17

«La medida de una civilización está en el coraje, no de sus soldados, sino de sus habitantes.»

Tulisofala

Pasa la montaña

(Traducido por Leisha Tanner.)

La niebla soplaba sobre el mar al caer la tarde. Me senté en una mesa retirada en un rincón del bar a tomar tranquilamente un jugo de algas. Al rato, el cielo comenzó a oscurecerse y los anillos de Ilyanda tomaron forma. Activé el intercomunicador.

—Chase, ¿estás ahí?

Escuché un zumbido, lo que significaba que no lo llevaba puesto. Volví a mi bebida. Un momento después, lo intenté de nuevo. Esta vez me comuniqué.

—Estaba en la ducha —me explicó—. Ha sido una tarde difícil, pero tengo algunas respuestas. La idea de nuestro amigo habría funcionado.

—¿La antimateria?

—Sí. En realidad debería ser antihelio si el blanco tiene corazón de helio, tal como sucede en este caso.

—¿Con quién hablaste?

—Con un físico de un lugar llamado Laboratorio Insular. Su nombre es Carmel y parece que sabe de lo que habla.

—¿Seguro que funcionaría?

—Alex, él lo dijo y yo lo repito: ¡una carga de tal magnitud mandaría al hijo de puta al infierno!

—Entonces el relato de Kindrel es al menos posible. Suponiendo que se pueda poner la carga en el corazón. ¿Le preguntaste acerca de esa parte del problema? ¿Habría podido Sim encontrar la forma de navegar en el hiper?

—No mencioné a Sim. Hablábamos de una novela, ¿te acuerdas? Pero Carmel piensa que el traslado a través del espacio armstrong es teóricamente imposible. Sugirió otra forma: ionizar el antihelio, ponerlo bajo un campo magnético y luego insertarlo en el sol a gran velocidad.

—Tal vez era eso lo que intentaban —dije—. ¿Ahora se puede hacer?

—Él cree que no. El antihelio es fácil de fabricar y envasar, pero la tecnología necesaria para la inserción todavía no está suficientemente desarrollada. En teoría, el único tipo de espacio no lineal que permite la penetración física de objetos tridimensionales es el armstrong. Sigo creyendo que esa historia es mentira.

—Sí. —Asentí con despreocupación—. Tal vez. Escúchame. Estoy en un lugar muy hermoso. ¿Qué te parece si te vienes aquí a cenar?

—¿Al Peñasco?

—Sí.

—Bueno, me parece bien. Dame un rato para arreglarme y tomar un taxi. Te veré en una hora y media.

—Estupendo. Pero no te preocupes por el taxi. Te enviaré el deslizador.

Traté de usar mi intercomunicador para introducir el código de retorno en el ordenador del deslizador. Pero la lámpara roja parpadeaba: no conectaba. ¿Por qué no?

Tras otro intento fallido, me dirigí a la oficina de servicios.

—Tengo problemas con mi automático —informé—. ¿Podrían enviar un empleado para introducir manualmente un código en mi deslizador?

—Sí, señor. —Era una voz femenina, con cierto tono de disgusto—. Pero tardará un rato. Esta noche estamos escasos de personal y sobrecargados de trabajo.

—¿Cuánto tiempo?

—Es algo difícil decirlo. Enviaré a alguien tan pronto como pueda.

Esperé unos veinte minutos y luego fui yo mismo al área de los hangares localizada bajo el cerro. La temperatura había descendido. Los anillos que media hora antes brillaban en el cielo eran ahora una pálida mancha en la neblina. Aún fuera del hangar, probé nuevamente con la oficina de servicios. Todavía estaban ocupados. Aunque dijeron que en cualquier momento acudirían.

—¿Me puede decir dónde se encuentra el deslizador? —Y después de una pausa—: Señor, no se permite a los huéspedes ir al área de los hangares.

—Desde luego —dije.

Había una advertencia en la puerta: «Únicamente personal autorizado». Empujé la puerta y entré en una amplia cueva que creo que no me habría parecido tan grande de haber visto alguna pared. Estaba iluminada tan solo por una hilera de lámparas amarillas que ardían tenuemente en la penumbra.

Mientras trataba de situarme se abrió una puerta en el techo y entró un vehículo al hangar. Sus luces de navegación se deslizaron a través de varias filas de vehículos estacionados. Tuve una visión panorámica breve antes de que las luces se apagaran. Pero los magnetos del deslizador siguieron activos y el bulto oscuro se deslizó a nivel del suelo y aceleró. Sentí una ola de aire frío cuando pasó por mi lado a alta velocidad.

Mi propio vehículo aéreo era verde y amarillo, una combinación odiosa, pero fácil de ver a corta distancia.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, di unos pasos cautelosos hasta la puerta y doblé a la izquierda hacia un lugar que tenía un poco más de iluminación en esa dirección.

Llegó otro deslizador a la pista, con sus luces encendidas. Traté de aprovecharlas para mirar alrededor, pero las lámparas se apagaron casi inmediatamente. Luego aceleró y se ubicó en uno de los corredores formados por máquinas estacionadas. Pasé junto a un pequeño bus aéreo y me interné en el hangar.

