Poco después de las diez de la mañana llegaron al aeropuerto de Portland, conocido oficialmente como Portland International Jetport, nombre que suena un poco a Buck Rogers pese a que futurismo y Portland son conceptos que no casan bien. Y a mí en cierto modo me gusta así.
Se les notaba el paso de los años, advertí. Se nos notaba a todos. Cierto era que los cambios en Ángel, las nuevas arrugas en el rostro fruto del dolor y el gris que se propagaba por el pelo, antes negro azabache, eran demasiado repentinos para pasar inadvertidos, pero su compañero también había encanecido un poco. La barba satánica de Louis presentaba ahora motas blancas aquí y allá, y el gris salpicaba considerablemente su cabello. Me sorprendió mientras lo miraba.
—¿Qué? —dijo.
—Te están saliendo canas por un tubo —comenté.
—No lo creo.
—Lamento tener que darte la noticia.
—Como he dicho, me parece que te equivocas.
—Puedes tomar medidas. No tienes por qué quedarte cruzado de brazos esperando a que ocurra.
—No tengo por qué quedarme cruzado de brazos sin hacer nada, porque no va a ocurrir nada.
—Vale, vale, si tú lo dices… Pero… ¿sabes una cosa? Si te dejaras crecer un poco el pelo, podrías ofrecerte como doble de Morgan Freeman.
—Eso no es mala idea —terció Ángel—. Morgan ya no es tan joven. Seguramente los estudios pagarían una buena cantidad de dinero por alguien más joven que sólo parezca tan viejo como Morgan Freeman.
Louis se detuvo en la salida de la terminal.
—¿Vas a enfadarte? —pregunté.
—Quizá sólo se le ha olvidado adónde va. Esas cosas pasan cuando te haces…
Para ser el mayor de los dos, Ángel aún tenía buenos reflejos cuando quería, y gracias a eso la bolsa Cole Haan de Louis no lo alcanzó por escasos centímetros.
Por primera vez.
Nos sentamos a una mesa en el Bayou Kitchen, un pequeño restaurante en el barrio de Deering que hasta fecha reciente sólo abría para el almuerzo pero ahora también ofrecía cenas los fines de semana. Tenía cabida para unos veinte comensales, y en la barra abundaban las salsas con rótulos en los que se advertía que su consumo no era aconsejable para mujeres embarazadas o personas con afecciones cardiacas. Se comía bien, y en invierno acudían allí sobre todo los lugareños.
Ángel todavía se frotaba de vez en cuando la espinilla y lanzaba miradas de resentimiento a Louis, así que el esfuerzo de mantener viva la conversación básicamente recaía en mí. Les hablé un poco más de la historia de la casa Grady, y de mis entrevistas con el jefe de policía Grass, Denny Maguire y el hijo de Gunnar Tillman, entre otros.
—¿Seguro que Maguire es trigo limpio? —preguntó Louis.
—Yo no percibí nada malo en él.
—¿Le has comentado a Matheson algo sobre él?
—No.
Había hablado con Matheson esa mañana. Me contó que él tenía una llave del sótano de la casa y que, según creía, la policía disponía de otra, pero que al darme a mí un juego no se había fijado en que no incluía una copia. Prometió conseguírmela antes de acabar el día. Me explicó, por otro lado, que había discutido a gritos con el jefe Grass cuando éste puso en duda la sensatez de contratarme.
—Matheson ya está bastante crispado —respondí—. Sólo faltaría que empezara a incordiar a Maguire hurgando en su pasado.
—¿Y qué hay de Czabo?
—Lo consideraría sospechoso, pero aquí no ha habido ningún delito. En todo caso, lo de la foto en el buzón no es su estilo. Es un mirón; no actúa.
—¿Y el de las antigüedades?
—¿El Coleccionista? —Había empezado a pensar en él con ese nombre: al fin y al cabo, no conocía ningún otro—. Me dijo que no tenía nada que ver con la fotografía. Sólo quería un espejo de la casa, pero sabe algo.
