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El invierno había llegado. El viento del norte había desnudado casi por completo los árboles, dejando sólo alguna que otra hoja con la que amenazar el gran predominio de las coníferas. Pequeños hayedos jóvenes temblaban bajo la enramada, y los retoños de arce azucarero salpicaban los bosques como oro perdido. Ahora reinaba allí una especie de silencio mientras los animales se preparaban para el letargo o para la muerte.

En Portland, los árboles del Puerto Antiguo estaban adornados de luces blancas, y más arriba, en Congress, un árbol de Navidad irradiaba un vivo resplandor. Apretaba el frío, pero no tanto como en los inviernos que yo recordaba de mi infancia. Cuando era niño, viajábamos al norte en coche para pasar el Año Nuevo en la casa de mi abuelo en Scarborough. Mi padre y él compartían el whisky y se contaban batallas, porque los dos eran policías, si bien mi abuelo se había retirado hacía muchos años. Mi madre, indulgente, escuchaba anécdotas que ya había oído contar una y otra vez y, al final, me mandaba a la cama. Fuera, la nieve resplandecía con una coloración azulada, iluminada por una luna reluciente en un cielo oscuro y despejado. En mi habitación, yo me sentaba junto a la ventana, arrebujado en una manta, y contemplaba esa luna recorriendo sus contornos con la mirada, recreándome en su existencia ultraterrena. Incluso en las noches más oscuras, cuando la luna era invisible, la nieve parecía contener luz. Para mí, aquel niño que la observaba desde su ventana, brillaba desde dentro, muy dentro, y yo me dormía con las cortinas descorridas para que esa belleza impoluta fuese lo último que viesen mis ojos antes de cerrarse, mientras en el piso de abajo el volumen de las voces de aquellos a quienes quería se elevaba y disminuía en una lejana y suave cadencia.

Con el tiempo, esas voces de mi pasado se acallarían. Mi abuelo, mis padres…, todos habían desaparecido ya. Resultó que me convertí en aquello que más temía cuando era niño: un hombre cuya sangre sólo corría por sus venas, una figura sin lazos visibles con quienes lo habían traído a este mundo. Y cuando intenté echar el ancla creando una familia propia, también ésta me fue arrebatada, y quedé a la deriva, y por un tiempo estuve extraviado en lugares sin nombre.

Aun así, al final empecé a entender que no iba totalmente a la deriva, y que entre todo lo que había conocido a lo largo de la vida y yo existían hondos vínculos. Tuve que regresar a este lugar para desentrañar esos vínculos, para sacarlos a la luz allí donde siempre habían estado, aguardando bajo hojas caídas y nieve compactada en la memoria de un niño sentado junto a una ventana. Mi pasado y mi presente se hallaban aquí, en esta zona del norte, y también mi futuro, o ésa era mi esperanza. Pronto volvería a ser padre, porque Rachel, mi amada, daría a luz en las próximas semanas. Me sentía parte de un círculo que se cerraba lentamente en esta región de mi infancia, y pensaba que siempre me quedaría aquí. Durante los largos meses del invierno echaría pestes y me lamentaría en compañía de los mejores entre los ancianos. Me quejaría cuando el coche se me atascara en el barro durante el deshielo de primavera, o cuando en las esquinas de las calles sucios montones de nieve helada siguieran fundiéndose poco a poco ya entrado marzo, manchando aceras y calzadas en una inútil operación de retaguardia contra la llegada de la primavera. En verano espantaría los mosquitos y los tábanos, y en otoño vería desaparecer el césped de mi jardín bajo la hojarasca.

De vez en cuando, como ya ocurre ahora, oiría a algún vecino comentar en broma la posibilidad de marcharse a Florida, afirmar que ese condenado invierno era el último que soportaba en el frío nordeste, pero yo sabría que mi interlocutor jamás se iría de aquí. Eso formaba parte del juego que todos practicábamos, del baile en el que todos interveníamos. Yo sería incapaz de vivir sin estaciones, porque las estaciones son el reflejo de los ritmos de nuestra existencia: el nacimiento y la madurez, el declive y la putrefacción, pero siempre con la promesa de regeneración para quienes permanecen. Quizá cambiase de postura con la edad, a medida que los inviernos hiciesen cada vez más mella en mí y el viento del norte trajese el recordatorio de mi propia mortalidad. A veces me preguntaba si ése era, en parte, el encanto de Florida o Arizona cuando uno llegaba al ocaso de su vida: apartado de las estaciones, uno podía olvidar el ritmo que regía la propia vida, a la vez que los pies ejecutaban los pasos finales del baile.

