Capítulo 16

FROI se agachó al lado de la cama y esperó. Quería ser lo primero que viera Gargarin cuando se despertara. Quería ver el miedo. Trevanion le había enseñado a observar las señales que mostraban la diferencia entre un hombre dormido y despierto. Vio que Gargarin movía la cara y enseguida Froi agarró al hombre por el cuello.

—Te lo puedo partir al instante.

—¿Y por qué no lo hiciste cuando tuviste oportunidad? —preguntó Gargarin.

—Porque quería oír antes la verdad de tu boca.

El silencio se alargó sin un atisbo de emoción en el rostro del hombre. Gargarin de Abroi podía mantener un silencio incómodo mejor que nadie que Froi conociera. Incluso ganaba a Perri.

—Nunca te he tomado por un asesino —dijo Froi con amargura.

Gargarin suspiró, como si se hiciera realidad una verdad que había esperado mucho tiempo a ser revelada.

—Hay normas, incluso entre los hombres más viles —dijo Froi entre dientes—. He hecho cosas que me siguen avergonzando, pero si matara a un recién nacido, me abriría la cabeza contra una roca en vez de seguir viviendo con una mancha tan oscura.

Gargarin se negó a apartar la mirada.

—Hice lo que tenía que hacer y no me arrepiento. Y no tengo por qué darte explicaciones. No daré explicaciones a los que se niegan a escuchar la verdad pero siguen juzgándome. Y si tuviera que volver a hacerlo, no cambiaría ni una sola cosa de lo que ocurrió aquella noche. Ni el Oráculo esperaría que lo hiciera.

Froi le apartó de un empujón, intentando bloquear la voz en su cabeza que le decía que olvidara su compromiso y matara a aquel hombre.

—¿Sabes lo fácil que es quitarle la vida a una persona? —preguntó Froi—. ¿Sobre todo a alguien destrozado?

—Pues hazlo —le desafió Gargarin—. ¿O acaso eres un cobarde como el resto de charynitas?

—¡Olivier! —oyó la voz de Quintana fuera, en el balcón—. Olivier, ¿estás ahí?

Los ojos de Froi estaban clavados en Gargarin. En el fondo había creído en el chico llamado Gar, que había mantenido a salvo a su hermano todos aquellos años. Que había caminado tres días sin comida para darle al pobre Arjuro esperanzas. Era lo que le hacía a Froi querer matarle: el hecho de saber que Gargarin había vendido una parte suya por un deseo más oscuro. Pero la acción de Gargarin no tenía nada que ver con la seguridad de Lumatere y Froi sabía que no era parte de su misión llevarse la vida de aquel hombre. Sin embargo, quería causarle dolor y apretar unos dedos crueles sobre la herida que Lirah le había hecho con la daga. Su único placer era ver sufrir al hombre.

—¡Olivier!

—Ya te llegará la hora —le advirtió Froi.

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Quintana estaba en su balcón, Froi saltó por el enrejado y cayó a sus pies. Vio que tenía la cara sonrojada por el entusiasmo.

—Te he estado esperando toda la noche y el día —dijo.

Froi se estremeció, puesto que advirtió que aquellas palabras venían de Quintana la doncella de hielo. Al ver que se le calentaba el rostro, advirtió que el hecho de que aquella Quintana le esperara con entusiasmo había despertado en él partes que él creía aletargadas.

Le hizo señas con una sonrisa y él vio sus dientes.

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Se sentaron con las piernas cruzadas en la cama, el uno enfrente del otro, y ella comenzó a repartir las cartas con una velocidad y destreza que le sorprendieron.

—He estado practicando —dijo—. Recuerdo muy bien los detalles.

Él se inclinó hacia delante, ladeó la cabeza y se llevó una mano a la oreja.

—Dilo otra vez.

—Recuerdo muy bien los detalles —repitió.

—Es cierto, ¿no? —preguntó en tono de burla—. ¿Recuerdas? ¿No la Reginita, ni la princesa, ni la otra? Entonces, ¿qué nombre debo usar?

Por un momento, creyó que le estaba dando la espalda a la frialdad. La muchacha apartó la mirada, negándose a decir su nombre, y luego comenzó a barajar.

Estaba impresionado y sorprendido y, más que nada, intrigado. Le estaba empezando a gustar el modo en que entrecerraba los ojos, cómo torcía la boca y se concentraba mucho. A veces oía que decía: «Hmmm, sí, lo sé», y quería adentrarse en su cabeza para unirse a su locura.

Chascó los dedos dos veces, imitando a uno de los jugadores de cartas de aquel día en las viviendas de las cuevas.

—¿Dónde están tus monedas?

Froi reprimió una carcajada.

—No jugamos por dinero. Puede que sepas cómo barajar, pero no significa que sepas jugar.

