AQUELLA noche, su última en el palacio, colocaron a Froi entre dos duques que se quejaban sobre la escasez de comida en su extremo de la mesa, a pesar del banquete que tenían delante. Susurraban que la culpa era de los provincari y los provincari a su vez parecían incómodos en palacio. Los líderes de las provincias no tenían la mirada inútil de la nobleza, pero sí irradiaban poder, y Froi podía entender la necesidad del rey y Bestiano de mantenerlos contentos. Aquellos hombres y mujeres tenían determinación y fuerza. Unidos, habían sido antaño un poderoso grupo contra reyes del pasado. Divididos, habían contribuido a la desgracia que asolaba Charyn en la actualidad.
Gargarin estaba sentado al lado de uno de ellos, un hombre apuesto, cuyos ojos parecían clavados en Froi, con el mismo horror e incredulidad que Froi había visto en el rostro de Gargarin y Arjuro. Froi supo sin que se lo dijeran que aquel hombre era De Lancey de Paladozza.
—No son nada —dijo entre dientes el primo endogámico del rey al oído de Froi—. Nada. ¿Tienen un título? Me atrevería a decir que no.
Quintana estaba sentada con las tías y era evidente, a juzgar por su horrible vestido verde lima, que Bestiano había conseguido arrancarle el calicó. En el bolsillo encontró un trozo de pergamino de los escritos de Gargarin. Froi lo dobló hasta que quedó convertido en un conejo y pidió que se lo pasaran a la princesa.
Tras muchos gruñidos y resoplidos, llegó hasta ella. Se lo quedó mirando un momento y luego se asomó a la mesa de Froi. El chico vio un atisbo de sus dientes.
Más tarde, volvió a la habitación para hablar con Gargarin sobre los acontecimientos de aquella mañana. Froi escondió el puñal de Gargarin debajo del colchón y esperó un rato a que el hombre volviera, pero no dejaba de pensar en Quintana y, antes de que pudiera detenerse, había salido al balcón para saltar al suyo. Desde el exterior de su ventana, vio titilar una luz, la última vela encendida. Ella le vio en su balcón y caminó hacia las puertas para abrirlas. Iba a pronunciar su nombre, pero él alzó una mano. No soportaba que la palabra «Olivier» saliera de sus labios. No aquella noche.
—Primero voy a usar las manos y luego, la boca —dijo—, y después, me enseñarás cómo ser dulce, y yo te mostraré que no todos los hombres comparten tu cama porque esté destinado por los dioses o escrito en las paredes de piedra de esta prisión tuya. Nunca he tenido un amante ni tú tampoco. Así que seamos los primeros el uno para el otro.
Le cogió la cara entre las manos y la besó con fuerza.
Pero ella se retiró y vio la duda en sus ojos.
«Espera, Froi. Espera».
—No soy pura —dijo ella.
—No me interesa la pureza. Solo que lo hagas voluntariamente.
Retrocedió hasta el final de la cama y a él se le encogió el corazón al saber su próximo movimiento. Se tumbaría y se subiría el camisón hasta los muslos mientras le pedía que se desatara los pantalones. Pero no fue así. Se quitó despacio el vestido por la cabeza y la contempló entera. Él se quitó la camisa por la cabeza, alargó la mano para atraerla hacia él y su cuerpo cubrió el suyo de cualquier cosa que fuera lo que la ruborizaba. Después, la cogió en brazos, notó cómo sus piernas le envolvían la cintura mientras se arrodillaba en la cama y la tumbaba. Con ternura, colocó las manos en sus rodillas y se las separó al tiempo que sus labios rozaban el interior del muslo.
—¿Qué haces? —preguntó, intentando levantarse.
—Demostrarte que sería una lástima si me cortaran esta malvada lengua que tengo.
Cuando Froi se despertó a primera hora de la mañana vio que ella lo observaba. Se incorporó y le dio un beso en la boca.
—Feliz cumpleaños —dijo.
—Es el día de llanto —le corrigió.
Salió de la cama y se puso su vestido de algodón. Parecía tener prisa.
—Mi padre ha aceptado verme —dijo en voz baja— antes de reunirse con los provincari.
—Es demasiado temprano —dijo, sin mirarla a los ojos, pues sabía que para cuando fuera a ver a su padre, ya habría muerto a manos de Froi. Continuó vistiéndose sin decir palabra.
—Tienes que cogerle un vestido a tía Mawfa —dijo para ganar tiempo—. No puedes ir a ver a tu padre con eso.