—Podría ser un asaltador de tumbas, como Ray Vudú —intervino Ángel.
—A lo mejor, si le das un espejo, te cuenta lo que sabe —sugirió Louis.
—Lo dudo mucho. Además, nada de lo que hay en la casa es mío, así que no puedo dárselo.
—¿Te parece una amenaza, ese individuo?
Levanté las manos.
—¿Una amenaza para quién? ¿Para nosotros? No hemos hecho nada. Por una vez estamos libres de cargas. En este caso nadie nos odia.
—Todavía —precisó Ángel.
—Pero siempre acaba pasando —agregó Louis.
—Si al menos se tomaran el tiempo necesario para conocernos un poco mejor —dijo Ángel.
—Yo me he tomado el tiempo necesario para conoceros un poco mejor —observé—, y ya veis cómo he acabado. Por cierto, estáis oficialmente incorporados al caso, así que no será una misión benéfica. Matheson ha dado el visto bueno al trabajo de vigilancia.
Louis se terminó su jambalaya, rebañando la salsa y el arroz del plato con un poco de pan recién hecho.
—¿Durante cuánto tiempo?
—El que haga falta, propone él. Yo le he dicho que le dedicaríamos una semana y después reconsideraríamos nuestras opciones.
—Da la impresión de que podría quedar en nada —dijo Louis—. Una fotografía en un buzón, ¿eso es lo único que tenemos?
Me llevé la mano al bolsillo y saqué una copia de la foto de Matheson. La desdoblé con cuidado y la deslicé lentamente por la mesa hacia ellos.
—Pero ¿queréis correr el riesgo?
Miraron la imagen de la niña. Ángel contestó por ambos:
—No. Diría que no.
Esa tarde pasaron por casa para saludar a Rachel. Ella se mostró un poco distante, pero ninguno de los dos hizo ningún comentario al respecto. Yo pensé que se debía sólo a que estaba cansada después de la noche anterior, pero ése fue el primer indicio de problemas venideros. El dolor y el peligro que sobrellevaba por haberse quedado conmigo, y los temores que sentía por nuestra hija y por ella misma, se le antojaban mayores por la presencia de aquellos dos hombres amigos míos, que siempre acarreaban consigo una violencia potencial. Le recordaban lo que le había ocurrido en el pasado, y lo que podía ocurrirle a la niña que llevaba dentro. Volviendo la vista atrás, quizá también la inducían a reflexionar sobre mis propias cualidades, y la posibilidad de que tal vez yo siempre atrajera a hombres violentos. Rachel ya había intentado explicarme esas cosas antes, y yo había procurado tranquilizarla de la mejor manera posible. Albergaba la esperanza de que, con el tiempo, sus inquietudes se disiparan. Pienso que también era ésa su esperanza, aunque en el fondo temía que ese momento nunca llegase. Deseé preguntarle otra vez por la visita al hospital y el posterior llanto, pero no había tiempo. Opté por abrazarla y decirle que esa noche volvería antes de las doce, y ella me estrechó y me dijo que no me preocupara por ella.
Partí en coche hacia Two Mile Lake cuando la luz vespertina empezaba a atenuarse, seguido por Ángel y Louis. Ya había oscurecido cuando llegamos, y los árboles deshojados dormían sobre nosotros cuando pasamos por delante de la casa Grady y doblamos por el siguiente desvío a la derecha. La carretera nos llevó a una ruinosa casa de labranza de una sola planta. Al igual que la casa Grady, había sido comprada por Matheson tras la desaparición de su hija. Me daba la impresión de que se proponía aislar toda la zona y protegerla de los posibles expolios de forasteros, como si la pérdida que él había sufrido estuviese unida inseparablemente al tejido mismo de la casa Grady, junto con los campos que la rodeaban y los edificios que habían sido testigos mudos de los hechos acaecidos en sus inmediaciones. Acaso imaginaba a su hija, extraviada y sola, intentando encontrar desesperadamente una puerta de regreso al mundo que conocía, y pensaba que cualquier cambio en el lugar donde había desaparecido le impediría volver; o tal vez aquello no era más que un gran monumento, una ofrenda ornamental en la que los nombres de ella y los otros niños estaban profundamente grabados y sin embargo nunca se veían.
