Capítulo 1

A Froi le repiqueteaba la cabeza.

Un puño en la mandíbula, un codo en la nariz, una rodilla en la cara, y no dejaban de llegar aquellos hombres a los que había llamado ancianos. Fueron a por él, uno tras otro, y aquel día no iba a haber piedad. Ni para recibir, ni para golpear.

Detrás de sus atacantes había un sicomoro esperando morir, con las ramas medio colgando sobre un suelo seco, y Froi se arriesgó metiéndose entre los dos hombres, buscando las ramas con las manos, mientras su cuerpo se balanceaba y las piernas sobresalían. Una bota alcanzó una cara, derribó a un hombre, y luego golpeó a otro antes de que la rama cayera bajo su peso. La soltó del árbol y balanceó la rama por encima de la cabeza. Derribó a un tercer hombre y después a un cuarto. Oyó una maldición y una amenaza entre dientes antes de que la palma de su mano chocara contra el siguiente hombre que se abalanzó sobre él. Le dio en el caballete de la nariz y Froi bailó de regocijo.

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Hasta que le dejaron enfrentándose con Finnikin de Lumatere y Froi sintió cómo su naturaleza salvaje afloraba a la superficie.

—Sin reglas —habían declarado y la oscura Diosa sabía que a Froi le encantaba jugar sin reglas.

Y sin apartar los ojos el uno del otro, se rodearon, con las manos extendidas, esperando atacar como los lobos se abalanzaban sobre su presa en el Bosque de Lumatere. Froi vio aparecer una gota de sudor en la frente del hombre al que llamaban «el consorte de la reina»; vio cómo aquel puño rápido se dirigía hacia él, así que se agachó y su puño estableció contacto con precisión. Pero lo único que se llevó fue la imagen de la reina, que sacudía la cabeza, llena de desconcierto, y una sonrisa en los ojos, que hizo que Froi volviera a considerar dónde asestaría su segundo golpe. En aquel instante de duda, le dieron una patada en las piernas y notó el rostro contra el suelo.

—Me has dejado ganar —gruñó Finnikin, y Froi detectó un deje de enfado en su voz.

—Tan solo porque ella me mataría si magullara esa piel blanca como la nieve —se burló Froi entre jadeos.

Finnikin apretó aún más, pero, al cabo de un momento, Froi notó que se agitaba por la risa.

—Conociéndola, seguro que Isaboe te da las gracias.

Finnikin se puso en pie de un salto. Intercambiaron una sonrisa y Froi le tendió la mano.

—¿Me has llamado «viejo»? —preguntó detrás de él Perri, la mano derecha del capitán—. Porque estoy seguro de que he oído salir de tu boca esas palabras.

—De mi boca no —dijo Froi, fingiendo inocencia, y escupió sangre al suelo procedente del corte del labio—. Debe de haber sido otro.

Alrededor del sicomoro se reunían los soldados de la Guardia y las maldiciones sonaban en el aire al tiempo que los muchachos que se entrenaban comenzaban a recoger las espadas y los escudos de práctica.

—Si vuelve a por mi nariz, freo que le colgaré de sus pequeñas pelotas —dijo uno de los guardias, poniéndose de pie, y Froi trató de ignorar su burla.

—Yo no tengo nada pequeño —refunfuñó Froi—. No es que lo diga yo. Pregúntale a tu mujer, Hindley. Ya sabes, parecía muy contenta ayer por la noche con el tamaño.

Hindley gruñó, aunque sabía que aquellas palabras no eran ciertas, pero el peligro era que las había pronunciado en voz alta. Froi consideró el gruñido como una invitación y no consiguió ignorarlo cuando arremetió contra el hombre, pues lo único que quería era darle a Hindley el tercer puñetazo del día en la nariz. Porque, de una forma u otra, las pullas todavía herían. Hacía tres años, cuando apenas sabía una palabra de lumaterano, su lengua se trababa con todas aquellas pronunciaciones extrañas del nuevo idioma, lo que provocaba las risas de los que rodeaban a Froi y no le veían más que como escoria. «Ahí fiene el fadronzuelo fin nada que ofrecer», se burlaban. En una ocasión, Finnikin le había dicho a Froi que la mayor arma contra los grandes estúpidos era una mente perspicaz. Era una de las razones por las que Froi había accedido a continuar sus lecciones con el sacerdote real. Tres años después, había sobrepasado las expectativas de todos, incluidas las suyas.

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En la actualidad, practicaba en un prado, al pie de las montañas. Finnikin y Sir Topher tenían que atender unos asuntos con el embajador del reino vecino de Sarnak y habían escogido la posada de Tressor como lugar de encuentro.

—No eres tan ágil como antes —dijo Perri, mientras caminaban hacia las cuadras junto al límite de una granja desierta en las Llanuras.

Lumatere estaba llena de granjas y casas de campo vacías, un testimonio de aquellos que habían muerto durante la década de terror, que había terminado hacía tres años, cuando Finnikin y la reina rompieron la maldición y liberaron a su pueblo.

—Te está hablando —dijo Finnikin con un empujón.

