La localidad de Two Mile Lake se hallaba en medio de una zona de tierra yerma, a cinco kilómetros al nordeste de los pueblos de Bingham y Moscow. Allí el río Kennebec alimenta con sus aguas el lago Wyman antes de seguir su curso hacia la costa, ensanchado por innumerables arroyos y afluentes. Todo eso forma parte de la Hacienda Bingham, que debe su nombre a un latifundista de Filadelfia, William Bingham, que a finales del siglo XVIII tenía en propiedad una porción del estado tan extensa que legó a sus herederos una superficie equivalente a la mitad de Massachusetts. Incluso había una presa en el Kennebec que llevaba su nombre, cosa que lo situaba en la categoría del presidente Herbert Hoover.
Al norte de Two Mile Lake, cerca de la confluencia de los ríos Kennebec y Dead, se encontraba The Forks, uno de esos extraños lugares de Maine donde pasado y presente parecían haber alcanzado un precario acuerdo. En rigor, The Forks era aún una «colonia» —lo que en Maine viene a ser un municipio no organizado como tal—, y antiguamente, allá por el siglo XIX, fue el núcleo principal de una zona de veraneo. En la actualidad acudían allí los aficionados al rafting, atraídos por los efectos de la central hidroeléctrica Harris en la corriente del río. Nuevos hostales y tiendas hacían compañía ahora al viejo hotel Marshall, con su letrero de neón anunciando CÓCTELES, y a los animales disecados de la tienda de abastos Berry. Desde The Forks, la carretera federal 201 subía en dirección norte hacia Canadá, paralela al sendero Arnold Trail, y se adentraba en esa inhóspita naturaleza igual que hiciera en las postrimerías del siglo XVIII el mismísimo coronel Benedict Arnold en su expedición a Quebec, donde el único poblado de tamaño decente en el camino era Jackman.
Two Mile Lake debía de haber envidiado la relativa prosperidad de que disfrutaban sus vecinos del norte. No estaba del todo claro cómo había acabado llamándose Two Mile Lake, «el Lago de las Dos Millas», ya que la masa de agua más cercana digna de ese nombre era el lago Wyman, que se hallaba francamente lejos. Two Mile contaba con una especie de estanque en el límite norte del pueblo, y si uno era muy insensato, podía arriesgarse a nadar en sus aguas o comer algo que procediera de él, pero el estanque no superaba los setenta metros en su parte más ancha. Así pues, la única conclusión a la que podía llegarse sobre el topónimo era que si viajabas hacia el norte desde allí, al final, recorridas dos millas, regresabas al sur, porque en los alrededores no había nada que ver. En esencia, Two Mile Lake estaba a dos millas de ninguna parte.
Seguí por la Estatal 16, cruzando Kingsbury y Mayfield Corner, y luego tomé la carretera de Dead Water hasta llegar al término municipal. Mantuve una velocidad constante y enseguida me hallé en el extremo norte del pueblo. Por el camino pasé ante dos o tres tiendas, un colegio, un par de iglesias, una comisaría y los restos de un perro muerto. No sabría decir de qué había muerto el perro, pero el aburrimiento era sin duda una posibilidad.
Aparqué al lado del edificio gris de la comisaría y entré. Por lo visto, la policía local compartía aquel espacio con el ayuntamiento, un coche de bomberos, un camión de recogida de basuras y lo que parecía una tienda de artículos de beneficencia, con un lúgubre despliegue de trajes para ancianos y vestidos de fiesta para ancianas en el escaparate. En el pequeño despacho situado nada más entrar di mi nombre a la senil secretaria, quien, por edad, bien podía ser que recordase a William Bingham con su calzón de época. A continuación volví a darle el nombre, ya que, a saber cómo, había conseguido olvidarlo en algún punto entre el momento de oírlo y el de encontrar un bolígrafo con que anotarlo. Detrás de ella, una mujer obesa con el pelo negro y crespo tecleaba lentamente en un ordenador y, por su expresión, cabía pensar que alguien la había obligado, so pena de muerte, a chupar repetidamente un limón muy ácido. Parecía una de esas mujeres que consideran su sagrada obligación ser desdichadas y dan por hecho que cualquier persona con una sonrisa en el rostro vive en un lodazal de vicios inimaginables. Sonreí y procuré transmitir la impresión de que yo participaba única y exclusivamente en vicios imaginables. En respuesta, la secretaria me mandó a una incómoda silla de plástico. Cuando me senté, la silla se ladeó a la izquierda, con lo que tuve que desplazar el peso del cuerpo a la derecha, o corría el riesgo de caerme y salir rodando hasta la calle.
Transcurridos unos minutos apareció un hombre en la puerta situada a mi izquierda. Vestía de uniforme: camisa y pantalón marrones bien planchados. Según la placa identificativa del pecho, se llamaba Grass. Con ese apellido, Grass, «Hierba», los fumetas del pueblo debían de partirse de risa, al menos hasta que Grass se acercara a ellos y llevara las cosas a un plano personal. Era un cincuentón corpulento y aún parecía en buena forma. No tenía barriga, y cuando me estrechó la mano, oí crujir uno de mis nudillos. El bigote y el pelo canosos resultaban aún más llamativos por el contraste con su tez morenísima. Debería haberse quitado el bigote, pensé: sin él, y con gorra, habría aparentado diez años menos.
—Soy Wayne Grass —dijo—. El jefe de policía.
—Charlie Parker —me presenté—. Encantado de conocerlo.
Seguí a Grass a su despacho. Dentro reinaba el orden, y unas macetas con flores adornaban el alféizar de la ventana. En el escritorio había un retrato de una mujer con dos niños. La mujer era preciosa y parecía mucho más joven que Grass. Los niños, chico y chica, rondaban los trece, catorce años.
—Mi familia —aclaró, tras advertir lo que yo estaba mirando.
—¿Es una foto reciente?
—De hace un año. ¿Por qué?
—Por nada —respondí.
—Mi mujer es un poco más joven que yo, si está pensando en eso.
—Buen trabajo —dije.
Grass sonrió y se ruborizó. Me ofreció un café. Lo rehusé, y él se acomodó en su butaca.
