16

«Qué oscuros pensamientos lo llevaron hasta ese ventoso peñasco, nunca lo sabremos.»

Aneille Kay

Christopher Sim en la guerra

(Estas palabras también aparecen en una placa de bronce en el Peñasco de Sim)

Por la mañana, cuando terminamos el desayuno sentados en el restaurante de la terraza, caldeados por un sol brillante, toda esa historia parecía un poquito irreal.

—Es un engaño —dijo Chase—. Ellos no podían contar con que esa nave se materializase en un sistema planetario y mucho menos dentro de un sol. No funcionaría.

—Pero, si fuera cierto —le repliqué—, respondería varias preguntas. Y tal vez la más importante: qué hay en La Dama Velada.

—¿La bomba?

—¿Y qué si no?

—Pero, si la cosa podía funcionar, ¿por qué la tendrían escondida?

—Porque los dellacondanos pensaron que la Confederación no sobreviviría a la guerra, aunque ganaran. Una vez que se quitaran al Ashiyyur del medio, los mundos volverían a pelearse. Y Sim no habría querido que semejante arma quedara por ahí. Tal vez ni siquiera entre su propia gente. Tal vez hacia el fin, cuando las cosas tomaban un cariz desesperante, él vio solo dos opciones: destruirla o esconderla. Así que la escondió. Pero todos los que conocían el secreto fueron asesinados. Y el asunto se olvidó.

—Y ahora, doscientos años después —siguió Chase, conectando con mi idea— el Tenandrome va y se topa con eso. ¡Y ocultan toda la información!

—Eso es —respondí—. Así tiene que ser.

—Entonces, ¿dónde está el arma? ¿La trajeron con ellos?

—Seguramente. Y ahora la vamos a seguir perfeccionando, y el año que viene ya estaremos amenazando a los mudos con ella.

—No lo puedo creer —exclamó Chase—. ¿Cómo pudo saber el Tenandrome de qué se trataba?

—Tal vez venía con un libro de instrucciones. Escucha. Es la primera explicación que vemos que tiene sentido.

—Tal vez —repuso escéptica—. Pero no me convence. Escucha, Alex. El viaje a las estrellas es extremadamente aproximado. Si tomo una nave que está en órbita alrededor de este mundo y salto al hiper…

—… Y vuelves, podrías estar a unos pocos millones de kilómetros más lejos. Lo sé.

—¿Unos pocos millones de kilómetros? Sería un milagro si pudiera volver al sistema planetario. Ahora, ¿cómo diablos iban a ser tan hábiles como para esconder eso en una estrella? Es ridículo.

—Tal vez haya otra forma de hacerlo. Tratemos de verificarlo. Tendrías que encontrar a un experto, un físico o alguien así. Pero fuera de Investigaciones. Le dices que estás completando un estudio para una novela. ¿De acuerdo? Averigua lo que pasa si se inyecta una carga de antimateria en el corazón de una estrella. ¿Explota de verdad? ¿Se puede demostrar teóricamente? Todo eso.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Pasear un poco —respondí.

Ilyanda había cambiado desde la época de Kindrel. Ninguna flota de cruceros o fragatas o interestelares podría ahora pensar en evacuar fácilmente a toda la población. El viejo comité teocrático que gobernaba Punto Edward todavía existe, pero como vestigio. Se abrieron las puertas a todos aquellos que quisieron probarla. En la actualidad, Punto Edward es solo una entre un conglomerado de ciudades, y tampoco es la más grande. Pero no ha olvidado el pasado: el Café de los Dellacondanos se alza en la calle Defensa frente al hotel Matt Olander. Sin buscar demasiado, se encuentra el parque Christopher Sim, la plaza y el bulevar del mismo nombre. Se le ha cambiado el nombre a la terminal orbital en su honor. Su rostro aparece en los billetes del banco de Ilyanda.

