Capítulo 7

TARDARON casi dos días en subir por el barranco a lo que denominaban el Charyn Superior. Habían tardado más porque Froi iba más lento por la cojera de Gargarin de Abroi y su brazo medio muerto. La mayoría del tiempo, Froi llegaba más arriba y esperaba, observando los muros de piedra que parecían acercarse desde el otro extremo. Comprendía las llanuras. Comprendía los bosques, los ríos y las montañas, hasta los pueblos rocosos. Lo que no entendía era cómo alguien podía vivir en la base de un barranco, salvo por pescar en la corriente. Pero mientras contemplaba cómo aquel hombre medio lisiado se enfrentaba a la subida, Froi comenzó a sospechar que Gargarin de Abroi no era un hombre cuerdo y normal.

El camino hacia arriba del bagranco estaba lleno de sorpresas. Las piedras que rara vez se convertían en escalones a su destino desaparecieron en una pendiente agotadora. Cerca de la cumbre, en el punto más empinado, Froi se agarró a un saliente y le ofreció la mano a Gargarin y tiró de él por la tela de su camisa interior para arrastrarle por la piedra desigual hasta que ambos yacieron boca abajo para recuperar el aliento.

—Me has roto la camisa, idiota —farfulló Gargarin, haciendo un gesto de dolor, con su pelo oscuro enmarañado en la frente.

—Lástima. Nunca había visto un tejido más fino —resolló Froi.

Al levantarse, Froi se quedó atónito al ver la gran profundidad que había dejado abajo. A aquella altura, las paredes irregulares del bagranco parecían crueles e implacables, y nada suavizaba el gris de la piedra. Pero Froi encontró cierta belleza, distinta a la monotonía de la planicie que ahora le rodeaba. Al menos las cuevas y los desfiladeros daban un aspecto de intriga. Allí, en el Charyn Superior, estaba de vuelta en un mundo lleno de matas de hierba marrón, roído en los extremos por zonas demasiado usadas para el pastoreo como las que había visto en el camino desde Alonso.

Vio a Gargarin renqueando a un lado, palpando la tierra seca con sus manos. Unos instantes después, Gargarin se levantó y arrojó la tierra al suelo, enfadado.

—Idiotas —farfulló—. Idiotas.

Sería la única palabra que Froi oiría durante el resto del día. Avanzaban en silencio y la aversión de Froi hacia Gargarin de Abroi aumentaba a cada paso que daba el hombre a trompicones.

Aquella noche acamparon bajo un cielo tachonado de estrellas, que a Froi le daba la sensación de poder casi alcanzar con la mano. No había visto nada parecido desde aquella vez en las praderas de Yutlind Sur con Finnikin, Isaboe, Trevanion y Sir Topher. Con Gargarin de Abroi sentado en silencio ante él, echaba de menos más que nunca aquellos momentos de su viaje.

—¿Crees que fueron los serker? —le preguntó a Gargarin de repente cuando el silencio casi le obligó a romper su compromiso y estrangular a su compañero.

Gargarin levantó la vista. A través de las llamas titilantes, Froi advirtió que no había duda en los ojos del hombre. Sabía exactamente lo que Froi le estaba preguntando, si habían sido los serker los que habían matado a la reina del Oráculo y a los novicios. Apenas parecía molesto.

—Estás aburrido, ¿no? —preguntó Gargarin—. No tienes a Zabat para hacerle juegos de palabras y ¿ahora vas a acribillarme a preguntas sobre el pasado?

—La verdad es que sí estoy aburrido, pero no es un interrogatorio —dijo Froi—. Tan solo es una pregunta que tengo todo el derecho a hacer si voy a viajar a la Citavita y romper una maldición que empezó con los serker.

Tal vez Gargarin de Abroi estaba tan aburrido como él puesto que decidió contestar.

—Cogieron una provincia que el resto de Charyn despreciaba por su arrogancia y la usaron como chivo expiatorio. Todos los reinos necesitan una cabeza de turco por una razón u otra. Los yuts tienen a los del sur y los lumateranos a los Habitantes del Bosque.

Froi se estremeció al oír el nombre de su patria.

—Los Habitantes del Bosque fueron asesinados por el hombre al que se refieren como rey impostor, según he oído —masculló.

—Porque los lumateranos permitieron que sucediera —dijo Gargarin rotundamente.

—Si dices que los serker son chivos expiatorios, ¿insinúas que son incapaces de practicar la brutalidad? —preguntó Froi.

—No insinúo nada.

—Los provincari dicen.

—Los provincari se creerán lo que haga falta para mantener a salvo sus provincias —le interrumpió Gargarin con frialdad—. ¿Por qué iban a querer creer otra cosa distinta a que los serker mataron a los novicios y torturaron al Oráculo? ¿Cuál es la alternativa? ¿Creer que el ataque vino de palacio?

—Son peligrosas palabras las que pronunciáis, Sir Gargarin —dijo Froi—. La verdad es peligrosa y no soy un Sir.

Imagen

A la mañana siguiente continuaron el camino que recorría el borde del barranco. Las paredes se habían ensanchado hasta que Froi apenas veía el otro lado. Tenía la sensación de que Gargarin y él eran las únicas personas sobre la tierra, que en cualquier momento caerían por el filo del mundo y no se les volvería a ver.

A lo largo del día, volvió a intentar una y otra vez entablar una conversación con Gargarin, pero el hombre se negaba a hablar.

—¿He hecho algo para disgustarte en otra vida? —preguntó por fin.

Gargarin continuó caminando. Cuando Froi le agarró el brazo, este se dio la vuelta para soltarse con violencia y tropezó. Froi fue a cogerle, pero los dos se cayeron al suelo. Se quedaron tumbados un momento y Froi notó los ojos del hombre clavados en él.

«Te conozco —parecía decir la mirada—. Conozco el mal de tu corazón».

—¡No me importa lo que pienses de mí, tullido! —exclamó Froi—. Respondo ante un compromiso mayor. Ante gente que respeto.