—Y bien, señor Parker, ¿en qué puedo ayudarle?
—Me ha contratado un hombre que se llama Frank Matheson. Está preocupado por una fotografía que encontró en el buzón de una casa de su propiedad. Es la fotografía de una niña, y la casa es la antigua casa Grady.
Esperé y vi cómo se diluía la sonrisa en la cara de Grass.
—Decepcionante —comentó por fin.
—¿Qué es lo que le parece tan decepcionante?
—Le dije a Frank Matheson que me ocuparía del asunto, y lo haré, pero no voy a consentir que vaya y dé un susto de muerte a una niña pequeña y a sus padres, y que de paso quizá desencadene el pánico entre más gente, y todo porque encontró una foto en un buzón.
—¿Piensa que es eso lo que Matheson se propone?
—No sé qué se propone, pero ése sería el resultado. En una situación así conviene andarse con pies de plomo. Haremos circular la foto y veremos qué sale de eso. Por Dios, si a lo mejor ni siquiera se ha hecho en este estado. La fotografía podría haber llegado de cualquier sitio. Pero si Frank Matheson u otro acude a la prensa y la televisión y empieza a contar que la foto de esa niña fue colocada en el buzón de un infanticida muerto, ¿qué cree que pasará?
—Que tal vez encuentren a la niña.
—O que nos acusen de provocar un estado de pánico sin motivo, de reaccionar desproporcionadamente ante lo que casi con toda seguridad no es más que una broma de mal gusto. Y acto seguido tengo aquí a la prensa mostrando imágenes de la casa Grady, y luego empiezan a llegar bichos raros. Y a lo mejor todo ese revuelo sirve de inspiración a alguien, y entonces sí tendremos a un niño en peligro de verdad. Como le he dicho, distribuiremos la fotografía entre las fuerzas del orden a nivel local y estatal, y luego entre los consejos escolares. Si localizamos a esa niña, llevaremos a los padres aparte discretamente y les contaremos lo que sabemos, que es nada de nada.
En cierto modo me constaba que Grass tenía razón. El asunto debía manejarse con sutileza, y era absurdo asustar a una niña y su familia por algo que quizá fuera intrascendente. No obstante, advertí que Grass abordaba la cuestión desde una perspectiva y Matheson desde otra: Grass creía que probablemente la niña no estaba en peligro, porque no había ninguna prueba que indicara lo contrario; en cambio Matheson, espoleado (o acaso atormentado) por su propia experiencia, intuía que la seguridad de esa niña peligraba. Yo me hallaba en un punto medio, deseando dar crédito a Grass pero persuadido en parte por los temores de Matheson.
—¿Se encontró alguna huella en el sobre?
—No, aparte de las de Matheson, y él no es sospechoso de meter un sobre en su propio buzón y luego traérnoslo.
Coincidí en que eso era poco probable, más que nada en un esfuerzo para diluir lo que percibía como una creciente tensión entre nosotros. A los policías de pueblo no les gusta que los demás pongan en tela de juicio sus decisiones. Tampoco a los policías de grandes ciudades les gusta mucho, a decir verdad, pero en general éstos tienen menos desarrollado el sentido de defensa del territorio.
—¿Se ha acercado por la casa Grady recientemente? —pregunté a Grass.
—Vamos por allí a echar un vistazo con bastante regularidad. La casa está tapiada. Fui cuando Frank Matheson encontró la fotografía. No se veía nada fuera de lo normal.
—Cuando dice «vamos», ¿a quiénes…?
—En total somos cuatro agentes, yo incluido: tres hombres, una mujer. Son buena gente.
—Así pues, ¿acude periódicamente uno de ellos para abrir la casa?
—Bueno, de vez en cuando. Pero de eso me ocupo yo principalmente. Así es más fácil. No he de preocuparme de si se pierden las llaves o si a alguien le entra miedo.
—¿Miedo?
—Ya sabe lo que pasó en esa casa. No es un sitio como para ir de visita, a menos que sea por obligación. Da cierto repelús y siempre será así. Además, huele mal. Por algo que Grady usaba junto con la pintura y la cola. Parece que va a peor con el tiempo. Después de veinte años, yo me he acostumbrado. A mí ya no me afecta mucho. Pero alguien nuevo, alguien nuevo… —Bajó la voz gradualmente.
Nos quedamos allí sentados, en silencio, hasta que decidí levantarme y darle las gracias por su tiempo.
—Como he dicho, ha sido un placer conocerle —dijo—, pero no sé qué más puede hacer usted por el señor Matheson.
—Yo tampoco estoy muy seguro —respondí—. Creo que me limitaré a indagar un poco. Si descubro algo, le tendré informado. Y si no tiene inconveniente, le agradecería que hiciera usted lo mismo.
Le entregué una tarjeta. Se la guardó con cuidado en el billetero y a cambio me dio una suya, extraída de un pequeño dispensador que tenía en el escritorio.
—¿Irá a echar una ojeada a la casa Grady aprovechando la visita al pueblo? —preguntó.
—Me parece que sí, ya que he venido hasta aquí.
—¿Quiere que lo acompañe?
—Ya me las arreglaré, creo.
Asintió para sí, como un hombre plenamente convencido de la conclusión a la que ha llegado.
—Éste es el punto en la conversación en que me dice, supongo, que no se asusta usted con facilidad —comentó.
—Asustarse no es el problema —contesté—. Lo complicado es no salir corriendo.
La casa Grady seguía poco más o menos como la recordaba de las crónicas de la época: ahora algo más cubierta de hiedra, quizá, con las ventanas tapiadas y sendas puertas de acero cerradas con candado en la parte delantera y trasera de la casa para impedir el acceso al interior, pero éstos eran cambios relativamente superficiales. La casa Grady ya era fea cuando se construyó, y su propio aspecto no parecía augurar nada bueno, pero me constaba que esa impresión era fruto básicamente de lo que conocía de su historia pasada. Circundé la casa examinando las ventanas y las puertas por si presentaban algún indicio de haber sido manipuladas; luego regresé al buzón y le eché un vistazo. Estaba vacío, salvo por unos cuantos insectos muertos y una octavilla descolorida en la que se ofrecían refrescos y patatas fritas gratis con la entrega de cada pizza.
