19

«La leyenda de que Maurina era apenas algo más que una niña cuando se casó con Christopher Sim es ciertamente falsa. Ella era, de hecho, su maestra de griego clásico y de filosofía platónica. La maestría en esas disciplinas difíciles en un mundo fronterizo no sugieren una extremada juventud.

La boda tuvo lugar a la sombra de esporádicas refriegas con el Ashiyyur. Y cuando esos encuentros se convirtieron en una guerra abierta, Christopher Sim la dejó para unirse a su hermano Tarien. Le dijo a su esposa que su regreso estaba solo en las manos de Dios.

Cuando los acontecimientos se precipitaron, ninguno de los dos hermanos volvió a ver los ventiscosos picos ni los anchos ríos de Dellaconda. Cuando, más de tres años después, llegaron las noticias del desastre de Rigel y de la pérdida de su marido, Maurina se dedicó a vagabundear por solitarios caminos de montaña. Nunca pareció haber perdido la esperanza de que él estuviera aún vivo y de que volviera. Incluso cuando la guerra terminó y los hombres y mujeres que habían peleado en ella, el puñado de supervivientes de Dellaconda, volvió a su hogar, ella persistió. Su familia y amigos perdieron la paciencia y con el tiempo la eludieron.

Se convirtió en una vista familiar para los caminantes nocturnos, quienes se asustaban de su figura delgada, que caminaba sobre la nieve amontonada bajo la fuerte luz de la luna, envuelta en una larga capa plateada.

Y como todos sabían que pasaría, llegó una noche en que no volvió. La encontraron en primavera, al pie de un acantilado que en la actualidad lleva su nombre.

Hoy, la gente de la ciudad dice que su espíritu continúa vagando en las alturas. Y más de un habitante del pueblo, al volver tarde a su casa, ha visto su adorable aparición, mirando hacia el cielo, y preguntado siempre lo mismo:

—Oh, amigo, ¿hay noticias del Corsario?»

Ferris Grammery

Fantasmas famosos de Dellaconda

Dellaconda es un mundo pequeño, denso, rico en metales, que gira en torno a la vieja estrella roja Dalia Minor. En tiempos relativamente recientes (hace unos veinte mil años), se cree que entró en colisión con otro cuerpo celeste, posiblemente con el que ahora es su luna.

Hoy describe una órbita errática alrededor de la luminaria central, en gran medida del modo en que su propio satélite se desplaza en una elipse total. (Se cree que la luna alcanzará su propia independencia en diez millones de años.) La órbita se corrige a sí misma poco a poco, y las estimaciones corrientes son que en varios cientos de miles de años ese mundo habrá adquirido un clima placentero.

Mientras, las partes habitables de Dellaconda sufren brutales inviernos, veranos calurosos y tiempo inestable continuamente afectado por tormentas impredecibles. La gente tiende a vivir en las zonas interiores, a resguardo de los vientos que azotan con regularidad las costas. Es un mundo de desierto y piedra, de vastas planicies heladas en la mayor parte del año, de bosques impenetrables y ríos infranqueables. Las ciudades están protegidas por campos gantner, aunque alguna gente dice que prefiere los viejos tiempos, cuando se sentía el cambio de estación.

Ahora todo es predecible, dicen ellos: todos los días hace veinte grados y el tiempo está templado. Eso echa a perder a los jóvenes. Pero los intentos por volver a lo anterior, que a veces llegan al Congreso, fracasan estrepitosamente.

Había ciento diecisiete personas en varias ciudades dellacondanas con el nombre «Scott, Hugh». Los llamé a todos. Si alguno era el Scott que yo buscaba, se negó a admitirlo.

Probé en el Gran Banco del Interior, donde estaba la cuenta con los beneficios de la venta de la casa. Me escucharon atentamente y me explicaron que lamentaban no poder darme ninguna dirección. Más aún, iba contra su política coger mensajes para sus clientes.

Así que quedé a mi suerte para encontrar en una población de treinta y tantos millones de personas a alguien que no quería ser encontrado. El lugar más indicado para comenzar parecía ser la casa de Christopher Sim, ahora desde luego convertida en museo. Es una modesta residencia de piedra de dos pisos ubicada en Cassanwyle, una montaña remota cuya población durante la Resistencia no pasaba de los mil habitantes. Hoy día no es mucho más grande, excluyendo a los turistas. Este conjunto de viejos aunque bien conservados edificios constituye la piedra angular de la Confederación. Los grandes símbolos están todos aquí: las arpías que visitan sus picos arbolados, la señal que resplandece en el piso alto de la casa de Sim y (en la modesta cabaña de Tarien cruzando el valle boscoso) un ordenador que todavía tiene en su memoria las primeras versiones de las frases que luego dieron forma al Acuerdo.

