8

Al décimo día, la vigilancia empezaba a pasarme factura. A diferencia de Ángel y Louis, yo no podía tomarme descansos ni repartirme las guardias con otro, y ya tenía el reloj biológico alterado del todo. Aunque dormía cuando volvía a casa junto a Rachel, o aprovechaba un par de horas en el sofá cama cuando llegaban Ángel y Louis, a ratos no podía evitar adormilarme. Los colores me parecían demasiado intensos y percibía los sonidos apagados o dolorosamente nítidos. A veces era incapaz de saber si soñaba o estaba despierto. Hablé con Matheson en una o dos ocasiones, y le informé de que aquello era insostenible a largo plazo. Accedí a completar la segunda semana de vigilancia, consultándolo antes con Ángel y Louis para asegurarme su conformidad, pero lo veía ya como una causa perdida. Contemplé la posibilidad de tomar la palabra a Clem Ruddock, que se había ofrecido a ayudarme, sobre todo porque Rachel podía dar a luz en cualquier momento y quería estar a su lado. Me pasaba la mayor parte del tiempo preocupado por ella. Siempre tenía el móvil a mano, con el volumen del timbre bajo pero audible, incluso cuando dormía.

La décima noche vi moverse una silueta entre los árboles junto a la casa Grady.

No había oído acercarse ningún coche, aunque en mi estado de agotamiento no habría sabido decir si sencillamente lo había pasado por alto. Me levanté, atravesé la casa de labranza y me detuve para sacar la pistola de la funda colgada en el respaldo del sofá cama deshecho. La noté extraña y a la vez familiar en la mano, porque hacía meses que no la empuñaba siquiera con la más remota intención de utilizarla. Finalmente telefoneé a Ángel y Louis. Si aquello era fruto sólo del nerviosismo, lo peor que podían hacerme era levantarme un poco la voz.

Abrí la puerta de entrada y tiré de ella con sigilo por miedo a que el viento la cerrara de golpe y alertara a la presencia del bosque de que alguien se acercaba. Descendí por la pendiente, arrimado a la hilera de árboles, hasta que percibí el olor a madera podrida y el ligero aroma a humo que flotaba en torno a la casa. Rodeé la arboleda con la esperanza de sorprender al intruso desde atrás, pero cuando llegué al sitio donde lo había visto, ya se había ido y sólo quedaba una colilla aplastada allí donde hasta poco antes había estado, no me cabía duda, el Coleccionista.

Retrocedí hacia la periferia del bosque, desde donde, al amparo de un árbol, escruté la propiedad. No vi señal alguna de movimiento. Eso no aplacó en absoluto mi nerviosismo. Al cabo de un rato me encaminé hacia la casa Grady, dando la espalda a sus muros. Examiné las fachadas laterales y luego me acerqué a la vieja sala recibidor situada en la parte delantera de la casa, a la derecha de la puerta. Pensé en la figura del espejo, captada por el flash de Ray Czabo, pero cuando apreté la cara contra la rendija entre los tablones, no vi nada en la oscuridad.

Me aparté y enfoqué con la linterna la puerta de acero que impedía el acceso. El candado había desaparecido. Me aproximé y tanteé la puerta tirando de ella hacia mí. Se abrió con cierta resistencia y mucho ruido. Detrás, la puerta original estaba ya entornada. Empujando, la abrí un poco más y di un paso atrás, sin saber muy bien qué esperar, pero no me llegó sonido alguno del interior. Después de contemplar mis opciones durante un par de segundos, entré.

Ahora el olor a putrefacción era más intenso, como lo eran los efluvios químicos de la cola del papel pintado. Una ancha tira de papel se había desprendido de la pared del zaguán desde mi anterior visita, y pendía oblicuamente como la esquina de una página doblada en un libro, dejando a la vista el yeso húmedo. Iluminé esa zona con la linterna y bajo el papel vi algo semejante a fragmentos de letras y dibujos. Arranqué la tira.

La pared estaba cubierta de palabras y símbolos, ninguno de los cuales me resultaba familiar. Pensé que acaso fuese latín, pero los trazos estaban tan desdibujados que resultaba imposible saberlo. Retiré otra tira de la pared y asomaron nuevos textos, esta vez adornados con círculos y estrellas. Todo aquello tenía un sentido, pero yo era incapaz de desentrañarlo. Los olores de la casa, intensificados aparentemente al arrancar el papel, me provocaron náuseas. Me tapé la nariz con un pañuelo e intenté respirar por la boca con inhalaciones poco profundas mientras avanzaba hacia la puerta del comedor. La abrí con el pie y entré.

Las puertas que comunicaban los dos ambientes estaban abiertas, como esperando una gran fiesta que ahora ya nunca se celebraría. Los espejos miraban hacia suelos polvorientos y cortinas rotas. Deberían haber reflejado lo que yo veía, pero no era así. En su cristal picado vi, en lugar de eso, el resplandor de candelabros encendidos, y un papel caro, estampado a mano, en las paredes. Las cortinas no estaban ya descoloridas y rotas, sino que eran nuevas y vistosas. Tupidas alfombras cubrían los suelos, y había una mesa puesta para dos personas.