Volví a acercarme a la casa y saqué un juego de llaves del bolsillo. Me las había facilitado Frank Matheson cuando acepté el trabajo. Abrí el candado de la puerta de acero exterior y tiré de ella. Detrás estaba la puerta original, con una vidriera de colores en forma de abanico en el tercio superior, que cedió fácilmente al primer contacto. Dentro, una capa de polvo cubría la entrada y las telarañas envolvían la araña de luces colgada en el centro del techo. No había bombillas en los portalámparas. A mi derecha, vi mi imagen en el espejo de un maltrecho perchero, el único mueble de la entrada. Unas pisadas habían alterado el polvo en fecha reciente. Supuse que eran huellas de Grass o Matheson dejadas en alguna visita para inspeccionar la casa.
A mi izquierda tenía lo que en otro tiempo debió de ser una sala recibidor. Aunque no conservaba ningún mueble, sí permanecía intacta la chimenea de mármol ornamental adosada a la pared del fondo. Allí había otro espejo, pero el reflejo quedaba un tanto ladeado. Me acerqué y vi que estaba inclinado hacia la ventana tapiada. Un trozo de cadena nueva y reluciente ascendía desde el envés del espejo hasta un clavo viejo hundido en el yeso. Tal vez la cadena original se había roto y alguien había considerado oportuno volver a colgar el espejo. Me pareció una idea un tanto chocante.
Una puerta corredera de dos hojas daba acceso a lo que en su día fue con toda seguridad el comedor, también desamueblado salvo por una chimenea idéntica a la de la sala precedente y otro espejo, éste inclinado hacia el suelo y provisto igualmente de una cadena nueva. Asimismo había espejos, como descubrí, al otro lado del vano de la cocina, orientado hacia el pasillo; en la propia cocina; en el primer y segundo rellano de los pisos superiores; y en cada dormitorio. Había espejos en las paredes de las otras plantas, en el cuarto de baño, e incluso en el desván, como pude comprobar cuando subí por una inestable escalerilla para echar un vistazo. En su mayoría eran viejos, pero algunos parecían añadidos en fecha reciente, no afectados aún por el deterioro del azogue.
Volví a bajar y examiné la cocina y el cuarto de baño de la planta baja. En la cocina, el fregadero tenía manchas y apestaba a agua estancada y materia putrefacta acumulada en las cañerías. En contraste, la pila del cuarto de baño estaba relativamente limpia. Nadie se apresuraría a beber en ella, pero en comparación con el fregadero era un dechado de higiene. Alguien la había limpiado en los últimos meses, o como mínimo había dejado correr el agua del grifo. Quizás alguien lo había usado para lavarse después de examinar la casa, porque yo mismo tenía ya las manos negras de polvo y suciedad.
En apariencia, la única puerta cerrada con llave en toda la casa era la del sótano, donde John Grady se había atrincherado antes de pegarse un tiro. Probé en la cerradura todas las llaves, pero fue en vano; luego tomé nota mentalmente para preguntar a Frank Matheson al respecto cuando volviéramos a hablar. En la puerta del sótano colgaba un espejo de cuerpo entero. Observé mi reflejo. Empezaban a notárseme las canas, pensé. Para mí, la vejez sería un suave declive.
Al darme la vuelta, sentí un ligero mareo. Había percibido cierto olor químico en el aire al entrar en la casa, pero ahora, súbitamente, parecía más intenso. Ese sería mal sitio para quedarse dentro mucho tiempo, pensé. Con las ventanas tapiadas y las puertas atrancadas, nunca corría aire fresco para disipar los miasmas que flotaban en el interior. Después de sólo quince minutos empecé a notar los primeros síntomas de una jaqueca.
Me disponía a salir cuando me alertó un ruido procedente de la parte delantera de la casa. Había un hombre en el umbral de la puerta de entrada, con la mano apoyada en la pistola que llevaba al cinto. Deslumbrado por el sol vespertino, tardé un momento en distinguir su uniforme marrón. Rondaba los cuarenta años y cuidaba poco su físico. Le descollaba el vientre por encima del cinturón y tenía manchas de sudor en las axilas.
—¿Quién es usted? —preguntó.
Levanté las manos instintivamente.
—Me llamo Charlie Parker. Me ha contratado Frank Matheson, el dueño de la casa, para que investigue cierto asunto. Hoy mismo he hablado con el jefe de policía, Grass. Él se lo confirmará.
—Muy bien, pero ahora quiero que salga de aquí.
Retrocediendo, se alejó de mí con la mano aún en la empuñadura de la pistola.
—¿Tiene algún documento que lo identifique?
Con las manos todavía en alto, asentí mientras avanzaba poco a poco hacia él.
—En el bolsillo de la chaqueta, el exterior izquierdo.
Siempre llevaba ahí el billetero, aun a riesgo de que me robara un carterista. Así no corría el peligro de que un poli o un guardia de seguridad crispado se crispara más todavía al verme deslizar la mano bajo la chaqueta. Llegué a la puerta, salí al porche y bajé los tres peldaños hasta el jardín.
—Saque su documentación —ordenó el policía—. Despacio.
Aún no había desenfundado su arma.
Extraje el billetero, busqué la licencia de investigador privado y le permití echarle una buena ojeada. Cuando quedó satisfecho, apartó la mano de la pistola por primera vez. Se presentó como Ed O'Donnell, uno de los agentes a tiempo parcial de Two Mile Lake.
—El jefe ya me ha avisado de que había pasado usted por allí para hacer unas preguntas —dijo—. Pero no me esperaba encontrarlo en la casa tan pronto. Por otra parte, al hablar con él, he tenido la impresión de que prefería que no se quedara usted mucho tiempo husmeando aquí dentro.
—¿Y eso por qué?
—Sospecho que él desearía que esta casa desapareciese. Es un recuerdo del pasado.
—¿Usted entra muy a menudo?