Una chapa de bronce honra la memoria de Matt Olander. La leyenda «Defensor» aparece en el arco a través del que se entra a la vieja ciudad, un perímetro cuadrado de cuatro manzanas de lado con edificios destrozados y construcciones de piedra que se han conservado sin modificaciones desde el ataque. Los visitantes recorren silenciosamente el lugar y a veces se detienen a contemplar las fotos.

Pasé un buen rato en las cúpulas, mirando los holos de las naves de Sim durante esa semana desesperada en que el Ashiyyur amenazaba atacar y se desplazaba en torno al aeropuerto Richardson. Era agobiante ver esas imágenes acompañadas de comentarios estentóreos que pretendían homenajear a los héroes y realzar los hechos. Me hervía la sangre. Poco a poco, me vi otra vez envuelto en el drama de la antigua guerra.

Más tarde, en un café flanqueado por árboles helados, pensé de nuevo con qué facilidad se despierta el propio instinto a la perspectiva de combatir por una causa, aun si se tienen dudas de su total justicia. La compañía de los héroes. Si Quinda estaba conmovida por eso, todos nosotros también. Nuestra gloria y nuestra caída. Abrazar los riesgos terribles de la guerra, volver a casa llevando sus secuelas (por todas las razones apropiadas, desde luego). Me senté esa mañana, mirando las multitudes que nunca supieron de un baño de sangre organizado, preguntándome si no tenía razón Kindrel Lee cuando sostenía que el riesgo real para todos nosotros no proviene de tal o cual grupo de extranjeros, sino de nuestra desesperada necesidad de crear Alejandros y de seguirlos con entusiasmo en cualquier aventura que intenten.

¿Quién era la mujer solitaria que había visitado a Kindrel Lee? ¿Sería Tanner? Lee la describió como una dellacondana, pero es obvio que ella esperaba dellacondanos.

Resultaba sencillo entender por qué los dellacondanos habían mentido acerca de la muerte de Olander: no querían revelar la existencia del arma solar. Así que simplemente hicieron un héroe del desafortunado analista de sistemas que se había quedado atrás para asegurar el éxito y que se había apasionado por los planes de Sim. Pero cualquiera que hubiera sabido la verdad lo habría odiado. ¿Cuántos habrían muerto por el acto de Olander?

Me los imaginé a todos, apostados seguramente fuera del sistema, mirando los sensores, esperando que se produjera la explosión definitiva. Sin importar cómo fuera de destructiva.

Sin embargo, Sim había peleado durante otro año y medio más y nunca había usado el arma solar. Me pregunté si no tendría razón Kindrel Lee cuando decía que quizá el arma no podía funcionar o que había resultado imposible hacer que actuara con el nivel tecnológico que existía en la era de la Resistencia. Tal vez, entonces, había matado sin motivo a Matt Olander.

A mitad de la tarde, tomé el deslizador en medio de un viento molesto. El tráfico era pesado y varios holos gigantes de modelos bien parecidos exhibían la moda de invierno a una multitud reunida frente a un emporio. Me alcé sobre la parte baja de la ciudad, gané altura y me dirigí hacia el cielo gris.

Durante la evacuación de Punto Edward, Christopher Sim había dejado a sus hombres para dirigir la operación y así poder ocuparse de otros asuntos. Entonces sucedió algo curioso: sus oficiales se dieron cuenta de que él se levantaba al alba cada día y se iba en un deslizador a la costa norte de la ciudad. Su destino era un lugar solitario en una zona alta sobre el mar. Qué hacía allí o por qué iba, nunca se supo. Toldenya inmortalizó la escena en su obra maestra En la roca; el lugar fue declarado sitio histórico por los ilyandanos. Lo llamaron el Peñasco de Sim.

Quise mirar la guerra a través de sus ojos. Y me pareció que visitar ese lugar era un buen modo de hacerlo.

