Capítulo 23

CUANDO FROI REgresó a la capital aquella noche, le pareció extraño encontrarse la calle tan tranquila, salvo por los raros vientos otoñales que habían comenzado a agitar la Citavita y silbaban una melodía que le envió un escalofrío por todos los huesos. Se encontró la casa de los dioses saqueada, hojas esparcidas por todas partes, camastros de paja boca abajo y el jardín de Arjuro destrozado, pisoteado por la locura de aquellos que ya no creían en nada. Se imaginó que los señores de la calle habían ido a buscarle, a él y a Quintana, y rezó por que los demás hubieran escapado ilesos. Esperó que al menos hubieran conseguido esconder tantos manuscritos y plantas de Arjuro como fuera posible.

A primera hora de la mañana siguiente bajó hasta el puente de la Citavita, que se balanceaba peligrosamente, de un lado a otro, por encima del bagranco. Los que llevaban días esperando en fila habían sido obligados a elegir entre regresar a sus casas y perder el sitio o quedarse en la cola a merced de los elementos. Froi sabía que podía aprovechar sin problemas la oportunidad para cruzarlo, pero no lo hizo. Si iba a dejar la Citavita, necesitaba comprobar antes que Lirah estaba de camino a algún lugar seguro de Charyn. Entonces podría marcharse a casa y no mirar atrás.

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Había pasado una semana y los vientos continuaban desprendiendo la arena de la piedra de las cuevas y casi cegando a los que se aventuraban a salir en busca de comida. Hasta los señores de la calle se quedaban dentro y Froi aprovechaba cada día, con una tela envolviéndole la cara, para buscar a Lirah y Arjuro.

No se atrevía a preguntarse qué quería de Lirah. ¿Que admitiera querer al hijo por el que había sufrido tantos años? ¿Una declaración de amor como las palabras diarias de Lady Abian a sus hijos? Si Lady Beatriss podía querer a la hija de un hombre que la había violado, ¿por qué no iba Lirah a querer a Froi?

No obstante, recorrió las calles y las cuevas en busca de su rastro, pero si había algo que los de la Citavita sabían hacer, era esconderse. Un día que estaba a punto de rendirse y de atreverse a cruzar el peligroso puente, vio que uno de los guardias de De Lancey se metía en una cueva. Así que Froi le siguió. Una vez dentro, bajó por unos escalones de piedra abiertos en la roca y pronto oyó unas voces que discutían, gracias a las que llegó a una posada oculta.

La sala estaba abarrotada y Froi reconoció a más hombres de De Lancey y algunos de los que se habían refugiado en la casa de los dioses cuando los señores de la calle habían tomado el control del palacio. En un rincón donde había unos bancos, vio a De Lancey con la cabeza agachada, hablando atropelladamente a un grupo de hombres que le rodeaba. Froi se dirigió al provincaro, pero fue interceptado por uno de sus guardias, que sin duda le había reconocido del ataque en los pasillos de la casa de los dioses.

—Márchate —le dijo el guardia—. No queremos problemas aquí.

Froi le empujó, pero el hombre le agarró del brazo.

—Tienes muy mala memoria —le advirtió Froi—. No hagas que te recuerde lo que puedo hacer.

Al instante, De Lancey se colocó entre ambos.

—Ven —le dijo a Froi, levantándole una mano a su guardia—. Yo me ocupo de esto.

—Señor.

—He dicho que yo me ocupo de esto.

Froi siguió a De Lancey mientras se abría camino entre la multitud y regresaba a su asiento.

—Hablaremos más tarde —le dijo De Lancey a los hombres de su mesa, que miraron a Froi con recelo.

Se marcharon, dándose la vuelta a intervalos hasta que abandonaron la sala.

—¿Por qué no se fían? —preguntó Froi con amargura—. ¿Por el hecho de que no saben quién soy o porque le salvé la vida a la princesa y ellos no querían?

De Lacey no respondió.

—¿Dónde está Lirah? —preguntó Froi, sin perder el tiempo.

El provincaro se encogió de hombros, un movimiento que no le costaba gran esfuerzo.

—No la he visto desde el día del ahorcamiento.

—¿Y Arjuro?

—Tampoco lo he visto.

Froi negó con la cabeza y se rio forzadamente.

—Habéis sido de mucha ayuda, provincaro —dijo y se levantó.

—Si me preguntas dónde está Gargarin, eso sí puedo decírtelo —dijo el provincaro con un deje de suavidad en su acento perezoso.

Froi se puso tenso. Quería marcharse.