Mi potencial cliente llegaba con retraso, pero en realidad me daba igual. En Middle Street, la Half Moon Jug Band interpretaba villancicos para alegrar a los compradores. Oía la música desde donde estaba sentado, en el JavaNet Cafe de Exchange Street, rodeado de adolescentes que jugaban en los ordenadores. La verdad es que el JavaNet no me desagradaba, pese a que esa noche la proporción de obsesos de la informática era un poco excesiva para mi gusto. Servían un café aceptable y había unos cuantos sillones cómodos. Era, además, un sitio ideal para reunirse con alguien, ya que aquellos que compartían el local estaban, en su mayoría, tan absortos en sus citas por Internet o sus juegos por correo electrónico que no prestaban la menor atención a lo que ocurría alrededor. Por otra parte, el ventanal resultaba idóneo para observar a los transeúntes, tanto es así que, después de Newbury Street en Boston, o prácticamente cualquier sitio por debajo de la calle Catorce en Manhattan, el ventanal del JavaNet en Exchange era uno de mis lugares preferidos para sentarme a ver pasar la vida. Ya había contado por lo menos a tres mujeres que, en el supuesto de que yo no hubiese estado plenamente a gusto con Rachel, casi con toda seguridad se hubiesen negado a tener el menor trato conmigo, y con razón. También había visto a Maurice (pronunciado «Morís») Gardner, una celebridad local entre aquellos de nosotros con un sentido del humor más negro que la media, ya que en una ocasión había herido de bala superficialmente a un Papá Noel en las galerías comerciales. Maurice sostuvo que Papá Noel se había acercado a él con malas intenciones, en tanto que Papá Noel, al prestar testimonio en el juicio contra Maurice, declaró que él simplemente iba camino del lavabo de caballeros situado junto a las oficinas de las galerías. Como Maurice, en el momento de los hechos, iba hasta las cejas de coca sazonada con diamorfina, combinación que muy posiblemente pondría un poco tenso incluso a Buda, el juez se puso del lado de Papá Noel y Maurice acabó un tiempo entre rejas, para su propia protección y asegurar también que las navidades no se convertían en una época de duelo para los clientes infantiles traumatizados en las galerías. Maurice ya no se drogaba, tomaba su medicación y era segundo de a bordo en un barco langostero. En una satisfactoria circularidad, cada Navidad actuaba de forma voluntaria como Papá Noel en un centro benéfico para niños en las afueras de la ciudad. Por lo que había llegado a mis oídos, Maurice consideraba que era lo mínimo que podía hacer para compensar sus pecados de antaño.

Portland me gusta. Ofrece todas las ventajas de una ciudad, pero conserva el ambiente de un pueblo. Posee asimismo cierta excentricidad y cierta firmeza de carácter. Quizá cuenta con más cafeterías de las que, en rigor, necesite cualquier ciudad de su tamaño, y hay un par de bares que bien podrían hundirse en el mar y, con su ausencia, éste sería un lugar con más clase, pero a mí ya me parece bien así. Tiene un pequeño cine de arte y ensayo, y el Nickelodeon, en el centro, ha vuelto a promocionarse a sí mismo a la categoría de sala de grandes estrenos. El Mercado Público continúa en activo, y hay librerías aceptables y una biblioteca grande. En suma, no es mal sitio para tenerlo a la vuelta de la esquina, y cuando me alteraba los nervios —como a veces ocurría—, siempre me quedaba la tranquilidad de saber que en realidad no vivía allí. Podía retirarme a mi casa en las marismas de Scarborough en cuestión de minutos y ver cómo se ponía el sol sobre las aguas plácidas.

Un payaso con un traje de mala calidad me saludó desde la calle y yo le contesté con un gesto un tanto aséptico. Tardé unos tres minutos en recordar que era el agente inmobiliario que una vez había intentado convencernos a Rachel y a mí de que nuestras vidas mejorarían si nos íbamos a vivir a su nueva urbanización, una auténtica cloaca cerca de Saco. Desde entonces algún que otro infortunio había sacudido la vida de aquel pobre desdichado. Había andado tirándose a la secretaria, y cuando su mujer se enteró, decidió exprimirlo hasta sacarle el último centavo. Su negocio se fue a pique, y cuando salió a la luz que había sido un poco parco en la información facilitada a Hacienda, se cernió sobre él una amenaza de cárcel. Tanto su mujer como su secretaria declararon contra él, cosa que dice mucho sobre la clase de persona que era. Además, un par de casas de la urbanización de Saco se habían desmoronado al estornudar demasiado fuerte un niño que pasaba por delante, y ahora se cocía también una marejada jurídica en ese ámbito. Pero allí estaba él, con una bolsa de Country Noel en la mano, saludando a un hombre a quien apenas conocía pero al que había intentado desplumar con un mal negocio inmobiliario.