Buscó en la bolsa donde guardaba sus baratijas en la mesilla de noche y sacó las monedas que le habían dado en la cueva. Las colocó delante de él y comenzó a estudiar sus cartas.

—Recuerda, el mismo palo tiene más fuerza —le explicó.

Ella le miró, enfadada.

—¿Por qué iba a olvidarme de eso?

—Porque solo has visto tres partidas.

—Ya te he dicho que tengo buena cabeza para los detalles. Puedo decirte los nombres de todas las personas de palacio y si apareciera un nuevo palacio y me presentaran a cien personas, recordaría también todos sus nombres.

—Maravilloso —masculló, y se tomó su tiempo para estudiar sus cartas—. Eso debería ser útil si alguna vez tienes que luchar por tu vida. Y también sabes cantar. Por cierto, tienes una voz muy bonita.

—También sé jugar con manzanas —dijo. Él alzó la vista, confundido.

Dejó las cartas y se le subió encima. El decoro no era su fuerte.

Cogió tres manzanas de una bandeja que había junto a la cama, se concentró y comenzó a tirarlas al aire con tal precisión que él se preguntó, como otras veces, qué guardaba Quintana de Charyn en su interior.

—No me ha impresionado mucho —dijo, fingiendo indiferencia.

—¿Acaso tú puedes hacerlo mejor?

La primera habilidad que se le enseñaba a un niño en las calles de Sarnak era el malabarismo. Podía hacerlo con los ojos cerrados. Le cogió las manzanas y lo hizo tal cual. Cuando los abrió, cogió la última manzana y le dio un mordisco. Ella alargó la mano y él la apartó hasta que se le sentó a horcajadas para cogérsela. Luchó por controlar su cuerpo y ella se inclinó sobre él, pero sus sexos estaban tan juntos y el escote de su camisón revelaba parte de sus redondos pechos, que le resultó imposible mantener el control.

De repente ella se apartó de un salto y le miró con furia.

—Bueno, no puedes subirte encima de mí y esperar que me quede quieto —dijo, intentando luchar contra el dolor de su excitación.

Le observó con atención. Luego volvió a sentarse, barajó las cartas y las repartió como si nada hubiera pasado entre ellos.

—Un buen juego es aquel que es rápido, Froi.

Echó hacia atrás la cabeza por la impresión.

—¿Cómo me has llamado?

—Ese fue el nombre que le diste al que repartía.

No pudo explicar cómo se sintió al oírla pronunciar su nombre.

Froi volvió a concentrarse en las cartas, enfadado. No quería sentir lo que fuera que sentía por ella. O por nadie de ese castillo. Pensó en Gargarin en la habitación de al lado y cómo las palabras de Lirah le habían revuelto el estómago. ¿Qué pasaba con Gargarin, la puta, el novicio y aquella extraña princesa por los que se preocupaba cuando le habían enseñado lo contrario?

—Arjuro dice que no está nunca en palacio —murmuró, dejando una carta y cogiendo otra.

—Bueno, ¿a quién vas a creer? ¿A mí o a un borracho? —preguntó.

—No se te considera la persona más cuerda de Charyn.

—Voy a ganar esta partida, así que te advierto que te rindas ya —dijo, con una mano en sus monedas.

Froi le dio cartas para que las retirara.

—Entiendo el concepto de tirarse un farol, Quintana.

Miró sus cartas, muy satisfecho por lo que veía. Ella suspiró y tiró unas monedas más.

—Me ofende mucho que me consideren una loca —dijo.

—Sois tres —le recordó. Sus ojos brillaron de ira.

—En primer lugar, no somos tres. ¿Y tú qué? Primero eres un luchador y luego un idiota que no tiene en cuenta la advertencia de que va a perder.

—Entonces, ¿admites que sois más de una? —preguntó.

—No estoy admitiendo nada y te aconsejo que me enseñes tus cartas ya.

—Enséñame antes tú las tuyas —ordenó.

Giró sus cartas y se las puso en la cara, lo que le obligó a echar la cabeza hacia atrás para verlas bien.

—Te lo advertí —dijo descaradamente, recogiendo las monedas y metiéndoselas en su bolsa. Froi estaba indignado.

—¿Habría ganado si hubiera jugado con la Reginita? —se enfurruñó.

—Es la que tiene mejor memoria —respondió Quintana y luego se recostó en su almohada. De nuevo parecía resignada a su destino en vez de preverlo. Froi quería la previsión. La ansiaba.

—¿Vas a plantar la semilla o debería soplar la vela y decir buenas noches? —preguntó, con un suspiro de cansancio.

—¿Te ofreces a mí voluntariamente?

Esperó, rezando a los dioses que su respuesta fuera afirmativa. Quintana sopló la vela y le dio las buenas noches.

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Le despertó más tarde. Con una mirada enajenada y el pelo tapándole los ojos. Froi se lo retiró con irritación.

—Sí, lo sé. Hay un hombre muriéndose en Turla.