El vehículo se elevó a unos mil metros e inició una amplia curva hacía el mar. Yo me sentía vagamente abrumado por la combinación de picos, ciudades, océano y bruma, cuando se me ocurrió que había otro lugar que valía la pena visitar.

Apreté el control manual y descendí a tierra. El ordenador hizo sonar la alarma en demanda de altura. Subí un poquito hasta que el sonido cesó. Estaba cerca de las nubes cuando pasé sobre el límite oeste del volcán. Apagado y seguro, según los informes. Estudiado por ingenieros siglos atrás y periódicamente chequeado por el Servicio Ambiental de Punto Edward.

Las historias románticas del volcán habían quedado en el pasado.

Descendí hacia el follaje vibrante de una selva púrpura. Hacia el sudoeste, la tierra estaba dividida en amplias granjas. Dos cursos de agua limitaban el terreno y se unían a unos ocho kilómetros más allá de Punto Edward para luego desaparecer en una montaña.

En el horizonte, las torres del puerto espacial se veían frágiles contra el cielo amenazante. Una cortina de agua caía desde lo alto de la Torre Azul.

Vi un transbordador que descendía graciosamente en espiral por el lado más distante.

Tardé un rato en encontrar lo que buscaba: el camino que Lee había tomado desde Punto Edward hasta Richardson. En realidad, no podía decirse que existiera estrictamente. Todo el transporte entre los dos puntos se realiza en la actualidad por aire y cualquiera que viva en las pequeñas ciudades que aún decoran el paisaje está perdido si no tiene un deslizador.

Pero las secciones del camino antiguo todavía eran visibles. Cortaban el borde de un grupo de colinas y corrían paralelas primero a un río y después al otro. Para la mayor parte, era un poco menos que un bosque de árboles pequeños.

Puse el mapa sobre el monitor de frente, miré el atlas, tratando de encontrar la ciudad donde ella se había quedado a vivir, Walhalla.

Era una pequeña comunidad de granjeros, tal vez de una docena de casas, un centro de abastecimiento, un ayuntamiento, un restaurante y una taberna. Vi a dos hombres sobre un tejado tratando de encajar una viga. Un grupo de gente estaba reunido en la entrada del ayuntamiento. No miraron hacia arriba cuando pasé.

Ella había descrito una curva pronunciada, que solo podía estar del lado este, donde el rastro iba por el camino de la colina. No había signo de desgaste o erosión en el terreno, aunque doscientos años es un período considerable. En algún lugar de por ahí había sido. Un punto sin señalar, un punto desconocido en un mundo saturado de memoriales. Me preguntaba cómo habría sido la historia de Ilyanda si Kindrel Lee hubiera muerto esa noche.

Una hora después volaba sobre las aguas cristalinas del puerto abierto y lleno de islas de Punto Edward.

La ciudad se extendía hasta las laderas de los cerros circundantes. Colgaba precariamente al borde de precipicios, soportada por una combinación de estructuras metálicas y luz gantner. Las pistas de aterrizaje brillaban sobre las cimas de los techos y en grutas cortadas a pico en las rocas. Algunos edificios públicos se extendían en arco, abarcando las fisuras de las rocas. El paseo marítimo, que sigue casi el mismo recorrido que en los tiempos de la Resistencia, bordea el puerto, se angosta en el norte, se bifurca y asciende por las montañas.

Bosque, piedra y nieve. En ambas direcciones a lo largo de la costa, el rústico paisaje se hacía gris y blanco y se perdía en un cielo imponente. Volé sobre el área haciendo círculos perezosos, admirando su salvaje belleza. Y luego, un rato después, me fui hacia el norte.

Punto Edward quedó atrás. Dejé el camino elevado sobre la costa para bajar a tierra y precipitarme entre gruesos árboles.

Se apiñaban las montañas, que poco a poco se hacían una única roca monolítica, resbaladiza, reflectora e intemporal. Los ilyandanos la llamaban el Muro de Klon, en honor a un héroe mítico que la construyó para proteger el continente contra una horda de demonios marítimos. A su sombra el aire era fresco. Me quedé allí un rato. Cerca de la vertiente.

