«Había pocos soldados profesionales entre los dellacondanos. Sim llevó a cabo sus milagros con analistas de sistemas, profesores de literatura, músicos y oficinistas. Tendemos a recordarlo primordialmente como un estratega y un técnico. Pero nada de esto habría importado si no hubiera poseído la capacidad de conseguir de personas comunes un comportamiento extraordinario.»
Harold Shamanway
Comentarios de la última guerra
Anexo: El testimonio de Kindrel Lee.
Punto Edward
13/11/06
«No sé si alguien leerá estas líneas. No tengo ninguna otra razón al registrar estos hechos que aceptar de modo visible mi propia responsabilidad, de la que no creo poder liberarme en vida.
Dejo esto bajo el cuidado de mi sobrina, Jina, que conoce su contenido y que ha sido mi amiga y confidente durante toda esta odisea, para que actúe como ella considere mejor.»
Kindrel Lee.
«A mí, Ilyanda siempre me ha dado la sensación de estar embrujada.
Hay algo que se cierne sobre sus mares neblinosos y sus archipiélagos rotos, que respira en sus bosques continentales. Se deja sentir en las extrañas ruinas, que quizás hayan sido dejadas por los hombres, o quizá no. O en el aromático ozono de las tormentas que sacuden Punto Edward cada noche con una puntualidad que nadie se ha explicado aún. No es accidental que varios escritores modernos de ficción sobrenatural hayan ambientado sus relatos en Ilyanda, bajo sus heladas estrellas y sus lunas inquietas.
Para los varios miles de habitantes del planeta, la mayoría de los cuales viven en Punto Edward, al norte del más pequeño de los tres continentes de ese mundo, tales opiniones son exageradas. Pero, para aquellos que hemos viajado a lugares más mundanos, es un lugar de frágil belleza, de voces nunca escuchadas, de oscuros ríos que arrastran lo desconocido.
Nunca estuve tan atenta a sus cualidades sobrenaturales como durante las semanas siguientes a la muerte de Gage. Contra todos los consejos de los amigos, llevé al Meredith al mar, decidida con la perversa determinación que suele invadir a la gente en tales momentos, a volver a ver de nuevo algunas de las cosas que habíamos compartido el primer año, afilando así el cuchillo de la melancolía. Y, de algún modo indefinido, esperaba recobrar parte de aquellos días perdidos, quizás a partir de la idea de que, en esos océanos fantasmales, todas las cosas parecían posibles.
Navegué hacia el hemisferio norte y rápidamente me perdí en las Diez Mil Islas.»
Mientras Kindrel Lee atravesaba esos mares cálidos, la guerra se acercaba.
Cuando ella regresó a Punto Edward quedó espantada, horrorizada de encontrarlo desierto. La flota de evacuación de Sim, desconocida para ella, había llegado y partido.
Ella describe su conmoción inicial, sus crecientes intentos desesperados por encontrar algún otro ser humano en las calles vacías y en las áreas comerciales desoladas.
«Nadie me acusó jamás de tener una imaginación fértil, pero yo estaba de pie atónita escuchando la ciudad: el viento, la lluvia, el barro, el agua que golpeaba las piedras, el repentino y audible chirriar de una puerta, el ruido lejano de las máquinas encendidas para nadie y el alegre golpeteo del piano electrónico en el Edwardiano. Algo se movía por todos esos lugares con paso invisible.»
Las luces de la ciudad estaban encendidas y brillaban. El aire, lleno de señales de radio. Incluso escuchó una conversación entre un remolcador que se aproximaba y la estación orbital que indicaba que el vuelo regular en el aeropuerto espacial Richardson se haría como de costumbre.
Por fin fue hacia Richardson, que estaba localizado a veintidós kilómetros fuera de la ciudad. A mitad de camino comenzó a tener signos evidentes de la partida. De hecho, casi se estrelló contra un bus de la ciudad que, en la inminencia de la evacuación, había quedado abandonado en una curva que ella tomó a gran velocidad.
El remolcador que debía llegar nunca apareció. Sin saber aún lo que estaba sucediendo y en un estado de pánico creciente, Kindrel se dirigió a una oficina de seguridad, aquella en la que su marido había trabajado, y se proveyó de un arma láser. Poco después, en las alturas del edificio de la terminal, se encontró con Matt Olander.