Allí parecía haber tres pistas. Los vehículos llegaban a una velocidad alarmante. Nunca había suficiente tiempo para organizar mi búsqueda durante los pocos segundos de iluminación que cada uno me proporcionaba. Esa noche me hice experto en la localización de luces móviles y formulé la ley de Benedict: «No hay dos vehículos seguidos cuyas luces señalen la misma dirección». Al final, solamente me confundían.

Además, una vez que habían llegado a tierra, los deslizadores, perdidos en la oscuridad, se movían a alta velocidad. Pasé un mal rato: me tropecé con los vértices de las alas y las junturas de las colas, me lastimé una rodilla y caí de bruces.

Un rato después estaba arrodillado frente a un deslizador cuando escuché que sus magnetos se activaban. Me lancé violentamente hacia un costado mientras el aparato salía hacia delante.

Un ala me rozó y me derribó.

Para entonces empezaba a sentir cierto recelo, y seguía sin distinguir la salida. Pensé en llamar a la oficina de servicios. Ya iba a hacerlo, a mi pesar, cuando vi un fuselaje amarillo y verde.

Agradecido, me introduje aprisa en la cabina y llamé a Chase para decirle que el transporte llegaría unos minutos más tarde.

—Bueno —respondió—. ¿Algún problema?

—No —mascullé—. Estoy muy bien. Hubo un problema con el deslizador. No cortes hasta que esté seguro de que funciona.

—¿«Seguro de que funciona»? —dijo escépticamente—. Mejor tomo un taxi.

He pensado muchas veces, desde entonces, que esa fue mi oportunidad de solucionarlo todo. Lo que debí haber hecho desde el principio. Lo que ni tuve en cuenta. Pero para entonces ya había hecho demasiado como para decidirme por lo obvio.

Hay que trabajar de firme para desconectar el sistema de respuestas de un deslizador sin ser advertido. En ese aparato odioso que yo tenía, era necesario quitar una cubierta de plástico y teclear en una pantalla. Bastante simple, pero había que hacerlo conscientemente, con intención.

¿Cómo había sucedido?

Descuido de los empleados, presumiblemente. Un poco raro, ya que los empleados no entraban en los vehículos a menos que hubiese algún problema; lo que significaba que había un problema. Me juré a mí mismo no darles propina.

Encendí los sistemas, disfruté de la súbita corriente de aire tibio en el compartimento, verifiqué las instrucciones en el tablero y controlé el encendido de los magnetos. El vehículo se elevó del piso, esperó a que pasara otro, tomó el corredor, aceleró, se detuvo, haciendo que sufriese una sacudida y me incrustase el arnés, y subió verticalmente por una pista de salida.

Trepé hasta la cima y bajé hasta el área de aterrizaje. Salí y reencendí el sistema de teleguía en la parte alta del hotel de Punto Edward.

—Va en camino —le dije a Chase por el intercomunicador. Lo vi elevarse más y acelerar hacia el mar.

—Muy bien —me respondió—. Tengo hambre.

Subió con sus luces fulgurantes contrastando con el cielo cubierto de nubes grises. Giró hacia el sur y se lo tragó la noche.

—Va a haber tormenta —informé a Chase media hora más tarde desde el bar del hotel—. A lo mejor quieres vestirte adecuadamente.

—No querrás que camine a través de un montón de nieve.

—No, pero el Peñasco está alejado, desprotegido.

—Bueno.

Estaba sentado en una silla acolchada. El piso estaba tapizado de alfombras gruesas y la ventana que daba al océano tenía pesadas cortinas de color gris oscuro. Las paredes estaban decoradas con patrióticas obras de arte de la era de la Resistencia. Las fragatas y las naves se recortaban sobre superficies lunares y las madres valquirias se yuxtaponían a los retratos de sus hijos.

—Está hermoso afuera.

—Bien. —Pausa—. ¿Alex?

—¿Sí?

—Me he pasado el día pensando en la antimateria, en las unidades armstrong y demás. Pensamos que el relato de Kindrel podría ser cierto porque podría haber un arma solar. Pero hay otra posibilidad. Tal vez el relato fuera cierto, y el mentiroso fuera Olander.

Lo consideré. No había razón por la que pudiera rechazar la idea. Aunque me incomodaba un poco.

—Sabes cómo era Kindrel Lee —continuó Chase—. Imagínate a Olander sentado en el bar, probablemente deprimido, y que de pronto llega ella. ¿Qué mejor para un hombre que darse una importancia exagerada?

—No conocía esa parte de ti —observé.

—Lo siento. No es un insulto feminista. Es más o menos como son las cosas. Bueno, ya sabes lo que quiero decir.

—Claro.

—Acaba de llegar el deslizador. Te veo en un momento. —Cortó.

El viento soplaba ahora más fuerte, y los copos golpeaban la ventana.