Abrí la puerta de la casa de labranza y guié a Ángel y Louis al interior. La habían limpiado en fecha reciente, porque apenas se veía polvo en ninguna de las superficies. Casi todas las habitaciones estaban vacías, a excepción de la cocina, donde había una mesa y cuatro sillas, y la sala de estar, que contenía un sofá cama y un radiador. En una de las habitaciones habían dejado guardadas varias escaleras de mano y botes de pintura y barniz. En un sobre, dirigido a mí, encontré un juego de llaves de la casa Grady para Ángel y Louis, y una llave suelta con una nota de Matheson que la identificaba como la llave del sótano.
—Bonito —comentó Ángel mientras miraba alrededor—. Muy minimalista.
—¿Quién sabe que estamos aquí? —preguntó Louis.
—Nosotros, y también Matheson.
—¿Y la policía?
—No. Si alguien pregunta, decid que trabajáis en unas reformas de la casa y Matheson respaldará la versión, pero esto apenas se ve desde la carretera, así que no deberían molestarnos. Vosotros dos cargaréis con la mayor parte de la vigilancia: veinticuatro horas de guardia, doce de descanso. Hay un motel a unos cinco kilómetros. He alquilado una habitación allí para la próxima semana. Aquí no hay agua caliente y no podemos arriesgarnos a encender demasiadas luces. En la cocina hay estores opacos, o sea, que si queréis leer, ése es el sitio. Ahí tenéis también radio y televisor.
Los llevé al dormitorio de la parte de atrás. Allí, una única ventana ofrecía una vista de la casa Grady, encuadrada por una brecha entre los árboles. No sería fácil acercarse desde el norte, el sur o el este sin ser visto, y en el lado oeste de la casa no había entradas.
—Ahí la tenéis —dije.
—¿Tú has estado dentro? —preguntó Ángel.
—Sí. ¿Queréis ir a verla?
Entre los objetos proporcionados por Matheson se incluía un plano de la casa. Louis lo extendió en el suelo y lo examinó.
—¿Es exacto?
Lo miré.
—Eso parece. No hay mucho más que añadir. Espejos en las paredes. Algún mueble viejo, pero casi todo arrinconado, así que los espacios están despejados.
Louis se encogió de hombros.
—Puede que vayamos a echar un vistazo a la luz del día si nos aburrimos.
Observamos los contornos de la casa, aún más oscuros contra el cielo nocturno.
—Esperaremos, pues.
—Esperaremos.
Esa noche no ocurrió nada. Me marché a casa para reunirme con Rachel al cabo de un par de horas y regresé a última hora del día siguiente. Eso estableció la pauta para toda la semana. Cuando llegaban a relevarme a veces me quedaba dos o tres horas con ellos, sentado junto a la ventana y charlando con Ángel mientras Louis descansaba o leía, con la casa Grady enfrente como una mano oscura alzada contra el cielo.
Mantener una conversación con Ángel no siempre era buena idea.
—¿Somos Louis y yo los únicos homosexuales que conoces? —me preguntó la segunda noche.
—Desde luego sois los dos homosexuales más irritantes que conozco.
—Aportamos color a tu vida. En serio, ¿tienes algún otro amigo gay?
Me detuve a pensar.
—No lo sé. Tampoco es que llevéis todos pantalones acampanados azul lavanda y camiseta de Village People, u os presentéis diciendo: «Eh, me llamo Dan y soy el homosexual que se te ha asignado simbólicamente esta noche». Igual que yo no me acerco a la gente, le estrecho la mano y digo: «Hola, me llamo Charlie y estoy orgulloso de ser heterosexual». La gente se alarma.
—Yo me alarmaría, eso por descontado.
—Bueno, tú no serías mi mercado objetivo.
