Esa tarde fui en coche a Brewer. Ray Czabo, alias Vudú, y su mujer se habían trasladado a Maine para que ella pudiera estar cerca de su madre, lo que demostraba que Ray, además de ser un tanto desagradable, era un cretino. Cuando una mujer como Edna Czabo te dice que quiere estar más cerca de su madre, vale más que empieces a liar los bártulos y buscar un piso de soltero, porque de eso no puede salir nada bueno. Según rumores, el matrimonio de Ray Czabo hacía aguas.
Ray era un hombre escuálido que vestía con pulcritud, olía bien y, cuando se terciaba, podía exhibir cierto encanto superficial, pero su fascinación por el sufrimiento ajeno y el placer que indirectamente obtenía de ello lo situaba a un par de peldaños por debajo de la moscarda en la escala moral. Yo no había tenido el honor de conocer a la señora Czabo, pero, por lo que sabía, Ray era una grata compañía en comparación con ella.
Había dos vehículos en el camino de acceso, un utilitario Nissan y un Firebird trucado, cuando me detuve frente a la anodina casa de una sola planta de los Czabo, rodeada de casas igualmente anónimas con la pintura sólo un poco más reciente. En el jardín, el césped estaba descuidado y raleaba, y los árboles y arbustos que lo circundaban no habían sido podados ese año. La luz ya menguaba cuando me acerqué a la puerta y llamé al timbre. Al cabo de un par de minutos abrió una mujer con un albornoz azul claro. Iba descalza, tenía el pelo alborotado y sostenía una colilla humeante entre los dedos. Advertí restos de carmín en las comisuras de sus labios, y cierta rojez e irritación en la piel de sus mejillas y su mentón.
—¿Señora Czabo? —dije.
—Yo misma.
Acabó de fumarse el cigarrillo, pareció buscar un sitio donde apagarlo y finalmente se conformó con lanzarlo al portal ante mis pies. Lo pisé por ella.
—Busco a su marido.
—¿Quién es usted?
Le enseñé la licencia.
—Me llamo Charlie Parker. Soy investigador…
—Sí, ya, lo conozco de sobra. Usted es el que le rompió la nariz a Ray.
—Yo no le rompí la nariz. Chocó contra una pared.
—Chocó contra una pared porque huía de usted.
Eso tuve que admitirlo.
—Así y todo, necesito hablar con él.
—¿Qué ha hecho ahora? ¿Desenterrar un cadáver?
—Sólo quiero hacerle unas preguntas. No está metido en ningún lío.
—Bueno, es igual, Ray ya no vive aquí. Se mudó hace un par de meses.
—¿Sabe por dónde anda?
Se hurgó algo entre los dientes. Al retirar los dedos de la boca, sostenían un pelo corto. Procuré no pensar en su posible procedencia.
—Él se dedica a lo suyo, y yo a lo mío. Sus asuntos me traen sin cuidado.
Oí la cadena de un inodoro dentro de la casa, y enseguida apareció un hombre con una toalla ceñida a la cintura. Contaba unos diez años menos que la señora Czabo, por lo que debía de ser aproximadamente de mi edad, pero se lo veía más fornido y fuerte que yo. Lanzándome una mirada, le preguntó a ella si había algún problema.
—Ya gritaré si te necesito —contestó la señora Czabo. Con su tono dejó muy claro que sería un día aciago aquel en que necesitara su ayuda.
—Sólo quiero una dirección —insistí.
La señora Czabo movió la cabeza en un gesto de negación.
—Soplapollas —dijo—. ¿Me ha oído? —Habló en voz baja, y percibí el olor a rancio de su aliento—. Según Ray, era usted un soplapollas, y no le faltaba razón. Lo es. ¿Qué tal si se larga de una puta vez y nos deja en paz?
—Caray —dije—. Es usted una señora la mar de simpática.
Por si no me había quedado claro en qué consistía ser un soplapollas, lo expresó gráficamente mediante mímica usando la lengua y la mano derecha. Acto seguido, me dio con la puerta en las narices.
Mientras recorría el sendero del jardín de Edna Czabo sonó mi móvil. No reconocí el número en el visor de identificación de llamada. Resultó ser Denny Maguire.
—¿Puede hablar? —preguntó.
Me recosté en el coche y dirigí la mirada hacia la casa de Czabo. Observé un ligero movimiento en una de las ventanas delanteras.
—Sí, claro —respondí.
