FROI se marchó del pueblo de Lord August y pasó la siguiente semana en las montañas con Trevanion y Perri, interrogando al charynita. Aunque el capitán no había confirmado que Froi fuera a ir a Charyn, él sabía que estaba allí por su don con el idioma charynita.
—Es uno de los castillos mejor defendidos de toda la nación —les explicó Rafuel— y tiene muy poco que ver con la Guardia o los soldados; es más bien por la misma piedra y la estructura.
El charynita le hizo un dibujo y Froi lo memorizó mientras les traducía la información a Trevanion y Perri.
—Pregúntale más cosas sobre los últimos nacidos —le pidió Trevanion.
—En primer lugar, está Quintana de Charyn —empezó a decir Rafuel cuando Froi le preguntó—. Fue la última en nacer en todo el reino el día de llanto.
—¿Solo ella? —inquirió Froi—. ¿No nació nadie más ese día?
—Luego están los últimos en nacer en la provincia —continuó Rafuel, ignorando la pregunta—. Grijio de Paladozza y Olivier de Sebastabol, por ejemplo, nacieron en sus provincias tres y cinco días antes que Quintana. Tariq nació en su pueblo un mes antes que Quintana. Satch de Desantos fue el último que nació en su provincia seis meses antes. Y todas las chicas que nacieron el mismo año que Quintana están marcadas.
—¡Dioses! —masculló Trevanion—. Será mejor que esté diciendo la verdad sobre que esas chicas están recluidas.
Froi repitió las palabras de Trevanion y vio cómo Rafuel apretaba los dientes.
—¿Acaso los lumateranos creéis que protegéis a vuestras mujeres mejor que nosotros? —preguntó.
—El capitán juzga a los hombres charynitas por cómo trataron a las mujeres lumateranas. Tus hombres violaron a su amada y dio a luz durante la maldición —dijo Froi. La expresión de Rafuel reflejó amargura.
—Puede que nuestro ejército haya violado. Eso no lo niego. Pero no solo son nuestras mujeres estériles —dijo Rafuel—. La semilla de los charynitas es inútil. El que haya engendrado a la hija de Beatriss de las Llanuras no es charynita.
Froi se le quedó mirando, atónito. Alzó la vista hacia Trevanion y Perri. Por la mera mención del nombre de Beatriss habrían comprendido las palabras de Rafuel, a pesar de lo poco que entendían del idioma charynita. Perri se había quedado pálido. Y lo que era peor, Froi vio la verdad en el rostro de Trevanion. El capitán ya lo sabía. Lo había sabido desde el momento en que Rafuel de Sebastabol había revelado la maldición hacía unos días.
—Pregúntale por sus dioses —dijo Trevanion, como si no hubiera pasado nada.
Rafuel pasó el resto del día hablando de sus costumbres y creencias, de sus productos y sus dioses. Había muchos dioses que aprenderse de memoria. En Lumatere, estaba Lagrami y Sagrami, una diosa adorada como dos deidades durante cientos de años. Incluso en Sarnak, donde Froi se había criado, veneraban a Sagrami. Pero le intrigaba la idea de que a los trece años, un charynita eligiera al dios que le guiaría el resto de su vida. El de Rafuel era Trist, el dios del conocimiento. Froi se imaginó que él habría elegido un dios guerrero.
A partir del tercer día, Trevanion y Perri susurraban entre ellos a menos que Froi tuviera que transmitirles alguna información importante.
—¿Me estás escuchando? —preguntó Rafuel.
Froi asintió.
—Moja y prueba —continuó Rafuel—. No lo hagas como los lumateranos. Rafuel hizo una basta imitación de un hombre atiborrándose de comida y engulléndola.
—¿Nos estás llamando cerdos? —preguntó Froi, observando cómo Rafuel se estremecía por décima vez ante la formalidad del charynita de Froi.
Rafuel se quedó pensando unos instantes y luego asintió.
—Pues la verdad es que sí, parezco un cerdo.