—¿Tienes un mercado objetivo? ¿Quiénes son? ¿Los necesitados? Los heterosexuales necesitados. «Los Heterosexuales Necesitados»… parece el nombre de un grupo de rock.
—El caso es que, en respuesta a tu pregunta, no sé cuántos de mis amigos son gays. Un par, quizás. Además, yo no tengo «gaydar». Creo que eso es facultad exclusiva de los homosexuales.
—En mi opinión, el «gaydar» es un mito. Todo se ha vuelto muy confuso ahora que los hombres hetero visten bien y usan productos para el cuidado de la piel. Eso enturbia las aguas, por así decirlo.
Lo miré.
—Pero tú eres gay y no vistes bien. Y si te pones productos para el cuidado de la piel, te los pones en una parte del cuerpo que yo no puedo ver, y no sabes cuánto me alegro de poder decir eso.
—¿Insinúas que parezco hetero? Si parezco hetero, ¿cómo es que ninguna mujer hetero intenta ligar conmigo?
—Con esa pinta, date por afortunado si alguna vez ha intentado alguien ligar contigo. No culpes a las mujeres hetero de mantener las distancias.
Ángel sonrió.
—Sin embargo, sí te alegras de llamarme «amigo». —Alargó el brazo y me dio unas palmadas.
—Yo no he dicho que me alegrara de eso, y quítame las manos de encima. Sospecho dónde han estado antes.
Se echó atrás.
—¿Rachel y tú estáis bien? —preguntó.
—La otra noche nos llevamos un susto. Tuvo unos dolores. Los médicos la examinaron y dijeron que no había ningún problema.
—La he notado un poco rara con nosotros. Distante.
—Fue una noche larga.
—¿Estás seguro de que fue sólo eso?
—Sí —contesté—. Casi seguro.
Cuando estaba allí solo, me mantenía alerta con una radio y cafeína, o me despejaba un poco la cabeza dando un paseo por la propiedad si tenía la certeza de que todo estaba en calma. Una o dos veces vi al agente O'Donnell llevar a cabo una expeditiva inspección de la casa Grady, pero sin levantar la vista siquiera en dirección a la casa de labranza en lo alto de la colina.
El séptimo día, cuando me dirigía a casa, recibí una llamada del inspector Jeff Weis, el policía que me había facilitado la nueva dirección de soltero de Ray Vudú.
—Me juego algo a que no has tenido suerte buscando a Ray Czabo —dijo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque acaban de encontrarlo.
Me detuve en el arcén de la carretera.
—Algo me dice que no voy a tener ocasión de hablar con él en breve —comenté.
—No a menos que seas médium. El sheriff del condado de Somerset ha telefoneado hace cosa de una hora. El cadáver estaba enterrado cerca del río Little Ferguson, a tres o cuatro kilómetros al este de Harmony. Por lo que se ve, ya llevaba allí un tiempo, así que probablemente quedas libre de toda sospecha.
—No sabía que fuera sospechoso.
—Ahí tienes: eras inocente y ni siquiera lo sabías.
Di las gracias a Weis por el dato, volví a la carretera y me encaminé hacia Harmony. No me costó mucho dar con el lugar del hallazgo. Me limité a seguir a un coche patrulla de la policía estatal hasta llegar a un grupo de vehículos estacionados junto a un pequeño puente metálico adyacente a Main Street Road. Intenté localizar a algún conocido, pero no me sonaba ninguna cara. Opté, pues, por enseñar mi licencia al ayudante del sheriff del condado de Somerset que quería obligarme a seguir adelante, y le pedí que me permitiera hablar con el inspector responsable del caso. Al cabo de unos minutos, un hombre tirando a calvo con un anorak azul se separó del grupo que estaba en la margen del río y se acercó a hablar conmigo.
—¿En qué puedo ayudarle? —dijo.
—Soy Charlie Parker —me presenté.
Asintió. Una de las ventajas de granjearse una reputación en Maine era, para bien o para mal, que la mayor parte de los policías conocían mi nombre.
