sus compañeros de fatiga no iban a servirle de gran ayuda: intentarían salvar sus culos y, a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. El abogado novato, ante el cariz que tomaba el interrogatorio, quiso meter baza para recomendarle a Bringas prudencia pero el sidrero ya no confiaba en nadie. Pidió un vaso de agua. Fría. Sin gas. Bebió con ansia. Tragó saliva. Le rogó a Álvarez que abriera una ventana. Esperó a que la brisa de la noche inundara la estancia. Y reconoció sólo la parte que no le hacía excesivo daño. Lo habían contratado para buscar a alguien. Su trabajo era encontrarlo, sacarlo de donde estuviera y dejarlo en la puerta de un convento, donde otros se ocuparían de él. Sólo eso. Y había cumplido. Y, si se había agenciado de una Biblia de hotel, había sido porque pensó que era lo más indicado tratándose de un sacerdote. Sí. ¿Álvarez no lo sabía? Aquel tipo, al que todos llamaban el peregrino, era cura.

El inspector meditó sobre lo que acaba de escuchar. Otro cura. Joder. Aquello se estaba pareciendo ya a un sínodo, el olor a sotana estaba empozándolo todo. Sin duda, a esa cuestión podría responder mejor el padre Ortigosa. Pero, antes de abandonar el despacho donde Alejandro Bringas recuperaba el pulso, lanzó una pregunta más, Dice usted que lo contrataron para buscar a un cura; ¿quién?; ¿quién le paga el trabajo? El asturiano volvió a beber un sorbo de agua antes de responder. En esta ocasión, el trago fue más largo. Necesitaba unos segundos para armar su mentira. Carraspeó un par de veces, la mentira era gorda para poder tragarla sin ayuda. No conocía a quien estaba detrás del encargo. Había recibido una llamada la semana anterior. Un hombre con voz firme, que parecía saber lo que se tenía entre manos, le propuso el negocio de su vida. Poco riesgo y mucha ganancia. Veinticinco mil euros fáciles. En el aeropuerto le aguardaba un pasaje a su nombre. En Las Palmas, la habitación de un hotel. Todo pagado. Como estaba la vida de perra con la crisis, ¿quién podría resistirse a una oportunidad así? Nadie, claro.

A Álvarez no se le pasó por alto que la historia tenía más de una grieta. Sobre todo lo del billete. Se necesita, para la reserva, el documento de identidad del viajero. Es lo primero que te piden. Eso suponía que el contratante no podía ser tan anónimo. Debía de haber una relación anterior, posiblemente ilícita también. No sería difícil, en cualquier caso, rastrear quién había costeado la habitación de hotel. Pero ahora tocaba entrevistar a Jorge Ortigosa, que ya estaría macerándose en su impaciencia.

Cuando Álvarez entró en el despacho, el director del Diocesano escuchaba atentamente lo que su abogado le decía en un puro susurro. El policía no logro pescar una palabra pero le pareció que hablaban de alguien que inspiraba mucho respeto. ¿Le estaba transmitiendo alguna orden? ¿Lo estaba preparando para responder a las preguntas que venían de camino? A pesar de que ambos sacerdotes estaban padeciendo la misma bofetada de calor, lo vivían de distinta manera. El abogado se había quitado la chaqueta de lana fría y la había colgado en el respaldo de su silla. Se había aflojado el nudo de la corbata y desabrochado el primer botón de la camisa. Fuera de eso se mostraba templado, cómodo; parecía moverse en su hábitat natural. Ortigosa, por su parte, estaba empapado de sudor. Las gotas competían en una carrera loca desde la frente hasta el gaznate y las gafas se le resbalaban del puente de su nariz. Se había arremangado la camisa y una mancha oscura se extendía sobre el pecho como si fuera una radiografía de sus pulmones. Álvarez no hizo caso al sufrimiento del cura egipcio. Se sentó al otro lado del escritorio y colocó sobre la mesa los lienzos enrollados y la fotografía del peregrino con la cara vuelta para el detenido.

Ortigosa se secó el sudor de la frente con un pañuelo de tela que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Esperó a que el policía hablara y centró su atención en las pinturas. Si el inspector esperaba verlo derrumbarse y confesar todos sus pecados se quedó con las ganas. El sacerdote sudaba de calor, no de inquietud. Con una voz de hielo le pidió explicaciones a Álvarez. Lo que tenía sobre su mesa eran obras de arte valiosísimas y frágiles. Ni en las siete vidas de un gato juntas el inspector podría pagar, con su miserable sueldo, lo que costaban. Y, como sufrieran algún deterioro, la séptima generación de su familia estaría aun sufragando la deuda. Eso sin contar con que no tenía derecho a sacarlas de su casa, se había extralimitado en sus atribuciones.

Álvarez comprendió en ese instante que había juzgado mal al director del Museo. Había infravalorado su temple. Ni de lejos era el eslabón más débil de la cadena. Quiso saber por qué guardaba esas obras va-lio-sí-si-mas (repitió con retintín el superlativo) en un lugar tan poco seguro. Ortigosa le dio la vuelta al argumento con gran maña. ¿Poco seguro? Poco segura era la caja fuerte de su despacho. ¿Quién iba a mirar en el aparador de su alcoba? Nadie. Por eso acostumbraba a tener algunas obras allí, justo antes de una tasación. Sí. Esos cuadros iban a ser tasados la semana siguiente. Pertenecían a la capilla de las Ursulinas y estaban haciendo inventario para ver si lograban vender alguna de ellas. El convento necesitaba arreglos y era la única manera de encontrar fondos para acometerlos. Se hacía en todos los conventos del mundo. En todos. En la medida de lo posible la Iglesia prefería mantener sus bienes, pero a veces era necesario desprenderse de alguno para poder seguir atendiendo a los pobres. No era plato de buen gusto pero no cabía otra opción. Y eso era todo. Así de simple.

Álvarez asintió en silencio. Sonaba creíble. Por eso no le creyó ni una coma. Él desconocía los entramados del mundo del arte pero era perro viejo y no le faltaba sentido común. Los cuadros, sobre todo los de cierta antigüedad, necesitaban protegerse de la humedad y de las temperaturas extremas. Y el cajón de un bargueño no parecía el mejor lugar para esa función. Menos con el calor de septiembre y el orín del mar tan cerca. No. Bien pensado, ya no sonaba tan creíble. En todo esto cavilaba Gervasio Álvarez mientras el sacerdote le sostenía, retador, la mirada.

Dicen los expertos que un gesto vale más que mil palabras. Por eso, en un interrogatorio conviene estar alerta a cualquier parpadeo, a una gota de sudor fuera de sitio, a unos dedos nerviosos que tamborilean sobre un muslo. Al padre Ortigosa lo delataron sus ojos avellana. El inspector continuaba dándole vueltas a la humedad corrosiva de un apartamento de Reyes Católicos en septiembre, sin apartar la vista del detenido, cuando éste desvió la mirada hacia la fotografía que descansaba sobre la mesa. Fue un relámpago, un instante tan fugaz que pareció imaginado. Pero fue. Y Álvarez adivinó que Ortigosa conocía al peregrino. Lo conocía y le preocupaba. Instó a la taquígrafa a que no perdiera comba en lo que iba a preguntar, ¿Sabe usted, padre, quién es este hombre?

Lo salvó la campana. El cura egipcio iba a responder, quizá a mentir una vez más, cuando sonó el teléfono. El inspector contestó. Escuchó lo que le decían al otro lado de la línea con gesto de fastidio. Agarró con violencia el bolígrafo con el que había estado tomando notas hasta que sus nudillos se le quedaron blancos. Le faltó la flor de un berro para partirlo en dos. Su voz, no obstante, sonó fría, serena, Entiendo, señor; claro, bien; puedo asegurarle que era necesario; sí, lo tendrá sobre su mesa a primera hora de la mañana, de acuerdo, señor, hasta entonces.

El cura intuyó lo que ocurría: las llamadas de su abogado habían surtido efecto; se había puesto en marcha un tam tan en las altas esferas que se había ido propagando hasta llegar al despacho caluroso de un pobre inspector de provincias. Y ahora el pobre inspector de provincias se veía obligado a recular, a dejarlo en libertad. Ortigosa sonrió con insolencia. No supo nunca lo cerca que estuvo de llevarse una trompada. Álvarez se mordió la rabia. Añoró los viejos tiempos en que uno podía sacar su puño a pasear ante un detenido sin que nada ocurriera. Pero ya no. En dos mil diez ya no se pintaba como en mil setecientos ni se golpeaba a un sospechoso de asesinato como en mil novecientos setenta. Ya no. En dos mil diez todo era tan políticamente correcto y respetuoso que un tipo deleznable como Ortigosa podía regresar a su casa con todos los dientes en la boca. Daba asco.

Fue con esa cara de asco indisimulado con la que Álvarez le devolvió los cuadros al mantenedor del Diocesano y lo dejó marchar. Lo mismo tuvo que hacer con los otros dos. A Bringas, por si las moscas, le recomendó que no abandonara la isla inmediatamente. Si su confesión era cierta, desaparecer ahora sería de lo más sospechoso, ¿verdad? Cuando el inspector dejó la comisaría llevaba una sensación pastosa en la boca. El sabor de la derrota era difícil de digerir. Llegó a casa sobre las seis de la mañana, a tiempo de descansar una hora, darse una ducha que no iba a aliviar su desaliento y regresar al despacho a entregar su informe.

Saber a mi abuelo suspendido en un hilo tan fino como papel cebolla vino a añadir más hiel a la resaca de Álvarez. Por mi amigo, en aquella habitación donde Colacho dormía plácidamente y yo rumiaba mi orfandad dolorosa, tuve noticias del interrogatorio. Me admiré de su osadía en el asunto de los cuadros. Compartí sus ganas de cruzarle la cara al cura egipcio. Convine con él en que estábamos más cerca de descubrir la verdad sobre el peregrino, que era casi tanto como descubrir todo el misterio de Nuestra Señora de la Luna. Le aseguré que me pondría en marcha de inmediato. Sólo necesitaba una fotografía del sacerdote anónimo. Álvarez sacó una que llevaba en la carpeta con la que había llegado a la clínica y me la entregó. ¿Para qué la quieres? Yo la enrollé y la guardé en el bolsillo de la chaqueta. Voy a seguir una corazonada; si acierto, será el primero en saberlo.

Llamé a Gloria por si podía relevarme con mi abuelo. Esperé a que llegara. Ayudé a la enfermera a componerle la cama a Colacho. Escuché lo que tenía que decirme un médico que hacía su ronda por las habitaciones de la tercera planta. Acepté, con la boca pequeña, la paciencia como estrategia. Salí al aire de la mañana aún con la congoja en el pecho. Pasé por casa a darme un baño y cambiarme de ropa. Cogí un taxi. Abrí la ventanilla hasta los topes para no quedarme dormido en mitad del viaje. Y a la hora del desayuno de ese miércoles ya estaba de visita en Reyes Católicos.

El padre Alonso me la debía. No se había visto antes en una situación como la del día anterior (en un momento creyó de veras que iba a salir volando por el balcón de su casa) y no podía olvidar que había sido yo quien lo había impedido. Lo encontré solo en el apartamento. Yo había supuesto (por lo visto, bien) que Ortigosa se pasaría antes a agradecer (¿a rendir cuentas?) el favor a quien lo había sacado de la comisaría. Alonso estaba desayunando una pila de tostadas con aceite y sal y un tazón de leche en el que había desgranado varias galletas de las monjas. Lo que hubiera dado mi amigo Álvarez por un tentempié como aquél. El padrecito me convidó a compartir su festín. Le acepté sólo un café negro y un mantecado de naranja y almendra. Cuando hubimos terminado, nos sentamos en el salón, saqué la fotografía del bolsillo y se la mostré.

Reconoció en seguida al peregrino. Era Ernesto Calvo, su otro compañero de piso, el que se suponía que estaba de retiro espiritual en Andalucía. Le expliqué a Alonso, sin entrar en pormenores que le hubieran arruinado la digestión, lo ocurrido con su colega. Lo de Sevilla era un cuento chino. El padre Calvo seguía en Gran Canaria. En realidad nunca salió de la isla. Ignoraba por qué le habían mentido pero el hombre de la foto era el mismo que habían hallado en la carretera del Monte Lentiscal, el mismo del que hablaban los telediarios, ¿no veía Abel Alonso la televisión o qué? ¿Muerto? No. Sólo herido: los pies hechos un cristo y la mente en blanco. No. No podía hacer nada por ayudar aunque quisiera porque el caso es que su amigo había vuelto a desaparecer. Y no. No le estaba mintiendo. Parecía un desvarío pero alguien se lo había llevado del hospital donde le restañaban las heridas. Por eso estaba yo allí: para saber qué clase de hombre era Ernesto Calvo, qué problemas podía tener, con quién se relacionaba, cómo se ganaba la vida.

Al padre Abel Alonso le vinieron las dudas en el peor momento. Arqueó una ceja. Chasqueó la lengua. No quería que sus palabras pudieran complicar a su compañero, ya bastantes conflictos había creado dejando registrar la alcoba de Ortigosa. Tuve que regresar a mi discurso de simple detective que sólo pretende arrimar el hombro. Como él había podido comprobar en sus carnes, mi trabajo poco tenía que ver con el de la policía. Aquello no era un interrogatorio oficial. Nada de lo que dijese iba a salir de su sala de estar. Rematé la soflama con una insinuación (mejor hablar conmigo después de desayunar que con Álvarez antes de la cena) que dio en el blanco. El cura fofo se rascó una mano con nerviosismo: la sola idea de volver a vérselas con el inspector se le atragantó. Unas perlas de sudor comenzaron a brotarle de nuevo de la frente. Le pedí que se sosegara. Me levanté a abrir el balcón para que entrase el fresco de la mañana. Aún no se había levantado el sol por encima de los tejados y se podía respirar.

Alonso agradeció mi indulgencia. Insistió en que no pretendía mancillar el honor de nadie. En que él no era un correveidile. En que lejos de su ánimo meter cizaña en aquel desagradable asunto. Acepté con franqueza su declaración previa. Tomé, conciliador, una galleta de vainilla, que era mi forma de sellar un trato. Yo me limitaría a escuchar lo que quisiera o pudiera decirme y no tenía intención de ir con el cuento a nadie. Así fue como supe de una historia de amor silente y desgarrada.

Ernesto Calvo era un buen hombre, un buen compañero, un buen sacerdote. Pero tenía, ¿quién no?, una debilidad. Y esa debilidad se llamaba Jorge y se apellidaba Ortigosa. Ninguna duda sobre eso. Para alguien ajeno a la vida de aquel apartamento, alguien que no estuviera al tanto de las emociones humanas, lo del padre Calvo podría confundirse con admiración. Pero Abel Alonso vivía allí. Se había mamado (él usó otra expresión pero sonaba igual) muchas miradas secretas, muchos arrebatos silenciosos, muchos llantos en la soledad de un cuarto para no reconocer que lo que el peregrino sentía era otra cosa. Y que lo estaba matando. La culpa, por si yo no lo sabía, es un invento de la cultura judeocristiana. Si hay alguien capaz de morirse de culpa es un pobre sacerdote cuya conciencia batalla a diario contra un sentimiento indigno, doblemente contra natura. ¿Correspondido?

No. Jorge Ortigosa no sentía ni por asomo nada parecido por el padre Calvo. Según el cura fofo ni siquiera era consciente de lo que despertaba en el corazón de su colega. Lo trataba con cierto desdén pero eso no era extraño: Ortigosa trataba a todo el mundo de la misma manera. Era su forma de ser: despegado y altivo. E injusto alguna veces. Sí. Injusto. Parecía darle más valor al retrato de un príncipe pintado hacía medio siglo que a una persona viva que respiraba a medio metro de su oreja. No era mala persona, yo debía entenderlo. Simplemente vivía fuera de la realidad. Abel Alonso estaba seguro de que ni se daba cuenta del amor que sentía por él el padre Calvo. Por lo demás, Calvo llevaba una vida muy comprometida. Asistía a varias parroquias de barrio. Organizaba cursos para desempleados. Siempre tenía un refrán en la boca: en tiempos de zozobra, el diablo maniobra. No era extraño que yo no lo hubiera escuchado nunca. Era un proverbio del padre Calvo. Le gustaba estar en la calle, a pie de obra, con jóvenes en paro, sin salida, perdidos. Para evitar que cayeran en las garras de la droga o de la delincuencia. Su labor era inmensa. Le daba rabia que los gobiernos no dedicasen más medios a apoyar a la juventud. Lo sacaba de sus casillas tanta apatía, tanta falsedad: sólo los iban a buscar para pedirles el voto; después, si te vi no me acuerdo.

Abel Alonso se fue quedando sin fuelle a medida que se levantaba la mañana. Estaba exhausto, abatido. No sabía qué más podría interesarme de su colega. Me suplicó que tratase con mimo la información que acababa de darme. Era un asunto extremadamente delicado. ¿Por qué, entonces, me lo había contado? Porque, si la cosa era tan grave como parecía, tarde o temprano saldría a relucir esa intimidad y más de un desalmado la manipularía, la deformaría hasta hacerla grotesca y ruin. Él prefería ofrecer una visión más humana, más atemperada. No. Más falsa no. Me había dicho toda la verdad.

Antes de abandonar el apartamento regresé a una cuestión que me preocupaba, algo sobre el carácter del padre Calvo. ¿Eran cosas mías o Alonso había manifestado que su colega exhibía a veces un comportamiento colérico?

—¿Colérico?

—Sí. Déjeme recordar sus palabras… Usted habló de cosas que le daban rabia y que… lo sacaban de sus casillas.

—Ya, bueno. Es una forma de expresarse. Usted me entiende. Yo no calificaría al padre Calvo como una persona violenta. Si acaso apasionada…

—¿Recuerda si en alguna ocasión, digamos… ese apasionamiento se desbordó?

—No sé. No quiero darle una impresión equivocada. El padre Calvo es un hombre enérgico. Las injusticias lo sublevan y, cuando cree ver alguna, se rebela contra ella. Pero la sangre nunca llegaba al río.

—¿Con el padre Ortigosa le ocurrió alguna vez?

—Quizá. Piense que a la hora de la cena solíamos compartir las anécdotas del día. Era algo frecuente, una manera de hacer familia. Y el padre Ortigosa terciaba como el que más. Nos hacía partícipes de sus problemas. Debo decir aquí que el padre Calvo los sufría como si el daño se lo estuvieran infligiendo a él.

—Vaya. Debían de ser situaciones muy desagradables.

—Mucho. Sobre todo para el padre Calvo. A mí me daba lástima. Y Ortigosa, ya le digo, no creo ni que se diera cuenta de cuánto le afectaban.

—Entiendo.

—…

—Bueno. No lo molesto más, padre Alonso. Le agradezco mucho su información. E insisto en que sólo voy a utilizarla para encontrar respuestas a este enigma.

—En eso confío, Blanco. Y me gustaría conocer lo ocurrido con el padre Calvo.

—Descuide. Su caso lo lleva la policía pero, si me entero de algo, no dude de que vendré a verlo. Por usted y por esas galletas tan fantásticas que le hacen las monjitas.

El siguiente movimiento era de negras: esperar a que jugaran las piezas blancas. Todo parecía indicar que el alfil aparecería tarde o temprano. Crucé la acera de Reyes Católicos hasta una pequeña librería de viejo que habían abierto recientemente. Entré a echar un vistazo, a hacer tiempo, a fingir interés por los libros añejos. Busqué una posición que me permitiera observar la puerta del apartamento de los tres sacerdotes. Examiné, sin apartar un ojo de la calle, algunos ejemplares que descansaban sobre un anaquel de mampostería. El librero, un hombre con aspecto excéntrico (moreno, corcovado, barba de varios días, caspa sobre un gabán excesivo para septiembre) me explicó la naturaleza de su negocio. La mayoría de los ejemplares que vendía eran originales, como él. Muchos trataban de la conquista de las Islas Canarias, de la historia del pueblo guanche contada por sus colonizadores, de la política de cabildos durante la última mitad del siglo XIX.

Se me ocurrió sobre la marcha preguntar por alguno que me pusiera al día en historia del arte canario. El hombre meditó con los ojos entrecerrados. Arrastrando los pies, fue al otro lado de la tienda, a una estantería alta y afilada, y se entretuvo unos segundos en rebuscar entre una montaña de libros. Regresó con un manualillo de tapas verde lago que tal vez me sirviera. Costaba cuarenta euros pero yo debía entender que era muy antiguo y estaba en excelente estado de conservación. Para no atosigarme me dejó con el libro y regresó a su cubículo, detrás de la mesilla en la que trabajaba. No más abrirlo por una página al azar vi la figura del alfil blanco llegar a casa solo y con cara de haber dormido poco. No llevaba consigo ningún cuadro enrollado.