Llegó por fin la tormenta, que se hacía cada vez más intensa. Llamé a la oficina y reservé dos habitaciones para esa noche. No porque el tiempo representara algún inconveniente serio para los viajeros. Los deslizadores eran vehículos resistentes y, mientras el piloto estuviera en automático, no había nada que temer. Pero yo estaba entusiasmado con la idea de pasar una noche en el Peñasco de Sim.

Disfrutaba del vino tinto de Ilyanda, perdido en mis pensamientos, cuando una mano me tomó del hombro y una voz conocida exclamó:

—¡Por Dios, Alex!, ¿dónde estabas? —Era la voz de Quinda Arin, que se hacía más reconocible a medida que hablaba—. Te he buscado por todas partes. —Tenía nieve en el cabello y en los hombros de la chaqueta. Le daban escalofríos y le temblaba la voz. Se hallaba conmocionada.

—Quinda —le dije—, ¿qué diablos haces aquí?

Palideció.

—¿Dónde está tu deslizador?

—¿Por qué? —Me levanté, tratando de ayudarla a sentarse, pero me apartó impaciente.

—¿Dónde está el deslizador? —preguntó enfáticamente en un tono de amenaza.

—En algún lugar sobre el océano, creo. Va a traer a Chase Kolpath desde Punto Edward.

Dijo una palabrota.

—¿Esa es la mujer que te has traído? —Me miró a los ojos con gesto salvaje, atemorizador—. Tienes que ponerte en contacto con ella. Decirle que salga del deslizador. Y mantener a todos alejados de él también. —Tenía problemas para hablar y para respirar. Se le desorbitaban los ojos y se limpiaba el sudor con la palma de la mano.

—¿Por qué? —le pregunté con una frialdad creciente—. ¿Qué es lo que está mal? ¿Qué pasa con el deslizador?

—No te aflijas. —Meneó la cabeza, se levantó como para irse, miró alrededor y se volvió a sentar—. Hay una bomba a bordo.

Apenas pude oírla. Pensé que la había entendido mal.

—¿Cómo?

—¡Una bomba! Sácala de allí, por el amor de Dios. Llámala. Sácala de ese artefacto. Envíalo a cualquier lado, lejos de todos.

—Quizá ya sea demasiado tarde. —Yo reaccionaba con lentitud: no acababa de comprender el alcance de la situación. Quinda estaba de pie, ansiosa por ir a algún lado, queriendo hacer algo—. ¿Cómo sabes lo de la bomba?

Su cara se había demudado. Era una máscara blanca, helada.

—Yo la puse allí. —Miró su intercomunicador—. ¿Cuál es el código de ella? La llamaré yo misma. ¿Por qué no te registraste en la red al venir aquí para que se te pudiera encontrar?

—Nadie nos conoce en este mundo —respondí—. ¿Por qué diablos íbamos a firmar? —Abrí el canal y susurré el nombre de Chase en mi propia unidad.

Inmediatamente escuché el ulular del viento contra el aparato. Chase me saludó.

—Alex, te iba a llamar. Pídeme una chuleta y patatas. Llegaré en veinte minutos.

—¿Dónde estás?

—A mitad de camino —respondió con divertido aire de misterio—. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo? ¿Ha llegado alguien?

—Aquí está Quinda.

—¿Quién?

—Quinda Arin. Dice que hay una bomba a bordo.

Más viento.

—Al diablo con lo que dice.

—Es cierto —insistió Quinda, que estaba en la línea—. Está adherida a uno de los patines. Puede explotar en cualquier momento.

—Joder. ¿Quién eres, querida?

—Escucha, lo siento. No suponía que fuera a suceder esto. —Yo pensé que se estaba volviendo loca. Se le saltaron las lágrimas, pero se le fue el temblor—. Está ahí, Kolpath. ¿Puedes verla?

—¿Estás de broma? ¿En esta cosa? Hay tormenta de nieve. Escucha, estoy a veinte minutos. ¿Esto va a explotar ya o tengo tiempo?

Quinda indicó que no con la cabeza. No que no hubiera peligro inmediato, pero tampoco ninguna certeza, ninguna promesa.

—Tendría que haber explotado hace una hora. ¿No hay posibilidad de que bajes y te deshagas de ella?

—Un momento. —Oí que Chase se movía en la cabina, chocaba con la cubierta, decía palabrotas por lo bajo. La abrió y el viento entró de lleno. Volvió al intercomunicador sin aliento—. No voy a bajar ahí. —La voz denotaba pánico—. ¿Cómo la pusieron? —interrogó en tono áspero.

Traté de imaginarme el deslizador. Había un trecho largo desde la cabina hasta las alas. Por lo tanto ella habría tenido que bajar quizá dos metros hasta los patines. Y hacer todo esto en medio de una tormenta.

—¿Y qué pasa si detienes el deslizador? ¿Puedes mantenerlo derecho?

—¿Y qué tal si tú subes hasta aquí y trepas a los patines? Por otra parte, ¿quién es esa mujer? ¿A quién de los dos quería matar?

—Tiene que deshacerse de la bomba —intervino Quinda—, o salir del deslizador.