Llegué allí casi al anochecer. Para mantener el encanto de la vieja época, los dellacondanos habían sido reacios a erigir un escudo de protección sobre la vieja ciudad. Cuando yo la visité durante la primavera, en el año dellacondano 3231, estaba expuesta a las inclemencias del tiempo. Era un día desapacible, según recuerdo, con una temperatura que, a media tarde, no llegaría a los veinte grados bajo cero. Había una corriente de aire helado que cruzaba las montañas y los valles de Cassanwyle.

Pero pese a todo no dejaban de acudir los visitantes, devotos de los recuerdos de la Confederación. Los dellacondanos habían construido un refugio a varios cientos de metros debajo de la casa de Sim. Desde allí, la gente era conducida en autobús a contemplar los sitios históricos del lugar.

Pero la espera podía ser larga. Yo estuve allí casi una hora antes de que un grupo de unas veinte personas fuéramos llevados a nuestro destino por encima de un campo nevado.

Sim había vivido en una granja con una terraza cerrada por ambos lados. Nuestro bus circunvaló el área para que viéramos varios lugares de interés: el pequeño cementerio al fondo, donde Maurina fue enterrada; el deslizador de Sim, ahora a resguardo en la parte norte de la propiedad; y la taberna Bickford, visible al pie de la ladera este, donde se hicieron las primeras reuniones antes de la guerra.

Permanecimos en el aire hasta que el bus aéreo anterior se llenó y luego descendimos a nuestro lugar asignado en la playa de estacionamiento. El guía nos informó de que estaríamos allí unos veinte minutos y abrió las puertas de salida.

Descendimos. Pese a la severidad del clima, la mayoría de la gente recorrió el frente de la casa y se detuvo a mirar las ventanas del dormitorio. Como era mediodía, la señal no se destacaba particularmente, aunque el resplandor amarillento era visible de todos modos tras las cortinas.

Entramos. La terraza estaba provista de calefacción y amueblada con sillas pesadas y fuertes. Había un tablero de ajedrez, y una placa de bronce donde se explicaba que la posición de las fichas había sido tomada de un juego registrado entre Christopher Sim y un paisano del lugar. Suscribí los comentarios de la gente que decían que Sim, que tenía las piezas negras, tenía la mejor posición.

La vista desde la terraza era deslumbrante: el amplio valle atravesado por el río helado, las colinas blancas interrumpidas solo por casas desperdigadas o manchas de bosques, los picos helados, perdidos entre racimos de nubes, y la reciedumbre de Cassanwyle, con sus edificios centenarios enclavados en la naturaleza virgen.

El interior de la casa de Sim era austero y formal, del estilo de su época: tapices ricamente bordados, techos abovedados de marcados ángulos y muebles incómodos. Un vestíbulo central dividía la sala de la biblioteca, por un lado, y por el otro, el comedor. Como sucede a menudo en los edificios históricos, la intención de preservar el sentido de otra época, o cómo debió de haber sido, se pierde y solo queda un vago aire de decadencia. Pese a las fotos, a los efectos personales y a los libros situados cuidadosamente para sugerir que los propietarios han salido por un rato (tal vez para discutir los planes de la intervención), no hay vida allí.

Se había colocado un libro de visitas en la biblioteca. Lo consulté, volqué sus páginas en el monitor y llamé así la atención de uno de los guardias de seguridad. Se dio una vuelta para preguntar si podía serme útil en algo.

Repliqué con amabilidad que, para mí, el libro de visitas había sido siempre el punto clave de ese tipo de excursiones.

—Se puede aprender mucho de lo que la gente dice acerca de un lugar como este —observé buscando las columnas dignas de comentar.

Había observaciones acerca de la calidad de la comida de varias posadas y sugerencias para mejorar los sanitarios que se consideraban inadecuados para el turismo. «Recién casados», decía junto al nombre de una pareja, y «Matad a los mudos», junto al de otra.

—Así es —dijo el guardia, perdiendo todo interés.

Volviendo a las entradas del libro, encontré lo que buscaba: ¡el nombre de Hugh Scott! ¿Cuánto tiempo haría que estaba ahí? Las fechas estaban escritas en el calendario dellacondano, que remití a mi intercomunicador. Como mucho, yo iba cuatro meses por detrás de él.

En la sección reservada para la dirección, había marcado «Dellaconda», y el casillero de observaciones estaba vacío.

Me habría gustado dar una vuelta por la casa, pero el grupo había completado su recorrido, y llamaron para que nos retiráramos. La guía me señaló la salida. Con rabia, me uní a mis compañeros.

Mi parada siguiente era la academia Wendikys, donde Sim había sido instructor.

La escuela es una réplica. Un vendaval destruyó y arrasó el edificio original poco después de la guerra; ningún otro se alzó en el lugar por casi un siglo.

