Capítulo 4

EN los aposentos privados de Finnikin e Isaboe, lejos de los ojos curiosos de la gente y el mundo de su corte que les obligaba a ser educados y comedidos, hablaron de Charyn, Froi y Rafuel de Sebastabol, y de las maldiciones, los últimos nacidos y Sarnak; luego de Charyn otra vez, de los impuestos, las aldeas vacías de las Llanuras y, después, Charyn de nuevo. Cuando terminó la conversación, se quedaron el uno frente al otro, preparados para la batalla más grande de todas, que habían evitado hasta el final.

Finnikin describiría la situación como tensa. Isaboe no describía las situaciones, sino cómo se sentía en aquellas circunstancias. Luego discutían sobre lo que era menos importante. Los hechos o los sentimientos. Aquella noche se trataba de ambas cosas.

—¿Cómo esperas gobernar el reino y ser tan débil en este asunto? —preguntó, intentando que su tono de voz no evidenciara censura.

Se dio cuenta de que había torcido el gesto ante la palabra «débil».

—Ahora no —dijo ella—. Otro día. Tal vez la semana que viene.

—Y si no quizás a la semana siguiente y luego a la próxima —sugirió bromeando.

Advirtió que su expresión reflejó dolor un instante.

—Hazlo, Isaboe. ¡Debes demostrar fuerza! —Finnikin vio que se ablandaba y asintió—. Ahora —insistió con un susurro.

Isaboe se detuvo un momento e inhaló de forma entrecortada antes de agacharse. Finnikin se colocó a su lado en el suelo. Su hija miró a uno y después al otro. Tenía la cara de Finnikin y el cabello de Isaboe, y ahora que se acercaba a los dos años mostraba el temperamento de Trevanion, lo que comenzaba a alarmar a sus padres.

—Jasmina, querida. Finnikin y yo…

Isaboe miró a Finnikin a los ojos y él asintió para animarla.

—…te hemos hecho la cama más bonita del mundo. Es tan preciosa que las niñas de nuestro reino entero quieren dormir en ella. Esta noche pensamos que podrías dormir en la cama más bonita de Lumatere para que Isaboe y Finnikin duerman solos. Juntos.

Juntos. Finnikin sonrió a Isaboe. Estaba orgulloso de su reina. Estaba orgulloso de ambas. Jasmina significaba todo para ellos y no se imaginaba sus vidas sin aquella bendición. No obstante, imaginaba con frecuencia que compartía la cama solo con su esposa mientras que su pequeña bendición estaba dormida en otro cuarto.

Su hija miró a Finnikin y después a Isaboe. El padre le sonrió y sus hombros se relajaron por primera vez en días.

El labio inferior de Jasmina comenzó a temblar.

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—¿Crees que va a ser más lista que nosotros? —preguntó mientras estaba tumbado en la cama más tarde aquella misma noche.

Veía la luna por las puertas del balcón que tenían delante, parecía tan cerca que casi podía cogerla y, como siempre, le hacía preguntarse sobre las cosas extrañas y misteriosas. Y lo insignificante que era en el gran plan.

Finnikin se volvió para ver cómo Isaboe se inclinaba para besar a Jasmina en la frente mientras dormía entre los dos.

—Es lo más probable —murmuró.

—Entonces llegará el día en que no nos necesite.

—¡Qué cosas dices, Finnikin! —exclamó Isaboe—. Ahora mismo yo necesito a mi padre y a mi madre más que nunca.

—Es cierto —dijo con dulzura—. Puede que tenga que ver con el apego que sienten las mujeres —añadió.

Cuando Finnikin añadía palabras, siempre se arrepentía. Ahora se arrepentía porque las llamas de la chimenea iluminaban la mirada de incredulidad de su esposa.

—Tu padre vive en la habitación de al lado, Finnikin. Hablas con él todas las noches y todas las mañanas, y si hay algún motivo que no te deja dormir, también hablas con él. ¿No crees que tienes cierto apego?

Esperó su respuesta y él decidió no contestar porque, de lo contrario, comenzarían una discusión sobre por qué Trevanion todavía no había anunciado su compromiso con Beatriss, lo que les llevaría de vuelta a la discusión sobre las aldeas vacías de las Llanuras. Luego se quedarían dormidos pensando en los habitantes de las Llanuras que no tenían vecinos y Finnikin se despertaría en la oscuridad, desesperado por su reino. Como no sería capaz de volver a dormirse, llamaría a la puerta de su padre porque Trevanion tampoco estaría durmiendo y entonces Isaboe ganaría aquella discusión.