—Escuchad —dijo Chase—. Voy a usar el control manual y a dirigirme a la cima. Tendréis que ir a buscarme. Pero rápido. Cuando baje, trataré de alejarme lo más posible de este artefacto. Por si eso fuera poco, me muero de frío.

—¿A qué distancia de la costa estás?

—A tres kilómetros aproximadamente.

—Está bien, Chase. Hazlo. Pero mantén tu intercomunicador encendido. Vamos de camino.

—No puedo creer que hayas hecho esto —le recriminé.

Quinda daba órdenes a su deslizador para que nos viniera a buscar. Se contuvo hasta que hubo terminado. Después se volvió hacia mí, furiosa.

—Tú, imbécil malnacido, te lo has buscado. ¿Qué derecho tenías de husmear y tratar de llevártelo todo? ¿Y de ir a parlotear con los malditos mudos? Tienes suerte de estar vivo. Ahora vamos. Ya tendremos tiempo de discutir. —Estábamos los dos de pie—. ¿Quieres hacer algo constructivo? —continuó—. Llama a la patrulla. Y dile a Kolpath que active su señal. —Le costaba controlar la voz—. Nunca quise que nadie resultara lastimado, pero creo que me equivoqué.

Notifiqué la situación a la patrulla. No me creían.

—¿Quién coño —dijo la voz del oficial en la radio— ha puesto una bomba en el transporte? —Quinda me miraba—. En camino —murmuró—. No tenemos nada inmediato. Tardaremos un rato; quizá cuarenta minutos.

—No disponemos de cuarenta minutos —le informé.

—Alex —comentó Quinda mientras íbamos con rapidez hacia el punto de encuentro—, lamento no haberme dirigido directamente a ti. Lamento también que seas tan idiota. Pero ¿por qué diablos no te ocupaste de tus propios asuntos? ¡Voy a terminar matando a alguien antes de que esto termine!

—Eras tú todo el tiempo, ¿no? Tú la que te llevaste el archivo, tú la que dejaste la simulación cargada, ¿no?

—Sí —respondió—. ¡Qué vergüenza que no te hayas dado cuenta antes!

Era demasiado. Creo que, de haber tenido tiempo, la habría estampado contra una pared. Pero tal como iban las cosas teníamos mucho que hacer.

—¿Dónde está tu deslizador?

—En camino.

—Dios nos ampare, Quinda. ¡Si le pasa algo, te voy a arrojar al océano!

Llegamos enseguida al lugar. Había una sala de baile acordonada en el límite norte. La cuerda era flexible, de unos doce metros de longitud. Tiré de ella y la enrollé mientras ascendíamos por la pista hacia la cima.

La nieve caía pesadamente sobre los senderos. Nos detuvimos frente a una línea. La gente estaba allí de pie, con la cabeza baja por la tormenta y las manos hundidas en los bolsillos de sus sacos térmicos.

Quinda se alzó el puño de la chaqueta y miró el reloj.

No había rastro del hangar desde las pistas de aterrizaje. Vimos que una nave se elevaba por encima de los árboles y flotaba en dirección nuestra. Más arriba se desplazaba un grupo de deslizadores que llegaban, esperando su turno para bajar.

Un bus aéreo aguardaba.

—Esto no va a ir bien —aseguró mirando ansiosamente alrededor.

—¿Dónde se suponía que iba a estallar?

—En el hangar. Pero algo salió mal.

—¿Otra advertencia? —Me miró. Es la única vez en la vida en que recuerdo haber visto violencia en los ojos de una mujer—. Quinda, ¿por qué desconectaste el automático?

—Para evitar que alguien lo usara —respondió con suavidad—. ¿Quién se iba a imaginar que irías allí a tocarlo todo?

—¿Qué hace detonar la bomba?

—Un temporizador. Pero o no fue bien instalado o está fallando. No lo sé.

—Maravilloso.

La tormenta nos golpeaba. De pronto, me sentí completamente cansado.

—¿No tienes idea —me preguntó Quinda— del riesgo que estás corriendo? ¿Del riesgo que nos estás haciendo correr?

—Tendrías que decírmelo.

—Tendrías que apartarte. Busquemos a tu socia. Así los dos podréis volveros a Rimway y desaparecer. —Se dirigió al intercomunicador—. Control, tenemos una seria emergencia. Mi nombre es Arin. Necesito mi deslizador inmediatamente, por favor.

—Su transporte está en camino —dijo con lentitud la voz de un ordenador—. No hay nada que podamos hacer para acelerar las cosas.

—¿Podría conseguirme un vehículo? Es muy urgente.

El bus de los pasajeros se llenó y se fue cruzando la tormenta. Cuando se hubieron marchado, el vehículo tomó altura, se balanceó significativamente sobre los árboles y descendió hasta el hangar. Momentos después, un deslizador, imponente y lujoso, se elevó sobre el mismo lugar y en la misma dirección. Era azul acero, con detalles de plata y alas aerodinámicas. Un Fasche. Una pareja de cierta edad se acercó al refugio de la estación subterránea.

