«La soledad pone un espejo ante la locura. Resulta difícil escapar de la verdad de su frío reflejo.»
Rev. Agathe Lawless,
Meditaciones en el crepúsculo
Volvimos al Centauro para comer y dormir un poco. Sin embargo, nos dormimos tarde. Estuvimos hablando durante varias horas, especulando acerca de lo que finalmente le había sucedido al capitán y a la tripulación del Corsario. ¿Habrían encontrado algún resto los del Tenandrome? ¿Habrían hecho un servicio fúnebre? ¿Un ritual, un sencillo informe y se habrían olvidado de ello? ¿Como si nada hubiera pasado?
—No lo creo —dijo Chase.
—¿Por qué no?
—Por la tradición. Si hubieran hecho tal cosa, el capitán del Tenandrome habría cerrado el cuaderno de bitácora del Corsario con una última anotación. —Miró al viejo buque que estaba allí fuera. Sus luces se volvían blancas o rojas contra el cielo oscuro—. No, apuesto a que encontraron la nave en el mismo estado que nosotros. —Se cruzó de brazos oprimiéndose el pecho como si hiciera frío en la cabina—. Tal vez los mudos capturaron la nave, mataron a la tripulación y la dejaron vagando para que nosotros la encontráramos algún día y nos rompiéramos la cabeza pensando. Una lección.
—¿Allí fuera? ¿Y cómo esperaban que la encontráramos?
Chase cerró los ojos y meneó la cabeza.
—¿Vamos a empezar de nuevo?
—Todavía no tenemos respuestas.
Se movió en la oscuridad. Una música suave penetró en el compartimento.
—Allí no debe de haber ninguna.
—¿Qué crees que ha estado buscando Scott durante todo este tiempo?
—No lo sé.
—Encontró algo. Fue a esa nave, como nosotros, y encontró algo.
Mientras conversábamos, Chase nos hizo avanzar algunos kilómetros. Aunque reía alegremente, admitió que el derrelicto la ponía nerviosa. Yo no podía apartar de mi mente la imagen de un Christopher Sim desesperado. Nunca se me había ocurrido que él, de entre toda la gente, hubiera dudado del eventual estallido de la guerra. Era una noción tonta, por supuesto, suponer que él tenía mi perspectiva histórica. Se me hacía más humano. Y en esa desesperación, en esa preocupación por la vida de sus camaradas y por la gente a la que trataba de defender, percibí una respuesta al buque desierto.
«Habrá algún día una Confederación, pero no la construirán sobre los cadáveres de mis hombres.»
Mucho después de que Chase se fuera a dormir, traté de ordenar todo lo que pude recordar acerca del Ashiyyur, de los Siete, del probable estado mental de Sim y de la acción de Rigel.
Era difícil olvidar las armas de fuego del Corsario apuntándome durante el simulacro. Pero eso, desde luego, no había sucedido. El plan de Sim había funcionado. El Corsario y el Kudasai habían sorprendido a los atacantes. Habían causado serios daños al enemigo antes de que el Corsario fuera convertido en cenizas en su duelo con el crucero. Esa era, al menos, la versión oficial.
Obviamente tampoco era cierta. Me pregunté por qué Sim había cambiado de estrategia en Rigel. Durante su larga serie de éxitos, siempre había conducido en persona a los dellacondanos. Solo en esta ocasión había preferido escoltar al Kudasai durante el asalto principal, mientras sus fragatas asestaban el golpe en el flanco de la flota enemiga.
Y el Kudasai había llevado a su hermano hasta su muerte unas pocas semanas más tarde en Nimrod. Pero Tarien vivió lo suficiente para saber que sus esfuerzos diplomáticos no habían caído en saco roto y que la Tierra y Rimway habían estrechado vínculos por fin y que también Toxicón se había unido a la guerra.
Los Siete: de algún modo esto se vinculaba con la historia de los Siete. ¿Cómo fue que sus identidades se perdieron para la historia? ¿Fue coincidencia que la fuente más cercana, el diario de viaje del Corsario, tampoco hablara del tema ni de la batalla en sí? ¿Qué había dicho Chase? «¡No debió de haber sucedido!»
