5

Los trabajos de vigilancia tienen su complicación. Hasta el más descerebrado de los hombres, uno de esos que de niños se ponen un casco de hockey para ir al colegio por miedo a caerse en el camino, es capaz de descubrir a alguien que lo lleva observando regularmente durante cierto espacio de tiempo. Los policías tienen suerte. Para el sospechoso, cuando lo siguen, es más difícil detectar a varias personas que a una sola, y además los policías pueden repartirse el trabajo, concederse descansos y, en general, ayudar a sus compañeros a permanecer alertas todo el tiempo, porque la vigilancia, aparte de ser complicada, es aburrida, y a uno se le va el santo al cielo con facilidad. Un buen destacamento de vigilancia requiere, por tanto, muchos efectivos, razón por la cual incluso los policías tienden a escurrir el bulto cuando se les plantea el tema. Apartar a dos o más agentes de sus obligaciones habituales para vigilar a un mamón que quizá merezca su atención o quizá no incide negativamente en la moral, en las horas extras y quizás incluso en la lucha contra la delincuencia en su conjunto.

Normalmente los investigadores privados no pueden permitirse el lujo de un equipo de vigilancia, y sus clientes no son siempre tan ricos como para poder contratar a toda una cuadrilla a fin de cubrir un trabajo, así que controlar a alguien suele ser una labor complicada. La misión de la casa Grady era distinta. La casa no iba a marcharse a ninguna parte, ni a intentar huir a través del bosque en busca de la libertad. Aun así, permanecer atento a ella continuamente sería un problema, y por tanto me convenía encontrar a alguien para repartir la carga. Si quiere hacerse bien, incluso para una tarea sencilla como vigilar una casa vieja y vacía se requiere a una persona con paciencia, disciplina, nervios templados y buen ojo para los detalles, alguien que no se asuste así como así y que sepa desenvolverse si algo se tuerce.

A falta de un individuo que reuniese tales características, necesitaba a alguien con mucho tiempo disponible.

Conocía a la persona idónea.

—Así que vigilancia, ¿eh? —dijo Ángel.

Ángel y su novio, Louis, eran lo más cercano a unos verdaderos amigos que yo tenía. Debía reconocerse que su moralidad era sospechosa, y Ángel poseía esa clase de temperamento al que no le habría venido nada mal un poco de intervención farmacéutica, pero tampoco podía decirse que yo fuera perfecto. Casi todo el mundo acaba teniendo los amigos que se merece, pero yo imaginaba que seguramente, aun si quedaba impune de muchas cosas a lo largo de la vida, al final tendría algún motivo de queja por los que me habían tocado en suerte. Casi siempre vivían juntos en un apartamento del Upper West Side, donde la tendencia natural de Louis al orden y al minimalismo libraba una batalla heroica pero perdida de antemano contra la fascinación de su compañero por el caos y la ropa de saldo. Era todo muy yin y yang, pero cuando le planteé esta teoría a Ángel, actuó como si yo hablase de hermanos siameses y me obsequió con anécdotas sexualmente fascinantes, aunque políticamente incorrectas. Cuando hice partícipe a Louis de una opinión similar, me amenazó con mandar a Ángel a vivir conmigo, y a ver cuánto tiempo soportábamos Rachel y yo un poco del yang de Ángel. Dado que Louis, en comparación con Rachel, podía parecer el colmo de la dejadez, calculé que no sería mucho.

Me llegaba música de fondo mientras Ángel y yo hablábamos. Parecía horrible.

—¿Qué demonios estás escuchando?

—Un recopilatorio de rock progresivo. Quiero entrar en contacto con mi musa escuchando música del pasado.

Casi me daba miedo preguntar. Casi.

—¿Tienes una musa? ¿Qué es, una musa condenada a servicios comunitarios? ¿Le ha ordenado un juez que te ayude?

Ángel optó por hacerse el sordo.

—Estoy pensando en escribir mis memorias. Bueno, tendré que cambiar alguna que otra chorrada, quizá modificar los nombres para proteger a personas culpables, jugar con las fechas, las escalas temporales y demás. Me he comprado un libro, una de esas guías en plan «¿Cómo escribir un best seller?». Da buenos consejos. El tipo mismo que lo escribió es autor de best sellers, o sea, que sabe de qué habla.