¡Cómo no iba a gustarle a uno Exchange Street!

Mi cliente llegaba ya con veinte minutos de retraso, y seguía la cuenta, pero aún me daba igual. En torno a mí bullía la vida; la vida, y la promesa de vida venidera. En la calle casi todo era gente local, reivindicando para sí el Puerto Antiguo ahora que, pasados ya el verano y el cambio de la hoja otoñal, habían desaparecido los turistas y los amantes de la naturaleza. Vi a un grupo de adolescentes en skateboards: vestían sudaderas con capucha y amplísimos vaqueros, intentando aparentar que el creciente frío los traía sin cuidado. Di por supuesto que la mitad de ellos acabaría recibiendo antibióticos y tiernos cuidados de sus mamas antes de terminar la semana, pero de eso no harían partícipes a sus colegas.

Hacía un rato, yo también había dejado un poco de dinero en Bullmoose, y ahora echaba una ojeada ociosamente a mis compras. Rachel daría el visto bueno a algunas, supuse: los Notwist, y quizá Thee More Shallows. Ya no estaba tan seguro respecto a… And You Will Know Us by the Trail of Dead, pero había oído algunas de sus piezas en una de las emisoras de radio locales más vibrantes y me encantaban. Además, ése era un nombre interesante para un grupo, «Y nos conocerás por el rastro de muertos», lo cual de por sí ya contaba. Imaginé que si encontraba una camiseta con el nombre del grupo, quizás esos chicos que deambulaban por las calles me dejaran ir con ellos una temporada, al menos hasta que la policía viniera y decidiera quitarme de la circulación por mi propia seguridad.

Mi cliente llegó a las 18:25 horas. Lo reconocí por la indumentaria. Me había dicho que estuviera atento a la aparición de un hombre con traje gris y corbata negra grisácea, más un abrigo negro para protegerse del frío, y eso fue lo que vi. Aparentaba menos edad de la que yo preveía, aunque calculé que se acercaba ya a los setenta. Decidí no enseñarle mi cedé de… Trail of Dead. Consideré que quizá fuera forzar un tanto las cosas en nuestro primer encuentro. Levanté la mano para identificarme, y él avanzó entre los ordenadores para tomar asiento conmigo junto al ventanal, lanzando miradas recelosas a algunos de los clientes más…, en fin…, más «desconectados».

—Tranquilo —dije—. No le harán daño.

No pareció muy convencido, pero les concedió el beneficio de la duda.

—Frank Matheson —se presentó a la vez que me tendía la mano. Era una mano grande, con alguna que otra cicatriz. Un enorme callo se extendía por su palma desde el arranque del pulgar. Se lo noté al estrechársela. Matheson era dueño de una fábrica de máquinas herramientas de Solon y poseía una considerable fortuna, pero saltaba a la vista que la había labrado a fuerza de mucho bregar. Fui a buscarle un café —solo, sin azúcar— y me reuní con él junto al ventanal.

—Me sorprende que no tenga despacho —comentó.

—Si tuviera despacho, no me quedaría más remedio que pintarlo y comprar sillas y una mesa. Tendría que pensar qué colgar en las paredes. La gente me juzgaría por la calidad de mi decoración.

—¿Y ahora en qué se basan para juzgarlo?

—En la calidad del café de otros. Aquí es bastante bueno.

—¿Queda aquí con todos sus clientes?

—Depende. Si no me inspiran mucha confianza, quedo en Starbucks. Si no me inspiran la más mínima confianza, quedo con ellos en una gasolinera, y a lo mejor los invito a un par de chocolatinas para romper el hielo.

Una expresión de desconcierto asomó por un instante a su cara, como si una pequeña alarma luminosa acabara de encenderse en su cerebro. Es una expresión con la que me encuentro a menudo.

—Acudo a usted porque me lo han recomendado encarecidamente —dijo, más para su propia tranquilidad, al parecer, que como cumplido.

—Habrá sido alguien a quien traje aquí.

—Además, he leído sobre usted en la prensa.

—Y aun así ha venido.

Hizo un gesto oscilante con la mano derecha.