No, no podía ser.
Y en algún lugar, a lo largo del límite resbaladizo entre realidad e intuición que precede al sueño, lo entendí. Con una certeza clara y fría, lo entendí. Y, de haber podido, me lo habría sacado de la cabeza y habría vuelto a casa.
Chase durmió profundamente durante un par de horas. Cuando finalmente se despertó, estaba oscuro de nuevo. Me preguntó qué intentaba hacer.
Yo estaba comenzando a entender el dilema del Tenandrome. Christopher Sim, como fuera que hubiera muerto, era mucho más que una parte de la historia. Nos enfrentábamos a un símbolo de nuestra existencia política.
—No sé —dije—. Este lugar, este mundo, es un cementerio. Es un cementerio que esconde un secreto culpable.
Chase miró hacia el borde helado y cubierto de nubes del planeta.
—Tal vez tengas razón —replicó—. Se perdieron todos los cuerpos. Los cuerpos, los nombres y los registros del diario. Y el Corsario, que debería haberse perdido, completa una vuelta cada seis horas y once minutos como si fuera una manecilla de reloj.
—Trataban de regresar. Dejaron la nave guardada. Eso significa que alguien pensaba volver.
—Pero no volvieron. ¿Por qué no?
«Durante la historia completa de la civilización helénica no conozco crimen más sórdido ni salvaje que el de Leónidas y su grupo de héroes en las Termópilas. Mejor que Esparta cayera que tales hombres fueran desperdiciados.»
—Sí. ¿Dónde están los cuerpos?
A través de un hueco entre las nubes, muy abajo, el mar brillaba.
La cápsula del Centauro estaba diseñada para permitir el movimiento de nave a nave o de una órbita a una superficie planetaria. No estaba diseñada para la clase de uso que yo pensaba darle: un largo vuelo atmosférico. Sería inestable, difícil y relativamente lento. Sin embargo, podríamos descender sobre agua o tierra. Y no tenía otra alternativa.
La cargué con provisiones para varios días.
—¿Por qué? —me preguntó Chase—. ¿Qué vas a buscar ahí abajo?
—No estoy seguro —le respondí—. Mantendré las cámaras encendidas.
—Tengo una idea mejor: vayamos juntos.
Me tentó. Pero mi instinto me decía que alguien se tenía que quedar en la nave.
—Hace ya tiempo que todos murieron, Alex. ¿Cuál es el objetivo?
—Talino —dije—. Y los otros. Les debemos algo. La verdad debería tener algún valor.
—¿Qué se supone que tengo que hacer si tienes problemas? —objetó ella, anonadada—. No podré bajar para ayudarte.
—Todo irá bien. Si no, si pasa algo, ve a buscar auxilio.
Me miró con ironía, como recordándome el tiempo que requería el viaje.
—Ten mucho cuidado. —Comprobamos los sistemas—. No uses el sistema manual hasta que hayas bajado —recomendó—. Y mejor tampoco entonces. Los ordenadores pueden hacer todo el trabajo pesado. Tú vas de paseo. —Me miraba intensamente. Traté de tocarla, pero se apartó y se fue meneando la cabeza—. Cuando vuelvas… —susurró tan quedamente que no pude oír más.
Me subí al vehículo, cerré la capota y la aseguré. Ella me saludó y alzó su dedo pulgar para desearme suerte. Miré el cambio de las luces por encima de la puerta de salida. Indicaban que la cámara estaba sellada.
Apareció la imagen de Chase en mi pantalla.
—¿Todo bien? —Sonreí y asentí.
Las lámparas rojas de la bahía se tornaron púrpura y luego verdes. Las dársenas se abrieron bajo la cápsula. Yo miraba hacia abajo: el conjunto de nubes y el océano azul.
—Treinta segundos para descender, Alex.
—Bien. —Clavé la vista en el panel de instrumentos.
—Llegarás al atardecer —informó Chase—. Vas a tener tres horas de luz antes de que anochezca.
—Bien.
—No salgas de la cápsula por la noche. No conoces el lugar. Es mejor que te mantengas en vuelo. Lejos de las zonas oscuras.
—Sí, mamá.
