Volvió a nacer la noche del martes siete de septiembre, víspera del Pino, durante una ola de calor sofocante. Al hombre, por supuesto, le importaba un bledo su renacimiento, ¿quién sabe si lo que buscaba era precisamente acabar con todo de una vez para siempre? Hasta tres coches estuvieron a punto de atropellarlo en la carretera de Tafira. El tercer conductor, el que llamó al uno-uno-dos, afirmó que el tipo iba andando por el arcén oscuro y ni se inmutó cuando le tocaron la pita. Le juro por mis hijos, inspector, que no he visto en mi vida pachorra igual; si me dicen que no tenía sangre en las venas, me lo creo.

Pero sí tenía sangre y no sólo en las venas. Iba casi desnudo. Llevaba tan sólo el calcetín izquierdo y unos calzoncillos blancos hasta medio muslo. Y sin duda lo salvaron los calzoncillos. Si llegan a ser azules o negros no lo hubiéramos visto ni de coña; y perdone usted mi expresión. Cuando lo fueron a detener no opuso resistencia. Miró a los policías con abulia, como si fuese la primera vez que viera un uniforme. Sus ojos eran lánguidos e inexpresivos. Los acompañó al coche en silencio y con la cabeza gacha. Sus manos y sus brazos estaban cubiertos de sangre reseca. También en la cara y el cuello afloraban unas manchas oscuras y apelmazadas. Lo de los pies era más razonable: llevaría horas caminando descalzo por la calzada pedregosa. En el coche patrulla le preguntaron si no le dolían pero el hombre no respondió. La primera impresión de los guardias fue la de estar ante un extranjero o un idiota. O ambas cosas a la vez.

Como no tenía más heridas en el cuerpo, Ezequiel Godoy, médico de urgencias, hombre curtido en noches en vela y peleas callejeras, tuvo la feliz idea de mandar a analizar una muestra de la sangre del brazo antes de lavarlo y hacerle las curas. Otro más torpe, otro menos experto hubiera barrido toda huella en la camilla del hospital. Gracias a eso, se supo después que el caminante silencioso era portador de dos tipos de sangre diferentes. Y las dos eran humanas.

El inspector Álvarez estaba en su despacho organizando la tarea de la mañana de aquel nueve de septiembre cuando se fijó en el informe que alguien había dejado sobre su mesa. El primer impulso fue transferir el caso a alguno de sus hombres. Él andaba enmarañado organizando media docena de denuncias que se apelotonaban ese día: dos sobre violencia de género, el robo con arma blanca en un supermercado, la desaparición de un periodista, una riña de senegaleses en el Parque de Santa Catalina a cuenta de una partida de elefantitos de madera y una manifestación contra la crisis que acabó a trompada limpia.

Lo de las mujeres maltratadas lo mortificaba cada día más. Aún recordaba la primera vez: el asunto de una venezolana que no llegaba a los veinte años a quien su novio (¿aquel legionario repugnante podía ser novio de algo que no fuera la cabra o la muerte?) le pegó dos tiros en la cara con su arma reglamentaria (¿a quién se le ocurrió darle un arma reglamentaria a tamaño mostrenco?). El tipo alegó en su defensa, sin cinismo (el cinismo requiere cierto grado de inteligencia), que fueron los jodidos celos. Que sólo quería darle un escarmiento y no matarla. Que la quería con locura. Un escarmiento, la madre perra que lo parió. Como si la muchacha fuera de su propiedad. Álvarez jamás se había sobrepuesto a aquel y a los demás casos similares que lo siguieron. Aún le daban acidez. Por eso agradecía en el alma que esos asuntos los llevara ahora un departamento aparte, un fiscal diferente y una agente, Margarita Esponda, que conocía bien su oficio y que había sufrido en su espalda la lacra del maltrato.

Le trasladó, pues, a Esponda los casos de violencia contra mujeres. A Montes el del robo, con la indicación de que lo contrastara con un par de casos similares ocurridos durante el verano. A Cabrera, a punto de jubilarse ya y con más escamas que un abadejo, el del periodista desaparecido. Y a Rubén de la Coba, un pipiolo que acababa de llegar trasladado de la Península, para que se fuera fogueando con el ambiente, el de la pelea de negros (Álvarez ni se planteó la compostura política: la historia había sido una pelea y ellos eran negros, qué coño personas de color, carajo; de color somos todos).

Cuando llegó al asunto del caminante desnudo, sin embargo, algo de lo que leyó en el parte médico le llamó la atención. El hombre no había dicho ni esta boca es mía en día y medio. Ni el más mínimo lamento cuando el cirujano le abrió el pie derecho (el que no llevaba calcetín) para extraerle medio culo de una botella de vino que tenía incrustado cerca del talón, donde más duele. Eso, claro, y la sangre que no le pertenecía. Buscó en los demás papeles por si había noticia de algún herido o algún accidente de tráfico que se hubiera producido el martes siete cerca de donde hallaron al hombre, pero no encontró respuesta. Preguntó quién estaba de guardia esa noche y lo mandó llamar. El agente Castillo, que llegó agitado y sudoroso ante la idea de haberla jeringado durante la ronda, no pudo ayudarlo en sus tribulaciones: todo lo ocurrido ese martes tenía que ver con la romería del Pino en Teror. En Tafira no hubo nada de nada, sólo la aparición de aquel hombre desnudo. Quizá estuviera relacionado con la fiesta.

Improbable. Cierto era que el lugar donde el silencioso apareció entraba en las rutas de peregrinación a Teror. Pero había dos cosas que no encajaban en esa supuesta conexión: el sentido de la marcha y la hora. En efecto, el hombre venía de vuelta cuando todos iban a ver a la Virgen y, por si fuera poco, antes de que la verbena (y, por lo tanto, el jaleo) comenzara. Así que no parecía ser un romero a quien alguien le hubiera partido la cara por mirar un escote o pasarse de listo. No.

Nelson Castillo permanecía allí de pie, en el despacho de su jefe, sin saber dónde poner las manos. Cuando el inspector levantó la vista, lo miró entre la extrañeza y el fastidio, ¿Y ahora qué espera?, ¿una medalla al mérito civil?; ande a su trabajo, hombre, que tenemos un montón de delitos por desenredar y aún no han dado las diez.

Cuando el otro se hubo marchado, Álvarez tomó asiento, se atusó el bigote nevado de canas y miró el aparato de teléfono. Pensó en llamar al hospital para hablar con Ezequiel Godoy, pero se contuvo. Seguramente el doctor andaría en quirófano o liado poniendo yesos y no resolvería nada desde allí. Además estaba lo del peregrino misterioso. Quería hablar con él en persona aunque sólo fuera para corroborar la opinión de los policías que lo bajaron a Las Palmas.

Desde el vestíbulo le llegaban las voces destempladas de una discusión. No tuvo que acudir a la puerta para comprender que se trataba de los senegaleses disputándose la manada de elefantes. Como todos los negros hablaban a la vez y todos los elefantes parecían iguales (igual de feos, igual de rudimentarios), cualquiera se aclaraba allí. Esas riñas acababan siempre de la misma forma: los africanos a la calle cada uno por su lado y las figurillas al sótano de la comisaría, que ya debía de parecer una auténtica selva con tanta fiera suelta. Y así hasta la siguiente discusión y el cuento de nunca acabar.

Sonó el teléfono. Álvarez se quedó unos segundos mirándolo, retándolo, como si tuviera la opción de no responder. Qué iluso. Allí no había alternativa. Ni la tenía ni la quería. Por mucho que los taxistas y los tertulianos de radio despotricaran contra los funcionarios, había gente con clase y clase de gente. No todos eran iguales, no señor. Aunque al Gobierno le importara un huevo la diferencia y hubiera decidido rebajarles el sueldo a todos por igual, unos se jugaban la vida mañana, tarde y noche en las puñeteras calles y otros apenas recibían alguna bronca merecida por ausentarse hora y media en el desayuno, que el inspector no entendía cómo no acababan como las estatuas de Botero.

A todos por igual, sí. Y a él le había salido la broma del Gobierno por ciento dos euros. Ciento dos euros que, de acuerdo, no te sacaban de pobre (Álvarez se preguntó cuántos elefantitos podían comprarse con eso), pero nadie, ni siquiera el presidente, debería poder decidir sobre su nómina.

Descolgó el teléfono con la rabia de su pensamiento en los dedos y a punto estuvo de tirarlo al suelo. Era Castillo, que se había quedado con la matraquilla de no haber podido ayudar a su jefe e intentaba reconciliarse con el asunto del peregrino misterioso. Directamente de las fiestas del Pino habían traído a cuatro pibes, detenidos por una pelea con navajas y botellas de vidrio. ¿Quería el inspector que les tomaran muestras de sangre a todos por si coincidían con las del hombre de Tafira? Castillo también había leído el informe médico y allí se hablaba de heridas de cristal.

Álvarez contó hasta diez (no quería abrir más brechas en el ánimo del agente) antes de responderle, paladeando cada sílaba como si fueran cucharadas de dulce de leche, que no parecía buena idea. Que al tipo de Tafira lo habían encontrado una noche antes que la de la verbena del Pino. Que la herida era en el talón. Que no creía que los matadillos a quienes habían detenido conocieran la guerra de Troya, ni siquiera la película. Y que no parecía muy constitucional sacarle sangre a los detenidos sin mediar una razón de peso. Castillo asintió a todo pero no pareció muy convencido de las explicaciones. Cuando colgó, el inspector estuvo seguro de que antes de que se hiciera de noche volvería con otra idea luminosa para aclarar el enigma del peregrino silencioso.

El viernes nació definitivamente cambado. Porque apenas había dormido durante la noche por culpa de una atormentadora pesadilla que ni siquiera recordé al despertar. Porque amaneció con un calor sofocante. Porque Colacho estaba de mal humor, las heridas de guerra de mi última locura (una historia de mafiosos y putas en las que murió demasiada gente para mi gusto), aunque lejanas, no acababan de cicatrizar nunca. Porque los niños habían retornado al colegio y el tráfico se había vuelto una locura. Se juntaron el hambre con las ganas de comer para que yo no pudiera llegar al despacho antes del mediodía.

No más entrar por la puerta supe que había ocurrido algo. Inés abrió los ojos, apuntó a su reloj con el dedo índice, me saludó con una formalidad impostada (su don Ricardo se quedó flotando en el aire, como un globo de helio, incluso cuando la entrevista con Elsa Iglesias hubo concluido) y señaló con la nariz hacia la fila de tres sillas que tenemos en un rincón a modo de sala de espera. Porque el lugar donde trabajamos no tiene nada que ver con un bufete de abogados o un estudio de arquitectos, si alguien espera algo parecido va aviado. Nuestra oficina se compone de dos cuartos, un baño y una encimera de mampostería que, gracias a la cafetera eléctrica y a una neverita que recibí como pago de mi primer caso, hace las veces de cocina. Con eso (y un balconcillo que da a Triana en el que Inés ha logrado, de un modo incomprensible, que crezca un hermoso palo del Brasil) se acabó lo que se daba. La entrada está dividida en dos por un biombo chino y sirve de despacho de Inés y de sala de espera.

Seguí con la vista la dirección a la que apuntaba la nariz de Inés y hallé a una mujer sentada en la silla del medio. Una mujer corpulenta, seria y coqueta. Y no pretendo jugar a Sherlock Holmes. Lo de corpulenta no tuve que deducirlo, la silla se le quedaba chica. La seriedad (luego supe de dónde le venía) la llevaba en la mirada. Y la coquetería se le notaba en unos preciosos zapatos de tacón de aguja beis a juego con un bolso y un insistente gesto de arreglarse el cabello y alisarse la falda azul marino.

Su nombre era Elsa Iglesias y venía por recomendación de un amigo de su hijo, periodista también, que por lo visto confiaba más en mi intuición (quizá el recomendante dijera testarudez y ella lo almibarara) que en el trabajo de la policía. Su confianza, desde luego, era arbitraria y excesiva pero yo conocía de viejo la tortuosa relación entre el inspector Álvarez y la prensa y esa mañana quedó demostrado que la antipatía era recíproca.

Elsa Iglesias era la madre de Pablo Quesada, un muchacho que se ganaba la vida de colaborador o investigador (la mujer no supo descifrarlo) en una emisora de radio local. Pablo era un buen chico. Muy trabajador. No le gustaba el protagonismo. Iba a su aire en la emisora, sólo salía en antena cuando se hablaba de algún asunto turbio con políticos y empresarios de por medio. De resto estaba en la calle, preguntando aquí y allá, revisando bajo las alfombras. Igual que yo. La mujer intentó rectificar sobre la marcha pero no tuvo acierto. Por supuesto que no quería compararnos, claro: yo era un profesional competente y él, tan sólo un aficionado. Antes de que se metiera en un laberinto sin sentido, le hice señas para que continuara: mi ego también se tomaba vacaciones en verano.

Y continuó. Su hijo había sido secuestrado y la policía no hacía absolutamente nada. Ella se había hartado de llamar a comisaría para explicárselo desde el mismo lunes en que desapareció. Sentía que no la tomaban en serio. Le respondían una y otra vez el sí de los locos pero no movían un dedo. Para remate de la puñeta le habían dado el caso a un inepto al que le quedaban dos afeitadas para retirarse y no paraba de bostezar y rascarse la oreja como si tuviera sarna. Por eso estaba ella allí en mi sala de espera.

La hice pasar al despacho para que me explicara con más sentido y calma por qué creía (ah, no lo creía, estaba completamente segura) que a Pablo lo habían secuestrado. Le ofrecí una taza de café, que rechazó enfatizando la gravedad de su mirada. El café era un veneno. Se come las arterias y te enrabieta la tensión. Entonces de una copa ni hablamos, ¿verdad? Verdad. Mejor un vaso de agua. Pues frente a mí, con su vaso de agua entre las manos, se dispuso a narrarme desde el principio (y el principio incluía retazos de una infancia revoltosa, cuyos pormenores habrían sonrojado al pobre Quesada) la historia de su hijo.

Buen chico y trabajador, sí. Pero también solitario y extraño. El amor de madre no podía cegarla hasta el extremo de no reconocer esos rasgos de carácter en Pablo. Siempre había sido así. Elsa Iglesias pensó que con el tiempo el temperamento de su hijo cambiaría, pero no lo hizo. Ocurría que no confiaba en la gente. Huía de los tumultos como del agua hirviendo. No iba a conciertos ni a partidos de fútbol ni a las fiestas a las que se supone que van los jóvenes los fines de semana. Prefería pasear solo. En clase se sentaba en la última fila y si podía dejar un asiento vacío entre él y los demás compañeros mejor que mejor. Pero yo tenía que saber (y aquí la mujer abandonó el vaso de agua sobre la mesa para remarcar su afirmación con ambas manos) que Pablo estaba bien educado. Jamás había tenido que reconvenirle su conducta por responder de un modo inconveniente o levantar la voz o tener un mal gesto con nadie. Simplemente era una persona retraída. Sí. Parecía vivir en su mundo. Con sus libros, sus auriculares, su deporte.

La detuve en esa reflexión. Quise saber qué lecturas, qué música, qué deporte practicaba Pablo. Todo era relevante si de verdad estaba convencida de que la desaparición de su hijo tenía que ver con un secuestro y no con una ausencia voluntaria, una escapada con una novia o algún trabajo que lo tuviera más entretenido de la cuenta. Elsa fue tajante a este respecto, Eso es imposible, señor Blanco, Pablo suele llamar hasta cuando se retrasa media hora para la cena; y no tiene novia; no, no vaya usted a pensar lo que no es; a mi hijo le gustan las chicas, ¿estamos?, pero, como le he dicho, es muy reservado y las muchachas de ahora son, ¿cómo le diría?, muy lanzadas; para mí que le dan miedo. Le expliqué a la señora que no tenía por costumbre pensar antes de que me contrataran. Sobre los imposibles no dije ni esta boca es mía: demasiadas veces un imposible me ha saltado al cuello en mitad de la noche.

Le gustaban la poesía y las novelas de misterio. Sobre la música no podía decirme nada porque no la entendía. Y lo que Pablo hacía era correr en el parque, casi a diario. De hecho, el lunes por la mañana se había levantado temprano para hacer ejercicio. A la vuelta, se dio una ducha rápida, tomó un café sin siquiera sentarse y se marchó deprisa a trabajar. La última imagen que tenía de él era la manzana que había robado del frutero para ir comiéndosela por el camino. Desde entonces, el silencio.

A los amigos era difícil recurrir porque, como había reconocido Elsa no sin pesar, apenas tenía. El único con quien habló fue Sergio Casañas, un colega de la radio. Casañas, un cincuentón tranquilo con ojos de águila que parecían no perder detalle, no pudo añadir nada nuevo a estos hechos. Habían charlado por teléfono el domingo por la noche pero, fuera de eso, ignoraba dónde podía estar. El lunes ni siquiera lo había visto. Si Pablo salió esa mañana a trabajar habría ido a la biblioteca (solía pasarse horas consultando periódicos atrasados) o al encuentro con algún confidente. A la emisora, desde luego, no fue: Casañas compartía mesa con él y había estado todo el día en la radio.

No sabía en qué estaba metido Pablo. Quesada nunca contaba nada de su trabajo hasta que ya estaba resuelto y necesitaba una opinión. Entonces sí le consultaba el enfoque que debía darle a la noticia o el material que debía desechar. Pablo tenía en muy buena consideración el juicio de Casañas, no en vano Sergio llevaba más de veinte años en la emisora. Por eso Elsa había aceptado su recomendación de venir a verme. Según le dijo el compañero de su hijo, si alguien podía encontrarlo ése era yo.

Puse cara de póquer. Sería una necedad negar que me sentí halagado pero (recuerda, César, que eres mortal) una ráfaga de amargura me recorrió la espalda de norte a sur y me impidió disfrutar del halago. En mi último caso ya había tenido suficientes cadáveres. Desde luego que yo no era el culpable sino una banda de rusos y polacos amparados por un policía corrupto que jugaba a dos barajas. Pero aún tenía fresca la historia de las muchachas muertas y que no me sintiera culpable no significaba que no me atormentara.

Elsa Iglesias malinterpretó mis dudas. Creyó que tenían que ver con lo que acababa de narrarme o, peor, con su condición humilde: ella no conocía a nadie, no tenía influencias, eso explicaba por qué la policía la trataba así. Entonces abrió el bolso y sacó un sobre marrón. Lo colocó sobre la mesa procurando que quedara a la vista su contenido: de la boca del sobre sobresalía una hilera de dientes de papel tintado. Dientes azules, sepias, verdes y hasta alguno lila pude distinguir. Allí debía de haber no menos de cinco mil euros.

Sonreí con tristeza. A saber el sacrificio que había tenido que hacer Elsa (la imaginé avergonzada, empeñando las joyas de la abuela en el monte de piedad) para reunir esa fortuna. Yo había decidido aceptar el caso antes de que la mujer mostrara sus credenciales. Pero ahora ya nadie la iba a convencer de que no había sido el dinero lo que me movía. Al fin y al cabo yo era el profesional, ¿verdad? El mercenario del dolor ajeno.

Le hablé con claridad. El asunto de los honorarios tendría que discutirlo con mi secretaria. Y no le estaba haciendo ningún favor: Inés era más dura que yo en esas cuestiones. En cuanto al resto, había unas cuantas reglas que Elsa habría de seguir si de verdad quería que me encargara de su hijo. Por lo pronto no debía, bajo ningún concepto, romper los lazos con la policía. Ellos disponían de más argumentos que yo para seguir la pista. Sí. Incluso el agente al que le habían encomendado su caso. Hasta el más incompetente de ellos estaba capacitado para abrir más puertas en una hora que yo en una semana, y allí el tiempo era esencial. La situación era más… compleja (casi se me escapó lo que estaba pensando) de lo que parecía. Si había un secuestro, ¿dónde estaban los secuestradores? ¿Por qué nadie se había puesto en contacto con la familia para pedir un rescate?

Esa tarde le haría una visita al tal Casañas a ver qué podía averiguar. Elsa debería volver a casa y esperar. Si tenía noticias de los chantajistas quería saberlo de inmediato. No era cosa de broma. Y que, dijeran lo que le dijeran los secuestradores, no se le ocurriera tomar decisiones sin contar conmigo. De lo contrario, no me responsabilizaba de lo que pudiera sucederle a Pablo. ¿Teníamos un trato?

La media sonrisa de Elsa me dio a entender que lo teníamos. La acompañé a la puerta. Le dije a Inés que la atendiera. Volví a mi mesa. Y encendí el ordenador en busca de alguna noticia que pudiera servirme de palanca.

Los ojos del hombre estaban vacíos, lacios. Apuntaban a la pared blanca del techo como si fueran a taladrarla. Gracias al ligero parpadeo que se producía cada cierto tiempo, Álvarez supo que no estaban muertos del todo, aunque estuvo tentado, eso sí, de buscarle el pulso para corroborarlo. Ya se lo había advertido la enfermera de turno, Vamos a tener problemas con su espalda; si no se mueve él, lo tendremos que mover nosotros o en tres días tendrá unas llagas del tamaño de mi dedo gordo; mire a ver si usted logra convencerlo.

Por suerte, dadas las circunstancias en las que el peregrino había llegado al hospital, alguien decidió que no compartiera alcoba con ningún otro paciente. No podían arriesgarse a que el tipo saliera de su letargo y se pusiera violento con testigos presentes. De manera que el policía pudo tomarse su tiempo en la habitación sin ser molestado por otras visitas. Después de dar los buenos días y de presentarse como inspector a cargo del caso (era puro formalismo, el enfermo no iba a responder), Álvarez le robó un par de fotografías con su teléfono móvil. Luego se sentó en una silla, incómoda y horrenda, que había junto a la ventana y abrió el periódico que llevaba bajo el brazo: si el hombre no quería hablar, al menos tendría que escucharlo.

Su intención era leer en voz alta, con parsimonia y un ojo puesto en las reacciones del caminante silencioso, los titulares. Desde la primera página. A ver qué ocurría. Y ocurrió que la política no pareció interesarle. Que los deportes, ni siquiera el buen inicio de la Unión Deportiva en la competición, no hicieron mella en él. Que las noticias culturales le sonaron a japonés porque no se inmutó. Y que, en fin, los sucesos (había una breve nota de prensa que aludía a su aparición en la carretera de Tafira) acabaron por convencer a Álvarez de que por ese camino no llegaría a ninguna parte. Entonces acercó la silla a la cama del maniquí aquel a ver si resultaba que el tipo, además de mudo, también era sordo.

El médico lo pilló de esta guisa, dando ridículas palmadas al aire en espera de que el paciente abandonara su mutismo, enarcara una ceja, se incomodara, ¿Qué cree, comisario?; ¿que no hemos realizado ya infinitas pruebas para hacerle un diagnóstico al señor X?; por si le sirve de algo, a este buen hombre no le ocurre nada extraño en sus órganos sensoriales; está como una rosa; por cierto, me llamo Ezequiel Godoy.

—Y yo, Gervasio Álvarez. Pero sólo soy inspector. ¿Está seguro de que no le ocurre nada?

—No. Ocurrirle, le ocurre, ¿no ve cómo está? Pero no es una cuestión física sino de otra índole. Ya hemos mandado pedir un informe a psiquiatría pero aún no han venido a valorarlo.

—Demasiados locos, supongo.

—¿Conoce a alguien que no esté loco hoy en día, inspector? Si no es por el exceso es por la falta de trabajo, el caso es que quien más quien menos tiene un tornillo flojo.

Álvarez le pidió al doctor que le explicara en cristiano lo que sí era cuestión física en el enfermo. Ezequiel Godoy optó por aquello de que una imagen vale más, en cristiano y en judío, que mil palabras y destapó el cuerpo del paciente. Le habían puesto un camisón desvaído de hospital y un pañal de niño grande que lo despojaba sin clemencia de toda dignidad. Sus piernas flacas y huesudas estaban desnudas y llevaba sendos vendajes en los pies. Sus manos eran callosas y rudas, con las uñas limpias pero desiguales. No llevaba anillos que pudieran identificar.

Godoy le quitó la camisola para que el inspector pudiera observar su dorso limpio y blancuzco. Y le expuso, como si estuviera dando una clase de anatomía, el estado del señor X: las únicas heridas externas, y eso era razonable habida cuenta de la caminata que tuvo que pegarse por la carretera escabrosa del Monte Lentiscal y de Tafira, eran las de las plantas de los pies. Las tenía en carne viva. Incluso tuvieron que extraerle algunas púas que ya comenzaban a infectarse. Sí: púas de alguna planta o algún erizo, vaya usted a saber. ¿Nada más? No… Bueno, sí. Una cosa: un pequeño rasguño en la parte posterior del cuello que tal vez se hiciera con una rama o una enredadera.

El resto de la sangre, tal como había reseñado en el informe, era de otra persona. Sí. De tipo cero negativo frente al cero positivo del hombre que languidecía en la cama. Godoy no podía ofrecer más explicación, sólo que cuando lo vio en la camilla le dio la impresión de alguien que trabajaba en un matadero. En efecto. Sabía de lo que hablaba. Su abuelo era dueño de una carnicería en San Mateo y él lo recordaba siempre con aquellas manchas y aquel olor que tiraba de culo. Pues la forma y la distribución de las manchas (el olor se había disipado en la noche junto con la memoria del paciente) eran idénticas a las que solía llevar su abuelo en el mandil.

La sorpresa, y el inspector debía entenderlo, fue mayúscula cuando llegaron los análisis y se comprobó que se trataba de sangre humana. Porque el fuerte de Godoy no era la criminología, pero, o alguien había preparado las pruebas para que lo pareciera, o aquel tipo que miraba el techo había abierto en canal a su mujer, a su vecino o al bibliotecario de su pueblo. Y sí, el doctor era plenamente consciente de lo que estaba diciendo.

Álvarez permaneció un instante pensativo. Había algo de lo que había declarado el médico que se le quedó a medio camino. Algo importante pero que no lograba recordar, un detalle agazapado tras la rotunda deducción que Godoy había puesto sobre la mesa. Miró al hombre acostado y le entraron ganas de zarandearlo, de darle dos bofetones y obligarlo a hablar. Por si acaso se le ocurría al policía pasar de los pensamientos a los hechos, Ezequiel Godoy volvió a tapar al enfermo y llevó del brazo al inspector a la puerta, Creo que hasta que no le hagan esa exploración psiquiátrica que hemos pedido, ni usted ni yo vamos a avanzar nada; lo llamaré en cuanto tengamos algo, ¿de acuerdo?

Los hospitales siempre le habían dado grima. Álvarez estaba acostumbrado a enfrentarse a la muerte, había perdido ya la cuenta de los años que llevaba en el cuerpo, pero la enfermedad lo desmoralizaba. En una clínica como aquélla había muerto su padre después de siete meses de agonía que no le deseaba ni a su peor enemigo. Y en ese tiempo había visto el dolor, las esperanzas rotas, la angustia y la desolación en tantas familias que rezó para que a él lo tumbara una bala o un infarto, cualquier cosa que fuera fulminante, que no lo dejara ni pestañear. Mientras recorría el pasillo de la cuarta planta del Insular, evitó mirar las puertas abiertas de las habitaciones. Tarareó una canción para eludir escuchar los lamentos de los enfermos. Se mordió el labio para sacudirse los recuerdos de su padre moribundo y su madre abatida, sola, en aquella silla como la que él había utilizado hacía unos minutos. Lo bien que le hubiera venido una ligera amnesia hasta llegar a la comisaría.

Entonces, ya dentro del ascensor, le vino a la mente lo que había dicho Godoy en su entrevista. Y antes de que se cerraran las puertas volvió sobre sus pasos. Atrás quedaron los gruñidos de un celador impertinente, A ver si nos decidimos, carajo; o subimos o bajamos, que esto no es el Parque de las Chumberas. En otras circunstancias, el inspector le hubiera dicho de todo menos bonito al mequetrefe del vigilante pero no quería que el médico se le perdiera en aquel maremagno de pasillos.

Lo halló en un pequeño despacho del final de la galería. Godoy le daba instrucciones a una enfermera joven y risueña que lo miraba como a un héroe de guerra. Álvarez tuvo la sensación de estar interrumpiendo pero disimuló, Siento molestarlo de nuevo, doctor, pero sólo será un segundo; es algo sobre lo que dijo antes del paciente silencioso. El médico se colocó sus gafas de montura dorada, que era quizá su forma de encogerse de hombros, ¿Qué le preocupa?

—En realidad, me preocupa todo. Por eso no puedo irme con una duda atrabancada.

—Pues a ver si puedo desatrabancársela.

—Habló de la memoria… Miento… De la falta de memoria de ese hombre. Dijo que el olor a sangre se le había ido junto a ella.

—¿Y?

—¿Insinúa usted que el señor X puede sufrir algún tipo de amnesia?

—No lo insinúo, inspector. Se lo digo con todas las letras. Habrá que esperar, como le dije, al estudio psiquiátrico. Pero si la cosa ocurrió como sospecho y el tipo, que no parece un matón, descuartizó a alguien, ¿no es lógico que quiera olvidarlo para siempre?

—Eso explicaría su estado de conmoción.

—Desde luego. Si yo fuera él escondería ese recuerdo donde no volviera a aparecer ni en sueños.

—Entonces, no está disimulando.

—Ah, bueno, para eso no necesitamos que venga el loquero. Mire: le he estado hurgando en la piel llagada de sus pies y el jodido ni se ha inmutado; y le aseguro que eso duele una barbaridad. No, inspector. Ni siquiera un asesino profesional y entrenado disimula tan bien.

—¿Entonces?

—Entonces me temo que tiene usted un cadáver en alguna cuneta de Tafira. Y ahora, si me perdona, tengo una ristra de enfermos que visitar.

Jamás había estado antes en una emisora de radio. Y la sensación que me produjo fue la de que me estaba volviendo viejo. Esperaba encontrar un antro maloliente, un par de cuartos estrechos y sin ventilar, gente fumando en sus raquíticas mesas delante de un ordenador, la penumbra de un garito en el que nadie osa respirar muy alto por si molesta, el zumbido martilleante de los teletipos. Pensaba en periodistas diferentes, vestidos con desgana (es la radio, allí no te ve nadie): tipos desaliñados con barba de tres días, mujeres bizcas (no sé por qué estúpida razón siempre he asociado la radio a la bizquera) y sin gracia. Tal vez había visto demasiadas películas y se me había grabado una imagen bohemia de posguerra.

La emisora estaba en la primera planta de un moderno edificio en la trasera del Mercado del Puerto. Tuve que preguntar en un puestillo mestizo donde vendían dulces y caramelos junto a relojes, sombreros de paja y bufandas de equipos de fútbol. La puestera, una morenilla con acento eslavo, me cambió una sonrisa y la información por una caja de mantecados de canela. Sí. No sé cómo lo hizo. Pero fue sonreírme y ya tenía yo la mano en el bolsillo para pagar los dulces. Menudo negociador estaba hecho. No era, sin embargo, mal negocio: ella ganaba la comisión, yo me ahorraba mil vueltas hasta dar con la radio e Inés se llevaba unos mantecados de regalo.

Cuando llegué a mi destino me recibió una mujer vestida con un elegante conjunto de falda y chaqueta gris marengo. Con amabilidad y unos ojos castaños y afables sin atisbo de extravío me preguntó mi nombre y el de la persona con quien quería hablar. Luego me rogó que esperara en una salita con muebles de diseño italiano: sillas en formas estrambóticas, una lámpara de pie que serpenteaba, una roca volcánica a modo de mesilla. La emisora era enorme y luminosa, con unos ventanales que daban al Atlántico. Y llegué a envidiarle la chaqueta a la recepcionista porque el aire acondicionado estaba a toda mecha y yo venía del sofoco septembrino de Las Palmas. Al menos olía a limpio, a ambientador de limón. Un letrero de Espacio libre de humos me dio la explicación a tanta pulcritud.

