PHAEDRA observó a su marido montés con detenimiento. Llevaba un rato sentada en su lado del arroyo. Era desconcertante no estar rodeada de su pueblo, sobre todo cuando estaba presente la bruja blanca.
—Bueno, responde a la pregunta —dijo la bruja blanca—, ¿la gente no viene a verme por sus dolencias, porque piensan que les desterrarán del valle si les encuentro algo malo?
—Te tienen miedo —espetó Phaedra—. Las maldiciones asustan a mi pueblo, así como los charynitas de sangre mezclada.
—Bueno, me alegro de no habérselo tenido que sacar a palos —le dijo Tesadora a Lucian entre dientes.
Phaedra nunca había conocido a una mujer tan aterradora. Se había dado cuenta de que hasta los muchachos monteses la temían y solo se aventuraban a acercarse cuando sabían que la bruja blanca estaba lejos, río abajo.
—Necesitamos saber si los rebeldes de Rafuel han oído noticias de su mensajero —dijo su marido montés.
No parecía preocupado por las enfermedades de su pueblo y perdía la paciencia con las preguntas de la bruja blanca.
—Os pido perdón, mi señor —dijo Phaedra, mientras estudiaba los dibujos que la tierra había hecho en el suelo del interior de la tienda.
—Te lo he dicho antes, no soy nada tuyo —señaló el montés con frialdad.
Ella asintió.
—Os pido perdón, Luci-en. —Hizo una mueca porque sabía que lo había pronunciado mal, pero no sabía cómo decirlo bien. Los lumateranos hacían cosas raras con algunas palabras y Lucian era una de esas palabras—. Pero si supiera algo, no estoy segura de por qué pensáis que os lo diría.
Vio que Tesadora y las otras tres chicas intercambiaban miradas de sorpresa.
—Lo que intento decir es que… no os soy leal a vosotros, sino a ellos. Por eso no me cuentan nada. Temen que vos y vuestra Guardia y la bruja blanca, y tal vez los jinetes del rey charynita si vienen al valle, intenten torturarme para sacarme la información.
—¿La bruja blanca? —preguntó una de las novicias—. ¿Así te llaman, Tesadora?
Tesadora le lanzó una mirada a Phaedra que entrecerró sus ojos incluso más.
—Me han llamado cosas peores.
—No torturamos —soltó Lucian—. Nos has confundido con charynitas.
La bruja blanca hizo un extraño sonido de incredulidad.
—Por supuesto que torturamos.
Lucian miró a la bruja blanca y luego a Phaedra con irritación.
—Nunca la torturaríamos a ella —rectificó—, eso es lo que intento explicar.
—La torturaría de un momento a otro. —La bruja blanca hablaba como si Phaedra no estuviera delante de ella—. Si supiera el destino de Froi y nos lo ocultara, iba a disfrutar mucho torturándola.
Phaedra no se atrevía a mirar a los ojos de aquella mujer. Cuando vivía en las montañas durante su matrimonio con el montés, había oído historias sobre lo que aquella bruja blanca le había hecho a un hombre que habían llevado a los claustros donde ella vivía con las novicias. El hombre sufría mucho, se quejaba de retortijones en el estómago, y la bruja le había cortado desde el pecho hasta el ombligo, y lo había dejado desangrarse mientras su familia miraba. Peor aún era la historia sobre que la madre de la bruja blanca era la que había maldecido Lumatere mientras se quemaba en la hoguera.
—Pero si supiera que vuestro pariente Froi está a salvo —dijo Phaedra—, os lo diría. Sin tortura.
Phaedra se atrevió a mirar al montés. Se imaginaba que antes, cuando vivía su padre, había sido un muchacho más amable y lleno de afecto. Pero no había visto esa parte de él y cuando insistió en que volviera con su padre el invierno anterior, se había sentido aliviada al estar lejos.
—Tengo que volver a subir a la montaña —dijo, poniéndose de pie, y ella oyó cansancio en su voz.
Una de las chicas chasqueó la lengua, consternada.
—No hay diferencia si llegas a la montaña esta noche o mañana temprano, Lucian. Quédate.
Él negó con la cabeza.
—Mi padre nunca pasó una noche lejos de su gente.
Montó en su caballo y se marchó, dejando a Phaedra en el lado enemigo del arroyo, con la bruja blanca mirándola en la oscuridad.
—No encontrarás vuestras viviendas al otro lado del arroyo —dijo—. Dormirás aquí esta noche.