—Siéntate —le ordenó De Lancey.

—No.

—Ya.

Froi suspiró, se sentó y se quedaron mirándose unos instantes antes de que De Lancey le pasara la botella de vino.

—Preferiría comida.

Froi esperó que su respuesta no hubiera sonado a súplica. La comida había escaseado aquella semana y había tenido que robar lo que podía, sin mirar a quién se la quitaba. Los de la Citavita habían dejado claro que cada uno iba a la suya. De Lacey le hizo señas a uno de sus hombres y le dio instrucciones antes de que el hombre se marchara.

—Creemos que Lirah y Arjuro están en la Posada del Cuervo, próxima al puente de la Citavita —le dijo a Froi.

—¿Creemos?

—Alguien con una abundante mata de pelo y vestido de negro de pies a cabeza le llamó a uno de los señores de la calle «culo de caballo de proporciones divinas». Solo podía ser él.

Froi cerró los ojos un instante al sentir un alivio que casi le hizo desmayarse.

—¿Vas a llevártelo contigo? —preguntó, aclarando su voz ronca.

—No. ¿Debería? —preguntó De Lancey.

—Te llevarás a Gargarin, ¿por qué no a Arjuro?

Froi supo por los ojos entrecerrados de De Lancey que no le impresionaba su tono de voz.

—Bueno, no es que se tengan un cariño especial y Gargarin no le debe nada a Arjuro —dijo el provincaro con frialdad.

—Pero tú sí.

—¿Yo?

Froi se crispó. Aquel hombre estaba demasiado calmado y reaccionaba con sangre fría.

—Yo le habría hecho lo mismo a Gargarin en aquella celda —dijo Froi—. Si hubiera visto a Gargarin matar al hijo del Oráculo, me habría escapado como Arjuro.

—Y yo —dijo De Lancey—. Creo que Gargarin también lo ha aceptado. Pero hace diez años, cuando sacaron a Gargarin de prisión después de romperle todos los huesos del cuerpo, buscamos de un lado a otro de este reino a uno de los médicos jóvenes más brillantes de Charyn. Arjuro no quiso que le encontraran y los huesos de Gargarin se soldaron torcidos.

Le pusieron delante un plato con guiso de pichón y Froi lo engulló.

—¿Cuánto hace que no comes, tonto?

Froi eructó y se levantó.

—No te importa.

De Lancey suspiró.

—A veces creo que Grij, los muchachos y tú sois un castigo por nuestra juventud alocada.

—No soy uno de los muchachos —dijo Froi—. Yo solo soy el bastardo de alguien, ¿recuerdas?

El rostro de De Lancey reflejó arrepentimiento.

—No pretendía que te enteraras de aquella manera.

Froi se encogió de hombros.

—Tenías una aventura con Arjuro y buscabas camorra.

De Lancey se rio con amargura.

—¿Una aventura? ¿Es eso lo que te ha contado?

—Sabía que estaba mintiendo —dijo Froi con desdén—. No te rebajarías tanto. Sé cuál es tu tipo.

El provincaro fue rápido. Cogió a Froi por la camisa y se lo acercó a la cara.

—No —dijo De Lancey con los dientes apretados—. No lo sabes. Ni te lo imaginas.

La Guardia estuvo en la mesa al instante.

—Lo llevaremos fuera, señor.

El provincaro empujó a Froi y les dijo que se apartaran. Froi se lo quedó mirando un momento y se preguntó quién estaría diciendo la verdad. ¿Arjuro o De Lancey?

—Mintió respecto a la aventura —dijo en voz baja el provincaro—. Fuimos amantes desde que teníamos dieciséis años hasta la noche del último nacido. Nueve años. Eso no es una aventura, ¿no crees? —añadió con amargura.

—Pero ¿le traicionaste?

Un atisbo de arrepentimiento cruzó el rostro del hombre.

—Traicioné a muchos esa noche. Pero creía que estaba haciendo lo correcto.

De Lancey se sirvió vino de la botella.

—¿Confías en tu rey?

Froi empujó su jarra hacia el vino y De Lancey le sirvió.

—Tengo una reina y hoy me has pillado en un día sosegado, De Lancey. Porque si alguien se atreviera a preguntarme mi lealtad o confianza hacia mi rey y mi reina, le pondría un cuchillo en el cuello.

—Yo confiaba en mi rey. Creía que Arjuro estaba loco y que en su locura estaba arriesgando la vida de nuestra querida Oráculo. Creí que no había mejor sitio para protegerla de los serker que el palacio. Pero fui un cobarde en mi plan. Costó la vida de un inocente herrero y más tarde descubrí que los serker no eran responsables.