—¿Conocías ya al autor?

Siguió un breve silencio.

—No, o al menos no hasta que compré el libro.

—¿Y entonces por qué crees que es autor de best sellers si no lo conocías?

—Hay mucha gente a la que no conozco y eso no significa que no sean lo que dicen ser. En la portada dice que es autor de best sellers.

—¿Y qué ha escrito?

Le oí pasar las hojas de un libro delgado y desproporcionadamente caro.

—Ha escrito…

—¿Sí?

—Espera, estoy buscándolo. Ha escrito… Bueno, vale, ha escrito un best seller sobre cómo escribir best sellers. ¿Es eso lo que querías oír? ¿Ya estás contento?

Lo oí tirar el libro a un lado con cierta violencia. Imaginé, no obstante, que lo rescataría en cuanto colgase. En todo caso, sus memorias no pasarían probablemente del primer capítulo. Al menos ésa era mi esperanza.

—Y ese trabajo del que quieres que me encargue, ¿es la vigilancia de una casa?

—Ajá.

—¿Una casa vacía?

—Sí.

—¿Y qué ha hecho la casa? ¿Espiar a las casas vecinas?

—Sospecho que ha robado ropa interior de los tendederos.

—Yo conocía a uno que hacía eso. La robaba, la lavaba, la plegaba y luego volvía a dejarla en su sitio con una nota en la que describía todo el trabajo que había hecho, añadiendo algún que otro consejo sobre los cuidados de la ropa para los dueños. Ante el juez, declaró que le preocupaba la higiene. El juez recomendó al director de la cárcel que le permitiera trabajar en la lavandería. Los presos llevábamos los monos más limpios del estado. Y además bien almidonados.

Ángel había pasado demasiado tiempo en cárceles, épocas largas y difíciles. Rara vez hablaba de ello, y más raro aún era que bromeara al respecto. Eso quería decir que estaba a gusto con su vida, y yo me alegraba de ello. En fecha reciente Ángel había sobrellevado grandes sufrimientos.

—Una historia bonita. ¿Ya has acabado?

—Eso de quedarse mirando una casa vacía no parece que tenga mucho futuro.

—Si va y resulta que lo haces bien, te ascenderemos a la tarea de vigilar casas ocupadas. Oye, sin ánimo de ofender, pero has allanado bastantes moradas. Debes de tener cierta experiencia en vigilarlas.

—Muy bonito. Me llamas por teléfono, me pides ayuda y ahora me insultas. ¿Tienes algún otro trapo sucio que echarme a la cara?

—Podría echarte la colada entera. Pero no dispongo de tanto tiempo.

—¿A cuánto se paga el trabajo?

—Un dólar al día y todos los cacahuetes que puedas comer hasta atracarte.

—¿Salados o asados?

—Salados.

—No está mal. ¿Cuándo empiezo? Ah, por cierto, ¿puedo llevar a un amigo?

A continuación telefoneé a Clem Ruddock. Clem, antes miembro de la policía estatal, llevaba casi dos años retirado y, como tantos otros polis al llegar el momento de la jubilación, había comprado un bar en un sitio donde las temperaturas nunca bajaban de veinte grados en invierno. Por desgracia para Clem, él era un testimonio viviente de mi arraigada convicción de que determinadas personas sencillamente han nacido para morir en Maine. Como nunca llegó a integrarse en Boca, vendió la mitad del bar a un ex policía de Coral Gables y volvió al norte. Ahora repartía su tiempo entre Florida y un dúplex en Damariscotta, cerca de su hija y sus nietos. El contestador de Clem me informó de que él no estaba en casa y me dio un número de móvil por si quería intentarlo ahí.

—¿Tú qué eres? ¿Cirujano? —le pregunté cuando por fin conseguí hablar con él—. ¿Para qué necesita móvil un jubilado?

Clem estaba conduciendo. Oía de fondo el ronroneo del motor.

—No te has enterado, veo —comentó—. Ahora, para llegar a fin de mes, hago de proxeneta. Tengo a unas cuantas chicas en una caravana a un paso de la 295. Estoy pensando en adjudicar alguna franquicia. ¿A ti te sobra un poco de dinero?

—Lo siento, yo lo tengo todo invertido en porno de monos. Es un mercado en crecimiento. ¿Tienes un rato para hablar?