—Bert Jansen —contestó—. Está usted fuera de su territorio.
—Voy de aquí para allá. —Señalé hacia la orilla del río—. Me he enterado de que posiblemente han encontrado a Ray Czabo.
Jansen no respondió de inmediato, pero al parecer llegó a la conclusión de que daba igual y repitió el nombre de Ray.
—¿Qué interés tiene en Czabo?
—Fui a su casa hará una semana. Su mujer me dijo que se había mudado, pero cuando me presenté en su nuevo apartamento, nadie abrió. Dejé mi tarjeta. La encontrarán debajo de la puerta cuando vayan a registrarlo.
—¿Y por qué lo buscaba, ya para empezar?
Decidí que no ganaba nada con ocultarle información a Jansen.
—Trabajo para un tal Matheson. Su hija murió en la casa Grady. Matheson cree que alguien puede estar desarrollando un interés malsano por la casa, y la policía local, según me contaron, había ahuyentado a Ray de la propiedad un par de veces. Quería preguntarle qué hacía allí, o qué había visto en sus visitas a la casa.
Jansen sacó su cuaderno y comenzó a escribir.
—¿Y eso cuándo fue?
—El miércoles hará una semana.
Volvió a tomar nota y después me preguntó si no me importaba quedarme por allí un rato. Contesté que no tenía inconveniente.
—¿Tiene idea de cuánto tiempo llevaba bajo tierra?
—No. A ojo, calculo que una semana o más. Está bastante hinchado.
—¿Causa de la muerte?
—Tres tiros en la cabeza. Con heridas de entrada cercanas, sin orificios de salida. Extrayendo el cerebro, podría usarse el cráneo como bola para jugar a los bolos. Calibre 22, probablemente.
Yo nunca había sentido gran aprecio por Ray Czabo, pero no merecía acabar muerto. Tres tiros en la cabeza parecían también una exageración. Con un calibre 22, la bala iría de aquí para allá en el interior, desgarrando tejidos hasta perder impulso. Ray debía de haber irritado mucho a alguien para terminar con tres de ellas en el cráneo.
—Imagino que no lo mataron aquí.
—Yo diría que no. Es mucha distancia para transportar a alguien con la única intención de pegarle un tiro. Nuestra hipótesis es que lo mataron en otro sitio y luego lo trajeron y lo dejaron en una tumba no muy profunda. Un perro desenterró la mano. Hace tiempo que no llueve, pero no tardará en caer agua a jarros.
Adiviné qué estaba pensando Jansen. Vendrían las lluvias y el río crecería y cubriría el lugar del enterramiento. Más tarde, al entrar el invierno, se helaría hasta marzo, quizás incluso abril. Para cuando llegase el deshielo, no quedaría prueba alguna de que la tierra hubiese sido removida.
Regresé a mi coche, encendí la radio y escuché la NPR hasta que llegó la forense. La observé mientras descendía hacia el cuerpo y después, finalmente, el cadáver fue retirado de la margen del río dentro de una bolsa blanca. Jansen se acercó a hablar conmigo al cabo de un momento y me informó de que, según la estimación de la forense, Czabo llevaba unas dos semanas bajo tierra; luego me dejó marchar. Telefoneé a Rachel, la avisé de que llegaría un poco tarde. A continuación me puse de camino a Orono.
Orono es una ciudad universitaria que alberga parte de la Universidad de Maine. El ambiente crea una sensación de intimidad y la mayoría de la gente se conoce por el nombre, con lo que el primero a quien paré pudo darme indicaciones para llegar al taller de Casey Tillman.
Lo segundo que advertí al llegar allí fue la presencia de un Lexus aparcado fuera. Lo primero, fue la presencia del Eslabón Perdido, que tuvo que hacerse a un lado para que yo viera el Lexus. Eslabón no medía mucho más de un metro ochenta, pero posiblemente medía eso mismo de contorno. Su cabeza parecía demasiado pequeña para el resto del cuerpo —de hecho, parecía demasiado pequeña sin más—, pero sospeché que no había sido contratado por la capacidad de su cerebro. Tenía unos rasgos ligeramente asiáticos y el pelo oscuro, que llevaba recogido en una coleta. En apariencia, había ido de compras a la misma tienda para macarras que su jefe, sólo que su ropa procedía de la sección de «tallas especiales».