—Y… ¿Alex?
—¿Sí?
—Haz lo que has dicho. Mantén encendidas las cámaras. Estaré contigo.
—Bueno.
La cápsula tembló al activarse los magnetos. Después, caí a través de las nubes.
Llovía sobre el océano. La cápsula descendió en medio de una neblina gris y se niveló a varios miles de metros. Dobló hacia el sudoeste, según el curso preestablecido, que quedaría paralelo a la dirección del Corsario. Había miles de islas desparramadas en el océano: en realidad, no había modo de buscar en todas. No obstante, el Corsario se había quedado en órbita.
Estaba seguro ahora de que había habido una conspiración. No estaban claras su forma y extensión, pero no tenía dudas de quién había sido la víctima principal. Pero ¿por qué abandonar la nave? ¿Para torturarlo tal vez? ¿O como signo de que volverían a buscarlo? Cualquiera que fuera la posibilidad, los conspiradores, con un planeta entero para elegir, lo habrían dejado en su ruta, cerca de su órbita.
Encerrado en el interior de la cabina, me sentía abrigado y seguro. La lluvia caía en pesadas gotas sobre el plexiglás.
—¿Chase?
—Aquí estoy.
—Hay muchas islas.
—Las veo. ¿Cómo te va?
—El viaje resulta un poco molesto. No sé qué pasará si sopla mucho viento.
—Se supone que la cápsula se mantiene estable. Pero es pequeña. No está preparada para estos recorridos. —Seguía preocupada—. Quizá quieras trazar un plano de búsqueda.
Yo planeaba buscar en un radio de ochocientos kilómetros de ancho, centrado en una línea trazada directamente debajo de la órbita del Corsario.
—Puede que la zona trazada sea demasiado estrecha.
—Es mucho trabajo.
—Ya lo sé.
—Te vas a quedar sin comida mucho antes de haber terminado de recorrer las islas. Y tendrás suerte si no tienes que atravesar el continente.
—Eso no me importaría —dije—. Hace mucho frío allí. —Eso le debió parecer un comentario críptico, pero no me presionó.
El primer grupo de islas estaba muy adelante. Parecían yermas, llenas de arena y piedra con peñascos y árboles agrestes.
Seguí volando.
Hacia el crepúsculo, la tormenta había pasado. El cielo se puso de color púrpura y el mar se volvió transparente y luminoso. Un conjunto de criaturas grandes de cuerpo negro se deslizaban por la superficie, mientras cúmulos atravesados por la luz del sol cubrían el horizonte del oeste.
El océano estaba salpicado de formaciones rocosas, arrecifes, colmas, isletas. Los grupos de islas tenían varios kilómetros de longitud. Había además solitarios fragmentos de roca en la superficie.
—Si supiera lo que buscas, tal vez podría ayudarte —comentó Chase, exasperada.
—A Sim y los Siete —respondí—. Buscamos a Christopher Sim y los Siete.
No veía aves por ninguna parte, pero los cielos estaban llenos de flotadores. Eran mucho más grandes que sus primos de Rimway y de La Pecera y, por cierto, más que los de cualquier otro sitio. Esos globos vivientes, cuyas variedades habitan en muchos de los mundos, se dejan llevar por las corrientes de aire. Se elevan y mueven sincronizadamente y hacen torbellinos como globos frente a una ráfaga repentina. Todos los flotadores de los que había oído hablar eran animales. Estos parecían diferentes. Después me di cuenta de que mis hipótesis no eran incorrectas. Sus sacos de gas eran verdes y tenían apariencia vegetal. Los más grandes tendían a moverse menos. Algunos flotaban en largas hileras y los más sedentarios flotaban en la superficie. No parecían tener ojos ni ningún otro rasgo animal. Sospeché que aquel era uno de esos ecosistemas que producían animados, especies que no tienen la clara diferenciación entre animal y planta que caracteriza a la mayoría de los mundos vivientes.
Algunos se aproximaron a la cápsula, pero no podían mantener la altura. Aunque sentía curiosidad, decidí no descender. Me mantuve en movimiento. Al día siguiente se vería.
