¿QUÉ habría hecho el padre de Lucian? ¿Con el preciado toro de Orly? ¿Con los muchachos monteses que causaban disturbios? ¿Con los charynitas del valle? ¿Y con la esposa que había repudiado? ¿Y el hecho de que todos en el reino opinaban sobre lo que Lucian de los Montes estaba haciendo mal? ¿Qué habría hecho con la soledad con la que se despertaba cada día Lucian antes del alba?
Salvo aquella mañana, cuando los vecinos de Orly despertaron a Lucian antes de que amaneciera para contarle que el toro se descontrolaba por la montaña.
—Todas las noches, Lucian. Todas las noches ese maldito idiota sale y si le vuelvo a ver, lo mato —dijo Pascal cuando Lucian consiguió sacar al animal de la rosaleda de la esposa de Pascal.
—No harás tal cosa —respondió Lucian con paciencia—. Hablaré con Orly.
Salpicado de barro y temblando por el aire helado de la mañana, Lucian arrastró al toro de vuelta a Orly.
—¿De verdad crees que no he comprobado mil veces el pestillo, Lucian? —preguntó Orly, mientras estudiaban el redil para determinar cómo había escapado el toro—. ¿De verdad crees que este toro se pone sobre sus patas traseras y descorre el pestillo de la puerta él solo? Encuentra al culpable y enciérralo con el charynita o lo encontraré yo y le cortaré las piernas para que tenga que huir de mí con los muñones.
—No harás tal cosa, Orly —dijo Lucian, que apartó la vista del dueño para mirar al toro.
Se parecían mucho y Lucian no quería que ninguno se cruzara en su camino. Saludó con la mano a la esposa de Orly, Lotte, con la esperanza de salir a toda mecha, pero Lotte quiso pararse a hablar.
—Le tiene un gran aprecio a ese toro, Lucian —dijo sorbiéndose la nariz, mientras estaban fuera de la casa, mirando cómo Orly le decía palabras tranquilizadoras al animal—. Ni siquiera deja que mi Gert se reproduzca con su Bert. Ya es suficiente, le he dicho.
Gert era la vaca de Lotte y Lucian lo sabía porque cuando la vaca y el toro se perdían, se les escuchaba cantando a gritos por la montaña «Gert, Bert, Gert, Bert» a cualquier hora de la mañana, con la voz aguda de Lotte diciendo Gert, seguida por el gruñido de Orly llamando a Bert.
—Haciendo honor a nuestra querida diosa, Lucian, si no cambia su modo de ser, voy a recoger mis cosas para irme a vivir con tu yata.
—No harás tal cosa, Lotte —dijo—. Orly no sabría qué hacer sin ti.
—Arregla esto, querido —dijo Yata más tarde mientras le ofrecía una taza de té caliente—. Porque si Lotte se viene a vivir conmigo, me mudaré al valle con Tesadora y los charynitas.
—No harás tal cosa, Yata.
—Ya sabes lo que digo —dijo Pitts el zapatero, cuando Lucian le entregó un par de botas para arreglar.
Pitts esperó la respuesta de Lucian y, a pesar de que Lucian no creía que hiciera falta una contestación, respondió de todas formas.
—¿Qué dices, Pitts?
—Digo que es uno de esos ladrones apestosos, sin dioses, charynitas del valle. Acorrálalos y yo terminaré con ellos por ti.
—No harás tal cosa, Pitts —suspiró Lucian—. Y creo que tienen más dioses de los que podamos señalar con un palo.
Luego estaba el asunto de los chicos que bajaban a hurtadillas la montaña en mitad de la noche y estaban demasiado cansados para ayudar a sus padres la mayor parte del día. Lucian se enfrentó a ellos toda la tarde y trató de hacerse el duro.
—Queremos echarle un vistazo a Tesadora y a las chicas —dijo su primo Jory, que había cumplido catorce años aquella primavera y prometía convertirse en el mejor luchador de la montaña.
—Nos aseguramos de que no suban hasta aquí para violar a nuestras mujeres porque las suyas son muy feas —añadió otro primo y los muchachos se rieron.