Dejó de interesarme la pintura barroca. Decidí centrarme en lo que iba a ocurrir en la casa de los curas. Antes, saqué dos billetes de veinte de la cartera para tenerlos a mano cuando los necesitara. Me figuré que Ortigosa tardaría aún media hora en volver a salir. Le bastarían cinco minutos para saber por boca de Abel Alonso que yo había estado allí haciendo preguntas sobre el peregrino de Tafira. A cualquier otro le hubiera bastado esa revelación para correr a pedir instrucciones. Pero el cura egipcio necesitaba antes aventarse el olor a comisaría y a noche en vela. Lo imaginé debajo de la ducha maldiciendo la indiscreción de su compañero. Y eligiendo después una camisa y un pantalón limpios. Y tomando un café apresurado mientras le prohibía terminantemente al padre Alonso que volviera a dejar entrar a nadie en el apartamento y mucho menos en su cuarto. Tal vez el cura fofo amagase una protesta, hiciera alguna pregunta, se extrañase de la imperturbabilidad de su colega ante lo que le había sucedido al padre Calvo. Pero Ortigosa no tenía tiempo para explicaciones, ya hablarían a la noche.

¿Habría llegado Abel Alonso a la misma conclusión que yo? ¿O su extrema ingenuidad lo habría vuelto ciego y sordo? Porque lo de que Ortigosa desconocía la pasión que despertaba en el peregrino ya no se sostenía por ningún lado. La conocía. Y se había aprovechado de esa pasión, de algún modo que yo aún necesitaba comprender, para sus propósitos. Con alguna mentira de las suyas, habría embaucado a Calvo para que lo ayudase a deshacerse de un problema incómodo. Un problema que se llamaba Pablo Quesada y que había metido las narices en su chiringuito de contrabandistas. Me jugaba la licencia a que la sangre que encontraron en el cuerpo de Calvo era del periodista. Y ya no tuve duda de que, una vez más, me tocaría la china de contarle a una madre que ya no tenía hijo a quien esperar.

Con esa sensación de languidez fui pasando las hojas del manual que el librero me había dejado en prenda. Trataba de pintura e imaginería de los siglos XVII y XVIII. Las ilustraciones no eran tan delicadas como las de las enciclopedias modernas pero guardaban un sabor a trabajo bien hecho, a cuidado mimoso del material fotográfico. Los pies de las imágenes eran reveladores y el texto, por lo poco que pude leer a vuelapluma, elaborado.

Jorge Ortigosa salió de su zaguán con ropa nueva y el cartapacio de cuero que descubrimos en su habitación. Me acerqué al librero con los billetes en la mano y, en un mismo gesto, acepté la compra y la despedida. Salí con mi ejemplar en una bolsa de la librería a tiempo de ver cómo el cura egipcio doblaba la esquina de Espíritu Santo. Mi primera sorpresa de la mañana habría de llegar pronto: Ortigosa no se dirigía al Diocesano. Al llegar a la puerta del Museo, le dijo algo al guarda bobalicón y siguió andando calle arriba. Para evitar ser reconocido por el centinela me mantuve en la acera contraria, con la cabeza gacha pero sin perder de vista al sacerdote, que giró a la derecha hacia la Catedral. Entonces, a la altura de la Plaza de Santa Ana, cruzó entre dos coches que aguardaban a que el semáforo se pusiera en verde. Su prisa me obligó a acelerar el paso. La segunda sorpresa me acechaba a la vuelta de la esquina: el destino del cura era el Obispado.

Ortigosa miró a ambos lados, nervioso, en la puerta de la sede. No podía verme desde donde estaba. Aun así, esperé unos minutos antes de acercarme. Dentro ya, un tipo con cara de enterrador me inspeccionó de arriba abajo desde la cabina donde pasaba lista a las visitas. Improvisé. Resultaba que el padre Ortigosa se había dejado un libro y me habían encargado la tarea de llevárselo. Para dar autenticidad a mi coartada levanté la bolsa y se la mostré. El bedel puso cara de A mí qué y alargó la mano para tomar el libro. Él se lo daría cuando lo viera.

Yo no podía permitirlo, claro. Mis órdenes eran tajantes a ese respecto: debía entregárselo en mano al padre Ortigosa. El vigilante hizo un gesto de desaprobación. Entonces tendría que esperarlo en el vestíbulo porque el padre estaba reunido con el secretario del Obispo (señaló con la nariz una puerta cerrada al otro lado del corredor) y él no iba a interrumpir esa reunión para darle un librito (lo dijo con tal desdén que sonó a insulto).

No importaba. El librito y yo podíamos esperar. Volveríamos los dos en un rato a ver si había más suerte y el padre Ortigosa había despachado ya sus asuntos con el señor secretario. Era cierto que no importaba: mi misión (la verdadera, la de descubrir a quién iba a ver el cura egipcio) había concluido. Pero antes de irme quise comprobar una teoría. Me acerqué despacio, simulando contemplar los cuadros del atrio del Obispado, hasta llegar a la puerta cerrada. El guardián de la casa no me quitaba ojo de encima, atento a cualquier arrebato improcedente por mi parte. Delante de un retrato del Obispo Codina saqué el móvil con disimulo. Marqué el número que había apuntado de las fichas de Mesa y Bringas y esperé. Al otro lado de la puerta sonó un teléfono. Colgué y repetí la operación. El mismo sonsonete volvió a surgir desde el despacho. Ya no había dudas. Mi teoría era atinada. La O. no era un nombre ni un apellido sino un lugar: el Obispado. Y la persona que se escondía detrás de la inicial, la que había pagado a Bringas y había implicado a Dolores Mesa en la confabulación, era el mismísimo secretario del Obispo. Crucé el vestíbulo. Me despedí del sombrío celador. Y abandoné la sede episcopal. Necesitaba ayuda. Un peón como yo no podía enfrentarse en solitario a la caballería enemiga a tablero abierto.

A esas alturas de la partida, no me importó que los curas conocieran que estaba tras sus pasos. El secretario me devolvió la llamada. Dos veces vi su número reflejado en la pantalla de mi móvil. Y dos veces rechacé contestar. Cuando Ortigosa saliera de la reunión y el conserje le diera aviso de un libro que nunca había comprado y de un mensajero que se parecía a mí, no tardaría en atar cabos. Comprendería que yo estaba más cerca de lo que sospechaba. Y se vería obligado a hacer algo.

Por eso necesitaba a Álvarez con premura. Lo llamé. El inspector andaba indignado. Todo eran malas noticias. No sólo había tenido que soltar a los sospechosos sin haber podido probar nada, sino que se había llevado una bronca descomunal del Jefe Superior por acosar a dos respetables miembros de la Iglesia (Bringas, al parecer, seguía siendo un cero a la izquierda para todo el mundo). No lo habían apartado del caso pero lo habían atado de pies y manos: se suspendían las órdenes de registro y el ordenador de Ortigosa estaba de camino de vuelta al Diocesano. Menuda cabronada. Por supuesto que habían hecho copia del disco duro antes de devolverlo, ¿qué pensaba yo?, ¿que eran imbéciles? Mientras hablábamos, un tal Ángel Corrales, un especialista en informática, diseccionaba la información con el pulso de un cirujano. Pero de cara a la galería, el ordenador iba a ser devuelto virgen y con una nota de disculpa que al inspector le había sabido a purgante escribir. La madre que parió al sistema penal. ¿Qué tenía yo?

Buenas noticias. Lo suficientemente buenas para devolverle el ánimo. Había identificado al peregrino de Tafira. En efecto. Era Ernesto Calvo. El tercer hombre. El otro inquilino del apartamento de Reyes Católicos. El morador de la primera alcoba que habíamos registrado, aquella en la que habíamos hallado un libro a medio leer y una maleta vacía. Porque nunca tuvo intención de irse de viaje a ningún lado. Lo del retiro espiritual era una farsa urdida seguramente por Ortigosa para que el padre Alonso no sospechara. Hasta ahí era un hecho. Lo que venía después, una elucubración, pero yo, en su lugar, la tomaría en serio. Lo resumí como pude.

El peregrino había matado a Pablo Quesada. Su intención, claro, no había sido ésa, pero las consecuencias eran las mismas. Instigado de alguna forma por Ortigosa (soslayé el detalle de la pasión amorosa, se lo había prometido a Abel Alonso), el padre Calvo había acabado con la vida del periodista. Quizá su propósito fuese sólo asustarlo pero en algún momento se le fue de las manos. Por eso se había desquiciado. La culpa había sido superior a sus fuerzas. La historia no era difícil de comprobar: bastaba con que analizaran la sangre que encontraron en el cuerpo del peregrino y la contrastaran con la ficha médica de Quesada; serviría también una prueba de ADN de la madre.

Sin embargo, esa cuestión no era lo más urgente, Álvarez podía enviar a un hombre a verificarlo. No. Mi llamada obedecía a otra razón. Era esencial que el inspector hiciese algunas averiguaciones acerca de un hombre que pudiera estar detrás, encima, debajo y enfrente de aquel tinglado de contrabandistas. El secretario del Obispado. No. No sabía su nombre. Álvarez debería empezar por ahí y continuar tirando de la madeja hasta ver qué encontraba. No estaría de más que rastreara sus cuentas bancarias, su estilo de vida, sus amistades, sus viajes en el último año. Sí. Sabía lo que decía y también que, si tenía razón, se iba a armar la de Dios es Cristo. El secretario era un pez gordo, nada de calderilla como los otros. Carajo si lo sabía. Por eso me había metido en la guarida del oso. Lo estaba llamando desde la Plaza de Santa Ana. Acababa de estar en el despacho del tipo. No exactamente en el despacho. En la puerta. Y en ese momento el secretario estaba con Ortigosa decidiendo su próxima jugada. Yo ya no podía continuar la vigilancia sin exponerme. El cura egipcio sabía que lo seguía, de modo que convenía mandar a otro para que me sustituyera. Mejor uno nuevo, alguien a quien Ortigosa no pudiera reconocer. ¿Y yo?

Yo me iba de excursión. A un convento. Sí. A mí nadie me había ordenado que no metiera las narices en ninguna parte. Yo era una mosca cojonera y las moscas cojoneras se pasan las órdenes por el arco del triunfo. El tiempo apremiaba. Las cartas ya estaban sobre la mesa y, si esperábamos mucho para actuar, los piratas correrían a esconderse y a esconder lo pirateado. ¿Estábamos? Pues andando.

Paré un taxi en el portón de la Catedral. Le pregunté al taxista cuánto saldría la broma de llevarme a Santa Brígida, esperarme un rato a que hiciera un recado y devolverme a Las Palmas. Al taxista se le hizo la boca agua. Hizo cálculos y me dio un precio. Como ya se iba de retirada, me lo dejaría en ochenta euros. Me pareció una estafa pero no estaba en condiciones de regatear. Acepté la propuesta y le di la dirección del Convento de las Ursulinas.

Aproveché para dormir algo durante el viaje. Estaba roto de cansancio. El sillón cama de la clínica andaba más cerca de potro de tortura que de otra cosa. El taxista tuvo la delicadeza de no importunarme con historias de hijos ni de crisis ni de nada. Me dejó tranquilo hasta que llegamos al cruce de La Atalaya. Entonces me despertó. Le di instrucciones al hombre para que diera la vuelta después de la entrada del convento y se detuviera en el arcén, detrás de unos contenedores de basura.

Salí del taxi. Olía a perro muerto. Una horda de moscas verdes se disputaba los restos de una costilla de cerdo. Aquellos contenedores debían de llevar una semana sin airearse. Con la nariz tapada llamé a Inés. Mi secretaria me echó un rasca de padre y muy señor mío. No podía creer que mi abuelo hubiese tenido una embolia y ella se hubiera tenido que enterar por Miguel Moyano. Me excusé. En realidad había sido a ella a la primera persona que había llamado desde la sala de espera de la clínica. Luego todo se había precipitado y no tuve cabeza para nada más que atender a Colacho. Inés aceptó mi explicación a regañadientes. ¿Para qué la quería?

Necesitaba de su ayuda. Urgentísima. Tenía que conseguir el teléfono del Convento de las Ursulinas. Llamar. Preguntar por Dolores Mesa. Y convencerla, de un modo elocuente, de que era la nueva secretaria del secretario del Obispado. Sí. La vieja estaba de vacaciones. Eso. Ya sabía que sonaba muy enrevesado pero no teníamos tiempo de inventar otra estratagema. Era la nueva secretaria del secretario y éste quería verla en su despacho. Me daba igual cómo lo consiguiese pero tenía que lograr que la gobernanta abandonara el convento por una hora. Si la misionera le hacía preguntas comprometidas, Inés debería ingeniárselas para no levantar sospechas. Cualquier cosa con tal de que me dejara el tablero despejado.

Regresé al taxi y me senté a esperar. Los ojos del taxista me escrutaban por el espejo retrovisor. Parecía dudar de que mi encargo fuera del todo legal. Le di cuerda. Le pregunté si no acostumbraba a llevar a tipos como yo a lugares apartados. El hombre sonrió, Si usted supiera a los sitios a los que he tenido que llevar clientes, se asombraría; yo soy ya caballo viejo para asustarme de nada. Y me siguió contando uno por uno la cantidad de locales a los que podría conducirme si yo estaba dispuesto. Eso sí: que él recordara, era la primera vez que se topaba con alguien que pretendía colarse de rondón en un convento. Las monjitas debían de ser la leche. El guiño mataperro que me lanzó por el retrovisor coincidió con la aparición de un coche rojo, con una mujer al volante, por la cuesta de las Ursulinas. Inés lo había logrado: Dolores Mesa había picado el anzuelo y yo disponía de una hora para despejar las últimas dudas de aquel caso.

Marco Aurelio Trueba no se extrañó de verme. Estaba apurando un buche de agua, el botijo de barro apoyado en el antebrazo y la cabeza al cielo calinoso de septiembre. Se secó la boca con el dorso de su mano huesuda y me miró desde el murete de piedra en el que descansaba. Mientras me acercaba a él iba pensando en Colacho. Trueba me lo recordaba. En la manera de observar las cosas. En la serenidad con que parecía aceptar cada minuto que la vida le proporcionaba. Pensé en que los dos viejos habrían hecho buenas migas.

Me senté a su lado, de cara a la fachada trasera del convento. Le estreché la mano. Y lo primero que hice fue excusarme por la espantada de la última vez. No había sido mi intención escabullirme de aquella forma. El jardinero asintió. Ya suponía él que mis motivos tendría. Desde el jardín había escuchado lo que Álvarez me gritaba. Aparentaba estar terriblemente cabreado mi amigo el policía. Debía de estar muy apegado a su coche porque los berridos se oían desde el otro lado del barranco. Y luego la manera en que se dirigió a la gobernanta, caramba, que parecía que iba a llevársela presa.

Justifiqué al inspector. Le aclaré a Trueba que el menor de los contratiempos de mi amigo era la puerta de su coche. Una mano de chapa y pintura y estaría como nueva. Ojalá todos los problemas fueran así. No. La verdad era que seguía… seguíamos preocupados por las desapariciones. Del periodista hacía ya más de una semana que nada se sabía. Del peregrino, que por cierto era sacerdote, un poco menos.

La cuestión era que todas las pistas nos conducían al convento. De allí habían salido el peregrino y el tipo que se lo había llevado del hospital. De allí eran algunos de los cuadros que andaban pasando de mano en mano en aquellos momentos. Allí se perdía el rastro de Pablo Quesada. Y allí tenía que estar la solución. No sabía por qué se lo contaba. Quizá porque estaba seguro de que él nada tenía que ver con aquel embrollo. Quizá porque esperaba que pudiera darme alguna respuesta. Quizá porque me recordaba a mi abuelo, que agonizaba en una cama llena de cables y tubos.

Trueba mantuvo silencio. Ni podía ayudarme en el asunto Quesada ni sabía qué decir en casos como el de Colacho. En lugar de eso, como si temiera que yo fuese a derrumbarme de pesimismo, me ofreció agua. La acepté de buena gana, el sol se había apoderado del cielo de septiembre y ya no hacía prisioneros. Mientras bebía del botijo, de nuevo creí ver una sombra en la ventana de los geranios. La cortinilla blanca tiritó tras el cristal. Le pregunté a Marco Aurelio quién ocupaba esas habitaciones. Y el jardinero me contó la historia de la madre Teresa y la madre Flora.

Una medio sorda y otra medio ciega. Ya estaban en el Convento de las Ursulinas cuando él entró a trabajar allí. Ahora sólo salían de sus cuartos para tomar el primer sol de la mañana. Se sentaban a la fresca, debajo de los árboles. La cocinera les preparaba limonada y Trueba les separaba las mejores piezas de fruta y las entretenía con asuntos de la huerta. Yo no debía equivocarme. Las viejillas eran listas como el hambre y aún les funcionaba la cabeza como un reloj. A veces les entraba la melancolía de sus años jóvenes (solían discutir por una fecha, por un nombre, por cuál de las dos era más vieja) pero a quién no le ocurre, ¿no es cierto? Pues eso. El mundo había evolucionado tan deprisa que nos había cogido con el paso cambiado. Y si afuera, en la calle, andaban todos locos con las transformaciones, yo tenía que imaginarme lo que supondrían para dos monjitas de media clausura.

Pero, Trueba insistía, lo llevaban bien. Todo lo independientes que podría esperarse de personas de su edad, no les gustaba que estuvieran siempre trasteando alrededor de ellas. La segunda planta era su torreón y allí nadie subía más que para hacerles las camas y ventilarles las habitaciones aprovechando la hora de sus rezos. Se las arreglaban sin ayuda para bañarse. Y para subir y bajar tenían un montacargas que habían hecho instalar hacía unos cuantos años. De resto vivían una vida apacible. Teresa le leía novelas a Flora. Y Flora le contaba las noticias de la radio a su amiga. Una simbiosis mística.

No supe si me confesaba aquello con doble intención pero Marco Aurelio me estaba abriendo una puerta sugerente, la puerta que se escondía detrás de sus manzanos y sus aguacateros, la de madera con remaches de hierro que daba al caserón de las monjitas. No estaba yo en situación de hacerle ascos a ninguna propuesta y tampoco disponía de más tiempo, así que me dispuse a abrirla a ver qué hallaba detrás. Y hallé, detrás de una cortinilla de paño, un vestíbulo espacioso y vacío. Paredes altas de piedra desnuda. Suelo de cantería. Un enorme tapiz de color gris ceniza ocupaba uno de los muros. Y una araña de hierro, el centro del techo. De la cocina llegaba un aroma de sopa de cebolla; de las estancias del fondo, un rumor de voces en plena asamblea. Pero nadie a la vista.

A la derecha, detrás de una barra larga que recibía a los huéspedes, estaba la puerta del montacargas. A su lado, el comienzo de una escalera de subida. Elegí la escalera, el ruido del ascensor podría alarmar a las asistentas. Como todos los edificios de piedra antigua, la galería mantenía el frío aunque afuera ardiera la tierra. No había ventanucos ni lámparas en la escalera. Supuse que de noche deberían de encender alguna luz de emergencia. Arriba, en el pasillo que daba a las estancias de las monjitas, olía a flores frescas y a humedad.

Del antiguo convento quedaban sólo cuatro celdas, dos a cada lado de la galería. Al fondo había una quinta puerta, entreabierta, que daba a lo que parecía un cuarto de piletas. Entreví una lavadora grande y una fregona con un balde que sacaba una lengua gris de trapo. También había una balda en la pared con productos de limpieza. El techo del pasillo era de madera, con vigas cruzadas como venas marrones. Las dos habitaciones de la izquierda, las que daban al huerto, debían de ser las de las monjitas ancianas. Las de la derecha, que darían al frontis del edificio, aparentaban vacías.

Tenía prisa. La misionera ya estaría llegando a Las Palmas y descubriendo el engaño. Toqué en la primera puerta dos veces. La segunda, más fuerte. Una voz serena y más joven de lo que esperaba me invitó a pasar. La madre Teresa estaba sentada en un sillón cuyos brazos y respaldo se hallaban cubiertos de un paño de ganchillo delicado y hermoso. Para observarme bien, abandonó las agujas de tricotar sobre el regazo. Si se admiró de verme lo disimuló bien. El rostro se le arrugó en una sonrisa bondadosa, dejando al aire su mirada azul. No debía de recibir demasiadas visitas masculinas pero ya se sentiría a salvo de toda tentación. Me hizo una seña con su mano ajada para que me sentara en la silla que descansaba frente a un sencillo tocador. Lo del tocador me sonó disonante en la celda de una monja de media clausura, como las había definido el jardinero, pero me hice el sueco.