Froi se volvió hacia Trevanion y Perri, a los que oyó discutir sobre la necesidad de un entrenamiento con arco en el pueblo de la roca.
—¿Qué pasa? —le preguntó Perri a Froi—. Dice que comemos como cerdos.
Trevanion y Perri pensaron un momento en lo que acababa de decir y luego siguieron con su conversación.
A veces, Lucian se reunía con ellos si no estaba en el valle, o sofocando alguna riña entre los monteses, o negociando con los mayores en la Roca, que querían un rebaño de ganado pastando en la montaña a cambio de la piedra extraída de la cantera que necesitaban los monteses para sus cabañas.
—Pareces interesado en nuestras costumbres, montés —le dijo Rafuel a Lucian la tercera vez que fue a visitarle.
—Estoy muy interesado —respondió Lucian—. La mejor manera de conocer la debilidad del enemigo es comprender sus costumbres.
Rafuel suspiró y volvió a la explicación del protocolo en el baile. Se levantó para hacer una demostración y los grilletes de hierro repiquetearon alrededor de sus muñecas.
—Las caderas deben atraer mientras los brazos están en el aire. Nunca pierdas el contacto visual con tu pareja.
Lucian soltó un resoplido.
—Ridículo. Froi parecerá una mujer.
Froi gruñó.
—No bailaré con nadie —dijo en lumaterano.
—Es una seducción, montés. No es como la danza de Lumatere y Belegonia, donde pisáis como si estuvierais haciendo vino.
Froi se dio la vuelta hacia Trevanion y Perri.
—¿Qué ha dicho esta vez? —preguntó Trevanion, irritado.
—Que no sabemos bailar.
Trevanion y Perri continuaron con su conversación.
El charynita le enseñó a Froi palabras y frases que el sacerdote real no le había transmitido. «Culo de caballo» era la favorita de Froi. «Fornicaovejas» era otra. «Fornicaovejas» o cualquier otro tipo de fornicación funcionaba mejor acompañado de un gesto.
—Hablas demasiado formal porque te ha enseñado un sacerdote —no dejaba de decirle Rafuel—. El muchacho al que vas a reemplazar viene de mi provincia, Sebastabol, y se ha criado en los muelles. Somos un poco groseros, en mi opinión. Y no hablamos con frases completas. Sé breve y ve al grano.
—¿Cuándo se prevé que salga de su provincia?
—¿Se prevé? —Rafuel le clavó la mirada—. ¿Me estás escuchando, tonto? Olivier de Sebastabol puede cautivar, puede entretener, puede irritar. Pero nunca usará palabras como «prever».
—No puedo evitar sonar como si tuviera un palo metido en el culo —soltó Froi—. ¿Eso es lo bastante grosero?
Rafuel suspiró. Trevanion y Perri echaron un vistazo a Froi, irritados. Suspiraron. Aquel día habría más suspiros.
La mayoría de las noches, Froi bajaba al valle con Perri para vigilar a Tesadora y a las tres novicias que la acompañaban desde el último invierno. A veces se sentaba a solas con ella si Perri salía a controlar que los charynitas no pasaran por el arroyo. La norma tácita era que los charynitas se quedaran en la otra orilla. Cualquier intento de cruzarlo se consideraría una amenaza para Tesadora y sus chicas.
Froi estaba acostumbrado a Tesadora desde los primeros días del nuevo Lumatere, cuando ella vivía en los claustros del bosque con las novicias y la sacerdotisa. Era una Habitante del Bosque y ningún grupo de personas había sido más rechazado en el reino. Su madre, Serannona, había sido la que maldijo Lumatere hacía trece años mientras se quemaba en la hoguera, pero los que quedaron atrapados en el interior habían terminado confiando en Tesadora por lo que había hecho para salvar a sus jóvenes y cuánto había ayudado a romper la maldición. Era una mujer dura que desconfiaba de mucha gente, sobre todo de los hombres. Lord August siempre bromeaba sobre que sería una tontería quedarse a solas con ella en una habitación. Lady Abian, que había llegado a cogerle mucho cariño a Tesadora en los últimos tres años, decía que si Lord August se encontraba a solas en una habitación con cualquier mujer, a la que tendría que temer era a su esposa.