Dio la casualidad de que Clem venía de camino a Portland para reunirse con su abogado. A veces las cosas engranaban así de bien. Quedé con él en el Rosie's, un establecimiento del Puerto Antiguo, para comer unas hamburguesas. Me dijo que yo era un tacaño. Le dije que pagaría él, así que era más tacaño aún de lo que se pensaba. Al fin y al cabo, no era yo quien tenía un bar en Florida y dos casas.

Rachel, sentada a la mesa de la cocina, hojeaba una revista y mordisqueaba un bagel. Walter esperaba a medio camino entre su canasta y Rachel, tentado a todas luces de afanar algo de comida del plato, pero a la vez reacio a probar suerte por miedo a acabar llevándose un grito. Cuando entré, decidió que la balanza se había decantado a su favor y vino a olfatearme la mano como pretexto para acercarse a la mesa.

—Has vuelto a darle los restos —me reprochó Rachel sin levantar la vista.

—¿Qué has hecho? ¿Ponerlo bajo la luz de una lámpara hasta que se ha venido abajo y ha confesado?

—Le transmitimos señales contradictorias. Eso lo confunde.

—Lo único que lo confunde es por qué tú no lo quieres tanto como yo —respondí.

—Eh, eso es un golpe bajo. ¿Es así como piensas ganarte el afecto de tu hija, con sobornos y caprichos?

—Es importante empezar con buen pie. Ha salido bien con el perro. Y contigo. —Me incliné y la besé en los labios—. Tengo que irme —dije—. Llegaré a tiempo para la cena, y dejaré el móvil encendido.

Desvió la mirada hacia el interior de mi chaqueta. Alcanzó a ver la empuñadura del arma, pero no hizo ningún comentario.

—Ten cuidado —me aconsejó, y siguió con su revista.

Antes de salir de casa, volví la cabeza y la vi ponerle un trozo de bagel en la boca a Walter. A cambio, él apoyó la cabeza en su falda, y Rachel lo acarició con delicadeza mientras concentraba su mirada no ya en la lectura, sino al otro lado de la ventana de la cocina, en las marismas y los árboles, como si el cristal se hubiese convertido en agua y pudiese ver una vez más bajo su superficie la cara del hombre ahogándose.

El Coleccionista buscaba a Ray Czabo. Se había tropezado con ese nombre en el curso de su propia investigación sobre la casa Grady y tenía gran interés en hablar con el individuo en cuestión. Se abstenía de juzgar desde un punto de vista moral el espeluznante pasatiempo de Ray Vudú: como sabía por experiencia, los seres humanos eran capaces de comportamientos mucho peores que el robo de un objeto en el escenario de un crimen. Su interés se centraba en la posibilidad de que Ray hubiese logrado acceder al interior de la casa, y quizá de paso se hubiese apropiado de alguna cosilla. Si se trataba del objeto adecuado, el Coleccionista podría dar por concluido su trabajo.

Pero estaba claro que Ray Czabo no era fácil de encontrar, y ahora había un desconocido en su casa. Por lo regular, el Coleccionista era partidario de un método de aproximación directo, pero el joven que parecía beneficiarse de la señora Czabo en ausencia de su marido parecía potencialmente conflictivo. Sin embargo, más preocupante era el hecho de que, como el Coleccionista había averiguado, en aquel caso se cumplía el dicho «de tal palo tal astilla», y el amante de la señora Czabo, por ser hijo de su padre, gozaba de la protección de una organización criminal pequeña pero eficiente.

El Coleccionista había obrado con descuido dando por supuesto que su coche viejo y su desharrapado aspecto personal le permitirían pasar inadvertido a menos que él mismo decidiera lo contrario. Empezaba a preguntarse si la señora Czabo no se habría confabulado con su amigo para apartar de allí al marido, ya fuera mediante amenazas o con violencia real. Estaba planteándose esta posibilidad mientras regresaba a su coche después de seguir al amante hasta la base de operaciones de su padre, cuando un hombre salió de detrás de un contenedor y le cortó el paso.

—¿Quieres explicarme qué haces aquí? —le abordó el hombre. Le sobraban unos kilos y vestía una cazadora negra de cuero y unos vaqueros. En la cara tenía protuberancias donde no correspondía, como si se le hubieran roto todos los huesos y después le hubieran recompuesto mal las fracturas. Se llamaba Chris Tierney, y tenía fama de hombre duro e intimidador.

