LUCIAN reunió a los monteses en casa de Yata. Aquel había sido el hogar en el que se crio con su padre, pero habían pasado tres años desde que decidió que era mejor para Yata y sus hermanas vivir allí mientras que él se trasladaría a una casa más pequeña.
No había convocado muchas reuniones como líder, pero sí había pasado muchas noches sin dormir pensando en lo que Kasabian le había dicho junto al arroyo, y sabía que había llegado el momento de hablar con los muchachos y sus familias.
—Entonces ahora el valle es suyo —dijo bruscamente la esposa de su primo—. Así están las cosas. Llegan a nuestra puerta y les permitimos que no dejen pasar a nuestros muchachos a una tierra que por derecho nos pertenece.
Se oyeron sonidos de indignación en la sala y Lucian trató de lograr contacto visual con cualquiera que estuviese de su parte. Tal vez su primo Yael o su vecino Raskin.
—Dañan los productos que necesitan tanto, Alda —dijo, con paciencia—. Se mean en el arroyo, delante de las mujeres.
Algunos de los monteses se rieron. Alda se levantó. Tenía audiencia y Lucian supo que estaba en problemas.
—Y ¿me estás diciendo —dijo, mirando a su alrededor en busca de apoyo— que nunca cruzaste el río de Osteria a Charyn en los diez años que llevamos en estas montañas? ¿Nunca destrozaste una propiedad charynita u orinaste en el río?
Lucian suspiró.
—Aquello era distinto.
Se oyó un coro de desaprobación al oír sus palabras.
—¿Por qué es distinto? —gritó Alda—. ¿En qué te diferenciabas de nuestros muchachos?
Lucian se quedó pensando un momento.
—Es distinto porque nuestros vecinos charynitas de las colinas de Osteria eran parte de su ejército. Pero los que tenemos ahora son exiliados. ¿Tengo que recordar a todo el mundo que nos quedamos con esa colina de Osteria sin pedir permiso a los osterianos, aunque nos permitían estar allí?
—¡Cómo te atreves a comparar! —gritó Alda.
—¡Lucian, nuestro pueblo estaba en el exilio! —exclamó Miro, el queridísimo amigo de su padre—. Esta gente no.
—Y debo añadir que a nuestros muchachos no les interesaba el valle hasta que los charynitas llegaron —dijo Lucian.
—Tú empezaste con todo esto —dijo Alda— cuando fuiste a Alonso y regresaste casado con esa idiota charynita. Una vergüenza para la memoria de tu madre, Lucian. Una vergüenza que nos ha hecho ser el hazmerreír del reino. «La esposa que Lucian repudió» —imitó—. ¿Acaso has oído que alguien se burle de esa manera de Lord August de las Llanuras o de los mayores en el pueblo de la Roca?
Lucian apretó los puños por la cólera.
—El pacto se hizo entre mi padre y el de ella. Yo honré la memoria de mi padre —dijo con furia en sus palabras.
—¿Quién lo dice? —dijo su primo Gwendie—. ¿Quién oyó hablar de ese pacto salvo el padre de la chica? Eres un crédulo, Lucian. Y débil; te crees todo lo que dice el enemigo. Debería darte vergüenza.
—Vergüenza —gritaron los demás.
—Tu padre murió a manos de un charynita —dijo Alda entre dientes—. Debería darte vergüenza.
Salió acompañada de sus hijos.
—Dadle una oportunidad —dijo Yael.
Era el padre de Jory y, a pesar de lo que se dijera aquella noche, Lucian sabía que tanto su padre como su madre le darían unos sopapos al llegar a casa.
—Ya le hemos dado suficientes oportunidades —dijo Pitts el zapatero—. ¿Qué ha hecho para mantener al enemigo alejado del pie de nuestra montaña? ¡Nada! Ni siquiera ha encontrado el culpable de que el toro de Orly se pierda todas las noches. ¿Es tan difícil, Lucian? El toro tiene más sesos que tú.
Lucian miró a Yata a los ojos y vio su dolor.
«Por favor, no te sientas decepcionada, Yata. Por favor», rogó en silencio. Tragó saliva.