Me presenté. Irguiendo la voz, le expliqué a la madrecita en qué me ganaba la vida y el asunto que me había llevado a irrumpir en su alcoba como un furtivo. No pretendía asustarla. A la monja le divirtió la explicación. Yo no debía malinterpretarla. No se trataba de que encontrara jocosas las desapariciones de dos pobres hombres. Eso era terrible, terrible (Teresa, acaso por su sordera, tendía a repetir las cosas dos veces), pero un investigador privado en un convento sí que sonaba excitante. Asentí. Era consciente de lo enigmática que podía suponer mi presencia allí.

La madre Teresa, de cualquier forma, no podía serme de mucha ayuda: apenas salía de su cuarto y, como yo podía advertir, estaba sorda como una tapia. Sonrió de nuevo mostrando una hilera de dientes blancos y chiquitos. Pero, ya que estaba yo allí y trabajaba en lo que trabajaba, convendría que le echara un vistazo a la capilla. Sí. La monjita bajó la voz, Allí ocurren cosas muy raras, joven; raras de verdad. Me interesé por esas cosas que la tenían tan intrigada. Y supe que en los últimos tiempos habían mudado la decoración de la ermita más veces que en los cincuenta años que llevaba ella en el convento. Exacto. Un cambio de decoración de lo más extraño. Ella no entendía a cuento de qué, pero a la gobernanta (que llevaba el convento como un cuartel de infantería) le había dado por cambiar la disposición de los cuadros y las imágenes hasta tal punto que ya no se sabía a quién se rezaba. Sí. Una manía loca aquella de alternar las imágenes. Es más: si le daban a jurar, Teresa aseguraría que algunos de los cuadros habían desparecido, los habían sustituido por otros semejantes pero no los mismos. La madre Flora decía que eran cosas suyas, que tenía que ver con la luz de la capilla. Pero la madre Flora estaba cegata perdida, qué iba a saber ella. Nada de luces ni sombras. Alguien estaba cambiando los cuadros de lugar y algunos, en el camino, se extraviaban. ¿Quizá tuvieran miedo de que los robaran? Quizá eso sería. Sí. Sería eso.

La puerta de la celda se abrió de pronto. Di un respingo. Pensé que se había jodido todo. Que Dolores Mesa había conducido como una loca y ya había regresado con alguno de sus compinches. Que me habían descubierto. Pero no. Quien entró, corcovada, con un bastón de madera en la mano y unas gafas de culo de botella, fue la otra monja: la madre Flora. Había oído voces en la habitación de su amiga y se preguntaba qué demonios ocurría y por qué no la habían invitado a sumarse a la fiesta. Flora se sentó, no sin esfuerzo, en la comisura de la cama. Miró a Teresa. Me miró a mí. Y aguardó a que alguien le explicara qué hacía un hombre en la alcoba de una monja de ochenta y cinco años.

Teresa la corrigió. Quien tenía ochenta y cinco era Flora, ella sólo tenía ochenta y tres. Y acompañó la corrección con el gesto coqueto de alisarse el cabello entrecano. Temí que se pusiesen a pelear a ver quién tenía mejor memoria y se me dispersasen, ahora que estaba llegando a algo. Por eso interrumpí la discusión y puse al día a la monja recién llegada de lo que había ido a hacer al Convento de las Ursulinas. Flora, al revés que Teresa, se estremeció ante lo que estaba escuchando. No le hacía la misma gracia que a su amiga, más cándida y despreocupada, lo de que dos hombres hubieran sido secuestrados y alguien con mi oficio anduviera metiendo las narices en sus habitaciones. Teresa se apresuró a disculpar a su compañera. Era su carácter, un carácter un poco huraño producto, sin duda, de su falta de vista. La otra se quejó de tremenda injusticia: sus cataratas nada tenían que ver en aquella cuestión. Si habían contratado a un detective era porque la cosa pintaba mal y alguien había cometido un delito. Luego se quedó pensativa, en un silencio abrupto, el de alguien que ha estado a punto de decir algo inconveniente. Teresa se encrespó en su sillón. Ella también lo había notado. Chasqueó la lengua. Comenzó a dar golpecitos nerviosos con el pie en el suelo de madera. Oh, padrito, mujer; ¿se lo dices tú o se lo digo yo?

Y entre las dos me revelaron otro gran misterio que, junto al vaivén de los cuadros de la capilla, se había desencadenado en el convento en las últimas semanas. De noche se oían voces susurrantes, ruido de pasos sobre el maderamen, luces que se encendían en el pasillo. Cosas así. Incluso una noche había habido un revuelo tan grande en el jardín que Sor Flora creyó que habían entrado a robar. Sor Teresa no podía corroborarlo por su sordera pero, si su amiga afirmaba tal cosa, aquello iba a misa. ¿Quiénes más vivían en el pasillo? La hermana Dolores tenía un despachito en una de las celdas pero casi siempre estaba ocupándose de la intendencia. La cuarta celda estaba vacía desde hacía cinco años, cuando murió la pobre madre Joaquina que en gloria esté. Sí. A las monjitas se les nubló la vista con el recuerdo. La madre Joaquina era una santa bendita pero frágil como las flores que cuidaba. Era más joven que ellas. Ni siquiera había cumplido los setenta y cinco. Flora se quitó las gafas gruesas para secarse una lágrima con un pañuelillo que llevaba en la bocamanga del hábito. Su celda era la que estaba frente a la de Flora. Pero permanecía cerrada desde la muerte de la madre Joaquina. Lo sabían porque la hermana Dolores tenía la llave. Había prohibido que nadie entrara allí sin su consentimiento.

La tentación era demasiado grande para una mosca cojonera. Me acerqué a Teresa, a cuyos pies había una caja de costura. Le pedí permiso para escarbar en ella y saqué unas tijeras medianas y una aguja de ganchillo. Les hice una seña llevándome el dedo a la boca. Teresa se agitó de la emoción. Flora hizo un gesto de leve desaprobación. Salí a la galería y en dos pasos estaba delante de la puerta misteriosa. Era antigua, de cerradura ancha y goznes encorvados. Forcejeé con ella hasta oír un chasquido. La puerta se abrió con un ligero chirriar de dientes.

Estaba a oscuras; las ventanas, clausuradas, y un tufo a moho que tiraba de culo. Era una celda pequeña, con un armario lóbrego y una mesa desnuda sobre la que había una bandeja con medicamentos. El polvo de los años se había instalado allí y, aunque se esforzaran en limpiarla a diario, no había quien lo metiera a viaje. Una de las persianas tenía un diente roto y una estría azulada cruzaba, igual que un rayo, la pared donde se hallaba la cama. No hacía falta ser un lince para entender por qué la hermana Dolores mantenía clausurada aquella habitación. Guardaba un secreto que no quería compartir con nadie. Atado con unas correas de cuero que atravesaban el catre había un hombre dormido. Llevaba puestos un pantalón vaquero y una sudadera de rayas. A tenor de las medicinas que había en la bandeja, a Ernesto Calvo lo tenían sedado. Su rostro, mustio. Su respiración, regular. Su pulso, aunque algo débil, apropiado al de un hombre de su edad y su peso.

La del peso era una cuestión primordial. Tenía que sacar al cura de allí, bajarlo por la escalera, cruzar el patio y meterlo en el coche. Cuando andaba en la tarea de desatar las cintas de cuero, una sombra surgió en la puerta de la celda. Esperaba un ataque (no hubiera sido la primera vez que me abrieran la cabeza con un cenicero o una porra) y me levanté de un salto. Sin embargo, en aquella ocasión la sombra no venía a maltratarme.

Marco Aurelio Trueba ignoraba quién era y qué hacía aquel hombre en el cuarto de la difunta madre Joaquina. Sin duda tendría una explicación pero, por más que le daba vueltas, no le satisfacía ninguna. Si estaba sano, ¿por qué lo mantenían atado? Si estaba enfermo, ¿por qué no lo llevaban a un hospital?

—En un hospital estaba. Este hombre es el padre Calvo, el peregrino al que secuestraron del Insular.

—¿Por qué haría alguien eso?

—¿Por qué hace la gente ese tipo de cosas? Para pedir un rescate no, porque un sacerdote (y perdone la franqueza) no tiene dónde caerse muerto. Creo que tiene que ver con algo que Calvo sabe y no quieren que confiese.

—Pero eso es un crimen.

—No le quepa duda. Por eso necesito que me ayude a sacarlo de aquí.

—A la hermana Dolores no le va a gustar.

—La hermana Dolores no tiene ni idea de medicina. A saber qué pócimas le estarán dando a este pobre hombre para mantenerlo así. Si no lo llevamos a un médico, ¿cuánto tiempo cree usted que podrá aguantar?

Trueba era un tipo recto. Iba a poner en peligro lo que más quería, su trabajo en el huerto, pero su conciencia estaba por encima de todo. Había obrado siempre con dignidad y no iba a canjear eso ahora por un plato de lentejas que ni siquiera necesitaba para sobrevivir.

Ernesto Calvo parecía un guiñapo. Su cuerpo era un peso muerto, mustio, empequeñecido. Bajar con él por la escalera estrecha y tétrica hubiera sido una locura. Decidimos, pues, usar el montacargas, aunque el ruido de la maquinaria atrajese a todo el vecindario. Para cubrir la retirada le pedí a Trueba que bajase por la escalera y me esperase en la puerta del ascensor. Así, si alguien se asomaba al runrún del motor del artilugio, podíamos hacerle creer que era el jardinero quien lo había llamado para subir a adornarles las ventanas a las madrecitas. La estrategia funcionó pero estuvo a un tris de irse todo al carajo por culpa de la locuacidad de la cocinera, que decidió contarle a Marco Aurelio sus penas una por una. El jardinero al menos tuvo el cuidado de abrir unos centímetros la puerta del montacargas mientras la escuchaba, de lo contrario Calvo y yo hubiéramos sufrido de lo lindo para respirar en aquel ataúd de sube y baja.

Aun así, el lastre que llevaba a cuestas empezaba a ser excesivo para mis brazos. Apoyé al peregrino contra la pared del ascensor e hice contrapeso con mi propio cuerpo. Me costó sostenerlo porque el calor empezaba a ser insufrible allí dentro y, del sudor, se me resbalaba el guiñapo. Marco Aurelio debió de intuir mis sufrimientos porque cortó la conversación de golpe. Le prometió a la cocinera que, en cuanto arreglara las macetas de la madre Teresa y la madre Flora, le aceptaría una limonada de las suyas para seguir hablando. La mujer quedó encantada con la propuesta y retornó a los fogones, a su sopa de cebolla y su arroz con leche (el olor a canela y a limón se había apoderado de medio convento).

Sacarlo del edificio resultó más fácil. Entre los dos levantamos al cura y nos dirigimos con él hasta la curva del aparcamiento. Dejé a Trueba con el fardo y bajé corriendo la cuesta. Le hice una seña al taxista para que acercara el coche al convento. Una vez arriba, mientras el taxista se echaba las manos a la cabeza y preguntaba qué había ocurrido mientras él esperaba, Marco Aurelio me ayudó a tumbar al sacerdote en el asiento de atrás y a cubrirlo con una manta. Tuve que prometerle al conductor una propina de veinte euros para que dejara de lamentarse. No tenía que preocuparse por el tapizado: el hombre estaba inconsciente, no sangrando. ¿Y si vomitaba? Si vomitaba le pagaría también la limpieza, joder, que tampoco estaba su taxi como los chorros del oro.

Me despedí de Trueba con un apretón de manos y un hasta la vista. El jardinero infiel me preguntó si aún me quedaban ganas de volver. Y yo le respondí que me faltaba resolver lo más importante del caso, el asunto para el que me habían contratado. Debía encontrar a un periodista perdido.

—Sigue usted convencido de que está aquí.

—A falta de otra alternativa mejor, sí.

—¿Sabe que ya no hay más celdas dónde buscar?

—Ya, pero sobra terreno en el que enterrar un cuerpo.

—¿Está insinuando que hay un muerto bajo uno de mis manzanos? Eso es una barbaridad, Blanco.

—¿Y no lo es haberlo matado antes? Hágase a la idea, Marco Aurelio, de que si alguien ha sido capaz de asesinar a un hombre aquí, para lo que menos escrúpulos tendrá es para deshacerse del cadáver.

—Pues menuda gracia.

—Lo sé. Ninguna. Ahora voy a llevar a este pobre hombre a que lo atiendan pero volveré. ¿Podrá hacer algo más por mí?

—Ya subidos en el burro, ale burro.

—Necesito dos cosas. Ahora se vuelve a la cocina con su amiga y se toma una limonada recién hecha y le aguanta la tabarra de su marido alcohólico y su madre lunática. Cuando llegue la gobernanta quiero que todo esté tal cual lo dejó. Y, cuando se dé cuenta de lo ocurrido, usted tendrá una coartada más que sólida. Por las monjitas no creo que debamos preocuparnos, me dio la impresión de que no le tienen demasiado aprecio a la hermana Dolores.

—Eso es una cosa. ¿Y la otra?

—La otra la deja usted para por la tarde, cuando todo se haya serenado. Disimuladamente, haga una batida por el solar que está frente a la huerta. La primera vez que nos vimos, yo estaba inspeccionando una pequeña parcela que parecía recién roturada. Empiece por ahí y siga por cualquier zona donde vea algo diferente, alguna piedra fuera de lugar o unos matojos donde antes había hierba baja. Voy a dejarle mi número de teléfono. Si observa algo extraño, llámeme. No toque nada por si estropea alguna pista y, luego, el inspector Álvarez nos echa la bronca.

—No tocaré nada y lo llamaré. Ya he visto cómo se las gasta su amigo.

—Gracias. Volveré en cuanto pueda.

Subí al asiento del copiloto y le pedí al taxista que volara hasta el Hospital Insular. El hombre había olvidado de repente la cantinela del caballo viejo que de nada se asusta. Me miraba con auténtico pavor. No cesaba de repetir: Como ese hombre se me muera en el taxi, yo no quiero saber nada del asunto, ¿me oyó? Pero condujo con rapidez, que era de lo que se trataba. Antes de llegar al Monte Lentiscal nos cruzamos con el coche rojo de Dolores Mesa. Iba sola y llevaba una cara de mala baba que no podía con ella. Entre que Inés la había engañado como a una pardilla y el rapapolvo que debió de llevarse en el Obispado por abandonar su puesto, la mujer estaría mentándole la madre a todo lo que se movía. Y cuando descubriese que el peregrino había desparecido, que Dios cogiera confesado a quien pillara delante. Marco Aurelio, no obstante, era un hombre curtido. Sabría capear el temporal.

Álvarez no podía creerse lo que le contaba. ¿Había tenido el cuajo de irrumpir en el convento y llevarme a Calvo de una de las celdas de clausura? En mi defensa argüí que las celdas eran de media clausura. Y punto. No pensaba disculparme por impedir que el peregrino se muriera de asco y soledad en aquel cuartucho lleno de polvo. El que roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y ellos lo robaron antes. Se lo llevaron de una clínica, por si el inspector lo había olvidado, y lo tenían atado a una cama de mierda, tupido a sedantes y mal nutrido. Así que mi secuestro era más noble que el suyo: yo lo llevaba a un hospital para que lo curaran de verdad. Además, ¿qué coño me iba a enseñar un policía que había allanado la casa de Ortigosa con una orden falsa?

El caso es que no podía dejarlo allí sólo para que sirviera de prueba contra Mesa y Ortigosa. Por muchas razones. Porque, después de verlo en un estado tan calamitoso, no tuve agallas. Porque ya había roto la puerta de la celda y la gobernanta se hubiera escamado y hubiera ordenado que lo cambiaran de sitio o algo peor. Y porque, en definitiva, me importaban un huevo las pruebas. Yo ya sabía que eran unos cabrones, no necesitaba ninguna evidencia. Y, hablando de cabrones, ¿qué sabíamos del secretario del Obispado? Álvarez tenía noticias frescas pero me lo contaría en el hospital. No había tiempo para chismes. Él se haría acompañar por uno de sus hombres para que se quedara de guardia con el enfermo Guadiana. No volverían a escamoteárselo de nuevo. Una y no más, Santo Tomás.

El taxista respiró de alivio cuando nos dejó en la puerta de urgencias del Insular. Le pagué lo pactado. Ernesto Calvo no había vomitado sobre el asiento trasero de su taxi así que, si quería hacer limpieza del coche, correría de su cuenta. Subieron al paciente, en una camilla algo destartalada, hasta la sala de observaciones y yo me fui a la cafetería a tomar una copa, que me la había ganado a pulso. Allí me encontró el inspector, una vez se hubo reunido con el médico que había curado al peregrino la primera vez, junto a mi vaso de ron con limón. Según Ezequiel Godoy, el cura estaba muy débil pero se recuperaría sin necesidad de echar mano de rezos y sahumerios. Tenían que hacerle un lavado de estómago para sacarle la porquería que le habían dado. Por cierto, que hubiera sido de ayuda que les hubiese traído también los fármacos de la celda. Vaya gracia la del médico. A ver si encima iba a tener yo que pedir perdón, carajo: para pensar en frascos estaba, con lo que me había costado sacar al tipo del convento.

Álvarez pidió una cerveza bien fría. Estaba cansado de su trabajo. Y no. No se refería al trabajo de la última semana, sino al trabajo en sí. Había veces en que ser policía le parecía una desgracia, una pérdida de tiempo, un sinsentido. Hacía unos días había arrestado a un pringado por un robo de tres al cuarto y el raterillo seguía allí sin nadie que diera la cara por él. Y, sin embargo, el trío calavera se había ido de rositas porque tenían pasta para pagarse abogados y enchufes que respondieran por ellos. Y ¿quién se llevaba la bronca? Él, coño, él. Tremenda putada. Esa sensación no era nueva (mi amigo hablaba con un desánimo contagioso), ya la había tenido otras veces. Pero sucedía que no sabía hacer otra cosa y se sentía viejo para cambiar de oficio. ¿Prejubilarse? ¿Estaba yo loco o qué? ¿Pasarse el día entero en casa viendo series de televisión y haciendo régimen? Ni de coña. Si el matrimonio era la tumba del amor, la jubilación lo acababa de joder definitivamente. Quería a Susana. Y quería seguir queriéndola unos años más. Cuando ya no tuviera más remedio que marcharse a casa, meditaría en cómo sobrellevarlo. Ahora tenía bastante con pensar en el asunto del peregrino.

Con la segunda cerveza y un plato de aceitunas del país con mojo rojo se animó a contarme lo que había descubierto de Isaac Olalla. ¿Quién? El secretario del Obispo. Se llamaba Isaac Olalla y ¿a que no sabía yo de dónde era? Eso mismito. De Oviedo. Qué casualidad, ¿verdad? Paisano de Alejandro Bringas. Ya teníamos la primera conexión con los piratas. Pero no era la única. Olalla también se había aficionado últimamente a los viajes. En los últimos seis meses había estado en diferentes lugares de España y de Europa.

—¿Sevilla, Nápoles, Londres?

—Por ejemplo. Y Bilbao y Lisboa y hasta Moscú. Pero ¿tú cómo sabes eso?

—En las fichas de las que le hablé, las que estaban en el despacho de Ortigosa, constaban marchantes y galeristas de esas ciudades. No pude revisarlas todas pero me fijé en algunas. Si podemos probar que esos viajes tienen que ver con el tráfico de obras de arte, los tenemos.

—Para, para. No te me embales, que te conozco. Aún no tenemos nada. Y te recuerdo que, oficialmente, yo no estoy investigando este caso.

—Usted no pero yo sí. Para un cliente que me paga por adelantado no voy a rajarme a mitad del jaleo. ¿Ha comprobado las cuentas corrientes de Olalla?

—Tengo a un hombre en ello. A mi genio de la informática.

—Perfecto. Que su genio siga esa pista y yo seguiré a Olalla.

—¿Y qué pasa con el periodista desaparecido?

—Yo también tengo a un genio. Uno de la jardinería. Quesada está en el dichoso convento. No lo han podido sacar de allí. Por él ya no puedo hacer nada pero por su madre sí. Pienso desmantelar esta puñetera red de traficantes aunque tarde un año.

—Entonces también resultaría prudente poner un par de hombres en la salida de las Ursulinas.

—Sí. Y conozco un rincón para acecharlos. Huele a estercolero pero desde allí se tiene una panorámica cojonuda del convento.

—No me digas cómo lo has descubierto.

—No pensaba decírselo. Una cosa más: ¿sabemos dónde vive el tal Olalla?