—No, qué va. Pero anoche coincidí aquí con Frank Matheson. Veníamos los dos a inspeccionar la casa. Ahora, al pasar por la carretera, me he fijado en su coche, aparcado un poco más abajo. ¿Ya ha visto todo lo que quería ver?
—Prácticamente —respondí—. Aunque la puerta del sótano está cerrada. ¿No sabrá usted algo sobre eso por casualidad?
—No, excepto que fue ahí donde encontraron el cadáver de Grady. El otro niño que raptó, Denny Maguire, también estaba ahí abajo. Al menos a él, Grady no llegó a matarlo, algo es algo. Fue el jefe Grass quien lo sacó de la casa, envuelto en su chaqueta. Por entonces era agente de la policía del estado. Un fotógrafo tomó una instantánea de los dos al salir. Por aquí es una foto famosa. Desde entonces el jefe siempre ha tenido vigilado este sitio. Para él, después de lo que vio, es una cuestión personal.
—¿Sabe qué fue de ese otro niño, Maguire?
—¿Denny? Sí, claro. Trabaja en un bar de Moscow que se llama Desperate Measure. Está en la Calle Mayor. Pero no habla mucho de lo que pasó aquel día.
—No, ya me lo imagino.
Volví a contemplar la casa. Las ventanas tapiadas semejaban unos ojos cerrados a punto de despertar.
—¿Ha visto alguna vez a alguien rondar por aquí?
Se encogió de hombros.
—Chicos jóvenes, en su mayoría, pero normalmente no se acercan mucho a la casa.
—¿En su mayoría?
—¿Cómo?
—Ha dicho «chicos jóvenes, en su mayoría». Deduzco que también ha visto a alguien más.
—Turistas. Gente que anda buscando emociones.
—¿Ray Czabo?
—Un par de veces. Es inofensivo.
—¿Y un hombre más alto que yo, delgado, con el pelo largo y oscuro? Probablemente con un aspecto sucio.
O'Donnell negó con la cabeza.
—No me suena.
Le di las gracias por el tiempo que me había concedido. Me observó mientras cerraba la puerta con llave y permaneció allí hasta que me subí al coche y me alejé.
El Desperate Measure era la clase de bar donde la mayoría de la gente no pondría la vista, y mucho menos los pies. En el letrero iluminado que daba a la calle, un trébol verde apenas se distinguía del sucísimo fondo blanco, y las ventanas estaban hechas de pequeños cristales biselados de colores azul y naranja. Era un local adonde los hombres iban a beber y pensar en las palizas que darían a otros hombres, y adonde las mujeres iban también a beber y pensar en las palizas que deseaban dar a algún hombre. La puerta tenía encastrado un pequeño recuadro de vidrio, protegido con barrotes como la torre del homenaje de un castillo, supuestamente para que quienes se hallaban dentro controlaran a todo aquel que solicitaba acceso una vez cerrada la puerta. No estaba claro por qué tenían esa necesidad de control: fuera no podía haber nadie más amenazador que la clase de gente que ya se encontraba dentro.
Pese a que aún no eran ni las cuatro de la tarde, la mitad de los taburetes de la barra ya estaban ocupados. Los clientes eran en su mayoría hombres entre cuarenta y sesenta años, sentados solos o de dos en dos. Nadie conversaba. Había un televisor fijado a la pared en un extremo de la barra, resguardado para más seguridad tras un par de barrotes de acero que tapaban parcialmente la pantalla. Estaba sintonizado en un canal de noticias, pero tenía el volumen a cero. Daba la impresión de que en el Desperate Measure la clientela había oído ya todas las malas noticias que quería oír en su vida.
Una triste hilera de cervezas nacionales se alzaba sobre la caja como desertores esperando al pelotón de fusilamiento, con una única botella polvorienta de Zima cubriendo la retaguardia, tan fuera de sitio como podría estarlo uno de los parroquianos en Castro Street durante el Desfile del Orgullo Gay. Ofrecían una buena selección de bourbon, un par de botellas de coñac y una de Tía María que parecía no haber tocado nadie desde los tiempos de la Guerra Fría.
Tomé asiento en el extremo de la barra más cercano a la puerta, a dos taburetes de un hombre con camisa de leñador que una y otra vez se sacudía la uña medio desprendida del dedo corazón con la punta del pulgar. Cada vez que lo hacía, la uña se levantaba, separándose de la piel, sujeta apenas por una cutícula. Sentí curiosidad por saber si le dolía. En una etapa anterior de mi vida, tal vez habría sentido la tentación de preguntar, pero ahora ya había descubierto que un hombre a quien no le preocupa mucho infligirse dolor gratuitamente a veces considera un cambio agradable infligir dolor al prójimo. Supuse que tarde o temprano la uña se le caería, y entonces empezaría con otro dedo. Pero ya nunca sería lo mismo. No hay nada como cuando uno pierde su primera uña.
El camarero se me acercó desde el otro lado de la barra.
—¿Qué le pongo?
—¿Hay café?
—Hay, pero dudo mucho que quiera usted probarlo.
Señaló una jarra de algo humeante sobre una placa calefactora. Era como si hubiese prendido fuego en algún momento del pasado y en ese momento se planteara volver a incendiarse sólo por romper la monotonía.
—Una naranjada, pues.
Me sirvió el zumo en un vaso limpio y lo colocó ante mí.
—Busco a Denny Maguire —dije—. ¿Está por aquí?
—Ya lo ha encontrado —contestó el camarero.
Procuré disimular la expresión de sorpresa. Según mis cálculos, Denny Maguire debía de rondar los treinta y tantos años, y el tipo que se hallaba al otro lado de la barra aparentaba veinte años más. En comparación con Grass, el jefe de policía, era la otra cara de la moneda, por así decirlo. Si el jefe, como Dorian Gray, tenía un retrato suyo escondido en la buhardilla, el aspecto de Denny Maguire permitía formarse una idea de la apariencia de ese retrato.
—Me llamo Charlie Parker —dije por tercera vez ese día—. Soy investigador privado. ¿Quiere que le enseñe la licencia?
Lo pregunté porque cuando estás en un sitio como el Desperate Measure, sacar algo que podría inducir a la clientela a tomarte por policía y enseñárselo al camarero muy probablemente suscitaría preguntas incómodas, o algo peor, tanto para uno como para el otro.