Luego se marchó y Froi se dio cuenta con una inmensa tristeza de que jamás volvería a ver a la princesa de Charyn.
Cuando Froi llegó a la bodega, esta se hallaba abarrotada de sirvientes, que hablaban con urgencia. Dorcas y otro soldado supervisaban la actividad.
—¿Qué haces aquí, Olivier? —preguntó Dorcas.
—Veo que te han descendido de rango, Dorcas.
—Una buena lección por perder el recipiente —respondió Dorcas.
—Es una chica, Dorcas. No un recipiente.
Froi sabía que tendría que esperar. Quintana y los provincari verían al rey y entonces, en la confusión de la salida del palacio de los provincari, aprovecharía su oportunidad.
Al volver a la habitación que compartía con Gargarin, vio los planos enrollados. Estaban atados con una cinta en la que había escritas las palabras «De Lancey de Paladozza» y en lo único que pudo pensar Froi en ese momento fue que el tonto de Gargarin se había marchado a ver al rey sin los planos. Hasta que recordó que Gargarin no era un tonto. Froi cogió el colchón, palpó en busca de la daga, pero no estaba allí. Contuvo la furia. Un dedo helado de terror recorrió su espalda. Cogió los dibujos y bajó corriendo las escaleras de la torre hacia el patio exterior, esquivando a los sirvientes y a los soldados. Vio a Gargarin dirigiéndose a la cuarta torre, empujando a aquellos que se interponían en su camino. Froi echó a correr hacia él.
—Ya vas otra vez, ¿no? —le susurró al oído.
Gargarin no respondió y siguió caminando hacia los soldados que vigilaban la torre del rey. Froi le agarró del brazo para obligarle a aminorar el paso.
—¡No lo conseguirás!
—Quieres llevarte la gloria, ¿no? Volver con quien sea que te haya enviado a hacer esto y decir que lo mataste tú.
—No —dijo Froi, lleno de frustración. Tres de los soldados de palacio se acercaron. Froi y Gargarin les saludaron con la cabeza y continuaron sin mirar atrás—. Pero yo puedo hacer algo que tú no puedes. Si les convences para que me dejen entrar contigo, puedo hacer lo que ambos nos disponemos a hacer y saldremos de palacio vivos.
—Salir de aquí vivo no está dentro de mis planes.
Froi le llevó hasta un pequeño hueco oculto en el muro para atraparlo.
—Escúchame, Gargarin. Me han entrenado para hacer esto. A ti no. Coge tus dibujos, haz tus cagaderos, pero no abandones tu vida por esto.
Una ligera sonrisa apareció en el rostro de Gargarin. Se había ablandado como nunca antes había visto Froi.
—¿De dónde vienes? —preguntó, pero parecía una pregunta que Gargarin se hacía a sí mismo y no a Froi—. ¿Harías algo por mí?
Froi negó con la cabeza.
—Te lo pediré igualmente —dijo Gargarin—. Dale estos diseños a De Lancey de Paladozza. Incluyen una carta de instrucciones dirigida a Tariq, su heredero. Si surge la anarquía en la Citavita, hazme una promesa.
—No te prometo nada, Gargarin. Ocúpate tú de tus instrucciones y déjame esto a mí.
Gargarin continuó como si Froi no hubiera hablado.
—Saca a mi hermano y a Lirah de la Citavita. Llévalos a Belegonia u Osteria.
Froi negaba con la cabeza mientras devolvía los planos a las manos de Gargarin.
—Es lo único que te pido.
—¿Quién eres tú para pedirme nada? —preguntó Froi.
Gargarin se quedó callado un momento. Y cuando se disponía a hablar, un grito estridente retumbó por todo el palacio. Luego se oyeron más gritos y chillidos. Froi salió corriendo hacia el patio.
—¡Quintana!
Arriba, entre la cuarta y la quinta torres, Froi vio a los provincari y a su gente desaparecer por las escaleras que les llevarían hacia donde estaban Gargarin y él. Una vez fuera, los provincari echaron a correr hacia ellos.
—¡Gar! Gargarin —le llamó De Lancey de Paladozza.
Cuando alcanzaron a Froi y Gargarin, los provincari parecían hablar todos al mismo tiempo.
—Bestiano ha matado al rey —dijo el provincaro De Santos.
—¿Qué? —exclamó Gargarin, sin dar crédito.
—¿Dónde está la princesa? —preguntó Froi.
Oyeron más gritos de la torre y luego unas órdenes.
—¿Dónde está? —insistió Froi, agarrando al hombre.