—Lo sabemos. Y ahí tenemos otro asunto curioso. Hasta hace un año vivía en el Obispado, como sus antecesores. Pero a finales de dos mil nueve se mudó a un apartamento en primera línea de Las Canteras.

—Guau. ¿Y gana tanto? Los alquileres por la zona están a mil euros.

—Debe de ganarlo. El apartamento está a su nombre.

Blanco y en botella, leche. Ahora podrían justificarme que Olalla había heredado una fortuna de una tía de Mieres o que le había tocado el gordo de la Primitiva o que su familia era rica desde los tiempos de Maricastaña, que nadie iba a bajarme de aquel burro: la mejor manera de ocultar la expoliación de obras de arte era blanqueándola, y, como no tenía sentido volver a disimularlo entre más cuadros (demasiado lío), lo más práctico era invertir en bienes inmuebles. Le pregunté a mi amigo si la decisión de sus superiores de no menear el asunto Ortigosa era irrevocable.

Álvarez acabó de saborear una aceituna verde y olorosa. Dejó la pipa limpia en el cenicero de cristal, junto a las otras. Y miró al cielo como el que busca una nube que apacigüe el calor sofocante, Define irrevocable.

—Vaya, joder. Me refiero a que, si le llevamos pruebas, ¿el Jefe Superior se atreverá a reabrir el caso?

—El caso no está cerrado, sólo congelado hasta nueva orden. Pero sí. Si logras traerme una muestra del chanchullo que hay detrás de lo de los cuadros, ni el Papa podrá impedir que lo descongelemos. Pero ojito: no me van a valer intuiciones baratas ni teorías exóticas de las tuyas. Hablo de pruebas de verdad. Algo tangible.

El pitido de un teléfono vino a interrumpirnos cuando la cosa se ponía flamenca. Los dos buscamos el origen del sonido en nuestros bolsillos. Para alivio del inspector, que estaba disfrutando de su aperitivo, era el mío. Contesté. Escuché el testimonio que una voz excitada, pero recia y ceremoniosa, me daba desde el otro lado. No interrumpí el relato más que para hacerle saber a mi interlocutor que seguía a la escucha, Sí, Claro, Lo entiendo, Ha hecho usted bien.

Álvarez se puso rígido en la silla, quizá esperaba que fueran malas noticias de mi abuelo. Lo vi agitarse, mirar la hora nervioso, beber con compulsión. Le hice una seña para que se sosegara. Le agradecí a mi informador su contribución a la causa. De verdad. No sabía él hasta qué punto me había ayudado. Y sí, sin duda había hecho lo correcto. Colgué. Bebí un sorbo del ron que ya se me había aguado a causa del calor. Miré al inspector con seriedad (no pretendía hacer broma con una novedad tan antipática), ¿Por dónde íbamos?; ah, sí; algo tangible; ¿le parece suficientemente tangible el cadáver de un periodista?

Marco Aurelio no había podido esperar a la tarde. No sabía si, después de lo ocurrido en el convento, habría una tarde más para él allí. Dolores Mesa había llegado con cara de funeral y malas pulgas. Entró como un rayo en la cocina y preguntó si había sucedido algo en su ausencia, si alguien había ido a visitarla. Tanto la cocinera como Trueba negaron la mayor: una se había pasado la mañana con el rancho y el otro, con sus plantas y sus árboles. La gobernanta subió de dos en dos los peldaños de la escalera que daba a las celdas, encontró la puerta rota y ningún rastro del hombre del catre. Se entretuvo en hablar con las monjas y volvió a bajar roja de ira. Les gritó algo sobre De mí no se ríe nadie y Aquí van a cambiar muchas cosas a partir de ahora y también Por mí como si tengo que mandarlos a ustedes a la cola del paro y a las viejas a un asilo. Tal y como yo había supuesto, Sor Teresa y Sor Flora se habían hecho las locas. Imaginé la cara de complicidad y de deleite de las monjitas al ver a la hermana Dolores envenenada de rabia.

Después salió al jardín con el teléfono en la mano. Y allí su voz se volvió dócil como la mirada de un borrego. Susurró algo. En opinión de Trueba, estaba suplicando casi. Mientras hablaba, la hermana fue andando hasta el jardín, se inclinó a mirar bajo un rosal llorón que hay al fondo, junto a una pila de agua. Rastrilló la tierra seca con un pie. Tan concentrada estaba que no se percató de que Marco Aurelio la había seguido hasta la puerta de la rosalera y la observaba desde allí. El jardinero se escondió tras uno de sus árboles, esperó a que la gobernanta regresara a la casa y fue a inspeccionar aquel lugar que tanto interés causaba. No cabía duda: había algo enterrado bajo el rosal. Trueba no quería ni imaginarse qué, pero la tierra estaba demasiado reseca para haber estado tanto tiempo a la sombra y bajo la humedad del arbolito.

El inspector Álvarez no supo si la noticia le producía desolación o rabia. Durante unos segundos cruzó los dedos de las manos y se puso a jugar con los pulgares. Resopló de calor y de hastío. Cuando retomó la palabra fue para confesar su consternación. Por Elsa Iglesias y lo que suponía perder a un hijo, no quería ni pensar en cómo sufrirían Susana y él si algo así les ocurriera. Qué cabronada más grande. Encima, hijo único. Joder, ni siquiera podías volcar tu desesperación en los demás. El vacío más absoluto. La muerte en vida.

Por otra parte, le preocupaba cómo afrontar la situación a partir de ahora. Que yo no lanzara las campanas al vuelo. Él no podía ir al Jefe Superior con el endeble testimonio de un jardinero y (que yo lo perdonara) un detective privado. A ver cómo explicaba la presencia de un detective en un asunto de sangre. Impensable. Necesitaba más. ¿Y si entraban a saco en el convento y encontraban, bajo el rosal, el esqueleto de una cabra? Ya, claro. Sabía que nadie se tomaba tanto trabajo para ocultar un animal, pero eso había que contárselo a un Jefe que estaba siempre en el punto de mira de la prensa y de los partidos políticos de la oposición. Si, después de todo, la gobernanta de las Ursulinas había tenido tiempo de sacar al periodista del convento y llevarlo a otra parte, menudo escándalo iban a hacer los periódicos con la noticia del levantamiento del cadáver de la cabra. No. Teníamos que conseguir más pruebas que apoyaran mi teoría.

Entonces no había tiempo que perder. Tocaba dividirnos: Álvarez apostaría a sus hombres entre las Ursulinas y el Museo Diocesano; yo seguiría el rastro del secretario del Obispado. Para ello necesitaba una foto suya. El inspector sonrió con malicia y se sacó un conejo de la chistera: un sobre color mostaza con la foto de un hombre sonriente y apuesto junto a otro de aspecto más severo y turbio. Ambos estaban en lo que parecía una fiesta de recepción de algún consulado; había banderas, escudos heráldicos y camareros vestidos de gala a sus espaldas. Ambos vestían un traje oscuro con corbata y llevaban una copa en la mano; la del optimista era de coñac; la del taciturno, de cerveza. Ambos lucían una sortija de piedra ámbar en el dedo anular de la mano derecha. No obstante, sólo uno estaba disfrutando de la celebración. El otro miraba a la cámara con desconfianza, loco por desaparecerse de la escena. Se le notaba incómodo, contrariado ante aquella irrupción en su intimidad. Había sido el acompañante, sin duda, el que lo había animado, arrastrado a la recepción. Tal vez le había prometido que iba a ser un momento, un visto y no visto, un hola y adiós de cortesía. El hombre huraño era Jorge Ortigosa. Por reducción al absurdo, el risueño debía de ser Isaac Olalla.

Es curiosa la imagen que uno puede hacerse de alguien con sólo contemplar una fotografía. A pesar de constituir un instante detenido en el tiempo, un momento fugaz robado en medio de una fiesta, aquella estampa recalcaba la distancia entre los dos sacerdotes. Analicé los pequeños detalles (la mano con la que Olalla aferraba el codo de su colega, el vano intento de Ortigosa de desviar la mirada del objetivo de la cámara, las copas de licor de ambos hombres) para hacerme una idea del tipo de relación que mantenían el secretario del Obispado y el director del Museo Diocesano. Me preguntaba hasta qué punto eran amigos, hasta qué punto cómplices. Álvarez había reflexionado sobre ello también porque, después de darme la foto y esperar a que yo la contemplara, hizo uno de sus comentarios ácidos, salidos de la ultratumba de los tiempos, Si esos dos no son maricas, lo disimulan de puta madre.

—Y ¿de cuándo a dónde es usted experto en la materia?

—Carajo, Ricardo. No tienes más que verlos. Uno está más feliz que unas castañuelas (seguro que ligó en esa fiesta) y al enfurruñado se lo comen los celos.

—¿Y ya está? ¿Cuarenta años en la policía para simplificar las cosas hasta ese punto?

—Entonces, ¿qué propones tú?

—Por lo pronto, propongo que no saquemos conclusiones que no nos ayudan en nada. Eso déjeselo a las revistas del corazón. Me importa un huevo que sean homosexuales o monten orgías con las monjitas del convento. Lo que quiero es pillarlos con las manos en los cuadros. Y a ser posible hoy mejor que mañana.

El bueno de Álvarez había tenido la cautela de anotar en el reverso de la fotografía la dirección de Olalla. El apartamento de Las Canteras debía de estar, por el número, cerca de la Cícer. Agradecí el buen gusto del secretario: si tocaba pasar horas de vigilancia delante de su casa, al menos que fuera en un lugar apacible y fresco. Iba a tomar otro taxi pero el inspector se ofreció a llevarme. La clínica lo pillaba de camino a la comisaría. Durante el trayecto apenas hablamos. Las sombras de Pablo Quesada y de mi abuelo sobrevolaban el mediodía de septiembre como cuervos. Cuando detuvo el coche prestado (el suyo aún seguía en el taller) delante de Santa Catalina, me preguntó si quería compañía. Le respondí que no; que él ya tenía bastantes problemas en su despacho y yo necesitaba pasar un tiempo a solas con mi abuelo. Pero estaba de Dios que no sería esa tarde. Al llegar a la habitación me aguardaba una sorpresa, la mejor que podía esperar: se llamaba Beatriz Guillén y ese día le brillaba la sonrisa como una luna blanca.

Colacho seguía igual, con los ojos entrecerrados y la respiración como de niño chico. La manta blanca con renglones azules de la clínica le llegaba hasta el cuello. Sus brazos enfundados en un pijama beis sobresalían de ella. Me estremeció su fragilidad. Parecía tan desvalido, tan ausente que se me encogió el estómago.

Ella había llegado veinte minutos antes. La farmacia podría sobrevivir sin la farmacéutica veinticuatro horas, que para eso les pagaba a cuatro personas. Sus hijos tenían también un padre que podía recogerlos y encargarse de ellos hasta el día siguiente. Sí. Eso quería decir que disponía de todo el tiempo para usar a su antojo y que su antojo era, ahora, pasarlo allí conmigo. ¿Por qué lo hacía? Hay preguntas que se responden solas. ¿Por qué hacemos las cosas? Por amor, por venganza, por codicia, por miedo, por compasión. Los motores del mundo. Ya sabía ella que como filosofía no valía un euro. Le faltaba esqueleto científico. Pero en su vida ya había tenido demasiada ciencia y ahora quería otra cosa. No sabía qué. Tal vez intuición, aventura, riesgo.

Había llevado siempre una existencia tan ordenada y limpia que ya tocaba caos. Dejar por unas horas de ser madre abnegada y respetable dueña de una farmacia para vestirse de mujer. Así, simple y llanamente: una mujer que conoce a un hombre en medio de la lluvia; un hombre solo, perdido, con ojos de náufrago. Y decide ofrecerle un paraguas, una brújula, una isla. ¿Tan mal me notaba? Como cualquiera en mi lugar, a ver. Mi abuelo lo era todo para mí y yo lo estaba viendo marchar igual que un niño su cometa. Sí. Así me sentía ella: un niño triste en la playa, con el hilo carreto deshilachado en la mano y cara de decepción, mientras una cometa de colores se pierde tras las nubes.

Y a Beatriz no le gustaban los hombres decididos, seguros de sí mismos. Ya de eso había tenido hasta en la sopa. Prefería las dudas. En la duda hay algo de reflexión, hay ganas de crecer, de aprender de los errores. ¿Yo no cometía errores? Claro que sí. Yo soy hombre de grandes contrastes: cuando acierto, acierto de pleno; cuando la jodo, la jodo del todo. No tengo término medio. Mi vida es un ejemplo de ese carácter saltimbanqui. La farmacéutica me miró con curiosidad como preguntándose qué había detrás de esa confesión. Siguió, no obstante, con su teoría de dudas y certezas. Ya había dejado claro que las dudas aportaban algo. En la certeza, por el contrario, hay siempre orgullo y vanidad. El hombre seguro nunca mira atrás, confiado en que lo que hace lo llevará, sin remisión, a un destino que cree merecer de antemano. Así que ella había decidido arriesgarse y compartir aquel tiempo conmigo, el hombre de las dudas de oro. Y Dios proveería luego.

Por lo pronto, Dios proveyó una tarde nostálgica en la que Beatriz y yo canjeamos recuerdos de infancia y resultó que teníamos más de una historia en común: ella también era hija única y se había inventado tantas veces como yo un hermano mayor. Sus padres vivían aún. Y eso, siendo una estupenda noticia, conllevaba igualmente una gran responsabilidad: era consciente de lo que le tocaba en los próximos años; de hecho, a su padre ya empezaban a notársele algunos tropiezos de memoria; todavía no suscitaban alarma pero todo se andaría.

Compartíamos amigos de la juventud, además de Miguel Moyano y Concha. Una isla redonda y pequeña es el paraíso de los bumeranes. Los rostros y los nombres siempre andan regresando a su lugar de origen. A pesar de que ella era más joven, había ido a los mismos parquillos a pelar la pava y resultó que solía parar en la zona de Las Canteras que había enfrente del Rachi, una tasca que hacía las mejores hamburguesas de Las Palmas. Eso significaba que debimos de habernos bañado en la misma marea o haber jugado al clavo y la raqueta en la misma arena. Beatriz consintió en recordarme, con la mano abierta y la palma hacia abajo, las diferentes posiciones del clavo y presumió con gracia de que era una verdadera campeona.

A media tarde apareció por la habitación de Santa Catalina el doctor Millán. Pasó revista al viejo con un fonendoscopio y una linternita. Le desabotonó la camisa beis para escuchar su corazón. Le abrió los ojos lánguidos y hurgó en el centelleo de sus pupilas. Consultó una hoja en la que se anotaban los cambios en el estado del paciente. Entonces, me miró con seriedad y me pidió que lo acompañara a su despacho. Beatriz nos sugirió que tuviéramos nuestra reunión allí, que ella quería estirar las piernas y tomarse un cortado en la cafetería, pero Millán se opuso. No a que ella fuera a por su cortado, faltaría más, sino a lo de tratar de ciertos asuntos delante de mi abuelo. Una cosa era que el hombre estuviera inconsciente y otra que no pudiera enterarse de lo que hablábamos. La conciencia era un jeroglífico que aún estaba por descifrar, frágil como cristal de bohemia, y él no quería tentar a la bicha. Alabé su decisión pero eso sólo podía significar que lo que tenía que contarme me iba a hacer migas el poco ánimo que me quedaba.

La cosa estaba así: Colacho no respondía al tratamiento como ellos esperaban. No sufría, eso podía Millán certificármelo, pero tampoco mejoraba. Las primeras cuarenta y ocho horas eran vitales y mi abuelo estaba ya llegando a la frontera. En otras palabras, convenía que me fuera preparando para lo peor. El médico había oído que yo era un detective bragado en casos de sangre y dolor. No sé por qué utilizó esos términos, ¿sangre y dolor?, para referirse a mi oficio. Si Álvarez llega a estar allí, hubiera dicho que lo había sacado de las chinchosas series de la televisión. Entonces, como quedábamos en que yo era detective, el doctor Millán presupuso dos conclusiones obvias: una, que no le tenía miedo a la muerte, por lo tanto no me iba a afectar la de Colacho, y dos, que llevaba una vida desordenada (al final, el bueno de Álvarez iba a tener razón con lo de las series) y no sabría ni cómo empezar a organizar el entierro.

Salí de aquel despacho con la esperanza de que el médico fuera bueno en lo suyo porque de intuición andaba justito: primero, yo sabía perfectamente lo que era un entierro (de hecho, llevaba dos a cuestas y Colacho ya me había dejado instrucciones para el suyo), y segundo, me iba a pasar el resto de la vida afectado por la muerte de mi abuelo.

Beatriz aún no había vuelto de su paseo. Yo me senté en la silla que ella había ocupado (todavía quedaba algo de su calor sobre el asiento de cuero pegajoso) y le tomé la mano al viejo. Durante unos minutos estuve hablándole de todas las cosas cojonudas que le esperaban a su regreso: la playa, las barcas, los atardeceres de Las Canteras. Le prometí que si se recobraba iba a tomarme un mes de vacaciones para pasarlo juntos. Y que ni se le ocurriera protestar con que no podía permitírmelo, porque sí que podía: como Beatriz, yo era mi propio jefe, y, encima, el mío no era un negocio para echar voladores. Así que cuando se recuperara cerraría el despacho y volveríamos a casa y jugaríamos al dominó con los viejos del casinillo. Eso haríamos.

Creí notar un leve movimiento de su boca, una mueca mordaz que venía a recordarme lo mal jugador de dominó que era yo. ¿Y qué? Aprendería. Me compraría un manual. Precisamente esa mañana había descubierto una librería de viejo en la Calle de los Reyes y, seguro, el librero encontraba entre tanto bártulo un ejemplar de Cómo convertirse en experto del dominó en siete días. Así que de él, de Colacho Arteaga, dependía que yo heredara su pericia en el juego o me convirtiese en un inútil para siempre.

No fui consciente de cuándo entró Beatriz. Sentí su mano izquierda acariciándome con ternura la espalda. En la derecha llevaba un pañuelo de papel para mí. La miré aturdido, ¿Y eso? Ella me sonrió como le hubiera sonreído a uno de sus hijos (al final una es madre de cabo a rabo), Eso es para los mocos, bobo, que te estás poniendo la camisa perdida. Era cierto. En una semana había moqueado más que en todo el resto de mi vida adulta. Menudo detective de mierda estaba hecho. El hazmerreír de todos. Marlowe, Carvalho, Maigret estarían revolviéndose en sus tumbas.

Beatriz debió de leerme el desconcierto en los ojos porque volvió a las andadas de su teoría sobre certezas y dudas. Sólo no dudan los personajes de las novelas. Y ella era incapaz de enamorarse de alguien que no fuese real. Y no. No se estaba enamorando ni nada de eso, que no me hiciera ilusiones. Era una forma de hablar, no pretendía echar más leña al fuego de mis miedos. Simplemente quería que yo supiera que eso de que los hombres no lloran ya no se estilaba. Y que le encantaba verme llorar y ofrecerme un pañuelo. Y, de paso, que me iba a invitar a cenar esa noche a su casa. Prepararía cualquier cosa (ensalada de tomate, filete de gallo a la plancha, paté de aceitunas) y robaría una botella de vino de la bodega de su padre. Sí. Yo no lo sabía pero don Ignacio Guillén tenía una bodega como un castillo de grande. Abriríamos un reserva del noventa y siete o del noventa y ocho, ya le preguntaría a su padre qué cosecha era mejor. Sí. Que yo no la mirara así. Primero consultaría con él, como quien no quiere la cosa, la bondad del vino. Y, luego, le robaría una de las botellas. Boh. No sería la primera vez.

Me levanté del sillón. Fui al baño a lavarme la cara y a sonarme, y regresé a la habitación con ganas de besar a Beatriz. La farmacéutica se me adelantó. Había adquirido la bendita costumbre de tomar la iniciativa y yo no estaba de ánimos para rebelarme ante eso. De acuerdo. Cenaríamos juntos esa noche. Pero lo de su casa lo dejaríamos para el fin de semana: una cena con vino robado merecía más tiempo y menos prisa. Esa noche la invitaría yo, aunque fuera para compensarla por el día que llevaba. Ya sabía que no tenía que agradecerle nada pero quería hacerlo de todas formas. La invitaría a un restaurante que conocía cerca de la Cícer, uno pequeño y elegante con una terracita que daba al mar. Me sentí un poco Judas por no decirle toda la verdad pero juré que, cuando cerrara el asunto de los curas y los cuadros, me dedicaría en cuerpo y alma a conocer a aquella mujer deslumbrante que detestaba a los tipos duros.