—No parece que vayan a marcharse pronto —le dijo Froi a Tesadora mientras estaban sentados en lo alto de una roca, mirando al otro lado del arroyo, donde el campamento charynita había montado sus viviendas en cuevas.
—Solo deseo que se vayan a casa y se aparten de mi vista —dijo ella.
Froi se la quedó mirando.
—¿Los odias?
—Los detesto.
—¿Y entonces por qué estás aquí? Eras feliz con las novicias en los claustros del bosque.
—No soy una sacerdotisa —contestó—. Solo tuve el cometido de cuidar de las novicias durante la maldición.
—¿Y esto es mejor? —preguntó, enfadado—. Perri tiene que viajar casi dos días para estar contigo. Ahora te ve cada día por el prisionero charynita que está en las montañas.
—El pobre Perri no tiene que hacer nada —dijo, se levantó y se abrazó el cuerpo para dejar de temblar.
El verano se desvanecía y el valle y las montañas eran los primeros en notar el frío penetrante. Froi sabía que Tesadora y sus novicias se congelarían muy pronto en su tienda.
Tesadora era menuda para ser lumaterana y su rostro era distinto al de los demás Habitantes del Bosque. El pelo se le había encanecido por los horrores que había presenciado cuando caminaba por los sueños junto a la reina durante los diez años de la maldición, aunque no era mayor que Lady Beatriss. A veces Froi tenía que reprimirse y dejar de mirarla. Poseía una belleza que debilitaba a los hombres si no quedaban ya debilitados por el miedo que le tenían.
—La reina te echa de menos, igual que Lady Beatriss, la querida Vestie y Lady Abian. Al menos en el bosque te veían con más frecuencia.
Le miró y el brillo en sus ojos se asemejó al de Froi. A menudo pensaba en lo mucho que se parecían. A veces él soñaba que Tesadora y Perri le habían engendrado y que un día se revelaría la verdad y todos lo celebrarían. Pero entonces veía a Tesadora con la hija de Lady Beatriss, Vestie, o incluso con la princesa Jasmina. Veía el gran amor que sentía y sabía que se dijera lo que se dijera de Tesadora, ella nunca habría abandonado a su hijo.
—Hay cosas que escapan a nuestro control, ¿verdad? —dijo. Froi se sorprendió al oír sus palabras. A Tesadora no la controlaba nadie—. ¿Todos los charynitas eran malos? —le preguntó en voz baja, pensando en todos los soldados escondidos con los que se había topado. Ella se encogió de hombros.
—La mayoría. Si no eran malos, eran débiles. Uno o dos se pronunciaron en contra. Un joven soldado nos encontró los primeros días y me dijo que las novicias de Lagrami de la aldea de palacio estaban en peligro. Lo recuerdo muy bien. Fue el que ayudó a las novicias a escapar y las trajo hasta nosotras. Es curioso —murmuró—. Fue un charynita el que unió los claustros de Sagrami y Lagrami.
Se estremeció.
—Lo colgaron por ello. Enfrente del resto de su ejército. Una buena manera de disuadirlos, ¿no crees? Un charynita no volvería jamás a ayudar a un lumaterano, tanto si quería como si no. Incluso aunque no trabajaran en su contra, no soportaban que los vieran como parias. Así que lo que hacía uno, los otros lo repetían.
Froi pensó en las palabras de Tesadora al día siguiente en la celda.
—¿Qué habrías hecho si hubieras sido el enemigo atrapado en el interior de los muros de Lumatere? —le preguntó a Rafuel de Sebastabol. No pudo evitar que el odio se reflejara en su voz. Rafuel soltó una risa forzada.
—¿Eso importa, Froi? Lo que es más importante es lo que habrías hecho tú.