—¿Un compromiso? Los hombres con compromisos están controlados por las expectativas de otros —dijo Gargarin con su frío tono de voz cortante—. Los hombres con compromisos son esclavos.

Froi se levantó de un salto y no dejó de contar.

—Te aseguro que en cuanto entre al palacio no te seguiré —gruñó.

—Me alegra oírlo —dijo Gargarin, esforzándose por levantarse—, porque tan solo le prometí a tu provincaro que te acompañaría hasta el interior del palacio. Ya he dado bastante a este reino.

Imagen

El camino a la capital bajaba y subía, luego bajaba, y cuando volvió a subir, la Citavita apareció ante ellos al otro lado del largo y estrecho puente de madera. Como Rafuel había prometido, las paredes del barranco volvieron a verse, más imponentes de altura de lo que Froi había visto hasta ahora durante el viaje. Cruzaron el puente de la Citavita y los tablones se balancearon. A través de la niebla, Froi vio una torre de roca desigual a lo lejos, pero al acercarse, se dio cuenta de que estaba mirando a un grupo de viviendas talladas en la piedra, posadas peligrosamente unas encima de otras como si bajaran en espiral al abismo a sus pies.

En contraste con la capital color tierra estaba el blanco del castillo. Froi vio unas torrecillas más altas que cualquiera que hubiera visto antes. Pero, alzándose incluso más por encima del castillo, había otra roca.

—¿Qué es eso? —preguntó Froi.

—La casa de los dioses del Oráculo —respondió Gargarin.

—¿Qué evita que se caiga? —quiso saber Froi, intentando no sonar aterrado, pero horrorizado al mismo tiempo.

Oyó la respiración entrecortada de Gargarin de Abroi.

—Los dioses, supongo.

Tras salir del puente y llegar al suelo más sólido de la Citavita, comenzaron a subir la pendiente de un camino serpenteante que rodeaba las viviendas en la roca. Froi no podía distinguir dónde empezaba una casa y terminaba la otra, y se percató de que los techos de las casas eran en realidad el camino hacia el palacio.

A ambos lados del sendero serpenteante, la gente trabajaba en silencio vendiendo sus mercancías, pero lo que a Froi le llamó más la atención fue el grupo de hombres con las cabezas agachadas, hablando entre susurros, y unos ojos que prometían rencor y malevolencia. Aquellos hombres no eran distintos a los matones callejeros ante los que había respondido en las calles de la capital de Sarnak. En Sarnak, aquellos hombres, en cambio, no respondían ante nadie. Froi advirtió que los matones de la Citavita iban armados y podía haber señalado dónde estaba cada una de las armas ocultas. Se moría por tener las suyas.

Cuando por fin llegaron a las puertas del castillo, comprendió por qué nadie entraba si no estaba invitado. El castillo de Isaboe en Lumatere estaba construido para proporcionar un hogar a la familia real. Había sido recientemente cuando Finnikin y Sir Topher se habían reunido con Trevanion y un arquitecto del pueblo rocoso lumaterano para discutir las medidas especiales de seguridad que necesitaba la joven familia y su reino.

Pero ese castillo estaba construido para servir como defensa. Froi alzó la vista hacia los soldados con las armas apuntando en su dirección. Ellos clavaron los ojos en él. Al acercarse, vio que el castillo estaba construido en la misma roca, una fracción más alta y separada del resto de la Citavita. Aunque había un espacio estrecho entre el rastrillo y donde se hallaban, no había foso que lo rodease, pero en su lugar había un descenso en el bagranco que los separaba y parecía no acabar nunca. Rafuel le había descrito de forma extraña cómo el bagranco se estrechaba en espiral pasado el palacio y la casa de los dioses de la Citavita.

—¿Gargarin de Abroi? —se dirigió una voz a ellos.

Gargarin levantó una mano en señal de reconocimiento. El puente levadizo comenzó a descender por el espacio, parándose donde Froi y Gargarin estaban. Una vez en el puente, había una cuesta corta pero empinada hasta la puerta. A ambos lados, una gruesa cuerda trenzada ofrecía un lugar donde agarrarse firmemente. El bastón de Gargarin cayó sobre el acero bajo sus pies y el hombre se esforzó una y dos veces para recuperarlo.

En la puerta les estaba esperando un hombre de la edad de Gargarin, con el pelo a la altura de las orejas y el rostro manchado cubierto por una gruesa barba rubia. Forzó una sonrisa y Froi vio en sus ojos que disfrutaba en cierta manera viendo cómo Gargarin seguía esforzándose por coger su bastón.

Froi lo recogió del suelo.

—Pásame el brazo por el hombro —le ordenó Froi y, por primera vez desde que se habían conocido, Gargarin no rechistó.

Froi se preguntó qué le habría hecho a un hombre de la edad de Gargarin cojear como un anciano.

—Bienvenido, Gargarin de Abroi —le saludó el hombre del rastrillo.

Había pronunciado aquellas palabras con cierta mofa. Froi recordó lo que Zabat le había dicho, que de Abroi no había salido nada de provecho salvo Gargarin y su hermano, el novicio. Tal vez aquellas palabras eran un recordatorio para Gargarin de dónde procedía.

—Os presentaré. Olivier, el último nacido de Sebastabol. Olivier, Bestiano de Nebia, el Primer Consejero del rey.

Froi extendió la mano. Pero Bestiano había vuelto su atención a Gargarin. Los últimos nacidos parecían insignificantes para el consejero del rey.

—El rey lloró cuando le conté la noticia, Gargarin, que el genio que nos dejó demasiado pronto había vuelto a nosotros.

—Cuando se oye que han puesto precio a tu cabeza, se suele pensar que no eres bien recibido —dijo Gargarin, cortésmente.

Bestiano emitió un sonido burlón.

—¡Qué exagerado!

Gargarin alzó unos pergaminos.