Sergio Casañas debía de tener mi edad, tal vez un par de años más, por lo que deduje que habría entrado a trabajar muy joven en la emisora. Lo imaginé de becario, paseando un carrito con la correspondencia, acarreando documentos y cafés por toda la oficina. Me saludó con un entusiasmo contagioso. Según dijo, tenía ganas de conocerme. Había seguido con curiosidad alguno de mis casos anteriores (le había resultado fascinante, así lo expresó, la manera de resolver los crímenes en serie de dos mil cuatro) y confesó, en un arranque de sinceridad infantil (parecía de veras un chiquillo al que pillan en una mataperrería), que le había dado mi nombre a Elsa Iglesias con la esperanza de que se produjera aquella visita.

Me condujo a su despacho, un silencioso gabinete en el que habría cabido toda mi oficina con balcón incluido. Casañas, como si estuviera acostumbrado al asombro de los visitantes, me avisó de que no sacara conclusiones demasiado pronto. Ni era tan espacioso ni tan pacífico: ese despacho lo compartían nueve periodistas en tres turnos y, cuando había zafarrancho de combate, era puro bullicio y se tropezaban unos con otros constantemente. En aquel momento, no obstante, sólo había una persona además de nosotros (la estancia también tenía vistas al mar y unos techos altísimos) y fui incapaz de imaginarme el guirigay al que Sergio aludía.

El periodista me quiso presentar a su compañera, una colega de informativos llamada Virginia. También dijo su apellido pero se me perdió de un modo lamentable por el camino: toda mi atención estaba puesta en los ojos azules y las manos revoltosas de la informadora. Por desgracia, iban a ser las seis y Virginia tenía que irse a dar el parte horario. Me dejó un rastro de violeta en la mano con que la saludé y una sonrisa boba el resto de la tarde.

Casañas debió de advertir la impresión que su compañera había dejado en mi ánimo porque hizo un comentario con una dulce ingenuidad desprovista de doblez, Recuerde el nombre de esa muchacha, Ricardo, porque va a ser una periodista cojonuda; sólo tiene veintiséis años pero lleva la radio en la sangre. Veintiséis años. Manda carajo. Definitivamente, me estaba volviendo viejo.

Sergio me ofreció asiento y un café o un zumo. Me acordé de las palabras agoreras de Elsa Iglesias y me decidí por el zumo. De melocotón valdría. Sin hielo mejor. En lo que buscaba dentro de un armario metálico y me servía la bebida en un vaso de plástico con la inscripción de la emisora grabada a tinta, se interesó por mi trabajo. Suele ocurrirme con frecuencia que, cuando me entrevisto con alguien a cuenta de una investigación, el entrevistado pregunte más que yo. Imagino que es la manera de reclamar reciprocidad, de sentirse menos intimidado. Aunque también lo de ser detective debe de producirle a la gente cierta curiosidad morbosa. Todos quieren averiguar lo que hay detrás de tramas de corrupción política, de negocios enrevesados, de infidelidades que, un día sí y otro también, afloran en los periódicos de la mañana. Normalmente respondo, para no comprometerme demasiado, que sé tanto como ellos. Ocurría que, en aquel caso, no era ninguna excusa: Casañas era un periodista de pura cepa y, sin duda, estaría más enterado que yo de cualquier cosa que fuese noticia.

No obstante, lo que él quería comprender nada tenía que ver con el hecho de la desaparición de Quesada, sino cómo demonios había acabado yo en aquella aventura. Y no se refería, claro está, a la desaparición en sí (yo estaba embarcado en ella por su culpa; había sido él el que me había propuesto para héroe); Casañas hablaba en términos generales: ¿qué tripa se me había roto para acabar de detective privado en una ciudad como Las Palmas?

Iba a salirle con la petenera de que Las Palmas era tan buen lugar como cualquier otro para mi trabajo. Que aquí se vive y se muere, se ama y se odia, se dignifica y se humilla igual que en cualquier otra parte. Pero el hombre no se merecía esa respuesta. De manera que no me importó repetir la retahíla de acontecimientos azarosos que me habían llevado a montar un despacho en Triana, 57. Se trataba de una mezcla insólita, un cóctel molotov de amigo de la infancia, noche de farra, apuesta y tiempo libre. O lo que era lo mismo: de un Miguel Moyano (mi socio) con tres copas de más; de un Ricardo Blanco quince años más joven y sin trabajo, y de ambos con ganas de coña. Él sostenía que yo no sería capaz de llevar un negocio más allá de un bar. Yo me piqué y le propuse el más disparatado que se me ocurrió entonces con la idea de que al día siguiente no lo recordaría. Pero lo recordó y me retó a que lo sacara adelante. Así que allí estábamos.

Nada de tradición familiar ni zarandajas de ésas. Mi padre era ingeniero y mi abuelo materno (al otro no llegué a conocerlo), calafate. Ninguno de los dos pudo influir jamás en mis locas decisiones. Y mi madre se limitó a seguirme la corriente. De hecho, siempre he pensado que si le hubiera propuesto a Miguel un negocio de lencería fina, ahora estaría vendiendo bragas en una tienda de Mesa y López.

Si Casañas se sintió defraudado no lo dejó entrever. Siguió sonriendo como un chiquillo aunque estoy seguro de que no acabó de creerme. Estaba acostumbrado por oficio a dudar de todo y reconozco que mi historia resulta más peregrina que cualquier otra cosa. Así que regresamos a lo que en realidad nos interesaba: ¿qué había sido de Pablo Quesada?

El periodista no supo responder. Pablo era un tipo diferente. Sí. En el sentido en que le faltaba ambición en un negocio en el que todo quisque busca protagonismo. Yo tenía que imaginarlo. La clave del periodismo es llegar el primero a donde la noticia. Pero a Quesada le interesaba más irse el último: cuando ya todos estaban recogiendo los bártulos, él empezaba a escarbar en la basura. Y había que reconocer que el cabrón tenía olfato. Por eso seguía en la emisora. Y por eso también era difícil saber en qué andaba metido: tanto podía ser en un accidente de tráfico de hacía dos días como en un alijo de drogas decomisado el mes anterior. No tenía preferencias. Lo mismo le daba un chanchullo político que la muerte de una anciana en un barrio marginal, sólo por nombrar dos de sus mejores trabajos de investigación. Pablo funcionaba por instinto. Igual que yo.

Era la segunda vez en el mismo día que me comparaban con el desaparecido. Si no hubiese ya aceptado el caso, esa comparación hubiera bastado para despertar mi curiosidad. Necesitaba conocer algo más del periodista: dónde trabajaba, cómo se movía, qué asuntos le llamaban la atención. Casañas me señaló un ordenador portátil que había en la esquina de su enorme mesa. Era el de Pablo. Pero yo no debía hacerme ilusiones: probablemente tendría una contraseña y los archivos importantes, escondidos bajo una maraña de documentos sin interés.

Por si la flauta sonaba, Sergio encendió el portátil y esperó a que se pusiera en funcionamiento. Nos aguardaba una noticia feliz y una decepcionante. El ordenador no estaba encriptado y podíamos acceder a la información. Pero ésta, luego de un vistazo rápido, no parecía tener interés: unas cuantas fotos picantes; dos o tres archivos de esos que se envían y se reciben a granel y en los que, si te atreves a romper la cadena de transfusión, se te cae el pelo cuando no la cuca; varias canciones pirateadas (al final, el bueno de Pablo tenía buen gusto: Stan Getz, Bebo Valdés, Arturo Sandoval…). Nada. Con seguridad, Pablo Quesada trabajaría con un pendrive, una memoria extraíble que llevaría consigo a todas partes. Era de esperar, ¿verdad?, en alguien al que todos consideraban un lobo solitario.

Para su correo personal, sin embargo, sí íbamos a necesitar una clave de acceso. Y aquello era la aguja de todos los pajares del universo mundo. No habría manera de entrar en él. Entonces, ¿qué otra cosa podríamos sonsacarle al dichoso portátil? Seguro que un experto informático nos abriría la puerta a los secretos de Quesada pero ni Sergio ni yo lo éramos. Eso sin contar con que necesitaríamos el visto bueno de la dirección de la emisora y yo debía saber lo poco amigos que eran los periodistas de desvelar las fuentes de información. Nunca nos lo darían.

Casañas, de pronto, entrecerró los ojos como el que intenta enfocar mejor un punto en el horizonte. Había algo que sí podíamos sondear sin necesidad de salvoconductos: las últimas visitas de Pablo por la Red. Sí. Cuando alguien navega por Internet suele dejar un rastro reconocible en la memoria del ordenador y, ¿quién sabe?, eso podría decirnos algo de lo que a nuestro hombre le interesaba últimamente. ¿Ilegal? No. Lo ilegal no sería la información que extrajéramos sino el uso que hiciéramos de ella. Si tuviésemos intención, por ejemplo, de difamar, comprometer, chantajear a Quesada se nos caería el pelo, pero ni él ni yo pretendíamos hacer tal cosa. Antes al contrario, nuestro propósito era salvarle la vida. Así fue como llegamos a la primera conclusión de aquel caso: en los últimos meses, Pablo Quesada parecía haberse hecho experto en arte sacro.

Gervasio Álvarez llegó a la comisaría la tarde de ese viernes sin demasiado ánimo. Ya en su escritorio, abrió la segunda gaveta de la izquierda, sacó un bote de pastillas contra la acidez y se tomó dos con un vaso de agua. Al levantar la cabeza para beber reparó en un desconchado del techo con la forma de Italia, una bota áspera y deslustrada que dejaba al aire las vergüenzas de la comisaría. Álvarez eructó con disimulo. Le hubiera gustado echarle la culpa de su ardor de estómago a las condiciones de trabajo o al almuerzo, pero él sabía bien que su dolencia tenía más que ver con la visita a Godoy que con una grieta en la pared o el puchero de carne del Deenfrente, el bar donde almorzaba cuando estaba de guardia.

Cada vez que los hombres lo sentían llegar de esa guisa (sombrío y sin dar siquiera las buenas tardes), procuraban no cruzarse en su camino durante un par de horas. Hasta que no se le pasara la calentura, era mejor dejarlo estar. Sólo cuando la urgencia apretaba se atrevían a asomarse a su despacho para consultarle algo o darle el parte: de lo contrario, era peor el remedio que la enfermedad. La única que le mantenía el pulso sin pestañear era Berta, una oficinista cincuentona y brava que llevaba un cuarto de siglo trabajando con él y le conocía todas las vueltas.

Pero ese viernes había otro en la comisaría dispuesto a arriesgarse por un buen motivo. Cuando Nelson Castillo se presentó en la puerta con gesto de gato escaldado, el inspector vio los cielos abiertos. El agente Castillo llegaba con otra idea brillante con la que granjearse (acaso recuperar fuera el término más indicado) la confianza de Álvarez. Pero éste no lo dejó ni empezar su alegato, ¿Qué está haciendo ahora mismo, agente?; ¿el robo del supermercado?; de eso puede encargarse Montes solo, a usted lo necesito en otra parte; sí, ¿no quería ayudar con lo del aparecido de Tafira?, pues le voy a dar una fotografía del tipo (está hecha con el móvil pero creo que valdrá); se me busca a un compañero que no esté muy atareado y se llegan a preguntar por la zona a ver si alguien lo conoce o tiene idea de lo que hacía allí, abandonado y medio en pelotas, ¿estamos?

Castillo tuvo la tentación de preguntarle al jefe por la cita del hospital pero, en ese instante, Álvarez se llevó la mano al estómago e hizo una mueca de fastidio. El agente se lo pensó dos veces, mejor no despertar al tigre, que luego se le enfurruñan las rayas. Así que saludó llevándose la mano a la frente y fue a cumplir las órdenes. El inspector, a solas, volvió a eructar, esta vez sin tapujos, marcó un número de teléfono y alimentó la esperanza de que el Rubio no se hubiera ido ya a casa.

Su nombre era Ángel, pero todos en la comisaría lo conocían por el Rubio y era el mejor en lo suyo. En una ocasión se metió en el ordenador de Álvarez como Pedro por su casa y estuvo a punto de provocar un divorcio. Todo sucedió a raíz de una reunión en la que el Jefe Superior citó a los responsables de la comisaría para justificar la necesidad de dedicar ahorros y esfuerzo en una sección de delitos informáticos. Los tiempos cambiaban a todo trapo y había que renovarse o morir. Álvarez, que gozaba de gran autoridad entre los compañeros, expresó en más de una ocasión sus dudas al respecto. Para él, donde había que poner más hombres y recursos era en la calle, a fin de que la gente los viera y se sintiera protegida: era en el mundo real donde los necesitaban y no en el virtual. En ningún momento quiso desacreditar la labor de los técnicos informáticos. Simplemente pretendía separar el grano de la paja. Y el grano, sin lugar a dudas, estaba en los barrios marginales y en los parques sin luz.

En la reunión había un muchacho que nadie había visto antes y que no abrió la boca en todo el tiempo. Como parecía inglés (pelo trigueño, mofletes sonrosados, ojos claros) todos achacaron su silencio a las dificultades del idioma. Luego se supo que el pibe había nacido en Agaete, que se apellidaba Corrales y que era listo como el hambre: sabía muy bien que, por mucho que dijera en esa sala, no iba a convencer a aquella panda de policías de la vieja escuela.

Álvarez llegó a casa esa noche y, después de cenar, quiso encender el ordenador para repasar un caso en el que trabajaba. Nada más abrirse la ventana supo que algo no marchaba bien: alguien se le había adelantado, le había cambiado de lugar archivos importantes, le había borrado correos urgentes y, quienquiera que fuese el manipulador, le había sacado fotos con la cámara web a su despacho vacío, a su mujer mientras hacía la limpieza y hasta al perro, al que le gustaba amodorrarse en su mullido sillón.

El inspector estaba acordándose de todos los muertos del cementerio de San Lázaro cuando le sonó el móvil. La voz del otro lado no tenía nada de inglesa pero (no supo por qué; nunca la había oído antes) la reconoció en seguida. Ángel Corrales, desde aquel día el Rubio, le dio las buenas noches, se presentó formalmente y le dejó claro las posibilidades que tenían los piratas de acceder a nuestra vida cuando les saliera de las narices. También le pidió disculpas por el asalto a su vida privada. Y le restauró (Álvarez veía cómo los archivos iban reapareciendo en la pantalla sin que él pulsara ni una sola tecla) hasta la última carpeta y el último correo electrónico. Y le rogó que se pensara de nuevo lo de tener en su comisaría a alguien de su experiencia.

Ni que decir tiene que el inspector quedó convencido. Al día siguiente solicitó a la Jefatura Superior la incorporación de Corrales a su equipo. Cuando el Jefe escuchó la petición quiso saber a qué se debía aquel cambio de opinión tan repentino. Álvarez le respondió con su habitual laconismo, Usted no conoce a mi mujer, señor; si se entera de que alguien puede sacarle fotos con el trapo del polvo en la mano y un pañuelo roñoso en la cabeza, nos bota al ordenador y a mí por la ventana.

El Rubio seguía en su puesto. Álvarez intentó recordar si alguna vez había necesitado localizarlo y no lo había logrado. No fue capaz. Ahora que lo pensaba, Corrales no parecía tener vida fuera de su ordenador portátil. De hecho, cualquiera diría que estaba enamorado de aquel aparato liviano y plateado que viajaba a su espalda, en su mochila negra, y era capaz de anidar en cualquier rincón donde hubiera una toma de corriente. El Rubio iba a todas partes con ese artilugio. Álvarez se preguntó si también se lo llevaba a mear.

Lo agarró almorzando. Corrales se justificó ante su jefe por tener la boca llena; no había tenido tiempo de salir a comer. Se había pedido una pizza de carne picada con salsa barbacoa. Sí. Ya lo sabía. Aquélla no era forma de comer. Necesitaba más potajitos caseros, más verduras, más pescado a la plancha. Las pizzas eran pura basura. Su madre se lo repetía constantemente. Pero él no tenía tiempo de ir a casa, que estaba en la quinta puñeta y tardaba hora y media en ir y volver. No. No es que tuviera tanto trabajo pero el inspector no sabía lo terco que era el mundo de la informática. ¿Por qué creía que lo llamaban Internet? Porque net significa red. Y eso es lo que era aquello: una red, una podrida tela de araña de la que ni braceando ni pataleando se podía uno escapar. Una vez que te atrapaba no te soltaba nunca.

Sí. Una página te llevaba a otra, cualquier noticia te invitaba a seguirle la pista y acababas teniendo una docena de persianas desplegadas sobre la pantalla. Todas importantes. Ninguna desechable. ¿Cómo iba Corrales a cerrar el quiosco y marcharse a comer? Ni potajitos caseros ni leches. Una pizza de mierda (eso sí, de harina integral) y a seguir margullando en su portátil.

De cualquier forma, Álvarez no podía quejarse: gracias a que el Rubio era una mosca atrapada en una red, él podía localizarlo cada vez que precisaba de sus servicios. Como ahora. Lo que no entendía Corrales era para qué lo quería. Y el inspector no supo responderle. También andaba enredado en su propia tela de araña y no tenía idea de cómo salir de allí. Andaba desesperado. Le hubiera gustado explicarle con detalle lo que buscaba pero ni él lo sabía. Hasta que no diese con ello no podría estar seguro de haberlo encontrado. A continuación, le resumió la historia del hombre de Tafira: la sangre que no era suya, la convalecencia en el hospital, la posibilidad de que sufriera algún tipo de amnesia.

El Rubio abrió las palmas de las manos y miró al cielo azul que se colaba detrás de su ventana, Y ¿qué hago yo con eso, hombre de Dios? Sobre la sangre y la enfermedad le darían información más conveniente en el mismo hospital. Sin la identidad del hombre, sin una cuenta corriente, sin una mísera tarjeta de crédito no había por dónde empezar la búsqueda de nada. Y Tafira era un río muy grande para ponerse a pescar.

Álvarez asintió en silencio. Claro, nos ha jodido mayo con las flores. Hasta ahí sabía él. El paseante solitario no estaba fichado (tan torpes no eran en la comisaría, eso fue lo primero que comprobaron) y buscar sus huellas resultaba una tarea poco menos que imposible. En Madrid lo mandarían al carajo. Por eso necesitaba otras opciones. Y la única que se le ocurría tenía que ver con el lugar donde el hombre apareció. Le daba en la nariz que en Tafira estaba la respuesta.

El Rubio le pidió veinticuatro horas para hacerse un mapa. No le prometía nada, con esas cartas de mierda no había quien jugara al subastado. Pero lo intentaría. Veinticuatro horas. Daba igual que el día siguiente fuera sábado. Corrales no tenía otra cosa que hacer. No es que no tuviera vida fuera de su ordenador, es que el ordenador era su vida. Y eso no lo comprendería nadie que no estuviese contagiado con el mismo virus. Ríase usted de las drogas. De las otras drogas se sale. De ésta no.

Una vez hubo colgado, el inspector se echó hacia atrás en su sillón, cerró los ojos e hizo sus ejercicios de respiración. Se trataba de coger el aire por la nariz y soltarlo por la boca. Muy despacio. Con los ojos cerrados. Imaginando que el aire que entraba era energía en estado puro y el que salía, pura metralla, rabia, calamidades. Un médico naturista le había aconsejado esa técnica para cuando le diese acidez o lo atenazaran los problemas del trabajo. Esa tarde necesitaría doble terapia. Tenía acidez y problemas como para una boda.

Hubo un tiempo en que viernes noche era sinónimo de cena romántica (entiéndase por romántica la simple presencia de una mujer no simple al otro lado de la mesa), de buen vino, de conversación sugerente y reposada. Después de eso uno tenía el fin de semana entero para las demás cosas que dan sentido a la vida: la música, los parques, el cine, los libros. Sin embargo, por más que lo intenté ese viernes, no pude recordar la última cena de la que había disfrutado. Me pareció que hasta la de Jesús con los apóstoles era más reciente.

Había quedado con Colacho Arteaga. Se lo debía… No, lo de debérselo suena a obligación, a tarea pesada, a compromiso. En verdad me apetecía cenar con él. Me gustaba su compañía. Mi abuelo había sanado bien de las magulladuras que le había producido un matón ruso en un apartamento de Bahía Feliz. Pero llevaba tiempo melancólico. Las heridas que no se ven son las que más cuesta superar. El dolor, los moretones, la sangre avisan. Te ponen en alerta. Te hacen reparar en el daño y así puedes ponerle remedio. Pero, si no hay dolor preciso ni cardenales ni sangre, la cosa se complica. Porque uno sigue sin encontrarse bien pero no sabe a qué atenerse.

Así andaba mi abuelo desde hacía unos años. Tengo la impresión de que los golpes que le infligió el mafioso le hicieron más daño de lo que él reconocería nunca. Se sintió frágil, vulnerable, viejo. Lo de viejo acaso suene a ironía pero mi abuelo había sido siempre un hombre independiente; un hombre que, salvo algún que otro achaque, jamás había sentido antes su edad. Desde entonces, no obstante, había dejado de salir a la calle. Una barca de pescadores esperaba desde febrero a que acabara de carenarla. Sus amigos del casinillo se sentían abandonados en la partida de dominó. Alguno de ellos, harto de postergar el encuentro, lo iba a rescatar a veces de su marasmo y lo acompañaba a pasear por la playa. Pero a la hora ya estaba el viejo rezongando con que quería regresar a casa. Lo tumbaba un cansancio difícil de doblegar. Él no era el mismo de antes y yo me sentía impotente.

Por suerte, Gloria, la nieta de uno de los cofrades de dominó, aceptó dedicarle más tiempo (antes sólo iba una vez por semana a aventarle el polvo a la casa y regarle las macetas del patio), cuidar de su medicación y hacerle la comida. Resultó que la muchacha se daba maña para la cocina. Y ese viernes nos había prometido una sama al cilantro y unos huevos moles de postre. Yo llevaría el vino, un blanco seco que había comprado por la mañana y había puesto a enfriar en la nevera del despacho. Pasé a buscarlo después de salir de la emisora. Así, de camino, le llevaría a Inés los dulces que había comprado en el Mercado del Puerto.

Mi secretaria me lo agradeció a su manera, Tú lo que quieres es que me ponga como una pepona para que ningún otro hombre me mire, ¿verdad? Mientras cerraba el ordenador y archivaba las carpetas me contó que esa noche también tenía una cita. Antes de que yo soltara una de mis gracias (para gracias estaba yo), me explicó que no. No iba a cenar con un hombre. Y no. Tampoco era que estuviese reconsiderando su orientación sexual. Sucedía que había vuelto a encontrarse con una vieja amiga del instituto. Sí. Casi treinta años después. La buena de Karina Ponce. Del COU de letras del Isabel de España. Y todo gracias al Facebook.

Me preguntó con sorna si yo tenía Facebook. Estaba segura de que no, ¿cómo iba a tener Facebook un tipo como yo, chapado a la antigua? No sé por qué le mentí. Tal vez estaba demasiado cansado y no tenía ganas de aguantar las pullas de Inés esa noche. Le mentí. Por supuesto que tenía Facebook. Pero no me interesaba mucho ese mundo de relaciones sociales de quitaipón, de gente que aparece y desaparece como el Guadiana. Lo tenía pero apenas lo usaba. Y, desde luego, ni se me pasaría por la cabeza dejar allí una foto con cara de pánfilo, ¿estábamos locos o qué? No sé si ella notó mi fastidio pero no dijo nada. Sonrió. Meneó la cabeza. Fue a regar su palo del Brasil. A cerrar el balcón. A bajar las persianas. A recoger sus cosas. Y se despidió, Hasta el lunes, jefe; buen finde.

Le deseé una grata velada y la vi marchar, feliz, con su bolso mexicano y su caja de mantecados de canela. Empezaba a oscurecer. Cuando el sol se ponía, el despacho adquiría tintes fantasmagóricos, como de fumadero de opio. No obstante, no quise encender la luz. Me gustaba esa bruma nostálgica, lenta. Ese silencio de confesionario. Me senté ante mi mesa y dejé que los recuerdos inundaran la sala. El reflejo de mi cara en la pantalla negra hablaba de un hombre taciturno, extraño. Tuve que hacer un movimiento con el cuello para cerciorarme de que era yo y no otro el tipo que me devolvía el cristal.

Pensé en lo que había dicho Inés y repasé mentalmente cuántos amigos podría yo recuperar si me diera por engancharme al Facebook. Alguno tendría, además de Miguel Moyano, que pudiera recordar de los años del colegio. Pero había sido una época turbia, de niño adulto, de adolescente cursi, pedante, que combinaba las lecturas de Nietszche con las de Neruda y las entendía ambas a su manera. ¿Quién querría rescatar la amistad de un tipo así? Además, me aguardaba tal vez una legión de hombres de mi edad, con los mismos problemas todos ellos: los achaques de los padres, las travesuras de los hijos, el tedio de un matrimonio que se mantenía en pie por pura inercia, un divorcio doloroso, una hipoteca tiránica.

¿Y qué esperaba? ¿Una vida de cine? Miguel me lo había dicho la última vez que cenamos juntos, en una vieja tasca de Vegueta, luego de su cuarta o quinta copa de coñac, Joder, Ricardo, entre un hombre maduro e interesante y un viejo verde que espera a la salida de los institutos no hay más que una decepción. Demoledor Miguel, como siempre. Con un sentido práctico de la vida: las cosas eran negras o blancas. Y lo mejor sería aceptarlo cuanto antes para no llevarse, luego, desengaños.

Quise refutarle, entonces, que entre el cincuentón seductor y el viejo verde había un sinfín de estados intermedios en uno de los cuales esperaba encontrar acomodo yo algún día. Pero me resultó cansado volver sobre lo mismo. Miguel llevaba veinte años con Concha y tenían dos hijos y una casa preciosa en la mejor zona de Siete Palmas. Cuando cometí la torpeza de preguntarle si era feliz (yo sólo llevaba dos rones con limón, no tengo tanto aguante), me sonrió con clemencia como perdonándome la vida, ¿Feliz?, ¿qué coño de pregunta es ésa?; no tengo tiempo para ser feliz, chico; no soy como tú, que te pasas la vida sin problemas, hurgando en las miserias de los demás, en puro voyeurismo.

Curioso. Yo tenía la impresión de que lo verdaderamente importante en la vida era ser feliz y resultaba que no. Que lo importante era llenarla de ocupaciones. No dejar ni un resquicio al tiempo libre porque podías correr el riesgo de pensar y darte cuenta de que nada es como te habías imaginado. Claro. Eso me pasaba por haber vivido al día. Por no haberme hecho demasiadas ilusiones cuando joven, cuando Nietszche y Neruda peleaban por hacerse con mis tardes lánguidas. Miguel Moyano, en cambio, había querido siempre lo que ahora tenía: un negocio boyante, un caserón de tres plantas, una esposa y dos hijos, y andaba pensando en comprarse un perro pero le costaba decidirse; en su familia nunca había habido animales.

Por mi parte, yo jamás había sabido lo que quería. Por eso estaba así, sin saber qué pensar de la vida, sin amigos en el Facebook, luchando por no convertirme en viejo verde. Y, sobre todo, realmente asustado porque la única persona que en verdad me importaba andaba sufriendo en la soledad de su casa de La Isleta. ¿Demasiado tiempo libre? Quizá. Tampoco me esperaba, al final del día, una casa con jardín ni una mujer ni dos niños. Aunque yo sí podría comprarme un perro, al fin y al cabo era un tipo al que las tradiciones familiares le importaban lo que se dice un huevo.

Miré de nuevo la pantalla negra del ordenador y aquella cara seguía allí mirándome. Por un momento pensé que lloraba. Que se le había colado una reflexión trascendente en el ojo izquierdo y le lagrimeaba. Ya había anochecido del todo. Corría el riesgo de dejarme dormir hasta no se sabe cuándo. Y a Colacho Arteaga no le gustaba que lo hicieran esperar. Así que me levanté, cerré el despacho y decidí ir caminando hasta la parada de taxis de San Telmo: si me iba a ventilar media botella de vino con mi abuelo no convenía coger el coche.

A mitad de Triana, a la altura del reloj (un artilugio que lleva parado yo creo que desde la tarde en que lo inauguraron; jamás lo he visto dar la hora correcta aunque, como dice el aforismo, debe de acertar al menos dos veces al día), me asaltaron con una propuesta irrechazable, a la manera de Vito Corleone en El Padrino. Una mujer oronda, achaparrada, y una muchachita con cara de perpetuo desconcierto venían obsequiando la salvación eterna con unas octavillas de no sé qué religión que mostraban la figura de un Jesús pantocrátor. Eligieron mal día para su oferta.

Se encontraron tal vez con el reflejo de la pantalla de mi ordenador y no conmigo. No conmigo porque lo que les respondí me sonó ajeno, disparatado, cruel, ¿Dice usted que todo está en la Biblia?; qué va, cristiana, todo está en el Kamasutra, ¿no lo ha leído?; claro, le explico: es que yo soy un pecador que no tiene perdón de Dios; sí, como lo oye; sufro de una adicción incontrolable al sexo, se lo juro; fíjese que he tenido que abandonar mi terapia de grupo porque ya estaba pensando en tirarme a mi psicólogo, un señor venerable y miope de setenta años…

La muchachilla me miraba aturdida y miraba a su compañera buscando amparo. Sin duda pensaría que, en cualquier momento, el tipo que vestía como yo, que llevaba como yo una botella de vino en un cartucho de papel, que como yo sonreía de un modo malicioso se iba a abalanzar sobre ella como un sátiro. Sobre la marcha, la mujerona la cogió por el brazo con firmeza y la apartó de mí antes de que la cosa se le desmandara. Y el tipo que calzaba mis zapatos continuó Triana adelante sin más interrupciones, pensando en que los caminos del Señor son inescrutables.

El taxista era otro pragmático desencantado. Las cosas eran blancas o negras. Sí. Pero a él siempre le tocaban las negras. Las blancas se las llevaban los políticos y los banqueros. ¿Yo era político o banquero? ¿No? Pues mejor, porque tenía ganas de embroncarse con alguien. Me contó cómo la crisis lo llevaba aperreando desde hacía más de un año. Cómo antes ganaba cincuenta euros en ocho horas y ahora necesitaba doce para llevar a casa, con mucha suerte, treinta y cinco. Se llamaba Óscar y tenía una dolencia en la espalda de tanto estar sentado. Y que no le nombrara el ejercicio. Para ejercicios estaba él después de pasarse el día con el culo en el asiento del taxi.

Y lo peor era la falta de esperanza, la sensación angustiosa de que nada iba a cambiar. Por eso les había insistido a sus hijos (tenía uno de veinticinco y una de diecinueve) en que estudiaran, en que se miraran en el espejo de su padre para que no repitieran sus errores. ¿Y creía yo que le habían hecho caso? Pues no. No les gustaba estudiar. Habían abandonado el colegio muy pronto. El mayor trabajaba de mecánico en el garaje de la Asociación de taxis y la niña, en el bazar de su novio, un venezolano que vendía periódicos y golosinas por el estadio. Seguro que yo había comprado alguna vez allí. No golosinas, claro, que no parecía yo de los que tuvieran hijos. Se refería a periódicos.