—No, te está hablando a ti —contestó Froi con un empujón aún más fuerte—. Porque yo probablemente mataría a un hombre que me llamara «ágil».

Perri se paró en seco y Froi supo que se había pasado de la raya. Perri le estaba lanzando una mirada que podía arrancarle las tripas a un hombre y Froi comenzó a notarla. Sabía que tendría que esperar a que terminara bajo el frío escrutinio de Perri.

—Salvo si me lo dices tú, Perri —dijo, serio—. Aunque prefiero la palabra «rápido». No puedes decir que no soy rápido.

—¿Qué te he dicho sobre replicar?

La voz de Perri era fría y dura.

—Que no lo haga —masculló Froi.

Sabía que debería haber contado. Según las normas, debía contar hasta diez mentalmente antes de abrir la boca. Según las normas, debía contar hasta diez si quería destrozarle la cara a un hombre porque había dicho algo que no le gustaba. Según las normas, debía contar hasta diez si no hacía falta el instinto, sino el sentido común. Era parte del compromiso con la Guardia de la reina que Perri y Trevanion le recordaban todos los días. Froi, de hecho, contaba muchísimo.

Continuaron caminando, en silencio, durante lo que pareció demasiado tiempo. Entonces Finnikin le empujó con el hombro y Froi dio un traspié y se echó a reír.

—Está consiguiendo más de lo que imaginábamos —dijo Finnikin—. Tal vez es cierto lo que dicen, después de todo. Que viene del pueblo del Río.

—No me importaría que se me conociera como el hombre del Río —dijo Froi.

Perri seguía sin decir nada.

—¿No prefieres de las Llanuras?

Froi lo consideró un momento.

—Tal vez ambos.

Vio la mirada de desaprobación de Perri.

—No puedes quedarte mucho más tiempo trabajando en la granja de Augie —dijo Perri con firmeza—. Tarde o temprano, tendrás que unirte a la Guardia.

El tema de dónde procedía Froi parecía salir con más frecuencia aquellos días. Lo que había empezado como un techo sobre su cabeza hacía tres años con Lord August y su familia, se había convertido en un hogar. Y el acercamiento de Froi hacia la aldea de Sayles se había fortalecido al trabajar duro con ellos, día tras día, para que Lumatere volviera a ser como antes de lo innombrable. Pero el lugar de Froi también se hallaba junto al capitán y Perri y los hombres de la Guardia en el cuartel de palacio, protegiendo a la reina, a Finnikin y a su hija, la princesa Jasmina. El que una vez fue un muchacho sin hogar, ahora se encontraba dividido entre dos.

—Puedo hacer las dos cosas.

—No, no puedes —contestó Perri.

—¡Te digo que sí puedo!

—Tienes el instinto de un guerrero y la destreza de un tirador, Froi —dijo Perri—. En una granja estás desaprovechado, niño. Se lo digo a Augie cada vez que le veo.

—Lady Abian dice que probablemente ya haya cumplido los dieciocho años, así que debes empezar a tratarme como a un hombre —masculló Froi. No soportaba que le llamaran «niño».

Perri le volvió a mirar con mala cara. Froi tuvo que volver a contar hasta diez.

—Te trataré como a un hombre cuando actúes como tal —dijo Perri—. ¿De acuerdo?

Finnikin volvió a empujarle y Froi trató de contener una carcajada porque Perri odiaba que Froi no se tomara las cosas en serio.

—Cuando sea tan viejo como mi padre, me seguirán llamando «niño» —dijo Finnikin—. Así que ¿por qué no soportas también la humillación que conlleva?

—Oh, Finn, Finn, la humillación que conlleva —se burló Froi y Finnikin le rodeó el cuello con el brazo para apretarle fuerte.

En las cuadras, Froi le tiró una moneda al mozo del establo y recogieron sus caballos. El chico le dio a Finnikin una nota y Froi vio irritación seguida de una sonrisa en el rostro de su amigo.

—Me adelantaré a la posada —dijo Finnikin.

—No irás sin escolta —apuntó Perri.

—Está al doblar la esquina. No puede pasarme nada de aquí a allí.

Froi restregó su nariz con la de su caballo. Sabía que aquella discusión no duraría más que unos instantes.

—Puede suceder cualquier cosa —dijo Perri.

—Supón que al doblar la esquina hay diez cerdos charynitas esperando echársete encima de un salto —dijo Froi, mientras se montaba a su caballo. Finnikin le lanzó una mirada mordaz.

—Se supone que estás de mi lado, Froi. ¿Y cómo van unos charynitas…?

—Cerdos charynitas —apuntó Froi.

—¿Cómo se supone que los cerdos charynitas van a subir por la montaña y pasar los centinelas monteses?

—Tan solo les hace falta que se cuele uno —dijo Perri.

Pero Finnikin ya estaba subido al caballo y se alejaba trotando.

—Os veré en la posada —dijo sobre el hombro y comenzó a galopar para marcharse.

—Creo que a veces se olvida de su posición —murmuró Perri con la vista clavada en Finnikin—. Cree que puede ir y venir como si fuera el mensajero de alguien.