Más tarde, cuando todos dormían, Phaedra se despertó por el sonido de un caballo. Había oído el mismo sonido desde su lado del arroyo las otras noches y se había preguntado quién bajaría de las montañas a aquellas horas. Oyó que arrastraban los pies en la entrada de la tienda, la abrieron y allí apareció el guardia lumaterano al que llamaban Perri el Salvaje. A la luz de la luna vio la horrible cicatriz de su coronilla y los ojos fríos y oscuros que buscaban allí dentro. Phaedra gimoteó. Había sido una tonta al no pensar que todo había sido un complot. Al fin y al cabo, habían enviado al más brutal de la Guardia para que se encargara de ella.
Observó cómo se movía a hurtadillas y cerró los ojos con fuerza para rezar a Ferja, la diosa del valor.
—¿Qué ha sido ese ruido? —oyó que susurraba el Salvaje.
—Probablemente la esposa que Lucian repudió —respondió, dormida, la bruja blanca—. Cree que vas a torturarla.
Perri resopló.
—¿Después de una semana sin descanso y un día de camino?
Phaedra oyó el roce de la ropa mientras se la quitaban.
—Eres tonto al venir sin descansar —dijo la bruja blanca en voz baja.
—Ya encontraré tiempo para descansar cuando vengas a casa —murmuró y Phaedra se ruborizó cuando oyó sonidos que poco tenían que ver con la tortura y más con el placer.
—Hemos creado un hogar, ¿verdad? —preguntó la bruja blanca.
—Te construiré uno.
Esta vez fue Tesadora la que suspiró.
—Duerme. Estás demasiado cansado para servirme de algo esta noche.
Él se rio y pronto se quedaron dormidos, mientras Phaedra se sentía reconfortada por que un hombre como aquel construyera un hogar a una mujer. Y una mujer como aquella dijera palabras con ternura.
La obligaron a pasar una segunda noche en el lado lumaterano del arroyo, traduciendo, para Tesadora y las novicias, sus crónicas sobre los charynitas que llegaban cada día al valle.
—Espero que no les estés prometiendo nada —soltó Tesadora desde su saco mientras las demás dormían.
—No importaría si lo hiciera —contestó Phaedra—. Los charynitas no confían en las promesas.
A la mañana siguiente se despertó al llegar un grupo de gente con más soldados de los que había visto jamás. Venían con mujeres y niños, y algunas de las chicas montesas que recordaba de los días que pasó en las montañas. Se sentía incómoda con sus miradas y habría hecho cualquier cosa por estar en su lado del arroyo. Las mujeres sentadas en la tienda de la bruja blanca iban vestidas para el aire frío de la montaña. Phaedra advirtió que eran mujeres acaudaladas. No tenía ni idea de cómo calcular la edad de un niño después de ver tan pocos en su vida, pero el más pequeño era un diminuto querubín con los ojos grises y el pelo cubierto por un gorro que le quedaba grande. La niña miraba con solemnidad desde el regazo de su madre. La otra niña pequeña era mayor y tan guapa que a Phaedra le dolió el corazón.
—¡Qué extraña manera de vivir! —exclamó una de las montesas más jóvenes, que entró a la tienda tras observar al pueblo de Phaedra al otro lado del río.
—No se diferencian mucho de los trogs en la Roca de Finnikin —dijo Tesadora.
Había mucho ruido entre las conversaciones, las risas y los cotilleos. Tesadora se rio con ganas ante lo que la joven con la niña de ojos grises tenía que decir. Aquellas personas se querían y, como siempre, Phaedra se sentía apartada y sola respecto a los demás, incluso entre los suyos.
Las conversaciones entre ellas cambiaban constantemente y al final terminaron hablando del campamento charynita.
—Son muy sucios —dijo una de las montesas—. De verdad, estuve un día ayudando a Tesadora y no podía soportar el mal olor cuando estaba junto al grupo de mujeres.
—Constance —le advirtió una chica de pelo claro.
Luego se hizo el silencio y los ojos de la montesa miraron a Phaedra. La cara se le puso como si estuviera en llamas. De repente había muchos ojos mirándola y algunos con lástima. Pero lo que más la avergonzaba eran las miradas de los niños.
—La mujer que Lucian repudió —oyó que una aclaraba entre susurros.
—Estuvo dos semanas enteras llorando cuando la llevó a la montaña —dijo otra.
