Capítulo 19

UNAS caras pálidas, atónitas, por la carnicería que habían presenciado en el palacio y en la calle, estudiaban a cualquiera que acabara de entrar en la sala. El salón principal estaba lleno de aquellos que procedían de las calles de la Citavita, que se habían refugiado en la casa de los dioses, así como de los provincari, sus guardias y consejeros. Solo, en un rincón, Arjuro vio a Froi y Froi vio el horrible sufrimiento que reflejaba la expresión del novicio. Habían pasado la mayor parte del día contemplando la macabra escena que tenía lugar en los balcones, por el estrecho espacio entre la casa de los dioses y el palacio. El escribano de la casa de los dioses le había pedido ayuda a Froi y, con una pluma y un pergamino en la mano, iba identificando a los que arrojaban por el bagranco.

—¿Quién era ese? —le preguntó a Froi mientras continuaba mirando.

—El primo del rey, de Nebia —le respondió Froi, al reconocer el cuerpo del bobo que más le había hablado en palacio.

A veces el escribano paraba un momento para vomitar por el balcón antes de volver con calma a su tarea.

—¿Te refieres a Cyril de Nebia? No, no, Chabon de Sebastabol.

Cuando ya no se veía gran cosa en la oscuridad, volvieron adentro y pasaron el resto de la noche apiñados en la Sala de Iluminación, con cientos de personas.

—¿Estamos seguros aquí, De Lancey? —preguntó una mujer.

Froi levantó la vista para mirar al chico que había crecido con Arjuro y Gargarin. El amante que había traicionado a Arjuro. La pareja más insólita que Froi podría imaginarse. Incluso bajo aquellas dramáticas circunstancias, De Lancey era todo encanto, con su piel bronceada y las prendas confeccionadas a la perfección, mientras que la piel blanca de Arjuro contrastaba con su barba y cabellos oscuros y estropeados. La túnica negra que le cubría de pies a cabeza estaba sucia y no tenía forma.

—Será mejor que le hagas esa pregunta al novicio —contestó el provincaro con aquella voz suave, fingiendo que examinaba algo inexistente en la pared, como si fuera lo más natural en esa situación.

Arjuro se negó a responderle a la mujer con nada más que un gruñido. A pesar de su benevolencia forzada, la mayoría de los presentes en la estancia parecía no fiarse de él y mantenía las distancias.

—Será mejor que nos marchemos y volvamos a nuestras provincias —dijo De Lancey—. Al menos allí estaremos seguros con los ejércitos que protejan a nuestra gente.

Se alzó un coro de consentimiento, pero también de consternación.

—¿Qué hay de los ciudadanos de la Citavita? —gritó una mujer—. Os preocupáis solo de vuestras provincias y nos dejáis esta carnicería. ¿Quién gobernará Charyn cuando regreséis a la seguridad de vuestros muros?

—¿Y qué quieres que hagamos? —dijo De Lancey con calma, pero Froi oyó rabia contenida en su voz—. Ya has visto lo que ha pasado en cuanto el rey ha muerto y sus hombres han abandonado sus puestos. Los ignorantes están al mando y los salvajes matan a su propio pueblo. A personas inocentes.

—Los que viven en el palacio no son inocentes —gritó uno al otro lado de la sala—. Se merecen lo que están recibiendo.

Se armó un alboroto tras pronunciar aquellas palabras.

—Nosotros estábamos en el palacio —protestó De Lancey— por asuntos de las provincias. ¿Acaso merezco morir? ¿Y el resto de provincari? ¿Y sabéis quién más estaba visitando el palacio? Gargarin de Abroi.

Froi oyó los susurros febriles.

—Sí —confirmó De Lancey—. ¡Qué pronto olvidamos a los hombres que han trabajado por el bien de Charyn!

—¿Qué hay de la princesa?

Fue la voz de Lirah. Froi la había perdido de vista en cuanto habían entrado a la casa de los dioses. Pero allí estaba, haciendo la pregunta que nadie se atrevía a responder. Hubo un silencio incómodo y la mayoría apartó la mirada. Froi oyó que alguien susurraba «la puta de Serker», pero a Lirah no parecía preocuparle mucho su desprecio y curiosidad.

—Con estos salvajes no se negocia la lista —dijo De Lancey de Paladozza con frialdad y desdén—. Hemos pronunciado un nombre. El de Gargarin. Tiene la confianza de casi todos los provincari de este reino. Tariq de Lascow ha declarado que elegirá a Gargarin como Primer Consejero si Tariq llega a ser coronado rey.

Hubo más de una violenta discusión y más ira.

—Tariq no sabe nada del mundo. Ha estado escondido desde los quince años.

—Pero es el heredero legal y, en este momento, es nuestro único rey. Gargarin sabe lo suficiente como para guiarle. Ninguno está alineado a ninguna provincia y ese hecho en sí mismo nos satisface a todos los provincari. Volvamos a casa, unamos nuestros ejércitos, marchemos a la Citavita y coloquemos a Tariq en el trono junto a Gargarin.

Aprobaron aquella sugerencia. Era la primera señal de calma.

—¿Y qué hay de Quintana? —volvió a preguntar Lirah—. ¡No podéis dejar que muera en el palacio!

—Tu hija no se merece nada —dijo un hombre.

—Si hubiera roto la maldición, al menos podríamos perdonarla por algo —dijo la provincara Orlanda de Jidia y le dio la espalda a Lirah.