El Coleccionista no disponía de tiempo para eso. Intentó sortearlo, pero Tierney lo obligó a retroceder de un empujón y dio un paso hacia él.

—Te he hecho una pregunta —repitió Tierney. El Coleccionista permaneció en silencio—. A tomar por el saco —dijo Tierney por fin—. Vas a acompañarme.

Se abalanzó sobre el individuo delgado y grasiento de dedos amarillos, ese esqueleto andrajoso que había intentado esquivarlo. Pero el tipo harapiento, en lugar de recular, avanzó hacia él haciéndole frente. Tierney sintió un impacto en el pecho que lo elevó hasta quedar tocando el suelo sólo con las puntas de los pies. Se encogió contra la mano de su agresor cuando la sorpresa del golpe comenzó a disiparse y dio paso a un penetrante dolor. Tierney intentó hablar, pero la sangre le manó a borbotones de la boca y le resbaló por los labios y el mentón. Cerró los dedos en torno a la mano del Coleccionista y encontró la empuñadura de la navaja. Trató de decir algo, pese a que no había nada que decir.

El Coleccionista acercó la mano izquierda a los labios del moribundo.

—Chist —dijo—. Silencio. No te preocupes. Ya casi ha terminado. Casi ha terminado.

La navaja se hundió con fuerza una vez más, y la vida abandonó a Tierney en medio de una bocanada de aire y sangre.

Clem no había cambiado desde la última vez que lo vi. Ya le habían salido canas a los treinta y tantos años, así que, aparte de las arrugas en las comisuras de los ojos y los labios, no parecía haber envejecido mucho más desde entonces. Conservaba aún los vestigios de un bronceado tras su último viaje al sur y había perdido un poco de peso.

—Tienes buen aspecto —dije.

—Sigo una dieta saludable… cuando no me queda más remedio —contestó, y a renglón seguido pidió una hamburguesa con queso y una ración extra de patatas fritas, sin mayonesa. Aclaró—: Es la mayonesa lo que mata.

Clem pertenecía al grupo de policías que habían mantenido la amistad con mi abuelo cuando éste abandonó el cuerpo, y que luego habían extendido su buena voluntad al nieto. Allá en Manhattan, ciertos policías cambiarían de acera para eludirme, aun cuando la calle estuviera minada. Aquí en el norte, la gente tenía en cuenta otras lealtades más antiguas.

No hablamos de nada en particular hasta que acabamos de comer y después nos recostamos en nuestras sillas junto a la vidriera para ver pasar los coches y a las personas. En apariencia, nadie tenía mucha prisa por llegar a ninguna parte, y como diciembre sólo acababa de empezar, la perspectiva de la Navidad generaba aún más ilusión que estrés.

—¿Te acuerdas de John Grady? —dije por fin.

Descubrí que yo mismo aborrecía pronunciar ese nombre. Parecía contaminar el aire, filtrarse a través del marco de la ventana para emponzoñar el ambiente festivo de la calle.

—John Grady —repitió Clem. Tomó un sorbo de cerveza y lo retuvo en la boca por un momento, como si se enjuagara tras mencionar a Grady—. Tú y tu costumbre de resucitar viejos fantasmas. Opino que tienes un interés malsano en los asesinos muertos.

—Bueno, resultó que algunos no estaban tan muertos como se creía.

—Se diría que gozas del don de despertarlos, eso desde luego. John Grady, en todo caso, no volverá. Lo vi morir con mis propios ojos.

—¿Estabas presente?

Sabía que Clem había intervenido en la investigación, pero no que hubiese sido testigo de los momentos finales de Grady.