El viaje a La Isleta me salió por cinco euros y medio. Y no llegó a un cuarto de hora. Tuve ganas de hacer cálculos para demolerle a Óscar su teoría económica pero me pareció una ruindad. Ya bastante tenía el hombre con su espalda y sus herederos rebeldes. También quise preguntarle de dónde había sacado que yo no tenía hijos. ¿Tanto se me notaba? ¿Lo llevaba acaso grabado en la frente? Lo pospuse para mejor ocasión. Pagué la carrera. Y, con las prisas y el decaimiento, me dejé atrás la bolsa con la botella de vino. Vaya mierda de viernes.

A esa misma hora de la tarde, Gervasio Álvarez estaba saliendo de la comisaría. Los ejercicios de respiración no habían servido de mucho. Seguía con acidez. Lo embargaba una sensación de que algo se le pasaba por alto. Decidió dar una vuelta antes de volver a casa. La avenida de Las Canteras estaría a reventar de paseantes y no tenía ganas de bulla, así que callejeó por el Puerto hasta llegar al muelle, donde los barcos remoloneaban amarrados a la dársena. De vez en cuando algún marinero ruso o filipino, en camiseta, asomaba la cabeza para fumarse un cigarro en la cubierta. Uno de ellos lo saludó con una sonrisa de encías deshabitadas. Llevaba en la mano una botella de licor a medio vaciar, el aburrimiento y la espera abocaban al ron. Fuera de eso, la ensenada aparecía desierta. Un fuerte olor a sal y queroseno inundaba el ambiente. Sólo se oían los graznidos de las gaviotas sobre la tenue resaca del mar.

Álvarez pensó en el peregrino de Tafira, en su silencio de tumba, en sus ojos descarriados, en su piel blanca, en sus rugosos dedos. El tipo debía de ejercer un trabajo manual, pero no al aire libre. Si no, hubiera tenido marcas del sol en los antebrazos o en el cuello. La ausencia de anillo no significaba nada. Veinte años atrás hubiera indicado que el hombre era soltero pero ahora pocos creían en esos símbolos. Su propia hija, a quien había intentado educar como Dios manda, vivía con su… ¿marido, amante, pareja, socio? desde hacía diez años: tenían dos niños, no se les había pasado por la cabeza casarse y, por supuesto, no llevaban anillo.

Siguió dándole vueltas al asunto hasta que lo exprimió del todo como un limón. Se lo sacudió todo allí, en el muelle, como se sacude la lluvia de un paraguas. No le gustaba llevarle a Susana los problemas del trabajo. Quería llegar, cenar con ella, escuchar las cosas que su mujer le contaba y que nada tenían que ver con amnésicos ensangrentados ni peleas de negros ni robos. Casi siempre apuntaban a asuntos familiares.

Ahora estaban preocupados porque a Pedrito, el mayor de sus nietos, tenían que operarlo: sufría de algo que llamaban testículos en ascensor; a la criatura no le habían bajado bien los huevos y eso podría dificultar su desarrollo. La cosa no parecía grave. Se trataba de una operación sencilla pero la anestesia general los tenía hablando solos. Mientras ella recogía la mesa y su marido ponía la cafetera al fuego, Susana se lamentó de los pobres niños. No alcanzaba a entender cómo a los doctores podía escapárseles una cosa así, con tantas revisiones que les hacen hoy en día. Todavía en su época, la cosa se explicaba: uno iba al médico sólo cuando estaba malo de verdad. Pero ahora, que al primer estornudo ya tiran corriendo con los chiquillos para urgencias, le parecía un dislate lo de los huevos de Pedrito.

Vieron una película policíaca que echaban en la televisión. A Álvarez le parecían todas falsas, con esos inspectores guapetones que ni se despeinaban, siempre con la sonrisa en los labios, siempre dispuestos a sacar la pistola a las primeras de cambio. Él llevaba una vida entera en la policía y no recordaba la última vez que la había usado. Su trabajo no tenía nada de aventurero ni de bohemio, más bien era el fruto de una rutina paciente y aburrida. Susana no conocía esa rutina. De vez en cuando miraba a su marido y se preguntaba si el falso no sería él. En los largos intermedios de la película, él le echaba un vistazo al periódico y ella le daba vueltas a lo del nietillo.

Iba a acostarse ya. Había apagado todas las luces de la casa. Se había lavado los dientes. Andaba con el pantalón del pijama en una mano. Serían las doce menos cinco cuando lo desorientó el pitido del teléfono. Por poco no trastabilla y se cae de narices. Susana dio un respingo en su lado de la cama, a esas horas nada bueno podía ser. Era el agente de guardia en la comisaría. Se presentó pero Álvarez no escuchó bien el nombre, tan aturdido estaba. Pidió varias veces disculpas por molestarlo a esas horas. Rezó para que no lo hubiera despertado del sueño o algo peor. No. Estaba bien. ¿Qué ocurría?

Había llamado el doctor Godoy desde el Hospital Insular. Había solicitado que le dieran su número personal pero, desde luego, eso no podían hacerlo. La cosa parecía importante. Tenía que ver con el hombre que habían encontrado en Tafira pero el médico no quiso comentar nada más. Estaba dispuesto a hablar sólo con el inspector. Álvarez le dio las gracias y cortó, con más brusquedad de lo que hubiera querido. Buscó, mientras volvía a ponerse los pantalones, el número del hospital: le daba en la nariz que tendría que volver a salir. Y así fue.

El señor X había desaparecido. Mierda. Joder. No. No podían dar ninguna explicación al respecto. No. No había excusa que valiera y Godoy lo sabía. Y no. No sabían cómo había podido ocurrir. La cosa fue que a las nueve le dieron de cenar (apenas probó nada; tuvieron que meterle las cucharadas a la fuerza) y a las once ya no estaba: cuando fueron a darle la medicación, la cama estaba vacía. ¿Ropa? ¿Qué ropa iba a llevar si lo encontraron desnudo? El camisón que Álvarez había visto. Y los ridículos pañales. Y descalzo de nuevo, eso era lo que tenía a Godoy atormentado, tanta cura y tanto cuidado para nada. Ahora volvería a destrozarse los pies. ¿Visita? Sólo la del personal del hospital y el policía que habían mandado a custodiarlo.

—Pues se nos jodió el invento.

—¿Y eso por qué?

—Porque yo no he mandado a nadie a custodiarlo.

Había sido una torpeza. Lo sabía. Tendría que haber enviado a alguien pero no lo hizo. Quizá porque lo vio tan poca cosa, tan desamparado, que ni se le pasó por la cabeza que aquel hombre pudiera escaparse. ¿No habían quedado en que sufría alguna especie de amnesia? Pues, ¿adónde va a ir quien nada recuerda? Tuvo que recibir ayuda, eso era de cajón. Álvarez le pidió al doctor que lo esperara en su consulta, en veinte minutos estaría allí.

Para su desgracia, la puerta de urgencias, si no quieres caldo toma dos tazas, era la única accesible a esa hora. Para su suerte, no había heridas abiertas ni sangre a borbotones ni vísceras desparramadas. Sólo un par de huesos desconchabados, un ojo a la virulé, un dolor de riñones, un ataque pejiguera de asma. Suspiró. Lo aguardaban. Lo hicieron pasar por una puerta de cristal mate que enlazaba la sala de espera con la de curas. Cruzó, mirando al techo, el estrecho pasillo, con celdas a ambos lados, hasta llegar a un ascensor enorme con puertas corredizas de metal. Rezó para que no hubiera ninguna camilla con enfermo dentro. No la había. Pero, una vez dentro, le pareció que no ganaba nunca la cuarta planta, de lo lento que era el armatoste.

Cuando llegó al cuartito de Ezequiel Godoy lo encontró enfrascado en unos documentos, sus gafas a media nariz, su pelo revuelto, el bolígrafo entre sus dedos índice y pulgar, el gesto fatigado. Le sobrevino una sensación de empatía: él también odiaba el papeleo; le parecía tremenda pérdida de tiempo cuando el reloj andaba a la carrera. Se trataba de la autorización para intervenir a un paciente, puro trámite, nada de vida o muerte. Sin embargo, era imprescindible la firma de un familiar, para cubrirse las espaldas en caso de que la cosa no saliera como estaba previsto. Álvarez asintió. Ya le hubiera gustado a él que en la comisaría tuvieran el mismo protocolo. Alguien que se hiciera responsable de los irresponsables que detenían. Y, luego, si ocurría algo imprevisto, a quejarse al maestro armero. Pero no. Hubiera sido demasiado lindo para ser cierto.

Godoy no quiso hacer esperar más al policía. Dejó a un lado la autorización y se dispuso a contarle cuanto sabía del asunto. Antes que nada, convenía ratificar su primer diagnóstico sobre el señor X. No estaba fingiendo. Su estado era de conmoción y, posiblemente, estuviera afectado también de algún tipo de amnesia. Sobre eso, ninguna duda. Sí. Significaba que no había podido escapar del hospital él solo. Tuvo que recibir ayuda para todo: para levantarse, para vestirse, para caminar. Sobre todo para caminar. El hombre debía de tener los pies hechos un auténtico cristo. No quería ni pensarlo.

Luego estaba lo del falso policía. Era un tipo normal. Más alto que bajo, más delgado que grueso, ni joven ni mayor, tirando a canoso. Normal. Ya. Con esa descripción no iban a ninguna parte pero no sabría describirlo de otra manera. Vestía pantalón de esos que llaman chinos (Godoy ignoraba de dónde le venía el nombre), camisa blanca y chaqueta azul marino. También llevaba una mochililla de cuero negra. No. Nadie sospechó nada. Tampoco habían desconfiado de él, de Álvarez, por la mañana. ¿Por qué habían de hacerlo? A él, a Godoy, no se le ocurriría ir a ningún sitio fingiendo ser lo que no es. No se haría pasar por arquitecto o por maestro de escuela. Así que, si alguien llegaba diciendo que era policía y tenía pinta de policía, ¿por qué iba a desconfiar de que lo fuese?

El hombre apareció entre las ocho y las nueve, se presentó y se sentó en el banco del pasillo. No. En ningún momento quiso ver al paciente: quién sabe, quizá pensase que eso despertaría sospechas. El caso es que se sentó frente a la puerta de la habitación, sacó un libro y se puso a leer. Sí. Un libro. Uno de esos de bolsillo que se manejan bien entre las manos. Godoy no había visto el título. Para fisgonear estaba él con todo el trabajo que tenía en la planta. A las nueve entró la enfermera con la cena y el falso guardia estaba en su puesto. La misma enfermera le había dicho a Godoy (como Álvarez podría luego verificar) que, sobre las diez menos cuarto, miró el banco y el policía no estaba. Pero imaginó que habría ido a comer algo o al baño. Después tuvieron que hacerle la cura a una paciente con fractura de pelvis abierta y ya no tuvo tiempo para policías ni ladrones.

El médico condujo a Álvarez hasta la habitación del señor X. Nadie había entrado allí desde las once. Seguro. Godoy había dado orden de que la cerraran. Sabía que podrían borrarse huellas o tocar algo que no debieran. El inspector asintió con la cabeza pero no añadió nada. Se acercó a la ventana para comprobar una cosa. Estaban en la cuarta planta. Y la habitación daba al aparcamiento. Abajo se veían los coches en batería y una parada de taxis. Por allí era imposible escapar, salvo que el falso policía hubiera arrojado al peregrino y luego hubiera ido a recoger los restos sobre un capó cualquiera.

¿Alguien había mirado en el baño? La enfermera que descubrió la desaparición. Lo primero que hizo fue ir a ver si al paciente le habían entrado ganas de una ducha. Para mear no necesitaba levantarse, para eso estaban los pañales. El baño estaba vacío e igual de limpio que el día anterior.

Álvarez entró en el cuartito. Efectivamente, parecía que acabaran de limpiarlo. Olía a desinfectante. No había ni una mancha en el lavamanos. El agua del inodoro aún era azul. Iba a salir cuando se fijó en un pequeño detalle: ¿y la papelera? Allí debía de haber una como en todos los baños, pero no estaba a la vista. Volvió sobre sus pasos. Se agachó debajo del lavamanos y allí, detrás de la base de cemento, la encontró. La sacó con un dedo, el balde hizo un ruido chirriante, cercano a la dentera. Y miró dentro. En la bolsa negra, hechos una pasa, apelotonados, aparecieron el camisón y los pañales del enfermo. El inspector se levantó. Resopló, el esfuerzo de agacharse no era moco de pavo. Miró a Godoy con cansancio, ¿Dice usted que el policía ese traía consigo una mochila?; pues ya sabemos lo que llevaba dentro.

Colacho estaba acabando de poner la mesa cuando llegué. Se demoró unos minutos en abrirme la puerta, a pesar de que la cocina está en el primer piso. La suya es una antigua casa de dos plantas con patio interior y techos altos. Pero él sólo ocupa, desde que mi abuela Sara murió, la planta baja: duerme en el cuarto donde dormía mi madre, se asea en un baño pequeño con todo a mano y hace vida entre la cocina y el comedor. La escalera ya ni las huele. Su excusa para la tardanza fue que no me había oído pero para mí que andaba enfurruñado por culpa de mi retraso. Cuando lo besé noté su olor a loción de afeitar y un levísimo efluvio a frutos secos, No habrás estado picando a deshoras, ¿verdad?

Él me miró con desdén y chasqueó la lengua, ¿Llegas tarde a cenar y sin el vino y encima te me pones farruco?; estoy en mi casa, carajo, a ver si ahora no voy a poder comerme unas almendras cuando me dé la gana. Le expliqué, mientras caminábamos por la galería, lo ocurrido con el vino y le recordé lo que había dicho el médico sobre atiborrarse de almendras. Él levantó las manos sin volverse, Qué coño sabrán los médicos; no soy yo el que se olvida las cosas en los taxis; a ti es a quien deberían prohibirte comer almendras; menos mal que tengo una botella de tinto de la última vez que viniste; ve a lavarte las manos, anda.

No supe por qué obedecí. Las traía limpias. Pero el viejo me lo impuso con tanta solidez que no me atreví a contrariarlo. Por supuesto, me tocaba servir la comida, por tardón. Cuando regresé a la cocina, Colacho ya estaba sentado en su lado de la mesa, de espalda a la pared. El viejo manejaba el sacacorchos con destreza. Se tomó su tiempo en abrir la botella. Olisqueó el corcho con parsimonia, como si fuera un sumiller. Sirvió el vino en las copas. Cogió la suya. La levantó para tantear el color y el poso que hacía. Y dio un breve sorbo, que mantuvo en la boca unos segundos, No está mal; no va a sentarle igual de bien al pescado, pero menos es nada.

Me aferré a la disculpa con hastío. Lo sentía. De verdad. No volvería a ocurrir. La próxima vez que fuera a verlo llevaría una caja del mejor vino blanco que hubiera en la licorería. ¿Y paté? También paté. De oca. De ganso. A las finas hierbas. A la pimienta. De acuerdo, a la pimienta no, que repetía. ¿Me perdonaba ya? Estupendo. Ya podíamos cenar. Quise saber cómo le iba con Gloria en la casa. Una cosa era tenerla por allí los lunes y otra lidiar con la muchacha tres o cuatro veces por semana. Él no estaba del todo descontento. Comía bastante mejor que antes y tenía la ropa planchada y los pisos limpios. Lo único que le mortificaba era lo alegantina que era la chica, No para de hablar ni un minuto, m’ijo; que si mi padre esto; que si mi madre lo otro; que si el novio es un gandul; que si la suegra, una bruja; me conozco ya todas las andanzas de su familia y lo que me temo es que, luego, vaya a su abuelo a contarle las mías.

—Cualquiera que te oiga dirá que eres la Reina Madre. Ni que fuera un secreto de estado lo que pasa entre estas cuatro paredes.

—Estas cuatro paredes resultan ser mi casa. Y me jeringa que aireen mis intimidades.

—Pero ¿qué intimidades son esas, Colacho? ¿Qué dejas pelos en la bañera? ¿Qué meas por fuera del váter? ¿Qué te sudan los pies? Eso nos pasa a todos.

—Carajo, Ricardillo, ¿tienes que hablar de esas marranadas mientras cenamos? Me va a sentar mal la sama. Venga, cuéntame en qué andas metido ahora. ¿Sigues de vacaciones?

Le relaté la visita de Elsa Iglesias. La desaparición del periodista. La consideración con que me había tratado Casañas en la emisora de radio. No. No me estaba pavoneando. Sólo me había hecho gracia la actitud del tipo. Jamás había pensado que mi trabajo pudiera despertar tanta fascinación. Pero, por lo visto, así era. Colacho se interesó por la madre del periodista. Quería conocer qué impresión me había causado. A decir verdad, yo no había reparado mucho en ella. Aún estaba intentando hacerme una idea del desaparecido. Mi abuelo dejó los cubiertos en el plato y arrugó la nariz. Detrás de ese gesto inconfundible solía acechar un cuento. Y aquella noche no iba a ser una excepción.

Me preguntó si conocía a su vecina de al lado. ¿A doña Concha? Doña Concha era la vecina, sí. Pero él se refería a su hija. Se llamaba Marta (¿o era Magda?) y trabajaba de maestra en un colegio del sur. La mitad de sus alumnos eran hijos de agricultores. La otra mitad, hijos de camareros de bar. Y la mezcla venía a ser como aceite y vinagre: los podías unir en la clase pero, al cabo de un rato, cada uno ocupaba su esquina del vaso. ¿A qué venía todo eso? Vaya por Dios, yo siempre con prisas para todo. Así me iba, carajo.

Pues venía por algo que solía decir la maestra: cuando conoces a los padres, te explicas muchas cosas de los hijos. Al parecer, los chiquillos son un fiel reflejo de lo que maman en casa. Y, mientras los agricultores daban de mamar respeto y serenidad, los camareros contagiaban ruido y lucha. Por eso yo no debía echar en saco roto a la tal Iglesias. Quizá resultase más interesante por lo que había callado que por lo que había dicho. De manera que volvió a repetirlo, ¿Qué impresión te causó la señora?

Lo pensé unos instantes. Hice memoria. Calculé gestos. Ni idea de si Elsa Iglesias era agricultora o camarera de bar. Por lo pronto, me había resultado paradójica: distante pero educada; firme pero temerosa; de origen humilde por su aspecto, pero alguien a quien, como a cualquier mujer, le gustaba arreglarse para salir. Llevaba unos zapatos muy elegantes. Sí. A juego con el bolso. Fue lo primero en que me fijé. Era una manía mía lo de los zapatos. La mujer se esforzaba en hablar con corrección. Y, en suma, no parecía distinta a cualquier madre que anda preocupada por su hijo. ¿La edad? No estaba yo seguro. Rondaría los sesenta y… Colacho me interrumpió. Él hablaba del hijo. Ah, el hijo. Pablo Quesada tendría unos treinta años. Mi abuelo casi se atragantó. ¿Treinta años?; ¿y la buena señora se alarma porque hace dos días que su niño falta de casa?, guárdame una cría.

Verdad que parecía una reacción desmesurada. Para el viejo, desmesurada era quedarse corto. Era maniática: la reacción de una madre sobreprotectora. A ver si el hijo no se había mandado a mudar a casa del carajo para quitársela de encima. Cosas peores se habían visto, ¿verdad? Sí pero no. Se habían visto cosas peores pero no me podía creer que Quesada hubiera desaparecido sólo para librarse de una madre atosigadora. Según todos los indicios, Pablo era un muchacho retraído al que le gustaba el papel de lobo solitario. Pero eso ya lo tenía ganado. Su madre le dejaba ir a su aire, no se metía en sus cosas, incluso en ocasiones lo admiraba por ello. Él no necesitaba, pues, dar un golpe de timón en su vida para reivindicar nada.

Le conté a Colacho la escena del sobre con el dinero. Lejos de enternecerse se alegró, Ya era hora de que alguien te pagara por tus servicios, coño; que aún no sé cómo puedes vivir de ese trabajo tuyo. Le sonreí. No era el primero que se lo preguntaba. Quise quitarle esa preocupación, Es fácil, viejo: la casa es heredada de manera que no pago alquiler, de la secretaria se encarga mi socio y yo con poco voy; en fin, lo comido por lo servido, pero me resulta incómodo tratar de dinero con gente que anda en apuros; me parece comerciar con su pena; por eso le dejo la cuestión de los honorarios a Inés, que se maneja mejor. Mi abuelo me miró de arriba abajo, ¿Andas jodido porque la señora te pagó?; acabáramos, hombre; vete a la gran puñeta; no te está regalando nada, m’ijo; ha comprado tu tiempo y, viendo cómo te afecta, hasta poco te ofreció.

No quería seguir por derroteros tan latosos, así que me levanté a servir el postre. Le envidié a Colacho la cocinera que tenía, Estos huevos moles están cojonudos; por mucho que te quejes, esa Gloria vale su peso en oro. Y le di pie a mi abuelo para entrar a saco en lo que más le gustaba a él y me irritaba a mí, Pues tiene una buena edad y un cuerpo firme; nada que ver con ese ejército de esqueletos andantes que se ve ahora en las calles; una mujer de verdad, que a lo mejor está dispuesta a cambiar a un vago por otro; si te interesa, puedo hablarle de ti. Lo atajé, antes de que diera rienda suelta a su emoción, No te embales, Colacho, que te conozco; ahora no tengo cabeza para novias. Y él, apurando el último sorbo de vino de su copa, Yo no hablo de la cabeza, sino del estómago y de lo que no es el estómago; ¿qué hace un hombre como tú desperdiciando el viernes noche con un viejo?

—Resulta que el viejo es mi abuelo. Los viernes noche ya no son lo que eran. Y la sama vale la pena, te lo juro.

—Zarandajas. Necesitas una mujer.

—Vaya hombre, ¿tú también? Ya tengo bastante con Miguel Moyano y sus teorías sobre la madurez.

—Y todos estamos equivocados menos tú, ¿verdad? No jodas, Ricardo. Me da que ese tal Pablo Quesada no es el único al que le gusta el papel de lobo solitario. Y te digo una cosa: óyeme bien, los lobos solitarios acaban comiendo carroña.

Reconozco que era difícil estropearme una cena tan rica, pero Colacho Arteaga estuvo a pique de lograrlo. Si no lo hizo fue porque su guineo machacón me hizo comprender que no estaba tan mal como yo había pensado: el viejo mantenía intactas su socarronería y su capacidad para sacarme de mis casillas con cuestiones personales. Dejé la loza en el fregadero, recogí la mesa y acompañé a mi abuelo al comedor a dar cuenta de una copa de coñac, que sirve igual de bien para el pescado que para la carne. Él se sentó en un sillón de orejas que se había hecho bajar, en su día, de la segunda planta. Y yo, en la vieja mecedora de la abuela Sara.

Nos dio entonces por volvernos pensativos. Pasó un ángel pachorrudo y burlón antes de que volviéramos a hablar. Yo quise preguntarle por su salud, por si estaba acudiendo a la revisión médica, por si estaba tomándose las medicinas. Me angustiaba pensar que Colacho hubiera arrojado la toalla definitivamente, que hubiera asumido que, total, para lo que le quedaba en el convento, no hacía falta andar peleando tanto. Pero él (al menos habíamos dejado atrás el asunto de mi soltería) se empeñó en llevarme la contraria: no quiso soltar la presa de mi investigación, ¿Y dices que Quesada no llega a los treinta?; pues es una lástima porque en el periódico dan una noticia que hubiera podido ayudarte; acaban de encontrar a un tipo medio desnudo por la carretera del centro, pero éste pasa de los cincuenta.

Me levanté a buscar La Provincia. Y allí estaba. En las últimas páginas. Entre los anuncios de sexo y los de televisión, a cuáles más obscenos. Así fue como tuve conocimiento del peregrino de Tafira.

Entre unas cosas y otras, Álvarez apenas pudo dormir tres horas aquella noche. El sábado amaneció un día triste, con nubarrones grises que amenazaban lluvia. Pero el cielo de Las Palmas es como los malos boxeadores, que amagan y no dan. Encima había un bochorno que apelmazaba el aire.

El inspector desayunó sin prisas. Su mujer había comprado pan de puño con matalahúva y Álvarez se comió dos enteros con mantequilla y se bebió media cafetera por lo que pudiera pasar durante el día. Susana ni se molestó en preguntar qué era aquello tan urgente que lo había obligado a salir de casa a medianoche. Prefirió regresar a las cosas mundanas. Le estaba dando vueltas a la idea de ponerse a régimen. Y visto lo que comía su marido, no parecía descabellada. A régimen, sí. Los dos, claro, si no apaga y vámonos. Ella podría cocinar pescados y carnes a la pancha y algo de verduras al vapor y sustituir huevos y papas fritas por una buena ensalada. Y él podría robarle algo de tiempo al trabajo para salir a caminar por el Parque Romano. Con una horita, tres veces por semana, sería suficiente. A la tarde, por supuesto, cuando refrescaba.

No. No tenía pensado presentarse a ningún concurso de belleza. Susana hablaba de salud, de calidad de vida. Había leído en una revista que, según las estadísticas, les quedaban veinte años tirando por lo bajo antes de que se los comieran los gusanos. Y a ella le gustaría que, al menos, los bichos tuvieran algo sano que llevarse a la boca. Álvarez no ocultó su gesto de repugnancia: la imagen le resultó asquerosa, sobre todo después de haber disfrutado de un desayuno como aquél. No obstante, prometió que intentaría encontrar tiempo para el paseo nocturno. Eso sí, prefería Las Canteras al Parque Romano: la visión de las olas lo alentaba más que la de un montón de corredores sudorosos y con la lengua fuera. Si no había más remedio que pasear, que fuera al menos con la brisa del mar.

A Susana le disgustó esa pose de cordero degollado, pero le tomó la palabra a su marido y, para que no pudiera rajarse después, decidió aprovechar la mañana del sábado para comprar playeras para los dos. Buenas zapatillas de deporte: no iban a caminar descalzos ni en sandalias, que luego las llagas les destrozarían los pies. Eso también venía en el artículo de la revista.

El inspector debía volver a la comisaría a organizar el trabajo de sus hombres. ¿El crimen no tomaba vacaciones? Boh. Eso era lo que dirían los detectives de pacotilla que salían en las películas y que tanto fascinaban a Susana. Qué machangada. Sonaba hasta ridículo: el criminal no descansa; los defensores de la ley siempre alertas; la ciudad nunca duerme. Buenos títulos para películas pero menuda mariconada. La realidad era más simple: él era funcionario y ese sábado le tocaba retén de guardia. Punto y pelota.

Lo esperaba una noticia amable, si es que podía tildarse así a la detención de un pobre diablo. En efecto, habían pillado a uno de los atracadores del supermercado, un viejo conocido de Álvarez: Armando Baeza. Se trataba de un reincidente, un tipo que no escarmentaba, que se había pasado desde los catorce años entrando y saliendo de la cárcel. Treinta y dos detenciones por distintos delitos, todos ellos relacionados con la propiedad ajena (¿propiedad ajena?; ¿se estaba volviendo idiota él también?). En resumen: un raterillo de tres al cuarto, carne de Salto del Negro.

Sin embargo, esta vez sólo era el pringado de turno, el cabeza de turco de otros más listos que él. Y con menos escrúpulos. Dos hombres lo habían embaucado para acompañarlos en la maniobra. Habían robado la recaudación del día (el robo había quedado registrado en las cámaras de seguridad del supermercado), habían salido a escape cada uno por su lado y habían quedado, luego, en una dirección para repartirse el botín. Pero cuando llegó Baeza resultó que el lugar era una casa abandonada. Al forzar la puerta, desesperado por cobrar, el ratero estuvo a punto de matarse. El suelo, carcomido y con el firme inestable, se derrumbó nada más pisarlo. El resultado: una pierna rota por tres partes y el orgullo del todo magullado. Así fue como lo atraparon. Sus gritos de dolor se oían desde la calle y una vecina llamó a la policía. Ahora estaba Baeza en la enfermería con la pierna escayolada y unas ganas locas de denunciar a sus compinches traidores. Con la descripción que estaba dando y las imágenes de las cámaras, esperaban agarrar a los dos asaltantes del supermercado antes del lunes.

Sobre el enfermo Guadiana nada nuevo. Nadie lo había visto salir del hospital. No era extraño. Andaban todos a su tarea. Y seguro que el falso policía había estudiado la forma de escabullirse de allí sin despertar sospechas. Álvarez había recorrido la noche anterior el edificio y se le ocurrieron varios lugares por donde escapar sin que nadie se hiciese demasiadas preguntas.

La cuestión ahora estribaba en saber por qué se lo habían llevado a escondidas del hospital. Era la pregunta que soltó al aire de su despacho en la reunión que había dispuesto con dos de sus hombres: Montes y Castillo. Montes andaba eufórico con la media resolución del robo. Castillo, que se había pasado parte de la noche haciendo indagaciones sobre el aparecido y desaparecido después, llegó con cara de sueño y las marcas de la almohada aún estampadas en la cara. Por eso fue Montes el más rápido en reaccionar, el que agarró la pregunta al vuelo y dejó sentada la primera posibilidad: el falso policía no quería que lo asociaran con el paciente indocumentado. Buena hipótesis. Entonces, ¿a qué los llevaba eso? A que el paciente tenía algo importante que esconder, algo que interesaba al otro.

Bien. Eso podía explicar la sangre que llevaba pegada al cuerpo y la amnesia que se le suponía. Más tarde habría que tratar del parentesco entre ambos pero ahora había una conclusión irrebatible: estaban ante un delito (probablemente un asesinato; al final el presentimiento de Ezequiel Godoy iba a ser atinado) en el que andaban involucrados al menos dos personas: el paciente Guadiana y el policía de pega. Álvarez pidió tiempo con una mano y se quedó un instante dándole vueltas a algo. Aún estaba caliente la historia del robo y se le ocurrió una cosa. La noche anterior, con la prisa y la decepción por haber dejado escapar al autor o al testigo principal de un crimen, no había hallado tiempo para mirar el cuadro desde todos los ángulos. Había hablado con médicos y enfermeras, con celadores y limpiadoras. Había inspeccionado pasillos y puertas. Y tantas preguntas sin respuesta lo habían aturdido. Cuando abandonó el hospital, poco antes de las tres de la madrugada, ya no tenía cabeza para más cavilaciones.

Ahora sí. Ahora estaba bien despierto. Entonces, levantó el teléfono y marcó un número. Aguardó a que le contestaran. Se identificó ante la voz del otro lado de la línea. E hizo una pregunta sencilla. Resultó que sí, que estaba en racha, que los hospitales también tenían cámaras de seguridad como los supermercados. ¿Sólo en los pasillos? Con eso le bastaba. Ya tenían por donde tirar: Castillo de vuelta a Tafira por si alguien había consultado con la almohada y había recordado algo de interés; Montes a la operación del supermercado, a ver si se aclaraba todo antes de la reunión del lunes, y Álvarez al hospital a ver una película. Con suerte, alguna toma valdría para identificar un rostro o un gesto o una tara. Algo que les sirviera para empezar la búsqueda porque, lo que era hasta ese momento, no tenían nada. Cero. Absoluta oscuridad.

El Hospital Insular es un centro público pero, como en tantos otros, la seguridad es privada. Una empresa se encargaba de la vigilancia. Y, para llegar a ella, Álvarez decidió pasar primero por la gerencia del edificio. Manuel Borrego tenía su despacho en la sexta planta. Era un economista joven que llevaba las cuentas como un viejo, mirando hasta el último céntimo que se gastaba allí. De hecho, lo habían contratado para eso. El último gerente, médico de profesión, entendía la contabilidad de una manera menos rigurosa: antes la sanidad que los números. Eso no hubiera sido un defecto si no hubiera llegado a poner al hospital al borde de la quiebra, con aparatos carísimos sin nadie que tuviera la habilidad de manejarlos, subcontratas manirrotas y exceso de personal.