—¿Por qué, en nombre de los dioses, Arjuro dice que no me conoce? —preguntó.

—De todas formas, lo entendiste todo al revés —masculló. Quería seguir durmiendo—. Nunca estuvo enamorado de Lirah porque tenía una aventura con De Lancey de Paladozza.

—¿Con De Lancey? —exclamó, horrorizada—. ¿Has visto a De Lancey? Es el hombre más guapo de la nación. Nunca tendría una aventura con Arjuro. Arjuro parece que no se haya bañado desde la infancia.

Froi se señaló a la cara.

—Tengo los ojos cerrados. Eso significa que intento dormir.

—Por algún motivo te está mintiendo —afirmó—. Estoy segura de que estaba enamorado de Lirah.

Froi suspiró y abrió los ojos. La princesa tenía los labios apretados en una mueca.

—¿Por qué has metido a Gargarin y Arjuro en tus asuntos cuando te enviaron para otro fin? —preguntó.

—Me enviaron aquí para fornicar contigo. Son tus palabras, no las mías. Como no es tu auténtico deseo, he centrado mi atención en las vidas de los hermanos de Abroi y Lirah. Ayuda a combatir el aburrimiento.

Le impresionó todo lo que ella sabía gracias a Gargarin sobre la muerte de la reina del Oráculo.

—¿Quieres a Lirah? —le preguntó en voz baja. Ella se quedó estudiando su cara.

—¿A pesar de que no es mi madre?

No le sorprendió que lo supiera, pero sí que lo admitiera ante él.

—¿Cómo te ha contado esas cosas? —preguntó Quintana.

—Ah, ya sabes.

Abrió la boca y salieron las palabras. Chasqueó la lengua, irritada.

—Tenemos un acuerdo con Lirah —dijo.

—¿Ya volvéis a ser más de una? —preguntó—. Esta cama a veces está demasiado llena de gente. —Se dio la vuelta—. Voy a dormir un rato. Envía a una de las otras a despertarme más tarde. Tú eres la que menos me gusta.

La princesa no respondió, pero él notó que estaba despierta y, aunque se esforzó por intentarlo, no pudo evitar darse la vuelta para mirarla. Notó su aliento cerca de él.

—¿Es porque no somos bonitas? —preguntó.

—¿Qué?

—No nos salvas… no plantas la semilla.

Froi gruñó para sus adentros.

—En los libros de los Antiguos —dijo ella—, las princesas son siempre hermosas y siempre las salvan y los hombres quieren tirárselas.

Al menos, si hubiera habido deseo en su voz, Froi lo habría visto como una invitación. Pero tan solo había curiosidad.

—Voy a decirlo una vez y solo una vez —dijo Froi—. ¿Me estás escuchando?

—Tan solo esta vez —respondió y él no pudo evitar sonreír.

—En el mundo fuera de este palacio —le explicó—, los hombres y las mujeres no van por ahí hablando de plantar semillas y de fornicar.

—¿Cómo se llama en el mundo exterior, entonces? —preguntó.

—No se habla de ello, tan solo se hace. Se siente. Personalmente no tengo nada en contra de la palabra —dijo, riéndose—, pero si la dices en voz alta, serías juzgada.

Se quedó pensando un momento y de repente asimiló una palabra que ella había pronunciado antes. «Salvada». Le pasó el pulgar por la cara, pero ella se estremeció y le apartó la mano.

En toda su charla sobre los últimos nacidos y plantar la semilla, ninguna de las Quintanas había mencionado nada de ser salvada. No pudo evitar pensar en el miedo que reflejó su rostro al salir de la cueva de la adivina. Luego llegaron las palabras de la mujer de la cueva. «La profecía dice que solo la Reginita puede romper la maldición. Solo ella. No las inocentes». ¿Por qué no iba a considerarse inocente?

Peor aún, no podía quitarse de la cabeza las palabras de Arjuro y Gargarin. Que no sobreviviría a la mayoría de edad.

—Duérmete —le dijo al cabo de un rato.

Pero Froi no podía dormir. Le acosaban demasiadas preguntas. ¿Por qué Arjuro se negaba a reconocer a Quintana?

A primera hora de la mañana oyó que Gargarin abandonaba la habitación contigua. Froi había pasado tiempo suficiente con el hombre para saber que, aparte de que le obligaran a asistir al desayuno y la cena todos los días, y de sentarse apoyado en la pared de la segunda torre para observar a Lirah de Serker en el tejado de la prisión, Gargarin no salía de su alcoba.

Froi se vistió rápidamente y salió con sigilo del cuarto de Quintana para seguir con cautela a Gargarin por las escaleras de la torre. El hombre en vez de salir al exterior, continuó bajando hasta el sótano. A una distancia prudencial, siguió a Gargarin por filas y filas de estantes para el vino hasta una cuenca inferior a la que solo podía accederse por un agujero que había en el suelo. Gargarin se esforzó por atravesar el angosto espacio. Sus manos, dependientes del bastón, palpaban en busca de la cavidad, y Froi oyó unos murmullos y unas maldiciones que le recordaron más a su hermano Arjuro.