«No sé en qué momento me di cuenta de que no estaba sola. Unas pisadas, tal vez. Llovía torrencialmente y el viento soplaba sin cesar. Sin embargo oí algo que me hizo estar alerta, consciente de mi propia respiración.
Mi primer impulso fue abandonar el edificio, volver al vehículo y tal vez al bote. Pero persistí, sintiendo el sudor que corría por mis costillas.
Recorrí las oficinas una por una, con el arma preparada en mi bota; deliberadamente no la sostuve en la mano. Tenía cierto pánico.
Me había detenido en un salón de conferencias dominado por una escultura. Un hológrafo que alguien había olvidado apagar se prendía y apagaba esporádicamente en la punta de una mesa tallada. Media docena de sillas en desorden, varias tazas de café abandonadas y varios anotadores estaban desparramados por allí. Se podría haber pensado que se desarrollaba una conferencia y que los participantes volverían de un momento a otro.
Activé el holo y revisé los anotadores. Habían estado hablando de técnicas de motivación.
De repente, cerca, ¡estallaron unos vidrios!
Fue de golpe. Los ecos cruzaron la habitación y se oyeron explosiones que se intensificaron gradualmente, mezcladas con la vibración de los muros, y que persistieron en un chillido agudo.
En algún lugar alto, en el Salón de la Torre, el restaurante de la azotea. Fui con el ascensor hasta la terraza, salí a un enorme patio y comencé a caminar por él en la noche solitaria.
En la niebla, el Salón de la Torre era poco menos que una presencia ubicua, amarillenta, con sus ventanas de barrotes que daban a un exterior de piedra, con las columnas de mármol que sostenían una galería con arcos, un molino de agua y un antiguo atril de latón que sostenía el menú y cuyas luces ya no funcionaban.
Se oía una música suave que provenía del interior. Empujé una puerta y espié el interior iluminado por velas electrónicas que brillaban en botes humeantes. El Salón de la Torre era una especie de gruta subterránea.
Era una construcción de arcadas y grutas de piedra dividida por cursos de agua, dispensadores de ensalada, rocas falsas y un bar muy reluciente. La luz azul y blanca destellaba contra las piedras y la plata. De la boca de las ninfas salían corrientes cristalinas que se deslizaban por angostos canales entre puentecillos. Posiblemente en otra época debió de ser un lugar menos elegante, un restaurante en el cual la clientela y la conversación habrían traicionado las expectativas del arquitecto. Pero esa noche, en medio de la calma que envolvía a la Torre Azul, con las mesas vacías y abandonadas, hasta las luces titilantes de las jarras de vidrio herían la vista con el brillo constante de las estrellas.
Hacía fresco. Tuve que ponerme la chaqueta sobre los hombros. Me pregunté qué habría pasado con la calefacción. Crucé uno de los puentes, caminé a lo largo del bar y me detuve para alcanzar el nivel inferior. Todo estaba preparado con elegancia: las sillas en su lugar, la plata sobre los manteles rojos, las salsas y los condimentos dispuestos junto a las mesas.
Estaba a punto de llorar. Enganché una silla con el pie, la aparté de la mesa y me hundí exhausta en ella.
Oí pasos y una voz que dijo:
—¿Quién está ahí?
Terror.
Más pasos. Por detrás. Un hombre de uniforme.
—Hola —saludó alegremente—, ¿estás bien?
Asentí sin demasiada seguridad.
—Desde luego —respondí—. ¿Qué es lo que sucede? ¿Dónde está la gente?
—Me vuelvo al lado de la ventana —replicó alejándose de mí—. Tengo que quedarme allí. —Se detuvo para asegurarse de que lo siguiera y retomó el camino por el que había venido.
Sus ropas eran raras, pero familiares para mí. Cuando llegué junto a él, me di cuenta: era el uniforme azul oscuro y celeste de la Confederación.
Tenía un montón de equipo electrónico sobre la mesa. Un cable unía dos o tres ordenadores, un banco de monitores, un generador y sabe Dios cuántas cosas más.
Estaba de pie junto al equipo, con un auricular en una oreja, aparentemente concentrado en las pantallas cubiertas de registradores de pistas, columnas de dígitos y símbolos.
Miró en mi dirección, casi sin verme, señaló una botella de vino tinto, sacó un vaso y me hizo una seña para que me sirviera. Luego sonrió a causa de algo que había visto, depositó el mando en una silla y se dejó caer en otra.