Por vez primera en aquel septiembre, el calor nos dio un respiro. Beatriz se presentó con un vestido azul como su risa y un chal color chocolate. Yo me cambié de ropa antes de ir al restaurante y, con las carreras, olvidé coger algo de abrigo. Así pagué la penitencia (me escocía la media verdad que le había contado a la farmacéutica) con una tiritera de frío que resistió hasta el día siguiente. De cualquier modo hacía una noche hermosa: un pedazo de luna le floreció a las aguas y las luces de la ciudad titilaban a lo largo del paseo. La avenida, a esas horas, era un río de gente, lo que me convenía para pasar inadvertido.

El restaurante, como había imaginado, distaba apenas treinta metros del portal de Isaac Olalla. Desde mi silla podía ver quién entraba o salía de los apartamentos, modernos, distinguidos, de piedra color ceniza y cristaleras amplias. En lo que aguardaba a Beatriz pedí una botella de vino blanco, Terras Gaudas, que el camarero acomodó en una cubitera de hielo, junto a la mesa, para que no se calentara. Durante la espera, entraron en el edificio de Olalla una pareja con un bebé, un pibe con su tabla de surf bajo el brazo y una mujer vestida con un pareo amarillo, que venía de la playa. Nadie salió. Supuse que era tiempo de regresar a casa, no de marcharse, lo que me llevó a la conclusión de que tal vez el secretario del Obispado ya hubiera recogido velas y acaso estuviera leyendo, viendo la tele, cenando.

Lejos de defraudarme, sentí alivio ante esa posibilidad. Beatriz Guillén se merecía una velada sin sobresaltos para acabar de explicar con detalle su filosofía de la aventura después de la rutina. Llegó andando con parsimonia (tenía una manera de moverse perezosa, como si no tuviera prisa nunca) y, al llegar a nuestra mesa, me dedicó una gran sonrisa y un abrazo lento y sentido. Yo debía de andar mimoso porque añoré su beso. Beatriz se excusó, Perdón por la tardanza.

—¿Qué dices, bobilina? Si llegas a punto.

—Me molesta hacer esperar a la gente. Y ya veo que has pedido el vino.

—Boh. Eso era para sorprenderte. Acabo de sentarme.

Tardamos en pedir la cena. Se nos fue el tiempo en celebrar lo hermosa que estaba la playa, el fresco de la noche, el sosiego, la suerte que teníamos de vivir en una ciudad como la nuestra. Parecíamos franceses de tanto chovinismo. El pobre camarero se acercó hasta dos veces a tomarnos nota. Al final nos dio apuro por él: abandonamos nuestra conversación por un instante y nos centramos en la carta. Para que el hombre nos perdonara el abandono, lo tentamos a que nos recomendara un par de platos. Eso. Nos poníamos en sus manos expertas. El camarero debía de estar acostumbrado a esa batalla porque traía bajo el brazo su propuesta aprendida, Entonces será una ensalada de arenque con frutos secos, un lenguado a la meunière a compartir y un pastel de cabracho que está para chuparse los dedos. Nos rendimos ante su convicción. Y, cuando se hubo perdido dentro del restaurante, Beatriz sonrió con malicia, ¿Ves?; al final vamos a cenar lo mismo que yo pensaba cocinarte; sólo que aquí lo pintan en colores.

El camarero tuvo acierto y la cena resultó una delicia. Beatriz, eso sí, arrugó la nariz cuando vio llegar los platos (grandes) con las porciones de comida (pequeñas) decoradas con ardor, llenas de trazos marrones, verdes, rojos como serpentinas de sirope. No obstante, después de probarlas, mi amiga hubo de reconocer que la elección había sido atinada. Para colmo, el vino fue el colofón a tanta exquisitez. Y es que la farmacéutica no había probado nunca el Terras Gaudas. ¿La bodega de su padre? Era excelente pero muy escorada hacia los caldos tintos. Ignacio Guillén juzgaba que los vinos rosados eran refrescos de uva y que, para vino blanco, mejor cava o champán. Y ¿qué iba a hacer ella? Moro viejo no aprende idioma nuevo. Así que la próxima vez que lo viera, Beatriz le hablaría de un blanco elegante y discreto que había conocido. Y se refería al vino, no a mí.

¿Sus padres vivían cerca? Y tanto. Compartían con ella un terreno en Tafira que habían heredado de su abuelo Pedro. Sí. Ya sabía que vivir a rebufo de los padres parecía una pésima idea por aquello de la intimidad. Pero resultaba muy práctico, muy cómodo para las urgencias: si los niños se ponían enfermos, los abuelos estaban a un grito de patio de luces; si eran los viejos quienes enfermaban, estaba ella ahí para atenderlos sin descuidar a sus propios hijos. ¿Y cuándo enfermaba ella? Ah, amigo. Ella no podía permitirse según qué lujos. Para eso se hizo farmacéutica: para inventarse todos los remedios antes de caer mala. No quería ni pensarlo.

—Y entonces, ¿a ti quién te cuida?

—¿Perdón?

—Sí. ¿Quién te cuida a ti? Te pasas la existencia pendiente de los demás, organizando sus horarios, sus comidas, las tomas de sus medicinas… ¿Qué ocurre con tu vida?

—Mi vida son ellos, Ricardo. Ya sé que suena a viejo. Tanta vaina con la revolución de las mujeres para volver a lo de siempre. Soy chica para todo. Pero es lo que toca. A mis padres ya no voy a cambiarlos y mi ex es un egoísta interesado. Aunque la culpa es mía por mal acostumbrarlo. Claro. Verás. Yo dejé de trabajar para dedicarme a los niños, tan sólo hace tres años que he vuelto a la farmacia. Sí. Tres. Cuando me di cuenta de que se me estaba cayendo la casa encima y ya no pude más. Él no lo entendió pero…

—¿Quién? ¿Tu marido?

Mi exmarido, perdona. Sí. Se llama César. Dijo que para qué cambiar con lo bien que nos iba. Capullo. A él le iba bien. A mis padres, a mis hijos les iba bien. A mí, de culo. Tuvimos tremendas broncas a cuenta de la decisión (César lo llamaba capricho) de volver a trabajar. Al final, ya ves, me salí con la mía. Pero hice pagar a mi familia un precio demasiado alto.

—Espera, espera… ¿Cómo que hiciste pagar a tu familia? Tu familia empieza por ti. Tus hijos, dentro de seis o siete años, renegarán de todo. Tus padres se morirán bien atendidos. Y un exmarido egoísta no merece salvarse. No has hecho más que reclamar tu pedazo de felicidad. Y te la has merecido con creces.

—¿Tú crees? A veces me despierto con la ilusión de que todo fue un mal sueño y nada ha cambiado.

—Claro. Como el resto del mundo. Cuando tomamos decisiones difíciles nos preguntamos luego mil veces si hemos acertado o no. Pero no tienes más que verte ahora. Estás estupenda. Y tus hijos sobreviven sin la menor secuela porque tienen una madre que los adora y un padre que, por la cuenta que le trae, les dedica más tiempo que nunca. Hazte a la idea de que ahora tienen de verdad una familia: no han perdido a su madre y han ganado un padre que antes apenas veían.

—Dicho así, hasta suena lindo.

—Pues la próxima vez que te entren las dudas me llamas y te lo vuelvo a explicar delante de una botella de Terras Gaudas.

Durante la sobremesa surgió de una bocacalle la figura contrahecha de un acordeonista gitano. Le faltaba la mitad de la dentadura y el oído entero (daba grima su forma de tocar) pero lo compensaba todo con un desparpajo a prueba de bombas. A la farmacéutica le dio lástima. Echó mano del bolso y sacó una moneda de dos euros que puso sobre la mesa. El gitano se acercó con soltura y agradeció la propina con una sonrisa que me recordó a la cueva de una bolera después de que un jugador hubiera derribado la mitad de los bolos. El músico ambulante continuó su camino y, al llegar al zaguán de Olalla, se cruzó con un hombre al que hizo una reverencia estrambótica y guasona.

Tan absorto estaba en las monerías del desdentado acordeonista que casi no reparé en la presencia del otro hombre. Apenas lo vi un segundo, el momento en que el portal se abrió y el tipo entró al zaguán con una mochila en bandolera que yo había visto antes. Era Alejando Bringas. En el apartamento del secretario del Obispado celebraban, por lo visto, una reunión de asturianos. Sólo faltaba la sidra. La pregunta de Beatriz Guillén me devolvió a la mesa diecisiete del restaurante marinero. Quería saber cómo llevaba yo lo de mi abuelo.

Lo llevaba fatal, para qué engañarla. Me tenía con mal cuerpo. Mantenía con el viejo una relación especial (aceite y vinagre, que a veces alguien revuelve y se mezclan con tino) desde hacía varios años. Colacho había venido a sustituir a mis padres, a quienes no había podido dedicar mucho tiempo, culpa de una juventud dislocada y hippie que me duró más de la cuenta. Después de morir mi madre lo fui a buscar a su rincón de la playa y desde entonces se había convertido en mi noray. Ahora ya no tenía repuesto para esa falta. Era mi última bala. Y lo que empezaba a sentir era un vacío infinito que me asolaba el alma.

A Beatriz le sobrevino un fulgor en los ojos, un reflejo de lágrima que se quedó suspendido en las pupilas. Antes de hacerla llorar preferí cambiar de tercio. Y, como la mancha de una mora se sana con otra verde, tiré de las anécdotas de Colacho. Le hablé de él. De su historia. De la de su padre, mi bisabuelo Nicanor, un bohemio que se pasó la vida intentando emigrar a Venezuela y el mal fario le aguaba las intenciones. Cuando no fue la Primera Guerra Mundial fue la Civil, el caso es que siempre se quedó a las puertas de su deseado viaje. Al final, acabó buscándose la vida en Gran Canaria como pintor, granjero y boxeador, hasta acabar administrando una tienda de ultramarinos en la Calle Juan Rejón. Mi abuelo lo admiraba y me da la impresión de que veía en mí, con el abismo del tiempo, muchos de los rasgos de carácter de su padre.

Quise explicarle a la Guillén que Colacho Arteaga había tenido la vida que había querido, una vida larga e intensa. Quizá era el modo de explicarme a mí mismo que la muerte no podía hacerle daño. Ni el egoísmo ni el miedo podían cegarme tanto como para no alegrarme por él. Ojalá yo pudiera disfrutar de una vida (y una muerte: noventa y cuatro años y la socarronería en vilo hasta el último segundo) como la suya.

Una mujerona negra y repintada se acercó a interrumpir mi morriña con sus pañuelos de seda. Detrás, una chinita escuálida nos enseñó su muestrario de flores de papel y sombreros. Y un borracho remató la faena: nos escupió su rabia cuando le negamos unas cuantas monedas para seguir bebiendo. Las ciudades hermosas también tienen su ración de miseria. Beatriz se arrepintió de haber apostado todo al músico gitano. Ya no le quedaba más dinero suelto. De haber sabido que íbamos a asistir a un carnaval de feria hubiese repartido mejor las limosnas. Le advertí de que no había modo de hacer lo que pretendía: ni con todo el sueldo del mes en el bolsillo podría paliar las necesidades de tanto desdichado.

Aunque aún nos quedaba Terras Gaudas por compartir, por si acaso necesitara levantar el campamento a toda prisa, pedí la cuenta. Beatriz quiso pagarla a escote pero no se lo consentí. Esta vez no. Era un truco de tahúr: si la mujer te gusta, invitas tú, así la obligas a devolver la invitación, lo que entraña volver a verla; si no, divides la cuenta y ya nadie se siente comprometido a nada. ¿Eso significaba que me gustaba ella? Claro. ¿O acaso lo dudaba? Su sonrisa presumida me respondió que no, que no lo había dudado ni por un momento.

Mientras venía la vuelta convinimos en algo: a veces el destino nos depara gratas sorpresas, tal vez para reparar los daños del pasado. Hacía sólo unos días éramos unos completos desconocidos y allí estábamos, aquel septiembre abrasador y extraño, charlando como si celebráramos nuestro aniversario. Brindamos por eso. Beatriz se alongó sobre la mesa para darme el beso que me había hurtado antes. Me miró con los ojos brillantes y sentenció: ¿Y sabes qué, Ricardo?; siento que lo mejor está por llegar.

Eran las once y cinco cuando se abrió la puerta del zaguán de Olalla y Alejandro Bringas reapareció en escena. Dos cosas, sin embargo, habían cambiado: el tipo estaba en guardia (antes de salir al paseo, miró varias veces a derecha e izquierda) y llevaba una chaqueta negra que no tenía al entrar. Era más un gabán, un tres cuartos que le llegaba casi a las rodillas. Parecía un pistolero del Oeste, Clint Eastwood reinventado. Sólo le faltó escupir una borla de tabaco, mascado hasta el aburrimiento, en una de las macetas desconchadas del paseo. Beatriz cayó en la cuenta de mi interés por él, ¿Lo conoces? Yo mentí a medias, lo que en ciertas ocasiones es mentir dos veces, Me suena de un viejo caso, sí; se llama Bringas y su especialidad es dar miedo. Ella sonrió con picardía, Pues no pareces demasiado asustado. Y yo, encogiéndome de hombros, Eso es porque te tengo a ti para protegerme.

Le pregunté a Beatriz qué le apetecía hacer. La farmacéutica respondió, con los ojos del vino, que muchísimas cosas pero que deberíamos posponerlo. Al día siguiente tenía que madrugar. Sí. Era cierto que los niños dormían con su exmarido pero ella no se fiaba que César fuese capaz de organizarles el trabajo por la mañana. Sabía bien que, con esa actitud condescendiente, continuaba malcriándolos a todos. Pero, qué quería yo, llevaba a la chepa muchos años de tradición, heredada de madres a hijas. La suya era una tarea lenta y tediosa: se trataba de reeducarlos hasta que adquirieran los hábitos necesarios para funcionar solos, sin su ayuda. De hecho, Beatriz se levantaría temprano, se arreglaría e iría a casa de su ex antes de las ocho. Si a esa hora no los veía salir al colegio, intervendría. Si eran puntuales, se marcharía a desayunar y a abrir la farmacia sin decir ni esta boca es mía.

Me pareció muy sabia, muy coherente su decisión. Le deseé suerte. Aún más: crucé los dedos. Si el experimento le funcionaba, podríamos repetir aquella cena y entonces ya le dejaría pagar a escote, y entonces no tendría que salir corriendo, y entonces podríamos hacer esas muchísimas cosas para las que ahora no había tiempo, y entonces no pensaríamos en otra cosa que no fuera disfrutar el uno del otro. La labor de reeducación que estaba practicando Beatriz Guillén en su familia me vino a huevo esa noche. A las doce me dejó en la puerta de casa. A las doce y dos minutos estuve enterado por Inés (mi secretaria había insistido en quedarse con mi abuelo para que yo descansara) de que Colacho seguía igual: lo alimentaban con una sonda y cada seis horas lo cambiaban de postura a fin de que no se llagara. Y a las doce y siete me hallaba en el Hotel Fataga.

Un coche gris marengo estaba aparcado sobre la acera en la esquina de la Calle Mas de Gaminde, en el mismo lugar donde el policía chulo había estado a punto de multarme. No me hizo falta mirar dos veces para reconocer a uno de los hombres de Álvarez sentado al volante. Me acerqué a hacerle compañía. Cabrera estaba más viejo y más gordo de lo que recordaba, demasiado trabajo sedentario tras su mesa de la comisaría. En sus gestos indolentes se veía que, en efecto, le quedaba poco para jubilarse. Le hice una seña y me invitó a subir.

El coche era un reflejo de su dejadez. En el salpicadero había una bolsa de papel grasiento que, sin duda, había albergado un bocadillo de atún o de sardinas, y un vaso de cartón con restos de café con leche y una botella de agua mineral a medio vaciar. Las huellas de una vigilancia humillante. Después de los saludos ceremoniosos (el hombre se interesó por el estado de mi abuelo; había sabido de su embolia por el inspector Álvarez), nos cruzamos información. Él estaba al tanto de que Bringas había ido a visitar al padre Olalla. Lo había seguido hasta Las Canteras y lo había visto entrar en el edificio de apartamentos. Lo estuvo esperando bajo una farola del paseo hasta que salió de nuevo. Después, el asturiano había regresado al hotel, adonde había llegado a las doce menos cuarto. De modo que todo estaba en su perfecto orden.

Calculé la distancia entre la casa del secretario del Obispado y el Fataga y me pareció mucho tiempo cuarenta minutos para un trayecto que, sin prisas, se recorría en la mitad. Cabrera me miró incómodo, como si le ofendiese mi comentario, Es que Bringas se detuvo en una cafetería de la Victoria para comer algo.

—¿Cómo que para comer?

—Sí. Se detuvo y cenó.

—¿A las once y media? ¿Lo siguió usted hasta el interior de la cafetería?

—¿Para qué iba a hacerlo? Desde el coche vi cómo se sentaba y pedía un sándwich y una cerveza.

—¿Estuvo solo todo el tiempo?

—Pero, bueno. ¿Esto qué es? ¿Un interrogatorio? ¿Me va a enseñar usted ahora a hacer mi trabajo?

—Ni por asomo, Cabrera. Perdone mi insistencia. Pasa que estoy cansado: entre lo de mi abuelo y este caso no doy avío a tanto sobresalto. No pretendía darle lecciones de nada, sólo que me extraña que Olalla no haya invitado a Bringas a ese sándwich. Si usted y yo coincidiéramos fuera de Gran Canaria, digamos que en Oviedo, y yo lo visitara a la hora de la cena, ¿no me sacaría al menos unos manises y una lata de mejillones con una cerveza?

Cabrera comprendió, lentamente, como en una digestión pesada, lo que pretendía explicarle. Se rascó la cabeza, detrás de la oreja (me acordé de la sarna que le achacaba Elsa Iglesias), y miró al frente, a un punto lejos de donde estábamos. No. No tenía sentido lo de detenerse en el bar de la Victoria. Le refuté el alegato con toda la prudencia de la que fui capaz para no despertar su susceptibilidad otra vez: tenía mucho sentido, pero no el que aparentaba. Insistí en la pregunta, ¿Estuvo Bringas todo el tiempo solo?

El policía escarbó en la memoria hasta que apareció una figura tras los ventanales del bar. Una mujer llegó poco después que el asturiano. Mediana edad. Mediana estatura. Vestido gris. Cabello recogido en una coleta. Guapa no era, si no la hubiera recordado sin tanto esfuerzo. ¿Qué hizo? Se sentó a una mesa junto a la de Bringas. Pidió un café o una infusión. Eso. Un té. Cabrera estaba seguro. Le trajeron una tetera con agua hirviendo. La mujer esperó a que la infusión cogiera color, le echó azúcar, lo revolvió sin prisas y se lo tomó a sorbos breves. ¿Había más clientes? No. Ellos dos solos y la camarera. ¿Cuántas mesas tenía el bar? El policía contó mentalmente y le salieron doce, quince a lo sumo. ¿Todas libres? Sí. Todas libres.

Dejé que reposara la imagen de un bar de solitarios noctámbulos antes de continuar con la reflexión en voz alta. A saber: si Cabrera fuera una mujer, si entrara en un bar para tomar un té a las once de la noche, si tuviera quince mesas libres para elegir, ¿se sentaría en la contigua a la única ocupada, máxime si el ocupante fuese un tipo con la facha de Alejandro Bringas? Ni de coña. Buscaría la más alejada de ese tipo. Claro. Igual que yo. Eso significaba que el sicario y la mujer se habían citado allí para algo. ¿Hablaron? No. En ningún momento se dirigieron la palabra.

La última pregunta me sobraba pero tenía que hacerla. ¿Llevaba Bringas la chaqueta negra cuando salió del bar de la Victoria? La cara de estupor del policía me respondió que no, que ni siquiera había reparado en una chaqueta negra, que en verdad estaba viejo y cansado, que no veía la hora de la jubilación, que hacía tiempo que no realizaba labores de vigilancia y bastante tenía con seguir, a sus años, a un sospechoso a medianoche para encima fijarse en una chaqueta que iba y venía como si tuviera vida propia, al coño con todo ya. Cuando lo dejé en el coche, rumiando su desencanto, sentí lástima por él. Álvarez lo había descrito como un buen policía y, seguramente, alguna vez lo había sido. Pero se había convertido con el tiempo en un funcionario lastimero y gris.