Volvió a reinar el silencio entre ambos mientras cabalgaban hacia la posada. Froi observaba a Perri con detenimiento. Se preguntaba si Perri estaría enfadado mucho rato. A pesar de que la mayoría de lo que salía de la boca de Froi estaba mal, no soportaba decepcionar a Perri o al capitán.

—Puedo dejar la granja, Perri —dijo en voz baja—. Sobre todo cuando llegue el momento de viajar a Charyn para hacer lo que tengamos que hacer.

Perri se quedó callado un momento.

—¿Qué te hace pensar que voy a llevarte a Charyn?

—Porque me has enseñado todo lo que sé sobre… —Froi se encogió de hombros—. Ya sabes.

—Matar —terminó Perri amargamente.

—Y cuando no estoy entrenando contigo ni trabajando en la granja, voy con el sacerdote real para que me enseñe a hablar la lengua de nuestro enemigo. —Miró a Perri de reojo—. Así que, según parece, vas a llevarme a Charyn.

Perri se quedó callado un rato.

—¿Sabes lo que dice el sacerdote real?

Froi esperó, con una mueca de dolor.

—Dice que no tienes ya tiempo para tus estudios. Que crees que no tiene sentido aprender ni esas historias.

—He aprendido todo lo que me hacía falta —dijo Froi—. Los estudios, el conocimiento y las historias no protegerán al reino ni recogerán las cosechas. Perri negó con la cabeza.

—Habría dado cualquier cosa por recibir una educación a tu edad. El sacerdote real dice que tienes un don innato, Froi. Que asimilas información y palabras extranjeras, que entiendes ideas que están fuera del alcance de muchos de nosotros. ¿Quién habría pensado que debajo de todas esas réplicas y peleas había una mente perspicaz? Pero no significa nada para mí o el capitán cuando no demuestras controlar tus acciones o tus palabras.

Froi respiró hondo y contó, asegurándose de no tomarla con el caballo.

—No estás entrenando a nadie más, ¿verdad, Perri? —consiguió preguntar, intentando de contener su furia ante aquella idea—. ¿No será a Sefton o aquel idiota canijo de la Roca? Piensan demasiado. Se puede ver en sus caras. Y nunca han soportado una tortura. Nunca.

Perri le miró y Froi vio que suavizaba su expresión.

—¿Y tú sí lo harías?

—Ya me conoces, Perri —respondió Froi con energía—. Sabes que si tengo una obligación y me dices que resista, yo resisto. Ya me conoces. ¿Acaso os he defraudado al capitán o a ti alguna vez en estos tres años, en la caza de esos traidores?

A lo lejos, había un hombre de las Llanuras enganchado a su arado, trabajando él solo el campo. Froi y Perri alzaron una mano al verle y el campesino les devolvió el saludo.

—Cuando llegue el momento, tan solo tendremos una oportunidad para entrar en ese palacio — dijo Perri—. No habrá lugar para los errores. La unión de su ejército es superior a toda nuestra gente y si nos equivocamos lo más mínimo, habrá una guerra que terminará con todas las guerras de esta nación.

Por un instante, el rostro de Perri reflejó angustia. Froi lo veía en la expresión de todos, sobre todo en aquellos que recordaban cómo había sido antes la vida. Froi no sentía aquella tristeza. A pesar de que Isaboe y Finnikin estaban convencidos de que era uno de los niños que había perdido el reino hacía trece años cuando el impostor se hizo con el control, Froi no recordaba nada de Lumatere. Lo único que había conocido era la vida en las calles de otro reino, donde la oportunidad de encontrarse con Finnikin y la reina le cambió la vida. Una parte secreta de él se deleitaba con lo que había conseguido gracias a la maldición de Lumatere. Nunca echaba la vista atrás, porque, si lo hacía, tendría que pensar en la vergüenza y la bajeza de quién había sido antes de tener aquel compromiso. Habría hecho cualquier cosa para demostrar su valía a la reina y Finnikin. Hasta matar. Era lo que le habían enseñado en los últimos tres años. Una y otra vez.

Aunque se había enseñado a todos los lumateranos a usar un arco para defender su reino, Froi destacaba en su uso, y Trevanion y Perri lo habían escogido para que trabajara con ellos. Era rápido y dominaba cualquier habilidad que le presentaban. La primera vez que enviaron a Froi a la casa de un traidor con un puñal y una espada, el capitán Trevanion le había hecho prometer que no terminaría en muerte. Necesitaban al hombre vivo. Lo que les hacía falta era información sobre los cuerpos de diez habitantes de las Llanuras que habían desaparecido el quinto año de la maldición bajo el cruel reinado del rey impostor. Froi estudió la información y se fue con ansias de venganza en su pecho. Aquel hombre había sido un traidor, un colaboracionista. Había espiado para el rey impostor y traicionado a sus vecinos. Al final, Froi le perdonó la vida al hombre. Pero le había costado. Gracias a la información que le sonsacó, encontraron los restos de los muchachos y pudieron darles descanso siete años después de que fueran asesinados. Si los chicos hubieran sobrevivido, tendrían uno o dos años más que Froi. A pesar del paso del tiempo, el dolor de las familias el día de los entierros fue indescriptible. Pero lo que Froi había hecho para obtener aquella confesión fue aún peor.