—Ya hemos cerrado —dijo cuando me apeé del Mustang—. Vuelva en otro momento.
—He venido a ver a Casey —aclaré—. No te lo habrás comido, ¿eh?
Eslabón pestañeó. Imaginé que era de esos que oían un chiste a las doce de la noche y empezaban a reír a las ocho del día siguiente. Avancé hasta la entrada del taller. Con movimientos torpes, Eslabón me cortó el paso mediante el simple método de plantarse se ante mí e hincarme el dedo índice en el pecho. Sin estirar apenas un músculo, casi me mandó volando a la alcantarilla.
—¿Eres duro de oído? —preguntó.
En el despacho del taller vi a Gunnar Tillman hablar con su hijo. Levantaba la voz y señalaba mucho con el dedo. Casey miró por encima del hombro de su padre, me vio y alzó una mano para interrumpir su invectiva. Gunnar se dio media vuelta y me vio. No pareció alegrarse, pero supuse que no era nada personal. Gunnar Tillman no era un hombre que ejercitase mucho los músculos risorios.
Casey salió de detrás del escritorio y vino hacia mí.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Ray Czabo está muerto —contesté.
—Lo sé. Me ha telefoneado Edna.
—¿Y tú has llamado a tu padre?
—He pensado que debía saberlo.
Eslabón permanecía a un lado, mirándonos alternativamente a Casey y a mí una y otra vez. Me recordó a mi perro, sólo que sin la facultad de aprender. Estaba por pedirle que no agobiara tanto cuando la cuestión pasó a segundo plano.
Gunnar Tillman se abrió paso a empujones entre Casey y Eslabón. Yo le sacaba doce o quince centímetros de estatura, pero no por eso me sentí más confiado. Podría decirse que Gunnar exudaba malas vibraciones.
—¿Tú quién coño eres? —preguntó.
—Tranquilo, papá, es…
La intervención de Casey quedó atajada de repente por la mano izquierda de Gunnar, que asestó un fuerte bofetón a su hijo en la mejilla derecha. Casey dio un paso atrás. El dolor y la humillación asomaron a sus ojos.
—No hablaba contigo —aclaró Gunnar. Su voz no se alteró en absoluto, como si no hubiese registrado siquiera el golpe que acababa de propinar a su hijo. Volvió a centrar la atención en mí—. Ya has visto lo que me has obligado a hacer —dijo—. Él es mi hijo, y lo quiero, pero me has obligado a pegarle. A ti ni siquiera te conozco, así que más te vale creer que te partiré la cara si no empiezas a contestar a mis preguntas. Y ahora dime: ¿quién eres?
—Me llamo Parker. Soy investigador privado.
—¿Qué más?
—Ray Czabo está muerto.
—¿Y?
—Tu hijo se ve con la mujer de Czabo.
—¿Estás diciendo que él tiene algo que ver con eso?
—No lo sé. ¿Tiene algo que ver?
Gunnar se llevó la mano a la espalda, sacó un arma y me apuntó. La boca del cañón me pareció muy grande y muy negra.
—Eres un puto bocazas —dijo.
Casey intentó calmar a su padre.
—Vamos, papá, por Dios. No hagas eso.
—No tienes derecho a decir cosas así, ¿me oyes? —continuó Gunnar—. Capullo.
Su hijo alargó el brazo y le dio unas palmadas en la espalda, obligándolo a bajar el arma con la mano derecha.
—No pasa nada —aseguró—. No lo ha dicho con segundas. Déjame hablar con él.
Gunnar fue enfriándose poco a poco. Respiró hondo varias veces.
—Cuidado con lo que dices —me advirtió.