De Lancey alzó la vista y Froi siguió su mirada. Los tres últimos nacidos entraron en la sala atestada. Froi vio que Grijio le decía unas palabras a los guardias, que señalaron al provincaro.

—Arjuro era tu amante, pero ¿tuviste una mujer que te dio un hijo? —le acusó Froi.

—No —respondió el provincaro—. No he tenido esposa. Es mucho más complicado y trágico de lo que te imaginas.

—Todo en Charyn parece mucho más complicado y trágico. —Froi se levantó y brindó—. Por cierto, no es que sea asunto mío, pero reconsideraría pedirle a Tariq que viajara al centro de Charyn, sin importar cuántos hombres le haya prometido tu enviado.

—¿Mi enviado?

Froi vio que el rostro del hombre reflejaba confusión.

—Muchacho, no sé de qué me hablas.

A Froi se le erizó el vello mientras miraba a De Lancey.

—¿Me estás diciendo que no has enviado a alguien para que se reúna con Tariq de Lascow?

Los últimos nacidos llegaron a oír sus palabras.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó De Lancey.

—Tariq.

—¿Qué? —exclamó De Lancey.

Froi echó a correr entre la multitud. Oyó al provincaro llamar a Grijio, notó alguien en su hombro y supo que era uno de los últimos nacidos. Habían subido las escaleras y habían salido de la cueva. Una vez fuera, el viento tiraba de su piel, pero subieron por el muro de la Citavita a toda velocidad por los tejados de las cuevas para llegar a casa de Perabo.

—No nos dejará entrar —gritó Grijio por encima del viento—. La norma dice que no tenemos que buscarle.

Froi le ignoró, luchando contra las imágenes que le venían a la cabeza. «Tendrías que haberte quedado», rugió para sus adentros.

Cuando llegaron al tejado de la cueva de Perabo, Froi cogió una piedra y comenzó a golpear, gritando su nombre una y otra vez, con voz ronca. Olivier, Grijio y Satch cayeron a su lado, y sus voces se unieron a la suya, hasta que por fin oyeron un ruido al otro lado de la trampilla y se abrió para revelar a Perabo.

—Les han traicionado —le gritó Froi al hombre.

Perabo les hizo pasar enseguida. Froi entró en la habitación y apartó el arcón que había encima de la trampilla.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Perabo, agachándose donde Froi tironeaba de la anilla para levantar la puerta.

—Están esperando al enviado de De Lancey.

—¡Y mi padre no envió a ningún enviado! —exclamó Grij, con la cara pálida de miedo. Perabo agarró a Froi del brazo.

—¡Entonces no haremos nada! —dijo angustiado—. Ese era el plan, que si había una emboscada, no haríamos nada.

—Tú no harás nada, Perabo —repuso Froi, adentrándose en la estrecha caverna de abajo. Cayó de pie y comenzó a correr por el túnel. Al cabo de unos instantes vio un movimiento de luz y supo que los otros le habían seguido. En el lugar en que estaban atracadas las dos balsas, Perabo le señaló a Grijio dónde estaba Froi y les dio un farol antes de empujar su balsa. Perabo, Olivier y Satch cogieron la segunda y hubo un escalofriante y sombrío silencio durante demasiado tiempo antes de que alguien hablara.

—¿Cuándo? —susurró Grijio, mientras se acercaban a un familiar giro del río—. ¿Cuándo creía que iba a llegar ese supuesto enviado?

—Dijo que al cabo de una semana —respondió Froi— y ya hace ocho días.

Froi miró a los demás.

—Entraré yo primero —dijo—. Necesito tu espada, Perabo.

—Nadie va a entrar a menos que sea seguro.

—Dale tu espada, Perabo —protestó Olivier—. Si están vivos, el lumaterano tiene más probabilidades de sacarlos con vida.

Cuando llegaron al lugar donde habían oído los tres golpes la última vez, esperaron el ruido. Pero no se oyó nada. Perabo golpeó el techo de la cueva con el remo, pero siguió sin oírse nada.

—Gyer —susurró Perabo—. Gyer.

Nada.

—No es buena señal —oyó que Olivier susurraba—. No es buena señal.

Froi bajó de la balsa y Perabo extendió una mano temblorosa desde la otra embarcación para entregarle la espada.