De todo eso se enteró Álvarez antes de poder plantear la cuestión que lo había llevado allí. Borrego era un hombre parlanchín e inmodesto, acostumbrado a presentarse con su nombre y un arsenal de méritos profesionales detrás. Un signo de los tiempos, pensó el policía: yo soy yo y mi currículum vítae. Cuando pudo centrarse en la cuestión de la vigilancia, el joven gerente se removió incómodo en su sillón de cuero, tras su escritorio de cristal y hierro, con la vista en su ordenador de última generación. Borrego quizá entendiera que se estaba impugnando su manera de llevar el hospital, algo que emborronaría su hoja de servicios.

En otras circunstancias, de no haber mediado un jugoso desayuno (tal vez el último, a tenor de la manía del adelgazamiento que le había entrado a Susana), Álvarez hubiera disfrutado bajándole los humos al pollillo, jugando con él al gato y al ratón, desmontándole al economista su historial. No en vano había sido de su hospital de donde habían dejado escapar a un paciente amnésico y malherido. Había sido su hospital el que no supo prevenir el error, y sus enfermeras las que no se fijaron en que el hombre desaparecía de la habitación, y sus celadores los que lo dejaron salir por la puerta como si nada. Sin embargo, el estado de ánimo de Gervasio Álvarez propendía esa mañana a la benevolencia. Nada más lejos de su ánimo que poner en duda el magnífico trabajo que estaba haciendo Borrego allí.

Su visita era más bien de cortesía. Porque no le hubiera costado mucho conseguir una orden del juez para requisar las cintas de vídeo. No obstante, creyó más conveniente seguir el protocolo y poner al gerente en antecedentes sobre lo que se disponía a hacer. Allí todos remaban para el mismo lado, ¿verdad? El economista pasó de golpe de un estado sólido a uno gaseoso. Aflojó los hombros. Endulzó la mirada. Agradeció la deferencia al comisario (ah, perdón; al inspector) y, por descontado, consintió en acompañarlo a las oficinas de la empresa de vigilancia y cerciorarse de que le entregaban una copia de las imágenes de la cámara para su investigación.

El problema de dormir con la radio encendida es que amaneces enredado en las más disparatadas pesadillas. Puedes haber estado soñando con la dicha, con los años felices en que tu madre vivía y te espantaba los temores acariciándote el pelo con sus dedos finos, con la muchacha azul a quien quisiste sin medida y que juró quererte por toda una eternidad que duró aquel otoño, y, de pronto, al sueño feliz se le colaba una duda, un sobresalto, la noticia del último parte horario de radio nacional. Y entonces tu madre desaparecía bajo las aguas de una inundación en Navarra o La Rioja y la muchacha azul (¿Pilar? ¿Noelia? ¿Lucía? ¿Una conjunción de todas ellas?) volvía con su novio de siempre, el mismo que tan mal la trataba cuando la conociste.

Ese sábado fui yo el protagonista de la pesadilla. Fue a mí al que atacaba un león en plena playa. Me perseguía a través de las rocas. Yo no hacía más que resbalar por culpa del musgo y los sargazos. Los escarpados farallones me laceraban los pies. Y el animal, incansable, seguía ahí. No lograba alcanzarme pero no desistía, como si supiera que más temprano que tarde se agotarían mis fuerzas y, entonces, sólo tendría que buscar la trinchera de mi cuello y acabar con todo. No sé de dónde surgió la bestia, de qué noticia loca del parte hablado. Ignoro qué significa soñar con leones, si encarna la fuerza de tu espíritu o el tamaño de tus miedos. Sólo sé que eran las nueve y ya no tuve ganas de volver a dormirme. Apagué la radio antes de que acabara por desgraciarme el día. Me levanté. Anduve por la casa abriendo las ventanas para dejar pasar la claridad y el aire. Fui al baño. Oriné. Me lavé los dientes, que aún sabían a espanto. Me afeité. Entré en la ducha. En un momento de la rutina me dio por pensar si no era todo parte del mismo sueño. Si no iba a aparecerse el jodido león detrás de la cortina, como en la vieja película de Hitchcock, aunque sin cuchillo y sí con una garra pavorosa de uñas negras. Pero nada ocurrió.

A las diez estaba ya desayunando en la churrería del Mercado. Como siempre, un café oscuro que dejaba un poso de salitre en la taza y unas tostadas con aceite y tomate. El periódico de la mañana delante y una sensación de soledad irreversible. En la mesa de al lado una pareja, las bolsas de la compra desparramadas a sus pies, desayunaba chocolate con churros junto a sus hijos gemelos. A los chiquillos, de cuatro o cinco años (nunca he sabido calcular la edad de los niños), los habían vestido igual: la misma camisa azul y blanca con el escudo de un club marinero, los mismos pantalones colorados a media pierna, los mismos zapatitos de charol, incluso los mismos calcetines blancos. Sus padres lo harían por no fomentar la rivalidad entre ellos, por enseñarles que ambos eran iguales a los ojos del Señor, del Gobierno o de los abuelos. Pero también, pensé, estaban ahuyentando la personalidad: ¿sabrían distinguirlos con esas ropas?; ¿sabrían ellos quién era quién bajo aquel uniforme? Cuando salí del bar, los gemelos se peleaban por el último churro; bien por ellos. Al final, sí que sabían quién era quién allí y, lo más importante, qué quería cada uno.

Llamé a Elsa Iglesias y le pedí permiso para visitarla. No a ella. Me interesaba su casa. Y tampoco la casa en su totalidad. Me bastaba, puestos a precisar, con la habitación de Pablo. Quería ver el lugar donde el periodista pasaba la mayor parte de su tiempo. Sí. Esa misma mañana estaría bien. Yo sabía que era sábado, cómo no iba a saberlo. Y claro que podía esperar al lunes. Pero su hijo quizá no. No tenía propósito de asustarla, aunque el hecho de que los secuestradores aún no hubieran dado señales de vida era para asustarse. Esto último se me quedó en el quicio de la boca, preferí no recordarle su agonía. Al final, la mujer lo entendió sin que tuviera yo que darle más detalles escabrosos.

Vivía en una casa antigua de la calle Arco. Una casa roja con ventanas de piedra que se había quedado encogidita entre dos edificios de cantería moderna. Sin duda le habrían ofrecido el oro y el moro para venderla. Allí podrían construirse, como pocas, cuatro plantas, ocho viviendas que (bien acicaladas con materiales nobles, espejos y columnas en lugares estratégicos, azulejos importados, mármol visible) valdrían un Potosí. Fantaseé con la idea de una Elsa Iglesias inexpugnable, una Elsa Iglesias honrando la figura de la heroína que daba nombre a su calle, Juana de Arco rediviva, aguantando las embestidas de los piratas especuladores, cerrando sus oídos al canto de sirena del dinero. Y recordé las palabras de Colacho.

La mujer me había pedido tiempo para poner las cosas en orden. Cuando llegué supe que la Iglesias lo había empleado menos en asear su recibidor, su salón, el cuarto de su hijo que en arreglarse ella misma. La suya no parecía una casa que necesitara un toque apresurado de retreta. Al contrario, todo estaba en perfecto equilibrio, en pareja armonía. Distancias, formas, colores escogidos al detalle. Nada había fuera de lugar allí, lo que aumentaba la sensación (¿diré mejor prejuicio?) de estar ante una mujer que tenía el mundo bajo control. Llevaba un vestido color canela y unos zapatos bajos nada de andar por casa. Hasta había tenido ocasión de engalanarse con un collar de piedras verdes (esmeraldas o, quizá, jades) y unos pendientes de oro blanco.

Me ofreció café a pesar de su desprecio por el brebaje insano, Lo tengo por mi hijo, ¿sabe usted?; él es muy cafetero. Le expliqué que acababa de desayunar y que no tenía intención de quitarle más tiempo del preciso para ver la habitación de Pablo. Era la última puerta a la izquierda, al final de un pasillo apretado, embellecido con media docena de acuarelas en la pared y un bargueño con fotos de familia que estrechaba el camino. No me hizo falta detenerme demasiado a observarlas para comprender hasta qué punto Pablo Quesada era quien daba sentido a aquella casa: de niño pecoso, de adolescente desgarbado, de adulto serio, con los amigos del jardín de infancia, con los abuelos en una finca, con un perro dálmata entre las piernas, con Elsa Iglesias en la Sagrada Familia, solo en el retrato de su graduación. Seguí andando hasta la puerta del cuarto con una pregunta incómoda en la boca, igual que un caramelo pegajoso que no acaba de desenredarse de los dientes: ¿y el padre?

La habitación de Quesada no distaba mucho de la de un estudiante de primer o segundo curso. Había una cama esquinada en el ángulo que formaban dos de sus paredes, cubierta de un edredón rayado en distintos tonos de azul. Y, a su lado, un armario de doble hoja en una de cuyas puertas palidecía un calendario de hacía tres años con Matisse (Odalisca y butaca turca) de fondo. Y, junto a la ventana, una mesa de estudio con un ordenador y una lámpara de Ikea. Y dos baldas de madera fijadas a la pared con escuadras de hierro negro, sobre las cuales se apilaba un montón de libros: Verne, Asimov, Lovecraft, Paulo Coelho… ¿Paulo Coelho? ¿Necesitaba Quesada de autoayuda? Por último, una columna enorme para archivar discos compactos que se habían hecho viejos, sin duda, con la llegada de nuevos reproductores de música.

En la pared colgaba una bufanda del Atlético de Madrid (¿era el tipo aficionado al fútbol o sólo le llevaba la contraria al mundo?), una pintura de los canales de Venecia y la foto de promoción de Pablo: Madrid, Ciencias de la Información, 1999-2003. Miré a Elsa Iglesias. La mujer comprendió lo que iba a pedirle y se adelantó a mis palabras levantado una mano, Si puede ayudar en su investigación, tiene mi permiso para registrar hasta el último papel, pero, si no le importa, yo lo esperaré en el comedor: hay cosas que una madre no debería saber nunca de su hijo.

Para ser una mujer controladora, caramba, la Iglesias tenía gran sentido común. El gesto que acababa de presenciar me supo a pomelo. Venía a corroborar mi impresión de que el periodista no había huido de su casa ni nada por el estilo. No tenía motivos para ello: gozaba de libre albedrío e independencia para entrar y salir cuando quisiera; si había adquirido la costumbre de llamar, sería en justa compensación por la libertad que su madre le dejaba siempre. Esa idea, unida a la ausencia de noticias de sus supuestos secuestradores, ensombrecía el panorama de una manera bárbara: en ese momento tuve la certeza de que nadie volvería a ocupar aquella habitación. Acaso por eso me conduje con toda la delicadeza de la que fui capaz.

Abrí el ropero. Una fila de chaquetas, camisas y pantalones pulcramente planchados me dio la bienvenida. Olía a ambientador de flores y a otra cosa que me resultaba familiar pero que me fue imposible definir, como un rostro de infancia que se aparece en sueños y no termina uno de reconocer. En los cuatro cajones de la izquierda se apilaban camisetas y polos deportivos sin una arruga visible. En los de la derecha, la ropa interior de Pablo aparecía doblada cuidadosamente. Me dio reparo hurgar es aquella perfecta simetría. Pero tenía que hacerlo.

Procuré dejarlo todo como lo había hallado. Volví a cerrar el mueble con la decepción de haber sacado sólo en claro que el periodista había heredado de su madre la manía del orden y que mantenía relaciones sexuales con alguien: una caja de preservativos a medio vaciar lo atestiguaba. En el escritorio también regía un equilibrio casi geométrico: el ordenador en el centro y la lamparilla y un fichero a los lados, a la misma distancia. En el fichero sólo encontré folios en blanco y un par de sobres de publicidad: Pablo Quesada, como cualquier hijo de vecino adulto y con empleo, era también ametrallado con regularidad por compañías telefónicas y cajas de ahorro.

Encendí el ordenador con la firme convicción de que no podría pasar del zaguán, de que habría alguna clave de nueve letras, Cleopatra o Magdalena o Sarampión, que me impediría adentrarme en la intimidad del periodista. Mientras se ponía en marcha, eché un vistazo a la pequeña biblioteca de Quesada. Separé los libros de la estantería por si, entre ellos, se escondía algún documento que pudiera interesarme. Los abrí uno a uno en espera de una foto o una carta entre sus páginas que hablaran de extorsiones o amenazas de algún tipo. Lo mismo hice con los CD del archivador. Por supuesto, no encontré lo que buscaba.

No obstante, al regresar al escritorio me aguardaba una grata sorpresa. Pablo no había protegido sus flancos, ¿quién iba a entrar en su cuarto a fisgonear, con su madre acechando día y noche como un perro de presa? Un precioso atardecer de El Rincón ocupaba toda la pantalla. Me acordé de algo que solía repetir mi abuelo, Lo siento por los chicharreros pero desde donde mejor se ve el Teide es desde la playa de Las Canteras. Y tanto que era cierto. Ocultos entre las sombras que desplegaba la montaña mágica, allí estaban los archivos y los programas a los que solía consagrarse el periodista. Me senté en su silla, le robé una hoja en blanco y un rotulador, miré el reloj (iban a dar las doce) y me pregunté por dónde empezaría mi búsqueda.

Media hora después (le había prometido ser breve a Elsa Iglesias) apagué el aparato. Devolví el rotulador a su sitio. Y salí del cuarto con más preguntas que respuestas encima. La mujer estaba sentada en el comedor con una revista de decoración sobre el regazo. Pasaba las páginas con desgana. Su pensamiento andaba lejos, en el lugar donde creía a su hijo. Allá donde estuviese sufriendo, malcomiendo, sintiéndose olvidado. La sensación de impotencia se uniría al dolor de madre. La razón de su vida había sido proteger a Pablo de todos los males del mundo y ahora esa razón se estaba resquebrajando, si no se había resquebrajado ya del todo. Nada tenía sentido. Su único hijo la necesitaba y ella no podía ayudarlo. En sus ojos había un vacío lastimero, un desconsuelo que ni su dignidad ni su entereza podían ocultar.

No tenía taras. Ni una leve cojera ni un tic nervioso en el hombro ni una cadera más alta que la otra. El tipo sabía bien lo que se hacía. En ningún momento de su estancia en el hospital levantó la vista hacia la cámara. Procuró siempre darle la espalda y, cuando no le fue posible esquivar el encuadre, anduvo mirando al suelo para que ni Álvarez ni nadie fuera capaz de reconocer más que la sombra de una mandíbula angulosa y un cráneo ralo, irregular, al que le quedaba poco pelo que perder.

El inspector se había llevado una copia de la película a su despacho y estaba revisándola con aplicación cuando apareció Nelson Castillo. El agente había podido hablar con algunos vecinos que la noche anterior no se hallaban en casa y quería discutir con el jefe una posible línea de investigación. Álvarez le pidió que lo anotase y esperase a después. Le indicó que se sentase en una silla que estaba a su lado, Cuatro ojos ven más que dos, muchacho, y los míos ya no están para fiestas. Castillo se sintió halagado de que el inspector apreciara su ayuda. Tomó asiento en silencio y se concentró en la película, atento a cualquier detalle que pudiera ser relevante.

El falso policía llegó a las 20.25 según la hora de la grabación. Se manejaba con cautela. A veces transcurrían diez minutos sin que el tipo moviera más que la mano con que pasaba las páginas del libro que leía. Entonces se removía en la silla, que debía de resultarle incomodísima como las de cualquier hospital (quizá las hicieran así a fin de que nadie se quedase demasiado tiempo en las salas de espera), se desperezaba y volvía a su lectura. En una ocasión se agachó a arreglarse los cordones de los zapatos. En otra se levantó, dio tres pasos hasta el mostrador donde las enfermeras hacían guardia, comprobó que todas andaban ocupadas en su tarea y regresó a su sitio. Llevaba reloj y no se molestó en ocultarlo. Lo miraba con insistencia, como si aguardase un acontecimiento. Y el acontecimiento llegó a las 21.02.

Una enfermera cruzó el pasillo con una bandeja en la mano y entró en la habitación donde el peregrino convalecía. Doce minutos más tarde volvió a salir con los platos vacíos. Se detuvo junto al tipo sentado, le dijo algo (la conversación duró quince segundos) y siguió camino a su garita. No pasó más de un cuarto de hora hasta que el hombre del libro se levantó, miró a ambos lados del pasillo, se aseguró de que nadie lo observaba y entró en la habitación. A las 21.39 dos figuras surgieron a la derecha de la imagen. El falso policía llevaba apuntalado al enfermo, que vestía un pantalón vaquero y una sudadera a rayas. Lo agarraba por la axila para que no cayera pero ambos caminaban derechos. A las 21.40 la escena ya sólo mostraba un pasillo vacío de hospital.

Una hora y cuarto. Le había bastado una hora y cuarto para disponer su truco de prestidigitación. Las imágenes lo habían tomado todo de principio a fin. Ahora tan sólo necesitaban interpretarlas. Álvarez le preguntó a su colega si tenía hambre. Se había hecho la hora de almorzar y todavía les quedaba trabajo ante el televisor; las cosas se ven más claras con el estómago lleno. Castillo propuso bajar al Deenfrente a por una tortilla de papas, una barra de pan y unas cervezas y el inspector aprovechó para avisar a Susana de que no iría a comer. Le respondió con evasivas cuando su mujer le preguntó por el menú: no tenía ganas de discutir con ella, el lunes sin falta se pondría a dieta.

Le supo a gloria la tortilla, el puro goce de lo prohibido. Mientras almorzaban quiso saber de Nelson Castillo: ¿estaba casado?, ¿tenía hijos?, ¿por qué se había hecho policía? Se dijo que apenas lo conocía, a pesar de que llevaba cuatro años en la comisaría del Puerto, y sintió remordimiento de su profesión: tanto esfuerzo malgastado en combatir al enemigo no dejaba espacio para atender al amigo fiel. Buscó aplacar la culpa a golpe de buchito de cerveza fría y oído atento. Y resultó que Castillo era soltero. Vivía en un apartamento por Las Alcaravaneras. Sí. Un estudio pequeño. Pagaba quinientos euros por el alquiler pero valía la pena por las vistas a la playa. Lo mejor, los amaneceres y que no necesitaba coche para ir a trabajar. Tardaba diez minutos andando en llegar a la comisaría. Sin coches no había atascos ni cabreos ni disputas por un aparcamiento.

Por otra parte, llevaba un par de años saliendo con una profesora de danza que se llamaba Norma pero aún no se habían decidido a dar el salto y vivir juntos. ¿Para qué cambiar algo que funcionaba? Sabía de más de uno que, luego de un largo noviazgo, había decidido casarse y antes del año ya se había arrepentido: a veces la convivencia duele más que la soledad. Y se había hecho policía gracias a un anuncio que había leído en la prensa. Lo pintaban en colores: trabajo y sueldo fijos, servicio al prójimo, aventura garantizada. Se dijo, ¿Por qué no? Se preparó para las pruebas. Se examinó un día de lluvia. Lo recordaba porque sufrió muchísimo para acabar la carrera de resistencia. Pero llegó el segundo y allí estaba, un sábado, con un bocadillo de tortilla, una cerveza y una tarde emocionante por delante.

Se sentía impaciente por reanudar la investigación. Se prestó voluntario para manejar el zoom de la película. A Álvarez le produjo cierta zozobra tener que contener la ansiedad de su colega pero creía que necesitaban un nuevo escrutinio general antes de pasar a los detalles. Convenía captar primero la atmósfera, el contorno de la situación. Ya tendrían tiempo para los matices. El suyo era un oficio similar al de un pintor de acuarelas: se empieza por el paisaje completo y ya vendrían los rasgos que lo definieran.

Aun así, como la habían visto una vez, pasó la película con un ritmo acelerado. En lugar de la hora y cuarto que duraba la cinta, acabaron en veinticinco minutos. Veinticinco minutos en los que los policías estuvieron tomando nota, cada uno en su libreta, de lo que pensaban. El inspector había insistido en este aspecto: no se trataba de anotar lo que veían sino lo que les sugería lo que veían. Cualquier pensamiento fugaz, por absurdo que pareciese al principio, podía ser significativo. Él llevaba muchos años en el oficio y no pocos de los casos en los que se había visto envuelto se habían decidido por esos leves lapsos de intuición o de sorpresa.

Cuando hubieron acabado de ver la película por segunda vez, intercambiaron ideas. Descubrieron que coincidían en casi todas sus impresiones. Álvarez quiso espantar primero lo obvio para centrarse luego en aquello en lo que diferían. Así, por ejemplo, los dos se habían fijado en lo más fácil de percibir, cosas que cualquier aficionado al cine de detectives (el inspector pensó con ternura en Susana) hubiera advertido de inmediato. El hombre lo tenía todo calculado antes de llegar al hospital, incluso conocía la existencia de la cámara de seguridad. Su obstinación en mirar el reloj mostraba que también dominaba las rutinas de las enfermeras y los médicos. Por eso había esperado justo a después de la cena para entrar en acción. Otra cosa evidente era la conversación de la enfermera con el secuestrador. Ambos anotaron la necesidad de hablar con ella. La mujer podía dar una descripción completa (su rostro, su voz, sus gestos) del individuo. ¿De qué habían hablado? ¿Se había interesado el hombre en algo concreto? Quince segundos daban para mucho.

El resto del análisis dependía, sin embargo, de los ojos del que observaba. Para Nelson Castillo lo principal era la figura del secuestrador: el reloj, sus manos, el libro que leía. Para Álvarez, acostumbrado a verlo todo en su conjunto, a poner las pistas una detrás de otra como fichas de dominó, la clave estaba en el secuestro en sí. El falso policía llevaba en la mochila una muda para el peregrino, lo que indicaba que conocía las circunstancias en que éste había aparecido. Por supuesto que podía haberlo leído en los periódicos pero a Álvarez no le convencía ese razonamiento. No. El peregrino debió de escapárseles la víspera del Pino a sus secuestradores (no supo por qué pensó en más de uno), quizá sabía algo que temían que se supiese y por eso lo estaban buscando desde entonces.

El hombre había aparecido de repente en la planta cuarta del hospital y no había dudado en hacer guardia delante de la puerta correcta. No preguntó en la garita de las enfermeras por la habitación del peregrino, luego conocía cuál era. Si el inspector hubiera hecho bien su trabajo y hubiera puesto a un colega a custodiar al señor X, el centinela se habría apostado allí, en la misma silla que el secuestrador había elegido. Pero no había ocurrido así y el tipo de la mochila lo sabía. ¿Cómo? Ésa era otra cuestión. La explicación más simple era que había estado rondando el hospital desde unos días antes. Seguramente ya estaba allí cuando Álvarez había ido a entrevistarse con Godoy. El inspector descartó una opción más enrevesada: que el secuestrador tuviera alguna conexión con el personal del hospital o, aún peor, con el de la comisaría. No. Aquella sombra que se movía en la pantalla del televisor tenía toda la traza de trabajar sola, sin testigos de los que preocuparse.

Una vez analizados esos aspectos, decidieron volver sobre la película. Que hablara la tecnología. Fijaron la cámara en lo único que podía verse con claridad del tipo aquel. Sus manos eran finas, con dedos largos. El reloj era grande: brillaba incluso en la penumbra del blanco y negro de la cinta. Primera conclusión: el secuestrador podía ser cualquier cosa menos un vulgar matón. Sin embargo, advirtieron un detalle que se daba de trompadas con esa afirmación: sus zapatos. Oscuras, quizá negras, las botas que llevaba desentonaban con el contorno: eran toscas, de excursionista o de obrero, con claras manchas de polvo o tal vez barro. Volvieron una y otra vez sobre ellas y coincidieron en que el hombre también se había percatado de esa circunstancia y se sentía incómodo: lo que habían pensado que era el acto de abrocharse los cordones resultó ser, visto más de cerca, el empeño por limpiarse las manchas. Álvarez recordó que estaban arreglando la calzada que daba acceso al hospital. Podía ser eso: el secuestrador podía haberse embarrado las botas durante la espera. No obstante, anotó en su libreta que debía comprobar lo de las botas sucias.

Por último, dedicaron un rato a analizar el libro. Obviamente la cámara no llegaba a tanto como para descifrar el título. Intentaron acercarla hasta que ya no se pudo más pero les fue imposible leer nada. Por lo que pudieron distinguir no era un libro de bolsillo ni una novela cualquiera. No llevaba imágenes en la portada que los guiaran a un autor o una editorial. Tenía las tapas de cuero negras, con letras doradas o plateadas y un cordoncillo para marcar las páginas. Pensaron en un manual, un libro de coleccionista o… A los dos policías les llegó la misma sensación en el mismo momento. Sí. Era de locos. Una cosa absurda. Pero lo que aquel tipo siniestro leía con tanta atención parecía una Biblia.

Antes de abandonar la casa de Quesada intenté aclarar algunas dudas con su madre. ¿Solía hablarle Pablo de su trabajo? ¿Conversaban alguna vez, durante la cena o ante el televisor, de los asuntos en los que él andaba metido? ¿Le consultaba cuando se sentía perdido? Tres veces no. Ya había reconocido Elsa que su hijo era muy reservado para todo. Y el todo incluía a sus amigos, sus novias y también su trabajo. Discutían de política (ella aspiraba a que la derecha volviese a gobernar este país; eran los únicos que podían salvarnos del desastre), de proyectos (tenían un viaje programado a Barcelona para el puente de Todos los Santos; actuaba Sting y a Pablo le entusiasmaba su nuevo disco) o de la familia. Aproveché la puerta que me abría para tratar el tema del padre de Pablo. Ella arrugó la nariz y se pasó la lengua por el labio superior. Su padre había muerto hacía mucho. Un cáncer de colon se lo había llevado por delante antes de cumplir los cuarenta. Sí. Una auténtica desgracia. Pablo era un bebé. Ni siquiera gateaba. Jamás llegó a conocerlo.

Una cosa estaba clara: la Iglesias no sabía mentir. No fue que titubeara sino todo lo contrario: lo dijo demasiado rápido, sin pestañear, sin pararse a medir las palabras, como si lo tuviera aprendido de memoria, como si estuviera acostumbrada a contar la misma trola una y otra vez y la tuviera interiorizada. ¿Una desgracia y ni un solo retrato para recordar al desgraciado? Anda ya. No la creí. Preferí en todo caso no hurgar en aquella herida dolorosa: era un asunto que pertenecía a la estricta intimidad de su familia y yo estaba convencido de que nada tenía que ver con la investigación. Pensé quizá en un padre que se había despreocupado de su responsabilidad. Alguien capaz de abandonarlos, de dejarlos en la estacada. Y eso me condujo inevitablemente a una madre que había tenido el valor de apencar con la crianza de un hijo ella sola, sin ayuda, en una época complicada y antipática, tal vez fregando escaleras o sirviendo comidas en un bar. Y entonces decidí que iba a llegar al final de aquel túnel. Por Elsa Iglesias. Por todas las madres.

Le prometí tenerla al tanto de lo que fuera averiguando por el camino. Pero no le hablé de lo que había descubierto en los archivos del ordenador de Pablo: necesitaba tiempo para distinguir cuánta de aquella información era trivial y cuánta nos revelaría algo sobre la desaparición del periodista. La última pregunta tenía que ver con algo que ya había salido a colación dos veces en los últimos días. ¿Era Pablo aficionado a la pintura clásica? Que ella supiese, no. De música y libros me podría hablar, ya había podido ver su biblioteca y su colección de discos. Pero de cuadros nada entendía. Ni clásicos ni modernos. Ella estaba siempre peleando con él porque quitara el calendario de Matisse que ya amarilleaba en su ropero. Pero, fuera de aquel empecinamiento, desconocía que su hijo tuviera interés por la pintura. Pensé que, para no ser aficionado, el hombre mostraba gran inclinación por el arte religioso. Sobre todo por un pintor: Juan de Miranda. Y por un cuadro en concreto: Nuestra Señora de la Luna.

Llamé a Colacho para saber cómo había amanecido. Mi abuelo tenía la voz ronera y pocas ganas de hablar, En La Isleta amanece igual que en Arenales; ¿o es que tú también te has creído esa chorrada de Gran Canaria, continente en miniatura? Vaya hombre: el viejo tenía dos pies izquierdos esa mañana así que, cualquiera que hubiese puesto primero en el suelo, el resultado era un monumental cabreo. Respondía con monosílabos cortantes, Sí, Claro, Bueno, Ya. No quise prolongar el monólogo. Me cercioré de que iba a estar bien. Y, cuando fui a despedirme, supe la gran noticia: los amigos del casinillo habían decidido trasladar la partida de dominó a su comedor, de modo que esa tarde no necesitaría nada.

Me sobrevino una sensación mestiza, llena de recovecos como las casas antiguas. Por un lado, la tranquilidad de saberlo acompañado. Por otro, el desconsuelo de que esa compañía no era la mía, de que prefería a sus amigotes antes que a su nieto. ¿Iba a ponerme celoso a esas alturas de la guerra? En realidad lo importante era el bienestar de Colacho, no el encargado de proporcionárselo. De modo que busqué otra cosa en que pensar y comencé a caminar por la ciudad hasta el barrio viejo. Tomás Morales, una calle siempre bulliciosa a causa de sus institutos y sus bancos, los sábados andaba soñolienta. El sol se reflejaba en las baldosas y hacía daño a los ojos. Y no había amparo de sombra por ninguna de sus riberas. Aceleré el paso hasta llegar a Pérez Galdós, más estrecha, más fresca, con más lugares para guarecerse del resol. Comenzaban a abrir los restaurantes. Los camareros colocaban las mesas en el paseo, escribían con tiza el menú en las pizarras, bostezaban el sueño que no habían dormido la noche anterior.

A la altura de San Bernardo el panorama cambiaba. Comenzaban a sentirse los ecos de Triana, los coches, las tiendas, la gente con las bolsas de la compra. San Bernardo siempre me traía un regusto ácido. Hacía varios años había allí un limpiacoches, Rafael, un hombre desdentado y larguirucho, que dormía en el asiento trasero de un SEAT abandonado, comía a los pies de un árbol del paseo y a veces me servía de confidente. Era un buen hombre con mala suerte. Jamás le había hecho daño a nadie. Todos en el barrio lo adoraban. Su muerte fue un mazazo para los vecinos. Yo investigaba el caso de un abogado pijo que había aparecido muerto en su despacho, cuando un mal nacido lo levantó por los aires sin conmiseración. A quien quería atropellar era a mí y ojalá lo hubiera hecho: ahora Rafael seguiría sonriendo con media dentadura y yo no tendría esa garra de culpa jalándome del pecho.

Seguí andando camino de la Catedral. Quería visitar antes del almuerzo el Museo de Arte Sacro. Me tenía intrigado ese pintor, Juan de Miranda, desde que descubrí los archivos que Quesada guardaba en su ordenador. Había leído, en uno de los documentos que Pablo consultó el día anterior a su desaparición, uno que comparaba a Miranda con Murillo, de la existencia de un San Juan Nepomuceno expuesto en el Museo Diocesano. Quería averiguar por qué un periodista retraído y huraño andaba interesado en aquel maestro barroco de mediados del XVIII.