—Soy Matt Olander —dijo—. ¿Qué diablos hace usted aquí?
Era de mediana edad, delgado. Su piel oscura parecía reproducir el color de las paredes como si fuera una antigua escultura.
—Creo que no entiendo su pregunta —respondí.
—¿Por qué no se fue con todos los demás? —Me miraba fijamente y creo que se dio cuenta de que yo estaba confusa—. Ellos se llevaron a todos —agregó.
—¿Quiénes? —le pregunté con énfasis—. ¿Quién se llevó a toda la gente?
Reaccionó como si fuera una pregunta tonta y tomó la botella.
—Imagino que no podíamos pretender evacuar al cien por cien. ¿Dónde estaba usted? ¿En una mina bajo tierra? ¿En la cima de una montaña sin intercomunicador?
Cuando se lo dije, suspiró de tal modo que parecía que yo hubiera cometido una indiscreción. Tenía el cuello del uniforme abierto y usaba una chaqueta liviana que seguramente no tenía regulación contra el frío. Su cabello lacio y sus rasgos le daban aspecto de comerciante o negociador, más que de guerrero. Su voz se suavizó.
—¿Cómo se llama?
—Lee —respondí—. Kindrel Lee.
—Bueno, Kindrel, hemos estado evacuando Ilyanda estas dos semanas. Los últimos se fueron ayer por la mañana. Por lo que sé, solo quedamos aquí usted y yo.
Volvió a prestar atención al monitor.
—¿Pero por qué? —pregunté sintiendo una mezcla de confianza y temor.
Su expresión me desoló. Después de un momento tecleó algo.
—Se lo voy a mostrar.
Una de las pantallas (tuve que mover la botella para ver mejor) mostraba varios anillos concéntricos alrededor de los cuales brillaban unas luces de radar.
—Ilyanda está en el centro. O más bien, la Estación. La extensión es de aproximadamente medio billón de kilómetros. Allí se ve la flota de los mudos. Las naves principales y los cruceros. —Respiró profundamente y exhaló el aire con lentitud—. Lo que está sucediendo, señorita Lee —continuó—, es que la Armada se encuentra a punto de mandar al infierno a esos hijos de puta.
Su mandíbula parecía rígida, y los ojos le brillaron extrañamente.
—Por fin. Hace mucho tiempo que lo esperábamos. Nos han perseguido desde hace más de tres años. Pero hoy es el día. Hoy ganamos. —Levantó el vaso vacío hacia el cielo, como saludando.
—Me alegro de que pudieran evacuar a la gente —dije con timidez.
—Sim no lo habría podido hacer de otro modo —musitó, moviendo la cabeza hacia mí.
—Nunca pensé que la guerra llegaría aquí. —Apareció otra señal en la pantalla—. No lo entiendo —comenté—. Ilyanda es neutral. No creí que fuéramos partidarios de pelear.
—Kindrel, no hay neutrales en esta guerra. Lo único que usted ha hecho es dejar que los demás peleen en su lugar. —Su voz no parecía demasiado amable.
—¡Ilyanda está en paz! —exclamé con énfasis un tanto académico. Lo miré a los ojos esperando que reaccionara, pero solo hubo odio de su parte—. O al menos lo estaba.
—Nadie está en paz —replicó—. Hace tiempo que nadie está en paz. —Hablaba con dureza, con los dientes apretados.
—Están aquí —observé—, porque usted está aquí, ¿no?
—Sí —respondió con una sonrisa—. Nos buscan. —Se apoyó en el respaldo de la silla con la mano bajo el mentón y me miró riéndose—. ¡Usted se atreve a juzgarnos! ¿Sabe? La gente es increíble. ¡La única razón por la que usted no está muerta o encadenada es que durante todo este tiempo nosotros hemos estado muriendo y combatiendo para que usted tuviera la oportunidad de dar una vuelta en su maldito bote!
—¡Dios mío! —exclamé recordando el remolcador perdido—, ¿por eso no llegó el transporte?
—No se preocupe por eso —respondió—. No iba a venir nunca.
—Se equivoca —protesté, meneando la cabeza—. Lo escuché en la radio, en cuanto cayó la medianoche. Estaba previsto que llegara según el horario.