Era una mujer hermosa a la que habían adulado Bestiano y Gargarin la noche anterior.

—Es nuestra última nacida —dijo Lirah.

Se oyeron abucheos y furia dirigida a Lirah.

—Nuestras vidas están arruinadas —espetó Orlanda.

—Por tu prole, zorra de Serker —gritó una mujer a la que Froi no reconoció.

—Nació. Mintió. No consiguió romper la maldición —añadió otro, acercándose a Lirah.

—Si tenemos que elegir entre Gargarin de Abroi y la princesa, elegimos a Gargarin.

El ambiente estaba empeorando y había muy poco espacio para que Lirah escapase. A pesar de su antipatía, Froi se abrió camino para llegar hasta ella, pero Arjuro llegó antes que él y cogió a Lirah del brazo.

—Venid —les dijo a ambos.

Desde el otro lado de la sala Froi notó que los ojos de De Lancey les seguían.

—Es mejor que mantengas la boca cerrada, Lirah —dijo Arjuro, abriéndose camino a empujones entre la multitud.

—Será mejor que me marche, novicio —dijo Lirah con frialdad.

—No estarás a salvo entre los cerdos de la calle, Lirah —dijo Froi bruscamente—. No seas tonta.

—No estoy más a salvo aquí —dijo en voz baja mientras llegaban a la puerta, donde estaba De Lancey de Paladozza, bloqueando el paso de Froi.

—¿Te gustaría saber quién se ha refugiado en esta misma casa de los dioses? —le preguntó De Lancey a Froi, con soltura.

Froi le ignoró, se apartó y siguió a Arjuro y Lirah por el oscuro pasillo. Se detuvieron un momento mientras Arjuro encendía las lámparas que cubrían la pared. Pero De Lancey les pisaba los talones, seguido de cuatro de sus guardias. Froi vio un atisbo de miedo en el rostro de Lirah, y oyó cómo Arjuro maldecía mientras cogía a Lirah de la mano y la llevaba por los escalones que los llevarían a los pisos inferiores.

—Un momento —ordenó De Lancey.

—Recuerda qué lugar es este, De Lancey —le advirtió Arjuro por encima del hombro.

De Lancey les alcanzó y cogió a Arjuro de su túnica para detenerlo, pero el novicio se movió violentamente para soltarse y le dio al provincaro en la cara con el codo. Inmediatamente, los cuatro guardias sujetaron a Arjuro contra la pared y Froi oyó el chasquido de la cabeza del novicio al golpearse contra la piedra.

Froi notó que la sangre le bombeaba en el cerebro, gritándole, repitiendo los acontecimientos del último día. Había demasiadas voces e imágenes en su mente. La cara de Quintana el día anterior. Las instrucciones de Gargarin. La amarga diatriba de Lirah mientras la sacaba a rastras del palacio. Los cuerpos que arrojaban desde el balcón, el cuerpo del rey, la furia de la multitud en la sala de la casa de los dioses. De repente, cogió a De Lancey por la garganta, le rompió la muñeca y oyó el sonido de dolor que emitió el hombre. Y entonces los cuatro guardias soltaron a Arjuro y cargaron contra Froi. Y en aquel reducido espacio, donde los novicios una vez rezaron, estudiaron y murieron, usó los puños y las palmas, aplastó cabezas contra las paredes de piedra, rompió huesos, mordió la carne y la escupió. «Eres un arma, Froi. La mejor que jamás hayamos creado», le había dicho una vez Trevanion. Y mientras los hombres de De Lancey se retorcían de dolor a sus pies, la sangre de Froi gritaba por más, la respiración entrecortada, los pies bailando a su alrededor, esperando a que se pusieran de pie. Quería repetirlo.

Pero Arjuro estaba allí para bloquearle el camino.

—Déjalo —le dijo entre dientes—, déjalo.

Pero Froi no podía dejarlo. No sabía cómo y, al darse cuenta, le entraron ganas de llorar. Intentó contar. Pero no recordaba bien los números. Aporreó su sien con el puño violentamente una y otra vez hasta que Arjuro le cogió la cara.

—Respira.

—No puedo recordar mi promesa —susurró Froi con voz quebrada.

En su cabeza, Froi contó en lumaterano y luego en sarnak, pero los números no significaban nada, no le llevaban a nada. Arjuro estudió su cara y luego bajó la vista para ver los dedos de Froi moverse con cada número al tiempo que intentaba decirlos en voz alta.

—Este, dortis, thirst… —comenzó Arjuro a contar en voz baja, en charynita.

A Froi se le cayó el alma a los pies. En todos aquellos años, incluso hacía tres años, cuando acababa de llegar a Lumatere y aceptó su compromiso, Froi había usado los números en charynita sin darse cuenta.

—Hestos, seque…

Froi cerró los ojos y respiró hondo.

Una regla importante del compromiso era: nunca romper un hueso si las vidas lumateranas no están en peligro.

Abrió los ojos y vio a De Lancey atendiendo su muñeca. Bajo la luz titilante, vio el rostro de Lirah.

—En la sala se están poniendo histéricos —dijo con calma—. Creen que han entrado los señores de la calle.

De Lancey miró a los ojos a uno de los guardias y le hizo señas para que subiera a la sala. Al cabo de unos instantes, los cuatro hombres se marchaban, a regañadientes, renqueando.