El túnel vertical llevaba a una madriguera tan baja que Froi tuvo que permanecer agachado la mayor parte del camino. Oyó el golpeteo del bastón y a lo lejos vio una luz titilante que provenía de una lámpara de aceite que Gargarin debía de haber guardado allí. Más allá, el túnel se estrechaba, giraba y volvía a estrecharse. Al final, vio a Gargarin levantar una rejilla y apagar la lámpara. Luego no hubo más que oscuridad y el silencioso sonido de la respiración. Gargarin subió por las rocas a saber dónde y desapareció de la vista.

Froi esperó un rato mientras su corazón latía con fuerza. ¿Acaso Gargarin sin darse cuenta le había llevado hasta el rey? ¿Cuánto tiempo llevaba Gargarin reuniéndose con él a escondidas? ¿A quién ocultaban la verdad? ¿A Bestiano? Froi recordó lo que Arjuro, Lirah, e incluso Bestiano, habían admitido sobre la valiosa mascota del rey. Que había sido ambicioso. Froi sabía que si iba a encontrarse a los dos hombres juntos, los mataría. Primero al rey y después a Gargarin.

Al cabo de un rato, levantó la rejilla para seguir a Gargarin y apareció en un espacio con un pequeño altar que servía como lugar de oración. Los pies de Gargarin estaban a poca distancia de la cabeza de Froi y el hombre miraba a lo que solo podían ser los aposentos privados del rey. Desde donde estaba Froi, podía ver unos frescos que decoraban suntuosamente la pared, con los ojos de los dioses mirándole, juzgándole. Oyó el sonido de unas fuertes pisadas y unas voces.

—Los provincari y su gente han llegado, Su Majestad —dijo uno de los jinetes.

Más pasos. Froi sospechó que pertenecían a más soldados por el repiqueteo de las espadas al caminar. De repente percibió un movimiento ante él y vio que Gargarin se metía una mano en el bolsillo para sacar una daga. Un frío puño pareció agarrar el corazón de Froi. «Idiota». Gargarin no había ido hasta allí para reunirse con el rey. Estaba allí para matarle.

En silencio, Froi le tapó la boca a Gargarin.

—No saldrás vivo de aquí, Gargarin —susurró, preguntándose por qué le importaba. Gargarin intentó quitárselo de encima con movimientos furiosos.

Le llevó de nuevo a la rejilla y le obligó a bajar por el agujero. Froi le seguía de cerca. En el estrecho túnel vio cómo Gargarin apoyaba la cabeza en la piedra, cansado.

—Apóyate en mí —dijo Froi—. La daga de Lirah debe de haber provocado espasmos.

—En serio, estás tocado por los dioses, ¿no?

Froi ignoró su mal humor.

—No estoy seguro de si te has dado cuenta de que te he salvado la vida, imbécil.

—¡No estoy seguro de si te has dado cuenta de que no te lo he pedido, idiota!

Gargarin seguía agarrando con fuerza el puñal.

—¿Y cómo has conseguido eso? —preguntó Froi.

—No he venido aquí a responder tus preguntas.

—Entonces, ¿por qué estás aquí, Gargarin?

Gargarin se apartó con dificultad, sus movimientos aún eran más torpes cuando estaba furioso. Froi le agarró del basto tejido de su camisa, pero Gargarin volvió a apartarse.

—¿Es ahora cuando rompes tu promesa y me matas lentamente? —preguntó.

—Hoy no —respondió Froi—. Me siento demasiado preguntón.

—¿Qué quieres saber?

—Algo sobre ti, tu hermano y la puta —le provocó.

Gargarin se detuvo y Froi se acercó a él. En aquel estrecho espacio, no había sitio para que se diera la vuelta, pero Froi advirtió la furia en las manos apoyadas en la pared, el modo en que sujetaba el bastón y el puñal.

—Vigila lo que sale de tu boca —le advirtió Gargarin fríamente—. Lirah de Serker tenía trece años cuando la vendieron a esta roca abandonada por los dioses. No se merece el desprecio de nadie.

Froi golpeó contra la pared la mano que sujetaba el puñal. Gargarin sacudió los dedos y lo soltó.

—No eres más que un hombre patético que apenas puede sujetar un arma, por no mencionar a Lirah de Serker —dijo Froi, recogiendo el puñal.

—¿Un hombre patético? —preguntó Gargarin—. ¿Así es como llamáis en el sitio de donde procedes a los que no caminan bien?

De repente Gargarin se dio la vuelta, golpeó a Froi contra la pared y le colocó el bastón bajo la barbilla, en un espacio tan estrecho que apenas podían respirar.