Esa noche no iba a poder hacer nada más, ni siquiera dormir. Así que decidí cambiarle el turno a Inés. Cogí una mochila con ropa limpia, me monté en el coche y fui a Santa Catalina a velar a Colacho. A mi secretaria no acabó de convencerle el trueque. No por ella, que al fin y al cabo iba a descansar en su cama esa noche, sino por mí, Estás hecho una mierda, Ricardo; ¿tú te has visto?; seguro que ni has cenado. Le apacigüé las dudas, He cenado estupendamente; con una mujer; sí, con una mujer que no es ni cliente ni sospechosa de asesinato, para que luego digas; ¿cómo?; se llama Beatriz, Beatriz Guillén y es farmacéutica; ¿perdón?, bueno, chica, eso es demasiado correr; por lo pronto basta con que ha llegado; si es para quedarse o no, ya lo decidirá ella.

Resultó que pude dormir algo aquella noche. A ratos, eso sí. Buscando la postura en el sillón de los tormentos. Pero Colacho parecía tan sosegado, tan sereno que acabó contagiándome su paz. Me quité los zapatos y subí los pies a la cama, por una esquina libre. Me abrigué (el aire acondicionado estaba al máximo) con la manta que había en el ropero. Y dejé que el cansancio me derrotara, ya habría tiempo de darle vueltas al caso del periodista.

A las siete y cuarto me despertó un farfullo de sábanas. Una enfermera nueva (figura rechoncha, gestos dulces, cara de buena gente, gafas gruesas, voz tímida) le limpiaba a mi abuelo el sudor de la espalda con un paño mojado en algo que no podía ser vinagre pero que olía y tenía el color del vinagre. El viejo se dejaba hacer desde el pozo de su letargo. De haber estado despierto, hubiera rezongado, le hubiera soltado a la mujer una de sus pullas. La enfermera, ajena a con quién se jugaba los cuartos, se excusó por haberme despertado. Me explicó que lo que hacía era necesario para evitar que el cuerpo se llenara de pústulas. Me felicitó por ser tan buen nieto, ella estaba acostumbrada a cuidar moribundos (no empleó ese término pero sonó igual de contundente) a los que nadie visitaba nunca y mucho menos velaba de noche en esos horribles e incomodísimos sillones. Sí. Se notaba que yo quería a mi abuelo con locura, que no me escudaba en el trabajo, en la familia, en las ocupaciones para desaparecerme del mapa.

Me pareció un halago exagerado. Total, mi trabajo no tenía horario fijo, mi familia era el hombre que estaba en aquella cama y mis ocupaciones no eran tan importantes que no pudieran esperar. Cualquiera en mi lugar haría lo mismo. La enfermera negó con la cabeza, Cómo se nota que usted no ronda mucho los hospitales. Aproveché que la mujer andaba entretenida con la espalda de mi abuelo para preguntarle si podía usar la ducha de la habitación. La enfermera bondadosa y miope me respondió que no pero que sí. Que el baño era sólo para los pacientes pero que aquel paciente no iba a necesitarlo. Que yo me merecía una buena ducha. Y que ella iba a hacer la vista gorda durante media hora para que me aliviara del cansancio pegajoso y las pesadillas.

Mientras caía el agua fría sobre mi espalda, sólo pude pensar en el significado de las palabras de la mujer (aquel paciente no iba a necesitar el baño) y, por primera vez, tomé conciencia clara de que Colacho no volvería a despertar. La ducha no logró desperezarme el ánimo, toda mi vida iba cayendo en círculos por el sumidero. Hice caso omiso a los anuncios que había colgados por todas las paredes sobre la necesidad de ahorrar el agua. La malgasté hasta que me dolió la cabeza de tanta catarata. Cuando salí del baño alguien me había quitado el puesto junto al viejo. Gloria había madrugado para estar con él, tan acostumbrada estaba a atenderlo que no se hallaba en otro lugar que no fuera aquel cuarto de hospital.

No sé qué mosca me picó, qué pensamiento fúnebre traía de la ducha, que cometí la torpeza, la necedad de hablarle de su sueldo: mientras mi abuelo viviera, ella seguiría en nómina. Gloria me lanzó una mirada a caballo entre el dolor y el desprecio para ponerme en mi sitio. No lo hacía por dinero. Mi abuelo siempre la había tratado como a una hija. El suyo era más que un trabajo, la casa de Colacho se había convertido en un refugio, quizá el único lugar de la Tierra donde se sentía libre y dichosa. Tal vez yo no lo sabía pero Colacho Arteaga era la persona más noble del mundo.

Me sentí ruin, indecente. Intenté una defensa que no me defendía. Era el cansancio, el calor, mi carácter arrebatado. Sí. Cuando la cago, la cago del todo. Ella hizo un gesto con la mano, Déjelo; todos estamos afectados con esto, y ahora el único que importa es él. Por supuesto. El que importaba era él, Colacho Arteaga, la persona más noble del mundo con el nieto más torpe de la historia.

Necesité dos cafés, a cual más negro, para espabilarme. No tenía hambre, el sentimiento de culpa me rondaba desde hacía una semana. Pero me obligué a comer algo por si el día se alargaba o se comprometía. En la barra del bar, un tipo me miraba de reojo con obstinación. Lo achaqué a mi aspecto calamitoso: con ojeras, sombrío, la piel cuarteada del agua y la ropa arrugada. La actitud entrometida e insistente del hombre me estaba poniendo nervioso pero gracias al cielo no saqué a pasear mi recién nacido mal humor porque resultó que me conocía de mi antiguo barrio. Vivía, dijo, puerta con puerta con la de mi familia. Jugaba conmigo, afirmó, a la pelota y al burro y al boliche en la Plazoleta de Héroes del Alcázar. Incluso nos enamoramos, confesó con deleite, de la misma chica: Andrea Toledo, un año mayor que nosotros y estudiante de piano en el conservatorio.

A Andrea y su piano los recordaba bien. Y la plazoleta. Y la pandilla del barrio. Y el burro: huevo, araña, puño o caña. Pero al tipo que desayunaba a tres metros de mí, al otro lado de la barra del bar, no. Sergio Déniz. En aquellos años, bromeó, tenía pelo en la cabeza y pantalones cortos que dejaban ver unas canillas flacuchas y blancas. Sergio Déniz, insistió. Su padre tenía una empresa de camiones en Jinámar. Sergio Déniz, reconoció, un malísimo estudiante que no lograba aprobar más que la religión y la gimnasia. Tan emocionado lo vi que acabé por creer que de verdad lo recordaba. Claro, hombre. Sergio Déniz, carajo.

Pasaba que había cambiado tanto… Que habían transcurrido más de cuarenta años y eso no había memoria que lo resistiera. Que yo me había mudado a otro barrio antes de cumplir los trece. Pero ahora (mi fingimiento se fue envalentonando con el segundo café) sí lo recordaba perfectamente. ¿No tenía un hermano mayor? Ah, caramba. Más pequeño. Eso. Más pequeño. ¿Y su padre no conducía un cochazo? Sí. Un Buick Electra, el primero que llegó a Las Palmas en mil novecientos sesenta y cinco. Exacto, un coche magnífico. Y, como por la boca muere el pez, me atreví a evocar a su madre, una señora alta y guapa, morena y siempre sonriente. Y acerté. Sólo que yo no podía saberlo porque su madre había muerto en el parto de su hermano mucho antes de que llegara con su familia al barrio. Y entonces a Sergio Déniz se le pudrió la sonrisa en la boca. Miró el reloj. Pagó su desayuno y se marchó de la cafetería sin siquiera mirar a su viejo amigo del barrio, su viejo amigo el amnésico, el burletero, el hipócrita. Joder. Menudo septiembre.

El calor se levantó temprano esa mañana. Se hizo fuerte en el bazar de los periódicos, en el coche, en la gasolinera. En el rostro de la gente se fue instalando un gesto de tedio, de cansancio, de ganas de nube y panza de burro. Cuando encendí el móvil, después de echar gasolina, tenía dos llamadas perdidas, ambas sin mensaje. La primera era de Elsa Iglesias; la otra, de Gervasio Álvarez. Atendí primero a mi cliente, oficio obliga. La mujer quería saber si me había olvidado de ella y de su hijo. Seguía en vilo. Nadie le decía nada. Ni los supuestos secuestradores ni la policía ni yo. Empezaba a pensar en un complot. En que sabíamos lo que le había ocurrido a Pablo y no nos atrevíamos a enfrentarnos a ella.

Hablé por mí (ya no creía, desde luego, en un secuestro, pero no había amañado nada con la policía) para asegurarle que andaba tras varias pistas y esperaba que pronto me condujeran a algo. Le di cuenta de mis últimos pasos en el Museo Diocesano y en el Convento de las Ursulinas. Descarté comentarle lo del Obispado, no fuera que a Madre Coraje le diera por presentarse allí a cantarle las cuarenta al secretario y levantase la liebre. ¿Cuánto tardaría? Eso era más difícil de calcular pero en un par de días tendría noticias mías. Sí. Dos días. Fueran buenas o malas las noticias. Me comprometía a ello.

Álvarez se había levantado con ganas de bronca. Había estado dándole vueltas al caso durante una noche en que apenas había pegado ojo y no soportaba la idea de cruzarse de brazos por mucha Santa Madre Iglesia que hubiera de por medio. Acababa de leer el informe de Cabrera sobre la vigilancia de Alejandro Bringas y en él se hablaba de un encuentro clandestino con una mujer en un bar de la Victoria. Pero ni se decía quién era la mujer ni se especificaba el propósito de ese encuentro. También decía el informe que Ricardo Blanco había sido visto merodeando por la zona. Así que el inspector se preguntaba si podía yo completar las notas de su hombre. Sí que podía. Eludí entrar al trapo (lo de merodear sonaba a vagabundo sin pena ni gloria) y fui al grano: Bringas había salido de casa de Olalla con un gabán negro que no llevaba cuando entró; yo había cenado en un restaurante a treinta metros de la casa del secretario y lo había visto, y ese gabán no regresó al Hotel Fataga con el asturiano, se quedó en el bar de la Plaza de la Victoria. Eran hechos, no elucubraciones.

No pretendía dármelas de listillo pero la mujer con la que el sidrero se encontró no podía ser otra que Dolores Mesa. No era extraño: ya se habían citado anteriormente, la noche de la redada, en La Alquitara. Y la chaqueta debía de esconder algunas piezas de contrabando de las que Olalla quería desembarazarse y que ahora estarían en el convento. Bueno: con aquel calor se podía estar seguro de pocas cosas, pero me atrevía a apostar con él sobre ello. Después de la trampa que le tendí a la gobernanta de las Ursulinas, Olalla no querría más riesgos. Tendría piezas de arte escondidas en su casa que le quemaban como la yesca e ideó aquel encuentro. Con Ortigosa no podía contar porque era el más vigilado (y el más imprevisible) de todos. Así que recurrió a su paisano y a Dolores Mesa para que lo sacaran del aprieto.

Álvarez interrumpió mi alegato. Necesitaba un segundo para comprobar algo. Sí. El informe de otro de sus hombres, de la Coba, que se había encargado de vigilar a las Ursulinas. Buscó entre los documentos de su buró (se oía de fondo un rasguño de papeles) el dichoso parte. Ajá. ¿A qué hora decía yo que se había producido el encuentro del bar de la Victoria? A las once y media. Pues todo encajaba. De la Coba sostenía que una guagua pequeña había salido del convento a las diez y cincuenta para regresar a las doce y veinte. Que sólo viajaba el conductor, la gobernanta debía de estar agazapada en los asientos de atrás. Y que no lo siguió porque tenía orden expresa de acechar únicamente el coche de Dolores Mesa. ¿Y si llega a tratarse de un señuelo, qué? Hizo lo correcto. Y Álvarez también. No podía hacer otra cosa. Ni loco hubiera apostado más de un coche en La Atalaya con la que estaba cayendo desde Jefatura. Hubiera sido un desastre. Y a los políticos (el Jefe Superior era casi un político) les encantan los desastres, les producen morbo. Lo hubiera aprovechado para cerrar definitivamente el caso y entonces a la gran puñeta con todo.

Lo que estaba clarísimo era que en el convento se escondían suficientes pruebas para desmantelar la banda de traficantes. Me plugo comprobar que el inspector había dejado de dudar de mis teorías. Si iba a embarcarme en una guerra loca contra el mundo prefería tenerlo de mi lado. Álvarez sonó desabrido, ¿De tu lado?; ¿cuándo no he estado yo de tu lado, totorota?; que recuerde, en ninguno de tus casos (y mira que has pisado callos y te has meado en macetas ajenas en los últimos diez años) te he dejado en la estacada. Tenía razón el policía. No siempre habíamos estado de acuerdo en los procedimientos pero hasta la fecha se había comportado como un buen amigo. Así se lo manifesté y, de camino, le expuse cuáles eran mis intenciones para esa mañana. ¿Qué pensaba hacer? Una locura, qué otra cosa podía esperarse de un loco. Un loco que, además, se notaba cansado, sin nada que perder, con un abuelo a punto de morir, una madre desahuciada como cliente y pocas ganas de broma.

Iba a tomar por asalto un convento. Estaba hasta la gaita de paños calientes, de sospechosos que se reían en mi cara, de mentiras obscenas. Iba a asaltar un convento con todo lo que hubiese dentro y me importaba un huevo lo que pudiera ocurrir después. Y qué si perdía la licencia: quién tenía ganas de seguir ejerciendo de detective privado en un mundo sin Colachos Arteagas y con Olallas y Bringas y Ortigosas y Mesas. ¿Desquiciado? Por supuesto que estaba desquiciado. De la rabia, del miedo, de la impotencia, de nuevo la puta impotencia. ¿Pensarlo dos veces? Ya había pensado bastante. Era momento de tomar decisiones. Y ya que allí nadie las tomaba iba a quemar las naves. Sí. Ya sabía que el allanamiento de morada era un delito y una pésima decisión. Que un abogado listo podía anular cualquier prueba que encontrara en las Ursulinas. Que tenía mucho que perder y poca ganancia. Pero es que a mí lo único que me interesaba era acabar con el puñetero caso de una vez por todas. Desmontarles el tinglado a esos cabrones. Y llevarle a Elsa Iglesias el cuerpo de su hijo para que lo enterrara donde quisiera y le encargara una misa de difuntos y le llevara flores todos los domingos a partir de aquel septiembre. Si luego venía un hábil abogado y convencía a un juez escrupuloso de que todo aquello no había ocurrido nunca, allá ellos con su conciencia. La mía se estaba enfangando hasta decir basta y ya no podía más con aquel peso.

Ni la gobernanta ni ninguno de sus compinches esperaba una jugada así. Dolores Mesa se vería sorprendida. Me gritaría. Buscaría ayuda. Y acabaría llamando a Olalla, primero, y a la policía después. Y él, Gervasio Álvarez tendría que acudir en su auxilio. Con eso contaba. Sólo le pedía una cosa: que anulara en ese instante la vigilancia del convento; que mandara llamar a de la Coba o a quienquiera que estuviese en la curva de La Atalaya, al lado del mugriento contenedor. Exacto. Cuando la hermana Dolores lo requiriera, el inspector tardaría media hora en llegar. Sí. Eso. Lo único que necesitaba un loco desesperado era tiempo para hallar las pruebas. Para encontrar unos cuadros que alguien estaría echando de menos en algún lado. Y para desenterrar un cuerpo y ver si se trataba de una cabra o un periodista. Después ya no era cosa mía. Lo dejaría todo en sus manos y acataría las consecuencias, allá jueces y jurados con sus martingalas.

El inspector mantuvo un silencio engorroso, pétreo, de esos que tanto podían preludiar un aplauso como una sarta de improperios. No quise romperlo yo. Necesitaba a mi amigo y estaba seguro de que, si lo presionaba, estallaría y me mandaría a tomar por culo. Abrí la ventanilla del coche para que entrara el aire pero el aire que entró quemaba más que el de dentro. Volví a cerrarla. Una pitada me sacó de la hipnosis. Me había quedado en medio de la gasolinera y una mujer, en una ranchera blanca, tenía prisa por salir. Me aparté de su camino y dejé el coche en la zona de recauchutado.

El policía respiró hondo antes de pronunciarse y, cuando lo hizo, eligió el camino de en medio, ni broncas ni alabanzas, Te me has vuelto nihilista, Ricardillo.

—¿Dígame?

—Que te me has vuelto nihilista con los años.

—Los años no tienen nada que ver en esto, inspector. Ya le digo que, con mi abuelo en coma y Elsa Iglesias en su purgatorio de dudas, si no me puedo permitir el nihilismo ahora ya no podré jamás.

—Sabes lo que vas a hacer, ¿verdad? Si das un solo paso en falso te va a caer un puro de tres mil pares de cojones.

—Tres mil pares y pico, sí. Lo sé.

—¿Y estás dispuesto a mandarlo todo al garete por este caso? Mira que si te sale mal puede ser el último que te dejen investigar. Ni yo podré interceder por ti.

—De algo hay que morir, Álvarez. Además, usted y yo sabemos que el verdadero detective es mi abuelo. Sin él no tiene maldita gracia este oficio.

—Pero tú no vales para otra cosa que para mosca cojonera.

—Pues a partir de ahora, si la jeringo en La Atalaya, seré una mosca cojonera y clandestina. Me mudaré de barrio y me dedicaré a casos de cuernos, putas y enredos empresariales, que dan más pasta.

—Eso no te lo discuto. Y dime, ¿todo esto vale la pena?

—Lo ignoro. Ya sabe lo que dicen: la ópera no se acaba hasta que no canta la gorda. Entonces ya se verá si vale la pena o no.

—Tienes una hora. Desde que entres en el convento hasta que lleguemos nosotros. Una hora. Aprovéchala como si te fuera la vida en ello. Cuando te vea allí dentro tendré que detenerte.

—Me parece justo. Hasta dentro de un rato, entonces.

—Ve con cuidado. Y suerte.

—Gracias, amigo.

Rumbo a La Atalaya tuve tiempo de pensar en muchas cosas, sobre todo en los riesgos que corría. Me pareció andar girando en un bucle machacón hasta el cansancio. Mi vida de detective había estado marcada por lo que mi abuelo tacharía de calenturas. Creí estar oyéndolo en su sillón de orejas, ¿Te has dado cuenta, Ricardillo, de que tú lo arreglas todo con tus calenturas?; no conozco a nadie con menos paciencia, m’ijo. Y, como siempre, hasta en mis alucinaciones tendría razón el viejo. Porque no era la primera vez que me encontraba en una situación como aquélla. Desesperado, hastiado. En el caso del violinista judío me jugué el tipo en un chalé en llamas en casa del carajo para salvar a una muchacha en peligro. En el de la sirena (así llamaron los periódicos a una pobre prostituta asesinada) hice lo mismo para evitar que a Colacho me lo botaran por un despeñadero.

Ahora (desesperado, hastiado) tenía la intención de poner patas arriba un convento de monjas. Y resultaba irónico: no había nadie a quien salvar (impensable que Pablo Quesada aún estuviese vivo) y mi vida no corría serio peligro (la hermana Dolores no era una loca perturbada ni un capo mafioso); sin embargo, albergaba el mismo miedo que entonces. ¿Quién sabe? Quizá no era la calentura sino el miedo lo que me impelía a actuar.

Álvarez estaba en lo cierto: si fracasaba, me iba a pasar una temporada en el Salto del Negro, tendría que buscarme la vida en otra cosa, acaso en otro lugar, y empezar de cero. Pero eso solo no justificaba el miedo. Mi verdadera angustia era defraudar a Colacho, no poderme despedir de él como Dios manda, pasarme en la prisión el resto de su convalecencia.

En la rotonda del Monte Lentiscal estuve a un volantazo de desistir. Recordé la pregunta del inspector: ¿de verdad valía la pena todo aquello? Mi abuelo (de nuevo me hablaba desde su sillón) diría que sí. Que no había marcha atrás. Que ni se me ocurriera ponerlo a él de excusa para eludir mis responsabilidades. Que prefería morirse solo en Santa Catalina que acompañado de un cobarde. Que me arrepentiría el resto de mi vida si no peleaba hasta el final, fuera el que fuera, en aquella aventura. Que más valía honra sin barcos que barcos sin honra. Y además, qué carajo, con lo divertido que iba a ser lo que ocurriera en el puñetero convento, como para perdérselo. Así que adelante con los faroles.

Aparqué a Mildred en la carretera general, en un hueco que se hacía entre un puentillo y una fuente seca. No quería delatarme antes de tiempo así que mejor borrar las huellas del coche. Subí el caminito a pie, pegado al muro. El sol empezaba a recalentar la piedra. Asusté a media docena de lagartos que buscaban aliento fuera de sus madrigueras. El perro de una casa vecina ladró. Y convocó a una jauría que habitaba aquel barrio retirado del mundo.