Pensé en intentar dirigir el Fasche, pero Quinda meneó la cabeza y susurró:

—Aquí viene.

—¿Cuál es la naturaleza del problema, por favor? —preguntó una voz desde control.

—Deslizador en apuros. —Quinda les dio el código de Chase.

Nuestro deslizador pasó por debajo del lujoso transporte aéreo. Ambos flotaban hacia nosotros.

—Estamos notificándolo a la patrulla. Aquí no tenemos equipo de rescate —se informó desde control.

—No lo necesitamos —dijo Chase—. Solo precisamos un deslizador.

—Entiendo.

Mi intercomunicador llamaba. Abrí un canal.

—¿Sí, Chase?

El viento rugía y apagaba su voz.

Dejé de lado la tormenta.

—¡Repite!

—Creo que ya ha estallado esa basura. —Trataba con dificultad de mantener la voz tranquila—. He perdido el control del condenado. Está bajando.

—¿Todavía tienes energía?

—Sí. Pero parte de la cola ha volado. Y algo enorme ha atravesado la cabina. La cubierta está dañada. Tengo un agujero en la plataforma lo suficientemente grande como para caerme por él.

Se oía el rugido del viento a través del intercomunicador.

—¿Estás bien? —quiso saber Quinda.

—¿Todavía está ahí esa? —replicó Chase con dureza.

—Vamos a usar su deslizador —respondí.

—¿«Vamos a usar»? ¿Quiere eso decir que todavía no habéis partido?

—Ahora salimos. ¿Estás bien?

—He estado mejor. —Tomó aliento—. Creo que me he roto la pierna izquierda.

—¿Puedes llegar a la cima?

—No, estoy arriba, pero pierdo altura continuamente. Si lo intentase, lo más probable es que chocase contra la roca.

—Bueno, espera, tranquila.

Quinda me miró con los ojos llenos de preocupación y puso su mano sobre mi muñeca, cubriendo el intercomunicador.

—El océano es frío. Tenemos que rescatarla enseguida.

El Fasche se quedó en su lugar en el camino. Sus propietarios nos pasaron circulando hacia atrás, contra la tormenta. El hombre miró hacia arriba y señaló el cielo con un ademán.

—Qué noche, ¿no? —dijo.

—Voy a tratar de quedarme en el aire tanto como pueda —dijo Chase.

—Vas a estar bien.

—Eso es muy fácil de decir para ti. ¿Dónde coño hay un equipo de salvamento? Ni siquiera encuentro un cinturón de seguridad.

—Se supone que estos aparatos no se caen —dije—. Escucha. Creo que podemos alcanzarte antes de que llegues al agua. Si no, enseguida estaremos abajo. Espera junto al deslizador.

—¿Y si se hunde? Hay un agujero enorme…

Nuestro vehículo se posó en el lugar previsto. Entramos, abrimos la escotilla y partimos.

Rápido. Quinda no lo dijo, pero se le adivinaba en los labios la palabra. Rápido, rápido, rápido.

—Pierdo energía —rugió Chase—. Los magnetos hacen ruido. No tengo tracción delantera y estoy a considerable altura. Alex, si se detienen, voy a caer. —Algo estalló.

—¿Qué ha pasado?

—Ha volado la cabina, Alex.

—Tal vez tendrías que ir más bajo.

—Ya voy más bajo. No temas. ¿Cuándo vas a venir?

—En veinte minutos.

—Arin, usted tiene prioridad por emergencia. Hemos retomado el control de su transporte. Buena suerte —anunció una voz desde control.

—Estoy recibiendo un sinfín de golpes. ¡Esto se va a desintegrar en cualquier momento! —gritó Chase.

Nos elevamos. Con lentitud. Tan pronto como estuvimos al alcance de los huracanes, la tormenta nos azotó con fuerza. Iba a ser un viaje arriesgado. Marqué la señal de Chase en el sistema de búsqueda y coloqué un indicador del área en el monitor.

Comenzamos a acelerar. Quinda llegó enseguida, a ciento ochenta kilómetros, velocidad máxima. Dudé que el aparato soportara esa velocidad sostenida.

Una luz azul se encendió cerca del dispositivo de destino advirtiendo la posición relativa de Chase. Abrí el canal.

—¿Cómo vamos?

—No muy bien —dijo la voz de Chase.

—¿Alguna señal de la patrulla? —No esperaba que estuviera allí, pero trataba de mantener la esperanza.

—Negativo. ¿A qué distancia estás?

—A treinta y ocho kilómetros. ¿En qué condiciones te encuentras?

—Perdiendo altura cada vez más rápido. Me voy a estrellar.

Las palabras llegaban de una en una, separadas por el ruido y, tal vez, por el temor. Pude sentirla, apresada contra su asiento en el deslizador desarmado, mirando hacia abajo, al vacío.

—¿Quinda?

—Vamos tan rápido como podemos.

Revisó unos números en pantalla. Aparte del transporte de Chase y del Fasche (que bajaba rápidamente detrás de nosotros), había dos señales más.