Oyó unos «shhh» y «¡Basta!». Las miradas continuaron y hubo más silencio, tanto que incluso las lumateranas parecían incómodas.
—Se escaparon por las alcantarillas —dijo Phaedra en voz baja.
Phaedra notó que todos los ojos de la tienda estaban sobre ella. Aunque nunca había sido directa, tenía la horrible costumbre de hablar cuando estaba nerviosa.
—Ya es suficiente, Phaedra, cariño —habría dicho su padre. Seguían sin hablar.
—Estaban encarcelados en la provincia de Nebia —continuó con una voz pequeña e insignificante—. La mujer Jorja y su hija Florenza. El marido de Jorja, Harker, tenía información sobre unos cuantos serker que se dice que viven bajo tierra, y Harker lo estaba organizando todo para que los serker entraran de forma clandestina a la provincia de Alonso. Lo que no sabía era que su contacto era un espía de palacio.
«Ya es suficiente, Phaedra, cariño».
—Su esposa y su hija lo descubrieron justo después de ser arrestadas en casa de Harker. Escaparon por las alcantarillas de su ciudad. Phaedra miró a la chica que había hablado.
—Por eso casi no podías aguantar su mal olor, porque escaparon por la mierda de su gente para salvar la vida de Harker y doce serker.
Phaedra advirtió la mirada recelosa de la joven con la niña de ojos grises. «Ya es suficiente, Phaedra».
—Si creéis que somos demonios mugrientos, entonces no sé qué hacéis trayendo a vuestros bebés hasta donde habita el peligro —dijo Phaedra, mirando a la mujer y a sus hijas—. Si fueran nuestras, nunca nos arriesgaríamos a que les hicieran daño.
La joven madre se quedó mirando a Phaedra con furia. Se levantó y se colocó a su hija en la cadera.
—¡Ahora los charynitas me dicen cómo criar a mi hija! —espetó antes de salir.
La joven de los cabellos claros se levantó al instante para seguirla, pero otra la cogió de la mano.
—Deja que se marche, Celie.
—No pretendía ofender —dijo Phaedra, que bajó la cabeza, avergonzada. Una mujer hermosa con ojos amables negó con la cabeza.
—Está cansada. Déjala.
—Pero Lady Abian, alguien debería ir con ella —comentó una de las chicas montesas. Lady Abian sonrió con arrepentimiento.
—Los primeros días que pasé con Celie, la madre de Augie insistía en decirme lo que tenía que hacer. La pobre reina puede que no tenga una suegra, pero todo el mundo de Lumatere tiene algo que decirle sobre cómo criar a un niño.
Phaedra se volvió, horrorizada. Había insultado a la reina Isaboe de Lumatere.
—La tía abuela de Finnikin le dijo que ya no debería tener a Jasmina en su cama —dijo la que se llamaba Beatriss.
Phaedra había oído hablar de ella. Había estado prometida al capitán de la Guardia.
—Y que Jasmina es demasiado mayor para que le siga dando el pecho —añadió una chica montesa.
—Bueno, en eso estoy de acuerdo —opinó otra.
Las mujeres se pusieron a charlar y se olvidaron de Phaedra. Salió con sigilo de la tienda y miró entre los árboles hacia donde la reina estaba abrazada por su consorte. Phaedra le reconoció del día que le había visto en la celda de Rafuel. Estaban hablando con el capitán, que tenía a la princesita sentada sobre sus hombros. La pequeña princesa tiró de sus orejas de shalamon y fue extraño ver que el capitán se reía.
Phaedra observó cómo llegaba su esposo de la montaña. Desmontó y se acercó al pequeño grupo. Le tapó los ojos a la reina de Lumatere con su gorro y esta se rio. Phaedra vio una belleza que no había reconocido en la tienda. En secreto, siempre había sentido vergüenza de que la prima de su marido montés no hubiera encontrado a Phaedra lo bastante importante como para visitar la montaña. O invitarla a palacio.
—No querían hacerte daño —oyó que Tesadora le decía en el hombro.
Phaedra se apartó, enjugándose las lágrimas, sin darse cuenta de que estaba llorando. Estaba harta de sentir vergüenza. Estaba harta de sentirse desamparada.
—¿Has oído lo que he dicho? —preguntó Tesadora, agarrándola del brazo.