Aquel día Trevanion y Perri preguntaron por el papel de los provincari en Charyn. Rafuel les explicó que permanecían en el poder hasta su muerte y luego la gente de la provincia elegía a su hijo, si era conveniente, o a otro.
Froi tradujo distraídamente, aburrido de la información. Rafuel siguió con la perorata de su poder dentro de la provincia y en qué se diferenciaban de la nobleza, cómo se esforzaban por mantener el palacio al margen de sus asuntos. Pero en medio de aquella cantinela, Rafuel de Sebastabol atrajo la atención de Froi e incluyó las palabras:
—No perteneces a este reino, muchacho.
Froi se puso alerta al instante y se dio la vuelta hacia donde Trevanion y Perri estaban sentados.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Perri.
Froi vaciló. Se le había secado la boca y apenas podía hablar.
—A los provincari no les preocupa mucho el rey hoy en día —dijo. Trevanion asintió.
—Lo sabemos. En cuanto entres, queremos que averigües quién tiene más poder entre ellos. La reina y Finnikin quieren saber quién ayudó al rey de Charyn a planificar la matanza en nuestro palacio.
Froi se volvió hacia Rafuel. Por el tono calmado de Trevanion, el charynita sabía que Froi no había repetido sus palabras.
—¿Por qué bajas al valle todas las noches? —preguntó Rafuel. Froi no respondió.
—¿Quieres saber por qué pienso que estás ahí, Froi? —inquirió Rafuel, inclinándose todo lo que pudo hacia delante con los grilletes de hierro alrededor de las manos—. Porque la sangre canta entre los charynitas lejos de casa. Mi sangre te canta a ti. La sangre de todos los charynitas te canta.
Froi se le quedó mirando, con una expresión cargada de ira.
—No soy un charynita lejos de casa —espetó—. Soy un lumaterano de la montaña.
—¿Por qué está Tes… la bruja blanca en el valle? —preguntó Rafuel, mirando por encima del hombro de Froi para ver si los hombres se habían dado cuenta de que casi había pronunciado el nombre de Tesadora.
Froi se quedó reflexionando un momento y tragó saliva.
—La mujer con peor humor que he conocido, a pesar de que su belleza hace suspirar a cualquier hombre, sin importar su edad —continuó Rafuel—, pero está en el valle porque nuestra sangre le canta. Escapa a su control.
Froi se estremeció. Las palabras de Rafuel se parecían demasiado a las que había pronunciado Tesadora la noche anterior.
—Es medio charynita, ¿verdad? —continuó Rafuel—. Por eso se mantuvo apartada de los otros Habitantes del Bosque cuando era pequeña. Una marginada de los mismos marginados.
A Froi le temblaban las manos.
Los ojos de Rafuel brillaron de entusiasmo.
—Mis hombres buscan a un asesino que mate al rey, Froi. Pero también busco al último niño nacido en la Citavita el día de la maldición, que salió a escondidas del reino. Muchos dicen que es un mito, pero me consta que no es así.
Froi siguió sin apartar la vista de él, confundido.
—¿Sabes por qué buscas a la bruja blanca, Froi? Porque su sangre te canta. Dos charynitas lejos de casa.
La palma de Froi se aplanó con gran fuerza contra el puente de la nariz del charynita. Trevanion y Perri se abalanzaron sobre él al instante para apartarlo de Rafuel, cuyo rostro estaba ensangrentado e hinchado. Llamaron al guardia y empujaron a Froi hacia él.
—Sácalo de aquí —gruñó Trevanion.
El silencio en el que se vio sumido Froi mientras bajaban la montaña a caballo era incómodo. Rezó por que no durase mucho, y el capitán no habló hasta que llegaron al pie de la montaña.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó Trevanion, como si todo aquel tiempo le hubiera costado sofocar su furia.
—No estaba pensando —respondió Froi.
—¡Es un prisionero, Froi! Estaba encadenado. No somos salvajes.
El rostro de Perri permaneció impasible.
—No podemos dejar que vaya a Charyn, Trevanion. No podemos.
Froi se bajó de su caballo de un salto para ponerse delante de ambos.