—He traído unos regalos. Tal vez sea mi modo de comprar el perdón por mi larga ausencia.

—Solo tú podrías considerar un regalo palabras en un pergamino —dijo Bestiano con soltura—. Dieciocho años es mucho tiempo. Tendrás que ofrecerle tu primogénito si de verdad quieres que te perdone. O a tu hermano.

Froi vio que Gargarin se tropezaba y la emoción cruzó su rostro.

—¿Entonces es cierto que ha vuelto por aquí? —preguntó Gargarin un poco emocionado.

Entraron a la barbacana y arriba Froi vio al menos diez soldados junto a las troneras, justo como Rafuel le había descrito. En el suelo, cuatro soldados se acercaron y les registraron a conciencia. Froi se dio cuenta de que tenían más cuidado con Gargarin. Examinaron su bastón y le palparon el cuerpo entero.

—Puedo inclinarme si lo prefieres —dijo Gargarin con la voz fría, mirando a uno de los hombres—. Tal vez no has mirado con bastante detenimiento.

A Froi le estaba empezando a caer mejor Gargarin. Al hombre parecía no gustarle nadie, igual que a él.

Bestiano les dejó pasar al animado patio, más allá del cuartel donde los soldados se entrenaban con sus espadas de práctica. Dos hombres que llevaban unas grandes cubas se abrieron camino a empujones y desaparecieron por una puerta a su izquierda. Froi se imaginó que debía de llevar a la bodega, según el croquis que Rafuel le había enseñado en Lumatere. Se oyeron unos gritos del personal de la cocina, entre el cocinero y una de las sirvientas, y cuando Froi no competía con los criados por el espacio, o tropezaba con el joven que barría el patio y el paje no tan joven que le entregó un mensaje a Bestiano, se encontraba rodeado de ganado.

—Tu hermano ocupó la casa de los dioses del Oráculo hace un año y se niega a hablar con el rey —dijo Bestiano, observando a Gargarin con detenimiento—. El mayor deseo del rey es la paz entre el palacio y la casa de los dioses después de todo este tiempo. Es lo que la gente de la Citavita quiere.

—¿Qué os impide a vos o al rey entrar en la casa de los dioses y sacar a mi hermano? No es que no lo hayáis hecho ya.

Era un insulto y, a pesar de la corta historia hostil con Gargarin, el hombre de repente comenzaba a intrigarle.

—Digamos que el rey se ha convertido en un hombre supersticioso y no se va a tocar al único novicio que queda vivo. El rey teme cómo actúen los dioses en consecuencia.

La risa de Gargarin fue forzada.

—Por lo que tengo entendido, los dioses parecen bastante considerados y solo envían una maldición por reino a la vez. Bestiano forzó otra sonrisa.

—Según lo que sé de tu hermano, nadie puede irritar más a los dioses.

A pesar de la cortesía, la tensión entre los dos hombres era fuerte. A Froi nada le habría gustado más que ver adónde les llevaba, pero le atrajo la atención una figura que estaba medio oculta en la entrada de la primera torre a su izquierda. Su pelo enredado era tan largo que parecía pesarle y le obligaba a alzar la cabeza para mirar.

Bestiano la hizo callar con un gesto irritado de su mano, antes de volverse hacia Froi y Gargarin.

—Será mejor que os vayáis a vuestra habitación antes de cenar.

El Primer Consejero del rey se alejó y ellos siguieron a un guardia hasta la primera torre por la que la chica había desaparecido. Froi volvió a verla, mirando hacia abajo por la escalera, pero cada vez que se acercaban un poco, ella se daba la vuelta y desaparecía.

Al llegar al segundo piso, siguieron al guardia por un pasillo estrecho, frío y húmedo hasta que se detuvieron ante las primeras dos puertas.

—Vuestra —dijo el guardia.

—¿La mía? —dijeron Gargarin y Froi a la vez, intercambiando miradas.

—La de ambos.

—¿La de ambos?

Se volvieron a mirar fijamente. Froi no podía imaginarse que su expresión no fuera menos aterradora que la de Gargarin.

—Ha habido un error —dijo Gargarin, pacientemente.

—No es un error, señor.

Dorcas sería de la misma edad que Rafuel. Tenía una mirada que Froi conocía muy bien. Una mirada que reflejaba no comprender nada que no fuera expresado como una orden.

—Bueno, Dorcas, creo que es mejor que nos pongas en habitaciones separadas y preferiría no quedarme en esta —dijo Gargarin.

—No es una decisión que yo haya tomado, señor.

—Ha sido idea de Bestiano, supongo —comentó Gargarin, y Froi notó un ligero tono furioso.

—Me han ordenado que os traiga a esta habitación, señor. A los dos.

Dorcas se marchó y Froi esperó a que Gargarin entrara en la estancia.

—¿Malos recuerdos? —preguntó Froi.

Gargarin le ignoró y por fin alargó la mano para abrir la puerta.

—No te corresponde hacer preguntas que no son asunto tuyo. Limítate a hacer lo que has venido a hacer.

—¿Y qué es, según Gargarin de Abroi, lo que tengo que hacer?

Aquellos fríos ojos azules se encontraron con los de Froi.

—Si quieres una demostración, te aconsejo que vayas a los establos y observes lo que las sirvientas hacen con los herradores.

Gargarin entró en la habitación y Froi le siguió. Era pequeña, tenía una cama en el centro, dos puertas de cristal que daban al exterior, a un balcón, y nada más. Froi odiaba tener frío y no se imaginaba un cuarto de invitados en el palacio de Isaboe sin una chimenea gigantesca y alfombras que calentaran la estancia. Gargarin metió su bastón debajo de la cama y sacó un colchón de paja.

—Coge tú la cama.

—No, cógela tú —dijo Froi—. Tengo conciencia, ¿sabes?

—Prefiero dormir en el suelo —dijo Gargarin bruscamente—. Así que mete ese hecho en tu conciencia y déjale que dé vueltas un rato. Hasta que duela.