Todas las aulas excepto una están ahora dedicadas a otros propósitos: tiendas de recuerdos, baños, cines, restaurantes. La que queda es la de Sim: se exhiben pantallas de la lección de historia sobre las guerras médicas, usando los materiales y el plan de clase de los archivos de Sim. Un holo de un hoplita espartano resplandece con su armadura brillante, de pie junto a la puerta.

El título de la lección destaca con luz mortecina en uno de los carteles: «Leónidas en el pasado».

Hay una placa de plata montada en la pared en la parte externa del aula; es la lista de los estudiantes que combatieron junto a él, de los cuales solo dos habían vuelto.

Como la casa de Sim, la academia Wendikys tiene un libro de visitas. De nuevo encontré allí el nombre de Scott. La misma fecha, pero esta vez con una observación inquietante: «Al final, dio igual…»

Suponiendo que él firmaría una vez en cada sitio, concluí que podría haber sido un visitante ocasional. Miré alrededor, escrutando a los turistas. Estábamos agrupados en porciones separadas del edificio. Algunos miraban la batalla de las Termópilas, otros trataban de ver la consola de control de Sim, mientras otros se sentaban en las terminales, buscando datos que, de acuerdo con el departamento del Parque, habían sido programados y procesados por el mismo Sim.

Había monumentos y recuerdos por todos lados. Uno podía ver la cabaña de Mora Poole, con la arpía negra que temerariamente pintó en su tejado durante la ocupación, y la placa que contenía la respuesta de Walt Hastings al saber que sus cinco hijos e hijas habían muerto en Grand Salinas: «¡Me considero el más afortunado de los hombres por haber tenido tales hijos!», y la conmemoración de la muerte de un oficial anónimo del Ashiyyur que había sido encontrado por los partisanos mientras buscaban a un niño perdido en una noche de invierno.

Pero lo más célebre de todo es la señal.

Brilla cada atardecer desde la ventana del frente del segundo piso de la casa de Sim. Es un cono de luz amarilla que cruza la nieve. Es el homenaje de Maurina a su esposo muerto, una vieja lámpara que, según la leyenda, estuvo encendida todas las noches desde que llegó la noticia del desastre de Rigel, dos siglos atrás. Y Maurina Sim: he ahí un nombre que va al corazón mismo de la tragedia de aquellos días. Uno siempre piensa en ella como aparece en el grabado de Constable, mirando una luna árida, adorablemente joven, de cabello negro suelto y ojos oscuros y agónicos.

Su boda tuvo lugar en tiempos cercanos a la guerra. Ella no hizo ningún esfuerzo para disuadir a su esposo de unirse a Tarien y a sus voluntarios para ayudar a Cormoral. Esa expedición pudo parecer suicida en aquel momento, aunque muchos pensaron que el Ashiyyur se iría antes de exterminar a una fuerza que más parecía un chiste que una armada.

Pero Cormoral ardió antes de que los dellacondanos llegaran. Y esa triste acción lo cambió todo. Lo que fue una demostración de fuerza se transformó en guerra sin cuartel.

En algún momento Maurina fue también a la guerra. Estuvo presente en la defensa de la Ciudad del Peñasco y en Sanusar. Se sabe que manejó armas en Grand Salinas y que hizo de embajadora viajando a mundos neutrales con Tarien, hablando en favor de la Confederación. Y sucedió que estaba en Dellaconda cuando ese mundo fue amenazado por el Ashiyyur. Estuvo prisionera hasta que los invasores se fueron, casi al final de la larga batalla. Curiosamente, a pesar de sus habilidades telepáticas, parece que nunca se dieron cuenta de lo que habían tenido en sus manos; o, si se dieron cuenta, hicieron como que ignoraban el hecho.

Se dice que se estaba bañando cuando llegaron las noticias de la muerte de su esposo. Un joven ciudadano, cuyo nombre era Frank Paxton, fue el mensajero. Permaneció llorando junto a la puerta hasta que ella entendió de qué se trataba.

La señal aún ardía en la ventana del piso alto la noche en que ella salió por última vez de su hogar. La gente del pueblo siguió manteniéndola viva.

Reencontré el rastro de Hugh Scott nuevamente en el Museo Naval de Hrinwhar en Rancorva, capital de Dellaconda. Siempre me había confundido lo de que iba a viajar a Hrinwhar. Se había dirigido en realidad al museo, mientras yo había ido a buscarlo a un devastado asteroide a dos mil años luz.

Estaba registrado como miembro de la Sociedad Naval. No había dirección, pero sí un código. Era local. Tuve conexión al primer intento.

—¿Señor Scott?

—¿Sí? —respondió con voz amable—. ¿Quién es?

Me sentí cohibido.

—Mi nombre es Benedict, Alex. Soy el sobrino de Gabe.