—Coge a Lirah de la mano, Olivier —dijo Arjuro en voz baja—. Los escalones son empinados.

—Pero él no es Olivier, ¿verdad? —dijo De Lancey—. El último nacido de Sebastabol está abajo, en la biblioteca con mi hijo, enterrando los libros antiguos, por si los señores de la calle entran y los destruyen. —De Lancey miró a Froi a los ojos—. El auténtico Olivier asegura haber pasado las últimas semanas cautivo en las cuevas, a las afueras de Sebastabol.

Arjuro respiraba entrecortadamente mientras miraba a Froi, negando con la cabeza, arrepentido.

—Decir la verdad habría ayudado.

—¿Le preguntas la verdad, Arjuro? —dijo De Lancey—. ¿Desde cuándo te ha interesado una verdad que no sea la tuya?

Arjuro señaló a De Lancey.

—¿Y qué verdad era la tuya? —preguntó con los dientes apretados—. ¿Cuál era la de Gar? ¿Que no enviaste el mensaje para traicionarme? ¿Que mi hermano no asesinó al Oráculo?

Los ojos de Arjuro se encontraron con los de De Lancey y Froi vio algo que estallaba entre ellos. «La historia es historia», le dijo una vez al sacerdote real. ¿Por qué no podía quedarse en el pasado? Todo aquel odio entre esos dos hombres solo podía significar que antes había habido mucho amor.

—El Oráculo y el niño ya estaban muertos. ¡Esa es la verdad de Gar!

Lirah apartó al provincaro con toda la furia que pudo reunir. De Lancey le agarró la mano, con la cara lívida de ira e indignación.

—Oh, ahora nos importan los niños, ¿no, puta? —dijo con sorna—. ¿Después de intentar matar al tuyo?

Arjuro apartó a Lirah.

—Pregúntale a la serker de quién era el niño que Gargarin tiró por la ventana —dijo Arjuro—. Ella debería saberlo. Era suyo.

—El niño pertenecía al Oráculo —alegó De Lancey—. Nació muerto. Fue lo que me juró Gar.

—No obstante, le dijo a este impostor que sacó al niño del palacio —afirmó Lirah, mirando a Froi con amargura—. Entonces, ¿a quién tenemos que creer, De Lancey? ¿A un mentiroso o a un mentiroso?

Arjuro se quedó mirando a Froi, impresionado por las palabras.

—¿Cuándo te dijo Gargarin eso? —preguntó con voz ronca—. ¿Cuándo?

—Antes de que los señores de la calle se lo llevaran —respondió Froi.

—Pero me dijo que el bebé había nacido muerto —replicó De Lancey—. Gargarin me juró que le habían obligado a arrojar al niño muerto al bagranco.

—Mi hijo nació con una voz potente —aseguró Lirah con temblor en la voz— y Gargarin os mintió a ambos. Primero, que si murió el niño. Luego, que sacó de aquí al último nacido. ¿Creéis que los dioses hicieron un hechizo y obligaron a ver a su hermano nuestras peores pesadillas?

—Venid —dijo Arjuro en voz baja. Pero señaló con un dedo a De Lancey enérgicamente—. Tú no.

Dejaron a De Lancey solo en el oscuro pasillo. Arjuro llevó a Lirah y Froi por unos minúsculos escalones de mármol que bajaban en espiral. Pero no iban a perder de vista a De Lancey tan fácilmente.

—¿Y de quién es este bastardo, Arjuro? —preguntó desde lo alto de las escaleras—. ¿Tuyo o de Gargarin?

Lirah soltó un grito ahogado. Froi se dio la vuelta para mirar hacia arriba y estuvo a punto de caerse por las estrechas escaleras.

—La persona con la que forniqué hace dieciocho años no tenía la capacidad de parir. Haya maldición o no —dijo Arjuro con frialdad—. ¿Verdad, De Lancey?

Arjuro continuó bajando las escaleras, negándose a mirar atrás. Froi oyó un pitido en los oídos y, cuando llegaron al descansillo, se le doblaron las piernas. Arjuro le obligó a sentarse, apoyó la espalda en la pared y colocó la cabeza entre las piernas.

—Respira, idiota. Sus palabras son falsas. Es pura coincidencia.

Pero Froi percibió que Arjuro dudaba.

—Esa cara no puede ser una mera coincidencia, Ari —dijo De Lancey, que de repente estaba detrás de ellos.

Se asomó por el hombro de Arjuro y cogió el rostro de Froi, pero el muchacho se puso en pie de un salto y los empujó a ambos.

—¿A quién me parezco? —preguntó entre dientes. Se hizo el silencio.

Arjuro apartó la mirada.

—¿A quién?

—A la bestia más vil nacida en este mundo —dijo Arjuro tristemente—. A mi padre. Pero veo el rostro de mi padre en casi todo Charyn.

Froi respiró hondo.

—No puede ser el hijo de Gargarin —dijo Lirah fríamente—. Yo soy la única mujer con la que ha estado.

De Lancey soltó una breve carcajada de incredulidad.

—¿No crees que es raro, Lirah, que pienses que Gargarin es un asesino de bebés y Oráculos, pero que no puedas aceptar que ha preferido a otra mujer?

—No hubo otra mujer —soltó y le lanzó una mirada a Froi—. Este se parece a la basura y la mierda de este reino. ¿No dicen que eso es Abroi? Podría ser la escoria de cualquiera. Enviado por cualquiera. Seguramente por los serker que viven en la ciudad subterránea que quiere venganza.