Froi caminó hacia las puertas que abrían el balcón y tiró de ellas antes de salir. Enfrente de él, por un estrecho tramo del bagranco, inclinado hacia ellos, estaba el muro exterior de la casa de los dioses con su propio balcón.

—¿Es que no les gusto yo o no les gustas tú? —apeló Froi al interior de Gargarin.

Junto a su balcón había otro que pertenecía a la habitación de al lado. Al cabo de un rato, salió la chica con el horrible pelo hecho una maraña. Le echó un vistazo a Froi, casi al alcance de su mano. De cerca tenía un aspecto aún más extraño y continuó estudiándole con total desenfado y gran curiosidad. Frunció la frente y vio una hendidura en la barbilla tan pronunciada que parecía que alguien había pasado su vida señalando su rareza. Sus cabellos eran una maraña sucia que le llegaba casi hasta la cintura. Tenían una textura parecida a la paja y Froi se imaginó que si se los lavaba, podrían describirse con un tono de rubio oscuro. Pero, de momento, su pelo estaba sucio y el color era casi indescifrable.

La muchacha entrecerró los ojos ante su valoración. Froi también los entrecerró.

Gargarin apareció a su lado y la chica desapareció.

—Supongo que esa es la princesa —dijo Froi—. Es bastante fea. ¿A qué vienen todos esos movimientos? ¿Está poseída por los demonios?

—Baja la voz —dijo Gargarin con acritud.

—¿Sabe lo que opinan de ella en las provincias? —continuó Froi—. ¿Que es un recipiente vacío e inútil y que la llaman puta?

Al cabo de un rato la chica volvió a salir de su habitación.

—Bueno, si antes no lo sabía, ahora seguro que sí —masculló Gargarin.

Imagen

Aquella noche, en el gran salón se montaron tres mesas juntas con caballetes para acomodar al menos a sesenta parientes y consejeros del rey. Froi conocía a la mayoría de los consejeros, cada uno con el título de acuerdo con su rango.

—¿Por qué ibas a querer ser el Octavo Consejero del rey? —le preguntó a Gargarin mientras el Séptimo Consejero real les acompañaba a sus sillas.

—Hubo una época en que Bestiano era el Décimo Consejero del rey —respondió Gargarin—. Si te quedas el tiempo suficiente, recibes tu recompensa.

—¿Y qué recibiste entonces? —preguntó Froi.

—Un idiota —dijo Gargarin rotundamente— con un compromiso.

A Froi lo colocaron junto a la extraña princesa, que iba vestida con un traje horrible de tafetán rosa, fruncido por todas las partes equivocadas.

—Buenas noches, tía Mawfa —saludó con una voz indignada cuando no venía al caso—. Buenas noches, primo Robson.

Nadie respondió a sus saludos. La mayoría pertenecían a lo que Finnikin llamaba la nobleza banal y no dejaban de hablar con monotonía sobre absolutamente nada que mereciera la pena.

Froi tenía hambre y ante él había bandejas humeantes de pavo asado, pescado salado, empanadas rellenas de pichón y el queso más suave que había probado jamás. Le habían advertido sobre el pan ácimo de Charyn y observó cómo los demás rebañaban la comida con él.

Pero lo que atrajo su atención fue la reacción de la mayoría de la gente al ver a Gargarin. Al parecer era el hombre con quien quería hablar todo el mundo.

—Interesante charla en Paladozza, Sir Gargarin, sobre los planes del provincaro de cavar los prados para recoger el agua de lluvia —dijo un hombre desde la cabecera de la mesa.

—No soy Sir —le corrigió Gargarin— y no me extraña en absoluto. Hoy me desanimé al ver las regiones exteriores de la Citavita. Hace mucho tiempo elaboré unos planes para la captación de agua y, sin embargo, parecen haberse perdido —continuó, centrando su atención en el Primer Consejero del rey.

—¿Contempláis visitar Jidia para hablar con la provincara Orlanda cuando os marchéis de aquí? —preguntó otro.

—No, se va a visitar Paladozza en invierno —habló un hombre desde el final de su mesa—. ¿No es lo que le prometiste al provincaro, Gargarin?

—Sí.

Gargarin mantuvo la cabeza gacha. Algo le decía a Froi que Gargarin no tenía planes de ir a ningún sitio. La conversación había atraído la atención de Bestiano, que observaba a Gargarin con detenimiento. ¿Con envidia? ¿Era Gargarin una amenaza para el papel de Bestiano como Primer Consejero del rey? Gargarin apenas se había dado cuenta. Una o dos veces, Froi le pilló mirando a la princesa Quintana, mientras la princesa miraba descaradamente a Froi durante toda la comida, con poco reparo o timidez.

Como le había explicado Rafuel, los charynitas rebañaban la comida con pan blando para mojar las salsas y dejar los platos limpios. La princesa decidió compartir el plato de Froi. Pero Froi quería la comida para él solo, se había pasado años luchando para conseguir algo que llevarse a la boca. Lo peor de todo era que la princesa le revolvió todo el plato. Sus cabellos caían dentro a menudo y Froi se vio obligado a apartar en más de una ocasión los mugrientos mechones. Ella empezó a inclinarse para coger un pudín negro del plato de un duque que se quejaba y había llamado a los sirvientes más de cuatro veces para que le rellenaran su jarra de cerveza y no dejaba de decir en un fuerte susurro que había vino como de costumbre en el otro lado y no en el suyo. Cuando a Quintana se le cayó la comida por enésima vez, el duque de a quién le importa dónde cogió su jarra y golpeó la mesa con ella con fuerza, aplastándole las yemas de los dedos.

—¡Niña asquerosa!

Bestiano se disculpó desde donde estaba y se acercó a ellos para tirar a la princesa de la manga de su vestido.

—Podrías enseñarle a Olivier tus aposentos —dijo entre dientes—. Haz algo útil en vez de revolver a la gente el estómago, Quintana.