—¿Decís que no estoy preparado? —gritó.
—En fuerza y destreza, sí. Pero aquí —dijo Perri, señalando su cabeza—, no.
—Puedo imaginarme años explicándonos a los provincari menos hostiles de Charyn —dijo Trevanion—. «Nuestro chico no trabaja bien sin instrucción. Necesita que le informen de su compromiso. De lo que se espera de él. De lo que es inaceptable. No sabe muy bien cómo hacerlo él solo. Vivió catorce años como un salvaje en las calles de Sprie. Los tres años en Lumatere le han cambiado en muchos sentidos, pero insiste en tener un compromiso».
—Puedo hacerlo, capitán. Ya lo sabéis —suplicó Froi.
—¿Y si te cuesta controlar tu furia, Froi?
—Contaré hasta diez, capitán. Y luego volveré a contar hasta diez.
—Dinos tu compromiso.
—He de matar tan solo a los que amenacen Lumatere y asegurarme de que es una muerte limpia. Debo tratar a las mujeres como trataría a la reina. No responder a un mayor que merezca respeto. Escuchar con los oídos y no con mi ira. Nunca actuar cuando estoy enfadado ni ignorar una orden que provenga de vos o Perri.
—No escupir a la nobleza a pesar de lo que salga de su boca —continuó Perri.
Froi se encrespó.
—Nunca le he escupido a Lord Augie ni a Lady Abian.
—Ellos son diferentes, Froi —dijo Trevanion, reflejando irritación en su voz—. Te han dado un hogar. No hay duda de que eres protector con los que te preocupan, pero es cómo tratas a los demás lo que provoca conflictos, Froi. Escupiste a Lord Nettice en el Festival de la Luna de Cosecha. Le agarraste del cuello y no le soltaste hasta que se puso azul.
—No me gustó cómo le habló a Lady Beatriss —respondió Froi, mirando a Trevanion—. ¿Cómo no lo podéis entender, señor?
—Soy el capitán de la Guardia, Froi —dijo Trevanion—. ¿De verdad crees que tengo que estrangular a todos los hombres que insultan a los que quiero?
—Y también insultó al rey. A vuestro hijo, capitán.
—Es el consorte, Froi. No el rey. Habrá hombres que insultarán a Finnikin durante el resto de su vida. Es lo que pasa cuando te casas con la mujer más poderosa del reino. Pero esa no es razón para casi acabar con la vida de un hombre. Un hombre sensato tolera a ese tipo de gente. Un hombre sensato se aleja o encuentra los medios para cambiar su modo de pensar.
Froi apartó la mirada.
—No te des la vuelta cuando no quieras oír lo que te dicen —dijo Trevanion con los dientes apretados.
Froi contó hasta diez mentalmente y se dio la vuelta.
—Perdón, capitán.
Trevanion y Perri intercambiaron una mirada. Algo pasaba entre ellos como siempre. Habían estado separados diez de los últimos trece años, aunque seguían diciéndose mucho con tan solo una mirada.
—Cumple con el compromiso que te dijimos. No el de Rafuel de Sebastabol, ni siquiera el del sacerdote real que quiere que busques a los sacerdotes escondidos de Charyn. Sigue tan solo nuestras instrucciones.
Froi asintió y el entusiasmo rasgó su sangre.
—Entrarás al palacio. Un lugar lleno de nobles más inútiles que cualquiera que hayas conocido aquí. Al menos en Lumatere no confían en que la reina les dé comida y alojamiento. Cuando te insulten, mantente firme en tu compromiso y quédate callado. Para ellos eres un tonto de provincias.
Froi asintió, aunque quería decirles que, según Rafuel, los de Sebastabol no eran ningunos tontos.
—No te encariñes con nadie y no te involucres en los planes de otro. En la corte del rey están los que siempre buscan sangre fresca para dar más peso a su causa. No te alíes con ellos, aunque sean el enemigo de nuestro enemigo. Trabajas solo.
—Como si fuera tan bobo.