Sentí el roce de mis zapatos en el polvo sobre el entarimado desnudo. En esa sala no había nada aparte de mugre y bichos muertos, y sin embargo en el espejo veía la casa como podría haber sido. Crucé las puertas para acceder a la sala recibidor, y allí alcancé a ver mullidos sofás y sillones a juego, y paredes revestidas de libros, todo ello reflejado en las profundidades de los espejos colgados en las paredes.

«Es su casa», pensé. «Es la casa de Grady, tal como él la veía en su imaginación».

Sentí una presencia a mis espaldas, pero al volverme sólo vi mi propia imagen en el espejo del zaguán, recortándose contra las maravillas de las barrocas salas situadas detrás de mí. Pero allí había algo más, aguardando en el cristal. Lo percibí, a la vez que las imágenes se mecían ante mis ojos y un arranque de tos sacudía mi cuerpo al intensificarse el hedor a cola vieja y humedad.

Advertí entonces por primera vez que la puerta del sótano ya no estaba cerrada. Sabía que detrás de esa puerta colgaba otro espejo, y que si miraba en él, vería otras creaciones de la imaginación de John Grady, insinuándose de algún modo en mi conciencia.

—¿Quién hay ahí? —pregunté en voz alta.

Y una voz contestó, y pensé que parecía la voz de una niña.

Estoy aquí, dijo. ¿Me ves?

Desplacé el haz de la linterna, procurando dar con la procedencia de la voz.

Aquí. Estoy aquí. Detrás de ti.

Y cuando me volví, había un espejo, y en el espejo vi a una niña con el pelo sucio y apelmazado, y un vestido rojo hecho jirones. Más allá vi a otra niña, con las mejillas pálidas y la piel desgarrada. La niña que había hablado se apretó contra el espejo como si fuera un cristal transparente, y vi cómo su piel se aplastaba contra él.

Él está aquí, dijo. Nunca se fue.

De reojo vi deslizarse una mancha oscura por el espejo del comedor. Era la silueta de un hombre, desdibujada como una mala proyección. Se movió deprisa, saltando de espejo en espejo, avanzando por las salas hacia el zaguán.

Ya viene, dijo la niña, y de pronto ella y sus compañeras desaparecieron.

Levanté la pistola. Tuve la impresión de que en todas partes, allí donde miraba, había movimiento, y me pareció oír alzarse una voz infantil a causa del miedo.

Sacudí la cabeza. Ahora los sonidos procedían de abajo, del sótano, y me dirigí hacia ellos. En el espejo de la puerta me vi atrapado en la casa Grady que nunca llegó a ser. Ante mí, descendía la escalera del sótano. El haz de la linterna iluminó los hilos de las telarañas, el suelo de piedra y una única silla colocada bajo el portalámparas sin bombilla. Era una silla pequeña, demasiado pequeña para un adulto, pero del tamaño idóneo para un niño. Allí había más espejos en las paredes, pero no mostraban un hermoso mobiliario, ni alfombras ni cortinajes. Ese era el lugar donde Grady mataba, y allí no necesitaba belleza. Pasé ante los sucesivos espejos enfocando oblicuamente sus superficies. Me vi una vez, y otra, y otra más.

Y por un instante vi la cara de otro hombre, suspendida detrás de la mía, antes de retirarse de nuevo hacia las sombras. Levanté la pistola, apunté hacia el cristal…

De pronto me detuve. Se oyeron unos pasos por encima de mí acercándose a la puerta del sótano por el pasillo principal. Apagué la linterna y retrocedí en la oscuridad justo cuando otra luz apareció en lo alto. Oí la respiración de un hombre y los crujidos de la balaustrada cuando apoyó su peso en ella. Enseguida se dibujó su silueta. Era un hombre corpulento y cargaba un saco sobre el hombro izquierdo. El saco se movía.

—Ya casi hemos llegado —dijo.

La linterna osciló en su mano cuando llegó al pie de la escalera. Con cuidado, dejó el saco en el suelo; luego, haciendo girar la cabeza de la linterna, reguló el haz para ensancharlo y producir una luz ambiental, y en su resplandor le vi la cara.

—No se mueva —dije a la vez que salía de la oscuridad de la escalera.

El jefe Grass no parecía tan sorprendido como debiera estarlo, dadas las circunstancias. Tenía los ojos un tanto vidriosos. Vi el arma en su mano izquierda, antes oculta por el saco. La apoyaba en la cabeza de la pequeña apresada dentro.

—Usted no debería estar aquí —dijo—. A él no va a gustarle.

—¿A quién no va a gustarle?

—Al señor Grady. No le gusta ver a desconocidos en su casa.

—¿Y usted? ¿No es también un desconocido?

Grass dejó escapar una risa burlona. Fue un sonido desapacible.