—Le creo —dijo—. ¿Quién iba a mentir sobre una cosa así?
—Podría hacerlo para ganarme la estima y el respeto de desconocidos.
—Para conseguir eso aquí, necesitará algo más que un trozo de cartulina y cierta pose.
—Quizá debería haber cazado un oso.
—Quizá. ¿Va a decirme a qué se debe que un investigador privado se interese por mí?
Advertí que el Hombre de la Uña había encontrado algo que atraía su atención más que sus deteriorados dedos, así que planteé a Maguire que tal vez convenía hablar en algún sitio alejado de la barra. Accedió y llamó a una mujer que leía una revista en una de las mesas para dos cercanas al servicio de hombres.
—¡Aún me quedan cinco minutos! —protestó ella.
—Pásame la factura —dijo Maguire.
La mujer cabeceó con un gesto de indignación, apagó el cigarrillo y se encaminó lentamente hacia la barra.
—Hay que mantenerlas motivadas —comenté.
—¿Motivada? Ni por ésas consigo que se mueva.
Recorrió el espacio de detrás de la barra, tomó un refresco del frigorífico y dio una palmada en el culo a la mujer al pasar por su lado.
—Voy a pasarte una factura también por eso —dijo ella.
—Ajá —contestó Maguire—. ¿Tienes cambio de un dólar?
—Capullo.
Maguire se sentó frente a mí en la mesa para dos, encendió un cigarrillo y apoyó la punta junto a la colilla todavía humeante de la camarera.
—¿Y bien?
—Me ha contratado un tal Frank Matheson —dije.
Maguire no reaccionó.
—¿Conoce a Frank Matheson? —pregunté.
—Lo conozco. ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Le preocupa que una persona al tanto de la historia de la casa Grady haya podido inspirarse a partir de lo que ocurrió allí en el pasado. Teme que la persona en cuestión haya puesto la mira en una niña.
—Repito: ¿qué tiene que ver conmigo?
—Aquellos hechos sucedieron antes de mi llegada aquí. Me enteré de parte de lo ocurrido por los periódicos, de otra parte por Matheson, y apenas me enteré de algo por el jefe de policía de Two Mile Lake. Tenía la esperanza de que usted me contara algo más.
—Porque yo estaba allí, ¿quiere decir?
—Sí. Porque usted estaba allí. Usted estaba presente cuando John Grady murió.
Maguire esperó un rato antes de contestar. Observó cómo se movía la mujer detrás de la barra, mofándose con acritud de uno o dos parroquianos que se habían medio despabilado ahora que se veían expuestos a un poco de compañía femenina. Pareció abarcar con la mirada las lúgubres paredes, los pósters descoloridos, el agujero que alguien había abierto de un puñetazo en la puerta del lavabo de hombres.
—Verá, soy el dueño de este establecimiento —dijo por fin—. Se lo compré hace tres años a un tal Gruber. Era un judío alemán. Nunca entendí por qué había un trébol en el cartel. Cuando le pregunté, me dijo que nadie perdía dinero en un bar que pareciese irlandés. Daba igual con qué te encontraras una vez dentro. A la clase de gente que viene a un sitio así le preocupa poco la decoración. Quieren beber, beber un poco más, tomarse la última antes de marcharse, y luego volver a casa tambaleándose y que los dejen en paz desde el principio hasta el final, así que cuando Gruber dijo que iba a retirarse, lo compré, porque se ajustaba a mi manera de ser. Me gusta que me dejen en paz. No me gusta que la gente ande preguntándome sobre mi presente o mi pasado. ¿Por qué cree que habría de hacer una excepción con usted?
Ahora me tocaba a mí guardar silencio por un momento antes de contestar. Allí se había iniciado cierto juego, y creo que Maguire era consciente de ello. Yo había ido a ese bar en parte para averiguar qué podía decirme sobre la casa Grady, porque para comprender el presente hay que comprender el pasado. Pero también quería verlo a él. Era el único niño que había entrado en la casa de Grady y salido con vida, y yo no quería ni imaginar la clase de cicatrices que una experiencia así había dejado en él. Aunque no por padecer malos tratos en la infancia, o sufrir como sufrió él, se convierte uno automáticamente en maltratador (eso a veces ocurre), era algo que no podía pasar por alto.
—He venido para mirarlo a los ojos —admití.
Maguire fijó la mirada en la mía sin inmutarse.
—¿Y qué ve?
—Sé qué no veo: no veo a un hombre transformado por su propio dolor en aquello que en su día causó ese dolor.
—Ha pensado que quizás era yo quien estaba detrás de lo que ahora inquieta a Frank Matheson.
Lo dijo en voz baja, pero sin culpabilidad ni ira.
—He tenido que contemplar esa posibilidad.
Dio una larga calada a su cigarrillo y exhaló lentamente por la nariz. Junto con el humo, pareció expulsar de su cuerpo parte del recelo.
—¿Qué ha llevado a Matheson a contratar a un investigador privado?
Le entregué una de las copias de la fotografía: la niña desconocida capturada en su pose, lista y esperando la pelota, esperando la oportunidad de golpearla. Maguire la agarró con una mano y se la quedó mirando.
—¿La reconoce? —pregunté.
—No. ¿De dónde ha salido esta foto?
—Matheson la encontró en el buzón de la casa Grady. No sabe por qué la dejaron allí. Pensó que podía ser una especie de homenaje a John Grady.
Maguire permaneció callado durante bastante tiempo. Intuí que al final de ese silencio o bien se levantaría y me pediría que me marchase, o bien me hablaría con franqueza. La decisión dependía de él, y yo tenía la certeza de que si despegaba los labios antes de que la tomase, no conseguiría sacarle nada.
—Una ofrenda —dijo Maguire.
—Es posible.
—Él usó esta palabra, ¿sabe? Cuando estaba allí con él. Llamó así a la hija de Matheson. Dijo que era una «ofrenda».
—¿Una ofrenda a qué?