El provincaro examinó la cara de Froi.

—¿Quién te envió? —quiso saber—. ¿Fueron los serker?

—¿Acaso importa? No he matado al rey.

—Lástima —dijo De Lancey—. Me habrías gustado más si hubieras sido tú.

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Arjuro les llevó a una habitación con unos catres de paja que antes usaban los novicios. Empujó a Lirah a uno.

—Dormid —les dijo, ignorando a De Lancey, que estaba en la puerta, mirándolos—. El sol saldrá pronto y amanecerá otro largo día.

Froi se sentó de espaldas a los demás. Notó una mano en el hombro y se encogió para apartarla.

—No es el momento de estar enfurruñado —le dijo Arjuro—. ¿Qué esperabas de mí? —añadió, con tacto—. ¿Un “Hola, muchacho. Por cierto, tienes la cara de mi padre demente, lo que solo puede significar que o bien eres su hijo o el de Gargarin, que da la casualidad que es un asesino de bebés y mujeres”?

Froi se volvió hacia ellos. Solo podía ver sus siluetas en la oscuridad. Lirah estaba tumbada de espaldas a él, acurrucada.

Observó a Arjuro con detenimiento.

—¿Hay alguna posibilidad de que sea su hijo?

Que Froi y Arjuro tuvieran la misma sangre era demasiado duro de digerir.

—No lo sé —respondió Arjuro con sinceridad—. La única manera que tengo de contestar a esa pregunta es si me cuentas la verdad. Hace cuatro días me informaste de que al niño del Oráculo no lo tiraron al bagranco. Que mi hermano mató en su lugar al hijo de Lirah. Hoy me dices que no mató al niño, sino que lo sacaron a escondidas del palacio. ¿Qué me dirán mañana? ¿Que mi hermano ha muerto sin conocer yo la verdad? —Froi vio lágrimas en los ojos del hombre—. Ni siquiera sé mi auténtico nombre, Olivier.

Pero Froi no podía contar toda la verdad sin traicionar a Lumatere. ¿Confiaba lo bastante en aquella gente para hacerlo?

—¿Conoces a un hombre llamado Rafuel de Sebastabol? —preguntó, tras un momento de silencio—. Se acercó… a mi pueblo con un plan.

Advirtió que Arjuro se ponía tenso. Lirah se dio la vuelta lentamente en su camastro para mirarles.

—Yo sí conozco ese nombre —dijo.

—¿Cuál era el plan? —preguntó De Lancey desde la puerta.

—Meter a un asesino en palacio que se hiciera pasar por el último nacido de Sebastabol.

Froi esperó a que Arjuro hablara.

—¿Arjuro? —le llamó De Lancey—. Dile algo.

—No —dijo Arjuro, con los ojos clavados en Froi—. Estoy más interesado en lo que Rafuel de Sebastabol tenía que decirle a… perdona, ¿cómo has dicho que te llamas?

Arjuro le miraba con intensidad y Froi reprimió un escalofrío. Se sintió como si estuviera mirando a Gargarin.

—No te lo he dicho —dijo Froi.

Una ligera sonrisa de complicidad apareció en el rostro de Arjuro.

—No confías en mí, ¿verdad?

—No me fío de nadie.

Arjuro le miró con astucia y levantó las cejas mientras reflexionaba.

—¿No confías en nadie de la Citavita? ¿O en nadie de Charyn?

—¿Estás diciendo que es extranjero? —preguntó Lirah, estudiando a Froi con confusión.

Froi no respondió al momento.

—No eres tan corto cuando estás sobrio, Arjuro.

—Es lumaterano —dijo De Lancey—. ¿A quién si no iban a entrenar para ser un asesino?

Froi no respondió.

—Pero ¿por qué Rafuel de Sebastabol viajaría hasta Lumatere para encontrar un asesino cuando podría entrenar a uno aquí? —continuó De Lancey—. Yo mismo le podía haber ofrecido un par.

—No he dicho que fuera lumaterano, y vigila, provincaro, esta es la segunda vez que mencionas la muerte del rey. Podrías ser acusado de traición.

—No puede ser extranjero. Tiene ojos de serker —opinó Lirah.

—No estoy de acuerdo —dijo Arjuro—. Cuando los nómadas viajaban por la nación, se podía encontrar a un sendecanés o a un sarnak, incluso a un yut, con ojos de serker.

Arjuro miró a Froi.

—Tu charynita es impecable.

—A lo mejor heredé la mente perspicaz de mi padre —le susurró en tono de burla a Arjuro—. O tal vez de mi tío. Quizá me han tocado los dioses.

—¿Qué más les dijo Rafuel de Sebastabol a tus líderes? —preguntó De Lancey.

—Nada —contestó Froi.

El provincaro emitió un sonido como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

—Es cierto. No les dijo nada más a mis líderes. Pero sí me comentó algo a mí sin que lo supieran mis líderes.

Los otros esperaron.

—Pero como parte de mi compromiso, mi capitán dijo que no tenía que interferir en los asuntos de otro reino.

De Lancey soltó otra carcajada como si no creyera lo que estaba oyendo.

—¿Te enviaron a asesinar al rey y eso no es interferir?