Pasé sobre un grupo de islas desiertas mientras terminaba de caer el sol. Se alineaban simétricamente a izquierda y a derecha, alternándose. Huellas del Creador, había dicho Wally Candles de un archipiélago semejante en Khaja Luan. Debo decir que para ese entonces ya me había hecho un experto en Candles. Candles y Sim: ¿qué sabía el poeta?
Nuestros hijos enfrentarán nuevamente la furia silenciosa
y lo harán sin el Guerrero,
que camina bajo las estrellas
en la lejana Belmincour.
Sí pensé: Belmincour. Sí.
Crucé el hemisferio sur al atardecer del día siguiente y me aproximé a una isla en forma de cuña, dominada por un enorme volcán. Era un lugar de naturaleza exuberante: arbustos de color verde y púrpura, flores blancas, verdes enredaderas que colgaban de las rocas. El cielo se reflejaba en lagunas plácidas, y había un puerto natural y una cascada. Me dije que era un sitio idílico mientras aterrizaba en una playa angosta entre la selva y el mar.
Salí de la cápsula, preparé la cena en el fuego y miré pasar al Corsario como una estrella sin brillo en el cielo que se oscurecía. Esa noche comí carne y tomé cerveza. Traté de imaginarme cómo me sentiría si la cápsula cuyas luces brillaban a unos pocos metros se fuera. Y si Chase se fuera.
Me quité las botas y me puse a caminar por la orilla del mar. La marea sorbía la arena debajo de mis pies. El océano estaba oscuro. El aislamiento de ese mundo se me volvía tangible. Activé el intercomunicador.
—¿Chase?
—Aquí estoy.
—Puedo ver el Corsario.
—Alex, ¿has pensado lo que vas a hacer con esto?
—¿Te refieres a la nave? No estoy seguro. Creo que la llevaremos a casa.
—¿Cómo? No tiene armstrongs.
—Debe de haber alguna manera de arreglar ese tema. Llegó aquí. Escucha, deberías ver esta playa.
—¡Estás fuera de la cápsula! —me dijo acusadoramente.
—Lamento que no estés aquí.
—Alex, ¡tengo que vigilarte todo el tiempo! ¿Tienes algo ahí para defenderte? No vi que cogieras ningún arma.
—No te preocupes. No hay animales grandes. Nada que pueda ser peligroso. A propósito, si miras al cielo un poco al norte, verás algo interesante.
Escuché los movimientos por el intercomunicador y luego su aliento cortado. La Rueda de Wally Candles. El conjunto de estrellas parecía horadar los cielos: un halo de luz que dominaba la noche, algo de sobrenatural belleza.
Volví a la cápsula a buscar dos mantas.
—¿Qué vas a hacer, Alex?
—Voy a dormir en la playa.
—Alex, no lo hagas.
—Chase, la cabina me ahoga y aquí la noche es hermosa.
Así era. El oleaje me hipnotizaba y el aire tenía gusto a sal.
—Alex, en realidad no conoces el lugar. Podrían comerte durante la noche.
Me reí del modo en que lo hace la gente cuando quiere sugerirle a alguien que es un alarmista, e hice una reverencia frente a una de las cámaras. Sin embargo, logró preocuparme; me habría vuelto a la cabina de haber podido hacerlo sin quedar mal.
Miré con cierta desconfianza la selva, que no estaba muy lejos, y estiré una de las mantas sobre la arena en un lugar bastante cercano a la cápsula.
—Buenas noches, Chase.
—Buenas noches, Alex.
Por la mañana exploré la isla durante una hora, pero no encontré nada. Disgustado, sobrevolé una buena porción del océano. A media mañana un chaparrón me obligó a elevarme un poco para eludirlo. El tiempo estuvo inestable durante todo el día. Inspeccioné otros lugares, unas veces con sol, otras con lluvia. Vi miles de flotadores que se refugiaban de las tormentas bajo los árboles cercanos a los acantilados.
Mis instrumentos eran más efectivos en recorridos bajos, de modo que me mantuve a cincuenta metros de la superficie. Chase me urgía a elevarme, argumentando que la cápsula podía verse afectada por los fuertes vientos y que una ráfaga intensa podría arrojarme al océano.