Los vuelos agitaban la bruma. Por encima de donde yo estaba iban y venían los deslizadores y hasta un bus aéreo. Algunos pajarracos retardaron el vuelo. Eran criaturas desgarbadas, con trompa alargada y enormes alas como paletas, que cacareaban ensordecedoramente. Los flotadores se desplazaban con suavidad por las corrientes de aire.

Colgaban algunos árboles del perfil del acantilado. El ordenador identificó a algunos con el nombre de «casandras», de los que se dice que poseen una cierta inteligencia. Las pruebas no son concluyentes; los escépticos dicen que tal creencia se ha desarrollado porque el conjunto de las ramas semeja rasgos humanos, particularmente vistos desde abajo.

Algunos se agrupaban a lo largo de la ladera. Dirigí el telescopio de navegación en esa dirección. Tenían las ramas arracimadas y las espinosas hojas trataban de capturar la luz gris que las rodeaba. Pero no había sol, ni rostro humano en su apariencia. Mientras me acercaba al Peñasco de Sim, un mensaje insistente en el intercomunicador me decía: «Tiene a su disposición los servicios para turistas. Por favor, vuelva a poner su vehículo en automático. No se permite la navegación manual a más de ocho kilómetros del centro del parque».

Acaté la orden. Inmediatamente el deslizador dobló hacia el mar, ganó altura y retornó el acantilado.

Éramos tres los que nos alineábamos al acercarnos. Un par de niños y yo. Ellos iban delante. Ahora sobrevolábamos la costa y nos aproximábamos a un complejo de aterrizaje de color azul y escarlata, que estaba en la parte alta del pico. El Peñasco de Sim estaba a un tercio de camino hacia abajo del acantilado.

Estaba señalado por unas estructuras cortadas en roca viva. Entre ellas el hotel dorado con canchas y piscinas. En los tiempos de Sim, este estacionamiento debió de ser de proporciones modestas, un enclave rocoso con la amplitud suficiente para sostener un deslizador. Pero actualmente había sido reformado, ampliado y vallado.

Del intercomunicador salía una voz, femenina y almibarada.

—Bienvenido al Peñasco de Christopher Sim —decía—. Por favor, no intente bajar del vehículo antes de que se haya detenido por completo. Hay habitaciones disponibles en el hotel Sim. ¿Desea hacer una reserva?

—No —respondí—. Solo quiero ver el monumento.

—Muy bien, señor. Puede llegar allí siguiendo las marcas azules. El comité de la Resistencia le recuerda que no deben consumirse refrescos fuera del área designada. Que lo disfrute.

Seguí a otro vehículo por el sendero azul, me elevé por encima de un puesto de servicios y alcancé el nivel principal por medio de un túnel. Eso me llevó al complejo del hotel. Una flecha azul señalaba una puerta lateral.

Algunas personas, en su mayoría niños, se zambullían en una piscina. Había un negocio que vendía recuerdos de la Resistencia: platos, vasos, maquetas del Corsario y una cantidad impresionante de cristales y libros, entre ellos El Hombre y el Olimpo y un modesto volumen titulado Máximas de Christopher Sim. El imponente retrato de Toldenya, En la roca, dominaba la escena. En él se veía a Sim sentado en lo alto de una roca redondeada, pensativo, con la vista fija en el océano tempestuoso, iluminado por el sol que se elevaba. Las nubes de tormenta se veían en el horizonte. Usaba una chaqueta y pantalones amplios. Su pelo rubio ceniza asomaba en ondas bajo un sombrero gastado. Tenía los ojos entrecerrados y una expresión de dolor. El ala verde y blanca de su deslizador asomaba a la izquierda. (Fue en esta ocasión cuando supe el significado del símbolo del árbol en la nave: es el árbol de Morcadia, que fue el distintivo oficial de Ilyanda durante cuatro siglos.)