Froi estaba cansado. Quería más información de Arjuro, pero el novicio era un hombre al que había traicionado demasiadas veces y Froi sabía que tendría que ofrecer mucho más antes de que Arjuro hablara. Dos de los guardias de De Lancey aparecieron en la puerta.

—Mi señor, no estáis seguro aquí —dijo uno, mirando a Froi.

—Ve a ver a Grij —dijo el provincaro, cansado, y Froi oyó la voz de un hombre preocupado por su hijo. Lo que le hizo odiar más a todo el mundo. De Lancey volvió a centrarse en Froi.

—Rafuel de Sebastabol mencionó a… al último nacido perdido de la Citavita —murmuró Froi—. Un mito —dijo Lirah— que se usó para quitarle importancia a Quintana como última nacida. —No es un mito— dijo Arjuro. —No puedes demostrarlo— apuntó De Lancey.

—He visto al último nacido de la Citavita. Le he tenido en brazos. ¿Necesitas más pruebas que esas, De Lancey? —bramó Arjuro—. ¿O vamos a repetir lo de hace dieciocho años? La última vez que te negaste a creer lo que te conté sobre el rey un mensajero inocente fue asesinado.

Todos se quedaron mirándole.

—¿Tuviste en brazos al último nacido? —preguntó Lirah. Arjuro asintió.

—Cuando escapé de palacio tras. tras arrebatarle la identidad a Gargarin, me refugié con las únicas personas en las que confiaba en este mundo. Sabía dónde se escondían los sacerdotes de Trist porque habían encontrado el modo de enviarme un mensaje después de mi arresto el año anterior. Cuando llegué a las cuevas, me contaron una extraña historia. Que la noche anterior habían oído un sonido fuera y vieron que un joven salía corriendo. A sus pies había un cesto mugriento, que olía a gato, con un bebé dentro. Un niño. No había una nota. Nada. No tenían ni idea de dónde venía.

De Lancey se apartó de la puerta, con los ojos abiertos como platos. Lirah se llevó una mano temblorosa al cuello.

—Aquella noche, todos los sacerdotes de la cueva, tuvieran don o no, se despertaron con las mismas palabras en sus labios.

—¿Que el último traería al primero? —preguntó Lirah. Arjuro negó con la cabeza.

—Que si la salvación algún día era posible, una señal aparecería en el palacio. No teníamos ni idea de lo que significaba. No sabíamos que en aquel momento Charyn estaba maldito. Lo único que sabíamos era que el Oráculo había muerto. Los sacerdotes siempre han creído que hasta los dioses estaban divididos por aquella maldición. Que ningún dios se atribuyó la responsabilidad.

—Si ningún dios se la atribuyó como propia. —pensó De Lancey en voz alta.

—Entonces ningún dios puede romperla. Tal vez en su reino hayan estado buscando pistas —suspiró Arjuro—. Lo único que sabíamos era que quienquiera que fuese el que había dejado al último nacido con los sacerdotes temía por la vida del niño. —Se volvió hacia Lirah—. ¿Por qué habría querido el palacio matar a tu hijo, Lirah? ¿Tal vez porque el rey sospechaba que no era suyo?

Lirah articuló un sonido de fastidio.

—¡Era su puta y de quienes él elegía! ¿Por qué iba el rey a pensar que era su hijo y no el de cualquier otro?

—¿De quién era el niño, entonces, Lirah? —preguntó De Lancey.

—Mío. Mío. Me pertenecía a mí —contestó Lirah—. ¿Qué quieres que diga, De Lancey? No tenía ni idea de quién era el padre.

—¿Era de Gargarin? —volvió a preguntar De Lancey.

—Apenas vi al bebé —dijo—. Y, aunque lo hubiera hecho, ¿crees que habría visto algún parecido en un recién nacido? Ah, sí —se burló—, aquí está la barbilla del banquero preferido del rey o los ojos de su primo favorito.

Hubo un silencio tenso. Un recordatorio de lo que habían obligado a Lirah durante todos aquellos años.

—Más, Arjuro —dijo De Lancey—. Necesitamos saber más.

—Los sacerdotes de Trist me pidieron aquella noche que le diera un nombre al niño porque estaba tocado por los dioses y ellos no —continuó Arjuro—. Un niño que recibe su nombre de un tocado por los dioses es bendecido en todas sus vidas. —Arjuro tragó saliva—. Sabía que aquel bebé no podía destacar en el mundo, así que le di un nombre sin significado, de un lugar sin importancia. —Arjuro le lanzó una mirada a Froi—. Le llamé Dafar de Abroi. Le llevaron al reino de Sarnak, donde los novicios de Trist tenían una casa de los dioses a pesar de que en Sarnak adoran a la diosa Lagrami. Tras el incendio de la casa de los dioses en Sarnak cuatro años más tarde, el chico desapareció de nuestras vidas.

A Froi se le atascó el aliento en la garganta y comenzó a respirar entrecortadamente.

—Ahora estoy seguro de que aquel niño vino de palacio y no de la Citavita —dijo Arjuro.

—¡Hace un momento has dicho que los sacerdotes no tenían ni idea de dónde venía el niño! —exclamó De Lancey—. ¿Por qué cambias tus palabras?

—Porque Olivier el impostor —dijo Arjuro, señalando a Froi— nos acaba de informar de que mi hermano aseguró sacar al niño a escondidas del palacio. No podía haber sido otro más que tu hijo, Lirah. Tal vez, sin saberlo, el hijo de Gargarin. Puede que no lo supieras entonces, pero ahora podemos suponerlo. El parecido con mi padre es extraordinario.