—No lo sé. Quizás a aquello que, según creía él, lo empujaba a hacer lo que hacía. Mientras estuve allí, no paró de hablar, pero sólo se dirigió a mí alguna que otra vez. No lo recuerdo todo. Mientras conservé el conocimiento, el miedo no me dejaba escuchar, y más tarde, cuando volví en mí, él ya había muerto. He borrado de mi mente casi todo lo demás. En secundaria rendía poco y me llevaron a un médico, un psiquiatra; dijo que necesitaba hacer frente a lo ocurrido en aquella casa, pero yo lo prefiero así. Oculto. Encerrado, como yo estuve.
Yo no era quién para opinar sobre cómo había elegido sobrellevar su experiencia, pero concebí brevemente la imagen de una puerta atrancada en un sótano, y dentro un niño pequeño atormentado por John Grady, una y otra vez. Fuera cual fuese la fachada que Denny Maguire mostrase al mundo, ésa era la realidad que se escondía dentro de su cabeza.
Recuperó el cigarrillo del cenicero, dio una calada y prosiguió:
—Le hablaba sobre todo a algo que yo no veía.
—¿Qué más recuerda?
—Los espejos. Había espejos por todas las paredes. Lo veía reflejado en ellos. Parecía que la habitación estuviese llena de imágenes de John Grady. Recuerdo eso, y recuerdo los restos de los otros niños. Los dejaba sentados contra la pared del fondo. No me gusta recordar el aspecto que tenían. A ellos también les hablaba, a veces, en cierto modo.
—¿Recuerda algo de Louise Matheson?
Movió la cabeza en un gesto de negación.
—Creo que oí el disparo que acabó con su vida, pero para entonces yo ya estaba fuera de mí.
—¿Por qué lo mantuvo con vida?
Maguire simuló pensar la pregunta, pero imaginé que lo había corroído durante toda su vida, desde que Grass lo sacó de aquel lugar horrendo.
—En ese momento yo era allí el único niño varón —dijo—. Conmigo habló un poco, me contó cosas de él, de la casa que quería crear. Odiaba a las niñas, pero conmigo era distinto. Todavía creo que, al final, me habría matado, o quizá habría dejado que me consumiera hasta morir. Podría ser que viese en mí algo de sí mismo. Espero con toda mi alma que fuese una idea equivocada, pero pienso que eso es lo que él creía.
El cigarrillo había ardido casi hasta el filtro. Una columna de ceniza se vino abajo como un edificio declarado en ruinas y se desintegró contra la mesa.
—¿Recuerda algo más de lo que decía? —pregunté.
Me miró, aplastó la colilla y se levantó.
—Como le he dicho, no recuerdo los detalles. Sí recuerdo que no hablaba directamente a los otros niños —respondió. Dio la impresión de que tuviera polvo en la garganta—. Hablaba a los reflejos de los niños en los espejos. Les hablaba como si estuvieran dentro de los espejos, y si aquellos policías no hubiesen llegado, a mí también me habría hablado así. Habría acabado mis días allí con los demás.
Y en la penumbra de su lúgubre bar, Denny Maguire se echó a llorar.
En las inmediaciones del Desperate Measure, las calles parecían tranquilas cuando regresé al aparcamiento situado en la parte de atrás del bar. No sabía hasta qué punto estaba averiguando algo que no sospechara ya: John Grady era un ser humano repulsivo, y cuantos habían entrado en contacto con él habían quedado contaminados.
Cuando doblé la esquina, vi a un hombre apoyado en el capó de mi Mustang. Sostenía un cigarrillo con la mano derecha y tamborileaba en la carrocería con los dedos de la izquierda, marcando un ritmo suave. Mientras me acercaba, ya sabía quién era: aquellos ojos hundidos en las profundidades del cráneo abovedado, el pelo lacio colgándole en la nuca como algo añadido en el último momento.
—¿Puedo ayudarle en algo? —dije.
El Coleccionista se había vuelto para observarme. Se le veía demacrado y enfermo bajo el resplandor amarillo de la única luz que había en el aparcamiento y, al parecer, vestía igual que en su encuentro con Matheson. Advertí que la suela de uno de sus zapatos se abría como la boca de un pez.
—Creo que sí —respondió—, y quizá yo a mi vez pueda ayudarlo a usted.
—Podría darle la dirección de un buen sastre —dije—, y quizás él, de paso, conozca a alguien que pueda arreglarle el zapato. Después de eso, tendrá que arreglárselas usted solo.
El Coleccionista bajó la mirada, como si acabara de darse cuenta de que llevaba la suela desprendida.
—Vaya, vaya —comentó—. Hay que ver.
Exhaló una columna de humo al aire nocturno: salió de su boca durante largo rato, como si lo fabricase él mismo en lo más hondo de sus pulmones.
—¿Le importa apartarse de mi coche?
El Coleccionista se lo pensó por un momento. Justo cuando empezaba a dar la impresión de que tendría que arrancar con él colgado del capó, tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con el zapato indemne. Luego se separó medio metro del coche.
—Le ruego que me disculpe —dijo—. Usted trabaja para el señor Matheson.
—Aquí hay un malentendido —repuse—. Yo no le he ofrecido un intercambio de información por ir a buscar otro sitio donde apoyarse.
Me coloqué junto al Mustang, pero no saqué las llaves. Si intentaba abrir la puerta del coche, tal vez tuviera que apartar la mirada de aquel hombre por un instante, y eso no quería hacerlo. Matheson tenía razón. El aspecto del Coleccionista, ese pelo grasiento combinado con la ropa sucia, era un elemento de distracción, un ardid para engañar a los incautos. Sus movimientos eran lentos y precisos porque él así lo deseaba. Barrunté que, en realidad, cuando él quería, era capaz de moverse muy deprisa, y que ese abrigo viejo y ese pantalón andrajoso ocultaban unos huesos fuertes y unos músculos magros y fibrosos.
—Sospecho que el señor Matheson le ha hablado de mí.
No contesté. No tenía intención de revelarle nada.
—Sé lo de la foto —agregó.
Con eso, el panorama cambió.
—¿Qué foto?
—La foto de la niña.
—¿Sabe quién es?
Negó con la cabeza.
—¿Sabe quién tomó la fotografía?