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En el túnel salpicado de luz, Froi comenzó a desechar de su mente todas las cosas que podían augurar desgracias y se concentró en lo que traía esperanza. Sabía que si alguien se había infiltrado en el complejo, era listo, y se habría llevado a Tariq como rehén para pedirle un rescate a los provincari. Los provincari pagarían por el heredero y su familia. Cualquier día de aquellos, De Lancey o alguno de los otros provincari recibiría la noticia y empezarían las negociaciones y Tariq quedaría libre. Pero ¿y Quintana? ¿El enemigo la reconocería o creerían que vivía allí en el exilio?

Y entonces vio el primer cadáver. Reconoció la cara del guardián. ¿Cómo le había llamado Perabo? Gyer. Un poco más adelante había otro cadáver, con el cuello cortado, de oreja a oreja. A Froi por poco le flaquearon las piernas al entrar en la cámara de Tariq donde dejaron la primera vez a Quintana, y el corazón se le subió a la garganta cuando vio que la niñera de Tariq yacía en el suelo, con una herida idéntica a la del hombre de antes.

Froi oyó un sonido, se dio la vuelta, y apretó la espada contra la base del cuello de Olivier.

—Te ordené que te quedaras —le dijo Froi en voz baja.

Pero Olivier no podía dejar de negar con la cabeza en una especie de estupor.

—Hemos encontrado más —susurró—, en la cocina.

Fue rápido. Habían sido sorprendidos. La cocinera todavía tenía harina en las manos, las primas que se habían reído tontamente agarraban sus molinillos. Todos tenían la misma herida y el único consuelo de Froi fue que las mujeres no habían sido violadas y las muertes habían sido rápidas. Cogió un huevo pelado y comprobó que estaba frío.

—No sabes lo listo que es —dijo Grijio—. Encontrará cómo sobrevivir, seguro.

Froi quería decirles que no importaba lo listo que fueras. Cuando te encontrabas con la punta de una espada, poco tenía que ver la inteligencia.

Caminó entre los muertos. A veces creía verla, reconocía su vestido, y el alma se le caía a los pies cuando se agachaba y con cuidado le daba la vuelta al cuerpo; entonces, por unos segundos, lo único que podía sentir era alivio. Hasta la siguiente chica y luego la siguiente.

Algunas aún estaban cogidas de la mano, como si se hubieran agarrado por el miedo mientras el puñal les cortaba la respiración. Los ojos de Froi se hincharon por las lágrimas de rabia que brotaron de ellos. Supo que no habían tenido ninguna oportunidad. Por lo que veía, los asesinos superaban en número a los exiliados de Lascow.

Oyó un grito de angustia. En lo alto de las escaleras que llevaban donde Tariq le había llevado a ver el cuerpo de la persona mayor que había muerto, Froi vio a los otros. De repente fue como si alguien le colocara una tela en la cara para amordazarle. No podía respirar. Solo podía ver. Olivier estaba encogido de dolor. Grijio lloraba amargamente, abrazándose, mientras el puño de Perabo golpeaba la pared de piedra hasta que Grijio le apartó antes de que se hiciera más daño. Cuando oyeron los lentos pasos de Froi, se dieron la vuelta, y vio los rostros de unos hombres que habían perdido toda esperanza. No había visto tanta desolación, ni siquiera entre los lumateranos cuando descubrieron que su heredero, Balthazar, estaba muerto.

A los pies de Olivier se hallaba el cuerpo de Tariq de Lascow. Apartado de las escaleras, yacía una mujer muerta, boca abajo. Por el color del pelo, Froi advirtió que se trataba de Ariel. Cayó de rodillas junto al cuerpo de Tariq y vio cómo un brazo se posaba inerte en el último peldaño.

—Tal vez se han llevado a Quintana —logró decir, mirando al joven rey que no le había mostrado más que amabilidad. Que no había prometido nada más que paz.

Perabo negó con la cabeza, mientras la sangre goteaba de sus puños.

—Lo sabes mejor que yo, lumaterano. Esto ha sido una cacería. Nadie tenía que sobrevivir. No tendrían ni idea de que estaba aquí. La habrían matado sin saber quién era.

—Hay otra cámara —dijo Olivier, señalando más adelante—. Donde se apilan los cadáveres.

Froi se puso de pie como pudo.

—Tengo que encontrarla —consiguió decir.

—In… intentó luchar —dijo Satch—. Allí. Tenía un puñal.

El cuerpo estaba demasiado cerca de las escaleras. Froi no podía atribuirle a Tariq la humillación de haber muerto rodando por las escaleras. Con cuidado, arrastró el cuerpo junto al de Ariel y le dio la vuelta.