—Cuando fue raptada la hija de Matheson, tuvimos la primera pista medio aceptable en meses. Aquello fue una estupidez por parte de Grady, llevársela así sin más, pero imagino que para entonces ya no controlaba sus apetitos. Llegamos a la casa, pero para ella ya era demasiado tarde. —Tomó otro trago de cerveza y miró por encima de mí, allí donde su reflejo permanecía suspendido en el cristal de la ventana—. Aquello se me quedó grabado. Apenas recuerdo unos cuantos casos por los que desearía romperme el puño contra una pared, pero ése es uno de ellos. Demasiados «si al menos»: si al menos hubiésemos establecido antes la conexión con el coche de Grady; si al menos hubiésemos podido echar abajo aquella puerta; si al menos…

»Pero el caso es que llegamos allí y encontramos a Grady apuntándose a la cabeza con la pistola. Si no hubiese sido tan horrendo, casi habría resultado cómico: por un lado nosotros, apuntándole con nuestras armas, amenazándolo con disparar; por otro lado él, con una pistola en la mano, dispuesto a volarse los sesos y ahorrarnos las complicaciones. Aquello sólo podía acabar de una manera, imagino.

»Recuerdo lo que dijo antes de morir: “Esto no es una casa. Esto es un hogar”. Todavía no entiendo qué quiso decir. Aquel sitio era lo menos parecido a un hogar que he visto jamás. Cuatro muebles contados, paredes a medio pintar, papel barato que ya empezaba a despegarse. Por todas partes había polvo y mugre, y aquellos malditos espejos. Aquellos espejos me desorientaban por completo. Parecía haber movimiento por todos lados: nuestros reflejos, los reflejos de nuestros reflejos. En la vida he tenido los nervios tan a flor de piel.

»Yo estaba muy cerca de Grady cuando apretó el gatillo. Recuerdo su cara y sus ojos. Sí, lo que hizo no tiene nombre, la peor atrocidad que he visto, pero era un hombre atormentado. Lo noté. Tenía una especie de sarpullido en la piel, pústulas en los labios y los párpados hinchados. Era un ser muy angustiado y enfermo. Yo era quien estaba más cerca de él. Me vi reflejado en sus ojos y, te lo juro, supe lo que iba a hacer y deseé impedírselo: no porque me importase si vivía o moría, sino porque tenía la sensación de que, si moría en ese momento, de algún modo se llevaría consigo parte de mí, porque yo estaba atrapado en su mirada. Te parece absurdo, ¿no? Sentía tal nerviosismo, tal estado de agitación en medio de todos aquellos espejos, que de pronto me entró miedo: me entró así de repente, sin darme tiempo a pensar.

»El caso es que miró a su derecha y vio su imagen en el espejo y le cambió la expresión. Dio la impresión de que casi sentía alivio. Entonces apretó el gatillo, y el espejo desapareció en medio de una lluvia de sangre y cristales. Ahí se acabó todo para él. Encontramos los cadáveres allí en el sótano, y también al niño, Maguire, que una y otra vez recobraba el conocimiento y volvía a perderlo. Lo mejor que puede decirse de lo que les pasó a esas criaturas es que, según dedujo el forense, murieron deprisa. Pero estamos hablando de niños. Dios mío, ¿a qué extremo hemos llegado cuando tenemos que consolarnos con la idea de un final rápido a sus sufrimientos?

Levantó la botella para pedir otra cerveza. Yo tomaba café. Ya rara vez pruebo el alcohol. Le he perdido el gusto.

—Es increíble que acabe de salirme de dentro todo eso —comentó Clem—. La de cosas que uno se guarda, casi sin saberlo.

Me acordé de Denny Maguire, sacado de la casa en brazos de un policía, envuelto en la chaqueta de un desconocido. Pensé que probablemente no había dormido bien después de cerrar el bar la noche en que hablamos. Aunque casi con toda seguridad Denny Maguire rara vez dormía tranquilo desde que John Grady lo apartó de su familia y lo llevó a aquella casa. También él se lo había guardado todo dentro, y eso lo había convertido en un viejo prematuro.

Llegó la cerveza, pero Clem no la tocó.

—Te he contado todo eso, y ni siquiera sé por qué me lo preguntas.

Le hablé de Matheson y la fotografía de la niña.

—Niños —susurró—. Contigo siempre hay niños de por medio.

No respondí. No quise.

—Algunos policías tienen algo así como una especialidad —continuó—. Parece que determinados casos se les cruzan en el camino más que otros. No es que los busquen. Sencillamente les caen. Con algunos, es violencia doméstica; con otros, violaciones. Desarrollan una manera de abordarlos que es distinta de la de otros policías, y luego es como si los atrajeran. Contigo, son los niños, parece. Debe de ser duro para ti, después de lo que pasó.