Hasta la tercera tarde había recorrido unas veinte islas. Nada prometedor. Me iba a aproximar a otra, grande y parecida a un volcán, cuando algo extraño me hizo observar con atención. No estaba seguro de qué se trataba, aunque guardaba relación con una nube de flotadores que se desplazaban sin rumbo por encima de la superficie, a medio kilómetro hacia el norte de la isla.
Puse el control en manual y aumenté la velocidad.
—¿Qué pasa?
—Nada, Chase.
—Estás perdiendo altura.
—Ya lo sé. Estoy mirando los flotadores. —Varios reaccionaron de un modo que me sugirió que se percataban de mi presencia, igual que el día anterior. Pero debieron de pensar que no había peligro.
No hacía viento. El océano permanecía en calma.
Persistía la idea de que había algo raro en el conjunto: mar, cielo, animados.
Apareció una gran ola.
Venía del lado de los flotadores; se aproximaba, verde y blanca, con la cresta alzada. Rodó sobre el mar silencioso.
La isla era larga y estrecha, con una costa de rocas altas en el este, que descendía para terminar en un bosque verde y una costa amplia del lado opuesto. Junto a los árboles se veían tranquilas lagunas.
—El tipo de lugar que me gusta —murmuró Chase, no sin irritación.
Descendí en medio del aire fresco de la tarde y me asenté en la arena al lado del agua. El sol, hacia el horizonte, estaba casi violeta. Abrí la capota, salí y me dejé caer a tierra.
Miré ese océano que nunca había sido surcado por barco alguno.
Era un día hermoso de verano, cálido, encantador, con solo el frío justo en el aire salado.
Aquí. Si algún lugar de este mundo era apropiado para conspirar, tenía que ser este.
Pero yo sabía que no era así. Los controles habían demostrado que no había evidencia de que este lugar hubiera sido habitado con anterioridad.
Nadie había puesto los pies en esta playa.
Más allá de las rompientes, los flotadores planeaban en el aire.
Otra vez la ola. Era rara. Tenía una superficie demasiado simétrica, como diseñada. Era tal vez demasiado rápida. De hecho, aceleraba.
Curioso.
Caminé a lo largo de la costa. Un par de caracoles, uno casi tan grande como la cápsula, descansaban sobre un banco de arena. Una pequeña criatura con un montón de patas se percató de mi presencia y se escondió en la arena. Pero dejó su cola al descubierto. Y algo más: un chispazo de luz brilló un instante en el agua y se fue.
Algunos de los flotadores se volvieron hacia la ola, que se disipó. Estaban nerviosos. Muchos se elevaron todo lo que pudieron; otros, más pequeños, de colores más brillantes, quizá más jóvenes, se agruparon y tomaron altura en el cielo de la tarde.
Los contemplé fascinado.
No pasó nada.
Uno por uno los flotadores volvieron hacia la superficie hasta que casi toda la bandada estuvo de nuevo a nivel del agua. Pensé que se alimentaban de algo equivalente al plancton.
El océano seguía en calma.
Pero yo sentía que seguían inquietos.
Estaba por regresar a la cápsula cuando volvió la ola. Mucho más cerca.
Me arrepentí de no tener los prismáticos a mano. Estaban en la parte trasera del asiento; no quería perder tiempo en ir a buscarlos hasta el aparato, que estaba a unos doscientos metros de la costa.
La ola se dirigía directamente a los flotadores, aproximándose en un curso más o menos paralelo a la línea de la costa. De nuevo me pareció que ganaba velocidad y que se hacía más y más grande. Una línea delgada de espuma se iba formando en la cresta.
Me pregunté qué clase de órganos sensoriales tendrían los flotadores. No tenían nada parecido a ojos, pero se movían con nerviosismo en hileras, como atraídos por el agua.
La ola se abalanzó sobre ellos.
Hubo un chillido inesperado, una especie de silbido en el límite de lo audible. Los flotadores se levantaron hacia el cielo simultáneamente, como pájaros asustados. Por lo visto, eran capaces de bombear aire a través de la bolsa de gas central y lo estaban haciendo con mucha energía, tratando de ganar altura, con mayor dificultad los más grandes, que resultaban más lentos.