Oyó los tragos de dolor que le rodeaban al cerrarle los ojos.

—Dos heridas. Quisieron asegurarse —dijo Perabo.

Tenía una herida en la barriga y otra de oreja a oreja. Froi se quedó mirándole, confundido. ¿Por qué Tariq estaría sujetando un puñal sangriento a menos que hubiera conseguido herir a uno de los asesinos? ¿Y por qué sus heridas eran distintas a las del resto?

—¿Qué pasa? —preguntó Olivier.

Froi no respondió.

—Eligió morir bajo sus propias condiciones —dijo Perabo en voz baja—. Y fueron hasta él y le cortaron el cuello para asegurarse.

Grijio negó con la cabeza.

—No. Tariq no. Si tenía una oportunidad de salvar a su gente, lo habría intentado hasta el amargo final.

—Fro —dijo Satch con urgencia, entrecortadamente.

—Es Froi.

—¡Mira!

En el primer escalón, donde tenía apoyada la mano Tariq, vieron escritas con sangre las letras F-R-O. A Froi le habían enseñado que los muertos hablaban más alto que los que respiraban, pero hoy no entendía nada. Miró a Grijio, impotente, pero los ojos del otro muchacho estaban clavados en Ariel.

—Cuando era pequeño, creía que era la chica más guapa que había visto. Mi hermana se burlaba de mí y me recordaba que era mucho mayor que yo.

Grijio se agachó y la besó en la cara. Pero entonces alzó la vista, confundido. Hizo ademán de tocar el rostro de Tariq. Se quedó mirando a Froi, rápidamente cogió las dos manos de Froi y le puso una en la cara de Tariq y la otra en la de Ariel.

—Lleva muerta al menos un día. Toca —le dijo Froi a Perabo—. La rigidez ya ha pasado a los huesos.

Froi comenzó a buscar por el limitado espacio.

—¿Por qué sacarían a Ariel de la cámara funeraria y le cortarían el cuello si ya estaba muerta? —preguntó Perabo.

Froi buscó la primera herida del cuerpo de Tariq y se dio cuenta de que estaba justo debajo del pecho.

—Si se hizo esto él solo, es demasiado pequeño —dijo—. Tariq no utilizó el puñal para quitarse la vida.

De repente, Grijio se puso de pie.

—¡Lo hizo para desangrarse! Y así escribir tu nombre.

Froi se quedó mirando los cuerpos. «Sé tan listo como amable, amigo». Miró su nombre escrito en sangre en lo alto de las escaleras. Las mismas escaleras que llevaban a la fría habitación de los muertos. De pronto, Froi supo la verdad.

Corrió hacia las escaleras, con los demás a la zaga.

—Fue Tariq el que arrastró a Ariel desde la cámara funeraria y le cortó el cuello cuando ya estaba muerta.

—¿Por qué? —preguntó Satch.

—¡Quintana!

Froi irrumpió en la cripta donde dos cuerpos envueltos en lino blanco yacían sobre una losa de piedra. Froi empezó a arrancar la tela de la cara de la más pequeña de las dos figuras.

—¡Basta! —gritó Olivier, cogiendo a Froi por el hombro para apartarlo.

—¡Ofenderás a los dioses! —gritó Grijio.

Froi apartó al último nacido, desesperado por volver al cuerpo cubierto de gasas. Tiró de la tela alrededor de la boca, intentando encontrar un comienzo o un final. En cuanto oyeron un jadeo debajo, los demás empezaron a tirar de las tiras hasta que la cara quedó libre. Froi la agarró y reprimió un sollozo mientras ella volvía a respirar.

La abrazó antes de ayudarla a levantarse.

—Escúchame —dijo, con firmeza—. Voy a llevarte por las cuevas hasta donde está la balsa atracada, pero tienes que mantener los ojos cerrados, Quintana. ¿Me entiendes?

Al llegar arriba, le tapó los ojos con la mano, pero ella intentó quitársela.

—¿Tariq? —susurró con voz ronca.

—No miréis, Su Alteza —suplicó Grijio. Ella negó con la cabeza.

—Quiero verlo. Tengo que verlo.

—Harás lo que yo te diga —le dijo Froi con suavidad mientras ella se resistía, intentando mirar atrás.

—Tariq…

Froi se la llevó.

—Perabo nos mantendrá a salvo hasta que podamos ir donde está De Lancey de Paladozza. El provincaro y Grijio serán los primeros en abandonar la Citavita cuando se abra el puente y tú irás con ellos.

Al final se soltó para darse la vuelta y ver el cuerpo de Tariq junto al de Ariel.