—Es cierto —suspiró.

Advirtió que ya tenía la cabeza en otro lugar y sabía exactamente dónde.

—Duérmete y no le des más vueltas —dijo. Ya estaba harto del tema de Charyn.

—¿Cómo no voy a hacerlo? —preguntó ella—. Úteros estériles y maldiciones. Creo que han envenenado a todos sus hijos.

—Si esa fuera tu opinión, podríamos matar al charynita, desterrar a los del valle y no enviar a Froi a lo desconocido.

Isaboe se volvió para mirarle.

—Pero ¿no te parece todo muy extraño?

—Isaboe —dijo, exasperado—, ignorábamos que en nuestro reino vecino no habían nacido niños desde hacía dieciocho años. ¿Cómo no va a resultarme extraño?

Se llevó un dedo a los labios para indicarle que bajara la voz.

—Te conozco —susurró—. Sé que estás intentando encontrar la lógica donde no la hay.

—La lógica cayó a mitad de camino de esta montaña —respondió—. Creo que Rafuel de Sebastabol habla con sinceridad.

—Entonces ¿quieres que considere ese plan para Froi?

—No creo que podamos entrar de otra manera en la fortaleza —contestó.

—Es demasiado perfecto —dijo ella—. Queremos ver muerto al rey. Ellos desean lo mismo. Necesitan a un asesino de su edad que hable charynita y nosotros lo tenemos.

La reina le miró, apenada.

—¿Cómo lo sabían? —susurró—. ¿Crees que tenemos espías charynitas en Lumatere?

Hablaron a menudo de espías los primeros días después de que desapareciera la maldición. Los exiliados habían entrado en el reino con nada más que su palabra de que eran auténticos lumateranos. Cualquiera podría haber sido un espía. Ambos sabían que seguía habiendo cierta desconfianza entre los que habían quedado atrapados dentro y los exiliados. A pesar de los años de progreso, tardaron un tiempo en conseguir que el reino volviera a ser como antaño.

Finnikin suspiró, sopló la vela para apagarla y se quedaron tumbados, en silencio, escuchando la respiración de Jasmina.

—Los odio —dijo Isaboe al cabo de un rato—. Me duele odiarlos tanto, pero así es. Los quiero ver a todos muertos, sobre todo a los de ese palacio maldito. Pienso en esa abominación de princesa y la quiero tan muerta como a su padre. Porque quiero dormir y no imaginármelos subiendo por la montaña para aniquilar a mi yata y a mis primos monteses. No quiero imaginármelos vaciando las Llanuras, convirtiendo nuestro río en un baño de sangre, asaltando el pueblo de la roca. Quiero dejar de pensar en que cruzan las puertas del castillo y le hacen a nuestra hija lo que le hicieron a mis hermanas, a mi madre y a mi padre.

Finnikin notó su aliento al acercarse.

—Prométeme, mi amor, prométeme que si atraviesan las puertas de palacio y no hay esperanza, harás lo que tengas que hacer. Que lo harás rápido para que no sufra.

Finnikin tragó saliva. Recordó la primera vez que se vio obligado a prometerle a Isaboe tal atrocidad mientras le daba el pecho a Jasmina.

—No hablemos de esas cosas, Isaboe.

Se arrimó a ambas y notó los labios de su esposa contra el dorso de su mano. En momentos como aquel suspiraba por ella, pero a veces había algo más entre ellos que su hija.

—Nunca he hablado de esto —dijo en voz baja, en la oscuridad—, pero cuando perdimos a Froi en Sprie la primera vez, no volví a por el anillo de rubí que me había robado. Era como si me hubieran enviado a buscarle.

Finnikin se quedó callado. En algunas ocasiones sentía que Isaboe y Froi compartían una intensidad que a él le faltaba. Los unía su desesperación por sobrevivir en una infancia diferente a la de Finnikin. Tenían cierto salvajismo y oscuridad que él envidiaba con fuerza, aunque le asustaba lo que pudiera significar.

—He preguntado por las intenciones de la Diosa durante los últimos tres años y me ha susurrado una y otra vez «lo perderás». —Notó que Isaboe se estremecía—. Tengo un mal presentimiento, Finnikin.

Se inclinó sobre ella para besarla.

—Y yo tengo el mal presentimiento de que nunca más volveré a pasar un momento a solas contigo —murmuró.

Oyó un sonido que procedía de Jasmina y volvió a tumbarse en su lado.