Con todo, la colonia entera logró estar bien arriba cuando pasó la ola. ¿Por qué había pánico en ese grito conjunto?
La ola adquirió una forma angular y afilada como si se estuviera solidificando. Y pasó sin hacerles daño, bajo la bandada de flotadores, según me pareció.
Pero algunas de las criaturas fueron violentamente arrojadas hacia la superficie y comenzaron a agitarse y a moverse, perturbadas. Dos se enredaron en sus propios cilios. La ola volvió a cambiar de dirección. Hacia la playa. Hacia donde yo estaba.
—¡Alex! ¿Qué está pasando? —preguntó Chase.
—La hora de alimentarse —respondí—. Hay algo raro en el agua.
—¿Qué es? No lo veo bien.
Me hacía una pregunta tras otra, mientras la pared de agua crecía y se hacía cada vez más alta. Era tan larga como la playa; para recorrerla habría necesitado más de quince minutos.
Salí corriendo en dirección a la cápsula, que parecía estar a una distancia infinita. La arena resultaba pesada. Yo tenía la vista fija en el aparato y oía a mis espaldas el rugido de la ola amenazante. Perdí el equilibrio y me caí; me levanté y seguí, arrastrando dos piernas tiesas, como de madera.
Chase se había quedado en silencio. Estaría mirando por los vídeos. Eso me hacía pensar, como si todo transcurriera a cámara lenta, que mi carrera desesperada por la playa demostraba un nivel de terror del que me avergonzaría más adelante. Si es que había un más adelante. Sentí su aliento contenido, lo que me angustió más todavía.
Repasé lo que debería hacer para elevarme enseguida. Abrir la capota. Dios mío, ¿la había cerrado? ¡Sí! Ahí estaba, gris, brillante y cerrada. Activar los magnetos. Energizar los sistemas internos. Presionar el elevador.
Podía activarlos desde donde me hallaba murmurando la instrucción en el intercomunicador, pero tenía que tener calma, respirar normalmente. Eso me haría perder tiempo, ya que mi cuerpo se movía solo. No podía detenerlo.
La ola llegaba ahora a los rompientes. Pero era muchísimo más grande y pesada. Un puñetero maremoto. Con una rara falta de liquidez, como si algo enorme se alojara en ella, como si fuera un ser vivo. El agua que la formaba era de un verde más oscuro que el océano, y a la luz del sol se discernía algo sombrío, fibroso y tenso. Una trama, una red.
Entre tanto, el ulular desesperado de los flotadores enredados había ganado en altura, pero descendido en volumen. Al parecer estaban siendo arrastrados por las aguas turbulentas.
Se veían pozos hechos por la marea en la playa. El agua lodosa y densa los desbordaba. Una ola alargada y lenta del color del barro rompió en la costa y penetró en la playa por donde yo iba, llegó hasta mí y me hizo caer y trató de chupar la arena bajo mis pies. Me liberé y salí corriendo.
Corrí a ciegas. Algo ululante pasó junto a mí. No podía respirar. La playa me ahogaba. Me caí. Cuando el agua salada rozó mi mano derecha, sentí un dolor que me arrancó lágrimas. Me desplacé hasta la arena seca y volví a correr. En el deslizador, la marea se abalanzaba sobre los patines y alrededor de la escalera. Yo avanzaba, paso a paso, asegurándome de tener las botas bien puestas.
La ola rompió en los bancos de arena y rodó por la playa.
Solo uno de los flotadores atrapados estaba todavía en el aire. Volaba en pequeños círculos quejándose sin cesar, aumentando mi propio terror.
El sol se había escondido.
—Vamos, Alex, ¡corre! —me animó la voz de Chase.