Una de las mujeres se rio disimuladamente y puso una mano en el hombro de Gargarin. —Tampoco es útil en el dormitorio. Gargarin apartó el hombro.

La princesa se alisó las arrugas de su espantoso atuendo y se levantó, haciéndole un gesto a Froi para que la siguiera. Froi se quedó mirando la comida que tenía ante él, reacio a abandonarla.

—Buenas noches a todos —dijo ella.

Nadie alzó la vista salvo Gargarin, y el ruido del gran salón continuó como si nadie hubiera hablado.

La princesa continuó despidiéndose por el oscuro y estrecho pasillo, iluminado tan solo con una o dos antorchas que revelaban un guardia en cada sombrío rincón.

—Buenas noches, Dorcas.

—Buenas noches, Thekra.

—Buenas noches, Fodor.

Algunos murmuraron entre dientes. Nadie respondió. Pero ella les saludaba de todas formas. Froi aprovechó para memorizar varios recodos y contar a todos los guardias con los que se cruzaba.

Cuando llegaron a sus aposentos, Quintana se quedó en la puerta y esperó. Se preguntaba si se esperaba que actuara aquella noche.

—Estoy muy cansado —dijo Froi, que bostezó para dar mayor efecto a sus palabras.

—¿No tienes nada que decirnos, Olivier de Sebastabol? —preguntó con un susurro indignado.

Intentó pensar en qué debía decir. ¿Se había dejado algo Rafuel en sus indicaciones?

—Tal vez mañana podamos ir a dar un paseo por la Citavita —dijo en tono agradable, quitándole importancia—. ¿Qué te parece?

Ella negó con la cabeza.

—Preferimos no abandonar el palacio.

—¿Preferimos? —preguntó Froi con curiosidad, mirando a su alrededor—. ¿Quiénes?

Al cabo de un rato se señaló a sí misma.

—¿Qué es lo peor que puede suceder si damos una vuelta por la Citavita? —quiso saber.

—Podemos toparnos con asesinos, por supuesto —respondió, como si le sorprendiera que él no hubiera pensado tal cosa.

—Por supuesto.

Le examinó el rostro un momento.

—¿Cómo es que no sabes mucho, Olivier de Sebastabol?

Él sacudió la cabeza, arrepentido.

—El cansancio te vuelve tonto. —Hizo una reverencia—. Si no damos un paseo mañana por la Citavita, entonces tendrá que ser una vuelta por las murallas de palacio.

Cerró la puerta en sus narices antes de que pudiera decir nada más.

Imagen

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, un sonido procedente del exterior de la habitación alertó a Froi. El colchón de debajo estaba vacío y, desde donde estaba tumbado, podía ver por el balcón que el sol había comenzado a elevarse. Allí estaba Gargarin, con la vista clavada en el bagranco. Froi no podía ver mucho bajo aquella tenue luz, pero cuando miró hacia la casa de los dioses, vio el perfil de un hombre en el balcón de enfrente y sospechó que era el hermano de Gargarin. Un instante después, Gargarin se dio la vuelta y volvió adentro.

Mientras Gargarin estaba en el lavamanos y se echaba agua en la cara, Froi salió al sentir curiosidad por el novicio. Se asombró una vez más de cómo la casa de los dioses podía estar situada tan alta sobre una pieza de granito inclinado, que prometía caerse sobre ellos en cualquier momento. Froi iba a darse la vuelta, pero de repente notó unos dedos fríos como el hielo que bajaban por su columna vertebral. Se volvió, con la mano agarrando aquellos dedos, y vio que era la princesa, que se había inclinado, de puntillas, por la barandilla de su balcón para tocarle.

Su mirada era fría y le hizo estremecerse, pero también vio miedo y asombro.

—Eres de verdad el último nacido —dijo con un tono cortante, aunque ahora no había indignación—. Lo tienes escrito por todas partes.

Froi no respondió. No podía dejar de mirarla. Era como si estuviera ante una chica completamente diferente. Seguía teniendo el pelo y los ojos sucios, pero la mirada era salvaje.

—Tendrás que venir a nuestra cámara esta noche —dijo.

Froi habría jurado que la oyó gruñir de asco ante la idea antes de que se diera la vuelta y desapareciera en su habitación.

—¿Nuestra? —repitió y, por primera vez desde que se había ido de Lumatere, Froi se preguntó en qué lío se había metido.

Imagen

El día fue de mal en peor. Gargarin de Abroi estaba de un humor espantoso y por poco acaban a golpes por un tintero que Froi derramó sobre unos papeles del hombre. No había sido culpa de Froi. Si su bastón no le hacía tropezar, sus pergaminos y sus plumas estaban por todas partes o el rezongueo llenaba el pequeño espacio de la estancia.

—Hagamos un pacto, Gargarin. Estaré fuera de esta habitación hoy y cada dos días y tú harás lo mismo los demás días.

—¿A qué esperas? —preguntó Gargarin, sin apartar la vista de su trabajo.

Froi pasó el resto de la mañana evitando a la princesa, que había vuelto a ser la muchacha indignada que le había acompañado a su habitación la noche anterior. Cada vez que Froi se daba la vuelta, allí estaba ella. Mirándole detenidamente. Fijamente. Con los ojos entrecerrados. En cada rincón. Desde todas las alturas. Casi se convirtió para él en un juego que le observara.

Más tarde aquel mismo día, rondaba por el pozo, que parecía el lugar perfecto para hablar de tonterías y encontrar información crucial de la gente cuyos ancestros habían pasado demasiado tiempo reproduciéndose entre ellos. El primo del rey, por ejemplo, señaló que la torre que veía desde donde estaba era la prisión y que, en la actualidad, tan solo encerraba a un prisionero.

—El resto de la escoria está en las mazmorras cerca del puente de la Citavita —le explicó el hombre.

—¿Y el rey? —preguntó Froi.

El primo del rey se encogió de hombros.

—No le he visto desde el festín del Oráculo.