—Me atengo a lo que he dicho. No me importa lo que penséis de ellos. No creía que me importara lo que pensaba de ellos. Ni ahora tampoco. Pero sí me importa lo que pienso de nosotros y cuando uno de sus hombres me dio una lección sobre cómo les gustaba que trataran a sus mujeres. Bueno, me avergonzó. Y me di cuenta de que sí me importaba y de que Saro estaría horrorizado —miró a Jory a los ojos— y estaría decepcionado al ver que nuestros muchachos tratan a las mujeres de cualquier reino de esa manera. Puede que digas que debería avergonzarme por creer lo que dice el enemigo, pero todos deberíamos avergonzarnos si aprobamos la conducta de nuestros chicos.
Reinó el silencio un momento.
—Los muchachos no bajarán al valle —dijo con firmeza—. Y si alguno de vosotros tiene algún problema con mi decisión, enviaré un mensajero a la querida Isaboe para imponer el toque de queda en esta montaña.
Se abrió camino entre la multitud y abandonó el patio.
Phaedra de Alonso estaba sentada junto al río aquella noche y le escribía una carta a Lady Beatriss de las Llanuras. Había pasado una semana desde que había llegado un caballo y un carro de la aldea de Sennington con una carta y un regalo.
Phaedra les había leído la carta a Kasabian y Cora mientras observaban el objeto que había en el carro.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Kasabian.
—Bueno, aquí en la carta, Lady Beatriss dice que antes cocinaba para su aldea, pero ya no la necesita y deberíamos darle un buen uso.
Era una olla enorme de arcilla, que necesitó tres hombres para moverla del carro al suelo.
—Allí —dijo, señalando a una hoguera que ardía junto al arroyo.
—¿Qué vamos a hacer con ella? —preguntó Cora. Phaedra se quedó pensando un momento.
—Creo que haremos sopa de calabaza. —Alzó la vista hacia las cuevas donde algunos de los habitantes del campamento las miraban—. E invitaremos a todo el pueblo.
Más tarde aquel día, Phaedra cruzó el arroyo con un cuenco de sopa en sus manos y se lo ofreció a Tesadora, que estaba sentada con las chicas, cocinando truchas al fuego. Tesadora lo examinó.
—No como comida naranja.
—Eso es ridículo —dijo Phaedra, preguntándose de dónde había sacado el valor para llamar ridícula a Tesadora—. Comes comida verde y roja.
—Te digo que el naranja es un color ridículo para la comida.
—Yo lo probaré —dijo una chica montesa llamada Constance. De algún modo Tesadora se había quedado con dos montesas que había bajado un día el marido de Phaedra y no habían vuelto a casa—. Estoy harta del pescado.
Phaedra le ofreció una cucharada y la chica la sorbió, poniendo mala cara.
—Falta algo.
Constance saltó de donde estaba sentada, se fue a su jardín de hierbas y volvió con una hojita que empezó a partir para echársela a la sopa. Constance la probó de nuevo y asintió con aprobación, pasándoselo a Japhra.
—Extraña —dijo Japhra.
No hablaba mucho. Phaedra había oído a alguien decir que tenía un don con las curas, pero que los soldados charynitas la habían roto por dentro. Japhra se la pasó a Tesadora.
—Te he visto comer zanahorias —se burló— y son naranjas.
Tesadora tomó una cucharada de sopa y se la tragó.
—Mañana te enseñaremos a hacer sopa —fue todo lo que dijo.
A la noche siguiente, incluso los misteriosos hombres de Rafuel habían dejado su cueva, y las hierbas de Tesadora dieron tal aroma a la sopa que hasta los charynitas más reservados volvían a por un segundo plato.
—¿Estás seguro de que no estoy envenenándote? —le dijo Tesadora a uno de los del campamento que se había negado a verla—. Porque si no enveneno tu comida, tal vez puedas venir a verme por esa herida abierta en tu brazo.
A la noche siguiente hicieron un caldo de pescado que provocó flatulencias y más risas.
Y resultó que la olla de Lady Beatriss se convirtió en la razón por la que los habitantes del campamento salieron al exterior y comenzaron a hablar con sus vecinos. Phaedra preparó un asador y cada noche le tocaba cocinar a una persona distinta. A veces, incluso veía que alguien se aventuraba a cruzar el río para hablar con los lumateranos sobre recetas. Más tarde, Phaedra completó su carta y se la enseñó a Cora.
—Pregúntale si necesita su horno de pan —le pidió Cora.