Me lancé desesperadamente sobre los metros finales. La profundidad del agua bajo mis pies crecía sin cesar. Mis ropas interiores estaban mojadas y comenzaban a arderme al rozar mi piel. Otra alga, fibrosa, verde y viva, se me enredó en el pie y me daba tirones. Llegué al aparato, empujé, esperé que se abriera la capota, me zambullí en la cabina, encendí los magnetos y esperé que el ordenador activara el resto de los sistemas. Luego, presioné el elevador y la cápsula se disparó al aire. La ola golpeó la cabina y los patines. El vehículo se inclinó a un costado y casi me arroja. Quedé suspendido sobre el agua hirviente y, durante un momento terrible, pensé que la cápsula se iba a hundir. Varios filamentos me acechaban; uno me rozó el pie; otro se enredó en el soporte bajo de tracción del vehículo.
Traté de acomodarme en la cabina y de asegurar la cubierta. En ese momento, el vehículo frenó y comenzó a caer. Miré alrededor desesperado, buscando un cuchillo y pensando salvajemente en lanzarme fuera. Tuve suerte: no encontré nada. Eso me dio tiempo para pensar.
Volví a oprimir el botón de despegue con rapidez. La cápsula cayó unos pocos metros más. Me golpeó de nuevo, pero volví a la carga. Nos elevamos arriba y adelante. Superada la paralización, nos liberamos. No lo sabía entonces, pero faltaba el soporte bajo y uno de los patines.
Arrojé la mayor parte de mi ropa.
Abajo, el agua pesada y gomosa había cubierto prácticamente la isla.
Me estremecí pensando en Christopher Sim y sus hombres.
Después de eso, dejé de pensar en investigar en las islas tropicales. Pensé que los conspiradores seguramente estarían al tanto de los peligros. Habrían buscado otra cosa.
A media mañana del día siguiente, mientras atravesaba un cielo tormentoso y sombrío, los monitores dibujaron una línea irregular en el horizonte. El océano estaba agitado y un pico de granito emergía desde la bruma a mi derecha. Era casi una aguja, erosionada por el viento y el agua.
Había otros más. Miles de torres que se elevaban desde el agua oscura y marchaban desde el noreste al sudoeste en un curso casi directamente paralelo a la órbita del Corsario. La tormenta los azotaba y amenazaba con derribar mi pequeña nave. Chase me pedía por favor que me elevara, que me alzara por encima de los picos.
—No —le dije—. Es aquí.
Los vientos me acercaron a los picos. Me desplazaba con toda la precaución de que era capaz. Pero pronto me sentí confuso y perdí el rastro de dónde me hallaba o de hacia dónde quería ir. Chase rehusó ayudarme desde el Centauro. Al final tuve que elevarme unos metros y esperar a que parara la tormenta. Mientras, se hizo oscuro.
Un sol rojizo brillaba en lo alto del cielo cuando me desperté. El aire era frío, diáfano.
Chase me dio los buenos días.
Me sentía sucio e incómodo. Necesitaba una ducha. Hice café y bajé a bañarme.
—Está aquí, en alguna parte —le dije.
Lo repetí durante todo el día, hasta que el día se terminó.
Las puntiagudas agujas brillaban con luces azules, blancas y grises. Y el océano rompía contra ellas. A veces, de golpe, en las paredes rocosas, se desprendía algún arbusto.
Gritaban los pájaros en las alturas y sobrevolaban el mar hirviente. Los flotadores, tal vez temiendo la combinación de ráfagas y rocas, no se veían por ningún lado. Tal vez eran más inteligentes de lo que yo pensaba.
En ese paisaje salvaje, no parecía haber lugar donde pudiera haberse establecido el hombre.
—Justo enfrente —indicó Chase espantada—. ¿Qué es?
Me puse los prismáticos para mirar las pantallas que ella estaba controlando. Todas estaban en blanco menos una: un pico de dimensiones moderadas, sin rasgos particulares. Debo advertir que yo buscaba un lugar que tuviera la parte superior aplanada, un lugar que hubiera sido modificado para hacerlo habitable.
No era este el caso. Más bien, lo que vi era un amplio refugio aproximadamente un tercio hacia abajo del precipicio.
Déjàvu.
El Peñasco de Sim.
Era demasiado nivelado, demasiado simétrico para ser natural.
—Lo veo.
Aumenté el tamaño. Había un objeto redondo que se erguía en la parte más ancha de la superficie. ¡Una cúpula!
Miré a través de los visores: no había ninguna ruta hacia arriba o abajo, hacia izquierda o derecha. Nada significativo.
