Cuando regresé a casa, ésta estaba a oscuras y en silencio. Rachel asistía a una reunión de Amigos de la Biblioteca Pública de Scarborough, y yo no la esperaba hasta más tarde. Me quedé en la puerta por un momento y contemplé las marismas. El gran éxodo migratorio casi había terminado, y ahora, durante la mayor parte del día, no había prácticamente nada que alterase la quietud en la vegetación. Como consecuencia, los sonidos de los pájaros que se quedaban entre nosotros se distinguían con mayor nitidez que antes, y en los últimos días me había parecido oír el canto de zanates, tordos y luganos. Me pregunté si acaso no se advertía ahora en sus trinos cierto alivio, fruto de la percepción de que la población de aves rapaces había menguado, ya que inevitablemente parte de los halcones y los aguiluchos se habían marchado hacia el sur en pos de sus presas. Aunque, por otro lado, los depredadores que se habían quedado tendrían que disputarse en adelante una provisión de alimento menor. Cuando llegaran las nieves, el hambre empezaría a acuciarlos.
El traslado aquí, tras la venta de la vieja casa de mi abuelo, a escasos kilómetros de distancia, fue un cambio para bien, empañado únicamente por cierto episodio ocurrido unos meses antes ese mismo año, que se saldó con la muerte de un hombre que se ahogó en las marismas. A Rachel no le gustaba hablar de eso, y yo no insistía. Quería con toda mi alma que los dos halláramos la felicidad en esta casa. Quizá, después de todo lo sucedido, ansiaba demasiado esa felicidad.
Cuando abrí la puerta, Walter, nuestro labrador retriever, salió con aire de culpabilidad de mi pequeño despacho, donde casi con toda certeza había estado durmiendo, hecho un ovillo en el sofá, hasta hacía sólo un momento; sin otra intención que despistar, vino a bañarme en babas de perro. Por un instante me planteé soltarle un grito por dejar pelo en mi lugar de descanso preferido, pero, por su postura un tanto avergonzada, deduje que él ya sabía que no debía subirse allí. Además, para ser francos, los dos éramos muy conscientes de que si no hubiese estado sumido en su sueño de perro, habría tenido la inteligencia de marcharse como una exhalación a su canasta antes de que yo consiguiese siquiera meter la llave en la cerradura. Me contenté, pues, con dejarlo salir al jardín y cerrarle la puerta mientras me preparaba un sándwich de fiambre.
Puse A History of Sport Fishing, el álbum de los Thee More Shallows que había comprado, en el reproductor de cedés de la cocina y me senté a la mesa para cenar, hasta que, rindiéndome a los quejumbrosos arañazos de Walter en el cristal, salí a comer al porche. Walter me tenía calado. Sabía que mis enfados no duraban mucho. Pronto sería él quien me lanzase un palo y yo quien fuese corriendo a buscarlo. Le di una cuarta parte de mi sándwich, pese a que recordaba un artículo sobre adiestramiento canino que me leyó Rachel donde se explicaba que uno no debía dar de comer al perro los restos de la mesa ni permitirle que se te echara encima y te lamiera, porque entonces él se creía el macho alfa.
«Walter no se cree el macho alfa», protesté en su momento, pero la verdad es que sin gran convicción, ahora que me paraba a pensarlo. Acto seguido me volví hacia Walter en busca de su confirmación, lo que, bien mirado, quizá no era la manera más inteligente de reivindicar mi superioridad. Walter, al oír su nombre, paseó la mirada de uno a otro, como si pretendiera averiguar quién claudicaría antes y le entregaría un juego de llaves y la escritura de la casa.
«¡Ajá!», fue la respuesta de Rachel. Tiene una manera de decir «¡Ajá!» que en gran medida zanja toda posible disconformidad: parece una pitón escéptica a la que le dicen que escupa el conejo y lo deje seguir tranquilamente por su camino.
A continuación, Rachel se dio unas palmadas en el bombo y dijo:
«Espero que estés escuchando esto. Ese que habla es tu papá. Se cree el macho alfa, pero te bastará con que le hagas una caída de ojos y te comprará un coche».
«A ti no te compré un coche, y me hacías caídas de ojos a todas horas», aduje.
«Yo no quería un coche», respondió. «Ya tengo un coche».
«¿Y entonces para qué eran esas caídas de ojos?».
«Porque quería otra cosa».
«¿Qué?».
«Te quería a ti».
Me detuve a pensar por un momento.
«¿Sabes?», dije. «Eso sería enternecedor si no tuviese algo de siniestro».
«Sí», coincidió. «Lo sería, ¿verdad?».
Eché una ojeada al reloj. Rachel no tardaría en llegar. La casa siempre se me antojaba muy vacía cuando ella no estaba. De fondo, un tema del álbum se apagaba poco a poco, mientras el cantante repetía una y otra vez algo así como que las personas a quienes decidimos abandonar son aquellas a quienes vemos continuamente, continuamente. Di a Walter el último trozo de sándwich.