El problema de las calenturas, del miedo, de actuar a la desesperada, es que te dejas siempre pelos en la gatera. En mis cálculos sólo entraban un grupo de mujeres con Dolores Mesa al frente y un jardinero que, en el peor de los casos, se mantendría neutral. No tendría, pues, que pegarme de trompadas con nadie. Si hubiera estado atento a la conversación con Álvarez en lugar de buscar argumentos que afianzaran mi decisión de invadir las Ursulinas, hubiera reparado mucho antes en un nuevo jugador dispuesto a aguarme la fiesta. Lo supe (fue más que una intuición) al llegar al aparcamiento. Había una guagua allí como las otras veces. Una guagua pequeña, probablemente la que había conducido a la gobernanta a su cita con Bringas la noche anterior.

Me acerqué por detrás, despacio, procurando no sublevar la gravilla. No había nadie en la guagua, aunque las puertas no estaban cerradas con llave. En el asiento del conductor asomaba colgada una rebeca azul oscuro con el emblema de la empresa de transportes. En el salpicadero, un periódico doblado. En el cenicero, dos bolígrafos y un pequeño bloc de notas. En el bloc, una serie de trabajos y fechas anotadas, la última de las cuales databa del día anterior por la mañana. La excursión de medianoche no aparecía registrada.

Crucé el aparcamiento y busqué el huerto por si veía a Marco Aurelio. Los frutales estaban desatendidos; la tierra, reseca; el suelo, lleno de hojas muertas. Entendí por qué Trueba necesitaba acudir a diario: el sofoco se abría paso a codazos entre la hierba. La puerta trasera del convento estaba también abierta, pero esa opción debería esperar. Rodeé la casona para llegar a la rosaleda sin ser visto. Protegido por la fronda de árboles, me aproximé cuanto pude a la puerta enrejada del jardín. Me detuve a escuchar. Ni siquiera el viento se presentó a la cita de septiembre. Sólo un gorjeo de pájaros y el canturreo lejano de la cocinera, Somos novios, mantenemos un cariño limpio y puro. Olía a gazpacho.

La verja estaba cerrada pero sin candado. ¿Para qué iban a candarla? ¿A qué loco se le iba a ocurrir allanar un convento de aquel modo tan tosco y con aquel levante? Acepté la invitación a entrar. Atranqué la puerta detrás de mí. Atravesé el jardín hasta el lugar que había marcado Trueba: al fondo de la rosaleda, junto a una pila de agua. Me agaché a remover la tierra, a buscarle macas a la arena. Examiné con la mirada el terreno por si había una pala o un pico que pudiera ayudarme. Nada a la vista. El cuarto de aperos sí estaba cerrado con llave y el ruido que produciría al intentar abrirlo acabaría por alertar hasta a la monja sorda. Desistí. Seguí mirando a mi alrededor.

Debajo de la pila había un balde de latón del que sobresalía el mango de una herramienta. Eran unas tijeras de podar. Tendrían que servirme. Me arrodillé bajo el rosal y comencé a escarbar con todas mis fuerzas. A cada poco me detenía para escuchar el aire. Nadie. Se me ocurrió que necesitaba más concentración, no podía estar en misa y repicando. Cogí el balde y lo llevé hasta la puerta enrejada. Lo coloqué sobre una piedra irregular de modo que, si alguien abría la verja, volcaría el recipiente y el ruido me prevendría. Volví a la tarea de excavar una tumba. Después de un buen rato lo único que había conseguido era astillarme los nudillos y embarrarme la ropa. La sombra del rosal no me evitaba el calor asfixiante. Me sudaban las manos. Me desesperaba imaginar que había cruzado todo el océano para morir en la orilla. Pensaba sin dejar de cavar (¿qué se me pasaba por alto?), sin dejar de sacar tierra con la podadora (¿dónde escondería yo un cadáver?). Allí no había nada. Nada de nada. Ni una cabra ni un periodista.

Analicé con calma lo que desafinaba en todo aquello. Volví atrás, desde el momento en que aparqué el coche en la cuneta. ¿Con qué me había encontrado? ¿Qué no había sabido leer en el trayecto? Tenía, mirara donde mirara, puertas abiertas y caminos francos: la guagua, el huerto, el convento, el jardín. Demasiado abiertas, demasiado francos. Parecían desafiarme, Vamos, atrévete a cruzar la línea. ¿Por qué, entonces, el cobertizo estaba cerrado? ¿Eran más valiosos los aperos del huerto que los cuadros y los tapices? ¿Valían más los sacos de cebollas y papas que las obras de arte de la capilla?

Me levanté con la tijera de podar en una mano. Con la otra me limpié los restos de tierra en las rodilleras del pantalón. Anduve los tres pasos que me separaban del cuarto de labranza sin dejar de mirar a la verja de la rosaleda. El portalón del cobertizo era de madera verdosa, con algunos remaches en zonas magulladas por la humedad y el tiempo. Un candado bruñido de la marca Pampa (lo único nuevo de aquel pesebre) custodiaba lo que quiera que hubiese dentro. Era más fácil romper la puerta a patadas que el maldito cerrojo, pero la escandalera despertaría a todos los perros del barrio. Exploré la cerradura entera a ver si hallaba taras y encontré una ranura entre el bastidor de hierro que sostenía el candado y la plancha de madera del portalón. Metí la punta de la podadora e hice palanca.

La tabla se astilló por varias partes produciendo un chasquido sordo y denteroso. Al cuarto o quinto golpe de torniquete una de las hojas de la puerta se abrió. Me agaché por debajo del bastidor y entré en el cobertizo. Necesité unos segundos para que mis ojos se acostumbraran a la penumbra. Me recibió un olor a productos químicos, a azufre y a tinturas, y a algo más que no supe definir. Busqué un interruptor en la pared de piedra. No lo había. En el centro del cuartucho colgaba un bombillo como un ahorcado del que se habían olvidado hacía años. Seguí el curso del cable hasta llegar a una de las dos pilastras gruesas y mohosas que sustentaban el tinglado. Le di a la luz pero el bombillo debía de estar ya herido de muerte porque, tras un estallido de wolframio, regresó la penumbra.

La luz del mediodía, no obstante, se colaba por la hoja abierta iluminando un pedazo del cuarto en el que se amontonaban varios sacos de grano. En la esquina de la derecha se emplazaba una estantería con repisas donde podían verse latas de veneno, bolsas de abonos y talegas de semillas. Junto a ella, cinco ganchos fijados a la pared de los que pendían un rastrillo, un pico, dos palas gemelas y un escobillón. Al otro lado de la habitación había un inmenso arcón que alguien había rodado recientemente: una estela en el suelo igual que la que dejaría un compás en una hoja de papel lo atestiguaba. Eso significaba que lo habían arrastrado desde una sola esquina. Que no había habido suficientes manos para levantar el arcón en peso y volverlo a colocar en su sitio. Y que quien lo zarandeó tenía mucha prisa, tanta como para despreocuparse de las huellas que dejaba atrás.

A un lado del baúl había una carretilla vacía. Al otro se hallaba una pila de cajas de madera con la fruta que daban los árboles de Marco Aurelio. Distinguí varias manos de plátanos, una docena de manzanas verdes, dos o tres aguacates que maduraban al fresco del cobertizo. Sobre el arcón descollaba una jarra de cristal de tallo delgado con tres rosas amarillas. Habían colocado un mantel debajo para evitar que dejara surcos en la tapa del mueble. Estaba admirando el exquisito encaje del mantel cuando un estruendo de metal me llegó desde afuera. El balde había caído. Alguien había abierto la puerta del jardín.

Aunque los pasos sonaban cautelosos (tuve la sensación de que tardaban una eternidad en llegar a la puerta del cobertizo), no tenía tiempo de recorrer la habitación entera para armarme con el pico o el rastrillo. Además, hubiera delatado mi posición y perdido la única baza que me quedaba en pie: la de la sorpresa. Sí. La sorpresa. Porque, si bien el recién llegado sabía que yo me agazapaba en el granero aquel, allí había más recovecos para esconderse que en un castillo feudal. Necesitaba, eso sí, algo con lo que defenderme si llegaba el caso. Agarré la jarra de cristal, arrojé el agua y las tres flores medio mustias ya por detrás del arcón y me oculté tras la pilastra ancha sobre la que se enroscaba el cable de la luz.

Esperé. El desconocido también. Estaría, como yo, considerando el siguiente movimiento. Con cada segundo que pasaba crecían los nervios: en él, supuestamente; en mí, sin duda alguna. Me asombró mi propia ingenuidad: ¿de verdad había creído que iba a entrar en el convento y a salir con todas las respuestas sin pagar peaje? Un silencio mortificante y seco se había enseñoreado de la mañana. Y la impaciencia, la calentura, el miedo (quizá una confusión de todo) comenzaban a hacerse insoportables. Necesitaba que ocurriera algo, así que cogí una manzana grande de una de las cajas, apunté alto y la lancé con fuerza al otro lado del alpendre, adonde las semillas y los abonos. Logré darle a una lata de veneno (una roja con el dibujo de una rata repugnante y gorda), que se tambaleó en la balda con un sonido a alcancía chirriante.

Lo que vino después fue un despropósito. Dos disparos: el primero agujereó una bolsa de semillas negras; el segundo abolló la lengua de una de las palas que colgaban de la pared. Dos disparos. Y de nuevo el silencio de cementerio. No supe si el panorama se oscurecía o se aclaraba. Sólo que ya sabía a lo que atenerme: mi enemigo iba armado con una pistola y yo, con una jarrita de cristal. Menuda guerra.

Calculé, mientras mantenía la respiración, mis alternativas: ¿continuaba con el lanzamiento de manzanas hasta que a aquel tipo se le acabara la munición?; ¿esperaba a que llegara alguien en mi ayuda?; ¿me rendía directamente? Tres opciones que no me tentaban: una por ridícula, otra por quimérica y la última por denigrante. Si me iban a pegar un tiro que me lo pegaran de frente.

Una voz masculina resonó en el jardín, Salga con las manos donde podamos verlas y no le ocurrirá nada; tiene mi palabra, Blanco. El empleo alternativo del plural y el singular, la cadencia trémula de la amenaza, el ligero titubeo con el que el hombre había pronunciado mi apellido me hicieron caer en la cuenta de que, en aquella batalla, no más había dos combatientes y los dos estábamos acojonados. Sólo que uno llevaba arma y el otro no.

En ningún momento me creí la palabra de que me iban a dejar salir vivo del cobertizo. A Quesada se lo habían cargado por mucho menos. Y en cuestiones de muertos, es sabido, ocurre como en los saldos de un supermercado: el segundo crimen sale a mitad de precio. Me mantuve en mis trece, sin moverme. Fuera hacía un calor infernal mientras que en el granero, al menos, se podía respirar. Y eso hice: respirar. Honda y profundamente. Y la respiración me condujo, de nuevo, a un tufo penetrante y desagradable que apenas lograban esconder los olores de la fruta y los productos químicos. Pensé primero en la jarra que sostenía en la mano. Tal vez el agua de las flores se hubiera emponzoñado. Pero no. Me la acerqué a la nariz y aún olía levemente a rosas. Ya no era una fragancia sutil pero no importunaba.

La fruta no podía ser tampoco. Estaba verde. Aún le quedaban días para madurar, cuanto más para pudrirse en las cajas. No. Era otra cosa. Ácida y repulsiva. La última vez que había olido algo semejante había sido junto al contenedor de basura de la carretera y lo había achacado a un animal muerto. A eso olía: a un cuerpo en descomposición.

El hombre de la puerta comenzaba a impacientarse. Lo imaginé sudando, la camisa pegada al cuerpo, las gotas de sudor empalagoso resbalándole por la espalda. Eso explicaba su actitud: comenzó a golpear el bastidor de hierro con la culata de la pistola. Toc, toc, toc. Como un reloj fatal que esperara a la muerte. Me acordé (lo que es el pánico, carajo) del reloj de Solo ante el peligro. Insistente. Amenazador. Turbio. Supuse que el chófer intentaba ponerme nervioso. Me recordaba que aún le quedaban balas y que el tiempo caminaba en mi contra. Sin embargo, lo que logró fue apaciguar la espera: mientras siguiera oyendo aquel tic tac metálico, sabría que él estaba en el umbral de la puerta y yo, vivo.

La peste también seguía allí, cada vez más lacerante, más corpórea. Dejé con tiento el jarrón en el suelo, me puse de rodillas y anduve a gatas, muy despacio, hasta una esquina del arcón. El mueble tenía unas patas anchas y redondas, de unos quince centímetros de altura. Con la cabeza a un palmo del suelo, el olor se convirtió en presencia, en certeza. Venía de allí, de debajo del baúl. Un olor fétido que provocaba arcadas. Esquivé el asco para meter la mano. Palpé la tierra blanda y arenosa, que se escurría por entre mis dedos. Cuando la saqué, tenía unas manchas oscuras y pegajosas adheridas a ella. De repente el tic tac dejó de sonar. Y yo regresé al refugio de la pilastra con el funesto convencimiento de que ya había encontrado a Pablo Quesada.

El miedo y el cansancio dieron paso a la rabia. Al coraje. A las ganas de sacarle las tripas en caliente a uno que yo me sabía. ¿Con qué pretexto podía justificarse la muerte de un hombre? ¿La avaricia? El periodista había descubierto el tinglado de los traficantes de cuadros, un negocio que movía mucho dinero. Sí, ¿y qué? Ortigosa y Olalla podían haber mantenido la discreción por un tiempo, podían haber esperado a que pasara la tormenta, podían haber intentado desacreditar de alguna manera a Quesada. Tenían suficiente poder para eso y más. Pero no. Decidieron acabar con Pablo. Y ni siquiera habían tenido el valor, la decencia de hacerlo con sus propias manos. Se valieron de la confusión de otro pobre cura, Ernesto Calvo, la segunda víctima de aquella tragedia.

En ese estado de coraje me hallaba cuando un movimiento de aire me sobrecogió. Una sombra se había abierto paso por el hueco roto de la puerta. Seguí inmóvil, con el jarrón agarrado con fuerza. La sombra se movía despacio, con esfuerzo, ya dicen que el miedo se huele antes que la mierda. La vi patear un saco de cebollas. Y apartar una estera que había entre dos maderos con la punta de la pistola. Entreví una cabeza achicada, un cuello ancho, un cuerpo corto y rudo, unas manos grandes. El tipo en su conjunto parecía hecho de retales. De pronto se agachó. Cuando volvió a alzarse llevaba la manzana en la mano. Me pareció que sonreía. Probó la fruta (la mordida me resultó obscena, exagerada). La arrojó con fuerza contra la pared contraria. La manzana se partió en dos y una mitad vino a parar a medio metro de mi pie izquierdo.

El hombre aguardaba alguna reacción pero no le iba a dar el gusto de ofrecerme de blanco. Acabó de tragar su bocado antes de hablar de nuevo, Vamos, amigo; usted y yo sabemos que no tiene escapatoria; salga ahora y llegaremos a un acuerdo; los curitas no quieren que esto se alargue más. La treta era tan burda que me dieron ganas de reírme en su cara. ¿Qué esperaba? ¿Qué le respondiera para descubrirle mi posición? Fíate de la Virgen y no corras. El chófer empezaba a desesperarse. Y esa desesperación, junto al crepitar de la madera vieja y el hedor a carroña, me iba a venir como agua de mayo.

Entre los dos no había más de cinco metros. Percibí sus pasos cortos e inseguros, como el de quien pisa huevos, dirigiéndose a la zona más lóbrega del cobertizo, allí donde no llegaba la luz de la mañana. Se detuvo a medio camino. Olisqueó el aire. Tuvo que notar la peste a carne descompuesta que ya se hacía intolerable porque sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se lo colocó en la nariz. Con las dos manos ocupadas reanudó la marcha. Pero sostener un arma con una sola mano es igual que jugar a la ruleta: puedes disparar pero no sabes adónde irán los tiros. Y eso fue lo que sucedió.

De repente sonó un crujido seco, el temblor de una viga acomodándose al calor o las junturas del arcón o alguna tabla suelta que las monjas tenían allí dentro para reparar los palés de la fruta. El chófer se sobresaltó y comenzó a disparar como un energúmeno. Vi las balas rebotar en la pared, astillar la tapa del cofre, reventar un aguacate. Un casquillo vacío saltó en mi dirección y estuvo dando vueltas sobre sí mismo unos segundos interminables.

Ni el pistolero supo cuántas veces apretó el gatillo. Siguió andando hacia el lugar de donde había venido el reventón de la madera con la mano en alto y la pistola desquiciada. Cuando llegó a la altura de la pilastra, le lancé un mandoble con la jarra, que se hizo añicos en su muñeca. La pistola salió despedida y se coló en la carretilla haciendo un ruido como de máquina tragaperras. El hombre, aún con el pañuelo en la boca, me miró aturdido. Antes de que pudiera recomponerse, le descargué un golletazo (media jarra todavía colgaba de mi mano) que le abrió una brecha en la frente, justo encima del ojo derecho. Ahora el pañuelo le iba a servir también para detener la hemorragia. Y por si acaso tuviera ganas todavía de más jarana, le mandé una trompada en la mandíbula que lo tiró de culo contra el portón.

Recogí la pistola del fondo de la carretilla y se la enseñé. El tipo me miró con el ojo sano desorbitado, ahora las tornas habían cambiado. Negó con la cabeza. Sollozó. ¿Pensaba que iba a matarlo? No. Ganas no me faltaban pero no. Lo obligué a levantarse. A caminar hasta el arcón. A volver a rodarlo. A dejar al aire la fosa de donde venía el tufo a cadáver. A escarbar con las manos. Me importaba un huevo que estuviera sangrando, coño. No haberse puesto a jugar con pistolitas si no soportaba un rasguño. Con las manos, sí. Fuerte y rápido, que no teníamos todo el tiempo del mundo. El pañuelo se le llenó de mierda y la mirada, de pánico. No era para menos.

Ni siquiera yo estaba preparado para lo que nos íbamos a encontrar. En un revoltijo de piernas y brazos, había dos cuerpos en lugar de uno. A Pablo Quesada no se le reconocía la cara, tan podrido estaba ya. Pero a Marco Aurelio Trueba sí. Joder. El rostro del jardinero parecía de confusión, de aturdimiento. Era la mueca de alguien que no se cree que eso le esté ocurriendo a él, que no cree merecerse una muerte tan cruel, tan sin sentido. Al chófer le salvó la vida que se puso a vomitar encima de los plátanos. Porque lo que me nacía en aquel instante era pegarle un tiro como a un perro. Pero nadie vomita sobre sus propios crímenes. El tipo estaba tan asqueado como yo. Nadie le había dicho, cuando lo contrataron, que iba a tener que lidiar con aquello. Lo dejé apoyado en las cajas de fruta, sangrando por un ojo y con las perneras del pantalón meadas (literalmente) de miedo.

Cuando llegué a la verja de la rosaleda, dos policías me gritaban algo. No entendí, tan atónito me encontraba, lo que querían decirme. En realidad no los oía. Sólo veía sus caras desencajadas, sus armas apuntándome, sus rodillas flexionadas en posición de ataque. Sólo cuando vi a Álvarez, detrás, agitando las manos, logré entender algo de todo aquello. Tira la pistola de una puta vez, coño.

El despacho del inspector tenía un aire cuartelero, poco inclinado a la imaginación y a la broma. Los muebles eran grises, fríos, sin alma. El piso era lo único que quedaba de la antigua mansión sobre la que habían erigido la comisaría en los años setenta: unas baldosas, rojas y blancas, de granito. Reparé en una grieta del techo que recordaba el mapa de Italia. Olía a papel, a café de máquina y a restos de una época en que se podía fumar en los edificios públicos. Aunque hubiera pasado casi un año desde que había entrado en vigor la prohibición, las paredes, las cortinas, los suelos estaban aún impregnados de ese olor a tabaco negro de contrabando.

El policía que tecleaba en el ordenador de Álvarez no podía esconder la repugnancia que le producía el relato de los hechos. Supe más tarde que era hombre profundamente religioso. Que oía misa todos los domingos con su familia en la Iglesia de Santa Teresita. Que confesaba y comulgaba cada quince días. Que dejaba limosna para las misiones en la urnita de la entrada. Por eso no comprendía cómo unos curas habían sido capaces de urdir crímenes tan atroces. Lo de los cuadros, pasaba. Pero lo de las muertes de esos dos pobres hombres no tenía perdón de Dios, caramba.

El hombre observaba la pantalla y me observaba a mí sin mover la cabeza, tan sólo con los ojos fervorosos e inquietos asomados por encima del balcón de sus gafas. Acaso rogaba al cielo para que todo aquello fuera un delirio mío, la conjetura dislocada de un detective privado al que, con toda franqueza, le quedaba grande un caso así. En absoluto entendía por qué me habían permitido meter las narices en un asunto tan espinoso. Sin embargo, estaba siendo testigo de cómo su propio jefe, el inspector Álvarez, iba corroborando paso a paso mi exposición, rellenando los huecos que a mí se me escapaban, corrigiéndome, aumentando la dosis de horror en la narración. El escribano tuvo que asumir, entonces, que lo que el inspector y el detective declaraban era la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad.