Yo siempre había pensado que el Patio de los Naranjos era un lugar de culto de la Mezquita de Córdoba. Ese sábado aprendí que quienes ponían nombre a los recintos sagrados tendrían toda la buena fe del mundo pero ninguna originalidad. El mantenedor del Museo Diocesano, Jorge Ortigosa, un tipo de aspecto distante, una nuez que parecía querer huir del cuello y la mirada despierta (sus ojos lo atrapaban todo detrás de unas gafas de pasta negra), me contó que había patios de naranjos desperdigados por toda la geografía española. Incluso en lugares donde los naranjos no se daban bien. Había en Córdoba y en Sevilla, pero también en Oviedo y, como yo acababa de descubrir, en Las Palmas. A Ortigosa le apasionaban el arte y los sábados, que era el único día que podía dedicarse en cuerpo y alma a enseñar su Museo. El recinto que me mostraba con placer había sido construido en el siglo XVII y tenía, por su forma y sus materiales, todas las huellas de un patio canario.

Estaba rodeado de varias salas (la de la Seda, la Capitular, la de Contaduría) y tenía acceso directo a la Catedral por la Puerta del Aire. No. El nombre esta vez era original igual que su piedra de cantería azul, un componente que la hacía única. Yo no debía llamarme a engaño: todo allí era único. Ortigosa fue mostrándome el Museo sala por sala. Hablaba con la pasión de un enamorado hasta tal punto de arrobamiento que creí que, en cualquier momento, llegaría al trance y levitaría. Tuve que decirle que me estaban esperando unos amigos a almorzar (me resultó patético tener que inventarme la amistad) para que fuera al grano. Yo estaba interesado en la Sala de Contaduría, en una pieza de Juan de Miranda. Exacto. El San Juan Nepomuceno. No. Yo no tenía ni la más remota idea de la leyenda de ese santo. El nombre me parecía horroroso pero obvié confesárselo a Ortigosa. E, ironías del destino, la santidad del Nepomuceno tenía que ver justamente con la confesión.

El Nepomuceno era confesor de la reina de Bohemia y se negó a romper el voto de secreto cuando los enemigos de su majestad se lo pidieron. Quien dice pedir, claro, dice ordenar, exigir, imponer, que las luchas políticas de la época no entendían de miramientos. Al final, entre unas cosas y otras, al pobre fraile acabaron por tirarlo de cabeza desde el puente más alto de Praga. Temí por un instante que la enciclopedia Ortigosa enloqueciera y quisiera narrarme la historia entera de Bohemia pero, cuando me vio mirando con atención el cuadro, comprendió que mi interés iba por otro lado. Me permitió que lo observara en silencio. Él mismo parecía redescubrirlo con mis ojos. Señalaba los trazos, los detalles, como buscándole macas. Sonreía ante el espectáculo de luces y sombras. Acariciaba el marco envejecido con visible orgullo.

Era un lienzo de tonos azulados, aire celestial y gran recogimiento. Miranda dominaba el claroscuro. Se podía comprobar en la camisola blanca del santo que contrastaba con su sotana y su manto azul marino. A la izquierda, dos querubines sonrosados le ofrendaban (o quizá sólo se lo estaban mostrando) un largo crucifijo ligeramente ladeado. A sus pies, un libro abierto sobre cuyas hojas descansaba una flor y lo que parecía el bonete del santo. El Nepomuceno miraba al infinito con sus ojos extasiados. A modo de aureola, cinco estrellas minúsculas que a mí, hombre poco dado a la exaltación, me recordaron a la bandera de la Unión Europea.

Ortigosa disertó sobre las influencias andaluzas que había asumido Miranda durante su estancia en Sevilla. Resultaba que el maestro había tenido problemas con la justicia de la isla (ni un pintor de santos se salvaba de eso) y había sido encarcelado. Al salir, optó por poner tierra de por medio y marchó a la Península a seguir sus estudios. Gracias a esa odisea aprendió el tenebrismo sevillano como pocos. Gracias a esa odisea (Ortigosa repetía la fórmula igual que un profesor ante un alumno, para que la recordase siempre luego), el Museo de Arte Diocesano podía enseñar una muestra de su destreza. Mi curiosidad estuvo a pique de matarme, como al gato. Ya iba a preguntarle qué asuntos eran esos que lo llevaron a presidio pero me mordí la lengua. Y en eso llegó el portero a informarnos de que ya cerraban.

Mientras caminábamos hacia la puerta le lancé al mantenedor la pregunta que llevaba quemándome en la boca desde hacía una hora. ¿Conocía una obra de Miranda titulada Nuestra Señora de la Luna? Ortigosa me miró como miraría al demonio si se le hubiera aparecido, en plena noche, a los pies de la cama. Si no era miedo lo que leí en sus ojos, se le parecía bastante, Ese cuadro no existe, señor Blanco; han debido de informarle mal; Juan de Miranda tiene varias Inmaculadas (sin ir más lejos, aquí al lado en la Catedral de Santa Ana hay una de ellas), pero nunca pintó una obra con ese título. Las enes de su Nunca sonaron terriblemente nasales, salidas de muy adentro.

Una cosa era cierta: las enciclopedias se limitan a ilustrar al ignorante, a mostrarle su error, a encaminarlo en caso necesario por otra vereda, pero jamás se enojan con él. Y el cura no supo ocultar su irritación por mi pregunta a destiempo. Eso significaba que a Ortigosa le ocurría lo que a Elsa Iglesias: tampoco sabía mentir. Y yo empezaba a estar harto de que me tomaran por imbécil.

Los dos hombres se miraron desconcertados. El más joven buscaba una respuesta en los ojos del mayor. Éste no supo dársela. La imagen del libro parpadeaba en el televisor. Fuera la tarde comenzaba a oscurecer. Álvarez decidió que necesitaba un café con urgencia. Se levantó de la silla, tenía los músculos de las piernas entumecidos. Salió al pasillo casi cojeando. Se dirigió a la máquina de bebidas que había a la entrada de la comisaría. Introdujo unas monedas y marcó el número de lo que quería: el siete, un capuchino con extra de azúcar. Mientras veía engendrarse una espuma castaña y revoltosa sobre el vaso de plástico, el inspector pensó en las consecuencias de lo que acababa de suceder.

Porque lo de la Biblia, aun siendo un aprieto para ellos, no era lo peor que podía ocurrirles. Partiendo de la base de que las letras del libro eran irreconocibles, ¿qué ocurriría si fuera un Corán lo que sostenía en sus manos aquel hombre? ¿Y si estuvieran ante una panda de fanáticos religiosos? Hasta ahora no se tenía constancia de esos cambalaches en Canarias (la numerosa población musulmana que habitaba en las islas se había comportado siempre de un modo pacífico y civilizado) y creían estar a salvo de fundamentalismos rabiosos. Pero también descartaron la existencia de mafias y no hacía ni dos años habían tenido que desmantelar una en el sur de Gran Canaria. Necesitaba hablar con alguien que estuviera familiarizado con asuntos de esa índole.

Recorrió el pasillo hasta llegar a las escaleras. Subió andando los tres pisos. Cruzó la sala grande y acristalada, ahora sin luces, donde solían reunirse cuando las cosas se ponían muy feas. A Álvarez le producía desazón aquella estancia, siempre asociada a crímenes y ruindades desalentadoras. Verla apagada le inspiró cierta serenidad. Así llegó al despacho de Ulises Gordillo. Si alguien podía informarle acerca de grupos radicales latentes era él. Gordillo llevaba más de diez años dedicado a estudiarlos. Solía recibir pullas de los colegas porque, decían, trabajaba menos que la chaqueta de un guardia. Tantos años consagrados a un tipo de delitos que jamás se habían producido. La respuesta de Ulises, resignado a recibir las bromas hasta el día del Juicio Final, siempre iba por el mismo camino, Claro; jamás se han producido porque yo estoy aquí para evitarlos.

Gordillo defendía su torreón con uñas y dientes ante cualquiera que dudara de la necesidad e, incluso, de la eficacia de mantener un puesto como el suyo: Canarias, no debíamos olvidarlo, era una zona estratégica para la defensa de Occidente, con tanto extremista a un tiro de piedra en Mauritania. Ningún Jefe Superior se había querido pillar los dedos suprimiendo un área de investigación tan sensible, con la opinión pública siempre alerta a denunciar amenazas terroristas. Un simple petardo de protesta contra uno de los consulados fuertes (el americano, el británico, el alemán) y se montaría una carajera tal que los gritos llegarían hasta Washington. Y nadie estaba dispuesto a asumir esa responsabilidad. Así pues, Ulises se había mantenido firme durante ese tiempo en su puesto de vigía.

Pero el vigía, por lo visto, no trabajaba los sábados por la tarde. Su puerta se encontraba cerrada. El inspector preguntó en el despacho de al lado y un policía legañoso y abúlico, luego de mirar la hora, le respondió que probablemente hallaría a Gordillo en la terraza del Hotel Santa Catalina. Allí solía reunirse los fines de semana con colegas, amigos, confidentes (a veces confluían las tres circunstancias en una sola persona) para tomar gin-tonics y mantenerse al día. Álvarez no quiso darle vueltas a lo que le pareció, a primera vista, una fantasmada, una excusa barata para ponerse ciego a copas, una escena de película mala de espionaje. Regresó a su despacho. Indagó en su agenda hasta hallar el teléfono de Gordillo. Y marcó el número.

Rezó para que los gin-tonics no se le hubieran subido aún a la cabeza y le diera una respuesta concreta y clara a una pregunta clara y concreta. Quería saber si había algo en sus archivos (un movimiento inusual de cuentas, un mensaje sin codificar, un visitante inesperado en la isla) que pudiera presagiar algún ataque inminente. Gordillo, al oírlo, pensó que se estaba burlando, que era Álvarez el que se había mamado media docena de ginebras esa tarde. El inspector tuvo que asegurarle dos veces que no, que no andaba de coñas, que tenía delante la imagen de un secuestrador en un hospital con un libro en las manos y necesitaba descartar que fuera un Corán. Ulises no podía dar crédito a la ingenuidad de la pregunta (y, de paso, a la candidez del inspector), ¿Me está preguntando si el tipo que ve ahí puede ser un terrorista de Al Qaeda o algo así?; a ver, Álvarez, ¿aún sigue en pie ese hospital?, pues no joda; lo que su hombre debe de tener en las manos es La Celestina.

Álvarez insistió hasta que le quedara resuelta la última duda. Y Gordillo le fue explicando paso a paso, con una voz apaciguadora acaso por los efectos del alcohol, que había hecho bien, pero que muy bien, en preocuparse. Que esos tipos no se veían pero estaban (si no, que fueran a preguntar en Casablanca donde les habían zumbado dos bombazos que aún les escocían). Que era preciso estar alerta ante la más leve vibración. Y que, por eso, la sección antiterrorista que él dirigía tenía instalado todo un dispositivo de seguimiento alrededor de mezquitas, de centros de reunión, de imanes, de congregaciones. Le reveló cómo actuaba esa gente, cómo acostumbraba a moverse en los lugares en los que cometían atentados, cuál era su filosofía suicida y redentora, la extrema juventud de sus milicianos, el fanatismo exacerbado. Nada de eso encajaba con el perfil de su secuestrador. Vamos, hombre, ¿una mochila en la que sólo escondía una muda para el secuestrado?, ¿estábamos locos o qué?

El inspector se sintió ridículo pero satisfecho con la respuesta. Prefería pasar por tonto un rato que vivir el resto de su vida con la losa de haber dejado actuar a un terrorista. Podía asumirse, pues, que el hombre del libro no era ni un fundamentalista ni un matón de barrio. ¿Por qué, entonces, había raptado a un pobre amnésico? ¿A qué venía leer la Biblia durante el secuestro? ¿Era un descuido, una señal, una advertencia? El tipo sabía que lo estaban filmando y, aun así, ni se tomó la molestia de ocultar su lectura. ¿Pretendía dejar claras sus intenciones? ¿Tan seguro de sí estaba para permitirse esa chulería? Dicen que los dioses, para perder a los hombres, los dejan ciegos o los vuelven vanidosos. Y estaba claro que el tipo de las botas sucias no era ciego.

El siguiente paso resultaba bastante más simple: debía enviar a la policía científica al hospital a que pusiera la habitación aquella patas arriba. El secuestrador tampoco había tomado la precaución de ponerse guantes. A ver si con suerte localizaban una huella, un pelo, un hilo de la tela de la mochila, cualquier cosa que pudiera ponerlos sobre una pista fiable que los condujera a alguna parte.

Ese fin de semana ya no habría más trabajo. Así se lo dijo a Nelson Castillo. Le recomendó que invitara a cenar a Norma a un buen restaurante y que se olvidara de los problemas de la comisaría hasta el lunes. Él procuraría hacer lo mismo. Castillo lo miró con cierto cansancio. Hizo una mueca cómica con los labios, Buff, quite, quite: ¿no le dije que Norma es bailarina?; ella no come; se alimenta del aire. Álvarez cerró los ojos sin responder. Se preguntó si el mundo no se habría vuelto loco definitivamente. ¿Qué perreta les había entrado a todos con lo del régimen de adelgazamiento? Media humanidad no tenía nada que comer y la otra media no quería comer nada. El asunto tenía su gracia, si no fuera tan perverso. Recordaba su infancia en la casa de sus padres. ¿Cuántas veces había tenido que matar el hambre con un tazón de leche y gofio porque no había otra cosa en la despensa? En ocasiones, sólo quedaba gofio y él lo religaba con azúcar para que el estómago no protestase durante la noche. Si el niño Álvarez le llega a proponer a su madre una dieta, doña Juana le hubiera saltado los dientes de un bofetón.

A las siete y media llegó a su casa. Susana estaba hablando por teléfono en el salón. Con un dedo le señaló el sofá, donde una caja de zapatos sonreía, la tapa medio abierta. Envueltas en papel celofán anaranjado había un par de zapatillas de deporte. El policía sacó la del pie izquierdo, menos mal que no era supersticioso. La balanceó en su mano tomándole el peso. La observó por arriba y por abajo. La acarició. A pesar de que era su número, el cuarenta y uno, le pareció gigantesca, con la lengüeta demasiado ancha y los cordones demasiado gruesos. Lo alivió pensar que al menos no era un modelo chillón, indiscreto, lleno de lucecitas parpadeantes como las que había visto a corredores nocturnos en Las Canteras o en el Paseo Marítimo. Eran blancas con un dibujo gris y negro en el empeine.

A Gervasio Álvarez le aguardaba otra sorpresa. Apoyada en el brazo del sofá había una bolsa color nogal con las palabras Días de Oro escritas varias veces en distintos tamaños y tipos de letra. El inspector miró a su mujer con gesto titubeante y Susana lo invitó a abrir la bolsa. Doblada por la mitad, aún con la etiqueta colgando de la manga, encontró una sudadera a rayas, idéntica a la que llevaba el peregrino cuando lo secuestraron. Pensó que debía de haber miles como esa danzando por ahí. De la misma marca. Con los mismos trazos horizontales. Sería inútil investigar la procedencia de la prenda. Seguramente, en sus futuras caminatas con Susana se iba a encontrar cuarenta sudaderas iguales. Y supo que, hasta que no solucionara aquel caso, cada una de ellas iba a dolerle como las agujetas.

Susana seguía al teléfono. Tenía cara de resignación: alguna amiga le estaría contando el problema de siempre con su marido o su hijo. Ella insistía en la misma respuesta, Paciencia, mi niña; ánimo, mujer; ya verás que el tiempo lo cura todo. Sus ojos revelaban que no se estaba creyendo aquella letanía. Que lo que en verdad le nacía de las vísceras era decirle a la vieja amiga del problema viejo, Mándalo al carajo de una vez por todas; mándalo al carajo, sí; un mequetrefe así no se merece lo que estás sufriendo. La fórmula, desde luego, valía igual para el roto de un marido que para el descosido de un hijo.

Álvarez se sintió afortunado. Su vida no era como en las películas, cierto, pero tampoco creía haber amargado la existencia a su mujer. Llevaban juntos mil años y podía contar las discusiones serias con los dedos de una mano y aún le sobraban dedos para discutir más. Creía haber sido un buen padre, significara lo que significara ser un buen padre, que eso aún no venía en ningún manual. Y Susana lo había ayudado en la tarea. Formaban un buen equipo ellos dos. Habían capeado los malos vientos juntos y habían sabido, gracias a Dios, mantener la nave a flote. Sintió ganas de abrazarla. Se acercó a ella. La besó en la frente. Le lanzó una sonrisa pícara que ella recogió al vuelo. Y ambos supieron que esa noche habría mambo. Que cenarían con vino, charlarían de todo y harían el amor, tal vez sin la pasión de mil años atrás, pero también sin prisas, saboreando cada beso con dulzura como si fuera el primero.

La partida se había alargado hasta bien entrada la tarde. A las nueve aún estaban los viejos en el comedor de Colacho discutiendo sobre dominó, sobre política, sobre los achaques de la edad. Mi abuelo solía lamentarse de lo quejicas que eran sus compadres. No entendía cómo refunfuñaban tanto con lo jóvenes que eran. El menor de ellos tenía setenta y cinco pero para Colacho Arteaga era un chiquillo. A veces se extrañaba de su manera de pensar igual que podría hacerlo yo de la de un adolescente. Siempre creí que, después de una edad, cumplir un año más era parte de la rutina de la vida. Pero en esto también parece que andaba equivocado.

Cuando colgué el teléfono me quedé a oscuras, en el sillón de la sala, con los pies cruzados sobre la mesa de cristal, dándole vueltas a lo de cumplir años. No se trataba de la crisis de los cincuenta ni nada parecido. Ya había pasado por eso y aún no me había dado por tatuarme una sirena en el bíceps ni por comprarme un descapotable rojo ni por echarme una novia de veinticinco. De hecho sostengo la convicción de que las crisis tenían causa de ser en otra época, más simple y tal vez más feliz. Antes podían explicarse porque a hombres y a mujeres sólo les eran dadas tres edades (o niños o adultos o irremisiblemente viejos): hasta los diecisiete tocaba tantear y tontear con la vida; a los dieciocho emigraban de casa de sus padres para formar una familia, y, una vez criados los hijos propios, a los cuarenta y cinco sólo había que esperar turno a las puertas del cementerio. Tres edades, así de sencillo y así de cruel. Por eso el abismo que había entre ellas era aterrador. Y por eso la gente (los hombres, sobre todo) se despeñaban sin remedio. Pero ahora las edades (como la vida entera) se confunden unas con otras: nadie se va de casa antes de los treinta, las mujeres tienen su primer hijo cada vez más tarde y mi abuelo es incapaz de comprender lo que le pasa por la cabeza a un chiquillo de setenta y cinco años. Tengo la impresión de que vivir es estar en crisis permanente.

A través de la ventana llegaba el reflejo titilante de alguna farola, el ruido de los coches que aguardaban a que el semáforo de Galicia con Mesa y López se pusiera en verde, las voces de la gente que salía de trabajar, que se preparaba para tomar una copa en la Plaza de la Victoria o en Farray. Era sábado por la noche. Tiempo de airearse, de distraerse, de encontrarse con los amigos.

Sonó el teléfono. Como invocada por un encantamiento, surgió la voz de Miguel Moyano. Mi socio sabía que me encontraría en casa. Solo. Sin planes. Me jodió su convencimiento: Miguel no habló de una intuición sino de la certeza de que me iba a hallar allí. Enumeró la lista de mis miserias con regodeo: en casa un sábado por la noche, aburrido, sin nada que hacer. Y menos mal que no podía verme en la oscuridad de mi sala de estar: hubiera pensado en un desvarío irremediable. Por supuesto, llegaba en su caballo blanco (un Mercedes que parecía una guagua de grande) a deshacer mis entuertos como Don Quijote. Él y Dulcinea (Concha, su mujer, estaría detrás de la llamada) habían quedado para cenar con una amiga. Algo informal.

No la amiga, la cena. La amiga era muy formal. Acababa de separarse, una historia confusa y turbia que Moyano se negó a relatarme. Se llamaba Beatriz Guillén. Farmacéutica. Culta. Divertida. Guapa. Por si su negocio y sus bondades interiores no fueran suficiente reclamo, Miguel recalcó lo de guapa. Si no llega a estar Concha al quite, estoy seguro de que me hubiera proporcionado algún rasgo más sugerente. Querían celebrar el divorcio de Beatriz como se merecía. Con una velada entretenida, regada con buen vino, en una terraza de Mendizábal. Ya habían reservado mesa para cuatro, así que ni se me ocurriera poner excusas tontas. El cansancio no valía. El exceso de trabajo tampoco. Y, como ya había quedado claro que mi plan eran la tele, el sofá, un bocadillo de atún con mayonesa y una cerveza, no iba a admitir un No como respuesta. ¿Estábamos?

Pues tenía media hora, a las diez y cuarto pasarían a recogerme para ir a Vegueta. Tiempo para una ducha, un afeitado y un atuendo conforme a la ocasión. No. La cena con Beatriz no exigía rigurosa etiqueta. Eso sí, por favor, la camisa por dentro. Miguel odiaba que siempre anduviera yo con los faldones de las camisas al aire y, no, la comodidad no era disculpa para ir vestido siempre como un machango. Obedecí en lo que pude. Elegí unos vaqueros color crema y un polo de rugby blanco y azul para no tener que meterme nada en los calzones, y a tenor de los halagos de Concha, acerté de pleno.

La sonrisa era lo más hermoso de Beatriz. Sin duda. Una sonrisa abierta aunque algo frágil. Parecía que en cualquier momento podría descomponerse y eso le confería un aire de escultura de arena. El asunto de su separación la había dejado algo machucada. Tenía necesidad de sanar pronto, de vivir, de paladear la vida como no había podido hacer en los últimos años. Se había casado con el primer hombre que llegó a su vida. Había seguido al pie de la letra la receta que le habían enseñado desde chica. Y tarde (si bien no tanto como para no poder rehacerse) se había dado cuenta de que no era feliz. Sentía que le habían tomado el pelo, que le habían vendido una moto que se calaba a las primeras de cambio. Tenía ganas de vivir, sí. Por eso comía y bebía con deleite y hablaba de todo como si lo estuviera descubriendo en ese instante. Mientras cenábamos, noté cómo Miguel y Concha nos observaban. Quizá albergaran la esperanza de que dos tristezas debidamente engarzadas dieran una alegría.

En toda conversación hay quien disfruta hablando y quien se limita a escuchar. Yo no andaba muy hablador aquella noche, así que me pasé la cena bebiendo vino y con la atención puesta en mis compañeros de mesa. Moyano estaba especialmente nostálgico: se pasó la velada recordando sus años mozos, cuando militaba en un partido a caballo entre el comunismo más radical y el cristianismo de base (todos los componentes venían de colegios de curas). Recordaba, sobre todo, el golpe de Estado de Tejero y sus aprietos para deshacerse de tanto material subversivo que cobijaba en su piso de estudiantes: el cartel del Che Guevara con boina y puro fue lo primero en salir por la ventana a un solar vecino donde se lo tragó la lluvia de febrero. Concha, ajena a las tribulaciones políticas de su marido, se había hecho cargo de la recuperación anímica de Beatriz: cada bocado de ensalada, croquetas o secreto ibérico venía aderezado con un consejo imprescindible para que ella superara su duelo. Y Beatriz sonreía agradecida. A veces, la sonrisa devenía carcajada (Concha se pasó de bruta cuando habló de lo que debería hacer con los hombres, todos, sin excepción, a partir de entonces) y su pecho anduvo danzando peligrosamente en la cornisa de un escote precioso. Yo seguí bebiendo vino y procurando apartar la vista de sus tetas, no fuera que, después de todo, pusiera en riesgo el afecto de los únicos amigos que tenía. Bebí de puro cansancio. De nerviosismo. De preocupación.

A la hora de los postres ya tenía una cogorza de padre y muy señor mío. Tuve ganas de ir al baño pero me contuve. No hubiera superado la prueba de ponerme de pie y andar recto hasta el fondo del restaurante. Y la idea de acabar por los suelos en la primera cita con Beatriz me resultó humillante. Pedí el postre más grande que tuvieran en la cocina, con la esperanza simple de que el azúcar disolviera el alcohol. Me bebí un café doble. Y aparté la copa de vino para el resto de la noche. Estaba convencido de que, si alargábamos la sobremesa lo suficiente, podría salir de aquel atolladero sin demasiados rasguños.

La camarera del restaurante llegó con una tarjeta de invitación para un local de copas que acababan de abrir cerca del Monopol. En realidad lo suyo era una reapertura. Antes había sido un salsódromo al que acudía una clientela de lo más variopinta y simbiótica: desde ejecutivos en viaje de negocios hasta muchachillas de andares serpentinos y risa fácil. Recordaba haber ido una vez y no me quedó claro quién acudía allí por quién, si los empresarios al olor de las chicas o las chicas al de los empresarios.

Concha propuso una copa, la penúltima, en el bar del Monopol. La noche era muy joven y las ganas, muy viejas. Beatriz se encogió de hombros, por ella que no quedara. Al día siguiente no había de madrugar. Los niños (tenía dos, un chico y una chica) pasaban el fin de semana con su padre, de modo que hasta las seis de la tarde del domingo no tenía compromiso. Después de haberlo dicho se ruborizó, como si se arrepintiera de resultar frívola. Tal vez pensase que yo podía sacarlo de contexto, retorcerlo. Concha salió en su auxilio, Tú no tienes nada que reprocharte, Beatriz; bastantes domingos te has mamado ya con los niños; por uno que se encargue el padre de las criaturas no se va a acabar el mundo. Me faltó el canto de un euro para preguntar cómo se las arreglaban para turnarse pero me refrené. Temí que los efectos del vino no se hubieran sosegado aún y se me enredase la lengua hasta acabar pareciendo un borracho majadero o, peor, un cotilla de tres al cuarto.

El pub estaba cerca. Había que cruzar el viejo barranco del Guiniguada por el mercado de Vegueta, subir el Monopol y atravesar la Plaza de las Ranas. Durante el trayecto, Concha y Beatriz caminaban delante. He de reconocer que, mientras Miguel me hablaba de no sé qué negocio que tenía en marcha, yo intentaba alongarme a la conversación de las mujeres (al final, iba a resultar que sí que era un cotilla de tres al cuarto) pero el ruido de la calle, la cháchara de los taxistas del mercado y unos pibes en monopatín gritando como energúmenos me lo impidieron. Cuando llegaron al semáforo, las dos se detuvieron a esperarnos. Busqué con la mirada los ojos de Beatriz. Ella sonrió. Salió la luna en su sonrisa blanca. A partir de ahí ya no fui capaz de seguir el monólogo de Miguel Moyano. A cada poco le respondía con sí, claro, ¿no me digas? Pero mi pensamiento caminaba diez metros por delante.

El local, ciertamente, no había cambiado tanto desde la última vez. La decoración resultaba más discreta, más sobria que la que yo recordaba. Pero ahí estaba la misma barra larga en forma de ele. La misma pistita de baile redonda. La misma horrorosa bola de cristal colgada del techo que desparramaba la luz a las cuatro esquinas. Había bastante gente. Decidimos cruzar el pub y buscar acomodo en el patio trasero. La noche estaba tibia y a Concha le disgustaba el olor a tabaco y el griterío. Pedimos una copa y nos sentamos a una mesa redonda, de hierro forjado y cristal, bajo una sombrilla de un color indeciso, no supe bien si beis o blanca y sucia.

Hacía unos días había leído la entrevista que le hicieron a cierto poeta cubano que estaba de gira con su nuevo libro. El guajiro confesaba (se quejaba, más bien) una experiencia machacona en su vida: fuera a donde fuera, estuviese donde estuviese, en una terraza, en un café, en la cama (sí, también en la cama), desde que la gente se enteraba de que era cubano se acababa la fiesta. Ya podía estar hablando lindamente de literatura, de ron, de mujeres, de comida que, cuando los demás tertulianos descubrían su origen, a partir de ahí sólo había un tema de conversación: Cuba. O, lo que era lo mismo, Castro, la isla, las jineteras, el comunismo, el hambre. Me sentí muy hermano del poeta. Ya he dicho que a mí me ocurre algo parecido con mi profesión. Cualquier charla (de política, de cine, de amor y desamor), por muy amena que sea, acaba siempre nublándose no más aparece la cuestión de cómo me gano la vida. Todo cristo se vuelca en mil preguntas: ¿se puede vivir de ese oficio?, ¿llevo un arma encima?, ¿he tenido que matar a alguien alguna vez? Cuando respondo que no a todo (he tenido que matar pero me atormenta ese recuerdo), la decepción es unánime. La mayoría me toma por un fraude, cuando no por un fracaso.

Beatriz Guillén no. Ella quiso saber cómo me sentía yo, de qué manera me afectaba lo que tenía que ver todos los días. Se preocupó más por mí que por sueldos, cadáveres y armas. No me acribilló a preguntas escabrosas. Se consagró a escucharme con la cabeza un poco ladeada y la sonrisa ingenua de quien está dispuesta a creerse cualquier cosa. Sólo por eso valió la pena haberme dejado convencer por Moyano para pasar la noche del sábado con ellos.

El lunes, trece de septiembre, amaneció revoltoso. Si bien el cielo, sereno de nubes, lucía azul, había viento del sur y mar picado. Álvarez llegó a la comisaría con un periódico doblado bajo el brazo y un humor infantil: aún le hervía el recuerdo de una noche de sábado apasionada y un domingo de resaca plácida y perezosa. En la mesa, junto al ordenador, lo aguardaban más problemas de los que podía afrontar (una pila de carpetas color celeste con nombres escritos a mano en la carátula retaba su estoicismo) pero se sentía fuerte y descansado para ir lidiándolos según fueran saliendo de los toriles.

Continuaba la búsqueda de los dos atracadores del supermercado que habían dejado a su compinche en la estacada. Una patrulla seguía su pista en Hoya de la Plata, donde vivía el jefe de la banda. Álvarez observó la foto de la ficha: un rostro zafio de mirada absurda; el cuello, una sombra amorfa, parecía enterrado entre los hombros; el cabello, de corte vulgar y rayado de canas por las orillas, lo envejecía. Cuarenta y seis años. Casado. Dos hijos. La profesión venía en blanco, claro. ¿Qué iba a poner? ¿Albañil? ¿Tornero? ¿Maestro de escuela? La clave para dar con él era la familia. Tarde o temprano el tipo cometería la estupidez de sentirse seguro o le entraría hambre de mesa y cama o necesitaría hacerles una visita a los niños. Allí lo estarían esperando.

Por otra parte, Margarita Esponda le había dejado el informe sobre el episodio de maltrato. Como era preceptivo, el sumario estaba ahora en manos del juez de violencia de género. El marido, por supuesto, llevaba dos noches durmiendo en el calabozo. Y la cuestión ahora era impedir que, cuando saliera libre con cargos, se revolviera contra su mujer, que era lo que solían hacer esos miserables. La historia acostumbra a complicarse porque, a pesar de las recomendaciones de abogados, policías, psicólogos, agentes de los servicios sociales, la maltratada no quiere presentar cargos contra el maltratador: el amor o el miedo (o una combinación de ambos sentimientos) le impide denunciar al padre de sus hijos. Y ellos lo aprovechan para seguir abusando de un modo ruin, con la innoble creencia de que la tradición los amparaba: ¿acaso no había sido siempre así?; ¿los maridos no tenían potestad para zurrar la badana, de vez en cuando, a sus mujeres? Si hasta en los manuales de la Sección Femenina se las instigaba a ellas a soportarlo con resignación cristiana.