—Dicen que somos sucios —gritó Phaedra, soltándose—. Lucian dice que somos inútiles. Tu reina dice que somos unos asesinos. Oí a los muchachos monteses decir que deberían de rodearnos y quemarnos vivos. Somos estériles. Adoramos a demasiados dioses. Nuestro pan es soso. No comprendemos los parentescos. ¡Damos lástima! —Phaedra negó con la cabeza—. Si vuestra gente no quisiera ofendernos, no pronunciarían sus pensamientos en voz alta delante de sus hijos, Tesadora. Porque serán ellos los que vengan a matarnos un día, todo por las palabras descuidadas que les transmitieron sus mayores sin pretender hacer daño.
Tesadora se quedó mirándola un momento y luego apareció un atisbo de sonrisa en su rostro.
—Pasan cosas extrañas cuando estamos cara a cara con nuestro enemigo, ¿verdad, Phaedra de Alonso? —Tesadora se inclinó hacia delante y olió las ropas de Phaedra—. ¡Vaya, no sois tan sucios después de todo! —Sonrió burlonamente—. Y me acabas de llamar Tesadora, lo que debe de significar que he dejado de ser la bruja blanca.
Aquella noche, la reina regresó a la montaña con su consorte, pero los demás se quedaron. No habían despachado a Phaedra, así que se quedó una tercera noche en el lado lumaterano del arroyo. No le apetecía dormir entre las mujeres en la tienda de Tesadora y eligió dormir bajo las estrellas sobre una cama de hojas, sintiéndose más sola que en toda su vida.
A la mañana siguiente, se despertó por los sonidos del campamento en la otra orilla. Durante la noche alguien la había tapado con una manta y la dobló con cuidado para devolverla a la tienda. Los lumateranos ya estaban despiertos y los soldados de la Guardia, incluido el capitán, se apiñaban en el bosque.
Se acercó a las otras, que estaban en torno a una hoguera, donde las chicas de Tesadora les servían té, cuando de repente Tesadora se detuvo, con la vista clavada en dirección al arroyo. Se levantó y sus ojos se encontraron con los de Phaedra.
—Algo va mal —dijo.
Phaedra se quedó escuchando un momento. Había un silencio fuera de lo común. El mundo de los habitantes de las cuevas parecía haberse detenido.
—¡Trevanion! —le llamó Tesadora.
El capitán y su guardia estuvieron allí al instante. El silencio tan solo podía significar una cosa, que había llegado alguien inesperado. Tal vez eran los jinetes de la Citavita buscando a últimos nacidos.
Llegaron al arroyo y se detuvieron de golpe. En la otra orilla, los habitantes del campamento la miraban fijamente. No, a ella no. Tenían la vista clavada en la niña que los lumateranos llamaban Vestie, que estaba junto a Lady Beatriss de las Llanuras. En los ojos de sus compañeros charynitas, Phaedra vio asombro y desesperación.
Lady Beatriss cogió a su hija de la mano mientras el capitán se ponía a su lado. Habrían sido una pareja atractiva en su juventud y Phaedra había oído que Lumatere estaba triste porque aquellos dos aún no habían anunciado un día de compromiso.
Lady Beatriss se volvió hacia Phaedra y Tesadora, de manera inquisitiva.
—Vinimos a lavarnos la cara —dijo en voz baja—. Por favor, perdonadnos si les hemos insultado al usar el arroyo.
Phaedra negó con la cabeza, incapaz de hablar. Las chicas montesas llegaron y se quedaron mirando a los charynitas, desconcertadas.
—¿Tenemos barro en la cara? —preguntó una—. La manera que tienen de mirarnos es muy extraña.
Celie de las Llanuras se dirigió a Phaedra en busca de una respuesta.
—¿Phaedra?
Le dio un codazo con suavidad.
El rostro de Phaedra ardía por toda aquella expectación.
—Cuando Lucian me llevó por primera vez a la montaña el invierno pasado, lloré durante días y semanas —dijo— cada vez que veía a un niño. No había visto a uno antes y de repente comprendí con todo mi ser qué llevaba a nuestro pueblo a la locura. Puesto que la belleza de los niños me dejó sin aliento.
Las mujeres lumateranas parecían confundidas.
—¿No os lo han contado? ¿Vuestro capitán y sus hombres? —preguntó—. Es parte de nuestra maldición. No hemos alumbrado a ningún niño en Charyn en los últimos dieciocho años.
Lady Beatriss se quedó sin respiración y abrió los ojos de la impresión. Levantó la vista hacia el capitán, pero este le volvió la cara.