El castigo de la mayoría de los traidores, sin embargo, era distinto. Cuando el palacio se cercioraba de su culpabilidad, el capitán Trevanion y Perri se aseguraban de que la ejecución fuese rápida y fuera de la vista del pueblo de Lumatere, que ya había visto suficiente derramamiento de sangre.

—¿No les arrancarían el corazón? —les había preguntado Froi al capitán y a Perri un día que localizaron a lo lejos a un traidor y le dispararon una flecha en el pecho.

A Froi le molestaba que aquel hombre hubiera muerto enseguida, sin miedo ni dolor.

—No puedes ir por ahí con esos sentimientos —le había explicado el capitán Trevanion, que se quedó un momento observando para asegurarse de que el hombre estaba muerto de verdad—. Porque si tienes esa actitud, si deseas matarlos tan salvajemente, algún día lo sentirás tanto que les perdonarás la vida. No dejes que las emociones se interpongan en tu camino. Limítate a acatar las órdenes. La mayoría de las veces las órdenes que seguirás serán las correctas. La mayoría.

A veces era un chasquido en el cuello. Otras, un puñal rebanando la garganta o una hoja que atravesaba el corazón. Pero siempre era limpio y rápido. Más de una vez se habían encontrado a un pequeño grupo de soldados del rey impostor escondidos, desertores de su ejército, que querían refugiarse en el bosque, al otro extremo de la frontera este. Muchos de ellos habían huido cuando Trevanion y su Guardia habían entrado en el reino para liberar a su gente. Aunque el rey impostor era medio lumaterano, también era charynita y su ejército principalmente estaba compuesto de charynitas. Aquellos soldados llenaban ahora la prisión de Lumatere mientras Finnikin y Sir Topher se esforzaban por demostrar su culpabilidad o inocencia, recogiendo pruebas y testimonios. Más de cien prisioneros habían logrado que los pusieran en libertad y habían regresado a Charyn.

Perri y Froi llegaron a las afueras de Tressor, donde las casas comenzaban a aparecer. Pasaron un campo en barbecho y Froi oyó que Perri no dejaba de murmurar unas palabras cada vez que pasaban por un campo en barbecho. Era una oración a la Diosa para que la tierra recuperara su fertilidad. Durante los últimos días de la maldición, el rey impostor había incendiado la mayoría de las Llanuras.

—¿Crees que Isaboe y Finnikin venderán la aldea de Fenton? —preguntó Froi.

—La reina Isaboe y el consorte de la reina —le corrigió Perri. Froi hizo un sonido de fastidio.

—Cada vez que le llamo a Finn el consorte de alguien, se pone a pelear conmigo y ya no está tan flacucho.

—Es duro para él —contestó Perri en voz baja—. A pesar de lo fuerte que sea su unión con la reina, tiene mucho que demostrar.

—No tiene que demostrarle nada a ella —dijo Froi.

—Pero sí tiene que ponerse a prueba por ella.

Froi se distrajo un momento por el cultivo podrido de coles que bordeaba el camino. Se bajó del caballo de un salto, se agachó para tocar la tierra y sacudió la cabeza ante tal desperdicio. Aquel año, Lord August había decidido usar un sistema de regadío creado por un soldado del ejército del rey impostor. Era lo único que había aportado el enemigo que merecía la pena, aparte de los caballos más sensacionales que Froi había visto. Pero muchos habitantes de las Llanuras se negaban a adoptar los métodos charynitas, a pesar de que sus cultivos se morían.

—Son tontos —dijo Froi al alzar la vista hacia Perri.

—No subestimes lo profundo que puede llegar a ser el odio —dijo Perri—. Lo ven como el método de un enemigo y no quieren compartirlo.

—¡Así que prefieren que sus cultivos se echen a perder y su pueblo medio muera de hambre! El otro día le dije a Gardo de las Llanuras que era imbécil. ¿Qué clase de hombre desperdicia sus cultivos por orgullo?

—Deberías abstenerte de insultar a los aldeanos, Froi. —Perri se rio—. Tienen hijas y algún día tendrás que unirte a alguien tarde o temprano.

Froi se puso tenso.

—Ya estoy unido a mi reina.

Se montó a su caballo para dirigirse de nuevo hacia el camino. Oyó que Perri suspiraba.

—Froi, en su día fue una promesa encomiable, pero no puedes pasar el resto de tu vida negándote los placeres de yacer con una mujer.

—¿Por qué no?

—Porque no arregla nada del pasado —contestó Perri con firmeza—. No puedes cambiar quién eres. Si alguien lo sabe, ese soy yo.