Esponda recomendaba en su informe la vigilancia del domicilio conyugal. Álvarez no pudo reprimir una mueca de desánimo. ¿Vigilancia? A buenas horas. Lo que la mujer necesitaba era protección. Y, si su verdugo vivía bajo el mismo techo, la protección sonaba a timo de la estampita. Además, si destinase un agente a cada caso de brutalidad familiar, no iba a tener ni quien custodiara la puerta de la comisaría. No obstante, pensaba pedirle a Margarita que le echara un ojo al caso en los siguientes días. Si alguien podía convencer a la esposa maltratada de que pidiera una orden de alejamiento contra el cónyuge bruto, ésa era ella.

También estaba el asunto del periodista desaparecido. Celso Cabrera, el agente encargado, seguía reuniendo información pero cualquiera diría que al tal Quesada se lo había tragado la tierra. Sus compañeros de la emisora no aportaban ni un dato aprovechable. Su madre tampoco. Una nota al margen del informe decía que Elsa Iglesias, después de dos días instalada casi en la comisaría, había dejado de llamar desde el viernes. Álvarez anotó este dato en su libreta. Lo enmarcó en un recuadro junto al cual escribió un signo de interrogación como un castillo de grande. Habría que hablar con ella.

Una vez revisadas las investigaciones en curso, el inspector se centró en la carpeta que más le preocupaba. Levantó el teléfono y llamó al laboratorio de la policía científica. Aún estaban analizando las pruebas halladas en la habitación del hospital. Habían descubierto hasta seis huellas dactilares diferentes. Ahora se encontraban discriminando las que pertenecían a los conocidos (el enfermo secuestrado, el médico, las enfermeras, la limpiadora) para quedarse con las que no coincidían con ninguno. Ésas, se suponía que las del secuestrador, serían las trascendentes. En el baño, junto a la papelera, habían localizado asimismo algunos cabellos y los estaban analizando para rescatar el ADN. Aunque, si el hombre de la mochila no estaba fichado, ni huellas dactilares ni ADN servirían de mucho.

Antes de que Álvarez se deprimiera del todo, la voz del teléfono le informó de algo que sí podría servirle. ¿De qué se trataba? De barro. Tal y como sonaba. De los restos de fango que llevaba el tipo en sus botas. Había marcas en el suelo de la habitación de tierra seca y semillas. No. No tenían relación con el ensanche de los aparcamientos del hospital. No había cemento ni argamasa ni yeso. Se trataba de tierra de cultivo. El secuestrador se había dedicado a plantar o a podar un rosal. Sí. Un rosal. Las semillas eran de rosas. Exacto. En plural. De injertos de distintos tipos. Lo más probable era que el hombre, además de a la Biblia, fuera aficionado a la jardinería. Y de los buenos. Su jardín debía de estar engalanado con rosales llorones o rosales de pie alto. Árboles, no matillas. El agente de la científica no podía aventurar más. Él sólo aportaba hechos a la investigación. Por las deducciones les pagaban a otros.

Cuando hubo colgado el auricular, el inspector se quedó unos segundos en silencio, haciendo garabatos en una hoja de papel: triángulos sobre triángulos, cortinas de líneas, letras que no conducían a nada. A veces se superponía todo en un maremagno de runas sin sentido. A pesar de ello, a veces prorrogaba esa práctica durante horas: los arabescos lo ayudaban a reflexionar, a alinear el pensamiento. Todo tiene su lógica y su razón de ser. Sólo hace falta dedicar tiempo a que las piezas encajen.

Fue a buscar a Castillo a su despacho. Lo encontró ante el ordenador redactando un atestado. Al otro lado de la mesa, un hombre corpulento y sudoroso que apenas cabía en la silla respondía a sus preguntas. Por lo que el inspector pudo entender, la noche anterior le habían robado en un club de alterne. Dos muchachas jóvenes. Mayores de edad, eso podía jurarlo. Sí. Lo embaucaron. Le pusieron, sin duda, algo en la bebida. Y le sisaron todo lo que llevaba en la cartera. Más de cien euros. A Gervasio Álvarez le costaba imaginar la escena. El gordo no tenía pinta de que le sobrara el dinero. Detrás debía de haber una familia que esa semana pasaría hambre. Se le revolvió el estómago. Antes de decir nada inconveniente salió en busca de otro agente que sustituyera a Nelson. El gordo amagó una protesta contra esa decisión pero, a su regreso, la voz de Álvarez le desarregló de inmediato la chulería, Necesito al agente Castillo para una urgencia; ¿lo suyo?, lo suyo no llega ni a rasguño; si uno se va de putas una noche debe tragar con todas las consecuencias.

El gordo enrojeció. Las gotas de sudor centellearon en su frente. Se le desorbitaron los ojos. Amenazó con denunciar al inspector ante la Jefatura Superior. Aquello era un ultraje. Álvarez ni se molestó en contestarle por qué agujero podía meterse la denuncia. Cuando llegó el sustituto de Castillo, le hizo una seña a éste y abandonó el despacho sin despedirse. Atrás quedaron las querellas del ultrajado. El agente relevado no lo dijo pero se notaba a la legua que estaba agradecido por el trueque: de no haber sido un simple funcionario, le hubiera cantado al tipejo aquel las mismas cuarenta que su jefe.

Por su parte, Álvarez estaba ocupado en otras reflexiones. El sábado, Castillo había llegado a la comisaría con una información que, con el asunto del vídeo del secuestro, había quedado en el aire. El inspector quería que le hablara de ello. Nelson consultó sus notas y confirmó ese detalle. En efecto. Tenía que ver con la declaración de un vecino. El buen hombre volvía de unas compras en Santa Brígida cuando estuvo a punto de embestir con su coche a alguien que coincidía con la descripción del peregrino. Fue a la altura del cruce de La Atalaya, cinco kilómetros antes de que lo encontraran desnudo y descalzo. El conductor lo recordaba porque había tenido que dar un volantazo para no llevárselo por delante. Nelson tuvo que leer con esfuerzo su propia caligrafía, Sí, ehhh, parece que la zona es muy oscura; que de noche falta visibilidad; yyyy, los residentes llevan quejándose meses pero el Ayuntamiento no acaba de hacer nada para remediarlo; lo de costumbre, hasta que no haya un accidente…

Al inspector no le interesaba la lucha vecinal. Instó a Castillo a que fuera al meollo del asunto. El agente lo miró sin comprender. Álvarez se golpeó nervioso la palma de la mano izquierda con el lápiz que mantenía en la derecha, Sí, hombre, coño; no sabemos a qué lugar se han llevado al peregrino, por eso sería muy importante que averiguáramos el lugar del que salió; quiero que vuelva allí y dé una batida por la zona empezando por el cruce de La Atalaya; ¿hasta dónde?; hasta llegar al pueblo si hace falta; ya sé que son cuatro kilómetros y que está lleno de curvas y monte agreste, pero también sé que el tipo lo hizo andando con los pies destrozados; usted irá en coche, así que no se me queje.

Nelson Castillo se levantó de la silla y se dispuso a cumplir las órdenes. A pesar de todo, estaba exultante: aunque se pasara una semana haciendo indagaciones sin resultado, siempre sería mejor que aguantar en su mesa a tipos como el gordo del burdel. Detrás del peregrino había una gran historia. Detrás del putero, sólo mierda y fatiga. Álvarez lo vio marchar y volvió al teléfono. El Rubio estaba, como siempre, trasteando con su ordenador. Había hecho los deberes. Tenía delante un plano de la zona donde había aparecido el peregrino. Una zona que abarcaba Tafira, el Monte Lentiscal y Santa Brígida. ¿La Atalaya? También La Atalaya, claro. Álvarez le relató el último descubrimiento: el hombre había sido visto en el cruce y todo hacía pensar que iba andando por la carretera que daba al pueblo.

El Rubio le pidió un minuto para aislar la nueva superficie y agrandarla. El inspector lo oyó teclear al otro lado de la línea con energía. Esperó jugando con el lápiz, haciéndolo pasar por entre la comisura de sus dedos en un molinillo que ya se había convertido en tic. No lo hubiera reconocido jamás pero estaba intranquilo ante lo que podía hallar. Ángel fue refiriendo cada paso que daba. Al final guardó el plano nuevo en un documento y se lo envió por correo electrónico. A los quince segundos ambos hombres lo tenían en sus pantallas. Álvarez arrugó la nariz para verlo mejor. Le fue imposible: las letras y los contornos eran diminutos. Entonces amplió el mapa.

Mejor, sin duda. Dio una batida por la región verde y marrón que abarcaba toda la ventana. Hasta cuatro urbanizaciones había antes de llegar al pueblo de La Atalaya. El Rubio las había marcado con una cruz azul. Un círculo rojo señalaba otras edificaciones: un colegio, un restaurante de carnes, un pequeño hotel rural, dos empresas (una de alimentación y otra de carpintería metálica) y un taller de reparaciones. La carretera se desviaba en varias ocasiones a derecha e izquierda como las ramificaciones de una vena mayor.

El inspector preguntó si había alguna tienda de flores o de frutas. Ángel lo consultó en sus datos. No. Al menos nada oficial, otra cosa era que alguien tuviera un huertito o algo así del que sacara lo justo para vender en los mercadillos de la isla. No era infrecuente. Álvarez se fijó en una cruz verde que determinaba un punto en la esquina superior del mapa. ¿Qué era aquello? Aquello era un convento, el de las Ursulinas. Y, ahora que lo mencionaba, allí sí que tenían un huerto y unos jardines magníficos. El Rubio los recordaba de unos ejercicios espirituales a los que había asistido en su etapa del colegio. El informático no pudo verlo pero el inspector dio un respingo en su silla. De repente se le había secado la boca. Una sed de camello le atenazaba la garganta. Y eso sólo le ocurría cada vez que se enfrentaba a una noticia grande, realmente grande. Se acordó de un hombre leyendo una Biblia, de unas huellas fertilizadas con tierra seca y semillas, de unas erosiones en el cuello de un peregrino amnésico. Y tuvo la certeza de que estaba llegando a alguna parte.

Los lunes nunca han sido mi delirio. Pero ése, el segundo de septiembre, reconozco que amanecí feliz. Un sol cotilla se coló por las rendijas de la cortina del cuarto mucho antes de que el despertador rezongara. Después de varias noches asaltado por las pesadillas, dando tumbos en la cama, levantándome a cada rato a orinar, por fin había logrado dormir de un tirón sin un solo recuerdo desapacible.

La velada del sábado había acabado, como diría Miguel Moyano, en empate: Beatriz me había devuelto un poco de la fe perdida en tantos encuentros desdichados, y yo a ella algo de la sonrisa que nunca debió perder. Estuvimos charlando hasta las cuatro de la madrugada, hora en que Miguel y Concha decidieron recoger los bártulos. Nos invitaron a quedarnos más tiempo en el patio del bar del Monopol pero ni Beatriz consideró apropiado dejarlos marchar solos, después de la molestia que se habían tomado en presentarnos, ni yo quise tensar la cuerda, no fuese que al final acabara rompiéndose el hechizo.

El domingo lo pasé en casa de Colacho. Para que mi abuelo no anduviera en la cocina, y dado que yo no tengo idea ni interés en aprender a guisar, me encargué de llevar la comida de un restaurante de la Puntilla, uno especializado en sancocho. Dimos buena cuenta del cherne desalado, el gofio y la batata dulce con un mojo rojo fuerte como la madre que lo hizo. El viejo no dijo nada. Supongo que pensaba que, para lo que le quedaba, ya no valía la pena comedirse en los picantes. Hablamos poco: entre mi resaca y la suya (el último de sus amigotes se había retirado a las dos de la mañana) no había ganas de tertulia. Por la tarde vimos una película de gánsteres con ley seca y jazz de fondo. Lo de ver es un decir: ambos nos hartamos de dar cabezadas en el sillón y ninguno de los dos entendió de la misa, la media. Vinimos a despabilarnos con los títulos de crédito y el olor a café de la vecina. Fui a preparar el nuestro mientras Colacho le echaba un vistazo al periódico. Y a mi vuelta me aguardaba un interrogatorio igual de duro que en la película pero sin cachiporra de por medio. Mi abuelo se interesó por la historia del periodista que me tenía entretenido. Así lo dijo, entretenido, como si lo mío fuera un hobby y no un trabajo.

Pasé por alto la socarronería del viejo para describirle la impresión que me había causado Elsa Iglesias. Si era cierta la teoría de la hija maestra de doña Concha, Pablo Quesada debía de ser un buen tipo, un muchacho con nobles intenciones aunque con un oficio peligroso. Sí. Por más que me desagradara el papel de Casandra agorera, no tenía muchas esperanzas de hallarlo en buen estado. ¿Qué quería decir eso? Eso quería decir que sospechaba que Quesada estaba muerto. No. En esa apreciación no influía mi estado de ánimo. Después de la cita del sábado a la noche (se la relaté muy por encima para no darle alas a los consejos sentimentales que tanto me abrumaban) y de la siesta tras del sancocho, mi estado de ánimo era inmejorable. Que me perdonara el periodista por mi insensibilidad.

Desde luego que no se me había ocurrido revelarle mis sospechas a la madre, bastante tenía ya la pobre con su agonía. Pero la ausencia de noticias de los supuestos secuestradores de su hijo después de seis días me hacía ponerme en lo peor. Y lo peor era que a Quesada se lo habían cargado por algo que había descubierto, algo relacionado (a falta de evidencias debía fiarme de mi intuición) con un pintor que llevaba muerto más de doscientos años. De no haber mantenido la conversación con el responsable del Museo Diocesano, aún hubiera podido albergar dudas. Sin embargo, la reacción de Ortigosa al negarse a admitir la existencia de aquel cuadro, su gesto temeroso, su cambio de humor irracional me confirmaban que algo olía a podrido y no precisamente en Dinamarca.

Colacho Arteaga no era hombre religioso. No recuerdo haberle escuchado ni un solo alegato a favor de la Iglesia ni una asistencia a misa ni una visita a la tumba en la que los restos de mi abuela y de mi madre reposaban. Cierta vez, no sé bien a qué vino aquello, confesó que quería ser enterrado en el Cementerio de Las Palmas, en un rincón soleado desde el que ver los botes de regata. Cuando le repliqué que, para eso, mejor ser incinerado y que arrojáramos las cenizas al mar, el viejo sentenció que desde el mar sólo vería la quilla. Fuera de ahí no había en él un vestigio de creencias para después de la vida. No obstante, tal vez por contagio de las mujeres de nuestra familia, quienes sí eran creyentes, no se avino a aceptar que la Iglesia pudiera estar detrás de la muerte del periodista.

—¿Y qué tiene que ver la Iglesia aquí?

—Carajo, Ricardo. El Museo Diocesano está pared con pared con la Catedral. Allí no se mueve un papel sin que lo sepa el Obispo.

—Vaya, no había pensado en eso. Pues parece que la Iglesia es una hidra con demasiadas cabezas, Colacho. Y alguna de ellas, nada amistosa.

—Ya, pero nadie mata por un cuadro.

—Depende del cuadro. Los hay que se cotizan muy caros. Y el dinero, como la fe, mueve montañas.

—¿Crees de veras que una pintura del siglo XVIII puede valer una vida?

—Yo no. Pero otros quizá lo crean. Por lo que apuntaba Quesada en sus archivos, una obra descatalogada es más fácil de vender y puede valer en una subasta algunos cientos de miles de euros.

—Coño con el arte.

Llegué a la oficina antes que Inés, algo que no ocurría desde la fundación de la ciudad. Aproveché la circunstancia para devolverle las puntadas que ella suele lanzarme cuando me ve llegar después del mediodía, Vaya por Dios, a alguien le cundió tanto la cena del viernes que le ha durado la resaca dos días. Mi secretaria torció la boca en un claro mohín de indiferencia, Cree el ladrón que son todos de su condición; acabo de salir de la Caja de Ahorros, mi niño, de ingresar el dinero de Elsa Iglesias y pelearme con la chica de la ventanilla por las comisiones usureras que nos cobran; la amenacé con sacar la cuenta y cruzar la calle con ella; ¿dime?, sí, cruzar la calle; el Banco de Santander está justo enfrente.

Pregunté, con temor, cómo andábamos de fondos. Inés hizo un gesto perezoso con la mano, Buah, ¿por qué te crees que los llaman fondos?; porque más abajo no se puede llegar. Encendió el ordenador y, mientras se calentaba el artefacto, fue a poner una cafetera para los dos y a regar sus plantas. La sentí hablar en el balcón. Su tono de voz sonaba dulce. Así supe que le susurraba al palo del Brasil y no a un vecino de escalera. A los cinco minutos estábamos los dos alrededor de mi mesa, con una taza de café entre las manos, hablando de su cita. Inés aseguraba con malicia que la amiga reconquistada gracias a Internet seguía igual que cuando estudiaban juntas. La misma cara. El mismo ingenio. El mismo culo. Cualquiera sabía cuál de las tres cosas le molestaba más.

Lo habían pasado estupendamente. Incluso habían ligado. Lo que oía. Se habían puesto de moda las mujeres maduras. O la falta de sensatez. El caso es que ninguno de los que se acercó a pedirles fuego o a invitarlas a una copa o a hacerse los confundidos con alguna que se parecía a ellas raspaba los treinta. ¿Mejor? Sí y no. Desde luego que, a esas alturas, era halagador pero ni por asomo les convencía. A los treinta los hombres son una duda con patas, por no decir otra cosa que también empieza con pe. Y ellas ya tenían dudas para dar y regalar. No. Lo último que les hacía falta era que les prestaran más. Al escucharla tan segura de sí misma, casi se me resbala de la boca una pregunta, ¿A qué edad un hombre deja de tener dudas?, pero la agarré al vuelo y me la guardé para otra ocasión.

Cuando Inés regresó a su trabajo, me dediqué a analizar los archivos que había copiado del ordenador de Quesada. Lo primero que llamó mi atención fue la facilidad con la que un tipo como yo, sin apenas nociones de procesamiento de datos, había podido acceder a la información del periodista. Era cierto que los había usurpado (me sentí incapaz de escoger un término mejor) de su propia casa y que Pablo no tenía por qué sospechar que me iba a meter en el corazón de su cuarto a hurgar en sus secretos. Pero algo me hizo pensar, algo que no fui capaz de descifrar aún, que el muchacho había actuado a sabiendas de que, tarde o temprano, se hallaría en esa situación. Y eso sólo podía significar que se había acercado bastante a su objetivo y que los sujetos a los que investigaba no se andaban con bromas.

La mayor parte de los archivos que tenía delante eran resúmenes de corta y pega poco esmerados. Noticias que sobrevolaban la Red sobre Juan de Miranda, el Museo Diocesano o la pintura canaria del siglo XVIII. En ningún sitio aparecían referencias a Nuestra Señora de la Luna, aunque había un documento en el que se hablaba de las vírgenes de las que me había hablado Ortigosa. Casi todas fechadas en 1780 y sus alrededores. Además de la de la Catedral, había una en la Casa de Colón, un par de ellas en iglesias de La Laguna y otras dos en colecciones privadas. Pero todas se llamaban igual: Inmaculada. Y todas tenían una luna y un basilisco en los pies de la Virgen.

Otra carpeta aludía a distintos pintores contemporáneos a Miranda. El periodista había grabado en ella cuatro o cinco láminas con motivos religiosos, incluido un retablo que se conserva en la Iglesia de la Concepción de La Laguna. Por las notas al margen, que hablaban de las características de las obras y del tipo de barniz con el que los lienzos fueron tratados, deduje que Quesada intentaba contrastar estilos y maneras entre los artistas. Tal vez estuviera tras la pista de obras que le hubieran atribuido a Miranda erróneamente. El lenguaje que usaba en su análisis era sobrecargado y técnico en exceso. ¿Cuánto tiempo llevaba detrás de aquel tinglado? ¿Poseía ya conocimientos de historia del arte antes de embarcarse en la investigación? Comprendí que debía de inspeccionar documentos más antiguos y volví sobre las otras carpetas para cerciorarme de la fecha de las últimas modificaciones.

Ya empezaba a perder la esperanza de salvar algo en aquel batiburrillo de imágenes danzarinas cuando, a golpe de ratón, surgió un archivo con las iniciales VL que parecía desterrado de los otros. Estaba fechado a mediados del verano. Tal vez Pablo lo hubiera revisado más tarde pero la última alteración se había producido el veinte de agosto. Contenía media docena de fotos pero ninguna de un cuadro, algo que me desconcertó: una arboleda frondosa, un caminito empinado y zigzagueante, un grupo de cactus con el sol confundido entre sus hojas y un árbol con las ramas artríticas, retorcidas hasta el dolor. Pensé que se habían colado en la carpeta del periodista de un modo accidental. Las asocié a una excursión campestre por la isla. VL podía significar Valleseco, Valsequillo o Valsendero, lugares todos desde los que podrían verse esos colores y esa luz tan diáfana. No había un solo letrero que pudiera indicar la procedencia exacta. Ni tampoco una presencia que personalizara las fotos: ni rastro de Elsa Iglesias o una amiga de Pablo, ni siquiera la sombra del fotógrafo.

¿Quién hace una excursión campestre solo? No. Aquellas fotos debían de guardar relación con las indagaciones de Quesada, sólo que por alguna razón el periodista se había quedado a medias. Le faltaba una pieza, un paso más: el cuadro que había de estar detrás del escenario. Llamé a Inés a mi mesa. Le enseñé las imágenes del camino y la arboleda. Le pregunté si reconocía el lugar. Mi secretaria acostumbraba a salir al campo los fines de semana: tenía unos tíos mayores en Tenteniguada a los que visitaba con asiduidad y, de paso, aprovechaba para perderse por montes y cañadas de la isla. No le sonaba el paisaje. Peor: le sonaba demasiado. Podía ser cualquier rincón de las medianías. Menos en los pueblos del sur, cuya orografía era bastante más árida y reseca, aquellas fotografías podían haber sido tomadas en cualquier parte de Gran Canaria. Y, para rematar mi desconsuelo, yo no debía descartar que fuera en Tenerife o en La Palma. Inés sentía no poder precisar más pero con los datos que le daba era imposible.

Imprimí tres de las imágenes. Le pedí a Inés que se las llevara a sus tíos por si éstos podían ayudarnos. ¿Era tan importante? Aún no estaba seguro pero sospechaba que sí. Que el lugar que Pablo había fotografiado tenía que ver y mucho con el cuadro que buscábamos. Mi secretaria arrugó la frente, ¿Buscas un cuadro?; creía que se trataba de un periodista. Yo me rasqué la barbilla (necesitaba un afeitado), Tengo la impresión de que ambos vienen en el mismo lote; si logro encontrar el cuadro, sabré qué se ha hecho de Quesada. Inés mudó el semblante, se le oscureció la mirada, la voz se le arrugó como papel de estraza, Tú no crees que esté vivo, ¿verdad?

No. Me pesaba mi desconfianza pero no creía que Quesada estuviese aún con vida. Y no. Ni se me había pasado por la cabeza hablarle de ello a la madre, tan salvaje no soy. Me habían contratado para averiguar su paradero y a eso me iba a dedicar en cuerpo y alma los próximos días, semanas, meses si hiciera falta. Pero el estado en que estuviese el periodista era harina de otro costal. Por ello era imprescindible que Inés consultase con sus tíos de Tenteniguada: le di el resto del día libre. Yo debía regresar a la emisora y a casa de Elsa Iglesias: me quedaban muchas preguntas por hacer. ¿La oficina? La cerraríamos. Haríamos de ese lunes un lunes zapatero. A fin de cuentas a nadie le iba a importar.

Llamé a la Iglesias a su casa pero nadie contestó. Me figuré que habría salido a la compra o puede que a la comisaría a bregar con el agente que se jubilaba en breve. La imaginé en el despacho del viejo policía, con la mirada férrea, las manos delicadas agarrando las asillas del bolso, exigiéndole que moviera el culo e hiciera algo para dar con su hijo. Decidí, pues, encaminarme a la radio por si Sergio Casañas tenía novedades. En esta ocasión me hicieron esperar más de media hora en la salita. Había un rebumbio de noticias (entre la desarticulación de una red de tráfico de heroína y un incendio en un edificio de la ciudad allí nadie daba avío) que tenía a los periodistas corriendo de un lado a otro, cruzándose información, dándose órdenes a veces contradictorias. Intenté determinar quién mandaba allí pero me temo que ni ellos lo sabían.

La recepcionista, mientras tanto, no paraba de responder al teléfono. A veces me miraba y me pedía disculpas con los hombros, Mal Polonia recibe a un extranjero. Vi pasar a la muchachilla que daba las noticias cada hora. Vestía un pantalón de pinzas gris marengo y una blusa celeste y parecía mayor de esos veintiséis años que tanto me turbaron la vez anterior. El color de la blusa se hizo enemigo en una mañana de trajín como aquélla: empezaban a crecerle unos surcos de sudor a la altura de las axilas.

En una de sus idas y venidas de la sala de reuniones al despacho que compartía con Casañas y Quesada y no sé con cuántos más, Virginia (seguía yo sin recordar el apellido) reparó en mi presencia y se detuvo un breve instante, Usted es el detective, ¿verdad?; Casañas me habló de que estaba investigando la desaparición de Pablo; ahora no puedo porque aquí, como ve, no hay tiempo ni para rascarse, pero me gustaría hablar con usted, ¿tiene libre después, a la hora del almuerzo?

Me levanté a medias, quedando en una posición ridícula entre Rodin y Mirón, entre Pensador y Discóbolo, Creo que sí; pensaba ir a ver a la madre de Quesada pero puede esperar; ¿es importante? Ella abrió los ojos de un modo enigmático y esperó a que me incorporara del todo, Eso lo decidirá usted. Y yo, curioso hasta la médula, Vaya, qué misteriosa; adelánteme algo, no sea mala. Y ella, acercándose a mi oído, con una voz más triste de lo que me hubiera gustado escuchar, Pablo y yo éramos… pareja.

No podía creerlo. Acababa de sentarse en el coche cuando recibió la llamada. Su propio jefe quería acompañarlo en la patrulla. Álvarez no le dijo a qué se debía el cambio de planes (ni él lo preguntó, donde manda capitán…) pero no hacía falta ser un lince para comprender que el Rubio le había proporcionado información trascendental sobre el peregrino. Castillo comunicó al agente que estaba a su derecha que no tendría que salir esa mañana. El otro no mostró emoción alguna y Nelson fue incapaz de penetrar en un rostro que no exteriorizaba alivio pero tampoco fastidio. El agente de hielo se quitó el cinturón de seguridad, salió del coche, saludó con ceremonia al inspector que salía en ese momento y se perdió dentro de la comisaría.

Álvarez ocupó el asiento que acababa de liberarse, el del acompañante. Cerró la puerta con ímpetu, con más irritación que prisa. Sacó su teléfono móvil del bolsillo de la americana, en lo que a Nelson le pareció un automatismo, y lo puso sobre el salpicadero. Luego le hizo una señal a Castillo para que arrancara. Éste puso en marcha el motor y aceleró el coche, ¿No se amarra, señor? El inspector miró a su hombre como si le hablara en chino, ¿No me qué?; ah, carajo, el cinto; usted es de los que cumplen las normas a rajatabla, ¿verdad?; está bien eso, pero le aviso que con esta barrigota no es que no necesite cinturón de seguridad, es que no me hace falta ni el airbag.

Durante el trayecto hasta Santa Brígida, además del sobrepeso y la salud, hablaron del trabajo. Pero no del que les ocupaba en ese momento. Castillo se refirió al alijo de heroína que acababan de decomisar en el Puerto la noche anterior. Tras aplaudir la labor de la brigada de estupefacientes se preguntó en voz alta si no convendría legalizar las drogas de una vez por todas y acabar con aquel negocio infame: sólo por la cara que se les iba a quedar a los mafiosos y a los contrabandistas valía la pena el experimento. El inspector no tenía una idea formada al respecto. Estaba pensando en otra cosa pero no quiso eludir la cuestión que planteaba Nelson. Legalizar las drogas.

Se hablaba mucho de eso. A favor y en contra, como en las barberías de barrio. Había quien proponía, incluso, que se pudieran vender en máquinas como el tabaco. Al fin y al cabo, aunque el tráfico no, el consumo es legal en España. De modo que si alguien quiere hacerse un porro o darse un chute está en su derecho. Otras voces alertaban del peligro de permitir a los jóvenes y aun a los niños el libre acceso a esa mierda. Entre los botellones y las anfetaminas tendríamos una generación de tarados con el cerebro y la voluntad resecos.

No. No tenía una opinión sobre aquello. Le hubiera gustado mantener la convicción de Castillo, quien apelaba al libre albedrío para defender su alegato. Álvarez no tenía tan claro que el libre albedrío garantizase el éxito de la legalización, que la libertad de elección fuese la panacea de todos los males que el tráfico de drogas arrostraba. Ya tenía como botón de muestra la televisión. Se había pasado en pocos años, como por arte de birlibirloque, de dos canales a doscientos para que, al final, todo Dios viera lo de siempre: programas de cotilleo, refriegas de alcoba, series simplonas, sexo barato. Tarados con el cerebro y la voluntad resecos de igual modo. No, señor. La droga ya estaba legalizada en las pantallas de televisión. Y el infame negocio seguía creciendo.

Nelson hizo amago de detenerse en la primera curva que había después del cruce de La Atalaya. Como había sido el encargado de los primero rastreos, creyó que tendría que tomar la iniciativa y había pensado empezar por la urbanización de viviendas rosadas con techos a cuatro aguas que se arracimaban en torno a una plazuela. Gervasio Álvarez, no obstante, lo conminó a que siguiese por la carretera. ¿Adónde iban? A unos ejercicios espirituales, que falta les estaban haciendo. A Castillo no le pagaban por discutir decisiones, así que obedeció y puso rumbo al Convento de las Ursulinas.

El camino ascendía a la derecha por una breve loma recién asfaltada. Apenas unos años atrás aquello era un pedregal polvoriento en el que los coches derrapaban a cada rato y había que subirlo en primera. En época de lluvias se volvía impracticable, pura odisea llegar hasta el convento. Ahora, sin embargo, las ruedas se deslizaban por él con complacencia. Tras la primera de las tres suaves curvas que lo festoneaban, aún podía verse un murito de piedra de cantería sobre el que en otro tiempo lloraban unas parras de uva negra. El sendero concluía en una casa para huéspedes color teja y ventanas estrechas y un solar de aparcamientos en el que sólo había dos coches y una pequeña guagua para veinte pasajeros.

Castillo aparcó en batería, entre los coches y la guagüita, y apagó el motor. Los dos policías se bajaron a un tiempo y se volvieron gemelos, como si fuesen el anverso y el reverso de un espejo. Realizaron los mismos movimientos: primero, estiraron las piernas con parsimonia; luego, se llevaron las manos a los riñones buscando desentumecerlos, y, por último, respiraron profundamente el aire del mediodía. El viento traía aromas de eucalipto y espliego. Y también un ligero rumor de hoguera: alguien estaba quemando rastrojos detrás de la hacienda. Una columna de humo grisáceo y revoltoso surgía de entre los arbustos. Álvarez ordenó a su hombre que siguiera el rastro de la fogata y él se encaminó a la vieja casa de las madres Ursulinas.