—Los hombres no violan a las mujeres porque las suyas sean feas —protestó el primo Jostien—. ¡Eso es lo que dice mi padre! Dice que en el fondo de su alma y su corazón no son nada más que pequeños hombres que necesitan sentirse poderosos.
—Yo te diré qué otra cosa tienen pequeña los charynitas —dijo otro y todos intentaron superarse con los alardes de lo grande que era «su espada de honor».
Había algo en los muchachos y sus palabras que inquietaba a Lucian, pero los chicos eran así, y se marchó después de recordarles firmemente que el trabajo no se iba a hacer si se dedicaban a holgazanear por ahí.
Muchos días iba a ver al charynita, Rafuel. El hombre más tranquilo con el que se había topado, a pesar de las circunstancias de su encarcelamiento.
—¿Podría tener al menos algo que leer? —peguntó el charynita.
—Es curioso, no tenemos muchos libros charynitas en la montaña —dijo Lucian con sarcasmo—. Y no estamos aquí para hacerte la vida más fácil.
Normalmente comprobaba los grilletes del prisionero por si se le había infectado la muñeca o el tobillo.
—¿No tienes a nadie que se ocupe de esto? —preguntó Rafuel—. Se supone que un líder montés tiene mejores cosas que hacer.
—Un líder montés tiene mejores cosas que hacer —murmuró Lucian, sin apartar la vista de su tarea—, pero todos los hombres y mujeres de esta montaña que se ofrecieron voluntarios para comprobar tus grilletes suelen ir armados con un puñal, y mi reina es muy especial respecto a quién va a colgarte si Froi no regresa, charynita.
Llegó la tarde y el día pasó sin haber conseguido nada. Ese era el problema de Lucian. En los tres años desde la muerte de su padre podría haber dicho lo mismo cada noche. Era lo que atormentaba sus pensamientos mientras iba a ver a Tesadora y las chicas. Lucian no había fallado durante aquellos tres años. Había pasado tres años sin conseguir nada.
Pero la bajada por la montaña le tranquilizó, a pesar del día que había tenido. Cuando era niño, Lucian había viajado con Saro a la provincia charynita más próxima, Alonso, no más de tres veces, pero el valle que los separaba siempre le había fascinado. Lucian vio el desfiladero de abajo. En el lado en el que la montaña se encontraba con el arroyo, había un bosque y un mundo que se parecía mucho a Lumatere. Pero al otro lado del riachuelo se alcanzaba a ver un extraño paisaje de cuevas que colgaban en lo alto. Miles de años atrás, cuando no existían los reinos de Lumatere ni Charyn, los viajeros de Sendecane se habían establecido allí y habían tallado sus hogares en el granito, que se había suavizado con el paso de los años.
Pero luego, durante cientos y cientos de años el valle había quedado deshabitado. Los pobladores se habían ido al oeste, a Lumatere, o al este, a Charyn. Puesto que el arroyo pertenecía a las montañas, se decía que el valle pertenecía a Lumatere y el límite entre ambos reinos quedaba determinado río abajo, donde se convertía en un hilillo de agua.
En los informes recogidos por Tesadora y las chicas en sus crónicas, la mayoría de los habitantes de las cuevas aseguraban que antaño habían pertenecido a las provincias más pequeñas de Charyn. Esas provincias habían sido destruidas durante los años de la plaga y la sequía. Un par de provincias más grandes llegó a construir un muro alrededor de su región para proteger a su gente del rey y de la amenaza de que los vecinos sin tierra aumentaran su población.
Así vivía aquella gente, lejos del pescado del arroyo, cuyas provisiones se las enviaba a regañadientes la provincia de Alonso y recibían cada semana pan de Lumatere. Lucian sabía que el provincaro de Alonso mantenía a aquel pueblo alimentado para que no regresaran a su provincia y causaran más sufrimiento entre los suyos. Pero también sabía que su padre disfrutaba de una extraña amistad con el provincaro. ¿Habría ayudado a Sol de Alonso a pesar de todo?
—¿Qué habrías hecho hoy, Pa? —susurró Lucian, porque a veces sentía de verdad la presencia de su padre en la ladera de la montaña—. ¿Con Orly y sobre todo con los muchachos? ¿Les habrías dado un revés por hablar de violaciones y mujeres? ¿O se trataba nada más de cosas de chicos?