—¿Ves? Ahora hablamos el mismo idioma, Gargarin —dijo Froi y el entusiasmo hizo que le bombeara con fuerza la sangre. Lucharon un momento hasta que Froi tuvo ventaja, al presionar con el brazo la tráquea del hombre—. Si respondes a mis preguntas, te prometo que no te partiré el cuello —dijo Froi.

Gargarin se quedó callado.

—Estoy esperando una respuesta.

—Pues no vas a recibirla. ¿Cómo te llamas? —quiso saber Gargarin.

—No importa cuál es mi nombre —contestó Froi, irritado—. Yo soy el que hace las preguntas.

—Tienes que saber algo de mí —dijo Gargarin con un tono tranquilo—. A pesar del lamentable estado de este cuerpo, dejaron de asustarme los matones en mi juventud. Solo me asustan los que son más inteligentes y, por suerte en este palacio, no hay muchos, así que he conseguido algo de paz en esta desgraciada vida mía.

—¿Me considerarías inteligente por preguntarme cómo sabías dónde estaban los aposentos del rey? —preguntó Froi.

—Porque yo antes vivía en palacio, idiota.

—Viviste aquí hace dieciocho años, cuando esta cámara estaba en la torre del homenaje. Hace diez años la trasladaron a la cuarta torre. Allí encadenaron a tu hermano a su escritorio. No es el tipo de información que están dispuestos a darte por aquí.

La expresión de Gargarin reflejaba amargura.

—Pero tal vez a tu hermano no le encadenaron al escritorio del rey. Al principio, pensé que era el hombre más malhumorado y mezquino de toda la nación de Skuldenore. ¿Por qué no iba a saludar a Quintana, sobre todo cuando hacía años había llorado mientras la abrazaba a ella y a Lirah, como si estuviera enamorado de Lirah? Pero, aunque el rostro de Lirah hace suspirar a cualquiera, Arjuro prefiere la compañía de hombres en su cama, aunque hoy en día no creo que nadie disfrute de la presencia de Arjuro en su cama. Luego, cuando le pregunté a Arjuro que me describiera los aposentos del rey donde había pasado un año entero encadenado a su escritorio, aseguró no haber estado allí nunca. Y supuse que la Reginita estaba mintiendo. Tal vez estaba mintiendo. En el fondo, sabía que se había inventado un par de historias.

—Has tenido mucho tiempo para reflexionar. ¿Es lo que hacéis de dondequiera que vengas? —preguntó Gargarin.

—¿Estoy en lo cierto?

Los ojos de Gargarin parpadearon ante una especie de triunfo.

—¿Qué dirías si te dijera que te he descubierto? —preguntó.

—¡Por supuesto! —exclamó Froi—. No me vendría mal algo de entretenimiento.

—Eres un asesino creado por la basura de este reino. Tienes ojos de serker y la cara de un cerdo de Abroi. Debería haberlo sabido. Me crié entre ellos. Seguramente estemos emparentados, la mayoría de Abroi lo está, y la razón por la que no me parezco a la mayoría de los endogámicos es porque mi hermano y yo nos parecemos a mi madre, que pertenecía a una tribu nómada de osterianos cerdos ignorantes, que por suerte fueron bendecidos con rasgos refinados, pero poco más. Te enseñaron a hablar el charynita clásico, probablemente un sacerdote o un erudito, y has pasado algún tiempo en Lumatere, Sarnak o Sendecane porque cuando maldices, nombras a Sagrami, y solo en esos reinos adoran a la diosa. El hecho de que pronuncies la z como una s, me dice que has vivido entre los sarnak, y terminas las frases en agudo, lo que significa que has pasado un tiempo con los lumateranos del río. —Gargarin esperó—. ¿Me he equivocado en algo, sea cual sea tu nombre?

—No te lo he dicho —dijo Froi, impresionado—. ¿Quieres añadir algo más, escoria mentirosa?

—Yo no miento. Solo mato mujeres y bebés, ¿recuerdas?

Froi le empujó más hacia la roca.

—¿Cómo puedes bromear sobre tal cosa? —exclamó.

Advirtió que Gargarin le examinaba el rostro.

—¿Cómo te llamas?

—Olivier de Sebastabol.

—Dime, Olivier de Sebastabol. ¿Mataron al otro Olivier para que cumplieras lo que has venido a hacer?

Froi no había vuelto a pensar en el otro muchacho desde que había entrado en la Citavita.

—Si supiera de lo que estás hablando, respondería que no. ¿Por qué iba a matar a un chico inocente, aunque sea un idiota?

Gargarin se sintió aliviado.

—Dime, Gargarin de Abroi, ¿tiraste a la reina del Oráculo y al bebé por el balcón?

—Sí y no —respondió—. No. Te cambio mi verdad por la tuya.

Froi negó con la cabeza.

