El aire estaba cargado de incienso y del dulce olor de la cera caliente.
A Cam Chulohn le gustaba la sencilla capilla de piedra. Se arrodilló en el rústico banco y miró el goteo del agua cristalina por entre los dedos del padre Curry en el pote de plata que sostenía el monaguillo. El eterno símbolo del esfuerzo del hombre por evadir la responsabilidad siempre le había parecido a Chulohn el más significativo de todos los antiguos rituales. Ahí se encuentra, pensó, la esencia de nuestra naturaleza, desplegada sin cesar a través de los tiempos para todos los que puedan verla.
Su mirada se demoró sucesivamente en la gruta de la Virgen (iluminada por algunas velas parpadeantes) y en las estaciones del vía crucis, en el altar, sobre el pulpito labrado y la pesada Biblia. Era modesto comparado con los opulentos modelos de Rimway, Rigel III y Taramingo. Pero de algún modo todo estaba bien: la magnificencia de la arquitectura de esas catedrales diseminadas, la exquisita calidad de las ventanas con vitrales, la solidez de las columnas de mármol, el puro poder angélico de los grandes órganos, el coro… Aquí, a mitad de camino de la cima, él podía contemplar el valle que los primeros padres, en su entusiasmo, le dedicaron a san Antonio de Toxicón. Solo estaban el río, las sierras y el Creador.
La visita de Chulohn a la abadía era la primera efectuada por un obispo (por lo menos hasta donde él sabía) en toda la existencia de la comunidad. Albacora, este mundo nevado y frío en el extremo más distante del dominio de la Confederación, tenía muy pocos habitantes además de los padres. Pero no era difícil (disfrutando de su silencio imponente, escuchando ocasionalmente el deslizarse de una roca en la distancia, llenándose los pulmones de ese aire frío y vigorizador) entender que ese lugar había albergado, en distintas ocasiones, a los intelectuales más importantes de la orden. Martin Brendois escribió sus grandiosas historias de los Tiempos Difíciles en un cubículo ubicado sobre la capilla. Albert Kale completó su celebrado estudio sobre las cuerdas transgalácticas; y Morgan Ki compuso los ensayos que ligarían irrevocablemente su nombre a la teoría económica clásica.
Sí, había algo en el lugar que llamaba a la grandeza.
Caminaba a lo largo del parapeto, detrás del grupo, con Mark Thasangales, el abad superior. Iban envueltos en sus abrigos. El aliento precedía sus pasos. Thasangales tenía mucho en común con el valle de San Antonio: nadie en la orden podía recordar cuándo había sido joven. Sus rasgos eran tan poco expresivos y tan delineados como los muros de piedra y los peñascos nevados. Inconmovible, le consideraban «un monumento a la fe». Chulohn no podía imaginarse esos oscuros ojos azules asaltados por las dudas que aquejaban a los hombres comunes.
Evocaban ambos tiempos mejores —según la costumbre de los hombres de la Edad Media que se reencontraban después de un largo tiempo—, cuando de pronto el abad cambió de tema:
—Cam —dijo, levantando un poco la voz por encima del ruido del viento—, hiciste bien.
Chulohn sonrió. Thasangales tenía talento: su capacidad para levantar y mantener conventos no iba en detrimento de su aura de santidad. Era un administrador soberbio y un orador persuasivo, precisamente la clase de hombre adecuado para representar a la Iglesia y a la orden. Pero carecía de ambición. Por eso había vuelto a San Antonio cuando se le presentó la oportunidad. Y allí había pasado toda una vida.
—La Iglesia me ha hecho mucho bien, Mark, y a ti también.
Miraron desde la cumbre de la montaña hacia el lugar donde estaba la abadía. El valle adquiría un color castaño al aproximarse el invierno.
—Siempre he pensado que querría pasar aquí un par de años. Tal vez para enseñar teología. O poner en orden mi vida.
—La Iglesia precisa cosas más importantes de ti.
—Quizá. —Chulohn miró detenidamente su anillo, emblema de su oficio, y suspiró—. Trabajé mucho para esto. Tal vez el precio haya sido muy alto.