Se guardó la pistola bajo la cinturilla del pantalón y se dirigió hacia un Dodge con el capó levantado. Cerró el capó bruscamente, apoyó las manos en él y agachó la cabeza. Casey lo observó hasta cerciorarse de que había recobrado el control y entonces dijo:
—Yo no tengo nada que ver con eso.
—Tu viejo visitó a Czabo. Por lo que he oído, lo amenazó. Hubo testigos.
Casey tragó saliva y cabeceó con un gesto de frustración.
—Sabía que Ray me seguía. Lo vi tomarme unas fotos. Intenté disuadirlo, pero se negó a escuchar. Dijo que yo me interponía entre su mujer y él. Mi padre se enteró…
—¿Se enteró o se lo dijeron?
Casey enrojeció. Era, comprendí, un hombre más débil de lo que parecía.
—Pensé que mi padre podía mandar a Billy para que hiciera entrar en razón a Ray. Mira, hago algún que otro trabajo para mi padre. Yo cuido de ciertos coches suyos. En algunos casos…, en fin, la propiedad puede ser dudosa, ¿me explico? Ray necesitaba una advertencia, o las cosas iban a ponérsele muy feas.
—Las cosas se le pusieron muy feas. Alguien le disparó en la cabeza.
—Mi padre no fue.
—¿Estás seguro?
Casey bajó la voz.
—No le conviene esa clase de complicación con la policía. Se está haciendo viejo. De todo lo que cuentan de él, ya casi nada es verdad. Sólo tiene a un par de hombres en nómina, y básicamente se dedican a llevar a mi viejo a comer. Vende algún coche robado, reparte un poco de hierba entre los universitarios, y a eso se reduce todo prácticamente. Ya no anda metido en grandes operaciones, pero si lo detuvieran, lo quitarían de la circulación, y él no quiere morir en la cárcel. Él no ha matado a Ray Czabo. Yo tampoco. Cuando venga la policía, diremos eso.
Miré a Gunnar. Tosía. De pronto comprendí que lo que yo había interpretado como intentos de controlarse eran en realidad esfuerzos para recuperar el ritmo al respirar. Emitía estertores de enfermo. Billy estaba ahora al lado del viejo, acercándole un vaso de agua a los labios.
—Puede que sea un gilipollas, pero es mi padre —dijo Casey.
Rogaba comprensión con la mirada.
—Y…
Casey apoyó una mano en mi hombro, como para alejarme del taller. Se lo permití.
—Perdimos a un hombre, Lee Tierney —dijo.
—¿Cuándo?
—Hace una semana o así. De una puñalada en el corazón.
El nombre me sonaba vagamente. Recordé una crónica del Press Herald sobre una muerte por herida de arma blanca en Orono. No se mencionaba a Gunnar Tillman.
—Según el artículo que yo leí, a Tierney se lo cargaron en el aparcamiento de un bar. El cuerpo estaba escondido debajo de unas bolsas de basura.
—Ahí es donde lo encontraron.
—¿Y dónde murió, pues?
—Cerca de aquí. Mi padre ordenó que lo llevaran a otro sitio.
Eso explicaba la crispación de Gunnar.
—¿Alguna sospecha de quién pudo ser?
Casey negó con la cabeza.
—Nadie tiene esa clase de deudas pendientes con mi padre. Como te he dicho, ya no anda metido en esas cosas. —No creí a Casey, pero daba igual—. Rondaba por allí un tipo —continuó Casey—. Billy lo vio. Era alto, tirando a sucio, con un abrigo largo. Parecía un mendigo, pero un mendigo no habría podido liquidar a Lee. Imposible.
No me molesté en sacarlo de la ignorancia, pero mientras me dirigía hacia el Mustang recordé el tamborileo de los dedos del Coleccionista en la carrocería.
El inspector Jansen volvió a telefonearme ese mismo día cuando me disponía a salir hacia Two Mile Lake para relevar a Ángel y Louis.
—¿Dice que estuvo en el apartamento de Czabo? —preguntó.
—Así es.