—¿Quién te ha enviado? —quiso saber Gargarin.

—¿Por qué iba a contártelo?

—Porque creo que queremos lo mismo.

Froi recordó la advertencia de Trevanion sobre no confiar en los que deseaban matar al rey.

—Tú y yo no somos iguales, Gargarin. Nunca le quitaría la vida a un bebé.

—¿Eso te contó Lirah? ¿Arjuro también? —Froi le soltó y Gargarin se liberó, apartándose, como si quisiera poner toda la distancia posible entre ambos—. Al menos Arjuro vio acontecimientos que engañaron a sus ojos. Lirah tomó su decisión basándose en rumores —dijo con amargura.

Froi quería infligirle el máximo dolor posible. Gargarin representaba todos los hombres en los que había confiado que le habían dado la espalda o le habían traicionado en las calles de Sarnak.

—Para mí no es distinto porque un niño murió esa noche —dijo Froi, acercándose a Gargarin—. Pero para ella sí era importante.

Colocó la boca cerca de la oreja de Gargarin para que oyera el resto de sus días las palabras que iba a decirle.

—Mataste al hijo de Lirah, Gargarin. Cambiaron a los niños.

Gargarin se quedó helado, negó con la cabeza como si quisiera deshacerse de un pensamiento que parecía incomprensible. Se las apañó para darse la vuelta y mirar a Froi. Esta vez fue Froi el que quiso apartar la vista porque aquella mirada tenía una fuerza incalculable. Froi no vio pena en los ojos del hombre, pero sí había algo. Confusión, tal vez. ¿Era esperanza? Gargarin tragó saliva.

—Vengas de donde vengas, abandona este lugar y no vuelvas jamás —dijo con voz quebrada—. Por favor.

Una súplica era lo último que Froi esperaba oír.

Permanecieron callados mientras salían al patio. Algo que Froi no podía expresar con palabras había tenido lugar en las entrañas del castillo que les había dejado a ambos conmocionados.

A su alrededor, el patio era un hervidero de actividad. Los criados barrían el suelo con energía y los cocineros de palacio portaban un cerdo asado en un pincho hacia el puente levadizo más pequeño, que llevaba al patio interior. De repente se toparon cara a cara con Bestiano.

Gargarin pasó junto al hombre sin mediar palabra, pero la mano de Bestiano reptó para coger el brazo de Gargarin.

—El rey por fin ha aceptado verte —dijo el Primer Consejero del rey—. Creyó que era mejor hacerlo cuando los provincari estuvieran aquí.

Gargarin miró en dirección a Froi. Sabía que tenía la vista clavada en su bolsillo, donde Froi había guardado el puñal. El muy tonto quería recuperarlo.

—¿Y yo qué? —preguntó Froi—. ¿Los últimos nacidos no ven al rey?

—Tú —dijo Bestiano, forzando un tono agradable— viajarás de vuelta a casa mañana con el provincaro de Paladozza. Le he pedido ese favor al no estar presente el provincaro de Sebastabol.

Froi sabía que a primera hora de la mañana tendría que volver al túnel y hacer lo que le habían enviado hacer.

Un desfile de jinetes entró al patio por el rastrillo. Eran los provincari, sospechó Froi, que habían venido al día de llanto. Froi se dio la vuelta para marcharse, pero vio a Quintana junto a la torre de entrada, asomándose entre los jinetes, para ver la Citavita abajo. Sabía sin preguntarle que le estaba buscando, al creer que había saltado a la casa de los dioses para ver a Arjuro.

Se dio la vuelta al ver a Froi por encima del hombro de Bestiano.

—Sal de ese saco mugriento, estúpida —rechinó Bestiano.

Quintana le había cogido el gusto a salir del castillo con el vestido suelto de calicó que Froi había robado para ella en las cuevas. La hacía parecer incluso más normal. Hasta más humana que aquella princesa peculiar vestida con aquel espantoso traje rosa.

Cuando Froi oyó que Bestiano se retiraba a donde los provincari estaban desmontando, se acercó a ella.

—Te vas mañana —dijo la princesa en voz baja—, sin haber plantado la semilla.

Froi intentó ocultar su frustración. En el fondo, quería que estuviera cuerda, pero cada vez que mencionaba la plantación de la semilla, sabía que era más que una chica medio loca.

—Si cumples la profecía —dijo—, dejaremos que nos beses.

—¿El premio es un beso? —preguntó con tristeza—. ¿Es más que darme el resto de ti? Debería ser al contrario, princesa. En el mundo real se llama cortejar. Dejas que un muchacho te bese y luego le ofreces más.

—Deja que te diga algo, Olivier, este es mi mundo real.

Vio lágrimas de pena en sus ojos.

Gargarin se acercó después de saludar a los provincari. Iba a entrar a su torre, pero se detuvo cuando vio la expresión de Quintana.