—Estáis pálida, Lady Beatriss —dijo Celie.
Lady Beatriss se llevó las manos a la cara.
—Ha sido un viaje agotador —respondió y Phaedra supo que estaba mintiendo. Hasta Tesadora apartó la mirada.
Al cabo de un rato, Lady Beatriss parecía haberse recuperado y extendió una mano hacia Tesadora.
—¿Nos acompañáis a cruzar el río? —preguntó—. Me gustaría conocerlos.
—Será mejor que vayas con la esposa de Lucian. Creen que voy a echarles una maldición.
Entonces la pequeña Vestie le ofreció la mano a Phaedra, que se la cogió y notó un cosquilleo por la piel al comprobar lo pequeña y suave que era.
—Son retraídos, así que por favor no os ofendáis por sus modales —explicó Phaedra—. Estoy intentando conseguir el modo de que hablen entre ellos, pero tienden a guardarlo para sus casas. Los huertos han funcionado para unirlos en cierta medida.
—Estoy segura de que sabrás cómo —dijo Lady Beatriss.
El viaje montaña abajo fue en silencio y a Beatriss le costaba tragar. Era como si tuviese algo agrio atascado en la garganta y no pudiera sacarlo. Trevanion cabalgaba a su lado y en más de una ocasión intentó hablar, pero no hallaba las palabras.
Cuando llegaron al camino que atravesaba Sennington, le dijo a su caballo que se detuviera.
—No tienes que entrar —le dijo—. Ya la llevo yo.
Vestie había insistido en ir con Trevanion y se había quedado dormida en sus brazos.
—La llevaré adentro —fue todo lo que dijo.
Avanzaron por el sendero a través de la aldea y pasaron por la casa de Jacklin y Marta. Beatriss vio todos sus bienes materiales sobre su mula y se le cayó el alma a los pies. Habían ido a visitarla tan solo hacía unos días, destrozados por tener que darle la noticia de que no podían quedarse en Sennington. Les habían ofrecido trabajo en la aldea de Lord Freychinet. Su marcha significaba que el pueblo de Beatriss se quedaba con quince personas. Hacía tres años eran cuarenta y nueve, decididos a dejar atrás el pasado y trabajar sin descanso en los cultivos. Pero en los campos no había habido cosecha durante tres años y era egoísta por parte de Beatriss mantener atado a su pueblo a una tierra muerta.
Cuando llegaron de nuevo a la casa grande, Trevanion la siguió hasta la habitación de Vestie y ella observó cómo dejaba a su hija sobre la cama antes de seguirla hasta la cocina.
—Pregúntame —le dijo en voz baja. Él no respondió.
—Es lo que has querido hacer desde que descubriste lo de los charynitas. Así que pregúntamelo.
Se levantó, empequeñeciendo todo a su alrededor, como siempre hacía en la mente de ella. Cuando era joven, su presencia la consumía entera. No soportaba estar con él en una habitación porque todos los demás dejaban de existir, salvo él. Incluso desaparecían partes de ella.
—Tengo que irme —dijo en voz baja, saliendo de la habitación de Vestie para bajar las escaleras.
—Pregúntamelo —gritó ella—. Pregúntame algo. Nunca me preguntas sobre el pasado y sin preguntas, no puedo hablar, Trevanion. Esas palabras no pronunciadas me ahogan por dentro.
La miró, negando con la cabeza, desesperado por no ser capaz de pronunciar las palabras él mismo.
—¿Qué quieres que te pregunte, Beatriss? —inquirió, angustiado.
—Quién es su padre. Tiene que ser la primera pregunta que se ha pasado por la mente. Si los charynitas no pueden tener hijos, ¿quién es el padre de Vestie?
Pero Trevanion no formuló la pregunta ni habló. Fuera lo que fuese lo que le sucedió en el exilio le había roto una parte en su interior que ella no podía arreglar.
Se dio la vuelta y se marchó, dejando a Beatriss sola en la cocina. Siempre había sido su parte preferida de la casa. Allí, durante aquellos largos diez años, había cocinado para toda la aldea. Eso los había mantenido unidos. Cuando las personas comían juntas, compartían más que la comida, sin importar su clase social. Se quedó mirando la enorme olla que había alimentado a tantos y, como sabía lo que tenía que hacer, con gran pesar en su corazón, Beatriss se sentó y comenzó a escribir una carta a Phaedra de Alonso.