FINNIKIN estaba agachado en la Roca de las Tres Maravillas, rodeado de niños de la aldea de su madre. Ellos le miraban con los ojos bien abiertos, llenos de admiración, y él sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Aquella roca siempre le recordaría a Balthazar: el adorado primo de Lucian, el querido amigo de Finnikin, el hermano y salvador de Isaboe, y una vez el heredero de Lumatere. Pero desde el nacimiento de su hija, la roca también hacía que se acordara de su madre.
Cuando vivía allí de niño, rara vez se imaginaba a Bartolina. Su madre había muerto al darle a luz y su espíritu no se le había presentado, a pesar de que la tía Celestina la sentía constantemente e incluso Trevanion farfullaba sobre los días en que había percibido su presencia. Pero, en los últimos años, Finnikin soñaba con su madre a menudo, sobre todo cuando se llevaba a Jasmina a su pueblo.
La tía Celestina lloraba siempre que abrazaba a Finnikin e Isaboe.
—Gracias, queridos. Gracias por devolvernos la imagen de mi querida hermana.
Los habitantes de la Roca llamaban a Jasmina la pequeña Bartolina. Por supuesto, a ella le encantaban las atenciones. Había notado que en sus últimos intentos de comenzar a hablar se había referido a sí misma como Jasmina de Bartolina. Cada vez que pronunciaba aquellas palabras, todos aplaudían la dulzura de su voz. Así que Jasmina de Bartolina lo repetía una y otra vez hasta que Isaboe le cubría la cara de besos.
—Ya basta, amor mío —se reía.
Cuando Finnikin regresaba a su pueblo de la Roca, los mayores le pedían que le contara a los niños una historia de las crónicas que había recogido en el Libro de Lumatere. A veces les contaba relatos sobre los reinos que había más allá. Si había sacado algo bueno del exilio y el confinamiento de su gente, era que existía más mundo fuera de las fronteras de Lumatere. Una vez, les habló a los niños de una enorme cascada en Sorel y, en otras ocasiones, les hablaba de las junglas de Yutlind Sur o de los bazares de Belegonia.
—Su Alteza, Su Alteza —le llamaron aquel día, moviendo los brazos para atraer su atención.
Señaló a una dulce niña pequeña.
—¿Es verdad que nuestra diosa de sangre y lágrimas llevó las Llanuras a la Roca?
Un chico a su lado emitió un sonido de burla y Finnikin supuso que era su hermano.
—Eres idiota, Clarashin —le gritó el niño.
—Papá dice que la diosa los trajo —le contestó al muchacho, cogiéndole del pelo y estirándole fuerte.
Finnikin se colocó entre ellos y los separó, poniendo a la niña a su lado. Ella le pasó un brazo por los hombros, mirando con descaro a su hermano. Finnikin se atrevió a mirar a Jasmina, que estaba sentada en el regazo de un primo joven, retorciéndose. Se había dado cuenta de que cada vez que un niño le abrazaba o le cogía de la mano, su hija entrecerraba los ojos. No le gustaba compartir, de eso se había percatado. En ciertas ocasiones, permitía, a regañadientes, que Vestie disfrutara del cariño de Trevanion, solo porque creía que Vestie le pertenecía a ella también. Finnikin, en su opinión, pertenecía a Isaboe y Jasmina. Pero Isaboe era solo de ella. Si había algo que él y su hija compartían, era el deseo de ser la única persona en la vida de Isaboe. Se volvió a poner en pie y se acercó al grupo de niños, le ofreció sus brazos y la niña cayó rápidamente en ellos.
—Es una de mis historias favoritas —le dijo Finnikin a los niños cuando volvió a sentarse, con Jasmina en su regazo y Clarashin a su lado—. ¿Queréis oírla?
—¡Sí, por favor! —gritaron.
Finnikin se volvió hacia Jasmina, que parecía impresionada por los gritos.
—¿Quieres oírla?
Ella asintió solemnemente y todos se rieron. Él levantó la vista y vio la sonrisa de Isaboe. Estaba con los mayores y la tía abuela Celestina, que antes había insinuado que tal vez Jasmina podría quedarse una noche sola en la Roca, cuando su madre hubiera dejado de darle el pecho. Isaboe lo interpretó como una reprimenda y Finnikin vio que era el momento perfecto para marcharse y no meterse.