—¿Te ha dicho algo Olivier que te haya afligido? —preguntó con dulzura, al ver que tenía lágrimas en los ojos.

—Tiene una lengua malvada, Sir Gargarin.

—Entonces no está en nuestro poder eliminar la pena —dijo Gargarin—. El provincaro de Paladozza quiere hablar contigo —le dijo a Froi.

Froi miró hacia el rastrillo, que estaba aún levantado, y el puente levadizo bajado.

—Tengo que reunirme con alguien —masculló y se alejó de ambos.

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Llamó a la puerta de la casa de los dioses durante lo que pareció una eternidad. Siempre iba con cautela en aquella parte de la roca, lejos del bullicio de la Citavita.

Se quedó observando por la mirilla en cuanto oyó que Arjuro la abría. Al cabo de unos instantes, el novicio abrió la puerta y se apartó. Froi contempló cómo miraba hacia el palacio.

—Supongo que los provincari han llegado.

Froi no respondió. Arjuro cerró la pesada puerta, empujándola con todo su peso antes de colocar un trozo de madera que cruzaba toda la entrada. Se quedaron en silencio a oscuras.

—¿Os habéis intercambiado? —preguntó Froi. Arjuro le miró a los ojos. No fingió no saber qué estaba diciendo Froi.

—De algún modo.

—¿De qué modo? —quiso saber Froi.

—Cuando le di una paliza tremenda y salí de prisión como Gargarin de Abroi y el verdadero Gargarin se quedó encerrado ocho años como el novicio Arjuro.

—Ah —dijo Froi en voz baja—, de ese modo.

Arjuro tenía una botella en la mano. Le dio un buen trago. Tenía peor aspecto que nunca. Froi se sentó en la fría y dura piedra de las escaleras.

—Lirah me contó la verdad. Sobre lo que hizo Gargarin todos esos años.

Arjuro no respondió.

—¿Hay alguna posibilidad…?

—No —dijo Arjuro, como si supiera lo que Froi le estaba preguntando—. Le vi hacerlo. Ya has visto la distancia que hay entre la casa de los dioses y ese balcón vuestro. Me encadenaron a la barandilla de fuera y me obligaron a verlo. Primero arrojó a mi querida Oráculo y luego a su hijo.

A Froi se le cayó el alma a los pies.

—Era el hijo de Lirah —le dijo a Arjuro en voz baja. Con respeto—. Cambiaron a los bebés.

Ni la cerveza de todo un día podría haber insensibilizado a Arjuro ante esas palabras.

—Dioses —masculló el novicio, golpeándose la cabeza contra la pared—. Dioses, dioses, dioses.

Froi le agarró y le quitó la botella de la mano. De repente, Arjuro tuvo una idea.

—Entonces la princesa…,

Froi asintió.

—… es la hija del Oráculo.

—Bueno, tiene sentido. No había nadie más loca que el Oráculo.

—¿Fue rápido? —preguntó Froi—. Me refiero a cómo murieron.

—Comprobé que mi querida Oráculo ya estaba muerta. La lucha había tenido lugar en sus aposentos. Lo mismo respecto al bebé.

Arjuro le cogió la botella a Froi, le apartó de un empujón y subió las escaleras con dificultad. A Froi a veces se le olvidaba que los hermanos no eran mayores que Trevanion, Perri o Lord August. Pero caminaban como ancianos, como si el peso del mal cayera sobre sus hombros.

Arjuro se paró en el descansillo que llevaba a una celda después de una pequeña celda. Froi le siguió hasta una de las habitaciones, observó cómo el novicio se tiraba encima de un camastro y la botella daba contra el suelo, rompiéndose en pedazos.

—Me hicieron mirar —repitió Arjuro una y otra vez—. Me hicieron mirar mientras mi hermano mataba la inocencia y la bondad aquel día.

—¿Y tú, Arjuro? ¿Qué fue de tu inocencia y tu culpa? ¿Quién traicionó esta casa de los dioses y se la ofreció a los serker?

—Yo no traicioné a nadie ni tampoco atacaron los serker —dijo Arjuro.

Froi se sentó en uno de los camastros, esperando. Si era necesario, esperaría todo el día.

—Me había peleado con el Oráculo. Siempre estaba peleándome con el Oráculo. Es lo que le gustaba de mí. Era su favorito, ¿sabes?

Froi quitó de en medio los cristales rotos y se acercó.