—¡Cierra los ojos, Quintana! —le suplicó Froi.

Pero Quintana se negó y le oyó decir el nombre de todas las personas junto a las que pasaban, a veces entre sollozos, otras, con la más clara de las voces; y cuando no podía ver el rostro del muerto porque estaba tapado por los otros cadáveres, se arrodillaba para mirarlo de cerca.

—Un día iré a Lascow y pronunciaré sus nombres en voz alta y el bendecido por los dioses entre nosotros guiará a esta gente de vuelta a sus hogares por la canción que cante.

Perabo colocó una mano amable en su hombro.

—No estamos seguros aquí, Su Alteza. Debemos marcharnos.

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Grijio, Olivier y Satch se quedaron los dos primeros días, pero Grijio estaba desesperado por volver con su padre.

—Quedará destrozado de preocupación —dijo el último nacido—. Hablaré de parte de Quintana y rezo por que le ofrezca refugio.

Miraron hacia donde estaba tumbada, de cara a la pared. No había hablado desde su promesa al pueblo de Lascow en la cueva.

—¿Y tú? —le preguntó Olivier a Froi.

—Regresaré a casa.

—Al menos acompáñanos parte del camino —dijo Grijio. Froi negó con la cabeza.

—Mis armas están escondidas en una cueva cerca del fondo del bagranco. Son todo lo que tengo. Grijio asintió y extendió la mano. Froi se la estrechó y se volvió hacia Olivier.

—¿Te trataron bien cuando estuviste cautivo?

Olivier se quedó callado un momento y luego asintió.

—Voy a alistarme en el ejército de Lascow —dijo Olivier—. Sé que están reuniendo uno por Tariq.

—Pe… pe… pero no sabes cómo luchar —dijo Satch.

—Los días en que los últimos nacidos eran débiles y tenían que permanecer a salvo han terminado —dijo Olivier con ferocidad—. Voy a convertirme en el mejor guerrero que hayan conocido.

Froi extendió la mano hacia Olivier y el último nacido la estrechó con firmeza. Luego la de Satch.

—Si el padre de Gri. Gri. Grij no la… la… lleva a P…P…Paladozza, hablaré con mi gente en Desantos.

—Si no, mantenla a salvo, Froi —dijo Grijio solemnemente.

Los echó de menos en cuanto se marcharon y los días que siguieron fueron largos. Froi pasaba el tiempo jugando a silenciosos juegos de cartas con Perabo y escuchando el viento aullar. Era un sonido que no había oído antes y a veces sentía como si los dioses gimieran con furia. Perabo dijo más de una vez que era como si anunciaran el fin de una era.

El silencio de Quintana era incluso más aterrador. Habían pasado cuatro semanas desde la muerte del rey y había vivido más durante aquel tiempo que cualquier otra persona en toda su vida.

—¿Adónde la llevaréis? —preguntó Perabo en voz baja una noche.

Froi no tenía ni idea de cómo responder a aquella pregunta.

—Antes tengo que encontrar a Arjuro de Abroi. Y a Lirah de Serker. Creo que se alojan en una posada cerca del puente.

Perabo bajó la vista hacia donde estaba tumbada Quintana.

—No me importa lo que has hecho para salvarla —dijo amargamente—. Ya habríamos recorrido la mitad de este reino si no fuera por tu engaño.

Unos días más tarde, cuando los vientos por fin cesaron, Froi la sacó de su estupor y la ayudó a levantarse.

Sin mediar palabra, Perabo se acercó a un cesto que había debajo de su camastro y sacó algunas prendas de ropa para dárselas a Froi. Froi ayudó a Quintana a vestirse como un hombre. Le cogió aquella mata de pelo enredado y se la metió dentro de un gorro. Cogió el abrigo que Perabo le ofrecía y la envolvió en él, bien abrochado hasta su cuello amoratado.

—Mantén la cabeza gacha —le ordenó Froi con tacto.

Perabo estaba sobre un taburete y empujó la roca del techo. Cuando les dijo que todo estaba despejado, se apartó, Froi se impulsó para salir y bajó la mano para ofrecérsela a Quintana. Ella la cogió. Froi la sacó de la casa y, sin soltarla, la llevó por los tejados de las cuevas.