—Bueno, es una historia extraña, pero las más raras son las mejores —dijo—. Y a veces las más tristes.
»Veréis, hace un tiempo, mucho antes de que los dioses caminaran por la tierra, hubo una guerra en su mundo entre dos grandes dioses. Algunos murieron y muchos perdieron su casa y el reino de los dioses quedó destruido.
»Algunos dicen que fue la sangre de un dios y las lágrimas de otro las que formaron la desembocadura del río Skuldenore, y otros aseguran que un pájaro cantor bebió una gota de esas lágrimas y esa sangre, y la roció sobre un trozo de tierra al sur.
—¡Lumatere! —gritaron todos.
Finnikin negó con la cabeza.
—No durante mucho tiempo. Puesto que antes era un lugar extraño, dividido en cuatro partes, cada una de ellas rodeada de vastas extensiones de agua. Estaban las Montañas. El Bosque. Las Llanuras y… —Finnikin fingió fruncir el entrecejo—. ¿Qué puedo haberme olvidado? Estoy seguro de que eran cuatro.
—La Roca —gritaron los niños—. La Roca.
—Ah, claro. La Roca —dijo, golpeándose con una mano la cabeza—. ¿Cómo he podido olvidarme de la Roca? Bueno, de la tierra de las Llanuras, donde el pájaro cantor había rociado la sangre y las lágrimas de los dioses, creció una chica de la tierra, a la que ahora conocemos como la diosa de la sangre y las lágrimas. Sagrami y Lagrami.
—Pero son dos personas, no una —replicó Clarashin.
—Bueno, eso depende de lo que quieras creer —contestó Finnikin, mirando a Isaboe. La decisión de adorar a la diosa como una sola se había contemplado en Lumatere con dolor y furia—. Pero ya sea Lagrami, Sagrami o la diosa completa, ninguna parte de ella es mejor que la otra, ni tampoco los que adoran a una u otra. —Se quedó mirando a los niños—. ¿Entendido?
Asintieron solemnemente.
—Volvamos a nuestra joven diosa —dijo—. Veréis, estaba muy triste. Todas las noches, mientras dormía con la cabeza apoyada en la tierra de la que había salido, le susurró que hace mucho tiempo había pertenecido a la Roca, al Bosque y a la Montaña. Así que, un día, la pequeña diosa de sangre y lágrimas llevó las Llanuras hasta la Roca.
Algunos niños ya habían oído antes la historia y otros miraban a Finnikin maravillados. Él asintió.
—¿Era tan fuerte? —preguntó el hermano de Clarashin. Finnikin afirmó con la cabeza.
—Pero necesitó ayuda —admitió—. Por suerte, el río de sangre y lágrimas sentía un fuerte parentesco con la chica y le permitió usar las Llanuras como una barca sobre la que navegar hasta la Roca. Pero la pequeña diosa de sangre y lágrimas no estaba satisfecha. Porque mirad lo que vio —dijo, señalando.
Los niños se levantaron y, de puntillas, miraron tan lejos como era posible.
—¿Las Montañas? —preguntó uno. Finnikin asintió.
—La diosa tenía que encontrar una manera de unirlas, pero no iba a ser tan fácil como antes. El Río podía ayudarla otra vez, pero era mucho más difícil ahora que tenían dos trozos de tierra. Así que se colocó la Roca a la espalda, ató una cuerda alrededor de las Llanuras y las arrastró a ambas por encima del hombro hasta las Montañas. Tardó días, meses, años y más años, y cuando terminó, la niña se había convertido en mujer. Se podía haber quedado en la Montaña con su amigo el Río, y las Llanuras de las que había nacido, y la Roca que había llegado a amar. Pero ¿qué había del Bosque? El pájaro cantor regresaría con ella con el paso de los años y le contaría las historias más mágicas sobre el Bosque. Sobre su belleza y poder, y cómo los árboles antiguos susurraban al viento.