—No iban a venir —me repitió—. Hemos hecho todo lo posible para que las cosas parecieran normales.
—¿Por qué? —pregunté.
—Usted tiene el consuelo de saber que vamos a cambiar el rumbo de la guerra. ¡Vamos a herir de muerte a los mudos por fin! —Le brillaban los ojos, me daba miedo.
—Usted los trajo hasta aquí.
—Sí. —Hablaba con seguridad—. Los trajimos hasta aquí. Los atrajimos al infierno. Ellos piensan que Christopher Sim está en la estación espacial y lo quieren capturar. —Se llenó el vaso de nuevo—. Sim nunca tuvo el suficiente poder de fuego para hacer esta guerra. Todo el tiempo ha estado tratando de sostener una armada con unas pocas docenas de fragatas ligeras. —La cara de Olander se desencajó; tenía un aspecto horrible—. Pero hizo lo que tenía que hacer con esos hijos de puta. Cualquier otro se habría dado por vencido desde el principio, pero Sim no. A veces me pregunto si es humano.
O si lo eres tú, pensé yo. Mis dedos rozaron el láser.
—Tal vez sería mejor que te fueras —dijo en voz casi inaudible.
No hice movimiento alguno.
—¿Por qué aquí? ¿Por qué Ilyanda?
—Tratamos de elegir un sistema donde hubiera poca gente, así resultaría fácil evacuarlo.
Susurré algo obsceno.
—¿Se hizo por votación o fue solo por cumplir las órdenes de Sim?
—Por todos los diablos —susurró—. No tienes la menor idea de lo que pasa, ¿verdad? En esta guerra ya han muerto más de un millón de personas. Los mudos quemaron Cormoral y se apoderaron de la Ciudad del Peñasco y del Lejano Mordaigne. Han atacado una docena de sistemas y toda la Frontera está al borde del colapso. —Se frotó la boca con el reverso de la mano—. No les gustan los humanos, señorita Lee, y creo que no quieren que sobrevivamos.
—Nosotros comenzamos la guerra —objeté.
—Eso se dice fácil. No sabes lo que pasaba. Pero ahora ya no importa. No es momento de hilar fino. La matanza no se detendrá hasta que hagamos volver a esos hijos de puta al lugar de donde vinieron. —Miró la pantalla que daba información acerca del momento presente—. Ahora están cerrando la Estación. —Se le contrajeron los labios en un gesto de venganza—. Una parte considerable de la flota está a la vista. Y llegan más naves continuamente. —Sonrió con malevolencia. No recuerdo haberme visto frente a frente con nadie tan perverso. Disfrutaba de verdad.
—Has dicho que Sim no tenía suficiente poder de fuego.
—No lo tiene.
—¿Entonces cómo…?
Una sombra cruzó su cara. Dudó y miró hacia los monitores.
—Los que protegían la estación se han ido —dijo—. No, no hay nadie más que nosotros aquí, aparte de un par de destructores automáticos. La estación está abandonada. —El parpadeo de las luces de la pantalla se había incrementado. Algunas se movían en el anillo interior—. Todo lo que ellos pueden ver son los destructores y lo que supondrán que es el Corsario en la dársena con su escotilla abierta. Y los hijos de puta mantienen la distancia. ¡Pero no importa!
—¡El Corsario! —exclamé—. ¿La nave de Sim?
—Para ellos es un momento importante. Piensan que están a punto de capturarlo y de ganar la guerra. —Se puso a observar los gráficos.
En ese momento pensé seriamente en seguir su consejo de marcharme, tomar el Meredith e irme al hemisferio sur. Hasta que las cosas se aclararan.
—Los destructores están actuando —observó—. Pero no para detener a los mudos.
—¿Para qué entonces?
—Tenemos que ofrecer alguna resistencia; no dejarlos pensar demasiado.
—Olander —pregunté—, si vosotros no tenéis naves allí, ¿qué es todo esto? ¿Cómo espera Sim detenerlos?
—No será él quien los detenga, seremos tú y yo, Kindrel. ¡Les vamos a causar tanto daño a los mudos esta noche que los bastardos no la van a olvidar nunca!
De pronto dos monitores se pusieron en blanco. Las imágenes se convirtieron en remolinos de caracteres parpadeando frenéticos. Él se inclinó hacia delante, espantado.
—Han atacado la Estación.