Cuando llegaron al centro de la Citavita, notó su estremecimiento al ver el cadalso. En cuanto los vientos amainaron, por lo visto todos los habitantes de la ciudad decidieron irse. Froi no había visto nunca tantas personas en el mismo sitio, abriéndose camino para bajar hasta el puente. La rodeó con un brazo para acercarla a él y con ternura la besó en la cabeza que llevaba cubierta. Recibieron codazos y empujones entre la muchedumbre hasta que Froi apenas pudo respirar. Y entonces Quintana le miró y Froi supo que recordaría aquella expresión durante mucho tiempo. Traición. Dolor. Tristeza.

Y antes de que se diera cuenta, antes de que pudiera detenerla, Quintana le soltó la mano y, de pronto, la muchedumbre la engulló. Se dispuso a gritar su nombre, pero sabía que alertaría a los que se hallaban a su alrededor y descubrirían quién andaba por allí. Se abrió camino entre el gentío para intentar localizarla, pero todos parecían iguales, vestidos de gris y marrón, y deseó que llevara aquel horrible traje rosa para poder encontrarla y protegerla. Pero la multitud le llevaba hacia delante, por los muros de la Citavita y Froi tuvo la impresión de que no volvería a ver a la princesa de Charyn.

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Fue a buscar a Lirah a la posada junto al puente, pero en cambio encontró a Arjuro. Arjuro le hizo pasar a su minúscula habitación. Era casi como si cobraran por el armario de las escobas en aquellos días.

—¿Es verdad? ¿Lo de Tariq de Lascow? —preguntó Arjuro, con la voz quebrada por la emoción.

Froi asintió.

—¿Dónde está Lirah?

—En la habitación de al lado.

Froi salió del cuarto y llamó a la puerta contigua, pero no hubo respuesta. —Lirah— susurró, pues no quería que nadie relacionara a los huéspedes con Lirah, la puta serker del rey.

—Soy Froi —dijo—. Tengo que hablar contigo. Pero no hubo respuesta. —No está ahí.

Froi se dio la vuelta para ver a Gargarin apoyado en la barandilla, con su bastón en una mano y una muleta en el otro brazo. Tenía la cara tan demacrada que Froi quiso apartar la vista.

—¿Qué quieres decir con que no está aquí?

—Se ha marchado. Se ha ido. No me preguntes dónde.

Froi se quedó helado.

—¿Se ha ido? —preguntó—. Tengo que hablar con ella. ¿Adónde se ha ido?

—He dicho que no lo sé. Según el posadero, se marchó hace menos de una hora. Por lo que sé, debe de haber cruzado ya la mitad del puente.

—No —dijo Froi, pasando junto a Gargarin—, está demasiado lleno de gente. No habría conseguido cruzarlo en esta última hora.

Froi bajó corriendo las escaleras y salió donde la corriente de gente pasaba por la entrada de la posada. Trató de abrirse camino hasta el puente, pero le empujaban hacia atrás.

—Espera tu turno —gritó un hombre.

Froi estaba desesperado. Miró a su alrededor y subió al tejado. La piedra de la posada era demasiado plana para treparla, así que volvió a entrar y subió las escaleras de dos en dos. Gargarin seguía allí, Froi le ignoró y se puso a buscar una abertura en el techo que le permitiera salir al tejado. Encontró lo que buscaba, cogió un taburete para subirse y empujó un pesado trozo de roca hasta que notó el aire fresco de fuera en la cara.

Pasó el resto del día sentado en el tejado, buscando entre la muchedumbre algún rastro de ella.

Podía ver la cola por toda la muralla de la Citavita hasta el palacio, pero estaba decidido a no moverse hasta que el último hubiera pasado de largo. Arjuro se reunió con él y se quedó sentado en silencio, y luego oyeron a Gargarin esforzándose por subir a través del agujero del techo. Después de oírle sufrir un rato, Arjuro se levantó, caminó hasta la abertura y tiró de Gargarin por el agujero.

—Son idiotas al marcharse —dijo Froi, señalando a los de abajo, cuando Gargarin se colocó junto a ellos—. ¿Creen que es mejor ahí fuera?

Ninguno de los hermanos habló. Froi se puso en pie de un salto cuando creyó ver a una mujer con el largo pelo de Lirah, pero se sentó otra vez al darse cuenta de que se había equivocado.

—Se van —dijo Gargarin— porque saben que será una masacre.

—¿Por los señores de la calle?

Gargarin negó con la cabeza.

—Si hay una cosa que un rey y heredero es capaz de hacer, es conseguir la aprobación de todo el reino de que la persona en el trono es la correcta, sin importar lo mala que sea su sangre. Ya no tenemos ese horrible lujo. Así que recordad mis palabras. Bestiano regresará. Llegará en un momento en que la gente de la Citavita esté desesperada por la paz y estabilidad. Residirá en el palacio, matará a un par de señores de la calle para demostrar de lo que es capaz. Pero entonces los provincari enviarán a sus ejércitos. Los provincari no permitirán que Bestiano o ningún otro se quede con el trono. Así que tendrá lugar una batalla —dijo, señalando a la gente— entre ellos mismos.