Froi miró a su alrededor a toda prisa, pues no quería que fuera evidente su examen. Había cinco torres, además de la del homenaje. Había visto al duque de a quién le importa dónde meterse en la torre del homenaje y sabía seguro que si aquel hombre no conseguía vino en su mesa, era imposible que durmiera en el mismo complejo que el rey. Así que, aparte de la torre que Froi compartía con Gargarin y la princesa enfrente de la casa de los dioses, y la torre de la prisión que estaba junto a la de ellos, quedaba la tercera, la cuarta y la quinta como posibles localizaciones del hombre que Froi tenía que asesinar. Sabía que si llegaba a una de las almenas, al menos tendría mejor vista de toda la fortaleza. Pero mientras se excusaba con el primo del rey, se topó con Dorcas.

—Justo la persona que estaba buscando —dijo Dorcas, lleno de presunción—. Tengo un mensaje.

—¿Para mí?

—El banquero de Sebastabol pasará de visita a Osteria —le informó Dorcas— y quiere hablar contigo. Al parecer conoce a tu familia.

El corazón de Froi comenzó a latir con fuerza contra su pecho. Menos de un día en palacio y su mentira estaba a punto de ser descubierta.

—¿Me oyes? —preguntó Dorcas.

—¿Te refieres a Sir… Roland? ¿Está aquí? ¿En la Citavita?

—Sir Berenson —le corrigió Dorcas, entrecerrando los ojos.

—Ah, te refieres a Sir Berenson el banquero y no a Sir Roland.

—¿Desde cuándo un banquero es Sir? —preguntó Dorcas.

—Lo es a los ojos de mi padre —contestó Froi, asintiendo enfáticamente—. «Sí, sí, ese hombre se merece un título», dice mi padre cada vez que mi madre vuelve a casa con el pan.

Dorcas no parecía interesado en historias de banqueros, pero tenía intención de seguir las instrucciones.

—Está en el salón de Lady Mawfa en la tercera torre —dijo Dorcas—. Corre.

—¿En la tercera torre? —preguntó Froi, eliminándola como la residencia del rey.

La noche anterior, había observado cómo Lady Mawfa se dedicaba a contar chismorreos a cualquiera que se acercara a ella. No podía imaginarse al rey compartiendo residencia con semejante loro.

—¿Estás seguro de que no está en la cuarta? —probó Froi—. ¿No dijiste que estaba visitando al rey?

—No he dicho eso —respondió Dorcas, irritado—. Y no se quedará mucho tiempo, así que corre.

Froi tenía que pensar con rapidez. Dorcas no iba a moverse hasta que él lo hiciera y la princesa indignada había aparecido detrás del pozo para hacerle señas con una mano impaciente. Después oyó el golpeteo del bastón de Gargarin y alzó la vista para ver al hombre renqueando hacia los peldaños de su torre. Froi aprovechó aquella oportunidad.

—Tonto orgulloso —le dijo a Dorcas, chasqueando la lengua y negando con la cabeza—. No dejo de repetirle que descanse. ¡Gargarin! —le llamó Froi, antes de salir corriendo en su dirección.

Alcanzó a Gargarin a mitad de la escalera hacia la cámara y le rodeó la cintura con un brazo para ayudarle, a pesar de que Gargarin no quería ayuda ni la necesitaba.

—¿Qué estás haciendo? —gruñó Gargarin, intentando apartarse.

Ambos perdieron el equilibrio en las escaleras de caracol.

—Ya estoy aquí, no tienes por qué preocuparte —le aseguró Froi en voz alta y le hizo un gesto a Dorcas para que no se acercara, un tanto preocupado.

—¿Necesitáis ayuda, señor? —le preguntó Dorcas a Gargarin.

—¿Acaso la he pedido?

—No, señor —contestó Dorcas.

A pesar de ello, Froi subió a rastras a Gargarin, que resoplaba, por el resto de peldaños y ambos tropezaron. Froi se volvió hacia Dorcas y dijo, moviendo los labios para que se los leyera: «Demasiado orgulloso» y puso los ojos en blanco al tiempo que se encogía de hombros como si no le quedara otro remedio.

—Yo me encargo, Dorcas.

Dorcas les observó un momento y levantó la mano para saludar a Gargarin, que tenía los dientes apretados. Cuando Dorcas se marchó, Gargarin se esforzó por librarse de Froi con una furia que casi vuelve a tirarlos a los dos.

—¿Eres idiota? —espetó Gargarin—. Suéltame ahora mismo.

—Estás pálido. Déjame que te lleve a tu habitación —dijo Froi.

«Para que pueda evitar ver a Sir Berenson el banquero», añadió para sus adentros.

—¡Nací pálido! ¡Y moriré pálido!

Al final de las escaleras, Gargarin por fin se soltó y se marchó cojeando.

—Pensaba que la habitación era mía el resto del día —dijo, mientras Froi le seguía hasta el interior.

—Una decisión de la que me arrepentí en el momento que dejé el cuarto —respondió Froi—. No soporto la idea de que tengas que ir tambaleándote por ahí sin rumbo fijo. Gargarin se le quedó mirando con frialdad. —Una decisión de la que no me arrepiento haber aceptado. Vete.

Imagen

Froi pasó el resto del día en los establos, evitando a la princesa, al banquero de Sebastabol y a Dorcas. Como Gargarin había predicho, el mozo de cuadras y la fregona le habían dado una o dos lecciones sobre apareamiento, y también había aprendido un par de palabras que el sacerdote real no le había enseñado en el idioma charynita.

Cuando llegó de vuelta a su habitación aquella noche, nada apasionado, la princesa estaba fuera de su cámara. Esperando. Con una fría mirada.

—¿De verdad no tienes nada que decirle a la Reginita? —preguntó con dureza.

—¿A quién? —dijo él.

Se quedó pensando un momento, con la boca torcida hacia un lado. Era la reflexión más extraña que había visto. Estaba esperando algo y Froi no entendía el qué.

