10

Dos días más tarde estuve presente mientras una cuadrilla de trabajadores retiraba todos los espejos restantes de la casa Grady y los colocaba en la caja de una de las furgonetas de Matheson. El propio Matheson estaba a mi lado, presenciándolo todo.

Uno de los trabajadores se acercó a nosotros y dijo:

—Hemos llevado los espejos con mucho cuidado. Son antigüedades. Podrían valer bastante dinero si se restaurasen un poco.

—Van a ser destruidos —informé.

El trabajador miró a Matheson con la esperanza de recibir una respuesta alternativa.

—Ya lo ha oído —confirmó Matheson.

El trabajador se encogió de hombros y prosiguió con la carga de los espejos.

—¿Cree usted que Grass trajo a la niña a la casa convencido de que así satisfacía los deseos de Grady? —preguntó Matheson.

—Sí —respondí—. Creo que estaba plenamente convencido.

—¿Y qué pasó con Ray Czabo?

—Grass tenía una calibre 22. Seguro que se corresponde con las balas que mataron a Czabo. Mañana saldremos de dudas.

Dos trabajadores regresaron del interior de la casa cargados con uno de los espejos del sótano.

—No me ha contado qué vio ahí abajo —dijo Matheson.

Lo miré. Recordé la cara de John Grady y a las niñas en los tenebrosos confines del espejo. Vapores y cansancio, pensé, sólo vapores y cansancio.

—Vi reflejos —respondí.

Me miró fijamente por un momento y por fin asintió.

—De acuerdo, pues. Reflejos.

Contamos los espejos para asegurarnos de que no faltaba ninguno. Cuando acabamos, Matheson subió a la cabina y se puso en marcha. Yo lo seguí de regreso a su fábrica. Allí, en un edificio de arenisca marrón al fondo del recinto, había un horno industrial. Matheson estacionó la furgoneta enfrente.

—¿Está usted seguro de lo que vamos a hacer? —preguntó Matheson.

—Eso creo —contesté.

—Traeré a unos cuantos chicos para que echen una mano.

Me dejó allí y se dirigió hacia la nave principal. Me recosté contra la furgoneta y observé la luz menguante. Los días ya eran más cortos. El viento era más frío. Pronto llegarían las nieves.

Ni siquiera vi venir el golpe. Estaba contemplando el cielo y de pronto estaba tendido en el suelo, viendo estallar vivos destellos ante mis ojos. Me dispuse a levantarme, pero algo me desequilibró. Me desplomé de espaldas y procuré no vomitar.

El Coleccionista estaba de pie junto a mí. Tenía en la mano una vieja porra de cuero.

—Lo siento —dijo.

Abrí la boca para hablar, pero nada salió de mi garganta. Me conformé con mirar en silencio cómo cogía un pequeño espejo dorado de la caja de la furgoneta.

Alargué un brazo. Creó que conseguí pronunciar la palabra «No». Fuera cual fuese el sonido que brotó de mis labios, lo indujo a bajar la vista y mirarme.

—No basta con quemarlos —dijo—. Él seguirá libre. —Se arrodilló a mi lado y giró el espejo hacia mí—. Mire.

Me era imposible concentrar la mirada. Mi imagen fluctuaba en el cristal, pero no fluctuaba sola. Vi a John Grady, pero no como era en otro tiempo, no como era en las fotos, o con el aspecto que ofrecía antes de que mi bala alcanzase el espejo del sótano. Me pareció ver miedo, o quizás era mi propia cara lo que veía. No lo sé.

—Él debe un alma —dijo el Coleccionista—. Fue condenado y desposeído de su alma.

—¿Quién es usted? —pregunté, pero no contestó.

Más tarde encontré el formulario rellenado por el Coleccionista al comprar los libros viejos de John Grady en la venta organizada por la policía. El nombre al pie había sido plasmado con una magnífica caligrafía ornamental, realmente hermosa. El hombre que se presentó como sobrino de uno de los principales anticuarios especializados en libros había firmado «Señor Kushiel». Curiosamente, la dirección facilitada era la de la vieja penitenciaría estatal de Thomaston, que ya no existe. Por un breve momento me sentí tentado de consultar su nombre, de descubrir la derivación, pero no lo hice. Por el contrario, recé para no verlo nunca más, porque cualquier cárcel en la que Kushiel desempeñase una función se hallaba a mucha más profundidad que las ruinas de Thomaston.

Pero eso fue tiempo después. De momento, yo estaba tendido en el suelo, sangrando, y el Coleccionista se hallaba de pie junto a mí con el espejo firmemente sujeto bajo el brazo. Para cuando Matheson regresó, él se había ido ya hacía rato y la deuda de John Grady estaba a punto de ser pagada para toda la eternidad.