—Que Rachel no se entere —le dije—. Por favor.
La casa Grady estaba en silencio. Una brisa agitaba los árboles y alteraba la paz de las hojas secas bajo las que descansaba la carriza muerta. Matheson se detuvo al pie de la escalera que ascendía al porche e iluminó la casa con la linterna. Comprobó las cerraduras de las puertas y los tablones que cubrían las ventanas. Llevaba al cinto una SIG Compact en una cartuchera. Había empezado a llevarla consigo poco después de presentarse en su oficina aquel hombre, a quien ahora en su cabeza llamaba el Coleccionista, para exigir el pago de una antigua deuda.
Oyó el sonido de unos pasos aproximándose, pero no se volvió. El haz de una segunda linterna se sumó al de la suya.
—¿Todo en orden? —preguntó el policía. Había visto estacionar a Matheson ante la casa Grady y se había ofrecido a acompañarlo por aquel camino oscuro. Matheson se lo había agradecido.
—Creo que sí —contestó Matheson.
—Empieza a apretar el frío.
—Sí. Va a nevar.
—Así será más fácil ver si alguien viene a merodear por aquí.
Matheson asintió y se dio la vuelta con intención de marcharse. El agente lo siguió, pero de pronto se detuvo. Dirigió la linterna hacia el bosque.
—¿Qué pasa? —preguntó Matheson.
—No lo sé.
Avanzó lentamente, desenfundando ya la pistola. Matheson añadió su propia luz a la del agente y juntos escrutaron los árboles. De repente se oyó movimiento entre la maleza, y una silueta gris con el pelaje rojo en la parte inferior atravesó a gran velocidad la vegetación hasta desaparecer entre las sombras.
Los dos dejaron escapar un largo suspiro de alivio.
—Un zorro —dijo el policía—. Estas cosas no les sientan nada bien a mis nervios.
Enfundó el arma y se encaminó de nuevo hacia el coche. Matheson mantuvo la mirada fija en el bosque un momento y luego lo siguió. Se despidieron y ambos vehículos se alejaron de allí.
Durante un rato reinó el silencio, hasta que la silueta de un hombre salió de entre unos pinos en la parte más oscura del bosque y se acercó a la casa Grady. Paró brevemente en el linde mismo de la arboleda y enseguida empezó a circundar el edificio, sin abandonar ni un instante el amparo del bosque, como si pisar la tierra más allá de esa línea entrañase algún peligro. Trazó un círculo completo en torno a la propiedad, y luego otro, en esta ocasión más despacio; parecía buscar algo. Al final se detuvo ante la fachada oriental de la casa. Se arrodilló y, valiéndose de una navaja de bolsillo, comenzó a escarbar bajo un pequeño mojón de piedras casi oculto por la hierba en el límite del jardín. Después de excavar a una profundidad de unos quince centímetros, asomó entre la tierra un pálido tótem: el cráneo de un perro. Tenía símbolos y letras grabados en el hueso.
El hombre se sentó en cuclillas, pero no tocó el cráneo. Medio reprimió un silbido de ira y repulsión. Con cuidado, evitando entrar en contacto con los restos del perro, volvió a cubrirlos de tierra. Luego plegó la navaja y se la guardó en el bolsillo. El Coleccionista había contado, en total, ocho mojones como ése, cada uno de los cuales representaba un punto en la brújula.
Tal como él sospechaba, la casa era inaccesible.
Se adentró nuevamente en el bosque y desapareció.
Esa noche, más tarde, observé a Rachel desde nuestra cama mientras se desnudaba a la luz de la luna. Se retiró de los hombros los tirantes de la combinación y la dejó caer al suelo; se miró en el espejo, volviéndose primero a un lado y después al otro. El claro de luna acarició su abultado vientre y proyectó sobre la pared la sombra de sus pechos.
—Estoy enorme —dijo.
—Enorme es poco.
Agaché la cabeza justo a tiempo de esquivar un zapatazo.
—Parezco una ballena.
—Las ballenas son adorables. Todo el mundo adora las ballenas, menos los japoneses y los noruegos, y yo no soy ni lo uno ni lo otro. Ven a la cama.
Acabó de desvestirse y se metió bajo las mantas. No sin dificultad, se colocó de costado para mirarme.
—¿Has visto al cliente?
—Sí.
—¿Has aceptado el trabajo?
—Sí.
—¿Quieres hablar de ello?
—Esta noche no. No es nada malo, así que no empieces a preocuparte. Puede esperar hasta mañana.
Rachel sonrió.
—¿Y entonces qué hacemos ahora? —dijo. Se inclinó y me rozó los labios con los suyos. Con toda delicadeza, le devolví el beso—. No hay problema —añadió—. No puedo quedarme embarazada.
—Muy graciosa.
—Incluso te dejaré ser el macho alfa.
—Soy el macho alfa.
Poco a poco, deslizó la mano por mi pecho hasta el abdomen.
—Claro que sí, cariño —susurró—. Claro que sí…