«Poco importa que falte una tumba.»
Virgilio
Eneida, 11
Hubo una reunión para homenajear a Quinda en una colina a las afueras de Andiquar. Se organizó más bien como reconocimiento a su vida que como servicio fúnebre. Pusieron una mesa y contrataron una banda. Los invitados cantaron en voz alta, no del todo bien, y bebieron bastante.
Había allí unas doscientas personas, a algunas de las cuales pude reconocer como miembros de la Sociedad Talino. Brindaron enérgica y frecuentemente en su honor, y se intercambiaron recuerdos. El viento soplaba sobre el centelleo del gantner que los protegía del frío de la tarde invernal.
Chase y yo nos quedamos de pie, a un lado. Ella se reclinó sobre un sofá, en silencio. Cuando la mayoría de las vituallas habían sido consumidas, los invitados se reunieron alrededor de una mesa circular. Y uno a uno empezaron a resumir la vida de Quinda en frases convencionales: «Ella nunca le hizo mal a nadie», «Fue una amiga», «Fue optimista y de buen corazón», «Fue una hija ejemplar», «No habrá otra igual». Puros estereotipos. Yo recordé que era la mujer que había irrumpido dos veces en mi casa, sin importarle mi seguridad, que estuvo a punto de matar a Chase y que, finalmente, había muerto víctima de su insensatez.
Hacia el final, vi a Cole. El salvador de Chase y el hombre salvado por Quinda, que estaba de pie, en silencio junto a un árbol. Caminamos hacia donde se encontraba.
Un joven, que a todas luces era muy parecido a Quinda, se presentó (era su hermano) y nos agradeció la asistencia. Nos conocía. Sabía que habíamos estado con ella en los momentos finales. Me pidió que dijese algunas palabras en la reunión. Yo dudé. Mis principios parecían exigirme que no me prestara a tal hipocresía. Pero al final acepté y caminé a través del gentío para tomar lugar junto a la mesa. El hermano me presentó por mi nombre.
—Ya habéis oído todas las cosas importantes que hay que saber de Quinda —les dije—. La conocí al comienzo y la encontré de nuevo al final de su corta vida. Y tal vez lo único que puedo agregar a todo lo que aquí se ha dicho esta tarde es que ella no dudó en sacrificar su vida por salvar la de un hombre al que ni siquiera conocía.
Unos días después, en posesión de una orden judicial, visité a disgusto las habitaciones de Quinda acompañado por el albacea y busqué el archivo Tanner. No estaba allí.
No había pensado que sucedería tal cosa. Nunca supimos lo que hizo con él.
Pedí permiso al albacea y más tarde a la familia para poder revisar sus papeles privados. Por supuesto, era una petición difícil de hacer en virtud de la orden judicial que había sido usada antes. Ellos se negaron, comprensiblemente, y poco después quemaron sus documentos privados.
Sospecho que contenían cierta evidencia indirecta de sus intrigas: tal vez algún registro de la preparación de sus simulaciones falseadas. En cualquier caso, me consolé al saber que el dato de dónde estaba el artefacto no sería quemado. Obviamente ella no sabía de eso más que yo.
Esa tarde hubo dos noticias. Se intensificó el patrullaje en las áreas de disputa como consecuencia de otro incidente cerca del Perímetro. Algunos observadores sostuvieron que el pánico había sido promovido por un gobierno ansioso por incrementar el poder de los separatistas en toda la Confederación.
La otra noticia llegó en forma de mensaje de Ivana: la casa de Hugh Scott en La Pecera había sido vendida.
¡El monto de la venta había sido depositado en una cuenta en Dellaconda!
Qué más apropiado para el itinerante Scott que estar registrado en el mundo natal de Sim.
De nuevo me sentí desolado.