Lucian amarró a su caballo en el campamento de Tesadora donde había una tienda grande montada entre unos árboles. Si no hubiera sido por las ramas, los de las cuevas habrían podido ver dónde dormían Tesadora y las chicas por la noche. Le enfurecía pensar lo que podían hacer los hombres con tan solo cruzar el arroyo.
Alcanzó el río y vio a los charynitas en sus cuevas, mirándole con recelo, o poniéndose en fila para que las chicas de Tesadora anotaran sus detalles. Más adelante, Phaedra de Alonso estaba inclinada sobre lo que parecía un huerto y hablaba con un hombre y una mujer.
—Diles que no planten sus semillas, Phaedra —gritó Lucian—. No van a quedarse aquí, por lo que no hace falta que las siembren.
Phaedra y la pareja se levantaron un momento y él les observó mientras su esposa les hablaba. Volvieron a agacharse. Maldiciendo, Lucian cruzó el arroyo, donde el agua le alcanzaba hasta la rodilla. Cuando llegó hasta ellos, Phaedra se quedó allí, encogida de miedo, como siempre.
—Luci-en, estos son Cora y su hermano Kasabian.
Cora y Kasabian parecían tener la misma edad que su padre antes de morir.
—Lucian —la corrigió con irritación.
Cora le dio a Phaedra un empujón y Phaedra se sacó un pergamino de la manga para pasárselo a Lucian con una mano temblorosa. Él lo leyó y sacudió la cabeza.
—¿Queréis grano? ¿Por qué, si os damos pan?
—Nos gustaría hacer nuestro propio pan, Lu-cion… cien… shen. —Se volvió, abatida, y la mujer volvió a darle un codazo—. El tuyo es raro y redondo. El nuestro es plano. Y si pudiéramos cultivar nuestras propias hierbas para hacer pastas, os lo agradeceríamos muchísimo. Vuestra comida nos pone enfermos. Con todos esos nabos.
—Está bien para un montés —dijo—. ¡Y cuántas veces os voy a tener que decir que no plantéis nada! —espetó, mientras observaba como otros tantos se agachaban junto al huerto que, de todas formas, era un desastre.
Aquella gente no sabía nada.
—No están plantando —aclaró Phaedra—. Hemos preparado el suelo en este tramo, pero… Guardó silencio.
—Pero ¿qué, Phaedra? —preguntó—. Habla. ¡Es como si hablara con una imbécil!
El hombre llamado Kasabian habló en voz baja. Tan solo dijo una palabra.
—¿Por qué no me lo dices a mí? —exclamó Lucian, caminando hacia delante para descollar sobre él.
—He dicho «basta» —contestó Kasabian en voz baja—. Basta.
Con una mirada fulminante, Lucian se aseguró de que el hombre supiera quién había ganado aquella ronda. Se marchó para ver a Tesadora y las chicas. Mientras dos de sus compañeros registraban los nombres de los que se habían puesto en fila, Tesadora y Japhra señalaron dónde podían ir para que les hicieran un reconocimiento. Los charynitas eran prudentes y parecían asustados.
Lucian extendió la mano para ver el registro de nombres charynitas y otros detalles. Contó a doscientas cuarenta y cuatro personas, y sabía que cada día llegaban más, demacrados y hastiados, sin una sonrisa en sus rostros. La mayoría había encontrado una cueva y se guardaban de decir, incluidos los hombres de Rafuel de Sebastabol, quién no se había aventurado a salir todavía de sus moradas.
—¿Te parece sospechoso? —le preguntó Lucian a Tesadora, que estudiaba en silencio el rostro curtido del anciano que estaba ante ella.
Se decía que Tesadora conocía los síntomas de casi cualquier dolencia con tan solo mirar los ojos y la lengua de alguien.
—Bueno, no sé muy bien qué aspecto tiene un sospechoso —respondió rotundamente—. A veces cuando bajas de la montaña y te pones detrás de esos árboles, tú mismo pareces sospechoso.
—¿Eres consciente de que esta gente puede ver tu campamento? —preguntó—. Desde allí.