Las puse en pantalla. Una era un bus aéreo, que había partido de Punto Edward hacia el Peñasco de Sim. La otra parecía ser un deslizador privado que acababa de abandonar la ciudad; seguía nuestra ruta, pero a distancia. Me pregunté dónde diablos estaría la patrulla.

—Chase, voy a dejar el circuito abierto. Estaremos en contacto.

—De acuerdo.

Abrí un canal al bus.

—Emergencia —dije—. Deslizador en apuros.

—Este es el expreso al Peñasco de Sim. ¿Qué sucede? —respondió una voz femenina.

—Hay un deslizador cayendo a cuatro kilómetros delante de ustedes y a unos pocos grados de su control. Su altura actual es de unos doscientos metros.

—Sí, tengo la señal.

—Un piloto, sin pasajeros. Ha habido una explosión. El piloto parece haberse roto una pierna.

—En mal momento —respondió—. Bueno, notificaré a la patrulla que voy a tratar de socorrerlo. Hay varios deslizadores partiendo del Peñasco. ¿Cuál es el suyo?

—El que tiene enfrente.

—Debe usted llegar pronto, pero esta cosa no es maniobrable ni en las mejores circunstancias y nadie puede bajar sin terminar empapado. Será mejor que piense cómo va a resolver la situación.

—Bueno —dije estirando la cuerda para probar su fuerza, lo que parecía sustancial—. Tengo una soga.

—La va a necesitar.

—Ya lo sé. Haga lo que pueda. Quédese con ella.

Quinda se inclinaba silenciosamente sobre los controles, tratando de acelerar la máquina. Tenía la cara rígida a la pálida luz de los instrumentos.

A pesar de todo, era adorable. Y, pensé, ahora para siempre inalcanzable.

—¿Por qué? —pregunté.

Se inclinó hacia mí, levantando los ojos. Los tenía llenos de lágrimas.

—¿Sabes lo que has estado buscando? ¿Tienes idea de lo que hay ahí fuera?

—Sí —respondí—. Hay un crucero de guerra.

—Intacto —confirmó—, todo intacto, Alex. Es un artefacto de valor incalculable. ¿Puedes imaginarte lo que significaría caminar por sus plataformas, leer sus archivos, traerlo? Creo que es una de las fragatas, Alex, una de las fragatas…

—Y tú querías recuperarla a costa de nuestras vidas.

—No, nunca estuviste en peligro real. No podría… Pero… la maldita bomba… no… estalló. —Remarcó las palabras—. Y después no te encontraba para advertirte, no lograba encontrarte…

—¿Dónde está el archivo Tanner?

—Lo escondí. No tienes derecho a verlo, Alex. Yo he estado trabajando en este asunto durante mucho tiempo. Tu tío murió. No hay razón para que tú vayas y te quedes con todo.

—¿Pero cómo te involucraste?

—¿No se te ha ocurrido que Gabe no era el único que se preocupaba por el Tenandrome?

Apareció otra señal en pantalla. Era el equipo de rescate. Pero se hallaba demasiado lejos. Chase estaría en el agua un largo rato antes de que llegaran.

—Eh, deslizador. —Era el piloto del bus—. He echado una mirada a vista de pájaro. El tiempo está feo, pero la he localizado. No está exactamente cayendo, pero pierde altura con rapidez.

—De acuerdo. Chase, ¿has oído?

—Sí. Dime algo.

—¿Algo para hacer?

—Estoy abierta a las sugerencias.

—Entiendo, Chase. Enseguida vamos a llegar.

—No veo aquí nada que flote, excepto tal vez los asientos. Pero están anclados.

—Bueno. Puedes colgarte de ellos durante unos minutos. Ahora vamos a descender. Rápido.

—Puedo ver el bus. Me sigue.

—Vale.

—Chase, ¿podrás salir fácilmente del deslizador? —preguntó Quinda.

—Creo que sí —dijo ella con voz suave—. Lo conseguiré.

—¿Chase? ¿Ese es tu nombre? —Era la conductora del bus.

—Bien, Chase, vamos a buscarte. Tus amigos también. No te pasará nada.

—Gracias.

—Yo no puedo sacarte del agua. El océano está demasiado embravecido para que pueda bajar y alcanzarte.

—Está bien.

—Quiero decir que tengo veinte personas a bordo.

—Está bien. ¿Quién eres?

—Hoch. Mauvinette Hochley.

—Gracias, Hoch.

—Llega el agua. Vas a caer en veinte segundos.

Estábamos abajo, cerca de la superficie. El mar espumoso se agitaba y el viento aullaba. Quinda se había quedado de nuevo en silencio. Yo trataba de arrojar la soga.

Uno de los monitores hizo una señal.

—Desde el bus —indicó Quinda.

Mirábamos el vehículo roto flotando próximo. El bus estaba en ángulo para que sus luces iluminaran la escena. Vimos a Chase en la cabina, aplastada contra el asiento. El deslizador estaba deshecho, lleno de agujeros, con las alas rotas y el fuselaje dañado.

—¿Cuánto tiempo hará falta? —pregunté.