Se me acercó con un gesto amable, pero yo me aparté.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer ahora?
—Kindrel, vamos a detener la salida del sol. —Me pareció una expresión confusa y se lo dije—. Vamos a atraparlos a todos. Todo lo que tenemos aquí, todo el espacio exterior al anillo de medio billón de kilómetros será incinerado. Si ellos se percatan de lo que está sucediendo y despegan rápido, tendrán una oportunidad. —Miró hacia el ordenador. Una lámpara roja brillaba en el teclado—. Tenemos un viejo buque tirolés cargado con antimateria. Espera una orden mía.
—¿Para qué?
Como cerró los ojos, no pude leer su expresión.
—Para materializarse en tu sol. —Dejó las palabras flotando en el aire pesado—. Vamos a insertarlo en el corazón del sol. —Un hilo de sudor resbaló por su mejilla—. Creemos que el resultado será… —hizo una pausa y sonrió— moderadamente explosivo.
Yo casi podría haber creído que no había mundo más allá de este bar. Nos habíamos sumido en la oscuridad, Olander, yo, los monitores, la música de fondo y las ninfas de piedra.
Todos.
—¿Una nova? —pregunté. Mi voz era casi inaudible—. ¿Tratáis de inducir una nova?
—No, no es una nova de verdad.
—Pero el efecto…
—Es el mismo. —Se le veía completamente satisfecho—. Es una técnica revolucionaria. Uno de los mayores avances en la navegación. No es fácil lograrlo, ¿sabes? Nunca se ha hecho hasta ahora.
—Vamos, Olander —estallé—, ¡no me querrás hacer creer que un tipo sentado en un bar va a hacer volar un sol!
—Lo siento. —Su mirada se tornó extraña, desconcertada, como si hubiera olvidado dónde estaba—. Puede que tengas razón —dijo—. Nunca se ha probado. Así que realmente no sé si saldrá bien. Era demasiado caro hacer la prueba.
Traté de imaginar Punto Edward envuelto en llamas, entre mares hirvientes y bosques ardiendo. Era la ciudad de Gage, donde habíamos explorado angostas calles y viejas librerías, donde nos habíamos perseguido el uno al otro a través de playas bañadas por la lluvia y confiterías iluminadas con velas. Y desde donde por primera vez fuimos al mar. Nunca olvidaría su aspecto la primera vez que volvimos a casa, un diamante brillante y rígido contra el horizonte. Mi casa. Siempre sería mi casa.
Y fijé la vista en Olander con una mirada de pronto borrosa, tal vez consciente por vez primera de que yo había vuelto a Punto Edward con la intención de abandonar Ilyanda.
—Olander, ¿te dejaron aquí para hacer esto?
—No. —Negó con energía con la cabeza—. Se suponía que se iba a hacer automáticamente cuando los mudos se acercaran lo suficiente. El disparador estaba conectado a los sensores de la Estación. Pero los mudos lograron interrumpir las funciones de control y comando. No podíamos estar seguros…
—¡Por eso te dejaron a ti!
—¡No! Sim nunca lo habría permitido si lo hubiera sabido. Él tiene confianza en los controles y en los ordenadores. Los que sabemos un poco más de aparatos no. Así que me quedé, desconecté el disparador y me lo traje aquí.
—Dios mío, ¿de verdad piensas hacerlo?
—Funciona mejor de esta manera. Podemos capturar a los hijos de puta en el momento más oportuno. Se necesita a un humano para juzgar el momento oportuno. Una máquina no es lo suficientemente buena para hacerlo a la perfección.
—Olander, ¡estás hablando de destruir un mundo!
—Ya lo sé. —Le tembló un poco la voz—. Ya lo sé. —Sus ojos encontraron los míos por fin. Tenía el iris azul y el reborde muy blanco—. A nadie le gusta que sucedan estas cosas, pero estamos entre la espada y la pared. Si no actuamos, no habrá futuro para nadie.
Seguí hablando, pero tenía la atención fija en el teclado del ordenador, en la tecla "ejecutar", más larga que las otras y levemente cóncava. El láser estaba frío y rígido contra mi pierna.
Se bebió lo que le quedaba de vino y arrojó el vaso hacia la oscuridad. Se rompió.
—Ciao —dijo.