Compré una copia de las Máximas y salí hacia el Peñasco. Estaba casi solo.

—Estamos fuera de temporada —me dijo uno de los empleados—. No tenemos muchos turistas en esta época del año. Pero viene gente de la ciudad a cenar o a tomar algo; esta noche va a estar bastante lleno.

Era un lugar abierto, el único. Todo lo demás estaba sellado y provisto de calefacción, incluida la plataforma de observación que se extendía en ángulo recto a la cara del promontorio. Poca gente se había dirigido a ella. Había allí una batería de telescopios. Una pareja de jóvenes que afrontaba el frío de la tarde me siguió.

Cerca, jugaban unos niños que a veces trepaban por la empalizada baja que separaba al conjunto de un mundo más feliz. Debajo, el océano de fondo.

Me sobrecogió verlo.

En lo alto volaban distintas aves. Algunos pájaros de mar daban vueltas cerca. Un par de flotadores vinieron a posarse sobre la empalizada. Sus cilias cortaban el aire en movimiento. Incluso en la sombra del muro de la montaña, la luz del día, reflejada a través de sus sacos amébicos, mantenía una cadencia deliberada de matices cambiantes.

No existen en muchos mundos estas pacíficas criaturas de vuelo lento que parecen siempre sentir curiosidad por nuestros movimientos. No merece la pena, pensé. ¿Durante cuántos millones de años habrán estado aquí ellos, los pájaros, y este ancho mar?

¿Cómo pudo habérsele ocurrido a Sim destruir todo esto?¿Cómo pudo haber estado aquí, frente a estas montañas eternas y plantearse esa clase de acto?

Encontré un banco en la plataforma de observación y abrí las Máximas. Había sido impreso de forma privada, a través de la Orden de la Arpía. Gran parte del material provenía del único libro publicado de Sim, completado con extractos de cartas, documentos públicos, comentarios a él atribuidos, pronunciamientos, etcétera. Dice al Congreso de la Ciudad del Peñasco: «La crisis está sobre nosotros, y no sería sincero si no admitiera que, antes de que termine, temo que muchos de los asientos de esta cámara estén vacíos». Y, en una nota a un senador del mismo cuerpo: «Tenía toda la confianza en que cualquier poder que nos hubiera traído a esta distancia inmensurable a lo largo del camino desde Akkad no intentaría abandonarnos ahora a esta antigua y nada imaginativa carrera, que tan ingenuamente pretende nuestra extinción».

El promontorio de Toldenya está ubicado en el límite norte del lugar. Es el mayor de un grupo de rocas que sobresalen del acantilado hacia el vacío. Nadie sabe con certeza dónde puso los pies Sim cuando estuvo aquí; en realidad pienso que la idea de que llegó hasta esa roca es pura presunción artística.

La superficie es angosta. En un punto más ancho apenas habría habido lugar para el deslizador de un experto piloto. De haber alguna sorpresa, digamos un aterrizaje de emergencia, el piloto y su deslizador habrían ido a parar por lo menos a medio kilómetro dentro el océano.

¿Por qué?

¿Y por qué antes del amanecer?

¿No era mucho mejor contemplar la estrella y el mundo que estaba por destruir que captar la extraordinaria simbiosis del sol elevándose sobre el océano?

Y me pregunté, mientras reflexionaba lo que podría haber pasado por su mente en esas mañanas sombrías, si no habría esperado que algún designio derivara la responsabilidad a otra persona.

¿Habría tenido al final miedo de su propia arma? Christopher Sim era antes que nada un historiador. De pie aquí, mirando lo que él creyó que serían los últimos amaneceres que tendría este mundo, debió de sentirse aterrado por el veredicto de la historia.

Sentí repentinamente una certeza que me conmovió: el último guerrero había temblado ante ese conocimiento. No importa que nunca más hayamos sabido nada del arma solar.