Perri hizo un sonido de incredulidad y desmontó, señalando a Froi con un dedo.
—No está preparado, Trevanion —gritó—. ¡Ni siquiera puede escuchar sin contestar!
Froi sabía que la decisión podía volverse en su contra en cualquier momento. Quería aquella misión. Agarró a Perri por la chaqueta.
—Déjame hacerlo por ella. Déjame demostrarte que daría mi vida para que la reina y Finnikin vivan en paz en sus corazones. Por favor. Sabes que puedo hacerlo. —Miró a Trevanion—. Lo sabéis, capitán.
Froi se percató de que Trevanion se estaba ablandando.
—Por suerte, gracias al compromiso que tienes con la reina, no tenemos que recordarte que acostarte con la princesa de Charyn no es parte del plan. En lo que se refiere a ella, harás lo que tengas que hacer.
Froi no estaba muy seguro de lo que Trevanion quería decir con eso, pero no se atrevía a preguntar por si acaso el capitán pensaba que estaba contestando. Asintió de todas maneras. Lo que hiciera falta.
—Encontrarás el camino para entrar en los aposentos del rey. A pesar del odio que sentimos todos hacia él, lo harás con rapidez. Asegúrate de que está muerto antes de salir de la habitación. En cuanto deje de respirar, regresa a casa. En ese mismo momento. Sin mirar atrás.
Froi asintió. Miró a Perri y esperó su bendición.
—¿Podrás conseguirlo sin provocar el caos? —dijo Perri bruscamente.
—¿Acaso alguna vez he roto el compromiso que tengo contigo y el capitán?
—¡Parte del compromiso es no contestarnos! —exclamó Perri, exasperado—. No dejas de hacerlo.
—Aparte de eso —dijo Froi con vergüenza.
Perri agarró a Froi de la oreja para acercárselo y darle un abrazo.
—Ve con cuidado, Froi. Ve con cuidado y regresa a casa con nosotros.
El último día en Lumatere, Froi se despidió de Lord August y Lady Abian y sus hijos, que eran como hermanos en su corazón. Se alegraba de que Lady Celie estuviera en Belegonia. Habría llorado y a nadie le gustaba ver a Celie llorar.
—¿Adónde vas, Froi? —preguntó Talon.
Era el hijo mayor de Lord August y era muy astuto a pesar de su temprana edad.
—A Sarnak —mintió—. Soy el mensajero de la reina y conozco bien la lengua.
Era la historia que Trevanion le había ordenado que contara. Miró a Lord August directamente a los ojos y se preguntó si sabría la verdad. Lord August era el amigo más fiero de Trevanion.
—Ya sabes dónde está tu hogar —fue lo único que Lord August le dijo antes de alejarse.
—Cuando regreses, elegiremos el día para celebrar tus dieciocho años —dijo su mujer.
Él asintió con la garganta tensa por la emoción. Un cumpleaños. ¿Cómo había llamado el charynita al día en que la princesa había nacido? El día de llanto.
—Contaré los días —contestó.
Después fue a visitar al sacerdote real. El anciano estaba enseñando a unos jóvenes lumateranos en el jardín delantero de su casucha. Froi esperó a que se fueran, mientras sacaba cardos de entre las hierbas que él había plantado para el sacerdote real la primavera anterior. El orégano, los ajos, las cebolletas y el romero parecían pequeños al lado de los cardos que trepaban.
—Ya os lo he dicho antes, bendito barakah —dijo Froi cuando los más jóvenes se marcharon—. Arrancadlos en cuanto los veáis o este invierno sorberéis una sopa muy insulsa.
—Pero tienen un color precioso —opinó el sacerdote real, que se puso de pie y enderezó su espalda con un quejido.
—¿Y qué le pasó a la silla que os hice? —preguntó Froi, frustrado, mirando alrededor de la casucha.