»Un día, el dios que había llorado las lágrimas, que en parte habían creado a la diosa, regresaba de otra guerra en su reino, cuando vio en nuestra tierra un lugar de luz y belleza. En esta ocasión lloró, lloró y lloró de pura alegría y así fue cómo el río de lágrimas que comenzó en Sarnak y entró hasta Lumatere, en realidad se hizo lo bastante largo como para recorrer la nación de Skuldenore. Lumatere era tan rico que los dioses lo eligieron como lugar para vivir y así resultó que los dioses caminaron por la tierra y dejaron a sus hijos mortales que gobernaran el mundo.
—Me encantaba esa historia —murmuró Isaboe más tarde aquella noche, mientras yacían uno al lado del otro en casa de tía Celestina—. A veces, en el exilio, estaba tan desesperada que pensaba que acabaría con mi vida por la soledad que sentía. Pero entonces pensaba en la pequeña diosa. Si ella había vivido sola en este reino todos aquellos años, yo también podía hacerlo. Si podía llevar el reino a su espalda, yo también podría hacerlo.
E Isaboe lo había hecho, pensó Finnikin, acercándose a ella.
—Me acuerdo cuando Lucian, Balthazar y yo representábamos el viaje de la diosa —se rio.
—Sí, muy divertido —dijo—. Al menos, Celie siempre elegía ser la Roca y tenía la suerte de ir a lomos de Lucian. A mí siempre me tocaba ser las Llanuras y me arrastraban por el pelo.
—Y Balthazar se subía a una barca y hacía de río.
Volvió a reírse y notó que ella le miraba en la oscuridad.
—Me encanta cuando te ríes, amor mío. No oigo tu risa con frecuencia. —Había tristeza en su voz—. ¿Odias vivir en palacio? —le preguntó en silencio. Finnikin suspiró.
—Me lo preguntas cada vez que subimos aquí —dijo—. ¿Alguna vez te he dado motivos para creer que no me gusta vivir contigo?
Esperó que se riera de aquella pregunta, pero no lo hizo.
—Te entra la vena rocosa cuando estás aquí —apuntó—. Tu voz resuena y tus hombros no parecen tan firmes.
—Y tú vas descalza y te vuelves primitiva cuando subes a las montañas con tus primos salvajes —contestó.
—¿Odias vivir en palacio? —repitió. Subió la mano por su camisón.
—¿Quieres saber la verdad? —murmuró y le dio un beso en la boca—. ¿Sobre lo que estaba pensando hoy?
—No, creo que no.
—Bueno, aquí la tienes. Pensaba en lo maravilloso que sería si Jasmina y tú vivierais en Lumatere solas como la diosa de sangre y lágrimas.
Isaboe se rio al oír aquello.
—¿Y a tu padre? ¿También lo querrías allí?
Pensó por un momento y suspiró.
—Sí, a mi padre también.
—Y a la tía abuela Celestina. Y tu padre quería a Beatriss, y Beatriss querría a Vestie, y yo querría a Yata, que querría a Lucian y a todos sus hijos y nietos. Y al final…
—Al final, las cosas serían exactamente como son ahora —terminó, con los dedos recorriendo suavemente su piel.
Ella se estremeció por el roce y él se movió para cubrirle el cuerpo con el suyo.
—No hagas ruido —murmuró, pues sabía que al ser los líderes de su tierra nunca les dejaban completamente solos. Siempre había alguien fuera de su habitación, vigilándolos.
Con el paso de los años, habían aprendido el arte de amarse en silencio. Por alguna razón, aquella noche a él le molestó la necesidad de contener sus sonidos, pero capturó los gritos de ella con su boca, notó las uñas de sus dedos que se le clavaban en la carne y dio gracias porque no hubiera debilidad en su reina.
Más tarde, cuando quedaron medio saciados, y él saboreó la sal en la humedad de su piel, le dio un beso en el cuello.
—No vuelvas a preguntarme si odio vivir en cualquier sitio contigo y Jasmina —dijo—. Esta Roca me recuerda al niño que fui y estar contigo en palacio me recuerda al hombre que quiero ser.
—No eres cualquier hombre —susurró Isaboe—, sino un rey. El mío.