La figura de detrás del espejo me observó cuando me arrodillé y deshice el nudo de la cuerda que mantenía cerrado el saco. Dentro yacía la niña de la foto, atada de manos y pies y amordazada con un fular rojo. Le retiré primero la mordaza y después le solté las manos y los pies, pero no le permití mirar el espejo situado detrás de mí, ni el cadáver del hombre que la había llevado hasta allí.
—Quiero que te vayas con mis amigos —dije—. Ellos cuidarán de ti hasta que yo salga.
La niña lloraba e intentó abrazarse a mí, pero, con delicadeza, la obligué a apartarse y echarse en brazos de Ángel.
—Tranquila —dijo él mientras se la llevaba afuera—. Ya nadie va a hacerte daño.
La seguí con la mirada hasta que se perdió de vista. Louis permaneció en el umbral de la puerta, esperando.
Me acerqué al espejo con la pistola en alto. Los ojos muertos de John Grady se ensancharon y sus labios se movieron más y más deprisa.
—Se acabó lo que se daba —dije, y disparé.
Y el espejo se hizo añicos, iniciándose así el proceso de erradicación de la imagen de John Grady.