Nuevamente negó con la cabeza.
—Entonces no me sirve usted de nada. Búsquese otro rincón oscuro donde merodear.
Con un gesto ostensible, manipulé las llaves.
—Esa niña está en peligro —dijo el Coleccionista—. Si me da usted lo que quiero, ese peligro disminuirá en cierta medida.
Me pregunté si habría tomado él la fotografía, si la aparición de ésta en el buzón formaba parte de sus esfuerzos por asegurarse el cobro de esa antigua deuda, fuera cual fuese, de la que se consideraba acreedor.
El Coleccionista era inteligente. Ya estaba esperando cuando yo llegué a esa conclusión.
—Pero el peligro no viene de mí —añadió—. A mí no me interesan los niños. Yo únicamente quiero que se salde la deuda contraída conmigo.
Di un par de pasos hacia él. No pareció sentirse amenazado.
—¿Y cuál es esa deuda?
—Se trata de un asunto privado.
—¿Trabaja usted para alguien?
—Todos trabajamos para alguien, señor Parker. Baste decir que John Grady intentó apropiarse de algo antes de morir. Lo consiguió parcialmente. Pero un simple gesto será más que suficiente para reparar el daño. Aun así, su cliente no está muy dispuesto a realizar ese gesto.
—No le corresponde a él pagar la deuda. Él no tiene ninguna obligación con usted, y aun si la tuviera, no veo cómo el pago de esa deuda disminuiría el «peligro» que corre la niña de la fotografía.
El Coleccionista encendió otro cigarrillo. En el resplandor de la cerilla, sus ojos centelleaban.
—El nuestro es un mundo viejo y malévolo. John Grady era un individuo inmundo, y la casa Grady es un lugar inmundo. Los sitios como ése conservan un residuo que puede contaminar a otros. Si usted me ayuda, quizá sea posible eliminar parte de esa contaminación.
—¿Qué quiere?
—Un espejo de la casa Grady. Hay muchos espejos. Si falta uno, nadie lo notará.
—¿Y por qué no va y lo coge usted mismo?
—La casa está protegida con ciertas medidas de seguridad.
—No tantas como para que un hombre no pueda entrar si lo desea intensamente.
—No soy un ladrón —dijo el Coleccionista.
Había algo más. Desvió la mirada por primera vez. La casa le inspiraba miedo. No, no miedo, pero sí cautela. Por alguna razón era incapaz de entrar allí.
—Creo que le conviene más hablar con los abogados o con el banco —sugerí—. Hable con alguien, con cualquiera, pero no vuelva a hablar conmigo. Yo no puedo hacer nada por usted.
Mientras pronunciaba estas palabras abrí la puerta del coche. Él permaneció allí de pie, aislado en medio del aparcamiento, observándome.
Cerré la puerta y metí la llave en el contacto. Cuando alcé la vista, el Coleccionista había desaparecido, o eso pensé hasta que oí un golpeteo en la ventanilla del lado del copiloto. Estaba muy cerca del cristal, tanto que vi las arrugas de su rostro y las venas bajo su tez pálida. Su piel parecía demasiado fina, como si sólo la más sutil de las membranas cubriese la rojez sanguinolenta que se escondía debajo.
—Cobraré esa deuda —dijo—. Recuérdelo.
Revolucioné el motor y arranqué a tal velocidad que se vio obligado a echarse atrás contra el enorme Toyota de la plaza de aparcamiento contigua. Quedó suspendido en el retrovisor como una herida infectada en la carne de la noche, hasta que doblé la esquina y se perdió de vista.
En el camino a casa, la Luna no incidía sobre Scarborough. Una ancha cenefa de nubes ocultaba su luz. Pronto las marismas se inundarían y comenzaría una nueva ronda de nutrimiento y muerte. Me pregunté qué efecto tendría en mí ese ciclo, y si el agua de mi propio cuerpo estaba acaso sometida, de algún modo, a la rotación de un pedrusco sin vida flotando en el espacio. Quizás incidía en mi comportamiento, induciéndome a obrar de maneras extrañas e imprevisibles. Entonces pensé en Rachel, y en qué diría si compartiese esas reflexiones con ella: diría que mi comportamiento era extraño e imprevisible en cualquier caso, y que nadie notaría la diferencia por más que intentara establecer una conexión lunar.
Nuestra primera hija nacería de un momento a otro, y cada vez que sonaba el móvil medio esperaba oír la voz de Rachel anunciándome que había llegado la hora. Yo había dejado de mimarla hacía mucho, ya que ella, por un lado, era de una independencia feroz y, por otro, adivinaba en mis actos un intento de prevenir la pérdida de otra niña. Mi hija y mi mujer me habían sido arrebatadas hacía sólo unos años. Yo dudaba mucho que fuese capaz de seguir viviendo si me veía despojado de otra hija. A veces eso me llevaba a sobreproteger a quienes ahora quería.
Detuve el coche antes de entrar en el camino de acceso a nuestra casa. Pensé en Matheson y su mujer. «¿Cómo se veían ahora a sí mismos?», me pregunté. ¿Seguías siendo padre, o madre, cuando tu hijo moría? Una mujer que pierde a su marido se convierte en viuda, y un marido afligido por la pérdida de su esposa es un viudo, pero no había nombre para lo que uno pasaba a ser cuando arrancaban de su mundo a su único hijo. Aunque quizás eso daba igual: en mi cabeza, yo era aún su padre y ella era aún mi hija, y eso siempre sería así fuera cual fuese el mundo en el que ella moraba ahora. No podía olvidarla, y sabía que ella no me había olvidado a mí.
Porque aún venía a mí. En las horas muertas, durante el crepúsculo, en esos momentos entre vigilia y sueño en que el mundo aún no había cobrado plena forma en torno a mí, allí estaba ella. A veces la acompañaba su madre, envuelta en sombras, un recordatorio de mi deber para con ellas, y para con todos aquellos como ellas. A menudo soñaba con sentirme en paz, con no experimentar ya más esas visiones. Ahora sé que mi destino no es ése, no ahora, y que sólo me llegará la paz cuando cierre los ojos y ocupe por fin mi lugar junto a ellas en las tinieblas.