—Mire, puede que no sea nada importante. Cuando hablamos, me preguntó si recordaba algo de lo que dijo Grady en ese sótano. Como ya le expliqué, yo estaba medio grogui cuando me rescataron, así que todo fue muy confuso, pero en algún momento dijo que tenía miedo, de eso sí me acuerdo.
—¿Miedo de qué?
—Dijo que iba a ser castigado por lo que les había hecho a los otros niños, y por lo que al final me haría a mí, supongo. Dijo que estaba condenado, pero que no se rendiría sin luchar. Me explicó que había tomado precauciones. No supe a qué se refería. Después pensé que hablaba de la puerta del sótano, que había reforzado, pero ahora ya no estoy tan seguro. —La cortina volvió a moverse en la ventana delantera, esta vez con mayor brusquedad—. Siempre tenía las manos manchadas de pintura negra —prosiguió Denny— y se pasaba el día empapelando paredes y trabajando en la casa. Recuerdo que cubrió casi todas las paredes durante el tiempo que yo permanecí retenido en el sótano, porque prácticamente había terminado cuando la policía vino por él. Me fijé también en otros detalles, detalles raros. Durante los primeros días había un montón de huesos en el rincón del sótano. Me dijo que eran de perros. Más adelante se los llevó y los enterró.
—¿Eso se lo contó él?
—Sí. Tenía las manos sucias y debió de darse cuenta de que yo se las miraba. Me explicó que había estado trabajando en el jardín, enterrando los huesos. Fue entonces cuando empezó a hablar de las precauciones que había tomado, y de que no iba a permitir que lo sacaran de su hogar sin presentar batalla.
La puerta de la casa de Czabo se abrió y en el umbral apareció el mismo hombre fornido de antes. Ahora vestía unos vaqueros holgados y una sudadera con capucha. Calzaba unas zapatillas gastadas.
—No sé si algo de esto puede ser útil —dijo Denny.
—Es posible que sí —contesté—. Mire, Denny, ahora tengo que colgar, pero gracias por contármelo. Lo tendré informado.
Corté la comunicación en el preciso instante en que aquel hombre, el supuesto amante de Edna Czabo, llegaba al final del sendero.
—¿Con quién hablabas? —preguntó. Tenía una voz un poco más aguda y débil de lo que esperaba.
—Con tu madre —respondí—. Dice que vayas a casa y dejes de andar tirándote a las mujeres de otros. Ah, y quiere que en el camino compres un poco de leche.
Me dio la impresión de que no le complacía mucho la respuesta, pero no hizo ademán de moverse, aunque advertí que contraía involuntariamente los puños. Quizás era más listo de lo que parecía, y en tal caso yo no acababa de entender qué hacía con Edna Czabo.
—¿Para qué buscas a Ray? —quiso saber.
—Tengo que preguntarle un par de cosas. No ha hecho nada por lo que deba preocuparse. Espero.
—Ray no viene mucho por aquí.
—¿Lo has ahuyentado tú?
—Entre Edna y él todo ha terminado. Se marchó.
—Eso me ha dicho ella. ¿Sabes dónde está?
—Según Edna, anda por Bangor. No sé dónde.
—Eso no es de gran ayuda —dije—. Y si no has salido aquí para ayudarme, ¿para qué has salido?
Con un gesto parco, señaló en dirección a la casa y a la mujer que había dentro.
—¿Te manda ella para que me metas miedo? —pregunté.
Tuvo la decencia de abochornarse.
—Sencillamente no queremos problemas. Yo en particular no quiero problemas.
Lo calé en el acto. Por lo general, un hombre que dice que no quiere problemas es porque ha experimentado problemas ya antes, y prevé experimentarlos de nuevo en el futuro. Si Ray Czabo había cometido algún desliz, yo podía ser sólo el primero en presentarse ante la casa de su mujer, y quizá detrás de mí aparecerían otros muchos, entre ellos la policía.
—¿Te llamas de alguna manera? —pregunté.
—Tillman —respondió—. Casey Tillman.
—¿Eres familia de Gunnar Tillman?
Asintió con la cabeza.
—Es mi viejo.
—Ya decía yo que te notaba un parecido.
Gunnar Tillman era un elemento de cuidado, la clase de maleante de poca monta que ciudades como Bangor escupen de vez en cuando como trozos de pescado podrido. Andaba metido en drogas, en prostitución y quizá también, alguna que otra vez, en el tráfico de inmigrantes a través de la frontera canadiense, si había que dar crédito a la rumorología. Ahora entendía por qué su hijo no deseaba que la policía husmease en sus asuntos.