El abad superior no emitió señales de aprobación ni desaprobación; solo se mantuvo firme esperando la complacencia de su obispo. Chulohn suspiró:
—Realmente no apruebas el camino que he tomado.
—No he dicho tal cosa.
—Tus ojos sí. —Chulohn sonrió.
Una repentina ráfaga de viento sacudió los copos de nieve de los árboles.
—Primero de año —anunció Thasangales.
El valle de San Antonio está ubicado en el lugar más alto de los dos continentes de Albacora. (Hay quienes dicen que el mundo pequeño y compacto consta casi exclusivamente de terreno elevado.) Pero para los ojos de Chulohn era uno de los lugares especiales de Dios, una mezcla de bosques, piedras y nieve. El obispo había crecido en esta clase de paisaje, en la áspera Dellaconda, cuyo sol estaba tan lejano que no podía verse desde San Antonio.
De pie en medio de esa antigua barbarie, sintió emociones olvidadas hacía más de treinta años. Las ideas de la juventud. ¿Por qué eran mucho más reales y nítidas que todas las que vinieron luego? ¿Cómo podía ser que, habiendo cumplido sus sueños, incluso con creces, aún se sintiera insatisfecho?
Se arrebujó con el abrigo al tiempo que sentía un repentino gusto a hielo.
Era un lugar inquietante, entre picos nevados. De algún modo que él no lograba dilucidar, desafiaban el cálido bienestar de la capilla. Hubo un poco de ajetreo durante el regreso: un grupo de fieles entusiastas, que decía hablar en nombre de Cristo, le pidió que vendiera las iglesias y entregara el fruto a los pobres. Pero Chulohn, que amaba los páramos por lo temibles que eran, estaba convencido de que las iglesias eran refugios contra la majestad intimidadora del Todopoderoso.
Contempló la fuerza amenazadora de la nieve.
Algunos seminaristas dejaron el refectorio y se apresuraron a entrar en el gimnasio. La repentina actividad sacó a Chulohn de sus cavilaciones.
Miró a Thasangales.
—¿Tienes frío? —le preguntó.
—No.
—Entonces veamos el resto de los lugares.
Poco había cambiado desde que el obispo fuera ordenado allí. Las grutas, los prados y los grises muros sombreados comprimían las décadas. ¿Había transcurrido casi la mitad de su vida desde aquellas correrías hasta el refectorio para buscar cerveza? ¿Realmente había pasado tanto tiempo desde las escapadas a Blasinwel y los inocentes flirteos con las mujeres del lugar? ¿Desde que se bañaba desnudo en los arroyos? (Dios mío, ¿cómo podía sentir todavía la mordedura sensual del agua helada en los flancos?) Por aquel entonces, todo eso había resultado deliciosamente pecaminoso.
El camino pedregoso, cubierto ligeramente por la nieve, crujía de un modo agradable bajo sus pies. Chulohn y Thasangales rodearon la biblioteca. Su antena, montada en el pico afilado del tejado, giraba con lentitud siguiendo una u otra de las órbitas. Los copos se le metían en los ojos a Chulohn, y se le estaban enfriando los pies.
Las habitaciones de los padres estaban situadas en la parte trasera del complejo de edificios, bien apartadas de las distracciones de los visitantes o los novicios. Hicieron una pausa en la entrada, ante una puerta rústica de metal verde construida como para enfrentar el paso del tiempo, cosa que amenazaba con hacer. Pero Chulohn miraba a lo lejos, hacia la elevada colina que dominaba el paisaje por detrás de la abadía. En la cima casi invisible, donde anidaba la tormenta, había un arco, una cerca de hierro y varias filas alargadas de cruces blancas.
El puesto de honor para los perseverantes.
Thasangales había empujado la puerta y esperaba paciente la entrada del obispo.
—Un momento —dijo Chulohn sacudiéndose la nieve de los hombros, ajustándose el cuello y con la mirada fija y pensativa en la colina.
—Hace frío, Cam. —La voz de Thasangales sonaba un poco irritada.
Chulohn no dio muestras de haber oído.
—Volveré en unos minutos —respondió enseguida. Y, sin más, se dirigió con paso firme a la cima del cerro.