Poco impresionada, la princesa le hizo unas señas para que entrara a su habitación con un arrogante gesto de la mano. Su alcoba, muy parecida a la de Froi y Gargarin, era simple, con una cama en el centro y sin chimenea a la vista.

Comenzó a desabrochar los corchetes que sujetaban el vestido.

—Tal vez comenzamos con el pie izquierdo —dijo Froi—. No quiero que esta semana.

Se detuvo un momento y entrecerró los ojos.

—¿Una semana? Lo que se tiene que hacer debería durar solo una noche.

«Lo que se tiene que hacer».

Froi necesitaría más de una noche para comprender las complejidades de aquel palacio y para hacer lo que le habían enviado a hacer.

—Ahora que le estaba cogiendo cariño a tu dulce predisposición. —Se golpeó el pecho con una lamentable exageración—. Si me fuera mañana, nunca tendría la oportunidad de conocerte.

La princesa arrugó la frente, como si no acabara de entenderle. A pesar de todo, Froi no quería ser cruel. Si tenía que hacer lo que le habían enviado a hacer, no quería sentir nada, ni siquiera odio ni desagrado. Pero le tenía lástima. El modo en que hablaba de ella como si fuese otra. El modo en que su corte la rechazaba. Isaboe de Lumatere era querida. Adorada. Isaboe sabía quién era incluso cuando se hizo llamar Evanjalin todos aquellos años.

—No eres lo que esperábamos —dijo con decepción en la voz—. Nos prometieron más.

Había algo muy extraño en su manera de hablar. Froi se esforzó mucho por no reaccionar y contuvo una carcajada.

—¿Nos? —preguntó—. ¿Bestiano y tu padre?

Se quitó el traje y las pantuflas, quedándose en camisón, una camisa de dormir suelta, blanca y de algodón, que le llegaba por las rodillas.

Froi se quitó la camisa por la cabeza, repitiendo para sus adentros lo que iba a decirle. Cómo su ineptitud le impedía plantar la semilla.

Ella dejó de desvestirse un instante, confundida.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó—. No tienes por qué quitarte la camisa.

Le señaló los pantalones con un dedo.

Esta vez, Froi suspiró e hizo un gesto exagerado para desatarse el cordel que le sujetaba el pantalón mientras ella se tumbaba y se subía el blanco camisón hasta la parte superior de los muslos.

Froi se quitó los pantalones y se arrodilló en la cama. «Gana tiempo, Froi», se dijo a sí mismo. Puso la mano entre sus piernas y movió los dedos con suavidad. Ella le apartó y volvió a mirarle de manera implacable.

—¿No sabes lo que tienes que hacer, tonto?

—Sé exactamente lo que tengo que hacer —se enfureció.

—Pues acaba de una vez. No hacen falta las manos.

—¿No deberías sentir placer?

—Placer. —Se estremeció—. ¡Qué palabra tan rara para usar en estas circunstancias! Estamos fornicando, imbécil.

—Menuda boca tan sucia que tenéis, princesa.

Le miró a los ojos.

—No me digas que eres un romántico —dijo—. ¿Cómo lo llamarías? ¿Hacer el amor?

—Tan solo quiero hacerlo más fácil —dijo con sinceridad—. No soy muy delicado y no quiero hacerte daño.

—No busco ternura —contestó ella y giró la cabeza a un lado—. Date prisa y si tu boca o tus dedos vuelven a acercarse a mí, te los cortaré.

Pero tan solo podía recordar la promesa que le había hecho a Isaboe: «Nunca tomarás a una mujer que no te haya invitado a su cama», que con el paso de los años se había convertido en: «No volveré a acostarme con una mujer, mi reina». Quería que supiera que aquel compromiso era voluntario y no una orden suya. Aunque aquel momento con la princesa era consentido, se sentía como un demonio.

—No puedo continuar si no lo deseas —dijo en voz baja, pues quería que se diera la vuelta.

—¿Qué tiene que ver el deseo en todo esto? —inquirió con fría cólera en su voz—. Si prefieres un momento para que aparezca la pasión, me daré la vuelta. Puedes usar la mano y pensar en una mujer que te obsesione.

Froi resopló sin dar crédito a sus oídos.

Volvió a entretenerse, apoyó una mano con cuidado en su muslo y por un instante vio asombro en sus ojos. Hasta que se dio cuenta de que el asombro tenía su origen en lo que había detrás de él. Giró la cabeza para verla levantar una mano y formar la imagen de un pájaro en el techo ensombrecido.

Y entonces supo que no podía seguir con el apareamiento. Si iba a hacer lo que le habían enviado a hacer, no podía sentir lástima, compasión ni siquiera deseo. Aunque no es que sintiera deseo. ¿Cómo iba a sentir nada por aquella bola de pelo bizca? Froi sabía lo que era el deseo. Luchaba para combatirlo a diario. Su compromiso con Lumatere era deshacerse del enemigo, no acostarse con su abominación, su maldición, su princesa despreciada. Se arrepintió de no haberle preguntado a Trevanion qué quería decir con las palabras «lo que hiciera falta». ¿Qué tenía que hacer Froi con la princesa?

—Empieza —dijo y se volvió hacia él.

Cuando negó con la cabeza, le dio una bofetada. Al instante, se sentó a horcajadas sobre su cuerpo para atraparlo entre sus piernas.

—No soy una puta ni tú tampoco —dijo entre dientes—, así que no nos trates de ese modo. Y la próxima vez que lo hagamos, me gustaría un poco más de participación por vuestra parte, princesa. No me gusta pensar que estoy fornicando con un cadáver.

Vio que torcía los labios y el salvaje que albergaba en su interior se excitó al ver la malevolencia en sus ojos. Pero salió de un salto de la cama, se puso los pantalones y cerró de un portazo. Bestiano apareció entre las sombras.

—¿Ya has terminado? —preguntó.

—No. Tendré que volver a verla mañana.