—¿Lo ves mucho? —pregunté.
—Lo menos posible.
Me pregunté si sería verdad. Por lo que había oído de Gunnar Tillman, era él quien tomaba las decisiones en cuanto a su nivel de implicación en la vida de los demás. Y me parecía más que dudoso que aceptase el menor rechazo por parte de su propio hijo.
Entregué mi tarjeta a Casey Tillman.
—Si te acuerdas de algo, o si tienes noticias de Ray, házmelo saber. No te he mentido: Ray no está en ningún aprieto, que yo sepa, pero necesito hablar con él. Si te portas honradamente conmigo, no diré nada de ti a la policía a menos que las circunstancias cambien y sea inevitable.
Tillman se metió la tarjeta en un bolsillo de los vaqueros.
—Un coche bonito —comentó, señalando mi Mustang con el mentón—. Yo tengo un taller mecánico en Orono. Si alguna vez necesitas una reparación, llámame. Sale en la guía a mi nombre.
Dicho esto, se volvió y regresó a la casa. Edna Czabo salió a la puerta a recibirlo. Me pregunté si no deberíamos haber escenificado una pelea, sólo por salvar las apariencias. Me limité, no obstante, a aparentar cierta agitación. Ella pareció darse por satisfecha, pero me dirigió otro gesto oralmente insinuante antes de cerrar de un portazo, por si se me había olvidado de cuál era mi lugar.
Conseguí las nuevas señas de Ray Czabo por medio de un inspector del Departamento de Policía de Bangor llamado Jeff Weis. Ray tenía por costumbre repartir tarjetas de visita con la esperanza de que alguien le pasara el aviso si surgía algo jugoso. Por norma, nadie lo hacía, ya que entre la policía de Maine casi todo el mundo consideraba a Ray Vudú un hombre de tan poca talla moral que podría haber ido a lomos de una rata, pero su capacidad para el optimismo era como mínimo admirable. Desde su separación, vivía en la planta baja de un bloque de apartamentos situado a un paso del campo de golf municipal de Bangor. Era uno de esos sitios donde los niños iban en bicicleta por los pasillos y se percibía en el aire un continuo olor a grasa quemada. No obtuve respuesta cuando llamé al timbre, así que rodeé el edificio hasta la parte delantera y escudriñé el interior del apartamento a través de una ventana. Vi un televisor, unas cuantas revistas de sucesos en una mesa de centro y pilas de cajas de cartón llenas de carpetas. Algunas de las cajas en lo alto de las pilas estaban volcadas y el contenido había quedado esparcido en el suelo. Eso no casaba con la personalidad de Ray Czabo. Él era un hombre metódico. Me constaba por mi encuentro personal con él aquella vez en que, mientras le sangraba aún la nariz tirado en el suelo, tuve que obligarlo a devolverme el recuerdo que se había llevado de mi casa. Entonces no había en su despacho nada fuera de sitio. Todo estaba limpio, sin una mota de polvo.
Vi que había dejado un poco abierta la ventana superior para permitir la entrada de aire. Echando una ojeada alrededor, me cercioré de que nadie miraba; a continuación, me calcé los guantes y me encaramé al alféizar. Introduje el brazo para descorrer el pestillo de la ventana principal y entré en el apartamento de Ray Vudú. Dentro hacía frío. La cama del único dormitorio estaba impecablemente hecha, y la cocina se veía en orden salvo por una taza en remojo en el fregadero. El paño de cocina colocado en el escurridor estaba totalmente seco, al igual que la toalla colgada detrás de la puerta del cuarto de baño. Tal vez Ray no se duchaba mucho, o tal vez hacía tiempo que no pasaba por casa.
Examiné los papeles caídos al suelo. En su mayor parte eran crónicas de delitos graves recortadas de periódicos y revistas, algunas con hojas de anotaciones a mano adjuntadas por Ray. Uno o dos casos me sonaban; los otros no, porque eran de fuera del estado. Aparte de las carpetas en desorden, en el apartamento no había nada sospechoso. Cerré la ventana y fui hacia la puerta con la intención de salir. Tropecé con algo ligero, que giró por la moqueta y rebotó en la pared.
Recogí del suelo un pequeño cilindro de plástico negro. Era el estuche vacío de un carrete fotográfico.