—Llegó antes que nosotros para visitar a su padre —informó enseguida uno de los escribanos de los provincari—. Pidió verle a solas, pero Bestiano no se lo permitió. Tampoco dejó que ninguno de los provincari le viera. Aseguró que el rey había cambiado de opinión. Pero la princesa no quiso escucharle y se puso histérica. «Tengo que ver a mi padre a solas. ¡Que me registren!». Los provincari insistieron en que Bestiano le dejara ver al rey el día del llanto. Estaban asustados por su locura. Uno de los guardas del rey dio un paso adelante para registrarla y, cuando estuvo satisfecho, la princesa entró corriendo en la cámara con Bestiano a la zaga. Tras unos instantes, oímos los gritos. La oímos gritar: «¡Bestiano ha matado a mi padre!».
Gargarin se dio la vuelta, mirando a los que le rodeaban.
—¡Marchaos! —ordenó Gargarin a los provincari—. Salid del palacio. Si Bestiano tiene el control sobre los jinetes, os retendrá como rehenes en vuestras provincias. Marchaos ya.
—¿Qué…?
—¡Ya! —ordenó Gargarin—. Coged lo que hayáis traído con vosotros y salid del palacio. Arjuro os dará asilo en la casa de los dioses. —Empujó a Froi hacia ellos—. Llevároslo.
Froi se apartó, negando con la cabeza. Tenía que encontrar a Quintana.
—¡Vete! —gritó Gargarin.
Los provincari se marcharon enseguida salvo De Lancey de Paladozza. Gargarin le puso los pergaminos enrollados en las manos.
El hombre negó con la cabeza.
—Nos marcharemos juntos, Gar.
—Vete —le rogó Gargarin—. Tenemos que preparar a Tariq. Llévatelo bajo tu protección.
De Lancey vaciló un momento y entonces, tras girarse para volver a mirar, echó a correr. Froi y Gargarin llegaron a la entrada de la quinta torre, donde se toparon con Dorcas y otro soldado.
—Volved a vuestra habitación, Sir Gargarin —dijo Dorcas, agitado, mientras unas gotas de sudor le caían por la cara.
—¿De quién son esas órdenes, Dorcas? —preguntó Gargarin.
—De Bestiano, señor.
—¿Qué está pasando? —quiso saber Gargarin.
No hubo respuesta y Froi se preguntó si el soldado sabía tan poco como ellos. En cuanto llegaron a la habitación, Froi salió enseguida al balcón.
—¡Quintana!
Saltó a su balcón, pero la alcoba estaba vacía y Froi volvió a donde estaba Gargarin. Oyeron una llave en la puerta y se abalanzaron hacia ella, pero era demasiado tarde.
—¡Dorcas! ¡Dorcas, encuentra a la princesa!
Pero no hubo respuesta y Froi le dio una patada a la puerta, lleno de frustración.
—¿Por qué iba a matar al rey ahora? —preguntó Froi.
Gargarin negó con la cabeza.
—No tiene sentido —dijo—, no tiene ningún sentido.
«Por favor, que no le hagan daño».
Froi se dedicó a caminar de un lado a otro de la habitación la mayor parte del día. A veces golpeaba la puerta con una furia que apenas podía contener.
—¡Gargarin! ¡Gargarin!
Gargarin cojeó hasta el balcón con Froi a su espalda.
Arjuro, De Lancey y dos de los provincari se hallaban en el balcón de la casa de los dioses.
—Bestiano ha salido del palacio con los jinetes —dijo De Lancey. Gargarin y Froi intercambiaron miradas de asombro.
—Tienes que encontrar la manera de salir de ahí, Gar. El palacio no está vigilado y los señores de la calle están empezando a entrar. Ellos…
De repente un cuerpo salió volando por la ventana sobre Froi y Gargarin. Los gritos pudieron oírse desde el interior de las habitaciones que les rodeaban.
—Dioses —exclamó Gargarin, buscando arriba y abajo, antes de que Froi le viera mirar a su hermano.
Los ojos de Arjuro estaban abiertos de par en par por el horror, y entonces comenzaron a caer más cuerpos, con los rostros contraídos, cuyos gritos quedaban ahogados en el aire.
—Están comenzando por arriba —gritó De Lancey, que se estremeció al ver otro cuerpo rebotar contra la pared de la casa de los dioses—. Sal, Gargarin. Sal.