Imagen

A la mañana siguiente, Froi observó cómo un grupo de hombres a caballo salía del patio y rezó para que fuera el banquero de Sebastabol. Cuando pensó que estaba a salvo, se atrevió a desayunar, pues estaba muerto de hambre al haberse perdido la comida de la noche anterior.

—Sir Berenson se marchó decepcionado al no poder verte.

Quintana se acercó a él en cuanto entró. Llevaba el mismo horrible atuendo rosa que vestía el día que la conoció, y siempre, pensó. Froi decidió que o era su vestido favorito o el único que tenía. La última opción era absurda para alguien de la realeza, así que debía de ser lo primero. Era evidente que tenía mal gusto. Había vuelto a ser la princesa indignada, llena de sinceridad y de incesante conversación. En realidad le aliviaba verla de aquel humor.

—¿Se ha marchado Sir Berenson? —preguntó, echando un vistazo a la sala para ver quién era el mejor candidato para sentarse a su lado. Tal vez Lady Mawfa con sus cotilleos le sería útil—. ¿Ya? ¿Sin ni siquiera despedirse?

—Dijo que había preguntado por ti toda la noche —respondió Quintana, indignada.

—Le busqué por todas partes. —Froi fingió sentirse herido—. Siempre pasa lo mismo —dijo, mirando alrededor de la mesa buscando a algún interesado—. A pesar de ser un último nacido, no recibo el mismo respeto que mi primo. Si fuera Vassili, estoy seguro que Sir Berenson habría hecho un esfuerzo por encontrarme.

A aquellas alturas, nadie le escuchaba. Le habían colocado enfrente del primo mayor del rey, que se tiraba de las pieles secas de los dedos y las ponía en la mesa junto a Froi. A su lado estaban Gargarin y Quintana, que insistía una vez más en robarle la comida del plato. Le dio en la mano en más de una ocasión para que la apartara.

—¿Tienes algo que decirnos? —le susurró al oído.

Froi apretó los dientes. No sabía qué parte de ella le gustaba menos. La fría víbora o su irritación.

De repente notó la atención de Bestiano desde la cabecera de la mesa.

—¿Qué susurráis vosotros dos? —preguntó el Primer Consejero del rey. Froi se señaló a sí mismo, de manera inquisitiva.

—Solo quería decir cuánto le favorece a la princesa este vestido. El color es perfecto para su cutis —mintió.

Ella se puso bizca de asombro. Inclinó la cabeza debido a la confusión, como si considerara que las palabras de Froi fueran un cumplido.

—Quintana —la llamó Bestiano—, uno responde ante un comentario halagador.

La princesa parecía recelosa.

—No nos suelen hacer cumplidos, mi señor, así que no estamos seguras de su sinceridad.

No había mordacidad en su tono. Tan solo confusión. Froi se dio cuenta demasiado tarde de que había elegido a la persona equivocada con quien jugar y comenzaba a sentirse incómodo por lo que había empezado.

Gargarin de Abroi le dio una patada bajo la mesa a modo de advertencia.

—¡Da las gracias, Quintana! —ordenó Bestiano.

—No podemos dar las gracias porque dudo de la honestidad de Olivier —contestó con una voz angustiada, como si no supiera qué hacer en aquellas circunstancias.

—Di gracias —repitió Bestiano.

—No es necesario —dijo Froi—. Era un intento de broma entre nosotros y…

—¡Dilo! ¡Gracias!

La sala de repente quedó en silencio. La princesa estaba temblando, pero negó con la cabeza y habló como si ensayara un discurso.

—Solo damos las gracias si sentimos gratitud y la Reginita no cree…

Un puño golpeó la mesa principal. Froi vio cómo la muchacha cerraba los ojos y se estremecía.

—Basta de la Reginita.

Reinó el silencio unos instantes. Froi observó cómo Bestiano se acercaba al final de la mesa. Se levantó para interponerse en el camino del hombre, pero Gargarin tiró de él para que se sentara justo cuando Bestiano levantaba a Quintana de la silla por el pelo y la sacaba del salón.

—Es mejor para la moral que la chica coma en su cámara —oyó Froi que comentaba una de las mujeres.

Los demás siguieron desayunando como si el incidente no hubiera tenido lugar.

—¿Ya estás contento? —preguntó Gargarin en voz baja, furioso. Con una mano temblorosa, Froi cogió su té y bebió.

Imagen

Después fue a su habitación, practicando un intento sincero de redimirse. Si quería saber dónde estaba su padre, tenía que tratar de hacer las cosas bien con ella. Además, una parte de él se sentía culpable. Se imaginaba que Bestiano tenía la autoridad de echarle una bronca peor que las que recibía él de Perri. Pero cuando llegó a su habitación, la puerta estaba cerrada con llave.

—Princesa —dijo, llamando—. Su Alteza. Abrid, sé que estáis ahí dentro.

No hubo respuesta. Froi entró en el cuarto que compartía con Gargarin y abrió las puertas de cristal para salir al balcón. Había poca distancia entre ambas habitaciones y, a pesar de la profundidad del bagranco, era un salto sencillo. Froi se subió a la baranda de hierro forjado del balcón y saltó, cayendo sin problemas en el de ella.

Miró hacia el interior de la estancia, con las manos dispuestas a golpear el cristal.

Pero retrocedió horrorizado.

Más tarde, cuando no pudo quitarse la imagen de la cabeza, trató de entender lo que le había puesto enfermo. ¿Había sido el modo en que Bestiano le cogía la mano para que no hiciera formas con las sombras inexistentes por encima de su cabeza? No parecía que estuviera resistiéndose, pero había algo muerto en sus ojos, muy distinto a cuando los entrecerraba de forma inquisidora o a la frialdad con que perseguía a Froi desde que pisara por primera vez el palacio.

Se dio la vuelta y respiró a bocanadas.

Al otro lado del bagranco, en la casa de los dioses, vio a alguien junto a la ventana. Pero al instante desapareció.