Señaló a las cuevas.
—Sí —murmuró, mirando de cerca los ojos del hombre—. Pero no lo hacen. Por eso escogí este árbol para montar la tienda a principios de verano, para…
—Así que no confías en ellos después de todo —dijo, sintiéndose victorioso porque la testaruda Tesadora lo admitía delante de él.
Se señaló la boca, sacó la lengua y el hombre hizo lo que ella le había indicado.
—… para no tener que oíros a ti, a Perri, a Trevanion o a cualquier otro diciéndome que esta gente puede ver mi campamento. —Le miró—. Y aun así has venido a hacerme perder el tiempo.
—¿Qué hay de los hombres de Rafuel?
—Tampoco ven mi campamento.
—Me refiero a si han salido ya —dijo, perdiendo la paciencia.
—No, no voy a subir hasta ahí arriba. Si quieres saber algo, habla con tu pequeña esposa. Es muy popular en este campamento. Si fuera más alegre, nos pondría a todos enfermos.
Tesadora concentró su atención de nuevo en el anciano que tenía delante.
—Dale una manta, Japhra —dijo en voz baja.
Japhra le puso al hombre una manta alrededor de los hombros y se marchó.
—¿Le dais a todo el mundo una manta? —preguntó Lucian, mientras observaba como Japhra casi tenía que llevar a rastras hasta Tesadora a la siguiente mujer.
—Tan solo a los que se están muriendo —respondió Japhra, cuando fue evidente que Tesadora ya había terminado con él. Lucian se quedó lívido.
—Si es contagioso, no puede quedarse en el valle —dijo entre dientes. Tesadora le miró con acritud.
—Lo único contagioso por aquí en estos momentos, Lucian, es el miedo y la ignorancia. Los charynitas sufren de lo primero y los monteses, de lo segundo.
Le hizo un gesto, con irritación, para que se apartara. Él la añadió a la lista. ¿Qué habría hecho su padre con Tesadora en el valle? ¿La habría enviado de vuelta a donde pertenecía en el Bosque de Lumatere? ¿Habría hablado con Perri para que se ocupara de su mujer, pues no debía estar allí entre gente extraña?
—Está oscureciendo —le dijo Lucian a Tesadora—. Termina lo que estés haciendo y reúnete conmigo en nuestro lado del arroyo. Se marchó.
—¡Phaedra! —gritó. Aquella chica idiota seguía con el hermano y la hermana en el desastre de huerto. Su esposa levantó la cabeza y Lucian señaló a la otra orilla del río—. Ya.
Phaedra se levantó, se sacudió la tierra de las manos y el vestido, y caminó hacia él. Kasabian la siguió y Lucian se le quedó mirando con irritación.
—Montés —le llamó el hombre—. ¿Podemos pedir…?
—No —dijo Lucian—. No hay grano. Ni siquiera tenemos suficiente para nosotros. No puedo prometeros nada.
El hombre negó con la cabeza.
—No, muchacho.
—No soy un muchacho —gruñó Lucian—. Soy el líder de los monteses.
Kasabian se quedó un rato pensando y luego asintió.
—Entonces eres justo la persona con la que necesito hablar. Como el líder de tu pueblo, ¿puedes pedirles a tus muchachos que se abstengan de pisar nuestros huertos?
Lucian miró por encima del hombro de Phaedra, donde vio que una mujer se había reunido con la hermana, Cora, y se agachaba a su lado para trabajar.
La mirada de Kasabian era glacial.
—¿Y podrías pedirles a tus muchachos que dejen de aliviarse en el arroyo? Sé que es vuestro río, pero también lo usan nuestras mujeres. No pretendemos ofenderos porque probablemente no sea un insulto ante las mujeres lumateranas, pero que un hombre se revele delante de una charynita y luego orine es un insulto para nosotros. Vuestros muchachos asustan a nuestras mujeres, líder montés. Lo único que pido es que hables con ellos.
La voz del hombre era sosegada, como la de Rafuel. Quizás era un arma hablar de aquel modo. En toda su vida, Lucian no había oído a su padre nunca levantar la voz. Él tampoco debía hacerlo. Y como estaba avergonzado, se marchó.