—¿Y dejó su tarjeta?
—La pasé por debajo de la puerta. ¿Por qué?
—No había ninguna tarjeta cuando hemos ido a registrar. El casero dice que él ni se ha acercado por allí, y la mujer de Czabo afirma que no tiene llave. Por cierto, ella ha hablado muy bien de usted.
—No lo dudo. ¿La considera una buena candidata para esto?
—No la considero una buena candidata ni para esto ni para nada. Si Czabo no hubiese recibido más de un balazo, lo habría archivado como suicidio.
—¿Tiene coartada, la mujer?
—Sí. Un tal Casey Tillman. Es mecánico. Sostiene que se fueron a New Hampshire hace unas semanas para un par de días de relax. Si las fechas coinciden quedarán libres de sospecha. Lo estamos comprobando. Según Tillman, no había ningún resentimiento entre Czabo y él. Me inclino a creerle. Lo único dudoso en él es su gusto en mujeres.
Me pregunté si Jansen había establecido la conexión entre Casey Tillman y su padre. Recordé que había prometido a Tillman no mencionar ese dato a menos que no me quedara más remedio. Decidí guardármelo de momento. Tampoco mencioné las fotografías tomadas por Ray Czabo que yo tenía en mi poder. Aún no había pensado la manera de contar eso a Jansen sin meterme en un grave aprieto. Decidí, pues, darle las gracias por mantenerme informado. Jansen aclaró que no lo hacía por simple bondad, y que esperaba que le pagase con la misma moneda. Le contesté que compartir era la esencia de toda buena relación. Dijo que antes preferiría tener relación con la mujer de Ray Czabo, y colgó.
De camino a Two Mile pensé en Ray Czabo. No era un santo, y en el pasado sus actos le habían valido más de una paliza, en general justificadas, pero era poco probable que sus macabras tendencias hubiesen inducido a alguien a matarlo. Me acordé del Coleccionista, de pie tras la barra de Denny Maguire bajo la luz vacilante. Me pregunté si bajo aquellas capas de ropa vieja escondía una pistola, además de una navaja.
Por otra parte, quizá Jansen se equivocara acerca de la que había sido la esposa de Ray, pero yo no lo creía. Una mujer que acaba de matar a su marido, o de conspirar en su asesinato, no va a preocuparse demasiado por una antigua lesión infligida a él por otra persona. Cuando la señora Czabo me recordó mi primer encuentro con su marido, aquel tras el cual él acabó con la nariz rota, pareció sentirse sinceramente ofendida en nombre de Ray. Tal vez sólo hacía teatro por consideración a mí, pero, que yo supiera, no tenía nada que ganar con eso.
Lo único que yo sabía con toda seguridad era que la muerte de Ray Czabo coincidía poco más o menos con la aparición de la fotografía en el buzón de la casa Grady, y que alguien había vuelto a su apartamento después de mi visita allí, quizá para reanudar el registro en busca de algo que había pasado por alto la primera vez, o para asegurarse de que no quedaba ninguna prueba a la vista. Supuse que cuando llegó la policía, el apartamento estaba en orden, y las cajas que yo había visto fuera de sitio volvían a hallarse en su lugar correspondiente.
Si todos esos hechos guardaban relación, una posible conclusión era que, en una de sus expediciones a Two Mile, Ray había coincidido con el individuo que metió la foto en el buzón, y esa persona había matado a Ray para asegurarse de que no contaba nada de lo que había visto. Si ése era el caso, Matheson tenía razón para preocuparse ya de buen comienzo. Los bromistas no disparan a la gente con una calibre 22, porque es difícil reírse con orificios en lo alto de la cabeza. El hombre —y no me cabía duda de que era un hombre— que dejó la foto de una niña desconocida en la casa Grady se tomaba muy en serio lo que estaba haciendo.
Había llegado el momento de hablar de nuevo con el jefe Grass, pero cuando telefoneé, me dijeron que no podía atenderme. Le dejé un mensaje, pero no me devolvió la llamada.