El prior dejó la puerta con un ademán de resignación que a un observador casual podría habérsele escapado.
El camino al cementerio se había perdido bajo la nieve, pero Chulohn no reparó en ello e, inclinado sobre el declive, comenzó la ascensión. Un par de ángeles de piedra, con las cabezas ladeadas y las alas desplegadas, custodiaban su camino… Pasó entre ellos y se detuvo para leer la leyenda grabada en el frente del arco:
«Quien quiera enseñar a los hombres a morir, debe saber cómo vivir».
Las cruces estaban dispuestas en filas precisas: las más viejas enfrente y a la izquierda, en secuencia alternada según los años, desde la cima hacia la colina opuesta. Cada una exhibía un nombre, la orgullosa designación de la orden, O. D. J., y la fecha del fallecimiento según el calendario cristiano.
En la parte inferior, descubrió al padre Brenner. Brenner había sido un pelirrojo robusto y con sobrepeso. Pero había sido joven cuando Chulohn también lo era. Su asignatura se llamaba Historia de la Iglesia durante la Gran Migración.
—Ya lo sabías, ¿no? —dijo el prior, notando la reacción del obispo.
—Sí. Pero no es lo mismo enterarse de la muerte de un hombre que estar frente a su tumba.
Había una dolorosa cantidad de nombres familiares en esa fila. Estaban, en primer lugar, sus instructores: Phillip, Mushallah y Otikapa. Mushallah fue un hombrecito nervioso de mirada aguda y firme convicción, gustoso de hacer frente a todo estudiante que se atreviera a cuestionar el sofisticado razonamiento que demostraba la existencia de Dios por medio de la lógica.
Un poco más lejos, encontró a John Pannell, a Crag Hover y otros. Polvo ahora. Toda la teología del mundo no puede cambiar esto.
Miró con curiosidad a Thasangales, pacientemente de pie en la nieve blanda y con las manos hundidas en los bolsillos, en apariencia ajeno a todo. ¿Se daba cuenta de lo que significaba caminar por ese lugar? La expresión del prior no mostraba rastros de dolor. Chulohn no sabía si él quería que su fe fuese tan fuerte.
Una idea incómoda: el pecador que se aferra al pecado.
Había numerosas lápidas; databan de siglos atrás. Y muchas personas más a quienes ofrecer sus respetos. Pero deseaba ardientemente regresar, tal vez por el tiempo, que empeoraba, tal vez porque no deseaba ver más. Y sucedió que, mientras daba la vuelta, sus ojos se detuvieron en una lápida y notó que algo estaba mal, aunque no podía determinar qué era. Fue hacia el letrero y leyó con detenimiento:
Jerome Courtney
Fallecido en 11,108 d.C.
La tumba tenía unos seiscientos años estándar. Relativamente reciente para San Antonio. Pero la inscripción no estaba completa. Faltaba el nombre de la orden.
El obispo miró estrábicamente la inscripción y limpió la piedra para quitar un poco de nieve que quizá tapaba tal información.
—No te molestes, Cam —dijo el prior—. No está.
—¿Por qué no? —Lo miró con fijeza. Su obvia perplejidad cedía paso al disgusto—. ¿Dónde está?
—No es uno de nosotros. Por lo menos, no estrictamente hablando.
—¿No es un discípulo?
—Ni siquiera es católico, Cam. Y creo que ni siquiera fue creyente.
Chulohn se adelantó un paso, como reconviniendo a su subordinado.
—Entonces, en nombre de Dios, ¿qué hace aquí, entre los padres?
No era lugar para gritos, pero el esfuerzo del obispo por controlar su voz produjo un tono ronco que le resultó embarazoso. Los ojos de Thasangales estaban muy abiertos y eran muy azules.
—Vivió aquí durante mucho tiempo, Cam. Buscó refugio entre nosotros y se quedó con la comunidad casi cuarenta años.
—Eso no explica que esté aquí.
—Está aquí —dijo el prior—, porque los hombres entre los cuales vivió y murió lo amaron mucho y acordaron que permaneciera entre ellos.