—Admito que no todo eran elogios.

—«Imparcialidad informativa», creo que lo llaman.

Matheson se permitió una sonrisa, pero yo no tenía aún la certeza de que la pequeña alarma luminosa se hubiese apagado del todo. Alzando la taza con su mano derecha encallecida, tomó un sorbo de café. Le temblaba un poco. Con la izquierda había mantenido aferrado un maletín de piel sobre el regazo todo el rato.

—Debería explicarle por qué he venido —prosiguió—. Debería empezar por mi familia, supongo. Mi…

Lo interrumpí.

—¿Esto tiene algo que ver con su hija, señor Matheson?

No pareció sorprenderse más de la cuenta. Deduje que le ocurría con frecuencia. Quizás algunos tardaban un rato en identificar el apellido, pero al final lo recordaban. Me imaginé a Frank Matheson en su despacho, sentado ante un cliente potencial, viendo cómo entornaba los ojos y movía incómodamente las manos sin saber dónde meterlas.

«¿Louise Matheson era hija suya? Dios mío, lo siento, aquello fue un horror. Para semejante individuo, la muerte fue poco… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Grady.

»John Grady».

—En cierto modo —contestó Matheson. Abrió el maletín—. He traído algo de documentación, por si acaso desconocía usted lo que pasó, o necesitaba antecedentes.

Dentro, vi una carpeta de plástico. Contenía copias de recortes de prensa y fotografías. No la sacó.

—Estoy al corriente —dije.

—Ha pasado mucho tiempo. Por entonces debía de ser usted muy joven.

—Fue un caso sonado, y aquí la gente no se olvida de esas cosas así como así. Se graban en la memoria y pasan de padres a hijos. Quizá deba ser así.

No respondió. Yo sabía que él siempre llevaba a su hija en la memoria, congelada por la muerte a los diez años de edad. Me pregunté si a veces intentaba representarse cómo habría sido en el presente si siguiera viva, cuál habría sido su aspecto físico, qué habría hecho de su vida. Me pregunté si alguna vez veía a otras jóvenes en la calle y creía vislumbrar en sus rostros las facciones de su hija desaparecida, un vago asomo de ella, como si por un fugaz instante morase en el cuerpo de otra, tratando de ponerse en contacto con su familia y con la vida que le habían arrebatado.

Porque yo sí veía a mi propia hija muerta en los hijos de los demás, y no creía que fuese el único que experimentaba de ese modo la pérdida.

—También yo estoy al corriente de lo suyo —dijo Matheson—. Por eso quiero contratarlo. Creo que usted sabrá hacerse cargo.

—¿Hacerme cargo de qué, señor Matheson?

Introdujo la mano en el maletín y extrajo un sobre marrón. Deslizó el sobre hacia mí. No estaba cerrado. Dentro había una sola hoja, sin plegar, brillante por una de sus caras. La saqué y observé la copia de una fotografía en blanco y negro impresa en la hoja. Mostraba a una niña pequeña. La foto se había tomado desde lejos, pero la cara se veía con toda nitidez. Empuñaba un bate de softball y tenía puesta toda su atención en una pelota que quedaba fuera de la imagen. No llevaba casco y el cabello castaño le caía suelto en torno a los hombros. Incluso a esa distancia, y teniendo en cuenta la relativamente escasa calidad de la foto, se apreciaba sin duda que era una niña guapa.

—¿Quién es? —pregunté.

—No lo sé.

Volví a mirar la fotografía. Nada en ella indicaba dónde podía haberse tomado. Salían únicamente la niña, el bate y, a lo lejos, hierba y árboles oscuros. Di la vuelta a la hoja, pero el envés estaba en blanco.

—¿Y el original?

—Lo tienen dos policías de Two Mile Lake.

—¿Desea contarme cómo ha llegado a sus manos?

Cogió de nuevo la fotografía y la colocó con cuidado en la repisa, luego puso encima el sobre y la cubrió por completo.

—¿Sabe quién es ahora el propietario de la casa Grady?

—No, pero me atrevería a dar una respuesta.

—¿Y cuál sería?

—Que el propietario de la casa Grady es usted.

Movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—El banco la puso a la venta unos dos años después del asesinato de mi Louise. No apareció ningún otro interesado, así que no pagué gran cosa por ella. En otras circunstancias, incluso se habría dicho que fue una ganga.

—La ha dejado en pie.

—¿Y qué esperaba? ¿Que la demoliese?

—Es lo que habrían hecho muchos.