—Ya veo —dijo, cambiando el tono—. Lamento lo de su tío.

—Gracias. —Yo estaba de pie en la sala de socios, mirando a través de un panel de vidrio que exhibía uniformes navales de aquel período—. Me preguntaba si podríamos cenar juntos. Me gustaría tener la oportunidad de conversar con usted.

—Aprecio su invitación, Alex, pero estoy muy ocupado.

—Leí su discurso efectuado en la Sociedad Talino. ¿Eran todos inocentes?

—¿Todos, quiénes?

—¿La tripulación del Corsario?

Se rió, pero con timbre áspero.

—Sé que no va a tomar eso en serio —respondió.

—¿Qué me dice de la cena?

—En realidad no tengo mucho tiempo, señor Benedict. Tal vez algún día más adelante podamos encontrarnos. Ahora no. —Colgó.

Diez minutos después insistí.

—Se está poniendo pesado, señor Benedict —me reconvino.

—Escuche, Hugh. Estuve investigando lo de la Confederación. Me robaron y me amenazaron, y una mujer murió. El Ashiyyur podría estar involucrado, y todo el tiempo me topo con muros de silencio. Estoy cansado, realmente cansado. Quiero respuestas. Me gustaría invitarle a cenar. Si no quiere, lo voy a encontrar en cualquier otra parte, al pasar. Rancorva no es tan grande.

—Está bien —dijo, suspirando con fuerza—. Si le concedo una entrevista, ¿se irá luego y me dejará tranquilo?

—Sí.

—¿Sabe usted que no tengo nada que decirle además de lo que le dije a su tío?

—Es lo que quiero.

—Está bien entonces. ¿Conoce el Mercantile?

Era un hombre mayor. De arrugas marcadas y movimientos lentos. Tenía el pelo canoso y era enjuto.

No hizo ningún esfuerzo por mostrarse complacido con las tácticas que usé para sentarlo a la mesa. Ya estaba sentado en un rincón mirando malhumorado la ciudad cuando entré.

—No tenía sentido retrasarlo —respondió cuando elogié su puntualidad. Ignoró la mano que le tendí—. Perdone que no pida nada para cenar. —Solo bebió un jugo—. ¿Qué es lo que quiere de mí exactamente?

—Hugh —dije con toda la soltura de que fui capaz—, ¿qué pasó con el Tenandrome? ¿Qué había allí fuera?

No reaccionó. Sabía que le iba a hacer esa pregunta, pero aun así se agitó con una sensación de sorpresa como si hubiese decidido probar la química de la tarde antes de decidir cómo replicar.

—Usted está convencido de que sí hay un secreto, ¿no es cierto?

—Sí.

Se encogió de hombros como podría hacerse cuando la conversación se ha tornado tediosa e insustancial y se desea cambiar de tema.

—¿Esa idea viene de su tío?

—Y de muchas otras fuentes.

—Está bien. Usted ha hecho todo este viaje, supongo, nada más que para hablar conmigo. ¿Me creería si le dijera que no hubo nada raro en esa misión excepto la rotura del sistema de propulsión?

—No.

—Desde luego. Muy bien. ¿Me creerá si le digo que tuvimos una buena razón para guardar el secreto de lo que encontramos? ¿Que su persistencia en hacer preguntas difíciles no hace ningún bien a nadie, sino mucho daño? ¿Que la decisión de no decir nada fue acordada por unanimidad por los hombres y mujeres que participaron en la misión?

—Sí —respondí cuidadosamente—. Puedo creer eso.

—Entonces espero que tenga a bien abandonar sus indagaciones y volver a casa y no salir de allí. Si algo sé de Gabriel Benedict es que le dejó una considerable suma de dinero, ¿no? Vuelva a Rimway y disfrútelo. Olvide el caso del Tenandrome. —Había hablado con mucha firmeza. Había tensión en el ambiente.

—¿Esto es lo que le dijo a mi tío?

—Sí.

—¿No le dijo que había encontrado un crucero de guerra dellacondano?

Eso le impactó. Retuvo el aliento y miró alrededor a ver si alguien había escuchado.

—Alex —protestó—, está diciendo tonterías. Deje este asunto. Por favor.

—Permítame decirlo de otro modo, Hugh. ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué está buscando?

Miró su bebida. Los iris de sus ojos estaban endurecidos y negros.

—No lo sé con seguridad; no estoy ya seguro de nada —dijo—. Tal vez un fantasma.

Pensé en mi antigua conversación con Ivana en La Pecera. «Es un extraño ahora.»

—¿El fantasma no se llamará Tanner, por casualidad?

Levantó despacio los ojos y los clavó en los míos. Estaban llenos de dolor y algo más. Cerró los puños y se apartó de la mesa.

—¡Por Dios, Alex —exclamó—, no se meta en esto!