—Ni mucho menos —contestó—. Llevo viniendo aquí mucho mucho tiempo. El señor Grady tardó lo suyo en empezar a confiar en mí, pero a partir de ese momento todo fue bien. Mantenemos largas conversaciones. Está muy solo. Ahora le he traído un poco de compañía, sangre nueva.

Dio un puntapié al saco, y dentro la pequeña lanzó un grito ahogado.

—¿Cómo se llama la niña? —pregunté.

—Lisette —contestó Grass—. Es muy guapa, pero, bueno, usted ya ha visto el retrato.

Guapa.

Oí que una voz lejana repetía la palabra, y en el espejo que se alzaba detrás de Grass vi reflejado a John Grady. Apretó contra el cristal las yemas de los dedos, que se aplastaron como antes había ocurrido con la piel de la niña muerta, y fijó la mirada en la forma de la pequeña, que se movía débilmente dentro del saco. Vi su prominente mentón, curvo y salido, su pelo bien peinado, la diminuta pajarita manchada en su cuello. Movía sin cesar los labios en una letanía de deseo, sus palabras ahora ininteligibles pero de significado claro.

—Es la casa, Grass —dije—. Lo ha inducido a actuar así. Esto está mal. Usted sabe que está mal. Baje el arma.

Grass movió la cabeza en un gesto de negación.

—No puedo —repuso—. El señor Grady…

—Grady está muerto —atajé.

—No, está aquí.

—Escúcheme, Grass. Hay algo en esta casa que le ha afectado. No piensa con claridad. Es necesario que salga de aquí. Yo sacaré a la niña y luego nos marcharemos todos.

Grass pareció indeciso por primera vez.

—Él me ha dicho que la traiga. Él la eligió. Entre todas las niñas que le enseñé se quedó con ésta.

—No —dije—. Eso lo ha imaginado usted. Ha pasado demasiado tiempo aquí. Todo en esta casa está emponzoñado, y de algún modo ha penetrado en su mente.

A Grass le vaciló un poco la mano con que empuñaba el arma. Apartó la mirada de mí para posarla en la niña tendida en el suelo y luego la dirigió de nuevo hacia mí.

—Esta casa ha contaminado su pensamiento, Grass. Usted no quiere hacer daño a esta niña. Es policía. Tiene que protegerla, igual que protegió a Denny Maguire. Déjela ir. Debe dejarla ir.

Pero yo mismo no estaba muy seguro de creer todo lo que decía, porque vi volverse hacia mí los ojos de John Grady en el espejo, y sus labios formaron una sola palabra:

No.

Grass pareció oírla, y la incertidumbre desapareció de la expresión de su mirada. Apretó aún más la pistola contra el cráneo de la niña; luego levantó el saco y, sosteniendo a su presa bajo el brazo, empezó a retroceder escalera arriba. Lo seguí y llegué al último peldaño en el momento en que él salía al zaguán y, de espaldas a la pared, iba en busca de la seguridad de su vehículo, aparcado fuera.

En la puerta, dos siluetas le impedían el paso.

—A ver, ¿adónde cree que va? —dijo Louis. Estaba en el porche con el arma en alto. Ángel, arrodillado ante él, encañonaba a Grass con la suya. Al cabo de unos segundos yo añadí una tercera.

Grass se detuvo, atrapado entre nosotros.

—Déjela ir —dije—. Se acabó.

Grass negaba con la cabeza, mascullando algo que no alcancé a comprender. Fijó la vista al frente, en el espejo. No sé qué veía, porque el ángulo no me permitía verlo a mí también, pero por su expresión quedó claro que yo no era el único que tenía alucinaciones en la casa Grady.

—Grass, usted rescató aquí a Denny Maguire —dije. Percibí la desesperación en mi propia voz—. ¿Se acuerda? Usted lo sacó. Le salvó la vida. Salvó la vida de un niño. No es un asesino. Este no es usted. Todo se debe a la casa. Escúcheme. Usted no tiene la culpa. Se debe a algo que hay en la casa.

Lentamente, Grass relajó el brazo y al final dejó caer el saco al suelo, si bien siguió apuntándolo con el arma. Oí llorar a la niña, pero también me pareció captar otra voz: hablaba en susurros, vertía palabras obscenas en el oído de Grass.

—No le escuche —dije—. Por favor. Baje el arma.

Grass se demudó. Se echó a llorar, y recordé el llanto de Denny Maguire en su bar: dos hombres vinculados por la maldad de John Grady.

—Grass —dije.

Levantó el arma y la apuntó hacia el espejo que se hallaba ante él.

—Bájela —insistí.

Ahora Grass sollozaba.

—Esto no es una casa —dijo.

Amartilló la pistola.

—Esto no es una casa —repitió, y se volvió para mirarme a la vez que súbitamente dirigía el arma hacia sí hasta apoyarse el cañón en la sien—. Esto es…

Apretó el gatillo, y las paredes se tiñeron de rojo.