Cuando Rafuel habló de la casa de los dioses de Charyn donde los sacerdotes y los novicios vivían y aprendían, Froi no pudo evitar compararla con aquella choza en el prado. Antes, el sacerdote real de Lumatere vivía en una gran casa en el pueblo del palacio, pero el bendito barakah decía ser ahora un hombre muy distinto.
—Tenéis que mudaros a una casa más grande. ¿Sabíais que en Charyn tenían escuelas para los novicios y les enseñaban los que tenían menos poder que vos? Aprendían sobre los antiguos, se convertían en los escribanos del pueblo y aprendían cómo ser médicos.
El sacerdote real se rio y le hizo una seña a Froi para que se acercara y así apoyarse en su hombro.
—Caminemos unos instantes, muchacho —dijo. Froi sostuvo al anciano, frustrado por su cabezonería.
—De todas formas, creía que habías dicho que aprender era una pérdida de tiempo —dijo el sacerdote real.
—No queremos que los charynitas sean mejor que nosotros.
Caminaron por un sendero lleno de maleza que cruzaba el pequeño prado que daba a las afueras de la aldea de Lord August. Incluso si el sacerdote real accedía a construir una casa más grande, la tierra que la rodearía sería demasiado escasa para dar una impresión apropiada. Froi conocía el sueño de Finnikin, pero normalmente se quedaba dormido mientras Finnikin no dejaba de hablar de ello. Finnikin soñaba con una biblioteca llena de los libros, la más grande que Lumatere jamás había visto en una escuela, donde los hombres sagrados y los eruditos de Belegonia y Osteria vendrían a enseñar como invitados. También aquel era el sueño de la reina.
—Perderemos a los más inteligentes, como Celie, cuando se vayan a Belegonia —decía—. Necesitamos darles una escuela.
Froi notó la mirada del sacerdote real. Sabía que había llegado el momento de despedirse. No quería que el sacerdote le preguntara adónde y por qué se iba. Tendría que mentir otra vez y aquel hombre bendito había sido la primera persona en tratar a Froi como a un igual.
—¿Puedes cantarme la Canción de Lumatere? —le preguntó Froi en voz baja. Hubo una ligera sonrisa en el rostro del sacerdote real.
—Lo he dicho una vez y lo repetiré de nuevo, hay una canción en tu corazón, Froi. Debes soltarla o pasarás tus últimos días lamentándolo.
—No cantaré para nadie —contestó Froi con frialdad—. Y si no queréis cantarla, ¡tan solo decidla!
El sacerdote real se inclinó hacia delante y le dio un beso a Froi en la frente. Una bendición.
—Cuídate, joven amigo.
Froi colocó con cuidado las manos sobre los frágiles brazos del hombre.
—Os veré en menos de quince días, bendito barakah, y haremos algo con este jardín.
En el patio del palacio, Perri le colocó las fundas para sus puñales y la espada corta.
—Esto se hizo especialmente para ti —dijo, mientras se las ponía a las hojas de los hombros de Froi—. Muy buen cuero. Mira.
Froi vio su propio nombre grabado en la piel y el hecho de que viniera de parte de Perri, Trevanion, del rey o la reina, le hizo sentir orgulloso. Aparte del anillo de rubí de Isaboe, Froi nunca había tenido nada en toda su vida.
—Quizá no puedas entrar con armas a la capital, pero guárdalo bien.
Froi levantó la vista para ver a Isaboe junto a Sir Topher, observando desde el parapeto. Incluso desde allí veía tristeza en los ojos de la reina. Una tristeza de espíritu. Sabía que Finnikin sentiría exactamente lo mismo.
Más tarde, Finnikin caminó con él hasta que llegaron a las puertas del pueblo del palacio.
—¿Alguna vez piensas en aquel día de los traficantes de esclavos en Sorel? —le preguntó Finnikin en voz baja.
—Siempre pienso en aquel día —respondió Froi.
—Iba a matarte —dijo Finnikin con la voz entrecortada—. Me lo estabas suplicando, ¿recuerdas?