—Yo no. Quería que permaneciese allí a modo de monumento a lo que padecieron mi hija y los otros niños. Tenía la sensación de que si la borraba de la faz de la tierra, la gente empezaría a olvidar. ¿Le ve algún sentido a lo que digo?

—Yo no tengo por qué verle el sentido. Sólo tienen que vérselo usted y su familia.

—Mi mujer no lo entiende. Nunca lo ha entendido. En su opinión, debería haberse eliminado todo rastro de John Grady. No necesita nada que le recuerde lo que le pasó a Louise. Lo lleva siempre dentro, todos los días de su vida.

Matheson pareció abstraerse por un momento, y en sus ojos vi reflejada la relación entre su mujer y él como la reposición de una película vieja y triste. En cierto modo era un milagro que hubiesen seguido juntos. Como policía y como investigador privado había visto cómo se desintegraban matrimonios bajo el peso del dolor. La gente habla de la pena compartida, pero a menudo la muerte de un niño no afecta por igual al padre y a la madre. Aunque se experimenta de forma simultánea, la aflicción es de una individualidad insidiosa. Las parejas se ahogan en ella, se hunden bajo su superficie incapaces de tenderse la mano y tocarse, sin poder buscar consuelo en el amor mutuo que sienten, o en su día sintieron. Resulta especialmente atroz para quienes pierden a un hijo único. El gran lazo entre ellos se rompe, y en algunos casos sencillamente se dejan arrastrar por la soledad y el aislamiento.

Esperé.

—¿Me permite preguntarle qué hizo usted con su casa después de lo que pasó allí? —quiso saber Matheson.

Sabía que esa pregunta llegaría.

—La vendí.

—¿Ha vuelto alguna vez?

—No.

—¿Sabe quién vive allí ahora?

—Una pareja joven. Tienen dos hijos.

—¿Saben que una mujer y una niña fueron asesinadas en esa casa?

—Supongo que sí.

—¿Cree que les causa algún malestar?

—No lo sé. Quizá piensan que lo que pasó allí una vez no puede volver a pasar nunca más.

—Pero eso sería una equivocación. La vida no se rige por normas tan simples.

—¿Eso piensa usted respecto a la casa Grady, señor Matheson?

Recorrió el sobre con las yemas de los dedos como buscando las facciones de la niña desconocida oculta debajo. Volví a pensar en nieve recién caída, y en cómo en otro tiempo creí ver los contornos de rostros bajo ella, como formas de cráneos bajo piel blanca. Eso ocurrió después, cuando dejé atrás el niño que un día fui y aquellos a quienes quería empezaron a desaparecer.

—Señor Parker, me ha preguntado dónde encontré la fotografía. La encontré en el buzón de la casa Grady. En un sobre roto. El sobre en algún momento estuvo cerrado y alguien lo abrió para hacerse con lo que había dentro. A juzgar por las marcas que tiene, sospecho que en un principio contenía más de una fotografía. La forma de la fotografía que usted ha visto no coincidía exactamente con las marcas que quedaron en el sobre. Por eso lo supe.

—¿Mira en el buzón muy a menudo?

—No, sólo de vez en cuando. Ya rara vez voy a la casa.

—¿Cuándo encontró la fotografía?

—Hace una semana.

—¿Y qué hizo?

—Se la llevé a la policía.

—¿Por qué?

—Era la fotografía de una niña, dejada en el buzón de una casa que antiguamente fue propiedad de un asesino de niños. Como mínimo hay alguien por ahí con un sentido del humor más bien morboso.

—¿Eso opina la policía?

—Me dijeron que ya verían qué podía hacerse. Yo quería que acudieran a los periódicos y la televisión, que difundieran la foto de la niña por todo el estado para averiguar quién es, y…

—¿Y prevenirla?

Tomó aire y cerró los ojos a la vez que asentía.

—Y prevenirla —repitió.

—¿Cree que esa niña está en peligro porque alguien dejó una foto suya en el buzón de Grady?

—Como he dicho, la persona que la dejó allí tiene cuando menos una mente trastornada. ¿Quién iba a querer relacionar a una niña con un lugar como ése?

Aparté el sobre y volví a mirar la fotografía de la niña.

—¿La fotografía era antigua, señor Matheson?

—No lo creo. A mí me pareció reciente.

—¿Y la fotografía era en blanco y negro o sólo lo es la copia que usted hizo?

—Exacto.

—¿Llevaba al dorso algún indicio de que se hubiera revelado en un laboratorio? Ya me entiende: una señal de identificación, una marca.