Froi apartó la mirada. No sabía qué parte de la historia conocía Perri. Pero tampoco le interesaba. Le daba mucha vergüenza. Hacía tres años, en sus viajes, cuando la reina iba disfrazada de la novicia Evanjalin, y Froi era un sucio ladrón que habían recogido por el camino, había intentado forzarla. En las calles de Sarnak, donde se había criado, los hombres le habían enseñado que el poder era supervivencia. Los lumateranos habían pasado tres años tratando de que olvidara lo que había aprendido. Algunas noches se despertaba sudando al recordar lo que había hecho. La reina tan solo lo había mencionado una vez desde que habían entrado a Lumatere. Fue cuando enviaron a un miembro de la Guardia, Aldron, con Finnikin a unos asuntos de palacio, y eligieron a Froi para que lo sustituyera.

—¿Estás segura? —le había preguntado Froi en voz baja mientras se hallaban en el patio interior, contemplando cómo Finnikin y Aldron se marchaban cabalgando.

—¿De que puedas protegerme? —dijo ella mirando a lo lejos, allí donde Finnikin y Aldron eran unas diminutas manchas en el horizonte—. Trevanion afirma que no hay nadie mejor que tú, Froi. Pero si me preguntas si estoy segura de que no me vas a hacer daño, entonces la respuesta es sí.

Froi se sintió orgulloso y aliviado.

Sus ojos oscuros de repente se clavaron en él y se estremeció ante el recuerdo de su fiereza.

—Pero ya te lo he dicho antes, nunca me olvidaré. Jamás. Ni tú tampoco. Es parte del compromiso que aceptaste aquel día que te liberamos de los traficantes de esclavos. ¿Te acuerdas?

Froi nunca lo olvidaría.

—Que nunca le haría daño a una mujer.

La mayoría de los días creía que un monstruo de gran vileza vivía en su interior y luchaba por liberarse. Para Isaboe tenía sentido matar a los traidores de Lumatere. Pero matar también alimentaba al monstruo. No soportaba la idea de dejar aquel monstruo suelto entre las chicas de Lumatere. Así que Froi se mantenía alejado de las jóvenes de Lumatere.

—Es la única manera de demostrárselo a la reina —le dijo a Perri entre dientes cuando entraron a Tressor.

—Encuentra otro modo —respondió Perri.

Froi negó con la cabeza.

—No confío en mí mismo.

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Llegaron a la posada donde esperarían hasta que terminara la reunión de Finnikin con el embajador de Sarnak. El pueblo de Tressor estaba situado junto al río Skuldenore, al pie de las montañas. Bien podría haber sido un pueblo fantasma. Muchos de sus habitantes fueron asesinados en el reino de Sarnak durante el exilio. Pero la reina y Finnikin creyeron que una posada en un lugar así atraería clientes y daría vida a Tressor. Había acercado a la gente de una aldea superviviente y les había propuesto su plan. Froi había oído una vez a Lord August decirle a Lady Abian que era una decisión inteligente. Un día, cuando las puertas de Lumatere estuvieran abiertas al resto de la nación, la posada sería el lugar perfecto para el comercio. A pesar del recelo hacia los extranjeros, la reina y Finnikin sabían que para sobrevivir tendrían que tratar con sus vecinos. Aquella posada y la exportación de plata de las minas a sus aliados de los alrededores, Belegonia y Osteria, era el primer paso. Muchas noches, la posada de Tressor estaba llena de monteses que pasaban por allí de camino al palacio, o de mercaderes y granjeros que vendían sus productos y habilidades, pero el año anterior el pueblo de Lumatere había empezado a aventurarse fuera de sus hogares más por placer que por necesidad. También ayudaba que la posada contara con la mejor cerveza del reino.

El capitán Trevanion se encontró con ellos en la puerta de la posada. Era uno de los hombres más dignos de admiración que Froi había visto: de constitución fuerte y con un rostro que hasta los hombres considerarían hermoso. Era el querido padre de Finnikin y Froi sabía que todavía sentían el dolor de haberse separado cuando Finnikin no era más que un niño de nueve años. El capitán creyó durante diez años que su amada Lady Beatriss estaba muerta, pero había sobrevivido, y durante los últimos tres años se había hablado mucho sobre si iba a renacer su amor.

—He oído que somos unos viejos —dijo Trevanion, dándole un coscorrón a Froi.

El muchacho se rio.

—Si tú y otros hombres de la Guardia no fuerais viejos, no os ofendería tanto que os calificaran como tales.

—No tenemos más que cuarenta y tantos, Froi.

—A Aldron le llama viejo y no le saca ni diez años —reflexionó Perri y miró a su alrededor—. ¿Dónde está Finn?

—Pensaba que estaba contigo. —Se adelantó.

Froi observó cómo los dos hombres intercambiaban miradas de preocupación y les siguió hacia el interior de la posada.

Dentro, se abrieron camino entre la multitud. Aquella noche estaba llena de los soldados de la Guardia Real, pero Froi también reconoció a un puñado de habitantes de la Roca y los que viajaban con el primo de la reina, Lucian de los Montes, lo que significaba que el líder de los monteses estaba en las inmediaciones.