Papeles tirados por el suelo y el estuche de un carrete junto a la puerta eran detalles menores, y podría no haberles concedido importancia y considerarlos descuidos de un hombre con prisas. Y si era cosa de Ray, me pregunté por qué se habría marchado con tal precipitación, y si las fotografías que había tomado incluían acaso la de una niña con un bate de béisbol en la mano. No había visto equipo de revelado en el baño de Ray, pero eso no significaba que él no fuera el autor de la fotografía. La otra posibilidad era que alguien hubiese registrado el apartamento de Ray antes que yo, y que entre los objetos que esa persona se hubiese llevado se incluyese al menos un carrete de película fotográfica.
Salí del apartamento, cerré con toda la delicadeza posible y, por si Ray volvía, dejé mi tarjeta pasándola por debajo de la puerta. Aún tenía unas cuantas preguntas que hacerle sobre la casa Grady. Cuando me erguí, la puerta de enfrente se abrió y un anciano vestido con una camisa azul limpia me escudriñó desde detrás de una cadena de seguridad.
—Avisaré a la policía —dijo.
—¿Por qué? —pregunté.
Me miró con los ojos entornados.
—Usted no debería estar ahí. Ése es el apartamento del señor Czabo.
No pude por menos de admirar al viejo. En lugares como aquél eran pocos los que tenían el valor de salir en defensa de sus vecinos.
Le enseñé la licencia.
—Soy investigador privado. No me han abierto y he pensado en dejarle mi tarjeta a Ray.
El viejo me hizo una seña con la mano. Le entregué el billetero. Lo observó por un momento, apretó los labios mientras evaluaba su autenticidad y por último me lo devolvió.
—Parece que es honrado —dictaminó.
—Gracias —respondí—. ¿Ha visto por aquí al señor Czabo últimamente?
El viejo movió la cabeza en un gesto de negación.
—No, hace ya un tiempo que no lo veo. La última vez fue cuando tuvo el problema.
—¿El problema?
—Vinieron dos hombres, uno pequeño y uno grande. El pequeño era el más viejo, pero no tanto como yo. Le estuvieron gritando al señor Czabo y luego salieron y le dieron patadas a su coche. También entonces pensé en llamar a la policía, pero el señor Czabo me pidió que no lo hiciera. Dijo que era un malentendido.
—¿Y eso cuándo fue?
—No hace mucho. Unas tres semanas, aproximadamente.
—¿Recuerda algo más de los hombres en cuestión?
—El mayor era bajo, con el pelo blanco y rizado, y demasiadas cadenas de oro para un hombre de su edad. El otro era sencillamente enorme. Sin cuello. Parecía un salto atrás a los tiempos de los cavernícolas.
Por la descripción, deduje que el mayor era Gunnar Tillman. Imaginé que el acompañante era un esbirro.
Volví a dar las gracias al vecino de Ray Vudú.
—Bueno —dijo cuando se disponía a cerrar la puerta—. Para mí esto es importante. El barrio se irá a la mierda si no cuidamos los unos de los otros.
—Es usted una especie en extinción —comenté.
—Quizá, pero todavía no estoy muerto —respondió y cerró la puerta.
A unos dos minutos del apartamento de Ray había un centro comercial que giraba en torno a una gran tienda de parafarmacia, cosmética y fotografía. Era sólo una remota posibilidad, pero entré en el aparcamiento y detuve el coche frente a la tienda. La sección de revelado estaba junto a las cajas registradoras a cargo de un adolescente en apariencia aburrido que vestía un polo de color amarillo intenso.
—Hola —saludé—. Creo que mi mujer dejó unas fotos aquí hará cosa de una semana. No encontramos el resguardo, pero estamos muy interesados en recuperarlas.
—¿Seguro que las dejó aquí?
Puse en práctica mi mejor imitación del marido frustrado.
—Ella cree que las trajo aquí a revelar, sí. Ahora anda un poco alterada. Esperamos nuestro primer hijo.
No habría sabido decir qué era peor, si mentir o adornar la mentira con la verdad. Al dependiente tanto le daba.
—¿A qué nombre? —preguntó.
—Czabo.
Con manifiesto hastío, empezó a pasar los sobres que tenía tras el mostrador. Se detuvo hacia la mitad y extrajo dos del archivador.
—Czabo —dijo—. Dos carretes.
No me pidió que me identificara. Le di las gracias y pagué. Acto seguido me marché de la tienda sintiéndome como un espía.