Arjuro miró a Froi a los ojos y Froi apenas pudo respirar. Lirah. La fría Lirah, que le había despreciado desde el primer momento que le vio, no. Gargarin, no.

Froi se puso de pie como pudo.

—No soy de este lugar.

«La sangre canta a la sangre, Froi».

Lirah se estremeció, con una expresión de horror en su rostro.

—¿Lirah? —preguntó Arjuro—. ¿Quién le pasaba a Gargarin tus mensajes cuando vivíais juntos en el palacio? ¿Quién era vuestro intermediario?

Lirah no encontraba el aliento para hablar.

—¡Lirah!

Salió de su estupor.

—El chico del Sexto Consejero —dijo en voz baja.

Se calló, boquiabierta, y Froi observó el asentimiento de Arjuro.

—Rafuel —dijo jadeando—. El pequeño Rafuel con los gatos.

—Un niño sensible —dijo Arjuro—, aunque listo. Cada día lo hacía callar su padre a gritos y todos los que se topaban con él en el palacio. Así es como se hizo amigo de mi hermano. Le recordaba a Gargarin cómo éramos nosotros antes. ¿Y sabes algo más? Al principio del encarcelamiento, cuando mi hermano y yo confiábamos el uno en el otro, Gargarin era mi mensajero para los sacerdotes. Era la única persona que sabía dónde se escondían. Dónde poner a salvo a un bebé del palacio.

Froi, Lirah y De Lancey estaban demasiado atónitos para hablar.

—Creo que nuestro Rafuel ha estado muy ocupado estos últimos años buscando al último nacido. —Arjuro miró a Froi a los ojos—. ¿Te encontró en Sarnak o me equivoco?

Froi no quería responder. Si pronunciaba las palabras en voz alta, sería todo verdad y no quería que lo fuera.

—Vivo en Lumatere —dijo.

Lirah hundió los hombros. ¿Era alivio o desesperación? De Lancey sacudió la cabeza, decepcionado, y se marchó. Pero Arjuro continuó con la vista clavada en Froi, como si aún intentara resolver el puzle.

—Hace tres años que no vivo en Sarnak —dijo Froi en voz baja.

Lirah se le quedó mirando, atónita, y De Lancey se volvió, con una expresión esperanzada. Froi vio un atisbo de sonrisa en el rostro de Arjuro. Un gesto de satisfacción.

—Pero ¿qué hay del bebé que arrojaron la noche del último nacido? —preguntó De Lancey—. ¿Quién era si no se trataba de la hija del Oráculo ni del hijo de Lirah y Gargarin?

Se oyó un grito arriba y, al cabo de unos instantes, los hombres de De Lancey aparecieron en la puerta.

—Han comenzado a matar de nuevo. —Había una desesperada mirada de urgencia en los ojos de uno de los hombres—. Es Gargarin de Abroi, mi señor.

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Froi se abrió camino entre la multitud hacia el rellano.

Al otro lado del bagranco, dos hombres agarraban a Gargarin y lo obligaban a ponerse de rodillas. Froi los reconoció. Eran Donashe y su compañero, que una vez le habían detenido cuando salía de la casa de los dioses para ir al palacio.

Froi sabía lo que harían a continuación. Lo cogerían por las piernas, pero no lo soltarían al instante. Podía imaginarse que era una tortura quedarse así colgado. Con la sangre subiendo hasta la cabeza, mirando al abismo. Para las mujeres, la humillación de quedar expuestas cuando sus vestidos ondearan alrededor de su cara. Las burlas, las risas, y luego, sin previo aviso, los señores de la calle los soltaban.

—Os pagaremos un rescate. ¡Un rescate! —gritó De Lancey por el espacio, colocándose al lado de Froi—. Cien piezas de oro.

Desde el lado del bagranco que tocaba al palacio, donde había balcones y almenas, los señores de la calle se mofaban.

—¿Por este saco de huesos rotos? —dijo Donashe.

—Doscientos —gritó otra voz por encima del hombro de Froi, que intentaba pasar entre la gente. Era el embajador de Sebastabol.

Lirah apareció de pronto junto a Froi y le clavó las uñas en la mano. Oyó la respiración entrecortada de Arjuro al lado de la mujer.

—No aceptamos tratos —dijo Donashe. Por lo visto, estaba al mando de los señores de la calle—. Los despreciables morirán ahora. Los parientes del rey serán colgados en la plaza principal para el disfrute de toda la Citavita.

—Es arquitecto, imbéciles —gritó De Lancey.

—Trescientas piezas de oro —se oyó que decía la provincara de Jidia.

—¿Y dónde está ese oro? —preguntó el más bajo de los señores de la calle.

—En nuestras provincias —probó a decir De Lancey, pero Froi oyó la voz angustiada del hombre por la derrota—. No tardaremos más de una semana en enviar un mensajero y tenerlo de vuelta.

Donashe le hizo un gesto para descartar su propuesta.

—Si no vemos el oro ahora, amigo, no hables más.