En un rincón, cerca de donde el posadero estaba sirviendo cerveza de los barriles, Froi vio a los monteses hablar entre ellos con tensión. Muchos eran primos de Finnikin tras el matrimonio con la reina, pero a Finnikin y Lucian no se les veía por ninguna parte. Froi percibió la inquietud de Trevanion y Perri, y les siguió hasta la barra. El muchacho que ayudaba al posadero alzó la vista cuando se acercaron. Era joven y nervioso, y sin duda que nunca había estado cara a cara con el capitán de la Guardia.

—Eres nuevo —dijo Trevanion.

—Sí, señor. Acabo de empezar.

—¿Conoces al consorte de la reina?

—No… no, señor, pero se presentó él mismo.

Trevanion parecía aliviado.

—¿Dónde está?

—Está con u…una…mu…mujer, señor.

Perri, Froi y Trevanion se quedaron mirando al muchacho sin dar crédito.

—¿Con una mujer? —preguntó bruscamente Trevanion—. ¿Con una mujer?

—Una mujer le esperaba en su habitación, señor. Había dejado un mensaje.

—¿Qué habitación? —quiso saber Trevanion, que ya había subido la mitad de las escaleras.

Perri se llevó al chico con ellos.

—¿Iba armada? —espetó Perri.

—¿Qué mensaje? —gritó Trevanion.

—Dijo: «Dile a mi rey que le… le estoy esperando en sus aposentos».

Trevanion se detuvo al llegar al final de las escaleras. Froi advirtió cómo le cambiaba la expresión de miedo a exasperación.

—¿Su rey?

Trevanion masculló su sarta favorita de maldiciones. El capitán había pasado años en una prisión extranjera entre los delincuentes de todos los reinos de la nación y a veces hasta la Guardia se estremecía ante algunas de sus expresiones.

Un soldado de palacio estaba junto a la puerta de una de las habitaciones y se encogió de hombros desventuradamente cuando vio al capitán.

—No puedo controlarla más que vos a él, señor —intentó decir.

Trevanion le apartó de un empujón y llamó a la puerta con brusquedad antes de entrar a la habitación.

Cerca de la ventana, Finnikin estaba con las dos manos contra la pared y la cabeza inclinada sobre ella. Como siempre, a Froi le dolía ver aquella intimidad entre ambos.

—Os lo prometo —dijo Finnikin—; ya le he gritado mucho para regañarla.

—Me puse a temblar —dijo la reina, apartándose de Finnikin.

Froi ocultó una sonrisa burlona, pero Trevanion y Perri no lograron disimular su enfado.

Isaboe iba vestida más para estar cómoda que para lucir la moda, pero aun así se las arreglaba para quitarle el aliento a Froi. La primera vez que había posado los ojos en él en aquel callejón de Sarnak, la muchacha llevaba la cabeza rapada. Ahora sus negros cabellos eran espesos y bajaban por la espalda en contraste con el color púrpura intenso del vestido sencillo, que caía suelto desde sus hombros.

—Rodead toda la posada y echad a todos aquellos que no pertenezcan a la Guardia o no sean primos monteses —ordenó Perri al soldado que estaba fuera. Trevanion desapareció con el hombre.

—Nos hará muy populares —dijo Finnikin con un brazo alrededor de su esposa—. No solo hemos decidido recaudar impuestos, sino que nos interponemos en su bebida.

Isaboe atrajo la atención de Froi y cogió la cara de Finnikin para revelar un ojo morado.

—¿Has sido tú?

Froi se señaló a sí mismo de manera inquisitiva, fingiendo sorpresa y dolor.

—¿Dónde están sus moratones? —le preguntó a Finnikin. Froi hizo un sonido burlón al pensarlo. Trevanion volvió a la habitación.

—¿Dónde está Jasmina?

—En la habitación de al lado —respondió la reina— y si alguno de vosotros la despierta, capitán, tendré que matar a alguien esta noche.

—Tengo que comprobar…

—No —dijeron Isaboe y Finnikin a la vez. Trevanion se los quedó mirando.

—Me aseguraré de que…

—No —repitió la reina—. Podréis ver a vuestra nieta cuando se despierte.

Trevanion parecía contrariado.

—Sabrá que eres tú en cuanto entres —se quejó Finnikin—, creerá que es un juego y se pasará toda la noche diciendo «Twevanion». ¡Llevo dos años sin dormir!

Trevanion, visiblemente enfadado, clavó su mirada en la reina.

—He terminado el asunto con los osterianos antes de lo esperado —explicó con un suspiro—. Pensé en venir de visita antes del encuentro de Finnikin con los sarnak. Casualmente, Lucian también está aquí, así que al final he visto a mi marido y a mi primo. Tengo mucha suerte en ese sentido.

Finnikin y Froi se rieron. Trevanion y Perri no.

—¿Dónde está Lucian? —preguntó Trevanion.

—Por lo visto, comprobando los retretes y las ratoneras de los charynitas.

—Me alegro de que os divierta la seguridad de esta familia, mi reina —dijo Trevanion. La reina le miró con frialdad y en un instante cambió el ambiente de la estancia.

—No me divierte en absoluto, capitán —dijo—. Nunca me ha divertido la seguridad de nuestra familia.

Froi vio cierto arrepentimiento en el rostro de Trevanion.