Abrí los sobres en el coche. Una serie de fotografías contenía imágenes de los amigotes de Ray en un bar, un par de paisajes vacíos que podrían haber sido escenarios de algún crimen o un intento por parte de Ray de entrar en contacto con la naturaleza, y dos fotos de los daños ocasionados al guardabarros de un automóvil verde que probablemente era de Ray. Supuse que eran el resultado de las patadas de Gunnar y su matón. Los daños no parecían muy graves, y las fotos debían de ser para el seguro.
La segunda tanda de fotografías se iniciaba con cinco escenas en la casa de Ray, la que ahora ocupaban su mujer y el gigoló de ésta. Casey Tillman aparecía en todas las imágenes, casi siempre entrando o saliendo de su coche, o saludando a Edna Czabo con un beso y un abrazo. Por lo visto, Ray no se alegraba tanto del distanciamiento entre su mujer y él como parecía alegrarse ella.
Casey salía también en otras dos fotografías, éstas tomadas frente al taller mecánico que llevaba su nombre. Lo acompañaban otros dos hombres. Uno parecía el Eslabón Perdido, en el supuesto de que el Eslabón Perdido hubiese aprendido a atarse los cordones de los zapatos. El otro era Gunnar Tillman. Era mucho más bajo que su hijo, y el poco peso corporal que acarreaba era más músculo que grasa. Tenía el pelo rizado y blanco, en atractivo contraste con su bronceado invernal. Vestía un jersey con el cuello en pico y un pantalón de chándal reluciente. Las joyas de oro brillaban al sol en su muñeca y alrededor de su cuello. Obviamente, Gunnar Tillman compraba en Glamour Macarra.
No era buena idea por parte de Ray Czabo andar sacándole fotografías clandestinas a Tillman, pero quizá esperaba recuperar a su mujer demostrándole que su amante no había roto relaciones por completo con su padre delincuente. Por alguna razón, sospeché que Ray se agarraba a un clavo ardiendo. Edna Czabo tenía un nuevo hombre en su vida, uno mucho más joven que el anterior y con cierta personalidad. Dado que ella no aspiraba a la presidencia del Gobierno, ni comandaba la tropa local de Girl Scouts, dudé que le preocupara mucho que Tillman se reuniera con su viejo de vez en cuando.
Las últimas fotografías eran de la casa Grady, tomadas desde todos los ángulos posibles salvo colgado cabeza abajo de un bajante. Según la fecha digital impresa en la esquina derecha de las fotos, eran de hacía un par de semanas, y habían sido hechas en el espacio de unos quince minutos. Ray había conseguido fotografiar incluso el interior de la casa a través de las rendijas entre los tablones de las ventanas tapiadas. Las miré por encima una vez, sin ver nada destacable. Las observé de nuevo, ahora más despacio, y advertí un detalle en la penúltima que me obligó a detenerme.
Era la que Ray había tomado acercando la cámara a los tablones. La mayor parte de la imagen estaba velada por el reflejo del flash en el cristal, pero el lado izquierdo había quedado relativamente claro. Mostraba el espejo de la pared del recibidor, el mismo que yo había visto al entrar en la casa.
En él se veía reflejada la silueta de un hombre. Sólo distinguí su espalda, cubierta por una chaqueta oscura, pero no se le veía la cara. Su reflejo no miraba a la cámara. Revisé las imágenes una vez más para confirmar lo que había visto y luego las dejé a un lado.
En las fotografías de Ray Czabo, todas las puertas y ventanas de la casa Grady estaban claramente cerradas desde el exterior. Era imposible que hubiera alguien dentro.
Y sin embargo había alguien.
Esa noche Rachel se quejó de dolor de estómago, así que la llevé al Maine Medical y pasé dos horas en la sala de espera mientras la reconocían. Hojeé los periódicos durante un rato, pero parecían llenos de sufrimiento y no necesitaba leer sobre gente que moría mientras Rachel estaba dolorida.
Al final los médicos la dejaron salir. Nos dijeron que no había nada de que preocuparse y que todo parecía en orden. Llegamos a casa a eso de las dos de la madrugada y Rachel empezó a llorar poco después. No pude consolarla, y por lo visto ella no se sentía capaz de hablar. Así pues, la tuve entre los brazos hasta que el llanto cesó y por fin la venció el sueño, intercalándose en sus últimos momentos de vigilia leves hipidos y sollozos.
A la mañana siguiente se comportó como si nada hubiera pasado, y no supe qué más hacer, aparte de dejarla en paz.