—Fui a ver a De Lancey. Había venido de visita desde Paladozza, una cosa llevó a otra y pasamos la noche juntos. Al llegar aquí, me encontré con el horror. Estaban todos muertos, menos ella. Los hombres y las mujeres que yo adoraba. La mayoría menores de veinticinco años. El Oráculo no podía hablar ni escribir porque le habían cortado la lengua y los dedos. Sabía que no podíamos quedarnos allí, así que la llevé hasta el puente y bajamos al bagranco, a la cueva que compartía con Gargarin. Le dejé un mensaje a De Lancey en su posada. Al día siguiente vino a vernos. Me dijo que estaba loco por sospechar del palacio. En aquellos días el rey no hacía nada malo a sus ojos. De Lancey creía que, al alejar al Oráculo de la protección de palacio, estaba arriesgando su vida. Tenía que dejarla en la cueva y él dijo que enviaría un mensajero al rey para avisarle de dónde podía encontrarla. Fingiría que los serker la habían dejado allí al volver a casa para que no me acusaran.

»Pero De Lancey era demasiado cobarde para hacerlo él mismo y envió a un herrero de la Citavita. Cuando se encontró el cadáver sin cabeza del herrero en la plaza de la ciudad, De Lancey se dio cuenta de la verdad y se marchó a su casa, a Paladozza. Creo que desde entonces ha estado conspirando contra el palacio.

—¿Por qué no la dejaste ahí?

—¿Dejarla? —preguntó Arjuro con lágrimas en los ojos—. Era mi querida Oráculo. Ya la había dejado una vez, pero nunca más. Si se nos iban a llevar, se nos llevarían juntos. Pero el rey tenía un plan distinto y me encerró en la casa de los dioses mientras que a ella se la quedó en el palacio. Lo único que me consolaba era que me permitían ver a mi hermano.

Arjuro se estremeció.

—Nueve meses más tarde, no quise volverle a ver. Vino a visitarme justo después del asesinato en el balcón. Quería explicarme lo que había presenciado. Le supliqué que me quitara los grilletes porque me estaban cortando las muñecas. Lo hizo y aproveché la oportunidad.

—Y no miraste atrás.

—Siempre se mira atrás —respondió Arjuro amargamente—. Siempre. Y si no lo haces, los dioses te mirarán a ti. Pero, desde aquel día, lo que supo Charyn fue que Arjuro de Abroi fue prisionero del rey durante ocho años.

—Entonces, ¿fue Gargarin el que gritó a Lirah cuando intentó suicidarse y matar a Quintana?

Arjuro asintió.

—Mi hermano no ama con facilidad. Me quería a mí y sentía un gran afecto por De Lancey de Paladozza y su padre, que era el provincaro en aquel momento. Las mujeres acudían a él. Mujeres preciosas. Al principio, creí que era como yo, que prefería la compañía de hombres en su cama. Los hombres le perseguían con la misma pasión que las mujeres. Pero nada. Era como si estuviera en su propio mundo de pensamientos, inventos y libros.

—¿Por qué Lirah?

—¡Quién sabe por qué fue Lirah! Cuando era seguro ir y venir de la casa de los dioses al palacio, todos salíamos a unos viñedos que había al otro lado del puente o bajábamos a la base del bagranco. De Lancey y yo estábamos discutiendo sobre por qué la había elegido a ella. Estábamos celosos, por supuesto.

—¿Estabais celosos porque Gargarin tenía a Lirah? —le preguntó Froi sin dar crédito.

—No. Estábamos celosos porque Lirah tenía a Gargarin. La fría Lirah, que era amarga con todos los hombres, amaba a mi hermano con todo su corazón. Todavía la odiaba más porque sabía que aquella unión no era simple deseo carnal. Ella odiaba que le tocaran los hombres. Apenas toleraba que la tocara nadie. No soportaba la idea de que mi hermano quisiera a alguien tanto como a mí.

Froi no lo comprendió y sabía que nunca lo comprendería.

—Esperaron ocho años para soltarle. Los provincari advirtieron al rey que mientras el último novicio de la casa de los dioses siguiera cautivo, la maldición prevalecería y el reino continuaría estéril. Así que hace diez años soltó al que creía que era Arjuro de Abroi y entonces el rey temió a los dioses más que nunca.

Antes de que Froi comenzara a preguntarse por qué, Arjuro pronunció la palabra:

—Lumatere.

Froi se estremeció al oírla. Se imaginó que el rey estaba aterrorizado porque había enviado al rey impostor y a sus soldados a Lumatere y allí quedaron atrapados durante tres años por su maldición.

—¿Qué cree que le ocurrió a Gargarin todos aquellos años?

—Que abandonó al rey la noche de los últimos nacidos por miedo y la vergüenza de la traición de su hermano a palacio. Durante años, se consideró a Gargarin un traidor, ¿sabes? Y pusieron precio a su cabeza. Y ahora ha vuelto con el plan de salvar al reino para recordarle al rey lo brillante que es.

—No exactamente —dijo Froi—. Creo que tu hermano planea matar al rey.

Arjuro negó con la cabeza.

—¡Qué locura! —farfulló.

—¿Dónde te escondiste todos esos años? —preguntó Froi. Arjuro se dio la vuelta en su camastro.

—Has hecho demasiadas preguntas para ser un chico al que no le importa nada.