Dos de los señores de la calle estiraron a Gargarin del pelo para echarle la cabeza hacia atrás y Froi le vio el rostro cubierto de sangre seca y moretones, mientras oía los sollozos a su alrededor, de aquellos en la casa de los dioses que se preparaban para otro día de muerte. Pero al ver una ligera sonrisa en el rostro de Gargarin, recordó la conversación que habían mantenido en su cuarto una noche. Gargarin vivía bajo sus propias condiciones y moriría de la misma manera. Sin miedo. ¿Sería ese el regalo a su hermano Arjuro? ¿A Lirah? ¿A su hijo? ¿Una sonrisa antes de morir?

Uno de los señores de la calle se agachó y cogió a Gargarin por los pies para ponerlo boca abajo en el balcón. Todo alrededor de Froi le parecía extraño y distante. Los gritos del provincaro, la respiración de Arjuro… notaba su pulso.

—¡Un anillo de rubí!

Froi apenas reconoció su voz al pronunciar aquellas palabras. Lo único que notó fue el repentino peso del anillo en su bolsillo.

—Pertenecía al rey muerto de Lumatere. ¡Los lumateranos pagarían por él el mismísimo rescate de la reina!

Se hizo el silencio a su alrededor.

Donashe y los señores de la calle se quedaron mirando el anillo. Estaban lo bastante cerca como para apreciar su valor. Las palabras no significaban nada para ellos. ¿Cuántas veces había oído eso en las calles de Sarnak?

—Muéstranos los bienes y luego hablaremos.

Froi se subió al enrejado de hierro del balcón en la casa de los dioses en medio de gritos ahogados y chillidos de aquellos que lo rodeaban. Saltó hacia el saliente de granito, con las piernas temblando. Alguien gritó. Froi perdió el equilibrio. Lo recuperó otra vez y comenzó a poner un pie delante de otro.

Levantó el anillo que le había dado una vida que jamás podría haber imaginado. Representaba todo lo magnífico de Lumatere.

Donashe se quedó mirando el anillo y luego clavó la vista en Froi sobre el bagranco.

—Soy un ladrón, amigo, igual que tú —dijo Froi—. Si no reconoces el valor de esta joya, entonces no eres más que escoria ignorante de la calle y no hay nada de señor en ti.

Tal vez el silencio tan solo reinó un instante, pero Froi se sintió como si llevara horas sobre aquel estrecho tramo de granito sobre el bagranco. No solía rezar a los dioses, pero rezó de todas formas.

—Tíralo —le ordenó Donashe.

Froi sabía que no iba a haber más tratos aquel día. U obedecía su orden o contemplaba a Gargarin morir. Lanzó el anillo y el hombre lo cogió con la mano, mirándolo codiciosamente.

—Tendrás a tu arquitecto cuando consiga mis trescientas piezas de oro.

Tiraron de Gargarin hacia arriba, lo dejaron en el suelo y le metieron a patadas en la habitación. Fuera, en la piedra, Froi se agachó y se sentó a horcajadas un momento para intentar controlar los latidos de su corazón. Despacio, se dio la vuelta y se puso de pie, recuperando el equilibrio. Vio que Arjuro echaba a todo el mundo del balcón. Froi saltó y se agarró al enrejado mientras los hombres de De Lancey le cogían de las manos, el pelo y la ropa para subirle por el hierro forjado.

En cuanto se puso en pie, Froi se abrió paso por la sala en silencio. Lirah apareció.

—¿Quién eres? —preguntó con voz ronca mientras lo agarraba del brazo.

—Soy mierda de Abroi y basura de Serker, Lirah —respondió mientras le escocían los ojos—. Gracias a Dios que no tengo madre, ¿recuerdas? Porque cualquier mujer se avergonzaría de llamarme hijo.

Retiró su mano y se fue.

Al final del pasillo, Arjuro estaba encorvado en las escaleras que llevaban abajo y Froi se vio obligado a pasar por encima de él.

—Durante toda nuestra vida, Gargarin y yo rezábamos para no tener que verle en nuestras caras, y entonces apareciste tú. A veces no soporto mirarte, muchacho.

Froi siguió bajando las escaleras.

—¿Cómo te llaman? —preguntó Arjuro con la voz quebrada.

Gargarin de Abroi era su padre. A pesar de a quién había sacado Gargarin del palacio, era un asesino. Por eso era tan vil e infame. Por eso intentó violar a Isaboe de Lumatere. Porque por sus venas corría mala sangre. Y lo que más detestaba Froi de sí mismo era que le molestaba la indiferencia de Gargarin y Lirah. Incluso sabiendo quiénes eran, Froi había querido algo de ellos. Primero, su corazón. Echaba de menos a Trevanion y a Lord August, incluso a Perri. Eran los hombres que le hubiera gustado que fueran sus padres, no Gargarin con su mirada fría y sus torpes andares. Aquellos hombres eran coherentes con sus normas y sus órdenes.

—¿Cómo te llaman? —gritó Arjuro.

Siguió caminando. Sin mirar atrás.

—¡Olivier!

—Froi —contestó—. Me llamo Froi. Dafar de Abroi. Un nombre sin significado. De un lugar sin importancia.

Al final de las escaleras, giró y se encontró con una antigua biblioteca. Al darse cuenta de que se había equivocado de salida, Froi regresó donde había visto la estrecha entrada cerca de los escalones. Pero en cuestión de segundos dos muchachos le plantaron cara. Detrás de él oyó un ruido, y otro chico salió de entre las sombras de la biblioteca. Sabía que no estaba en peligro porque los tres parecían inútiles. Todos llevaban el pelo por los hombros, y uno tenía unos tirabuzones rubios y ridículos. A Froi no le habría gustado nada más que llevarlos a Lumatere y arrojarlos entre los monteses.