Pero Phaedra no hizo tal cosa y fue tras enviarle la carta a través de su marido montés cuando se preguntó qué podía haber sucedido en la aldea de Lady Beatriss para que ya no necesitara la olla.
Lady Beatriss leyó la carta de Phaedra en el pueblo del palacio tres días más tarde. Había ido allí con Vestie para recoger unas telas para un vestido que había prometido hacerle para el segundo cumpleaños de Jasmina. Vio que Vestie estaba hablando con unos niños en el exterior de la tienda; al momento Vestie echó a correr y Beatriss vio que su hija se echaba en los brazos de Trevanion. Estaba con dos de sus guardias.
Beatriss salió y tardó unos instantes en acercarse para saludarlos cortésmente.
—Os alcanzaré luego —le dijo a sus hombres para que le dejaran solo.
Ella le miró a los ojos y él apartó la mirada para centrarse en Vestie. Pero Beatriss había visto el oscuro deseo que reconocía de sus años juntos.
—¿Está cerca el carro? —preguntó en voz baja, cogiendo a Vestie de la mano.
—En la herrería —respondió Beatriss.
—Os acompañaré hasta allí.
A Beatriss no le quedaban fuerzas para oponerse.
—¡Llévame a cuestas! —le pidió Vestie y él se agachó para que ella pudiera subir.
Mientras caminaban el uno junto al otro, Beatriss sintió la aspereza de su brazo en su piel.
—No pareces tú misma —dijo él y ella oyó arrepentimiento en su voz.
—Ya no estoy muy segura de quién soy —respondió tristemente.
¿Quién era Beatriss de las Llanuras sin su aldea? ¿Sin su pena? ¿Sin Trevanion del río?
Cuando llegaron a la calesa, la levantó para sentarla en el carro y notó sus labios en el cuello, oyó su respiración entrecortada. Habría dado lo que fuera por estar así un rato más. Cuando estuvo situada, él abrazó a Vestie y la colocó al lado de Beatriss.
—La reina dice que Vestie se quede a ayudarla con Jasmina. Le da mucho trabajo.
—Está en la edad —dijo ella en voz baja—. Dile a la reina que hablaremos de eso pronto.
Se marchó, consciente todo el rato de que él se quedó esperando. Vestie se despidió hasta que se le cansó el brazo, pero permaneció callada la mayoría del viaje.
—¿Te pasa algo? —preguntó Beatriss, con la vista en la aldea de Sayles, donde un grupo de arado preparaba uno de los campos para la siembra.
Hasta el horrible olor del estiércol en el aire era un avance. Un campo con abundante abono produciría una buena cosecha y Beatriss no podía evitar comparar la desolación de su aldea con esa.
—¿Mamá?
—Sí, amor mío.
—¿Qué es una abon… abobinación?
—¿Una qué? —dijo Beatriss, mirando a su hija.
A veces Beatriss pensaba en que nunca vería algo tan mágico como la cara de su hija. Le hacía acordarse de los pobres charynitas malditos. ¡Qué extraño era sentir lástima por el que había sido el enemigo durante tanto tiempo!
—Abobinación.
—Querrás decir abominación. ¿Por qué?
—Kie, el hijo de Makli de las Llanuras, me llamó así el otro día. Dijo… dijo que no tengo padre y que soy una abob… abominación.
El aire pareció salir del cuerpo de Beatriss y se tranquilizó, esforzándose por no reaccionar.
—Es algo malo, ¿verdad?
Beatriss forzó una sonrisa.
—Tan solo decía tonterías, amor mío.
Pero Beatriss no podía olvidarse del tema y aquella tarde, cuando Vestie estaba aprendiendo a escribir con Tarah, se fue a caballo a casa de Makli, cuya granja estaba en Fenton. Makli y su familia eran exiliados y Beatriss había tenido muy poco que ver con ellos desde que se reunificó el reino.
Llamó con firmeza a su puerta y esperó. Cuando contestó la esposa de Makli, Genova, la mujer parecía sorprendida.
—Lady Beatriss —dijo, cortésmente.
—Quería hablar contigo y tu marido —dijo Beatriz firmemente, intentando que no le temblara la voz.