—A veces —admití.

—¿Crees en Dios?

—No lo sé. Si existe, no entiendo lo que hace.

—Si no existe, estamos perdidos. Miro alrededor, pienso en hombres como Grady y lo que hizo, y a veces me pregunto si hay alguien en el más allá a quien de verdad le preocupa realmente todo esto. Y de pronto es como si se levantara la niebla durante un par de segundos y veo una lógica. No, ni siquiera una lógica, sino la posibilidad de una lógica.

—¿Ves la mano de Dios?

Se echó a reír y se llevó un dedo al pómulo.

—Ojo de policía: veo sus huellas digitales. Veo las marcas en el cristal. A medida que te haces viejo empiezas a pensar en estas cosas. Si existe un Dios, vas a tener una conversación muy seria con él en un futuro cercano, así que empiezas a pensar qué puedes decir. Imaginas que sobre todo dirás «Lo siento». Muchas veces.

Clem pareció recordar qué lo había llevado hasta allí.

—Estoy divagando. ¿Decías que Grass investiga el asunto?

—Lo vi un tanto escéptico. Dice que quiere actuar con discreción, para no asustar innecesariamente a una familia, o crear pánico en los padres.

—Grass es un hombre íntegro. Era joven cuando ocurrió lo de Grady, pero, como yo, estuvo allí presente en los últimos momentos. Dudo mucho que llegue a borrársele de la cabeza. Por lo que he oído, se ha tomado de manera muy personal el control de la casa. No quiere que la gente recuerde lo que pasó allí, y supongo que es un punto de vista acertado. A la que te descuidas, la incluyen en una ruta de turismo macabro, o a alguien se le mete entre ceja y ceja pegarle fuego…, lo que no sería mala idea, si quieres que te diga la verdad. Ya de entrada no me explico qué interés tenía Matheson en quedarse la casa. Pero, como te he dicho, la casa Grady es ahora territorio de Grass. Ha asumido la carga.

Me pregunté si Clem tenía razón. Grass, Denny Maguire e incluso el propio Clem parecían acarrear un remanente de lo que sucedió en la casa Grady, igual que una espina clavada en el alma. Tal vez eliminarla de la faz de la tierra les aportaría cierto alivio a ellos y a cuantos habían visto su vida manchada por John Grady. Incluso Matheson debía de haber empezado a replantearse el deseo de conservarla a modo de monumento ahora que la casa había ampliado de algún modo su radio de acción y la vida de una niña desconocida estaba bajo su influencia.

—¿Tienes alguna otra cosa que contarme? —pregunté.

—No hay mucho más que decir —respondió Clem—. Grady era una hoja en blanco. Ni siquiera sé si ése era su verdadero nombre. Sus huellas no aparecieron en los archivos, y después de su muerte nadie se presentó a reclamar los restos. Le costó al estado un entierro y una cruz barata. —Apartó la botella de cerveza—. No sé por qué la he pedido. Si bebo más de una botella de cerveza por la tarde, me paso el resto del día amodorrado. Ya empieza a costarme pensar en los detalles que pudieran serte útiles. Supongo que lo único que puedo añadir es que nos llevamos de la casa cierto material, básicamente libros…, y ahí sí se produjo una situación un tanto rara.

—¿Rara en qué sentido?

—Todo era en plan magia negra. Ya me entiendes: brujería, demonios, esos dibujos en forma de estrella.

—Pentagramas.

—Exacto. ¡Claro, cómo no ibas a saberlo! Y no eran baratijas, no. Algunos de esos libros eran bastante antiguos. Por lo que supe, al venderlos sacaron un buen dinero para las viudas y los huérfanos.

—¿Los vendieron?

—Bueno, para empezar no había ninguna razón para quedárselos, porque Grady había muerto y no iba a celebrarse juicio ni nada por el estilo. Alguien los arrinconó y se olvidó de ellos, y permanecieron en un sótano veinte años. El otoño pasado hubo limpieza general. Yo me acerqué a echar un vistazo por si había algo digno de conservarse a modo de recuerdo. Aparecieron esos libros, y alguien decidió solicitar una valoración. Hicieron correr la voz entre unos cuantos anticuarios del estado, y al día siguiente literalmente se presentó un tipo a echarles una ojeada. Ofreció mil dólares por el lote completo y se marchó de allí con todo al cabo de cinco minutos.