—Mañana —susurró—, después de que me reúna con los lores de la Llanura por el sistema de cisternas, y que tú apacigües a los pescaderos respecto a los impuestos, creo que estaremos cerca del retrete de los invitados en el tercer rellano antes de que tenga que marcharme para hablar con el embajador sobre Belegonia y tú tengas que hablar con Beatriss sobre Sennington. —Hizo una pausa—. Nos dará tiempo.

Él suspiró.

—¿Así que me veo reducido a levantar a mi mujer contra una pared en un retrete de palacio? Isaboe se rio en la oscuridad.

—¿Y por qué tengo que hablar con Beatriss? —preguntó con un quejido—. Preferiría hablar con el embajador sobre Belegonia.

—Puede que no te diera a luz, pero Beatriss te quiso como una madre los años que estuvo prometida a tu padre y aún te sigue queriendo. Tal vez seas la persona más apropiada para tratar con ella y con Tesadora, cuando entre en razón y vuelvas a subir la montaña. Beatriss no puede seguir viviendo en esa aldea muerta, Finnikin.

Se quedó pensativo un momento.

—Tesadora reaccionó de un modo extraño ante las noticias del charynita. No le sorprendió la maldición, luego se marchó de repente y juraría que se iba a echar a llorar.

—Tesadora no llora.

—Y deberías haber visto la cara de Perri. Estuvo callado durante todo el viaje de vuelta a casa.

Isaboe se incorporó y encendió la vela que tenía en su lado de la cama.

—¿Por qué no le preguntaste qué pasaba? —exclamó, alarmada—. ¿Si Tesadora estaba a punto de llorar y Perri estaba más raro de lo normal?

Se encogió de hombros.

—¿Qué habría dicho?

La reina emitió un sonido de fastidio.

—¿Qué? —preguntó Finnikin.

—Los hombres sois unos inútiles.

Finnikin suspiró.

—¿Elegimos ocuparnos de nuestros asuntos y por eso somos unos inútiles?

Ella negó con la cabeza sin dar crédito.

—¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo?

—¿La obvia o la no tan obvia?

Ignoró su pregunta.

—Yo hablo con otras mujeres sobre la vida y la muerte, lo que nos disgusta, lo que nos confunde y lo que queremos cambiar de nuestras vidas. Y tú, mi amor, hablas con los hombres sobre la terminología de esto.

Hizo un gesto extraño con las manos.

—¿Es eso un golpe mortal en la nariz?

Le lanzó una mirada fulminante y apagó la vela de un soplo.

—No seas así, Isaboe. Hablamos de más cosas.

—¿Como por ejemplo?

—De la vida —dijo bruscamente—. De la vida… de cosas. De cosas que tienen que ver con la vida.

—Entonces ¿has hablado con tu padre sobre cuándo va a casarse con Beatriss?

Suspiró.

—Porque eso son cosas de la vida, Finnikin. La vida de dos personas a las que tengo mucho aprecio. Y creo que tu padre lo va a arruinar todo por no hablar del pasado. Sigue sin mencionarlo después de tres años.

—¿Es necesario que hablen del pasado? —preguntó.

—Sí. Antes eran amantes. Ella dio a luz a su hijo, que descanse en paz su preciosa alma. Sin embargo, no han llorado juntos.

—Eso no es asunto tuyo, Isaboe. —Se quedó reflexionando un momento—. Aunque Trevanion estuvo muy callado de camino a casa. Todos estaban raros.

—No lo digo solo por Beatriss, Finnikin. También lo digo por Trevanion. Es tu padre y, en mi corazón, es el único padre que he tenido. Quiero que sea feliz y sé que sin ella no lo es.

—Es estupendo con Vestie —comentó, pensando en la hija de Beatriss, que había nacido bajo horribles circunstancias durante la maldición—. Haría cualquier cosa por ella.

—Y le elogio por eso. Me imagino lo difícil que debe de ser para él tener unos sentimientos tan fuertes por la hija de otro hombre. La hija de un tirano. Pero es Vestie la que sufrirá más, Finnikin. Averigua lo que puedas.

—Ah, así que no voy a ver a Beatriss para hablar de Sennington. ¿Voy a hablar de mi padre?

Isaboe apretó los labios contra su hombro.

—Me he casado con el hombre más inteligente de Lumatere.

—Y yo me he casado con la mujer más maquinadora de toda la nación.

Fingió una inhalación altanera y se apartó.

—Si todo te parece una conspiración, puede que mañana tenga que retirar mi oferta de nuestra cita en el retrete.

Esta vez Finnikin fue el que se rio.

—Como retires la oferta, me romperé la cabeza contra una pared de piedra.