El deslizador trazó un arco sobre la colina del valle de San Antonio, circunvaló la abadía y se posó en la pista de visitantes, cerca de la estatua de la Virgen, frente al edificio de Administración.
Un hombre alto, de piel oscura, salió de la cabina, parpadeó a la luz del sol y echó una mirada a las torres de dormitorios, a la biblioteca y la capilla que parecían esparcidas en un escenario no tan antiguo.
Un joven con ropas rojas estaba de pie afuera, a un lado, cerca de la Virgen, observando. Se dirigió presuroso hacia el visitante.
—¿Señor Scott? —preguntó.
—Sí.
—Bienvenido a San Antonio. Yo soy Mikel Dubay, el representante del abad.
Habitualmente Mikel rompía la formalidad del anuncio con la observación adicional de que él era un novicio. Pero los modales de Scott hicieron que no se atreviera.
—Ah. —Miraba por encima del hombro de Mikel.
—Le hemos preparado un cuarto.
—Gracias. Pero no pasaré la noche aquí.
—Oh. —Era sorprendente—. Creí que se iba a quedar.
—Es verdad —dijo Scott, consciente de pronto de la presencia del novicio—. En cierto sentido. Pero durante una hora o dos.
La mandíbula de Mikel se puso tensa, pero no replicaría hasta estar seguro de conjurar el hielo de su voz.
—El abad me pidió que le atendiese.
Con el corazón dando tumbos, Hugh Scott siguió a su guía por los vestíbulos de la residencia y a través del área de recreo. Los gritos de un grupo de jóvenes jugadores se elevaban en el aire frío de la tarde. Una pareja de curas de hábito blanco, que llegaban desde la dirección opuesta, saludaron efusivamente a Mikel y a su acompañante y siguieron. Scott pudo oír parte de su conversación, que se refería a la energía física.
Sonó la campana de la capilla. Una gran ave voló por encima de uno de los árboles y cayó. Emitió un sonido agudo al golpear el suelo, se levantó y saltó sobre sus pies en forma de cuña.
—Siguió a uno de los padres desde su retiro en la montaña hace algunas semanas —explicó el novicio—. Estamos tratando de capturarla para devolverla a su hogar.
—Nunca he visto nada igual —musitó Scott reflexivamente, mirando hacia la cima de las colinas, tal vez sin pensar en absoluto en la criatura. De hecho, ni se había percatado de su existencia.
—Es un ave burlona —continuó Mikel, quedándose luego en silencio.
El camino hacía una curva a entre arbustos florecientes y árboles enanos. Subieron la colina. Allí, bajo una empalizada de hierro, Scott vio las filas de inscripciones blancas.
Caminó despacio. Era un día hermoso, una tarde para disfrutar, un momento para saborear. Y la sangre se le agolpaba en las venas.
Los bancos de mármol estaban cerca de la entrada, en lugares adecuados para contemplar la brevedad de la vida. Su mirada recorrió el lugar donde descansaban los padres. A la entrada se leía una inscripción: «El que quiera enseñar a los otros cómo morir debe saber cómo vivir». Sí, pensó Scott. ¡Sim lo sabía!
—Allí atrás.
Mikel señaló hacia una sección sombreada por árboles antiguos. Scott recorrió las filas de marcas blancas y le conmovió la idea de que quizá era la primera vez en su vida adulta que visitaba un cementerio y no sucumbía a las negras imágenes de su propia mortalidad. Algo más importante sucedía hoy.
—Aquí, señor.
El novicio se detuvo en una marca que se distinguía de las otras. Scott se aproximó y leyó la inscripción:
Jerome Courtney
Fallecido en 11.108 d.C.
Scott consultó su intercomunicador. La fecha equivalía a 1249 en el calendario de Rimway. ¡Cuarenta años después de la guerra! Se le llenaron los ojos de lágrimas y se arrodilló. El césped se agitaba con la brisa de la tarde. Un curso de agua corría cerca. Las voces flotaban a la luz del sol. Le abrumaba la sensación de intemporalidad del lugar.
Cuando se recobró y se puso de nuevo de pie, Mikel se había ido. Un hombre estaba en su lugar, con barba y con la casaca blanca de los discípulos.
—Soy el padre Thasangales —dijo, ofreciéndole su mano. Era alto y huesudo, endurecido por el trabajo.
—¿Sabe quién era? —preguntó Scott.
—Sí. Los abades siempre lo supieron. Me temo que el obispo también lo sabe. Pero era necesario.
—Estuvo aquí cuarenta años —replicó Scott atónito.
—Estuvo aquí de vez en cuando durante cuarenta años —informó Thasangales—. No era un miembro de la orden. Ni siquiera de la fe, aunque hay evidencia de que simpatizaba mucho con la Iglesia. —El abad miró fijamente las colinas—. Según lo que se sabe, venía y se iba con frecuencia. Pero nos complace saber que San Antonio era su hogar.
—¿No tienen ningún documento? ¿No dejó ninguna declaración? ¿Explicó lo que pasó?
—Sí. —El abad cruzó los brazos y miró al hombre alto con placer—. Sí, tenemos varios documentos suyos; manuscritos, en realidad. Uno en particular parece ser un intento de sistematizar el resurgimiento y la decadencia de las civilizaciones. Fue considerablemente más lejos en el tema que cualquier otro. Hay también varias historias, una serie de ensayos filosóficos y una memoria.
La respiración de Scott se agolpaba en su garganta.
—¿Tienen todo eso? ¿Y nunca dejaron que el mundo lo supiera?
—Así lo pidió él. Dijo: «No se lo den a nadie hasta que alguien venga a pedirlo». —Le miró fijamente a los ojos—. Creo que ha llegado la hora.
Scott rozó con sus dedos la lápida. A pesar del frío de la tarde, se sentía bien.
—Creo que voy a pasar la noche aquí. Y, sí, me interesa ver lo que tenía que decir.