Era increíble que un hombre que había tenido el espacio en sus manos terminara su vida confinado en unos cientos de metros cuadrados.
Salvo la superficie aplanada y la cúpula, no había otros signos de la mano del hombre. La escena poseía casi un aspecto doméstico. Me imaginé cómo sería por la noche, con luces en las ventanas y fieles lugartenientes, tal vez sentados delante, discutiendo vagamente su papel en la guerra. Esperando el rescate.
—No entiendo —dijo Chase con voz temblorosa.
—Chase, al final, Sim estaba desanimado. Decidió salvar lo que pudiera, llegar a un acuerdo.
El silencio en el otro extremo se interrumpió al fin:
—Ellos no podían tolerar eso.
—Sim era la figura central de la guerra. En cierta forma, él era la Confederación. No podían tolerar la rendición; al menos, mientras hubiera una oportunidad. De modo que lo detuvieron. De la única manera que pudieron sin llegar a asesinarlo.
—Tarien —exclamó ella.
—Sí. Él habría tenido que ser parte de esto. Y también algunos de sus oficiales principales. Quizá incluso Tanner.
—¡No lo creo!
—¿Por qué no?
—No lo sé. No creo que hayan hecho eso. No creo que pudieran.
—Bueno. Lo que sea. Ellos falsificaron la leyenda de la destrucción del Corsario. Lo trajeron hasta aquí y abandonaron a Sim y a la tripulación. Tal vez pensaban volver. Pero la mayoría de los conspiradores murieron en pocas semanas. Estaban todos probablemente a bordo del Kudasai cuando fue destruido. Si hubiera habido algún superviviente, no habría tenido coraje para hacer frente a sus víctimas. Excepto Tanner, quizá. Sea como fuere, ella sabía lo que habían hecho y sabía lo de la Rueda. La vio o, al menos, alguien se la describió.
Me dirigí a la plataforma.
—Me pregunto —dijo Chase— si Maurina lo sabría.
—Sabemos que Tanner fue a visitarla. Sería interesante tener una copia de esa conversación.
Chase murmuró algo que no pude descifrar.
—Hay algo que no encaja —repliqué enseguida—. La cúpula es mucho más pequeña de lo que me había parecido. Ahí nunca pudieron vivir ocho personas.
No. Y de pronto entendí con cortante y fría certeza qué equivocado había estado, y por qué los Siete no tenían nombre.
¡Dios mío! ¡Lo habían dejado allí solo!
Dos siglos después, yo flotaba en el mismo aire salado.
El viento limpio y fresco barría el terreno escarpado. Sin verdor ni criatura viviente alguna que anidara allí. Solo pedazos de roca esparcidos por el suelo y algunos escombros sueltos cerca del borde del promontorio, donde algunos riscos sobresalían como dientes afilados. El pico achatado de un lado se elevaba del otro con sus paredes irregulares. El océano estaba muy abajo. Como en Ilyanda.
Me dirigí directamente al frente de la cúpula.
El daño producido en la pelea con la ola (el soporte estropeado y un patín perdido) le daba a la cápsula una inclinación diferente, ladeada hacia el asiento del piloto. Puse las cámaras: una enfocando la cúpula, la otra para que me siguiera mientras escalaba.
—Se parece mucho a la unidad de supervivencia para dos personas que tenemos a bordo del Centauro —comentó Chase—. Con un buen aprovisionamiento, pudo haber sobrevivido bastante, si es que lo deseaba.
Había una antena en el techo. Las cortinas de las ventanas estaban corridas. El mar golpeaba sin cesar la base de la montaña. Incluso a esta altura me parecía que me iba a mojar.
—Alex. —El tono de voz de Chase se había transformado—. Será mejor que vuelvas. Tenemos visita.
—¿Quién? —pregunté, levantando la vista como si pudiera ver la nave.
—Parece una nave de guerra de los mudos. Pero no lo sé; no entiendo nada.
—¿Por qué?
—Está en ruta de interceptación. Pero esa jodida cosa se aproxima hacia aquí a velocidad relativista. No hay modo de que pueda detenerse aquí.