—Me alegra ver que sigues siendo un catastrofista —masculló Arjuro.

—¡Me alegra ver que no prestaste atención a mis instrucciones de cruzar el puente con los de Paladozza! —espetó Gargarin.

—Tal vez Lirah sí lo haya hecho —dijo Froi—. Me refiero a viajar con De Lancey.

Gargarin negó con la cabeza.

—Vi cómo se marchaban los de Paladozza.

—¿Y por qué no te fuiste con el poderoso De Lancey? —preguntó Arjuro.

—Porque no había terminado un asunto.

—Claro —dijo Arjuro—. ¿Decidiste quedarte por aquí para que los señores de la calle acabaran su asunto contigo? ¡Porque según veo, te queda aún algún brazo o hueso en tu cuerpo que no hayan roto!

Una cabeza apareció por el agujero en el tejado y Froi reconoció a la mujer del posadero.

—Vamos a cerrar, así que entra, novicio, y diles a tus amigos que paguen una segunda habitación o se vayan a otra parte —dijo.

—¿La mujer de la cuarta habitación dejó un mensaje? —le preguntó Froi—. ¿Dijo adónde se marchaba?

—No hace falta que dijera nada. Se iba de la Citavita, de eso seguro.

La mujer desapareció dentro.

Gargarin hizo un esfuerzo por ponerse en pie y miró a Froi.

—Únete a la fila esta noche y sal de este reino por la mañana.

—¡No me voy a ninguna parte!

—¿Hasta cuándo? —espetó Gargarin—. ¿Hasta que vuelva Lirah y te deje un mensaje? Se ha ido. Ha sido una prisionera de esta roca olvidada por los dioses desde que tenía trece años, Olivier. No va a regresar.

—Froi —gritó—. Me llamo Froi. —Se puso en pie de un salto, con ganas de herir a Gargarin por ni siquiera aprenderse eso—. Y no me quedo por Lirah. Tú sí. ¡Tan solo quería decirle a la cara que la odio! —Froi agarró a Gargarin por sus ropas sencillas—. ¡Tenía una vida con personas por las que habría muerto! Lo habéis arruinado todo. Os desprecio —dijo bruscamente.

—Se supone que tienes que despreciarle —masculló Arjuro—. Es tu padre.

—¡Cállate! —gritaron Froi y Gargarin a la vez.

La mujer del posadero volvió a aparecer.

—Fuera —dijo entre dientes—. Os quiero fuera.

Con mala cara, los tres hombres bajaron por la abertura. Froi ayudó a Gargarin a regañadientes, sujetándole de la parte trasera de su camisa interior, hasta que los pies de Gargarin tocaron el suelo. Froi fue el último en bajar y la mujer del posadero se quedó delante de ellos, con una escoba en la mano.

—El novicio puede quedarse solo porque no quiero que otra maldición caiga sobre esta casa —continuó con su tono de voz furioso—. Pero vosotros dos, largo. Aquella hermosa mujer y su precioso hijo deben de estar agradecidos por cruzar estas tierras y no quedarse con ninguno de vosotros.

Los tres intercambiaron miradas mientras la mujer del posadero se alejaba.

—¿Qué hijo? —preguntó Froi.

—Fuera —ordenó la mujer por encima del hombro.

Arjuro fue a seguirla, con una pregunta en los labios, pero Froi hizo que retrocediera y esperó a que la mujer no les llegara a oír. De pronto, comprendió la verdad.

—Vestimos a Quintana con ropa de Perabo —dijo en voz baja—. La ha debido de confundir con un muchacho. —Miró a Gargarin a los ojos—. Vino a buscar a Lirah y ahora deben de estar por ahí fuera, en alguna parte.

Los ojos de Gargarin se enfriaron.

—Bien. Es mejor que separemos nuestros caminos. Aquí no queda nada para nosotros. Ni para ti.

Froi asintió con amargura en el corazón.

—Has dejado claro lo que piensas, padre —soltó.

Vio cómo Gargarin se estremecía.

Y luego Arjuro miró a Froi e incluso entonces negó con la cabeza.

—Este no es lugar para ti, Dafar de Abroi —dijo—. Ha llegado el momento de que vuelvas con tu gente.