Entre la casa de huéspedes y el levantamiento original donde aún se hallaban las celdas de las monjas y la capilla había una alameda de unos cincuenta metros, con suelo de picón y arenilla que dejaba un resuello de lamento rasgado a cada paso del inspector. De las ventanas que daban a poniente salía una música suave de cítara y timbal. Álvarez supuso que el grupo de ejercicios andaría en plena meditación y sintió algo de pudor por el ruido que hacían sus pisadas: redujo la zancada, arqueó las piernas para acallar el runrún de la gravilla y se dio prisa en llegar a su destino. La puerta de la casona antigua se hallaba cerrada y no se veía ni un alma por los alrededores. El inspector se acercó a la esquina opuesta, donde una veredita de rosales y hortensias se perdía en una verja de hierro negro detrás de la cual debía de estar el huerto de las monjas.

El policía desanduvo el camino y tocó en la puerta. Tres golpes secos y espaciados que sonaron con gravedad. La música continuaba rumoreando desde el fondo del claustro. Álvarez aguardó con la oreja a un centímetro de la madera del portón. Olía a barniz y a moho, a lluvia, aunque hacía un sol radiante. Una pregunta lo sorprendió a traición, ¿Puedo ayudarle en algo? En algún punto de la veredita debía de haber un recodo en el que el inspector no había caído a primera vista. El aspecto de la mujer que lo observaba con una azadilla entre las manos nada tenía que ver con su voz. Frágil y menuda, de piel blanquecina, delgada como un junco. Tanto que Álvarez dudó de si en lugar de un recodo en el camino no habría confundido la silueta de Dolores Mesa con el tallo de una rosaleda. Dolores Mesa, a pesar de esa figura quebradiza, tenía una voz áspera y firme, una voz acostumbrada a gobernar. No era monja. Fue lo primero que quiso dejar sentado antes de continuar la conversación, Soy misionera seglar y la encargada de esta casa de retiro.

De las Ursulinas, según el relato de la mujer, sólo quedaba el nombre. Eso y dos religiosas, una casi ciega y otra casi sorda, que apenas salían de sus celdas más que para asistir a misa en la capilla y sentarse en el huerto a recibir, pacientes, los picotazos de los insectos del verano; en invierno ni eso. El resto del personal de la casa de ejercicios era laico. Trabajaba por un sueldo. Álvarez iba a preguntar quién pagaba ese sueldo pero le pareció demasiado pronto: no convenía levantar una alambrada de recelos en alguien de quien se esperaba recabar información. Se dejó querer y aceptó de buen grado una limonada fría y una charla tibia sobre la historia del convento y las dificultades económicas por las que atravesaba.

El inspector no reveló de inmediato sus propósitos. Le dejó claro a la gobernanta que la visita era oficial, desde luego, pero no mencionó al peregrino ni las circunstancias de su aparición ni de su posterior secuestro. Dolores Mesa, acostumbrada a enseñar su casa a los visitantes, lo acompañó por las dependencias de la quinta. La capilla estaba abierta a esa hora. Resultaba pequeña, delicada, con cuadros e imágenes talladas de la Virgen y de un par de santos campechanos y felices. Cuatro filas de bancos de madera se enfrentaban a un altarcito humilde de estructura ovalada. Antiguamente había oficio diario al que acudían no sólo las hermanas de la congregación sino gente del pueblo de La Atalaya. Pero ya nada era lo mismo. Ahora venía un cura de la parroquia a ofrendar una misa a primera hora de la mañana, una misa sin responso que solía congregar, además de a Teresa y a Flora (las dos monjitas viejas), a la cocinera, al jardinero y a los huéspedes madrugadores, que para decir verdad no eran muchos. Dolores Mesa, por su parte, iba los viernes y en alguna fecha señalada, más para acompañar a las ancianas que por pura vocación.

En el resto de la casona quedaban pocos motivos religiosos. Más bien olía a esos hoteles rurales que tanto habían florecido en las islas en los últimos años, decorado con lienzos de paisajes y guirnaldas y algún tapiz oscuro y ceniciento que debían de haber aprovechado de los primeros tiempos, de cuando la congregación se instaló en aquella lomita de las medianías. Álvarez soportó con estoicismo la charla turística de Dolores Mesa. Fingió admirarse de lo bien conservado que estaba el convento, de la mezcla tan sensata entre pasado y renovación en sus estancias, del buen hacer de quienes lo regentaban con tan escasos recursos.

Todo fue como la seda hasta llegar a la cuestión del huerto. Álvarez insistió en visitarlo. Le habían hablado maravillas de él y no quería marcharse sin haberle echado una ojeada. Fue muy leve, casi imperceptible para cualquiera poco observador, pero el cambio en la voz y, sobre todo, en el brillo de los ojos de Dolores Mesa llamó la atención del policía. La mujer dijo, Por supuesto, inspector; encantada de mostrarle nuestro huerto. Pero lo suyo sonó a ¿Qué coño quiere usted ver allí?, si no es más que un pedazo de tierra con aguacateros y manzanos. Tal vez tuviera prisa. Tal vez estuviera cansada ya del visitante inoportuno. O tal vez ocultara algo.

Salieron por una puerta con cortinillas de hilo que estaba medio oculta detrás de un biombo. Los recibió un soportal de enredaderas que no dejaban ver la luz del sol. Pasearon un buen rato por el camino de piedra que ondulaba por entre los árboles. Álvarez observó al fondo del jardín cómo Nelson hablaba animadamente con un hombre mayor y enteco, con un guardapolvo azul y un sombrero de caña. Ella también los vio y, por primera vez en toda la conversación, perdió el hilo de sus pensamientos. Se le notaba incómoda. Hablaba con el inspector pero su atención estaba puesta en la fogata de rastrojos donde el agente Castillo interrogaba al jardinero.

Álvarez resolvió lanzar un reto, Si estaba usted ocupada, señora Mesa, yo puedo seguir paseando solo; después saldré por detrás sin molestar a sus huéspedes. Pero le salió el tiro por la culata. La gobernanta se rehízo en seguida para mostrar sus dientes, Eso no será necesario, inspector; estoy aquí para atenderlo en lo que pueda; además, usted vino en visita oficial y aún no ha formulado ninguna pregunta; tengo curiosidad en saber qué puede interesarle a la policía una modestísima congregación de monjas.

Cogido en el renuncio, Álvarez consideró que había llegado el momento de enseñar las cartas, que no tenía sentido continuar con las medias tintas. De manera que le expuso la difícil situación en la que se encontraba. Le contó las tres verdades del barquero. La primera, que había aparecido un hombre medio desnudo y ensangrentado a unos pocos kilómetros del convento. La segunda, que la policía (o, para ser más exactos, él mismo) había cometido el error de no ponerle vigilancia a ese hombre mientras lo curaban de sus heridas. Y la tercera, la verdad más dolorosa, que alguien había acudido de noche al hospital y se había llevado al enfermo como si fuera suyo.

Dolores Mesa meditó sobre la historia que acababan de contarle. Dejó la azadilla sobre una repisa alta de mármol que había a la entrada del huerto. Se tomó su tiempo en digerir tanta información junta. El silencio se revolvió en el aire como un perro rabioso.

—Eso que me cuenta, inspector, es muy interesante, pero no sé qué tiene que ver con las Ursulinas.

—Con las Ursulinas, nada. Esas dos monjitas que viven aquí no tienen vela en el entierro del que le hablo. Pero sospechamos que el hombre que hemos perdido pudo salir de este convento.

—¿De este convento? ¿De dónde saca esa teoría? Según usted iba desnudo y entiendo que sin identificación alguna.

—Cierto. Pero el tipo que se lo llevó del hospital no. Éste estaba vestido, leía una Biblia mientras esperaba su momento y dejó rastros de semillas de rosales y tierra seca por toda la habitación del hospital.

—Acabáramos. ¿Y con esos mimbres pretende usted hacer un cesto? He de decirle que esta zona está llena de rosaledas y, si es por la Biblia, hay al menos dos iglesias entre Tafira y el Convento de las Ursulinas.

—Es cierto. Por eso sólo he hablado de sospechas y no de certezas. Me limito a atar todos los cabos sueltos. Es mi trabajo. Intento averiguar quién y por qué secuestró a mi peregrino.

—Pues dudo de que haya acudido a buen refugio. Aquí sólo trabajan dos hombres: Marco Aurelio, el jardinero que ve usted ahí hablando con su compañero, y el padre Abraham, el sacerdote que da misa en nuestra capilla. Y entre los dos suman ciento treinta años por lo menos. No los veo yo de secuestradores nocturnos.

—Ni yo tampoco, señora. Pero tenía que comprobarlo.

—Lo entiendo. Y espero haberle servido de ayuda.

—Lo ha hecho, no le quepa duda. Le agradezco su tiempo y su dedicación. Únicamente me queda una pregunta más antes de irme.

—¿Qué pregunta?

—Yo sólo hablé de que había aparecido un hombre ensangrentado a unos kilómetros de aquí. ¿Cómo sabe usted que fue en Tafira?

A pesar del calor, la muchacha llevaba puesta la chaqueta gris. Intuí que, con el traqueteo de la mañana, los surcos de sudor se habían extendido por toda la blusa y Virginia no había tenido tiempo de mudarse de ropa como hubiese convenido. Comía con desgana, picoteando aquí y allá la verdura y los trozos de pollo de la ensalada. En la mesa al menos hacíamos buena pareja: a mí sólo me gusta la corteza del pan y ella parecía encantada con las migas. Pedimos una copa de vino tinto y una botella, verde y estilizada, de agua con gas italiana.

El restaurante estaba vacío, en eso tuvimos suerte. No me apetecía tener que andar dando gritos para hacerme entender por encima del resto de las voces. Y seguramente ella no se hubiera sentido igual de cómoda al relatarme una historia de amor a salto de mata. Fue la expresión que usó Virginia. A salto de mata. Así se veían Pablo y ella. No. Eso no significaba en secreto. Era verdad que casi nadie sabía que eran novios (la chica titubeó, barajó varias opciones antes de decidirse por lo de novios) pero no se ocultaban para verse ni nada de eso. No había necesidad: ambos eran adultos, libres para compartir sus sentimientos. A pesar de ello, muy poca gente estaba al tanto de la historia: por su parte, sólo dos amigas cercanas conocían la relación; por parte de Pablo, nadie. La manida discreción del lobo estepario ya empezaba a empalagarme.

Se veían poco. Culpa del dichoso trabajo de periodista: sin horarios fijos, sin días libres, siempre al mandato tirano de la información. Las noticias no son como el potaje, que por la noche sabe mejor. Ni hablar. Las noticias se pudren en seguida: o las das en caliente o ya no sirven ni para abono. Yo lo había podido comprobar en la emisora esa misma mañana. Una puñetera locura. Todos con el culo a dos manos para que no se les escapara nada importante que transmitir a sus oyentes. Por supuesto que no siempre era así, pero cuando no era Juana era la hermana: el caso es que las horas libres de los jóvenes amantes apenas coincidían. Por eso no iba a serme de mucha ayuda su declaración. También fue ella quien eligió esa palabra, Declaración, tal que si yo fuera policía y aquello un interrogatorio. Le expliqué, antes de dejarla continuar, la diferencia: un policía estaría obsesionado con atrapar al delincuente; a mí me bastaba con entender el delito. Y por eso estábamos en aquel restaurante del Puerto ante una ensalada César y una sartén de verduras a la plancha que se nos iban a enfriar con tanta charla. Yo necesitaba entender.

No me iba a servir de ayuda. Debía hacerme cargo. Para un par de horas que podían verse (había semanas en que sólo disfrutaban de una cena o de un almuerzo juntos) no las iban a malgastar hablando de trabajo, ¿verdad? No. Necesitaban desconectar (Virginia insistió en esa molesta cantinela varias veces), pasar página, dedicarse a ellos dos. Muy rara vez Pablo le revelaba detalles de sus investigaciones. Sin embargo, ella notaba cuando algo lo preocupaba porque no paraba de hablar. Sí. Hablaba como una cotorra de cualquier cosa. Se enredaba sin tino en mil dilemas. La mayoría de las veces se trataba de su infancia, de un padre al que apenas había conocido y que sabía Dios en qué rincón del mundo se encontraba. Al parecer era un aventurero, un tipo nervioso. Sólo Elsa Iglesias había logrado retenerlo tres años en el mismo sitio. Tres años en los que le dio tiempo de enamorarse, casarse, tener un hijo y desengañarse para siempre de los hombres.

Virginia abandonó los cubiertos sobre el plato para referirse a ese aspecto tan triste de la vida de su novio. Sucedía que Quesada tenía miedo de que esa capacidad para hacer daño a quienes más te quieren fuera hereditaria. Por eso le costaba tanto relacionarse con las mujeres. Había visto demasiadas veces a su madre bebiéndose las lágrimas en el poyo de la cocina por culpa de aquel hijo de puta sin sentimientos. Y él no quería repetir los errores de su padre. Virginia, en esos instantes de suma desazón, trataba de consolarlo. Se lo repetía una y otra vez: se heredan el color de los ojos, la sonrisa o la manera de andar, pero los errores son propios y exclusivos de cada quien. No hay posibilidad de contagio ahí, y menos cuando el hijo de puta sin sentimientos no se ha quedado el tiempo suficiente para inocular el veneno del egoísmo. Claro. El hombre se mandó a mudar antes de que Pablo cumpliera el año. Un rajado. Un cobarde. Virginia no pudo ni quiso ocultar su desprecio por alguien que, de un modo indirecto, le estaba jodiendo la vida bien jodida a ella y a su amor indeciso (indeciso Pablo, la muchacha no tenía dudas de que lo amaba).

Quedábamos entonces en que Pablo llevaba tiempo preocupado. Las últimas veces que se vieron ni siquiera hablaron. Sólo hicieron el amor. Y él acababa inevitablemente llorando al otro lado de la cama de ella. Por supuesto: lo hacían en la cama de Virginia; en la de Pablo estaba su madre cerca y no era cuestión de nombrar la soga en casa del ahorcado. No podía aventurar de dónde le venía la zozobra. Quesada solía volverse tortuga con el tiempo nublado. Se plegaba en la concha de un silencio turbador y no había quien lo sacara de allí. Virginia, al principio, intentaba desenroscar su miedo a base de anécdotas graciosas y dulces mimos. Pero o no eran tan graciosas aquéllas o no eran tan dulces éstos porque no conseguía más que arrancarle una mueca de melancolía. Así que, como no quería angustiarlo más de lo que, sin duda, estaba, aprendió a hacerse invisible a su lado, a mimetizarse con el entorno. De modo que parecía la fábula de la tortuga y el camaleón.

Se sentaba con él en el sofá del cuarto de la tele, le cogía de la mano y miraban juntos algún programa inofensivo: la lucha por la supervivencia de los animales de la Sabana o la increíble rapidez con la que se construyó el puente de Brooklyn. Inofensivos, sí, yo había oído bien. En las películas uno puede sentirse demasiado concernido, afectado por las emociones de los protagonistas y, por su parte, las noticias tienen exceso de equipaje en cuestión de tragedias y abandonos. En cambio, los leones y los puentes no provocan más que admiración y respeto.

Virginia revolvía el café con leche condensada igual que los recuerdos: con cuidado, para que no se le mezclaran excesivamente, para lograr el equilibrio justo entre el dulzor de la leche y la amargura del café. En aquel restaurante del Puerto no consiguió equilibrar el cortado ni el recuerdo. Se le quedó un regusto ácido en la punta de la lengua. No lo dijo. Pero imaginé que imaginaba que no volvería a ver a Pablo, que no regresarían las tardes de sofá con leones y puentes de fondo, que tendría que aprender a vivir sin los silencios de la tortuga. Para apartarla de estos pensamientos fue que la animé a rememorar los detalles de sus últimas citas. Cualquier cosa, por absurda y menuda que pareciera, podría significar mucho en la investigación.

¿Dejaba Pablo en casa de ella alguna vez sus carpetas, sus documentos, una bolsa con material de trabajo? Virginia cerró el ojo izquierdo en un intento de dar forma a sus evocaciones. No. En su casa sólo había un cajón en el armario con ropa de él y un neceser en el cuarto de baño con su cepillo de dientes, su desodorante y su maquinilla de afeitar. Pablo nunca recurría ni a carpetas ni a documentos en papel. Lo guardaba todo en su portátil. No. No compartían el ordenador. Ella tenía el suyo en la mesa de su alcoba. A veces Pablo lo utilizaba: se levantaba a medianoche y se sentaba al escritorio a trabajar. Tal vez hubiera dejado un rastro de migas de pan en sus incursiones al bosque de Virginia pero no confiaba yo en hallar más de lo que ya tenía: sus archivos, sus críticas de arte, sus fotos.

Claro, coño. ¡Sus fotos! Las llevaba encima y con tanta confidencia personal las había olvidado. Las saqué y se las mostré a Virginia. ¿Las reconocía? ¿Sabía cuándo y dónde habían sido tomadas? La muchacha las observó en silencio con detenimiento. Una tras otra fue buscándole fisuras. Apartó la taza del café con leche y la copa de agua y colocó las imágenes juntas sobre la mesa. No. No las había visto antes ni sabía de dónde eran. Pero descartó de inmediato que fueran producto de una excursión campestre.

A Pablo no le entusiasmaban las excursiones. Mareaba como un chucho. Sus salidas se limitaban al sur, porque la autopista no viene con curvas. Cuando elegían el norte no pasaban de Arucas. Y si era el centro, en Santa Brígida ya se ponía a morir. El estómago se le enrabietaba y había que parar cada cinco minutos a que le diera el aire. Ni locos. Las fotografías tendrían que ver con algún reportaje que estuviera preparando para la emisora y tenía que ser gordo porque, de lo contrario, hubiera mandado a otro a hacerlas. ¿Y ese reportaje tendría que ver con el arte? Era curioso que yo mencionase lo del arte. Pablo y ella habían estado visitando museos durante el verano. Sí. Habían aprovechado el período de vacaciones de agosto, la última semana, para conocer el Museo Néstor, el AAM, el Diocesano, la Casa de Colón.

Virginia no lo relacionó con el trabajo. A sus ojos resultaba más simple: se habían quedado en Las Palmas porque no les gustaba viajar en verano, con la marabunta. Se convertía todo en una batalla campal en las filas de los aeropuertos y en las conserjerías de los hoteles y en los monumentos de las ciudades. Y además estaban las olas de calor tan frecuentes a dondequiera que fueses. Un horror. Preferían emigrar en Navidad o en primavera, cuando no hubiera tanto lío. Se habían quedado en Las Palmas, sí, y habían dedicado su semana a pasear, a ir a la playa y a visitar museos.

—¿Recuerdas la visita al Museo Diocesano?

—Ése es el que está en la Catedral, ¿verdad?

—El mismo.

—Sí. Estuvimos una mañana entera allí. Pablo se había agenciado no sé dónde un tratado de pintura canaria e insistió en servirme de guía. Estaba embelesado. Nos detuvimos un cuarto de hora por lo menos en cada cuadro y él hablaba de formas y colores, de luces y de sombras como un auténtico experto.

—Esa sensación también la tuve yo al revisar los archivos de su ordenador: me pareció que sabía mucho de pintura. ¿Coincidieron con alguien en el Museo?

—¿En el Diocesano? Pues sí. ¿Cómo lo sabes? Apareció un sacerdote con el que Pablo hizo buenas migas.

—¿Un sacerdote?

—Sí. El padre Ortigosa.

—¿Ortigosa es cura? Coño, cómo no caí yo en eso.

—Pues lo es. Aunque vista como un príncipe y tenga mirada egipcia.

—¿Mirada qué?

—Mirada egipcia. De esas que, te pongas donde te pongas, siempre te observan. Como en los jeroglíficos de las pirámides. No me cayó muy bien el sacerdote. Pero a Pablo sí. Incluso quedaron para una entrevista unos días después… Espera que recuerde… Sí. El lunes, seis de septiembre. A las diez de la mañana. Tengo buena memoria para eso.

La sobremesa con Virginia fue tomando otros atajos pero yo me quedé en esa parte, en su buena memoria, en la amistad naciente del curioso Quesada y el egipcio Ortigosa, en una supuesta entrevista de varios días después, exactamente el lunes, seis de septiembre. No tenía idea de lo que habían tratado en esa reunión. Lo único cierto era que ese mismo día el periodista se había desvanecido.

El camino de vuelta lo hicieron en silencio. Álvarez así lo sugirió. No quería mezclar sabores, dijo. Le pidió a Castillo que, sin apartar la vista de la carretera, le diese vueltas a la conversación con el jardinero. Exacto. Como si fuese un chicle. Quería que lo rumiara hasta llegar a la comisaría. Entonces, con más calma, volverían sobre ello. Mientras, el inspector intentaba ponerle nombre a sus impresiones y enfrentar lo que resultaba evidente con lo que parecía engañoso.

A falta de hacer algunas sencillas comprobaciones, tenía sobre la mesa un convento de monjas que se sustentaba de grupos de oración, de niños en ejercicios espirituales y de pequeñas asambleas de meditación. Una posada espiritual para caminantes. Trabajarían allí ocho o diez empleadas bajo las órdenes de Dolores Mesa: cocineras, asistentas, limpiadoras, acaso una portera de noche. También disponía de un entregado jardinero y de un cura que funcionaba como un reloj despertador, cada uno de los cuales debía de andar por los setenta años. Hasta ahí todo corriente y conforme a la ley.

Sin embargo (y aquí llegaban las primeras disidencias), la actitud de la gobernanta mostraba algunas fisuras: la mujer se había mantenido a la defensiva desde el primer momento, incomodado con la visita al huerto, delatado ante Álvarez al revelar que conocía el punto donde había aparecido el peregrino. Las explicaciones que dio, bien es cierto, fueron más que aceptables. En ellas mostró unos reflejos curtidos: confesó que no estaba acostumbrada a tratar con la policía, algo que el inspector había visto con frecuencia en su oficio; que llevaba unos días con exceso de trabajo porque tenía de baja por maternidad a la conserje de la tarde, y, por último, que leía el periódico a diario, lo que explicaba que conociera las particularidades del caso del peregrino de Tafira. Había sido un testimonio de una solidez abrumadora que ningún fiscal se atrevería a rebatir en un juicio. ¿Por qué, entonces, no acababa de creerle Gervasio Álvarez?

Ya en la comisaría, continuaba dándole vueltas a los gestos y a los silencios de Dolores Mesa. Tenía la extraña sensación de que el puñetero huerto escondía algo más que aguacateros y manzanos. Sólo que no podía ir con esos argumentos a un juez y pedir una orden de registro nada más y nada menos que de un convento. A partir de ahí se vería obligado a cogérsela con papel de fumar. Nelson Castillo entendió la preocupación de su jefe y aguardó en su asiento, al otro lado del escritorio de Álvarez, a que le diesen vía libre para relatar su charla con el jardinero. Le quemaba en la boca la historia de Marco Aurelio Trueba.

Llevaba en el Convento de las Ursulinas desde mil novecientos sesenta y cinco. Había nacido en el cuarenta y uno en Tafira Baja y no sabía hacer otra cosa que cuidar de sus verduras y sus árboles frutales. El padre y el abuelo Trueba (seguramente el oficio podría remontarse más atrás en el tiempo pero tanta memoria no tenía Marco Aurelio) también habían sido labradores. El hombre jamás había salido de la isla. No había visto nevar en su vida. Era viudo. Su mujer había muerto antes de ver el nuevo siglo. Y, a pesar de su edad, se encontraba con fuerzas para seguir en el campo hasta que le tocara reunirse con ella. De hecho, le habían propuesto jubilarse hace años pero él no había aceptado. ¿Qué iba a hacer? No quería ser un estorbo para sus hijas (tenía dos, que vivían en Las Palmas y le habían dado cinco nietos) y quedarse en casa sería como dejarse morir de a poquito.

Trueba reconocía ser algo cabezota. Era una cruz. Unos pecaban de ambiciosos; otros, de infieles; otros, de inventar como bellacos. Él no ambicionaba más de lo que tenía, jamás había engañado a su mujer y no entendía la mentira. Pero era terco como una mula: le gustaba llevar el huerto a su modo y no consentía que nadie metiera mano en él. La mayoría de los árboles que Castillo y Álvarez pudieron admirar los había plantado Marco Aurelio, por eso hablaba del huerto como si fuera de su novia. Nelson le había pedido que recapitulara sobre los sucesos de la última semana. Quería saber si el jardinero había observado algo fuera de lugar: la presencia de un intruso en el huerto, la ausencia de algún apero de labranza, cualquier cosa que pudiera considerarse extraña. Lo que más deseaba Marco Aurelio Trueba era colaborar con la policía (se consideraba hombre de bien, hombre que se viste por los pies) pero no tenía ninguna información que ofrecerle al respecto.

Parecía sincero. Castillo insistió en la pregunta. Le nombró los rosales. Le reconoció la verdadera razón de su visita, la búsqueda de un hombre con señales de simientes en sus botas. Allí Trueba se encogió de hombros, Ah, amigo, de los rosales no puedo responsabilizarme, eso es cosa de las monjas; yo sólo me ocupo del huerto. ¿No era lo mismo? De ninguna manera. En la trasera del convento, la demarcación que competía al jardinero, había manzanos, limoneros, aguacateros, nísperos. Y hortalizas y legumbres de todo tipo: papas, cebollas, tomates, judiones, guisantes… Las flores las llevaban las mujeres de la casa y estaban al otro lado del edificio viejo. Trueba no pisaba los rosales más que cuando lo llamaban para desbrozar la maleza, y eso sucedía de Pascuas a Ramos.

El inspector reconstruyó su planteamiento ante lo que acaba de escuchar. Regresó a Dolores Mesa, en la esquina de la hacienda, con su figura frágil y su voz árida, y una azadilla en las manos nerviosas. ¿Sus reparos para que Álvarez viera el huerto no habrían sido una maniobra de distracción? ¿Su cortesía solícita no habría sido una pose? Necesitaba meditar un poco más en la actitud de la gobernanta.

Dio por terminada la reunión con Castillo. Fue a comprobar cómo andaba el trabajo en la comisaría, por dónde iban los tiros de las investigaciones. Se aseguró de que ninguna de ellas se había atascado en algún laberinto burocrático, de que todos los asuntos seguían su curso natural. Escuchó quejas. Formuló preguntas. Animó a los muchachos. E informó de que volvería sobre las cuatro y media y de que, en caso de que surgiera algo grave, estaría en el Deenfrente. De todo lo que oyó sólo una cosa lo dejó intranquilo: la madre del periodista seguía sin dar señales de vida, algo poco habitual en semejantes circunstancias. Pidió el teléfono de Elsa Iglesias y decidió que la llamaría durante la tarde.

En el bar las caras eran las mismas de todos los días: la cajera rubia y presumida del supermercado que había tras la comisaría; tres estudiantes de Lanzarote que debían de vivir cerca y, por lo visto, preferían pagar por el menú del Deenfrente que hacerse la comida en casa; un par de empleados de la Caja de Ahorros del barrio, y un pariente de Pancho, el dueño del bar, que le gorroneaba dos o tres almuerzos a la semana. Álvarez tenía siempre la misma sensación al entrar allí: la de estar en casa. Como en aquella vieja película, Mesas separadas, que había visto de joven y en la que David Niven, Burt Lancaster, Deborah Kerr y Rita Hayworth compartían comedor en una pensión de mala muerte. Siempre se sentaban en el mismo sitio, con la misma cara y los mismos problemas. Cada uno ocultaba sus miserias, jugaba a ser quizá lo que no era, fantaseaba con una vida que no llegaba nunca. Y así pasaba el tiempo, se concatenaban las estaciones y el mundo seguía igual bajo sus pies.

Ese lunes había potaje de acelgas y tacos de cherne con adobo. Pancho no era de los que daban a elegir: si quieres comer, te comes lo que hay; para remilgos, está el restaurante gallego dos puertas más allá. Lo dicho: igual que una familia. Gervasio Álvarez comió con apetito las acelgas pero se llenó pronto y dejó la mitad del pescado en el plato. Pancho, que no estaba acostumbrado a tamaña desgana en el policía, preguntó si había algo malo en el cherne. El inspector lo tranquilizó, La culpa es de Susana, chico, que me tiene agobiado con el régimen; sí, ya sé, a mi edad suena ridículo, pero tú no conoces a mi mujer: cuando algo se le mete en la sesera…

Tres minutos antes de las cuatro y media, el inspector reapareció en la comisaría. Entró directo a por la máquina de café, se sirvió uno y se dirigió a su despacho. Dejó la puerta entornada, lo que significaba que, aunque tenía trabajo, no le importaba ser molestado si la ocasión lo requería. Se sentó ante su escritorio y dio cuenta de su capuchino, suave y cremoso, con doble de azúcar para matar el sabor del café malo. Mientras bebía, su atención se fue balanceando entre un pasillo de hospital y un convento de monjas. ¿Qué relación podía haber entre un secuestrador que leía la Biblia y las Ursulinas de La Atalaya? Anotó en su libreta una pregunta: ¿quién da misa cuando el padre Abraham está enfermo? Escribió una suma 65 + 65 = 130 y encerró el resultado en un círculo. Y luego otra interrogación: ¿a qué edad se jubilan los curas? Los signos de interrogación le parecieron anzuelos que empezaban ya a atorárseles en el gaznate.

El hombre del hospital se había comportado de una manera muy profesional. En todo menos en lo de dejarse captar por la cámara con una Biblia en las manos. ¿Y si fuera una falsa pista? ¿Y si su objetivo hubiese sido desviarlos del camino y llevarlos a una calle sin salida? Álvarez recordó la estratagema que habían seguido los ladrones del supermercado para darle esquinazo a Armando Baeza. Aunque los delitos eran distintos, bien pudiera ser que la maniobra de despiste fuese la misma: la estrategia del calamar. Cerró la libreta y agarró el teléfono. Marcó un número que llevaba apuntado en un papelito y aguardó.

Elsa Iglesias tardó poco en contestar. Estaba en el salón, junto al teléfono, delante de la televisión encendida pero sin mirarla, algo que se había convertido en costumbre desde que faltaba su hijo. Se sobresaltó primero por el sonido del aparato y, luego, por la voz severa de Gervasio Álvarez. Dedujo que, si la llamaba el inspector en persona, era que la cosa estaba realmente jodida.

—No tiene por qué alarmarse, señora Iglesias. Llamo en son de paz.

—Pues su voz suena de lo más guerrera, inspector…

—Álvarez, para servirle. Es el maldito teléfono que lo distorsiona todo. Quería excusarme por la demora en el caso de su hijo pero es que andamos saturados en la comisaría.

—Eso lo imagino. Lo que no entiendo es para qué me llama si no tiene ninguna novedad.

—Para saber cómo se encuentra y asegurarle que no nos hemos olvidado de su hijo.

—Pues, con franqueza, no lo parece. Mi hijo lleva una semana desaparecido y no tienen ustedes aún ni una sola pista.

—¿Por eso ha dejado usted de venir por aquí? ¿Porque ha perdido la esperanza de que podamos ayudarla?

—¿Y me lo reprocha?

—Nada más lejos de mi intención, señora. Sólo me preguntaba si ha sabido algo de los secuestradores. Verá. Es muy frecuente que, una vez que se ponen en contacto con la familia, la persuadan (lo normal es que se lo prohíban directamente) para que eviten a la policía. Entonces, una madre, una esposa, un hijo deciden que tienen más posibilidades si trabajan solos. Y eso, créame, es lo peor que pueden hacer.

—Sinceramente, inspector, ya no sé qué pensar. Ustedes parecen tomárselo con toda la calma del mundo y eso me espanta. Pero más me espanta la calma con que se lo toman quienes se llevaron a Pablo. No. No he recibido ni una llamada ni un mensaje ni una visita. Y no me crea tan tonta para no saber que eso es muy malo.