Rachel leía tendida en el sofá, con la mano apoyada en el vientre y el pelo largo y rojo cayéndole en una trenza por encima de su hombro izquierdo. La besé en la frente, luego en los labios. Me colocó la mano junto a la suya, para que sintiera a la niña que llevaba dentro.
—¿Sabes si la niña planea salir en fecha próxima? —pregunté—. Si continúa ahí mucho más tiempo, podemos empezar a cobrarle un alquiler.
—Ve acostumbrándote a decir eso —sugirió—. Harás la misma pregunta hasta que nuestra hija vaya a la universidad. Aunque en realidad soy yo quien he de acarrear a una persona dentro de mí de aquí para allá. Ya va siendo hora de que apechugues con parte de la carga.
Fui a la cocina y saqué un refresco del frigorífico.
—Ya, ¿y qué me dices de todo el helado que tengo que traer a casa? No llega aquí flotando él solo.
—Pues eso es lo que a mí me habían dicho.
Me quedé en la puerta de la cocina y levanté una caja de sorbete de naranja Len Libby en dirección a ella.
—¿Te tienta? ¿A que sí? ¿Qué? ¿Tomamos una cucharadita antes de dar por acabado el día?
Me lanzó un cojín.
—¡Cómo te permití acercarte lo suficiente para fecundarme! No me lo explico. Un instante de debilidad, supongo. Y tratándose de ti, un instante en el sentido más literal.
—Qué cruel —dije—. No incluyes los ratos de arrumacos.
Me senté a su lado y Rachel se acurrucó contra mí en la medida de sus posibilidades. Compartí el refresco con ella, pese a sus zahirientes comentarios sobre lo que ella percibía como falta de resistencia por mi parte.
—¿Y cómo ha ido, pues? —preguntó.
Le hablé de mis asuntos del día: la policía, la casa Grady, mi conversación con Maguire. En conjunto, no era gran cosa. Rachel había dedicado un rato a revisar la documentación que Matheson me había dejado. Ahora que el parto era inminente, no asumía ya ninguna actividad académica ni encargo profesional nuevos, y por consiguiente el caso Grady le ofrecía una oportunidad de estirar ciertos músculos de psicóloga infrautilizados.
—Espejos —dijo Rachel—. Conversaciones con un «otro» invisible. Un despliegue de víctimas, y aun así sin interacción real. Sin abusos físicos o sexuales de los niños, más allá del hecho mismo de quitarles la vida. E incluso en eso parecía decidido a causarles el menor daño posible: un solo golpe en la cabeza para dejarlos sin conocimiento, después la asfixia.
—Por otro lado está la casa —añadí—. Tenía grandes planes de reforma, y sin embargo no hizo nada extraordinario para mejorarla, por lo que he podido ver. Se limitó a empezar a empapelarla y colgar demasiados espejos en las paredes.
—¿Y qué crees que veía en ellos? —preguntó Rachel.
—Se veía a sí mismo. ¿Qué ve cualquiera en un espejo?
Apretó los labios y se encogió de hombros.
—¿Tú te ves a ti mismo cuando te miras en un espejo?
Tuve una sensación que tenía a menudo con Rachel: que ella, a saber cómo, se me había adelantado tres pasos mientras me distraía observando el paso de una nube.
—Veo… —Guardé silencio por un momento para reflexionar debidamente sobre la pregunta. Por fin dije—: Bueno, veo una versión de mí mismo.
—Ese reflejo tuyo se configura a partir de la imagen que tienes de ti mismo. De hecho, tú creas parte de lo que ves. No somos como somos. Somos como imaginamos que somos. ¿Qué veía, pues, John Grady cuando miraba en el espejo?
Volví a ver la casa. Vi las paredes inacabadas, el mugriento fregadero, las habitaciones vacías, las tablas alabeadas.
Y vi los espejos.
—Veía su casa —dije—. Veía su casa tal como deseaba que fuera.
—O tal como creía que era, en otro lugar.
—En el mundo al otro lado del espejo.
—Y quizá para él ese mundo era más real que éste.
—Y si la casa era más real en ese mundo…
—También lo era él. Tal vez era a ése a quien le hablaba mientras esperaba el momento de matar a Denny Maguire. Puede que hablara con John Grady, o con aquello que él percibía como el verdadero John Grady.
—¿Y los niños?
—¿Qué te ha dicho Denny Maguire? ¿Que nunca les hablaba directamente a ellos?
—Según él, Grady les hablaba a los reflejos de los niños en el espejo.
Rachel se encogió de hombros.
—No lo sé. Nunca he oído nada parecido.
Se acercó más a mí.
—Te andarás con cuidado, ¿verdad? —preguntó.
—Ese hombre está muerto —dije—. El daño que puede causar un muerto es limitado.
En la casa Grady se agitó algo. El polvo se elevó en espirales ascendentes. Se oyeron los crujidos de restos de papel en las chimeneas vacías. Era el viento del norte, silbando a través de marcos podridos y tablones rotos, lo que creaba esa sensación de movimiento en las silenciosas salas y habitaciones. Era el viento del norte, que sacudía los picaportes y hacía chirriar las puertas. Era el viento del norte la causa de que las perchas entrechocaran en los roperos y los vasos sucios tintinearan en los armarios cerrados de la cocina.
Y era el viento del norte el que agitaba los árboles, y éstos, al moverse, creaban tenues sombras que se proyectaban a través de los resquicios de las ventanas tapiadas y se deslizaban por la superficie del viejo espejo colocado sobre la chimenea del comedor, un espejo en cuyas profundidades aparecía un mundo sutilmente distinto del nuestro y en el que una figura se movía dentro sin hallar acompañante alguno en la vieja casa. Debería haber habido fotografías en la repisa de la chimenea, pues en la imagen reflejada en el espejo se veían fotografías. Sin embargo la repisa real, la de la propia casa, estaba vacía.
Era el viento, por lo tanto, el que había arrastrado esas imágenes en blanco y negro de niños desconocidos al otro lado del cristal y al interior de ese otro mundo.
Era el viento, sólo el viento.