—Estamos encerrados —respondió Gargarin. Se dio la vuelta, en busca de una solución y, antes de que Froi se diera cuenta, Gargarin le cogió y lo lanzó hacia el balcón—. Ya lo has hecho antes. Ve al jardín de Lirah y dile que te deje entrar. Cuando los señores de la calle lleguen a la prisión de la torre, liberarán a todos los que estén allí. Diles que ambos sois prisioneros del rey.
Froi asintió.
—Los dos podemos.
—No —dijo Gargarin—. No hay tiempo. Sabes que no podría trepar ni un paso. Hazlo ya. No discutas. No matarán a los prisioneros de la torre del rey. No sé de cuánto tiempo dispondrás, pero será mejor que no te encuentren aquí.
—Pero tú…
—Puede que me utilicen para negociar, pero a ti te matarían al instante. Vete.
Froi negaba con la cabeza. El plan era malo. Aquel plan significaba que Gargarin moriría y Froi nunca encontraría a Quintana.
—La princesa…
—… es probable que esté muerta —contestó Gargarin rotundamente—. Y en caso contrario, lo estará pronto.
Al otro lado del bagranco, Arjuro y los provincari observaban con preocupación.
—Sálvate y cuida de Lirah —dijo Gargarin con voz ronca y agarró a Froi por los hombros—. Dile… dile que sacaron a escondidas del palacio al bebé que pusieron en mis manos y lo llevaron con unos sacerdotes que estaban escondidos. Dile que si hubiera sabido que era suyo, se lo habría hecho saber de alguna forma para que no hubiera sufrido todos estos años.
Froi se quedó en el balcón con los ojos clavados en Gargarin.
—Vete —le suplicó Gargarin—. Te lo ruego. Mantente a salvo. Mantenla a ella a salvo.
Froi oyó un golpe en la puerta y al instante saltó para asirse a la celosía de la habitación superior. Al cabo de un momento, los señores de la calle estaban en el balcón, cogiendo a Gargarin por el cuello. Froi aguantó la respiración, rezando por que nadie mirara hacia arriba.
Se oyó un grito que provenía del otro lado del bagranco.
—Os pagaremos un rescate —dijo De Lancey—. ¡Os pagaremos un rescate!
Pero Gargarin y los señores de la calle desaparecieron en el interior de la habitación.
En la torre del jardín de Lirah, Froi llamó a la puerta.
—¡Lirah! ¡Lirah!
Se oyó que alguien hurgaba en la cerradura y la puerta se abrió.
—¿Qué ocurre? —preguntó y él vio el miedo que reflejaban sus ojos—. No oigo más que ruidos y cuando subí al tejado…
Negó con la cabeza y él se imaginó lo que había visto.
—Vamos a tener que esperar a que abran la puerta —dijo Froi—. Diremos que somos prisioneros del rey, pero no les dirás que eres Lirah de Serker.
Lirah asintió.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Dónde la has escondido?
Froi apartó la mirada. No encontraba las palabras y vio que la mujer poco a poco se daba cuenta de lo sucedido.
—¿Dónde está?
Oyeron otro grito desaparecer por el bagranco. Froi la cogió de la mano y la llevó al interior de su celda en la prisión, pero Lirah intentó soltarse con todas sus fuerzas. Era como si la razón la hubiera abandonado.
—Se supone que tienes que salvarla. ¿Dónde está Quintana?
Froi le tapó a Lirah la boca con la mano y ella le mordió con fuerza. Él retrocedió, atónito.
—Cobarde. Cabrón. Se suponía que tenías que salvarla.
Froi negó con la cabeza.
—¡Ve a buscarla!
—No puedo —dijo con los dientes apretados—. Gargarin me ha dicho…
Le dio una bofetada en la cara, resoplando entre los dientes.
—Gracias a los dioses que no tienes madre, trozo de basura despreciable, porque ninguna mujer aguantaría a un hijo tan cobarde.
A Froi le ardió la cara por más motivos que la bofetada.
—No me hagas decir palabras de las que me arrepienta, Lirah. Gargarin dijo que esto era lo mejor.
—No pronuncies su nombre en mi presencia —gritó.
—¡Lirah, me dijo que te dijera que sacó a tu hijo del palacio hace dieciocho años! Al menos vive por eso.
—¿Y tú te crees sus mentiras? —preguntó, medio loca por la furia.
Oyeron el sonido de una llave en la cerradura y un hombre entró con calma, mientras limpiaba la sangre de su puñal en los pantalones. Detrás de él, Froi vio el cuerpo sin vida del guardia de Lirah.
De los labios de la mujer salió un pequeño grito. Froi la puso detrás de él.