—¿Sabes quién era?

—Puedo averiguarlo ahora mismo si quieres.

Sacó el móvil y marcó un número de teléfono.

—Ya ves que le saco partido a esto —comentó mientras esperaba a que contestasen—. Hola, ¿puede ponerme con el inspector Brian Harrison, por favor?

Yo no conocía a Harrison. Se puso al aparato y, por un momento, Clem y él intercambiaron saludos y se pusieron al corriente de las noticias respecto a amigos comunes. Al final, Clem le preguntó por la venta de los libros de Grady. Después de unos cuantos «ajá» dio las gracias a Harrison, le prometió quedar un día a tomar una copa con él y colgó.

—¡Cómo no! —exclamó—. También aquí tenía que haber magia negra de por medio. El comprador de los libros declaró que trabajaba para Bowe & Heinrich. Se presentó como sobrino de Milton Bowe.

Bowe & Heinrich eran unos conocidos anticuarios con sede en Bangor, especializados en libros raros.

—¿A ver si lo adivino? —dije—. Bowe & Heinrich no sabían nada de él.

—Milton Bowe llegó a la jefatura de la policía estatal al día siguiente para examinar los libros en persona, pero para entonces ya no estaban. Se pilló un buen cabreo. No le gustó nada la idea de que un bicho raro se hiciera pasar por sobrino suyo, ni que le arrebataran los libros ante sus mismísimas narices.

—¿Un bicho raro?

—Parecía un vagabundo. Por lo que sé, es lo normal entre algunos de esos coleccionistas. Gastan más en libros y antigüedades que en ropa. El tipo ese llevaba un abrigo viejo y un zapato que hablaba. Pero pagó en efectivo, eso sí: diez billetes de cien dólares, que probablemente fue más de lo que habría pagado Bowe, el muy roñica. Si ese tipo cometió algún delito, fue un delito sin víctima.

No necesité preguntar a Clem nada más sobre el comprador. Ya sabía quién era.

—¿Ya has decidido cómo vas a manejar el asunto? —quiso saber Clem.

Contesté con evasivas. Aún no sabía bien qué podía hacer, aparte de hurgar en viejos recuerdos y quedarme mirando mientras en la casa Grady se posaba el polvo levantado.

—En fin, si necesitas ayuda, avísame —se ofreció Clem.

Nos pusimos en pie para marcharnos. Pese a mis anteriores pullas a Clem respecto a su riqueza, eché mano de la cuenta.

—Ya está pagado —dijo—. He dejado la tarjeta de crédito detrás de la barra.

—No hacía falta.

—Oye, ha sido un placer verte. Hoy día no tengo ocasión de hablar con alguien treinta años más joven que yo muy a menudo. Así dejo de sentirme como un viejo carcamal durante un rato.

Había refrescado. Mi aliento quedó flotando en el aire vespertino como una promesa incumplida.

—¿Has vuelto alguna vez a la casa Grady? —pregunté a Clem mientras nos dirigíamos hacia nuestros respectivos coches.

—No. No tengo ningún motivo para ir allí. Y si tuviera que volver, no me quedaría mucho tiempo. Hay algo malsano en el ambiente de esa casa. Tú has estado allí, ya sabes de qué hablo. Me consta que no es así, pero casi diría que hay sustancias químicas en las paredes y el suelo. En los días posteriores a la muerte de Grady, casi todos los hombres que pasaron un rato dentro de la casa se quejaron de náuseas y vómitos. Yo tuve después dolores de cabeza durante semanas. De aquello hace ya más de veinte años. Puede que ahora el olor ya no sea tan intenso, pero estoy seguro de que aún se nota.

Al oír sus palabras, recordé mi propia desorientación después de pasar unos minutos en la casa Grady. Clem tenía razón. Lo que había contaminado la casa, fuera lo que fuese, seguía presente, sujeto a un proceso de lenta descomposición, como la semivida de un desecho radiactivo.

Nos despedimos en Commercial. Clem me estrechó la mano firmemente entre las suyas.

—Nada de «si al menos» —dijo—. Recuérdalo. No permitas que le pase nada a esa niña. Ya hay demasiados niños perdidos. Tú lo sabes mejor que nadie. Hay demasiados niños perdidos…