—Era papel Kodak, sólo sé eso.

Ese papel podía comprarse en cualquier tienda de fotografía del país. El autor de la foto seguramente la había revelado en su casa o garaje. Con el equipo adecuado era una tarea fácil. Así no existía el riesgo de que un empleado de laboratorio curioso se fijase en unas sospechosas imágenes de niños jugando y llamase a la policía para investigar al individuo que estaba detrás de la cámara.

La niña era ciertamente una preciosidad. Se la veía feliz y sana, y la intensidad con que se concentraba en la pelota a punto de llegar me arrancó una sonrisa.

—¿Qué quiere que haga, señor Matheson?

—Quiero que vea si es capaz de descubrir quién es esta niña. Quiero que hable con sus padres. Cuando los encuentre, yo lo acompañaré. Conviene que estén enterados de esto.

—No va a resultar fácil.

Matheson apoyó la palma de la mano derecha en el sobre con sumo cuidado, como si temiera que pudiera llevárselo el viento, y con él toda esperanza de identificar a la niña.

—Por mi negocio, he tenido trato con japoneses —dijo—. En Japón no les gusta decir «no». Si no quieren hacer algo, dicen: «Eso no va a ser fácil». Si es imposible: «Eso no va a ser nada fácil». ¿Para usted qué es, señor Parker?

—No estamos en Japón, señor Matheson; nos encontramos en Maine. En comparación con nosotros, los japoneses no tienen ningún misterio. Sólo son inescrutables, pero nosotros somos testarudos. Aquí «no será fácil» sólo quiere decir que «no será fácil». Puede de que la policía ya la haya encontrado. ¿Ha hablado con ellos?

—No me dirán nada, salvo que el asunto se está investigando y no debo preocuparme. Según ellos, esto seguramente carece de mayor importancia.

Puede que tuvieran razón. Había quienes quizá se divirtieran o excitaran ante la idea de vincular la imagen de una niña al recuerdo de un infanticida, pero sus posibilidades reales de causar daño eran casi con toda certeza muy limitadas. Y, sin embargo, alguien se había tomado la molestia de sacar como mínimo una instantánea a una chiquilla desprevenida, y si las sospechas de Matheson iban bien encaminadas, era probable que hubiese más fotos, quizá de esa misma niña, pero muy posiblemente también de otros pequeños.

—Me preguntaba también si usted podría vigilar la casa Grady por un tiempo, no sea que vuelva la persona que dejó esta foto.

Pasar el invierno en la casa Grady no parecía la mejor manera de cultivar el espíritu navideño. Procuré disimular mi reticencia, pero me costó. De hecho, si hubiese sido japonés, habría dicho que no era «nada fácil».

—¿Ha notado daños en la casa —pregunté—, algún indicio de que alguien haya intentado entrar?

—No, está cerrada a cal y canto. Yo tengo un juego de llaves y la policía de Two Mile tiene otro. Se lo di hace un par de años, cuando un chiflado trató de subir al tejado y prender fuego. No sé si ellos han entrado desde que les di la fotografía.

Toqué el retrato de la niña con las yemas de los dedos. Rocé el pelo de la imagen.

—La pregunta cae por su propio peso, pero… ¿ha visto rondar a alguien cerca de la casa? ¿Ha mostrado alguien excesivo interés por lo que pasó allí?

—Verá, tuvimos ciertos problemas con un tal Ray Czabo, pero el jefe de policía le advirtió claramente que no se acercara por allí. Dudo que haya vuelto desde entonces. ¿Lo conoce?

Matheson reparó por fuerza en mi atormentada expresión. Ray Czabo, alias «Vudú», era un entusiasta del turismo morboso en Maine, un buscador de escenarios de crímenes. Se complacía en tomar fotografías de sitios donde había muerto alguien. Cuando la policía daba por concluido su trabajo, a veces él se llevaba «recuerdos» del lugar e intentaba venderlos por Internet. Ray Czabo y yo habíamos tenido cierto roce en el pasado. Él había acudido a la casa de Brooklyn donde habían muerto asesinadas mi mujer y mi hija, y había robado de la parte exterior de la puerta el bloque de madera labrada en el que constaba el número de la vivienda.

No obstante, lo recuperé.

Desde entonces Ray me había eludido, pese a que ahora vivía en Bangor, en una casita a un paso de la salida 48 de la autopista de Maine, cerca del Husson College.

—Sí —respondí—, conozco a Ray Czabo.