—No se desmoralice tan pronto, señora Iglesias. Su hijo no es un personaje público, no frecuenta, digamos, los bajos fondos ni está metido en asuntos ilegales. Lo hemos investigado bien y, aunque alguna vez ha pisado algún callo, eso no es suficiente para que alguien lo quiera eliminar de buenas a primeras. La mayoría de estos casos se resuelven con la vuelta del supuesto secuestrado.

—Si insinúa que Pablo ha podido escaparse de casa sin avisar puede quitárselo de la cabeza. Él no es de ésos. Puedo entender que ustedes estén hasta arriba de trabajo pero entiéndame que yo no puedo sentarme a esperar a que se decidan a dedicarle esfuerzo y tiempo a la búsqueda de mi hijo.

—¿Puedo preguntarle entonces qué piensa hacer?

—Ya lo he hecho, inspector. He contratado a un detective.

—¿Un detective? ¿Cree que es buena idea? Esa gente suele crear más problemas que los que resuelve. Y no tienen los recursos de la policía.

—¿Y de qué me sirven a mí esos recursos del demonio si tan ocupados están? No creo cometer ningún delito contratando a un detective.

—Por supuesto que no. Está en su derecho y créame que la entiendo. Yo sólo me veo en la obligación de advertirle de los riesgos que ello conlleva.

—Se lo agradezco. Quedo advertida. ¿Se le ofrece algo más?

—Una cosa nada más: ¿puedo saber el nombre de ese detective?

—No lo tome como descortesía, inspector Álvarez, pero prefiero no revelarlo.

Cuando dejé a Virginia en la puerta de la emisora, la muchacha ya no sudaba. Tenía la sonrisa aguada y los ojos encogidos de miedo. No lograba entender tanto silencio alrededor de Pablo. Ella me había ofrecido toda su buena fe y yo le había devuelto una sarta de incógnitas que sonaban más falsas que la falsedad misma. Virginia luchaba por no perder la esperanza (volver a ver a Pablo era su sueño) pero necesitaba un asidero del que aferrarse y yo no supe entonces despejarle las dudas. Lo único que pude hacer fue jurarle que iba a llegar hasta el final, cualquiera que fuese, de aquella historia. El cualquiera que fuese me lo guardé para mí: lo escondí en la faltriquera, lo monté en un taxi conmigo y me lo llevé a la otra punta de la ciudad.

Por muchas razones (no me entusiasma conducir, mi coche es algo viejo, me da pereza perder tiempo en la eterna espera de que un semáforo se ponga en verde) me paso la vida encima de un taxi. A veces me han supuesto una pejiguera, pero por lo general me gusta escuchar lo que escuchan, lo que dicen, la filosofía que defienden. En la radio de éste sonaba una canción desgarrada, una ranchera áspera de trágico final. El taxista hablaba de la crisis, otro más, con acento cubano, y a mí me hubiera complacido preguntarle qué crisis era aquélla pero seguro que me hubiese salido con la imagen manida de la sartén y el fuego, de Guatemala y Guatepeor, de maldita la hora en que agarré los bártulos y me vine a España huyendo del mucho racionamiento y del ningún razonamiento: de la media taza de arroz, del medio pollo, de la media pierna de puerco, del medio kilo de frijoles, siempre mitad de todo y jamás nada entero.

Todo para llegar de nuevo al punto de partida con media jornada, medio salario, quién sabe si media novia. Tenía el tipo un tic en el hombro izquierdo, el que daba a la ventanilla. A cada poco lo levantaba de un modo espasmódico hasta tocarse con él casi la oreja. Mejor que fuera ése y no el otro el hombro que tartamudeaba, a ver si no cómo metía las marchas, cómo manejaba la radio de la ranchera cada vez más enrabietada, cómo cobraba a los clientes. El cubano me cobró con una sonrisa y un movimiento de su hombro sano. Me dejó enfrente del teatro Pérez Galdós, a medio camino entre mi oficina y el Museo Diocesano. Tenía, pues, un minuto para decidir qué rumbo iba a tomar.

La vida transcurre inexorable en tanto que nosotros apuramos una decisión tras otra. Siempre me ha maravillado (obsesionado no; a obsesión aún no llegan mis simples reflexiones) la manera en que el azar maneja sus dados y nuestro afán se empeña en estar siempre del otro lado del río, como la greguería de Gómez de la Serna. Uno es libre de decidir si gira a la derecha o a la izquierda, por ejemplo, en Triana. Libre como el taxista de quedarse en La Habana o emigrar a Las Palmas, de donde probablemente fuera un abuelo indiano muerto hace treinta años. Pero tanto mi leve decisión como la suya grave arrostran inevitablemente sus consecuencias. Esa tarde preferí tomar el aire de Vegueta antes que encerrarme en mi despacho a desgranar, una vez más, las fotos de Pablo Quesada. Y si alguien me pregunta algún día por qué lo hice le diré, como el otro, Porque entonces no me pareció tan mala idea.

No tuve que llegar al Museo Diocesano, el tramposo azar se saltó mi turno y tiró dos veces seguidas sin dejarme coger resuello. En la terraza del Monopol me esperaba una sorpresa. Yo había elegido esa ruta para cruzar el barranco del Guiniguada (el libre albedrío se rebelaba contra las artimañas del destino) porque sentí nostalgia de la noche en que conocí a Beatriz Guillén. Quise rememorar el paseo del sábado, evocar la espalda (y lo que no es la espalda) de Beatriz mientras andaba cogida del brazo de Concha. Y ocurrió que, en mitad de la melancolía, en mitad del sueño, me salió al encuentro la cruda realidad.

En una mesa de las más resguardadas, pegada a la pared y azocada del viento, dos hombres hablaban en voz baja ante una jarra de cerveza y un vaso de zumo de melocotón o albaricoque. Pasé de largo confiando en que no me descubrieran y me fui a sentar en el siguiente bar, al aire libre, a veinte metros y doce mesas de distancia. Pedí un café con hielo y el periódico para disimular mi soledad. No hay nada más sospechoso, lo tengo advertido, que un hombre solo en una terraza. Todos, en especial las mujeres, lo miran con desconfianza, como si en cualquier momento fuera a cometer una locura: a disparar una escopeta, gritar Puta o simplemente reírse de su propia sombra. Por eso se previenen agarrando sus bolsos contra el pecho, acechando al extraño por encima de la montura de sus gafas.

Los dos hombres continuaban en su contubernio, ajenos a mis andanzas. Agachaban la cabeza para hablarse, que era una forma de agachar la voz. A uno de ellos lo conocía; al otro no lo había visto en mi vida. El padre Ortigosa (desde que averigüé que era sacerdote lo miraba con otros ojos) era el que bebía el zumo; su amigo daba tragos cortos a su cerveza. Ortigosa parecía el más nervioso de los dos. Hablaba con cierta expresión de ansiedad. El acompañante lo escuchaba con calma. De vez en cuando intervenía, su mano derecha se movía con la palma hacia abajo al compás de su discurso. Rezumaba tranquilidad. Tal vez compartiera el problema con Ortigosa pero se negaba en gesto y alma a dejarse llevar por la histeria.

En un momento de la discusión, el acompañante puso con mimo su mano sobre el antebrazo del cura (entonces entendí lo que quiso decir Virginia con lo de los ojos de egipcio) y éste mudó su rostro al desconcierto. Sin duda, no se esperaba aquel guiño amistoso y lo pilló de improviso. Luego recobró la compostura, sonrió a media boca, bebió un sorbo del zumo y asintió con una mezcla de alivio y sumisión. La charla volvió a su cauce pero a mí nadie me bajaba del burro de que lo que había visto en la mirada de Ortigosa se parecía demasiado (¿otra vez?) al miedo.

Un grupo de pibes salió de la biblioteca y se sentó en la terraza hurtándome media visión de los hombres. Sus gritos, por desgracia, hicieron que ambos se volvieran hacia donde yo estaba. Y entonces tuve la sensación de que me habían descubierto. Fue sólo eso: pura sensación. Ninguno de los dos realizó un movimiento extraño, un gesto desusado que pudiera provocar esa sospecha. Continuaron su conversación como si nada. Pero Ortigosa ya no dejó de vigilar, por encima del hombro de su colega, al grupo de estudiantes, incluso cuando éstos habían dejado de armar escándalo. El duelo de miradas (la mía disimulada, la suya nerviosa) vino a durar diez minutos, el tiempo en que yo acabé de beber mi café helado y se me agotaron las excusas, el tiempo en que ellos acabaron su cónclave y se les agotó la paciencia.

Allí se despidieron: el desconocido subió la calle Remedios y Ortigosa regresó a su casa o a su Museo. Para ello, el cura tuvo que pasar por la terraza donde yo le dejaba propina al camarero ecuatoriano o boliviano (mirada triste, acento dulzón, figura achaparrada, piel de tambor) que me había atendido. Ortigosa no me miró pero su cuerpo, tensado como cuerda de violín, sí que lo hizo: el esfuerzo que se tomó en continuar su camino sin volver el rostro lo delató. Y yo entonces me vi en la tesitura de tener que decidir de nuevo. Y en lugar de lo malo conocido me aventuré a lo bueno por conocer.

La escena de película que todo el mundo aspira a revivir algún día se me presentó en todo su esplendor. El desconocido tomó un taxi en la plaza de Cairasco. Yo salté al siguiente y le pedí a la taxista (trigueña, el pelo recogido en un moño, las orejas abanadas y desnudas de zarcillos) que lo siguiera. La chica me miró por el espejo interior. Intentaba descifrar el galimatías de un tipo extraño siguiendo a otro más extraño aún. Pensaría, lo más probable, en si el perseguidor era de mejor calaña que el perseguido, pero no dijo nada y se limitó a conducir sin perder de vista el taxi precedente.

El viaje nos llevó por Bravo Murillo y Paseo de Chil de retorno a la otra esquina de la ciudad, de plaza a plaza y tiro porque me dejan baza: de Cairasco a la Victoria. Allí el desconocido se bajó. Cruzó la esquina del Bingo Ópera y descendió la calle Néstor de la Torre. Se detuvo en el restaurante japonés a mirar en un escaparate tremebundo donde se exponen piezas de sushi y sashimi de plástico que dan más pavor que apetito. ¿Estaba comprobando si lo seguían? ¿Me había calado de verdad? Retomó su camino. Cruzó Mas de Gaminde y se metió en el Hotel Fataga.

Esperé en la puerta. Dejé pasar diez minutos. Y entonces entré en el hotel. En recepción pregunté por el tipo canoso y espigado que acababa de entrar. Ante las suspicacias del recepcionista, inventé sobre la marcha un pretexto: yo trabajaba en una empresa de papelería y aquel hombre era un buen cliente.

—¿Y no sabe el nombre de su buen cliente?

—Claro que lo sé. De hecho acabamos de estar juntos en la Plaza de las Ranas. Ocurre que soy un trasto y no lo recuerdo. Tenía también que entregarle un regalo de parte de los jefes para que se lo llevara a casa. Y los jefes me botarán a la calle si llegan a enterarse de mi doble olvido.

—Pues no quiero tener su despido sobre mi conciencia. El hombre se llama Alejandro Bringas. Está en la 115, subiendo por aquella escalera.

La suerte quiso que, en ese mismo instante, llegara a registrarse en el hotel una familia alemana. El recepcionista fue a atenderlos y, entre el ruido que armaban los dos hijos pequeños (rubicundos, revoltosos, con un más que notable sobrepeso) y las dificultades que entrañaba el idioma, se olvidó de mi presencia. Jamás tuve intención de subir a la habitación del desconocido, sólo quería saber su nombre y ya lo había averiguado. Así que hice el paripé: crucé una sala cuadrada con sillones de tela y mesas de cristal, me acerqué al principio de la escalera, fingí admirar un horroroso bodegón con perdiz muerta incluida, di media vuelta y salí.

Conque Alejandro Bringas. El nombre no me decía nada. No recordaba haberlo leído u oído antes. De que era forastero (¿de otra isla?, ¿de otra región?, ¿de otro país?) no me cupo duda puesto que se alojaba en un hotel. La cuestión era si había venido a Gran Canaria únicamente para entrevistarse con Ortigosa o la entrevista formaba parte de un programa de visitas más amplio. Me pareció esencial resolverlo antes de seguir adelante, una premisa errónea te hace perder un tiempo precioso en cualquier investigación.

No quise tentar al diablo por segunda vez y, en esa ocasión, entré en el hotel por la cafetería. El Néstor es un café pequeño decorado con colores modernistas y materiales cálidos. En la barra pedí una botella de agua para aliviar la espera. Recé para que a Bringas no se le ocurriera bajar al bar a por otra cerveza. En lugar de eso (¿estaba cambiando el viento de la suerte?), ocurrió algo fantástico: llegó a la conserjería la muchacha del turno de noche y el otro recepcionista se perdió tras una puerta medio oculta, confundida en la textura ocre de la pared. Antes de que volviese a aparecer su compañero, corrí a hablar con la chica. Entonces fue todo más sencillo: necesitaba saber cuánto tiempo se iba a quedar en Las Palmas mi buen cliente Alejandro Bringas; mis jefes pretendían hacerle un regalo y no querían que, por algún despiste, se marchara antes de tiempo. La recepcionista consultó en sus archivos y respondió con una sonrisa descalza, El señor Bringas no tiene aún fecha de salida; llegó el jueves pasado pero no sabemos cuándo piensa dejar el hotel; ¿dígame?, bueno, no es algo demasiado corriente pero a veces solemos aceptar esa fórmula con clientes muy especiales.

Le agradecí la información y abandoné el hotel sobre las ocho, no sin antes pedirle un último favor a la muchacha: como se trataba de un regalo sorpresa, sería de gran ayuda que don Alejandro no supiera que habían estado preguntando acerca de la duración de su estancia. La chica me guiñó el ojo en ademán de complicidad, Descuide usted, señor; seré una tumba.

Ya no tenía tiempo de volver a la oficina, así que decidí dar un paseo por la playa hasta casa de Colacho. De camino, mientras esquivaba a corredores, paseantes y negros vendedores de relojes falsos (los relojes, los vendedores eran negros de verdad), fui cruzando las notas que tenía por si aclaraba algo el asunto del secuestro. Quesada se había topado en su trabajo con un misterio que alguien intentaba impedir que viera la luz. Ese misterio tenía que ver con un cuadro del que nadie quería oír hablar. La última noticia que se tenía del periodista apuntaba a un encuentro con el padre Jorge Ortigosa, el lunes, seis. No se tenía constancia, sin embargo, de que ese encuentro se hubiera producido. Entre tanto, el periodista había desaparecido y había entrado en escena otro personaje, el tal Alejandro Bringas, un forastero que se alojaba en el Hotel Fataga sin fecha de salida. Eso significaba que Bringas (o quienquiera que lo hubiese invitado a la isla) era un cliente muy importante.

¿Existía relación entre el hombre canoso y delgado y Pablo Quesada? ¿Tenía Bringas algo que ver con su desaparición? La relación entre éste y el mantenedor del Museo Diocesano era otro asunto que había que aclarar. Por lo pronto, el cura parecía tener sus recelos ante la presencia del forastero. Pero eso tampoco era revelador porque Ortigosa parecía receloso por naturaleza: ante mí, en el Museo, había dado muestras de un carácter movedizo y cauto. Cuando llegué a casa de mi abuelo, tenía más preguntas que respuestas en la cabeza. Pero nadie me dijo que aquel caso iba a ser fácil.

Colacho no estaba solo. Al abrir la puerta de su casa (me había agenciado una copia de la llave para evitarle la molestia de levantarse a abrirme) escuché dos voces en el salón. Y antes de llegar a donde los dos hombres se enredaban en una discusión serena sobre los buenos tiempos en los que nadie sabía de teléfonos móviles, cadenas de televisión ni ordenadores y, no obstante, todo Dios se comunicaba sin problemas, supe a quién pertenecía la segunda voz.

Gervasio Álvarez estaba sentado en la mecedora en un extraño equilibrio, con una pierna cruzada sobre la otra, una copa de vino en la mano y cara de cansancio acumulado. No supe desentrañar si su cansancio obedecía al exceso de nostalgia o de trabajo. Colacho asentía sin pasión a las mustias reflexiones del inspector. Eran dos viejos (mi abuelo, de haberme leído el pensamiento, me hubiera reprochado meterlos en el mismo saco; Álvarez era un chaval de sesenta y pico años) con la cantinela de siempre: cualquier tiempo pasado fue mejor. Cuando me vieron aparecer en la sala de estar interrumpieron su charla y me miraron con idéntica expresión, como si yo fuese el ejemplo vivo de su teoría. Colacho me señaló con la cabeza sin dejar de mirar a su invitado, Mira por dónde; hablando del rey de Roma…

La presencia allí del inspector no fue difícil de explicar. Entre ambos había nacido una sincera amistad en los últimos años, luego de que hubieran estado a punto de arrojar a mi abuelo por un barranco de Bahía Feliz. Álvarez visitaba a Colacho con regularidad, acaso por deferencia a mí, pero siempre tuve la sensación de que se sentía culpable: quien quiso despeñar a Colacho fue uno de su gremio, un policía corrupto y manipulador del que todo el cuerpo se avergonzaba. Mi abuelo, reservado y terco como una mula, jamás mencionaba esos encuentros. Tuve que enterarme, mal y tarde, por el inspector. En cualquier caso, tal y como pude comprobar después, aquella visita tenía retranca. El viejo policía esperaba matar dos pájaros de un tiro.

Colacho me mandó a la cocina a preparar un enyesque, Anda, tráete un pizco de pan bizcochado y algo de queso y embutido; ábrete unas latas, que debe de haber aceitunas y berberechos en la alacena que está encima de la nevera, esa que tiene la puerta empenada y cierra mal. El inspector no puso objeciones a la invitación. Estaba sumamente agradecido de que le evitaran el suplicio de una cena a base de lechuga, pollo hervido y agua mineral. Se ofreció a despejar la mesa de adornos y a poner el mantel, los cubiertos y las servilletas. Así que a los diez minutos ya estábamos cenando los tres al amparo de una botella de vino para brindar por el buen estado de salud de mi abuelo.

Hablamos mucho de eso (de la salud de Colacho), algo que me mortificaba más de lo que me hubiera gustado reconocer. Llevaba yo unos meses repasando, igual que un enterrador del Viejo Oeste mediría sus cadáveres, las esquelas del periódico para medir la edad de los muertos. Nadie parecía llegar a los ochenta y cinco con vida en la isla. Sólo un par de ancianas cumplieron los noventa antes de que la ola de calor de agosto, que aún se empecinaba en perdurar, se las llevara por delante. Ochenta y cinco años. Mi abuelo había traspasado esa frontera en casi una docena ya y yo tenía la sensación agónica de andar despidiéndome de él cada vez que le decía Hasta mañana. Nunca le había comentado a Colacho mis vértigos para no contagiárselos. Pero, o yo no supe disimular bien, o el viejo aún tenía la intuición en plena forma, porque se burló de mi angustia delante de Álvarez. Ni siquiera reparó en cuánto podían dolerme sus chanzas. De hecho, los dos hombres hablaban de mí como si yo estuviera ausente, con descaro, como si las palabras no pudieran ofenderme o hacerme sonrojar.

—Ahí donde lo ve, Álvarez, mi nieto está cagado de miedo. Han estado a punto de abrirle un par de veces la cabeza, de meterle un tiro en la frente, de clavarle una navaja en el pecho y el hombre ni se ha inmutado. Pero ahora me mira a mí y le ve los dientes negros a la muerte y anda con el gesto gacho como un chiquillo.

—Eso es que hemos maleducado a nuestros jóvenes, Arteaga. Les hemos consentido una vida sin complicaciones, llena de lujos, y cualquier contratiempo los achanta. Es lo que le decía antes. Hablan de crisis por todos lados. ¿Qué sabrán estos totorotas de crisis? Tendrían que haber vivido la posguerra, las cartillas de racionamiento, la época en que debíamos compartir los zapatos con los hermanos porque sólo había dos pares utilizables, la época en que teníamos que ir a hacer las necesidades a la huerta porque ni baño había en las casas. Aquello sí que era crisis, carajo.

—Qué razón tiene, mi amigo. Y usted habla de la posguerra pero en la preguerra tampoco se vivía mejor. Nosotros tuvimos suerte porque mi padre regentaba una tienda de ultramarinos en la calle Juan Rejón y, al menos, teníamos qué comer. Pero yo perdí más de un amigo de niño porque cualquier enfermedad boba se les mezclaba con el hambre y los tumbaba.

Intervine antes de que la conversación se saliera de madre y quise dejar claras aunque fueran dos cosas: la primera, que cada uno es dueño de sus miedos; la segunda, que hablar del hambre ajena delante de un plato de chorizo ibérico me parecía una indecencia. Aceptaba bendecir la mesa, como en esa época que tanto añoraban, para agradecer las viandas al Altísimo, pero que no me anduvieran jodiendo la cena con recuerdos del año del cólera. Estábamos en el dos mil diez: ahora cuando uno tiene qué comer, come, y cuando no, se aguanta.

Tuve que haberlo dicho con los dientes apretados porque ninguno de los dos rechistó. Siguieron dando cuenta, en silencio, de su pan y su queso, que saben a beso, y del vino, que sabía demasiado a madera para mi gusto. Pasó una legión de ángeles antes de que Colacho retomara la palabra. Había tenido mucho tiempo para rumiar su respuesta, para pensar acerca de su vida. No. A su muerte no le había dedicado ni un segundo. Ni hablar. Eso sería como invocarla y no estaba el horno para bollos de anís. Él pensaba en la vida que había llevado. Una vida feliz, larga, llena de grandezas y miserias (el tópico de las espinas y las rosas) y, sobre todo, bien vivida.

Se confesó egoísta y no tenía intención de pedir disculpas por preocuparse sólo de sí mismo. Entendía que yo estuviese jodido a cuenta de su vejez, amedrentado de quedarme solo en este mundo, que fuera a cada rato a vigilarle el pulso como un médico de cuidados intensivos. Pero no estaba en su poder cambiar el curso de la historia. Y aunque así hubiera sido no lo habría hecho. Porque toda la gente que había significado algo en su vida (aquí levantó una mano conciliadora, Excepto tú, Ricardillo, ¿eh?) estaba al otro lado de la barra: sus padres, su mujer, su única hija, sus amigos de verdad. No. No pensaba pedir disculpas por desear reencontrarse con ellos. Lo sentía por mí, pero así eran las cosas.

Álvarez levantó su copa al aire y propuso un brindis, Así se habla, don Nicolás; se puede decir más alto pero no más claro; ole por la clarividencia de los viejos. Luego, se dirigió a mí para quitarle hierro a la firme sentencia de mi abuelo (¿por qué será que sonaba a despedida, a últimas voluntades?), Y tú tienes que apencar con lo tuyo, Ricardo, que nadie puede hacerlo por ti; ignoro si tienes suficientes amigos, si duermes acompañado por las noches, si te gusta tu trabajo, si hay algo que te haga feliz de veras; pero vas a necesitar todo eso y tu abuelo no puede dártelo, así que espabila.

Tuve la corazonada de que habían hablado de mí antes de que yo llegara. Resultaban demasiado cómplices. Tal vez esa serenidad para tratar ciertas cosas amargas la dieran los años pero aquel discurso sin fisuras, aquel frente común me sonó a compadreo. Fui a la cocina con la excusa de que se había acabado el pan. Necesitaba masticar lo que acababa de oír. Me entretuve en abrir otra botella de vino. Lo escancié en una jarra de cristal para quitarle el poso de virutas, a saber desde cuándo estaba aquella botella en el aparador de debajo del fregadero. Olí el corcho. Probé el caldo. ¿La acidez era del puñetero vino o ya la llevaba yo encima?

¿Quién era Álvarez para decirme lo que tenía que hacer? Que espabilara, había dicho. Manda cojones. Menudo gallo para aconsejar a los pollos. ¿O no recordaba el buen inspector las veces que le había sacado yo las castañas del fuego? Y mi abuelo, otro que tal bailaba. Claro que estaba cagado, hombre. ¿Qué quería? ¿Qué me importara una batata que él viviera o muriera? Ya le tocaba, había dicho el viejo. Por supuesto que sí. Llevaba tocándole desde el cambio de siglo. Pero eso a mí no me consolaba. Ni saber que ya había vivido lo suficiente tampoco. Yo también sabía ser egoísta. Y las ganas de reencontrarse con sus muertos no me aliviaban la angustia de perder a la única persona que me unía con mi madre, con mi sangre, con el mundo entero. Ese abandono suyo me sabía a purgante, a pura hiel. Como el vino. Sentí en el pecho una mordedura brutal. El aire no quería detenerse en mis pulmones, se me escapaba por cualquier rendija dejándome un vacío enrarecido.

Me senté un momento. Cerré los ojos. Respiré hondo. Me propuse contar hasta cien y, antes de que llegara al sesenta, la risa de los viejos en el salón me sacó del trance, me devolvió a la realidad de hombre triste que mira a su abuelo, de hombre preso en la cárcel de su soledad, de hombre iluso que aguarda un imposible, que me perdonara Benedetti por plagiarle las emociones. Me soné con una servilleta. Me lavé la cara en el mismo fregadero. Me sequé con un paño que olía a adobo de conejo. Cogí la jarra de cristal y regresé a la sala, a batallar con dos tipos que venían ya de vuelta de todo, que se descojonaban de la muerte y de mí aunque lo disimularan con un chiste que acababa de contar Álvarez, el de un marido cornudo que volvía a casa antes de tiempo.

No hice ningún esfuerzo en disimular mi hastío. Asistí a la conversación de los viejos como convidado de piedra. Apenas probé un bocado más. Se me coló un recuerdo ácido de los últimos días de mi madre, con su cuerpo mermando en una cama cada vez más ancha y la mirada ausente, más allá de la alcoba donde se le iba la vida. ¿También estaba ella deseando reunirse con sus muertos? ¿También era egoísta en su agonía? Menudo simulacro de existencia la mía entonces, todos los que me importaban preferían volverse a la tierra antes que quedarse conmigo. Si aquello era lo que llamaban ley de vida, lo mejor sería que me abriera las venas en canal a la vuelta de enterrar a Colacho. Porque yo sí que tendría, una vez muerto mi abuelo, a todos los míos al otro lado de la puñetera barra, carajo. A todos.

Álvarez tuvo que repetirme la pregunta dos veces antes de sacarme de mis pensamientos, Digo, Ricardo, que en qué andas metido ahora; ¿tienes algún caso en marcha? Le respondí que sí. Que siempre hay algo en marcha: gente con problemas, envidias y celos; empresarios que desconfían de sus empleados; mujeres que desconfían de sus maridos…

—Madres que desconfían de sus hijos.

—¿Perdón?

—También habrá madres que desconfíen de sus hijos. Que quieran saber dónde se meten por las noches, con qué tipo de gente se juntan y eso, ¿no?

—También habrá, me figuro. E incluso hijos que dudan de sus padres. El otro día me vinieron con el caso de un viudo de su edad, inspector, que se estaba puliendo el patrimonio familiar con una rusita de veintidós años que nadie sabe de dónde salió. El tipo había puesto a nombre de la muchacha el apartamento de La Minilla con vistas al campo de golf y dormía más veces allí que con sus hijos. Claro que, después de conocer a sus hijos, no me extrañó nada que el viejo quisiera desahuciarlos. Los tipos no son más que unos gandules que no dan palo al agua y están esperando, como buitres, a que se muera el viejo para heredar.

—Manda narices. ¿Y qué tal va el asunto?

—Ni idea, inspector. Como comprenderá, rechacé el caso. No me fiaba de ellos. Les dije que lo que necesitaban era un abogado que litigase por su herencia o un psiquiatra que incapacitase al padre y yo no era ninguna de las dos cosas.

Mi abuelo vino a salvarme del tercer grado a que me estaba sometiendo Álvarez (la pregunta sobre la madre desconfiada no se me pasó por alto; aquel huevo quería sal) y terció en la charla, ¿Tú serías capaz de contratar a un psiquiatra que me incapacitara? Y yo le respondí de la manera más infame (ni siquiera la hartura de vino malo justificaba mi ruindad), ¿Para qué, Colacho? ¿Para quedarme con esta casa de mierda, con estos muebles viejos que huelen a alcanfor que tiran de culo?; no tendría ni para pagar al abogado.

Era la primera vez que le faltaba al respeto, la primera en que le había escupido mi rabia en la cara. Y como ocurre en estos casos, me dolió más a mí que a él, no ofende quien quiere… Sentí vergüenza, asco de mi comportamiento. Mi abuelo no se merecía mis palabras. Cuando quise darme cuenta se me habían encharcado de lágrimas los ojos de nuevo. Me levanté de la silla y los dejé con su silencio y su desconcierto. Entré en el baño, me senté en la tapa del retrete y lloré a gusto.

No sé cuánto tiempo estuve allí pero no fueron menos de veinte minutos. Nadie vino a buscarme, nadie tocó en la puerta del baño a preguntar qué diablos me ocurría. Los viejos respetaron mi dolor (sentí el murmullo de su cháchara a través de las frágiles paredes) y, con ello, me hicieron sentir más ruin aún. Oí un arrastrar de pies por la galería, una puerta que se cerraba y el silencio noctámbulo de los muebles antiguos. Al regresar a la sala sólo quedaba Colacho. Estaba en silencio, en su sillón, con las palmas de las manos unidas y la mirada fija en un cuadro que a mí siempre me produjo tristeza, uno de la Plaza de Santo Domingo en un día gris y soñoliento. Fui a sentarme en la mecedora que había dejado libre el inspector Álvarez, más cerca de mi abuelo.

Ensayé una explicación pero me sonó hueca. Busqué un guiño socarrón de los que tanto hacía gala él para salir de los atolladeros, pero como filósofo no le llegaba ni a la suela de las alpargatas. Así que me dejé de discursos sin vida e hice lo único que realmente me nacía desde hacía tiempo. Me arrodillé delante de su mecedora, le sostuve las callosas manos de calafate y se las besé, Lo siento, viejo; perdóname.

—¿Sabes? Una vez tuve una bronca con tu madre a cuenta de ti. Hace muchos años de eso. Le dije que lo que te hacía era una cabronada.

—¿Mi madre? ¿Qué?

—Lo de ser hijo único. Desde Adán y Eva se sabe, a riesgo incluso de tener un Caín en la casa, que los hijos necesitan hermanos para sobrellevar mejor la muerte de los padres.

—¿Tú crees que aunque tuviera veinte hermanos me iba a doler menos esto?

—Supongo que no, Ricardillo. Pero no tendrías tanto miedo a quedarte solo.

La noche fue cayendo entre susurros. El ruido de la calle se diluyó en el alféizar de las ventanas hasta que sólo se oía el carrillón de madera y bronce. Recogí la mesa y fregué la loza en lo que mi abuelo se aseaba y se ponía el pijama (no le gustaba que lo ayudaran en eso). Luego lo acompañé a la cama. El viejo estaba sin duda tan desconcertado como yo de mi conducta, él tampoco me había visto jamás tan desolado, tan huérfano. Cuando se hubo acostado me sonrió con sorna, ¿Y ahora qué? ¿Me vas a contar un cuento? Le apagué la luz de la lámpara y antes de salir de la alcoba me hizo prometerle que iba a dejar de tener miedo. Yo asentí, aun a sabiendas de que no sabría cumplir esa promesa, De acuerdo, Colacho, pero sólo si tú me prometes que vivirás hasta los cien años.