—Tres o cuatro minutos.

—No hay manera —susurré cubriendo el intercomunicador con la mano para que Chase no oyera.

—Llegaremos —dijo Quinda.

Golpeó con fuerza. El deslizador chocó contra las olas y lo envolvió el océano. Llamábamos a Chase, pero nadie respondía.

—¡Se hunde! —gritó Hoch. El deslizador se iba sumergiendo en las aguas blancas con un ala momentáneamente elevada. Luego estalló, con las luces aún encendidas—. Estamos delante. Espero que hubiera una escotilla inferior en este jodido cacharro. —Estaba desesperada.

La respiración de Quinda se tornaba un jadeo nervioso.

—No sale —suspiró—. Alex… —Elevó la voz—. No se va a salvar.

El piloto del bus susurró su nombre.

—Chase, vamos, Chase, mueve el culo.

Nada. La chatarra se hundió en el agua.

Saltamos por encima del pesado y agitado océano cubierto de ribetes blancos.

—¡Eh! ¿Qué haces ahí atrás? —se oyó decir a Hoch.

Se encendió otra cámara exterior. Vimos el cuerpo principal del bus. Apareció un chispazo de luz amarilla y la puerta se abrió de improviso. Una mujer que la había estado empujando casi se cayó.

Se escuchó una retahila de barbaridades de boca de Hoch.

Un hombre, cuyo nombre era Alver Cole y a quien voy a recordar toda mi vida, apareció en la puerta, dudó un momento y saltó al océano. Inmediatamente desapareció en el agua oscura.

Quinda apretó los frenos.

—En un minuto —dijo.

Una de las luces del bus iluminó a Cole, que había vuelto a la superficie y luchaba con la cabina.

Hoch incrementó con sus maniobras y su voz la magnitud de la escena en el agua. El nadador y el vehículo accidentado fueron envueltos por una enorme ola.

—No sé si se puede ver esto en pantalla —comentó el piloto del bus—, pero me parece que ha saltado a rescatarla.

—Hoch —le advertí—, todavía tienes la puerta abierta. Espero que no le permitas a nadie más que se arroje al agua.

—Por Dios, no. —Le pidió a un pasajero que vigilara. Momentos después, la luz se desvaneció y se volvió a encender.

—La patrulla viene enseguida —anunció Quinda—. Llegará en cuatro o cinco minutos.

Del bus salieron gritos de festejo.

—Está flotando —dijo Hoch—. ¡La tiene! —Hoch seguía maniobrando el enorme vehículo, tratando de que las luces de las alas iluminaran el agua.

—Estamos a pocos segundos. Prepárate.

Empujó los frenos y el deslizador se movió a una velocidad media. Nos detuvimos de golpe. Yo tenía la capota cerrada y la empujé hacia fuera. La nieve y la llovizna se introdujeron en el vehículo. Pude ver a través de la superficie resbaladiza del ala, entre luces resplandecientes y un océano adverso.

Quinda hizo girar los asientos delanteros y bajó los respaldos convirtiéndolos en dos camas.

—Hacia tu izquierda —se oyó la voz de Hoch.

—Allí —indicó Quinda. Yo miré justo a tiempo para ver dos cabezas asomando entre las olas.

Estirando la cuerda, la saqué fuera en dirección del ala. Hacía mucho frío y mis manos se helaban. Una repentina ráfaga de viento me golpeó y me hizo resbalar, deslizándome hacia el océano. Con todo, pude colgarme de una lámpara o un artefacto parecido. Terminé retorcido, con ambas piernas hacia arriba y de cabeza al mar. Quinda salió inmediatamente afuera y se estiró hacia el ala para sostenerme por un brazo y una pierna. Pude oír la voz de Hoch sobre el rugido de la tormenta, pero no lo que decía. El océano bramaba amenazador por debajo de mí, mientras seguía colgado de la cuerda. Quinda trató de asegurarme. Una ola se estrelló contra los patines, golpeado violentamente el deslizador y enviando espuma helada al aire.

—Ya te tengo —dijo.

—Bonito equipo de rescate —murmuré, cuando por fin pude conseguir el equilibrio y volver arrastrándome a la posición de sentado.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí, gracias.

Me dio un tirón para acomodarme y me introdujo en el vehículo. Una ola nos golpeó de nuevo. El deslizador se zarandeó. Una corriente de agua helada barrió el ala. Quinda hizo vendas de tela con algo que encontró a mano y me las dio. Ocho metros tal vez.

—Baja un poco —le grité.

—Creo que ya estamos bien abajo —me respondió—. Dos minutos más así y nos hundimos.

—Dos minutos más y ya nada importará.

Sentí mi vientre blando. Pensé en la forma de arrojar los patines al mar. Los nadadores estaban casi exactamente debajo de mí. Chase estaba o inconsciente o muerta. Su salvador hacía todo lo que podía para mantener su cabeza fuera del agua. Le flotaba una pierna en un ángulo irregular. Vi que se inclinaba y que de nuevo desaparecía en la turbulencia.

En ese momento me dieron ganas de matar a Quinda Arin.