La casa Grady atraería a un individuo como Ray. Estaba casi seguro de que la había visitado en más de una ocasión. Debía de haberle indignado que le negaran acceso a sus secretos.

—¿Ha sido Ray el único?

Matheson me escondía algo. Yo no acababa de entender por qué. Tal vez quería asegurarse de que aceptaría el caso antes de decírmelo, pero yo había aprendido a fuerza de golpes a no precipitarme. Ahora prefería saber en qué me metía antes de que me cayera todo encima.

—Hace unos días apareció otro hombre. Vino a la fábrica. Como usted comprenderá, señor Parker, muy pocas personas saben que soy el propietario de la casa Grady. Oficialmente está a nombre de una empresa fantasma, y ésta comparte sede con un bufete de Augusta muy aficionado a pleitear. Ni siquiera son mis abogados. Contacté con ellos por medio de terceros. Así y todo, ese hombre llegó a mi oficina y le dijo a mi secretaria que estaba interesado en hacer un pedido importante. Como parecía saber de qué hablaba, la secretaria me avisó. En ese momento yo estaba en la planta de montaje y volví a la oficina para recibirlo.

»Lo primero que me chocó fue que no había venido a comprar nada de mi empresa. Vestía un abrigo raído y un pantalón lleno de manchas y tenía la suela del zapato izquierdo medio desprendida. No sabría decir cuánto hacía que no se lavaba la camisa como es debido, y llevaba la corbata de un muerto. No me malinterprete: en el negocio que llevo veo a mucha gente que trabaja con las manos, y a mí no me asusta ensuciarme la piel o la ropa. Pero ésa es una clase de suciedad…, no sé…, honrada, conseguida con esfuerzo, no algo de lo que un hombre deba avergonzarse. El tipo ese, en cambio, sencillamente iba mugriento. Estuve a punto de echarlo del despacho sin darle ocasión de abrir la boca. Quizá debería haberlo hecho.

—¿Cómo era físicamente?

—Alto. Más alto que usted. Con el pelo negro y largo que le caía sobre el cuello de la camisa. Tenía unas entradas muy pronunciadas en el nacimiento del pelo y hacía días que no se afeitaba. Estaba muy pálido. El color de los ojos no lo recuerdo, si es ése el tipo de detalle que necesita saber. Vi que tenía las uñas y las puntas de los dedos amarillentas. Supongo que era fumador, pero no encendió un solo cigarrillo en mi presencia.

—¿Le dijo cómo se llamaba?

—No. Yo me presenté, le di la mano…, aunque casi me arrepentí de hacerlo…, pero él no me dejó su tarjeta ni mencionó su nombre. Sólo me reveló que venía por un asunto delicado.

“—Según creo, es usted propietario de la casa Grady —me dijo.

“—No sé de qué me habla —le contesté.

“—Me parece que sí lo sabe. Sobre esa casa hay una deuda pendiente. Pronto surgirá la oportunidad de saldarla —replicó.

“—Ya se lo he dicho: creo que me confunde con otro —insistí.

»Intenté convencerlo, pero él sencillamente se negó a escuchar. Sabía que la casa Grady era de mi propiedad. Ignoro cómo se enteró, pero lo sabía. Cuando consulté a los abogados, me dijeron que no habían recibido ninguna solicitud de información formal sobre la casa desde hacía años, excepto un par de cazanoticias de la prensa que llamaron por teléfono en el aniversario de la muerte de Grady. Y de pronto ese fulano empieza a enumerar los detalles de la compra: el precio, la fecha en que se firmó la escritura definitiva, e incluso el nombre del director del banco en aquel entonces. Me quedé de una pieza, tanto que por un momento ni siquiera pude articular palabra. Luego me puse furioso. ¿Con qué derecho se presentaba ese individuo en mi despacho y me exigía el pago de una deuda que, para colmo, no tenía nada que ver conmigo? De buena gana habría saltado por encima del escritorio, lo habría agarrado del cuello y lo habría sacado a rastras del despacho… No sé ni cómo me contuve.

—¿Por qué no lo hizo? —pregunté.

Matheson aún parecía muy capaz de apañárselas bien en una situación así.

—No soy de ésos… —respondió, pero quedó flotando en el aire un «y además» no expresado. Esperé. Por fin añadió—: El tipo no parecía gran cosa: flaco, sucio, enfermizo, pero me dio la impresión de que era más fuerte de lo que aparentaba. Sospecho que si hubiese intentado ponerle una mano encima, me habría hecho daño. No mucho, quizá, pero me habría humillado, y con regodeo. Transmitía cierta malevolencia, ¿me explico? Puede que todo esto le parezca un poco absurdo, pero, en cuanto se me pasó la furia, empecé a preocuparme. A asustarme, incluso.