Froi no podía hablar. En toda su existencia, había sido el único momento en que había perdido la esperanza. Habría preferido morir aquel día en vez de ser vendido como esclavo en Sorel. Había contado con que Finnikin tendría buena puntería con la daga desde lejos. Pero no había contado con que Isaboe le quería vivo. No después de lo que había intentado hacerle.
Percibió la tristeza de Finnikin y no quiso dejar Lumatere con aquel recuerdo.
—Y los dos discutisteis. —Froi sonrió ampliamente—. Por mi nombre.
Finnikin se rio.
—Tenías la boca partida. Estaba seguro de que te llamabas «Boy». —Fingió una mueca de desagrado—. ¿Tenía ella razón?
—En algo sí. ¿Quién iba a ponerle a un bebé un nombre tan vacío como Boy?
Froi volvió a alzar la vista hacia el palacio y luego miró a Finnikin.
—¿Por qué no quería verme? No puedo marcharme sin su bendición.
—Tiene miedo de despedirse de ti. Eres muy importante para nosotros, Froi.
—Hago esto por vosotros. Haría cualquier cosa por mi rey y mi reina.
Finnikin sonrió con tristeza.
—Pero Isaboe y yo no somos más que dos personas, Froi. Tendrías que querer hacerlo por el reino.
Froi vio lágrimas en los ojos del rey y se abrazaron.
—Mata a la bestia que ha traído tanta desesperación y regresa sano y salvo con nosotros a casa, amigo mío.
Fue Perri el que le acompañó a la montaña aquella noche. Desde allí, Froi viajaría por el valle y pasaría por la provincia de Alonso, donde se encontraría con el contacto de Rafuel. Viajaría durante días y, al pie del barranco en el exterior de la capital, le presentarían a un hombre llamado Gargarin de Abroi, que había respondido a la petición del provincaro de Sebastabol para viajar al palacio con el último nacido.
Cuando comenzaron su ascensión, Froi oyó la belleza de la voz del sacerdote real a través de la nación y la canción en su interior que antes se había negado a cantar, ansiaba ser liberada. Lo que le asustaba de Rafuel de Sebastabol era que sus historias hubieran hecho danzar la sangre de Froi. Ahora era implacable. Sentía la necesidad de estar en otro sitio para buscar una parte de sí mismo que estaba perdida. Pero lo que más le atemorizaba era que la búsqueda para encontrar respuestas le apartara de aquella tierra de luz. Que una vez se marchara, nunca más encontrara el camino de vuelta a casa.
En las Llanuras de Sennington, Lady Beatriss oyó la canción y sembró unas semillas en la tierra yerma que se negaba a germinar. Su querida hija Vestie estaba sentada en la veranda, esperando a Trevanion, que había estado fuera los últimos días. A lo lejos, vio a dos aldeanos más marcharse con todas sus posesiones, hacia una tierra vecina más fértil, y la soledad y el odio arraigaron en Beatriss con más intensidad que en aquellos espantosos años cuando el reino estaba destrozado.
En el valle entre Lumatere y Alonso, la esposa repudiada de Lucian de los Montes estaba acampada en una cueva, entre la provincia de su padre y la montaña de su marido. Anotaba los nombres de su gente y aprendía las costumbres de los curanderos lumateranos. Muchas noches su vergüenza ardía con intensidad y anhelaba volver a casa. Pero se había comprometido con ella misma y con la diosa para ser su guía, y un día Phaedra de Alonso sería algo más que el objeto de burla de los monteses y el fracaso de Alonso.
En las montañas, Lucian se dirigía a trompicones a su casa vacía, con el cuerpo pesado por el cansancio de dirigir a un pueblo que le tenía poco respeto. Se preguntó qué haría su padre si viviera. Saro era un hombre justo, que había intentado enseñar a Lucian a ver el valor en todos los hombres y mujeres, aunque fueran sus enemigos. Pero Lucian no era su padre y cada noche ardía un deseo en el fondo de su corazón. El deseo de bajar sigilosamente por la montaña y cortarle el cuello a los charynitas que dormían en el valle. Incluido el de su esposa repudiada.