—Somos prisioneros del rey —dijo Froi, agradeciendo a Sagrami que no fuera uno de los señores de la calle que le había visto salir de la casa de los dioses—. Al Tercer Consejero del rey le gustaba mi hermana y cuando intenté defenderla, nos arrestó a los dos.
El hombre tenía los ojos clavados en Lirah. Froi ansiaba quitarle el puñal, pues sabía que sería fácil, pero necesitaban que aquel hombre los acompañara fuera de palacio si querían sobrevivir. El hombre les hizo señas para que le siguieran. El plan de Gargarin podía funcionar. Al ser prisioneros del rey, tal vez les liberaba. Froi y Lirah pasaron por encima del cadáver del guardia y Froi notó que el cuerpo de la mujer temblaba. En uno de los rellanos entre los pisos de la torre, Froi alcanzó a ver los ojos desesperados de dos de los duques, que estaban de rodillas, con las manos en la cabeza. En el patio liberaron a algunos sirvientes que se fueron a la Citavita. Los señores de la calle cargaban con cajas de cerveza y vino de la bodega, y rompían las botellas después de vaciarlas en la garganta. En la barbacana, había cuatro soldados de cara a la pared, mientras un señor de la calle pasaba detrás de ellos con un puñal en la mano. Lo último que oyó al pasar por su lado fue el sonido del primer soldado ahogándose con su propia sangre.
En el rastrillo, el señor de la calle que les había acompañado cogió a Lirah y frunció en sus manos la falda del vestido que llevaba puesto. Estaban muy cerca de la entrada, pero aún no eran libres.
—Vivimos con la adivina —dijo Froi—. ¿Sabes dónde es? Ven a visitarnos esta noche. Mi hermana te estará muy agradecida.
Lirah asintió y el hombre vaciló un instante, con una sonrisa lasciva en su rostro ante la promesa de lo que era una oferta. Soltó a Lirah y Froi la cogió de la mano para salir corriendo. Pero, en cuanto llegaron al puente levadizo, unas gotas de sangre salpicaron sus pies y Froi alzó la vista para ver con horror el cadáver de un hombre que colgaba de la almena, con el cuello cortado y el cuerpo aporreado. Apartó a Lirah de aquella espeluznante escena, pero vio la expresión de amarga satisfacción en su rostro y entonces supo que los señores de la calle habían encontrado el cuerpo del rey para exhibirlo ante la gente.
El rey de Charyn estaba muerto. ¿Qué le había dicho Trevanion? «En cuanto deje de respirar, regresa a casa. En ese mismo momento. Sin mirar atrás».
«Corre —se dijo Froi a sí mismo—. Corre hasta el puente de la Citavita y deja atrás este lugar».
Pero el destino de Gargarin y Quintana tiraba de él demasiado, así que Froi cogió a Lirah de la mano, rompiendo en pocos días la segunda promesa que le había hecho a aquellos que quería.
Llegaron hasta un grupo de gente reunida delante de la casa de los dioses, que suplicaban entrar. Froi reconoció al guardia de un provincaro en la puerta.
—No hay espacio —gritó el guardia, que empujaba hacia atrás a la gente—. No hay espacio.
Froi se abrió camino para acercarse a la entrada, apretando con fuerza la mano de Lirah, decidido a no soltarla. Alcanzó a ver a Arjuro en el vestíbulo. El novicio estaba detrás de los guardias, buscando, inquieto, entre sus hombros.
—¡Arjuro! ¡Arjuro!
Froi se subió a la espalda del hombre que tenía delante.
—¡Arjuro!
Arjuro pasó junto al guardia y señaló hacia Froi. Al cabo de un instante, uno de los guardias se abrió paso entre la multitud y cogió a Froi y Lirah para llevarlos adentro.
Después echó el cerrojo a la puerta. El pequeño vestíbulo no estaba lleno tan solo de los que habían escapado de palacio, sino de la gente de la Citavita que temía por sus vidas.
Froi pasó corriendo junto a Arjuro y subió las escaleras hasta el final, esquivando a la gente que había en todos los pisos. Al llegar a la Sala de Iluminación, vio que estaba hasta los topes, pero se abrió camino hasta el balcón, donde solo se hallaban los más valientes, contemplando lo que tenía lugar al otro lado del bagranco.
—¿La habéis visto? ¿A la princesa? ¿O a Gargarin? ¿Le habéis visto?
Y las únicas buenas noticias en aquel día tan funesto fueron que no habían tirado a Quintana ni a Gargarin por el bagranco. Todavía.