¿Cuántas veces le había oído a Tesadora burlarse de ella al principio de ser amigas? «Cómo puedes enfrentarte al mundo con ese temblor en la voz, Beatriss de las Llanuras». Makli salió a la puerta y se quedó junto a su mujer.
—¿Hay algún problema, Lady Beatriss?
—En realidad, sí. Vuestro hijo habló hoy con mi hija y la llamó abominación. Supongo que un niño tan pequeño no conocería esa palabra sin antes habérsela oído a un adulto. Un niño de su edad no conocería la ausencia de un padre en la vida de mi hija si no hubiera oído hablar de ello en su casa.
—No estoy segura de que me guste de lo que nos estáis acusando, Lady Beatriss —dijo la mujer con frialdad.
—Y yo no estoy segura de que me guste oír a mi hija preguntarme qué significa esa palabra —replicó Beatriss con voz temblorosa—. Y os pediría que dejarais de hablar de mis asuntos delante de vuestro hijo o informaré de esta calumnia.
Se marchó. «¿Informaré de esta calumnia?». ¿Se podía hacer tal cosa? ¿Iría a ver a Trevanion e Isaboe y les diría: «Makli de la Llanura ha mancillado mi nombre delante de su familia y quiero que lo destierren del reino»?
—No me gusta vuestra amenaza, Lady Beatriss —dijo Makli.
—Déjalo, Makli —dijo su mujer—. Vamos dentro.
—No volváis aquí a amenazarnos. ¡Alguien como vos! —exclamó Makli.
Beatriss se detuvo de golpe y se dio la vuelta, volviendo a la puerta de la casa.
—¿Alguien como yo? —preguntó.
Makli le señaló a la cara y su esposa tiró de él.
—Vamos, si es la hija de un charynita —dijo entre dientes—, es una abominación, y si es la hija de un lumaterano, entonces tú eres una mentirosa. Los que os quedasteis atrapados dentro siempre crees que lo pasasteis peor, pero ¿qué debemos pensar?
—¡Cómo te atreves! —gritó.
—Me atrevo porque la buena gente como Lord Selric y su familia perdieron su vida en el exilio —gritó— y nadie celebró su valentía ni piensa en ocuparse de los que sobrevivieron en Fenton.
—Ya basta, Makli —dijo su esposa.
—Sin embargo, siempre se habla de lo valientes que fueron los de aquí dentro. La valiente Lady Beatriss. Bueno, tal vez Lady Beatriss no era tan virtuosa como dicen. A lo mejor se abría de piernas para cualquier charynita o lumaterano que la llenaba de alabanzas.
Beatriss le abofeteó la cara con un grito y le dolió la mano. La esposa de Makli cerró un momento los ojos, con una expresión de arrepentimiento en la cara.
—¿Cómo queréis competir sobre quién sufrió más? —dijo Beatriss con tristeza—. ¡Si codicias el precio, tómalo! Cógelo, pero no arrastres a mi hija a tu amargura.
Aquella noche Beatriss se sentó en la entrada de la larga casa con Tarah y Samuel.
—Puede que una vez más —le dijo en voz baja a Samuel—. Lo intentaremos una vez más y tal vez seamos nosotros tres. Si no funciona, tendré que dejaros marchar.
—Iremos donde vos vayáis, Lady Beatriss —dijo Samuel—. Hay mucho trabajo en la ciudad, así que, si vais allí, os acompañaremos. Pero si decís que lo intentemos una vez más, entonces trabajaremos estos campos una vez más. Y si decís diez veces, pues trabajaremos la tierra diez veces más.
Beatriss apartó la mirada para reprimir las lágrimas. Les cogió las manos.
—Estoy olvidando cuál es la verdad, amigos —dijo.
—Estuvimos aquí, Lady Beatriss. Lo vimos todo, así que cuando olvidéis cuál es la verdad, venid a nosotros que os lo recordaremos.
Los días siguientes, Beatriss vio tristeza en el rostro de su hija cuando más vecinos abandonaron la aldea.
—Estaba pensando en un regalo especial, amor mío —le dijo a Vestie una mañana—. Podrías ir a palacio y quedarte con Isaboe y Jasmina.
—¿Y Trevanion?
—Por supuesto.
Y el día que Vestie se marchó, la oscuridad en el interior de Beatriss se hizo tan intensa que no tuvo fuerzas para levantarse a la mañana siguiente. Ni la mañana después de aquella.