El hombre seguía resistiendo. Chase tosió y echó la cabeza hacia atrás. Estaba viva, ¡por fin!

El hombre se hallaba al límite de sus fuerzas.

Le arrojé la soga. Aunque cayó bien cerca, como él tenía las manos congeladas no podía agarrarla. Traté de acercársela. Finalmente la tomó y la aseguró alrededor de Chase. Quinda apareció junto a mí de nuevo.

—Quédate a los mandos —le dije.

—Están en automático.

—No servirá de nada si el océano nos golpea de costado.

El hombre se agitó en el agua. Estaba bien.

Tiramos de la soga con fuerza. El océano la levantó hacia nosotros y luego cayó. Escuché a Hoch que nos animaba mientras Chase salía del agua.

Ambos estábamos ahora de rodillas, tratando de sacar ventaja de donde pudiéramos, mano a mano.

Los brazos de Chase le colgaban fláccidos a ambos lados y la cabeza se le caía sobre el hombro.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la alcancé y la sostuve con fuerza de la chaqueta. Tenía la cara pálida como una muerta y fragmentos de hielo en el cabello y las pestañas.

—Mírale la pierna —señaló Quinda.

La alzamos al ala del vehículo. Le quité la soga y la arrojé de nuevo al océano. Quinda se volvió a la cabina y yo pasé de un lado a otro de Chase.

—¡Pronto! —ordenó Hoch—. Vais a perder al otro. —Dejé que Quinda la acomodara y volví a buscar al salvador.

Él trataba de mantenerse a flote sin demasiado éxito. Hacía excesivo frío. Estiró un brazo débilmente hacia mí y se deslizó de nuevo hacia abajo.

Quinda había vuelto.

Le pasé el cabo de la soga. Ella iba a empezar a tirar, cuando meneó con escepticismo la cabeza.

—¿Cómo esperas que pueda remolcarlo yo, y a ti después?

—Tal vez deberíamos dejar que se ahogue —repliqué.

—Gracias —dijo con enojo. Y entonces, antes de que me diera cuenta de lo que intentaba, la perdí de vista. Se zambulló entre las olas, se hundió, salió, miró alrededor y bajó otra vez.

El hombre del bus emergió momentos después a la superficie. Quinda lo había alcanzado. El mar rompió con fuerza sobre sus cabezas. Cuando lo vi de nuevo, ella lo tenía.

Le arrojé de nuevo la cuerda. Ella la sujetó bajo sus brazos e hizo una señal. Tiré.

Era un peso muerto, y mucho mayor que el de Chase.

No tenía lugar donde afirmar mis pies. Cuando traté de subirla, me deslicé por la superficie del ala.

Volví a encaramarme a la cabina y probé desde allí. Pero no había modo de maniobrar. Él pesaba demasiado.

—¡Hoch! —grité.

—Ya veo el problema.

—¿Podrías hacer que tu gente abriera de nuevo la puerta?

—Es lo que están intentando.

—Quinda —apremié—. Cuélgate de él. Vamos a sacaros a los dos. —Até la soga al anclaje del asiento.

Ella meneó la cabeza. Aunque no podía oírla, advertí que señalaba la soga. No era lo bastante fuerte para ambos. Para enfatizar eso, ella se apartó de él y gritó algo más. Por encima del rugido del mar y del viento entendí:

—Vuelve a buscarme.

Me metí deprisa en la cabina e hice subir el deslizador.

Hoch giró su vehículo para completar mi maniobra. Un enorme círculo tibio de luz amarilla se abrió en su lugar. Detrás de mí, Chase emitió un ruido, más bien un quejido. Yo me puse encima del bus y comencé a bajar.

—Dime cuándo. Esto es como una lotería.

—Bueno —dijo ella—. Lo estás haciendo bien. Controla tu monitor. Ahora debes ver la imagen. Baja un poco en la misma dirección. Bien, sigue bajando…

En la pantalla, yo miraba por atrás a lo largo de la cabina del bus. Varios pares de manos se aferraban a los lados del vehículo alrededor de la puerta abierta.

—Un poquito más bajo —ordenó Hoch.

La soga se estiró en dirección a mi propia puerta y sobre el filo del ala.

Salieron los brazos del bus, agarraron al hombre de las piernas y, tan pronto como pudieron asegurarlo, lo metieron dentro.

—Bien —exclamó Hoch—. Ya lo tenemos.

—Necesito la cuerda de nuevo.

—Ahí la tienes.

La arrojé otra vez.

—Mantén la puerta abierta —le dije—. Tengo a otra persona en el agua. Hagamos otra vez lo mismo.

—De acuerdo —respondió Hoch y agregó sombríamente—: Rápido.

«Rápido.»

Cuando volví a situarme en el ala, ella ya no estaba. Permanecí de pie allí, estirando la cuerda, llamándola, sin estar seguro siquiera de dónde había estado, hasta que los vehículos de la patrulla circundaron el lugar y nos llevaron a la estación. Buscaron hasta el amanecer, pero sin ninguna esperanza.