—Es que es más seguro para vos y la niña permanecer en palacio, Isaboe —dijo, suavizando la voz.

—Lo siento —contestó ella con remordimiento—, pero me pareció fácil y seguro, y ya sabéis cómo se siente uno tras pasarse tres días hablando de minas y cabras con los osterianos. ¿Sabéis qué les protege de una invasión? La capacidad de aburrir soberanamente al enemigo.

Se oyó que llamaban a la puerta y, sin esperar la invitación a entrar, Lucian de los Montes se reunió con ellos y su mirada fue directa al moratón que Finnikin lucía en el rostro. Aunque no era tan alto como los del río, Lucian tenía una constitución imponente y un carácter que la igualaba. Tenía las mejillas rubicundas debido al clima de las montañas y una franqueza que le hacía destacar entre los demás líderes de Lumatere. Froi recordaba muy poco de los días que habían pasado con el montés antes de que el padre de Lucian muriera en la batalla para reclamar Lumatere. Pero muchos dijeron que el muchacho había cambiado desde entonces. Lord Augie no dejaba de decirle a Lady Abian que era demasiado joven para controlar a los suyos en las montañas y proteger el reino de los charynitas.

—Cabrón —dijo Lucian, volviéndose hacia Froi—. Los dos sois unos cabrones. ¿Solo con los puños?

—Nos peleamos un poco —dijo Finnikin—. No le ves los morados, pero te juro que tiene. Lucian había sido el amigo de la infancia de Finnikin y del hermano de Isaboe, Balthazar. Ambos seguían hablando del heredero al trono que habían asesinado como si estuviera aún con ellos, pero Froi nunca les había oído mencionar a Balthazar delante de Isaboe.

—¿Cómo está Yata? —preguntó la reina y le dio un beso en la mejilla a su primo. Lucian suspiró.

—La Guardia tendrá que acabar subiendo a la montaña después de todo —dijo, sin perder el tiempo—. Ha habido un incidente.

Froi recordó la tensión entre los monteses de abajo. Sabía que solo podía significar una cosa. Al pie de la montaña de Lucian, en el lado que daba a Charyn, había un profundo valle que pertenecía a Lumatere. A caballo, hacia el este, había medio día de camino hasta llegar a la provincia más cercana de Charyn, y el último invierno, los charynitas habían comenzado a refugiarse en las cuevas sobre el valle y a lo largo del arroyo. Unos cuantos atrevidos, desesperados, le habían enviado mensajes a Lucian de los Montes para pedirle refugio en Lumatere. La reina se había negado, pero los charynitas no querían marcharse y conforme pasaban los días, aumentaban en número.

Froi vio el miedo reflejado en el rostro de la reina. La amenaza de los charynitas siempre, siempre estaba en su mente.

—Ya hace dos semanas que nos enviaron un mensaje del valle a través de Tesadora. Un charynita, a través de un contacto, ha solicitado reunirse con la reina o Finnikin.

—¿Desde cuándo un charynita nos pide algo? —exclamó la reina—. Bastante afortunados son ya por usar nuestro valle.

—¿Quién es el contacto? —preguntó Finnikin.

Lucian apartó la mirada y Froi se dio cuenta de que evitaba la pregunta.

—¿Lucian? —ordenó la reina.

El montés se volvió hacia ella y aun así hubo un momento de vacilación.

—Phaedra.

La habitación se quedó en silencio unos instantes.

—¿Tu esposa repudiada? —preguntó la reina.

—No la llames así —dijo Lucian bruscamente.

—Vigila tu tono, Lucian —le advirtió Finnikin.

La chica charynita era una fuente de tensión secreta entre los monteses y la reina. La primavera anterior el líder de Alonso, la provincia charynita más próxima, subió a la montaña con su hija Phaedra a la zaga e insistió en reunirse con Lucian. El provincaro afirmaba que cuando nació su hija hizo un pacto con el padre de Lucian en el que prometieron en matrimonio a sus hijos. Después de casi dos años de insignificantes refriegas entre los monteses y los centinelas de Alonso, y tras saber que el provincaro estaba cruzado con su propio rey, Finnikin e Isaboe estuvieron de acuerdo en que tal vez podrían usarlo como ventaja para Lumatere. Lucian se había puesto furioso. Se decía que la chica temía hasta su propia sombra y se pasaba el día sollozando en un rincón de la casa de Lucian.

Froi la había visto una vez. Le había hablado con cortesía en lumaterano sobre la lluvia interminable, aunque su pronunciación a veces no era muy buena. Froi le había repetido una lección que le había enseñado el sacerdote real sobre qué hacer con determinados grupos de sonidos extraños. Phaedra le había dado las gracias y él comprobó la gratitud y amabilidad en sus ojos.

Los monteses despreciaban a Phaedra por más razones aparte de que era charynita. Las mujeres montesas eran fuertes y caminaban junto a sus hombres. Phaedra apenas sabía poner agua a hervir. Hacía seis meses que la chica se había marchado. Algunos decían que Lucian la había echado; otros, que se había ido por su propio pie. Pero aquella era la primera vez que Lucian mencionaba su nombre.