Y es que entre los dos fuimos recomponiendo el rompecabezas. Las fichas fueron encajando de un modo concluyente: un periodista que desaparece; un peregrino que surge en plena noche; un secuestrador que llega del frío; un cuadro del que nadie quiere hablar. Por separado formaban un galimatías. Bien engarzados, cobraban pleno sentido. Entre bambalinas, manejando los hilos de aquel teatrillo de marionetas, dos curas y una monja seglar, cada uno movido por su propio interés: Olalla, por codicia y ambición; Ortigosa, por un vanidoso placer estético; Dolores Mesa, por su convento.

Los aspectos más técnicos del asunto, por descontado, precisaron de ayuda. Una profesora de arte de la Universidad de Las Palmas reconoció las obras que se encontraron en casa de Jorge Ortigosa y en la celda de Mesa en las Ursulinas. Todas eran originales y valiosas. Aunque no se consideraba una experta tasadora, la doctora Almeida dejó caer una cifra cercana a los tres millones de euros. Explicó que los sacerdotes sabían lo que se traían entre manos. Que, por ejemplo, Juan de Miranda había pintado varias Inmaculadas muy parecidas: el rostro dulce y algo contrito, el manto azul celeste, la postura complaciente de las manos, el delicado pie sobre una luna y un basilisco, doce estrellas en la bóveda del lienzo. Sin embargo, Nuestra Señora de la Luna (al final, apareció en la celda donde habían encerrado al peregrino, junto con otras obras de valor) llevaba un manto rojo y nueve estrellas: eso la convertía en una rareza y, por ende, triplicaba su valor.

En efecto, las doce estrellas eran lo más frecuente en cuadros de la época. Simbolizaban, según diversas versiones, las doce tribus de Israel o a los doce apóstoles. El manto azul, por su parte, denotaba la pureza de María, su virginidad. Si bien la profesora no quiso aventurar quién y por qué le había confiado a Miranda ese cuadro (una obra así solía obedecer al encargo de algún terrateniente o de algún duque), lo cierto era que se trataba de una paradoja que, en un mercado apropiado, podía alcanzar una cifra mareante. El cuadro, por si fueran pocas esas cualidades, mostraba un excelente estado de conservación: los craquelados (las grietas del paño) eran discretos, el color (rojos carmín elaborados a partir de la cochinilla y verdes venecianos) se mantenía terso y aún podía verse la firma del pintor a los pies de una paloma anunciadora.

La doctora Almeida se entusiasmó al describir la obra. Señaló con un dedo la figura andrógina, asexuada, del arcángel Uriel. Sí. Era Uriel y no Gabriel, con el que solían confundirlo. Su presencia era un claro influjo de Leonardo. ¿Qué Leonardo iba a ser? El único Leonardo que valía la pena. Da Vinci. Por las huellas, aquí y allá, se apreciaba que habían sacado el cuadro de su marco original para depositarlo en otro más rutilante, menos basto. Parecía una sandez pero aún había compradores (millonarios sin estilo, alcaldes corruptos, actrices de cine) que se dejaban engañar por el envoltorio y pagaban más si las pinturas venían enmarcadas elegantemente.

Un galerista con el que Álvarez se puso en contacto apuntó la posibilidad de que Miranda hubiera abrazado, en algún momento de su vida, una secta secreta, la masonería quizá. Eso podía explicar que Nuestra Señora de la Luna rompiera el rito cristiano de pureza y bondad. El manto rojo hablaba de fuego, de sangre, incluso de sexo, con lo que la virginidad de María quedaba en entredicho. Las nueve estrellas significaban la conciencia que viaja hasta el nacimiento de Jesús. Se trataba, en esencia, de teorías paganas que iban en contra de la ortodoxia, pero no era infrecuente que los artistas se tomaran ciertas libertades a la hora de plasmar una escena bíblica. Sobre todo si quien encomendaba la obra estaba dispuesto a pagar bien su encargo.

En cuanto a los destinatarios de los cuadros, coleccionistas privados cuyo propósito era el de blanquear dinero de otros negocios más cenagosos, la secretaria insegura y titubeante del Diocesano aportó una nutrida lista de clientes y asociados. Algunos, en ocasiones, habían visitado Gran Canaria o enviado peritos de su país para autentificar las obras. Además de los nombres que hallamos en el archivador de Ortigosa, la muchacha recordaba en especial a dos rusos, Zhukov y Bondarenko, que acaparaban entre ambos el cuarenta por ciento de los contratos de venta. Moscú era el destino de buena parte de las piezas que vendían. Aun así, ella no podía creer lo que el inspector Álvarez le insinuaba de un modo velado. ¿Mafia? ¿Tráfico ilegal? Hasta donde llegaban sus conocimientos, las piezas pertenecían a la Iglesia y era potestad suya venderlas para paliar las necesidades en las parroquias, los monasterios, las misiones, los comedores sociales que regentaban. ¿Dónde estaba el delito?

El señor Obispo, avisado de urgencia, respondió con rotundidad. El delito estaba en que buena parte del dinero de esas transacciones no aparecía registrado en los libros de cuentas de la Diócesis. Se distrajeron (a Álvarez, la manera de expresarlo le causaba acidez) algunas operaciones que él, desde luego, no había (ni hubiera nunca) aprobado. Su eminencia atestiguó que su relación con tales tejemanejes era inexistente. Que el padre Olalla tenía plenos poderes para actuar. Que una lenteja no hace potaje. Y que había puesto de inmediato los hechos en conocimiento de sus superiores en Roma. Ah. ¿Que también habían ido a parar algunos cuadros a Roma? Nada que declarar al respecto. A la hora de la despedida, el señor Obispo, acostumbrado a la pleitesía, extendió la mano para que se la besaran. El inspector se la estrechó y se despidió de él con un simple: Que tenga un buen día, reverendo.

El padre Olalla ejerció de Pilatos y se lavó las manos ante el cristo que se había montado. Declinó hacer declaraciones que pudieran implicarlo, sin que estuviera presente su abogado. Sobre el origen de sus propiedades (además del apartamento de Las Canteras, se localizaron a su nombre una villa a las afueras de Oviedo y un piso de doscientos metros en plena calle Goya de Madrid) alegó que había tenido suerte en algunas inversiones de bolsa. Nada había delictivo en el hecho de que un sacerdote invirtiera en bolsa, ¿o sí? El inspector le contestó que no pero omitió decirle que, mientras tenían esa conversación, la Hacienda Pública estaba hurgando en sus declaraciones de los últimos años y que se iba a convertir pronto en el nuevo Capone. En sus casas, en eso sí supo cubrirse las espaldas el secretario del Obispado, no se halló ninguna obra de arte robada. De sus viajes (sobre todo de los dos que había realizado a Moscú en el último año) se negó a responder. Era un asunto privado. Y de lo sucedido con el pobre padre Calvo manifestó no saber nada. Que le preguntaran a Alejandro Bringas que era el que aparecía en el vídeo del hospital.

Alejandro Bringas fue detenido en el Muelle de Agaete cuando iba a tomar un barco rumbo a Tenerife. De allí pensaba volar, con pasaporte falso, hasta Lisboa vía Madrid y luego a Caracas. Se asustó. Se resistió a la detención. Se emboscó con un arma dentro de una guagua turística. Tomó de rehenes a veinticinco pasajeros alemanes, una guía de Salzburgo y un conductor de Tejeda. Y, después de cuatro horas de tira y afloja con un negociador, consideró que la cosa se había ido de madre y aceptó llegar a un acuerdo con el juez: declararía contra los verdaderos responsables de la trama a cambio de una reducción de condena y de cumplir el castigo en una cárcel asturiana. Argumentó que el clima de las islas no le sentaba bien a sus articulaciones y que, al fin y al cabo, a él sólo se le podía achacar el secuestro de un sacerdote que ya estaba jodido cuando se lo llevó del hospital y que aún seguía con vida. El nombre de Marco Aurelio Trueba no le decía nada. Ese hueso, a la perra de Dolores Mesa.

La gobernanta de las Ursulinas aseguró ser la última vela de aquel entierro. La única razón por la que se había avenido a participar en el cambalache de los cuadros y los iconos fue porque le habían prometido dinero para las reformas del convento. Sí. Lo había hecho todo por sus monjitas. Mesa puso cara de Inmaculada de Miranda cuando le contó al comisario la triste historia de las dos monjas de casi clausura. Quien no la conociera la compraba. También le habían asegurado que las obras pertenecían a la congregación, nadie le dijo que los compradores fueran delincuentes mafiosos. Del viejo jardinero no podía responder. Sólo que lo había despedido dos días antes. ¿El motivo? Pérdida de confianza. Lo encontró fisgoneando en el jardín y en las habitaciones de las limpiadoras. Se había vuelto descuidado y un poco mirón con los años. Lo había sentido mucho pero no le había quedado otro remedio que botarlo a la calle. A fin de cuentas, ya estaba muy mayor. ¿Su muerte? Sin duda había sido una tragedia. Nadie podía esperarlo ni explicarla. ¿Estaba segura la policía de que no había sido un suicidio? ¿Sí? Entonces, quizá el chófer supiera algo.

Se llamaba Félix Padrón y no había parado de llorar desde el descubrimiento de los cadáveres. Negó haber tenido que ver con las muertes de Quesada y Trueba. Lo juraba por sus hijos. Él hacía las veces de chófer y guardia de seguridad desde hacía dos años. Doble trabajo y doble sueldo, el inspector debía de entenderlo: no estaban las cosas para hacerle ascos a nada. Como conductor le bastaba el carné, pero para guardia necesitaba el arma: por si había que defender a las monjas; nunca se sabe, con tanto degenerado suelto. Sucedía que sólo la había usado una vez. Volvía a jurarlo. Una vez sola. Contra mí. Pero porque le habían hecho creer que yo era muy peligroso, que probablemente había matado a un periodista. Así que había tratado de intimidarme (jamás tuvo intención de hacerme daño) en el cobertizo. Cuando el inspector le rectificó su suposición (el periodista había muerto hacía nueve o diez días, en cualquier caso antes de que yo apareciera en escena), apuntó al padrecito que solía visitar el convento una o dos veces por semana.

El padrecito, Jorge Ortigosa, se encerró desde el principio en un mutismo altivo. No reconoció ni una coma de las imputaciones que el inspector le hizo. Miraba a Álvarez y al resto de los agentes con distancia, como si le pareciera que por mucho que explicara sus razones nadie allí estaba capacitado para entenderlo. A él. Un hombre cultivado, elegante, erudito. Conoció de una manera accidental a Pablo Quesada. El periodista había ido a verlo a cuenta de un cuadro, Nuestra Señora de la Luna, que se le atribuía a Juan de Miranda en su etapa andaluza. Era una obra peculiar, fantástica sin duda. Pero se notaba que Quesada era un aficionado y Ortigosa no estaba dispuesto a discutir de arte con aficionados. Sin embargo, eso no lo convertía en un asesino, ¿verdad? No. No lo había visto más. Habían quedado para hablar unos días después de ese primer encuentro pero el muchacho, en el colmo de la indelicadeza, no apareció a la cita. En efecto, el lunes, seis de septiembre, a las diez de la mañana. Si ya lo sabían para qué preguntaban. De lo sucedido con su compañero de piso, Ernesto Calvo, alias el Peregrino, no podía arrojar luz. Calvo había dicho que se iba a Sevilla a un retiro espiritual y él, Ortigosa, no vio motivos para dudar de su palabra. ¿Una relación muy estrecha? En absoluto. Simplemente compartían la casa de Reyes Católicos. Y a Ortigosa (la boca torcida en un mohín de asco y desdén) le importaba un pimiento lo que dijera el tercer inquilino; un cura, por otra parte, prisionero de la gula y otros placeres poco aconsejables.

El policía que transcribía nuestra declaración continuaba sin dar crédito al relato. Era todo tan mezquino… Allí el único que reconocía sus pecados era el sicario, el matón asturiano. Y eso porque era un pecado venial, un pecadillo que no le ocasionaría demasiadas consecuencias. Los demás se confinaban en sus mentiras. Se culpaban los unos a los otros con descaro, ratas que abandonan el barco cuando zozobra. Para más inri se pasaron la papa caliente como rajados. Fueron dejando caer insidias, igual que alacranes su veneno, sobre sus compañeros de faena. Y nadie se hacía cargo de los dos cadáveres.

Si alguna esperanza había albergado el policía de que la cosa fuera sólo un mal sueño, un compañero recién llegado de la morgue lo despabiló de un bofetón. A Pablo Quesada lo habían cosido a puñaladas. Con saña, despiadadamente. El periodista se había defendido como había podido porque tenía varios cortes profundos en las manos y los antebrazos, pero su agresor era más fuerte o estaba endemoniado porque el forense paró de contar cuando llegó a la veinte. La puntilla se la dio un aguijonazo en el cuello que le perforó la arteria carótida. Quesada murió, pues, desangrado. Y otra cosa: al periodista lo tuvieron del tingo al tango después de muerto porque se hallaron distintas capas de tierra, de semillas, de moho adheridas al cuerpo.

En cuanto a Trueba, tenía el pecho taladrado por tres disparos, uno de los cuales le abrió el corazón como se abre un libro. Sí. Textualmente. Al forense le habría entrado un ataque de lirismo o una enajenación transitoria de tanto oler a muerto, ¿quién podía saberlo? Lo que sí se sabía con certeza era que el asesino, a tenor del sesgo de las trayectorias, debía de ser más bajo que el jardinero y que le disparó desde muy cerca, un metro de distancia como mucho. El departamento de balística había contrastado la munición con las de las pistolas requisadas a Bringas y a Félix Padrón sin resultado. Se trataba de otra arma. Una patrulla de la científica llevaba horas registrando el convento piedra a piedra. Trueba no llevaba ni veinticuatro horas muerto. Pero eso ya lo sabíamos nosotros porque yo había hablado con él por teléfono. Quizá fui el último (sin contar a quien quiso leerle el corazón) que oyó su voz. Esa idea me iba a perseguir durante muchos meses: la voz de Marco Aurelio excitada, de Marco Aurelio relatándome su descubrimiento, de Marco Aurelio que aún estaría con vida si no llego a enredarlo yo en aquel cataclismo.

Álvarez me vio tan desanimado que me mandó a casa. Yo no podía hacer nada más allí. Como se trataba de asesinato, él se encargaría de comunicar las malas noticias a Elsa Iglesias y a la familia del jardinero. Mis protestas no hicieron más que empeorar el humor del viejo policía, Anda al carajo con los escrúpulos, Ricardo; tu abuelo te necesita más que esa mujer; yo le explicaré lo ocurrido sin darle demasiados pormenores; seré considerado, te lo prometo; ¿cómo?, ni hablar, chico: nadie pensará que eres un cobarde, menos después de lo que hiciste en aquel cobertizo; ¿nada?, nada leche machanga; ¿a quién se le ocurre enfrentarse a un pistolero, armado con un jarrón de rosas?, sólo a ti, y eso sin contar con que mis hombres te hubieran clavado a la verja a tiros si no llegas a bajar el arma a tiempo, cacho cabrón.

Firmé mi declaración y me levanté de la silla con dolor de rodillas y de alma. Cada paso se convertía en un suplicio. Entre el calor y los efluvios del despacho me costaba respirar. Álvarez se ofreció a acompañarme a la máquina del café. Me recomendó el número siete, el capuchino, Es lo único del menú que sabe a lo que se supone que debe saber. Me invitó. En la puerta nos cruzamos con la madre de Quesada. Elsa Iglesias, me da vergüenza pensarlo, estaba más entera que yo. La cara limpia de lágrimas. La sonrisa forzada. La mano recia y firme. El bolso y los zapatos a juego, aun en momentos tan crueles.

Me agradeció el trabajo. El guardia que la había conducido allí la había puesto en antecedentes. Le había contado una historia absurda protagonizada por un detective que se volvía loco y allanaba un convento de monjas y removía Roma con Santiago hasta dar con el cadáver de su hijo. Supo también que, en la refriega, había aparecido otro cuerpo. Quiso saber quién era ese jardinero que había compartido pesadilla con Pablo. Se alegró de que Trueba fuera un buen hombre. Rectificó, turbada: no se alegraba de que hubiera muerto, claro, qué tonta, pero le reconfortaba pensar que su hijo hubiera estado acompañado en esos momentos tan tormentosos. No fui capaz de revelarle las circunstancias de ambas muertes, la distancia entre una y otra. Y el inspector aprovechó mi desasosiego para interrumpirnos y llevarse adentro a la mujer.

Mientras yo volvía con mi abuelo, Álvarez le presentó a Elsa Iglesias los hechos de aquel caso. Únicamente en el primero adulteró la verdad: su hijo había muerto de una cuchillada; en el cuello; no había sufrido; ni llegó a enterarse. Cuando la mujer abandonó su despacho, envió recado a la morgue para que recompusieran el cadáver como si fuera el del Papa. No quería ni un rasguño a la vista.

El resto de la historia ya se acercaba más a la realidad. El hombre que había matado a Pablo yacía en la cama de un hospital, el tino perdido tal vez para siempre. El móvil era múltiple: una combinación de rabia y celos. Había actuado engañado y acabaría sus días en un psiquiátrico mirando al limbo y sin entender nada. El auténtico culpable, el instigador, iba a ser despojado de todos sus cargos eclesiásticos. Desacreditado, no volvería a pisar el Museo Diocesano. Y tendría que responder de un delito de tráfico de obras de arte junto con su compinche Isaac Olalla. Gracias a la declaración de Bringas, los dos iban a pasar por la vicaría del Salto del Negro. Conociendo a mi amigo Álvarez, no habría podido ocultar un gesto de satisfacción imaginando a los dos curitas entre la chusma de la cárcel: se les iban a caer los anillos de golpe y, como se agacharan a recogerlos, les iban a poner bonito el agujero del culo. Elsa Iglesias (y el inspector recalcó cada una de sus palabras con un gesto de su mano, el pulgar y el índice unidos por las puntas) debía de estar orgullosa de su hijo. La trama había caído gracias a Pablo y su bendita manía de meter las narices en todo lo que le oliera a chamusquina.

El otro crimen, el del jardinero, iba a ser más difícil de esclarecer. Hasta que no apareciera el arma no se sabría quién le había disparado a Trueba pero todas las papeletas del sorteo las tenía Dolores Mesa. Félix Padrón no tenía huevos para matar a un tipo cara a cara. La gobernanta sí. Huevos, motivos y ganas. Pudo acercarse a Marco Aurelio sin que éste sospechara. Pudo sacar la pistola en el último instante. Y, ante la cara de estupor de Trueba, pudo haberle pegado los tres tiros. Habría usado la carretilla para llevarlo hasta el cobertizo donde lo encontró el chófer. Y se habría vuelto a sus habitaciones como si nada hubiera ocurrido.

La prensa iba a tener buena cosecha la siguiente semana. Enrabietados por la muerte de un colega de profesión, los periódicos, las radios, las televisiones locales y los portales de Internet iban a ir desgranando poco a poco, para que les durara el festín, los truculentos detalles de los crímenes del convento. Álvarez se tendría que armar de paciencia para responder a tanta mentecatez y, luego, leer lo que al preguntador le saliera de los huevos publicar. La madre y la novia de Quesada se conocerían en el funeral. Su abrazo tembloroso, emocionado, fue portada en todos los diarios de aquí a Lima. La pobre Virginia (¿sería posible que siguiera sin recordar su apellido?) tuvo que hacer arduos esfuerzos para no sucumbir al canto de sirena de los programas rosas de la televisión, que la cosieron a ofertas y proposiciones tentadoras. Por respeto a Pablo, la muchacha las rechazó todas.

A Quesada le otorgaron la medalla de oro de la ciudad. Y Elsa Iglesias, por fin, aceptó la propuesta de vender su casa roja con ventanas de piedra de la calle Arco y se mudó a un lugar donde poder llorar en paz a su único hijo, al único amor de su vida. En Navidad recibí una postal suya con membrete de Londres y un texto breve y enigmático, Los recuerdos te acompañan a dondequiera que vayas; el agradecimiento queda en los lugares donde fuiste feliz; gracias.

Colacho Arteaga no llegó a despertar de su letargo. Sé que le hubiera gustado conocer el desenlace de aquel caso. Y seguro también conocer a Beatriz.

Las Palmas, junio de 2011