—¿Crees que puedes hacerte pasar por mí sin sufrir las consecuencias?

Froi suspiró. Olivier de Sebastabol. Froi no podía haberse parecido menos al último nacido.

—¿Qué te he impedido hacer? —preguntó Froi—. ¿Entrar en palacio y plantar la poderosa semilla de Charyn? ¿En serio crees que eras el elegido?

—Teníamos un propósito mucho mejor, asesino —dijo Ricitos de Oro—. Un propósito diferente, maldito seas.

—¿Maldito seas? —se burló Froi, con amargura—. ¿Es lo peor que se te ha ocurrido?

Un muchacho de ojos saltones se acercó y puso su puño pálido y ligero apretado junto a la nariz de Froi.

—Como le hayas he… hecho algo, te ma.. ma..

—¿Me ma… ma.. matarás? —dijo Froi con sorna y crueldad.

Cansado, les empujó para pasar. Era demasiado fácil machacar a aquellos chavales. Quería irse a casa. Ya no tenía nada más que hacer allí.

El puño que le dio a Froi en la mandíbula era débil y oyó un gruñido de dolor que venía del chico con ojos saltones, que se restregó los nudillos.

—Teníamos un plan que tardamos en organizar un año —dijo Grijio de Paladozza—. Satch y yo teníamos los medios para sacarla de aquí. Sabíamos que su vida corría peligro en cuanto alcanzara la mayoría de edad.

—Que… que… queríamos salvarla.

—Yo la habría salvado —dijo Olivier de Sebastabol—. Perabo de las cuevas la habría salvado. La habría llevado con Tariq de Lascow, que la habría protegido con su vida.

A Froi le retumbaba la cabeza con lo que intentaban decirle.

—La colgarán —dijo Olivier— y nadie hará nada por ayudarla.

—Mi padre acaba de decirme quién eres —dijo Grijio—. Has hecho un buen trabajo en Charyn, lumaterano —espetó con lágrimas en los ojos—. Vete a casa y dile a tu gente que su asesino hizo un buen trabajo en Charyn.

Recibió otro puñetazo y una patada en la cara y otra en el pecho. Y, de rodillas, Froi al final comprendió la verdad. Al hacerse pasar por Olivier, había escrito la sentencia de muerte de la princesa.

Había frustrado el intento de los últimos nacidos de salvar a Quintana.

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—¿Tienes algo que decirme, Olivier?

Froi se despertó de un sobresalto. Había pasado la noche durmiendo junto al camino que llevaba al puente de la Citavita, al lado de la multitud desesperada por marcharse. Ni siquiera fuera de las puertas lumateranas hacía tres años, cuando Finnikin e Isaboe se preparaban para entrar y romper la maldición, había visto Froi gente tan desesperada, agarrados los unos a los otros y a sus posesiones. Entonces al menos había esperanza. Allí solo había desesperación.

Aquí es donde empieza, se percató. Para algunos terminará en un valle entre Lumatere y la provincia de Alonso.

—¿Por qué vivir como un trog en la puerta de un reino enemigo? —había preguntado Lucian el día que Froi se marchó.

«Porque es más seguro que vivir en casa».

Dio unas palmaditas sobre la bolsa que tenía escondida en el bolsillo interior de sus pantalones. La noche anterior había vuelto a lo que se le daba mejor. Las personas que corrían para salvar sus vidas estaban menos preocupadas de sus bolsillos y los hurtos eran más fáciles; tenía suficientes monedas en el bolsillo para demostrarlo. Se preguntó qué le habría pasado si siguiera en las calles de Sarnak. Robar había empezado a ser aburrido. ¿Adónde le habría llevado aquel aburrimiento si Isaboe de Lumatere no se hubiera topado con él en aquella plaza de Sprie?

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Se movió entre la muchedumbre y trató de ignorar los gritos de aquellos a los que los asesinos rechazaban los sobornos y no dejaban que la gente saliera de la Citavita. A Froi le sorprendió lo rápido que algunos hombres tramaban un modo de aprovecharse de la desesperación humana. Se dio cuenta de que lo que más despreciaba de los señores de la calle y sus degolladores en la puerta era que se veía reflejado en ellos, en su otra vida.

Fue a la mañana siguiente cuando por fin llegó al puente. Pensó en Trevanion y Perri. En la historia que le habían contado. Pensó en Lord August y Lady Abian, en los cultivos y las ideas que tenía para la siembra. Pensó en Lucian, en su montaña y en que le avisaría sobre lo que estaba sucediendo en la Citavita, pues afectaría al valle entre Lumatere y Charyn. Pensó en Finnikin e Isaboe, en el sacerdote real y en Tesadora con sus ojos de serker. Lo que le hizo pensar en Lirah, y Lirah le hizo pensar en Gargarin, y Gargarin le hizo pensar en Arjuro. Y entonces en lo único que pudo pensar fue en ella. Quintana la Salvaje. La abominación. La de las maldiciones. La puta. La última nacida. La chica que podía hacer aparecer conejos en las paredes.

Y antes de que Froi cambiara de opinión, se dio la vuelta, de regreso a la Citavita y en lo más profundo de su corazón supo que no volvería a Lumatere en una temporada.