—¿Y qué hace Phaedra en un valle desprotegido cuando se supone que debería estar de vuelta en su provincia, viviendo con su padre?

—Trabaja con Tesadora de traductora y registra a los nuevos según van llegando.

Froi observó cómo la reina fingía confusión. Lucian lo tenía muy difícil en aquel intercambio.

—A ver si lo entiendo bien. ¿Phaedra no logró ser una buena esposa montesa, pero sí puede dirigir un campamento de más de cien charynitas fugitivos, traducir para Tesadora, y de alguna manera se las ha apañado para estar afiliada a una facción que pide reunirse con el rey y conmigo?

Lucian se volvió hacia Finnikin en busca de apoyo.

—A mí no me mires, Lucian —dijo Finnikin—. No intentes hacerme partícipe de esta.

Lucian alzó las manos, exasperado.

—¡Era inútil, te lo juro! Hasta Yata estaría de acuerdo.

—¿Por qué sigue en el valle? —preguntó Isaboe.

Lucian tardó un rato en responder.

—Según las chicas de Tesadora, el provincaro se negaba a acoger a su hija en casa. —Froi vio un atisbo de arrepentimiento en el rostro del montés—. Phaedra vive ahora en las cuevas.

La reina asintió. Froi conocía aquel gesto con la cabeza. Lo utilizaba cuando estaba a punto de estallar.

—¿La esposa de un líder montés está viviendo en una sucia cueva?

—Ahora mostráis respeto hacia ella, mi reina —dijo Lucian, enfadado—, pero no acudisteis a la ceremonia.

—Te casaste con ella en Alonso, Lucian.

La mirada que le lanzó fue fría y, aparte de Finnikin, Lucian era el único que se atrevía a igualarla. Isaboe y sus primos monteses lo hacían con frecuencia. Todos. Luchaban con fiereza, se querían con pasión y se reían con ganas. Finnikin dijo que era mejor salir de la habitación y dejar que se gritaran. Iba a estallar pronto, pero por el bien de Lucian, Froi hubiera agradecido que fuera antes que después.

—Dile a la chica que no me reúno con charynitas y si se atreven a volver a pedirlo.

—La verdad es que no te he contado lo peor —la interrumpió Lucian.

En el ambiente reinó el silencio. Y la tensión. Froi notó cómo se le erizaba el vello de los brazos.

Lucian mantuvo la mirada firme en su prima.

—Y debo hacer hincapié en que nadie ha salido herido.

Había un silencio mortal en la estancia.

—Esta mañana, en el valle, un charynita llevó una daga al cuello de Japhra —dijo, refiriéndose a una de las novicias de Tesadora.

Froi se puso en pie de un salto. Oyó el grito de la reina y un bufido furioso de Finnikin. El capitán tenía los puños apretados. Perri se marchó de la habitación antes de que se dijera una palabra más.

—Japhra pasará la noche en casa de Yata, pero insiste en volver mañana al valle con Tesadora.

—¿Y el charynita? —preguntó Trevanion.

—Está bajo vigilancia.

La reina miró a Finnikin. Froi vio un miedo en la expresión de Isaboe que le puso enfermo. La preocupación de la reina por un posible ataque de los charynitas había aumentado diez veces desde el nacimiento de su hija.

—Ve con tu padre y Perri —le dijo a Finnikin.

Finnikin parecía entre la espada y la pared.

—El embajador de Sarnak…

—Ya hablaré yo con el embajador de Sarnak —le cortó.

—¡No! —gritó Finnikin.

—¿Y qué prefieres —le preguntó con brusquedad—, que suba la montaña e interrogue a un asesino charynita en potencia?

—Preferiría que Aldron os llevara a ti y a Jasmina de vuelta al palacio —respondió Finnikin—. Yo hablaré con el embajador, acortaré nuestra reunión y luego subiré a la montaña.

—Y mientras tanto, ¿por qué no aras todos los campos del reino y compruebas las redes del río? —preguntó con acritud—. Después sube a la cantera de la Roca y rómpete la espalda trabajando con los tuyos. Y tal vez puedas pasarte por las minas más tarde.

Ella no era distinta de Finnikin. Froi sabía que todos los de la habitación querían decirlo. Tanto la reina como Finnikin se negaban a creer que tenían el privilegio de la vida de palacio y se les encontraba trabajando con el pueblo durante sus visitas por el reino.

—No quiero que trates con los sarnak, Isaboe —dijo Finnikin—. No me hagas imaginarme cómo te sentirías en su presencia.

—¿Acaso es diferente para ti? —gritó—. No puedes estar en todas partes a la vez, Finnikin. Ya me ocuparé yo de Sarnak. No son una amenaza para nosotros. Ocúpate tú de Charyn y quizás en algún momento de esta semana podamos cruzarnos en el camino y saludarnos desde lejos.

Finnikin suspiró y Froi observó cómo la expresión de la reina se suavizaba.

—Este es un ataque de los charynitas, amor mío —dijo—. Ten en cuenta mis palabras. Esto no es más que el principio.