Le contesté que no me parecía absurdo ni mucho menos, que había conocido a hombres así. Querían que te rebajaras al nivel de ellos y, en cuanto caías en eso, intentaban acabar contigo. Si aceptabas el reto, tenías que estar dispuesto a padecer dolor, y a infligirlo con creces.

Matheson prosiguió:

—Le dije, pues, que incluso si todo eso era verdad, debía ponerse en contacto con el Farmers' Mutual Bank y preguntar allí. Las deudas de John Grady con él no eran asunto mío. Por lo visto, no estaba de acuerdo.

“—Soy un recaudador, señor Matheson —volvió a decir—. Cobro deudas, pero además soy coleccionista y, como tal, también me interesan ciertos objetos. En lugar de la deuda que dejó impagada el anterior propietario, aceptaré algún pequeño objeto, parte del mobiliario de la casa. Apenas cubriré gastos, pero en este caso me conformaré con un simple gesto. La casa contiene varios espejos decorativos. Si me da uno de ellos, lo consideraré a usted descargado de toda responsabilidad en el asunto.

—Hablaba exactamente así —recordó Matheson—. Como un puñetero abogado. En fin, para entonces ya estaba hasta la coronilla de él y le dije que se largara en el acto de mi despacho o llamaría a la policía. Si tenía alguna otra pregunta, podía planteársela a mis representantes legales, o a Farmers' Mutual, pero yo no quería verlo más.

—¿Y él qué dijo?

—No se movió. Sencillamente se miró las uñas durante un rato antes de levantarse, dijo que lamentaba que ése fuera mi punto de vista y que abordaría el asunto por «otros cauces». Luego se marchó.

—¿Llegó a ver su coche?

—No había coche alguno. Se fue a pie.

—¿Y no le dejó un número de contacto, el nombre siquiera?

—Nada. Sólo me dijo que era recaudador y coleccionista.

—¿Ha hablado de esto con la policía?

—Se lo conté a Grass, el jefe de Two Mile, pero me contestó que probablemente habían quedado muchas deudas por pagar cuando John Grady murió. Anotó la descripción que le di, pero insistió en que él poco podía hacer a menos que ese recaudador volviese o emplease amenazas.

—¿Tuvo la impresión de que lo amenazaba en su despacho? Habló de recurrir a «otros cauces» para el cobro.

—Supongo que podría considerarse una amenaza. Yo no lo interpreté así.

—¿Y no llegó a mencionar cuál era la deuda, o en representación de quién actuaba?

—No.

—¿Cree que podría ser ese hombre quien dejó la fotografía en el buzón?

—Es posible, pero no veo qué razón podría tener. Desde luego no hizo la menor alusión a ninguna fotografía.

Matheson me preguntó si quería otro café. Dije que sí, aunque sólo fuera con idea de ganar tiempo para pensar. Su relato sobre ese coleccionista me inquietaba, y no me apetecía especialmente quedarme sentado en un coche vigilando una casa vieja noche tras noche, aguardando a que apareciera un maleante vestido con ropa vieja que se excitaba dejando fotos de niños en el buzón de un infanticida muerto; pero algo en la imagen de la niña me atraía. Al menos tenía eso en común con Matheson: los dos habíamos perdido a una hija, y ni él ni yo estábamos dispuestos a quedarnos de brazos cruzados si otro niño se hallaba potencialmente en peligro. Volviendo la vista atrás, imagino que supe que aceptaría el caso tan pronto como me enseñó la foto de la niña con el bate en las manos.

Cuando regresó, le informé de mis honorarios. Me ofreció el pago por adelantado, pero le expliqué que mandaría la factura al final de la primera semana. Si después de dos semanas no había ningún avance, lo pondría en manos de la policía. Matheson accedió y se dispuso a marcharse. Me dejó la fotografía de la niña desconocida.

—Hice muchas copias —aclaró—. Si usted se hubiese negado, la habría colgado en tiendas, postes de telégrafos…, en cualquier sitio visible.

—¿Cuántas copias hizo? —pregunté.

—Dos mil —respondió—. Las llevo en el maletero del coche. ¿Quiere unas cuantas?

Me quedé con cien y le dejé el resto.

Albergaba la esperanza de que no llegásemos a tener motivos para usarlas.