—La nova —murmuré pensando en los amplios mares del sur, los bosques inexplorados, las enigmáticas ruinas y en los miles de personas, para quienes, como para mí, Ilyanda era su hogar. ¿Quién la recordaría cuando ya no estuviera?—. ¿En qué os diferenciáis de los mudos?
—Me imagino cómo te sientes, Kindrel.
—No creo que tengas ni idea de cómo me siento.
—Sí, lo sé con exactitud. Yo estaba en Melisandra cuando los mudos quemaron Cormoral. Los vi amenazar Pelian. Estaban irritados con los pelianos; de modo que les dispararon a algunas personas, personas como tú, que no se metían con nadie. ¿Sabes lo que es Cormoral ahora? No habrá nada vivo allí en diez mil años.
La silla de uno de nosotros, la mía, la de él, no sé, rayó el piso; el sonido hizo eco en el bar.
—¡Cormoral y los pelianos fueron aniquilados por sus enemigos! —Me sentía fuera de mí, muerta de miedo, aterrorizada. Bajo la mesa, fuera de la vista, mis dedos trazaban la silueta de un arma—. ¿No se te ha ocurrido pensar —le pregunté del modo más razonable que pude— lo que va suceder cuando los mudos vuelvan a su casa y nosotros a pelearnos unos con otros, como de costumbre?
—Ya lo sé —convino—. Es un riesgo muy grande.
—¿Riesgo? —Señalé con un dedo tembloroso el equipo—. Eso es más peligroso que media docena de invasiones. Por el amor de Dios, vamos a sobrevivir a los mudos. Sobrevivimos a las edades de hielo y a la era nuclear y a las guerras coloniales y nos aseguraremos de deshacernos de esos hijos de puta de una forma u otra. Pero eso que tienes frente a ti, no, Matt, no lo hagas. Sea lo que fuere lo que trates de conseguir, el precio es demasiado alto.
Oí su respiración. El sistema de sonido dejaba oír una vieja canción de amor.
—No tengo elección —dijo en tono áspero y monocorde. Volvió a mirar las pantallas—. Han iniciado la partida. Eso quiere decir que saben que la estación está vacía y sospechan que se trata de una broma o una trampa.
—¡Todavía puedes elegir! —le grité.
—¡No! —Hundió las manos en los bolsillos como para no caer en la tentación de tocar el teclado—. No puedo.
De pronto me vi sosteniendo el láser y apuntándolo a los ordenadores.
—No te lo voy a permitir.
—No hay modo de parar esto. —Se apartó de la línea de fuego—. Pero te invito a intentarlo.
Di unos pasos atrás con el arma alzada. Olander me miraba profundamente impresionado. No podría definir su expresión. Me di cuenta de lo que sucedía.
—Si interrumpo el flujo de energía —dije—, arranca el disparador, ¿verdad?
Su cara me dio la respuesta.
—No te acerques ahí. —Le apunté directamente con el arma—. Nos vamos a sentar aquí un rato.
No se movió.
—¡Atrás! —grité.
—Por el amor de Dios, Kindrel. —Extendió las manos—. No hagas esto. No hay nadie aquí, salvo tú y yo.
—Aquí hay un mundo vivo, Matt. Y si eso no fuera suficiente, hay un precedente que sentar. —Dio un paso hacia el disparador—. No, Matt. Te mataré si es necesario.
El instante se hizo interminable.
—Por favor, Kindrel —dijo por fin.
De modo que permanecimos mirándonos, cara a cara. Él se dio cuenta por mis ojos de que yo estaba decidida a todo. Palideció. Sostuve el láser apuntándole directamente al pecho.
El cielo comenzaba a iluminarse en el este.
El cuello se le tensaba por los nervios.
—Debí haberlo dejado en automático —murmuró, midiendo la distancia que lo separaba del teclado.
Me corrían gruesas lágrimas por las mejillas; escuchaba mi voz fuerte y amenazante como si no fuera mía. El mundo entero se reducía a la presión del gatillo en mi dedo índice derecho.
—No tendrías que haberte quedado —le grité—. No sirve para nada ese heroísmo. Has estado mucho tiempo en guerra. Has aprendido a odiar demasiado bien.
Dio un segundo paso, en una acción tentativa, transfiriendo poco a poco el peso de su cuerpo de un pie al otro, observándome con gesto amenazante.
—Estabas disfrutando hasta que llegué.
—No —respondió—. No es así.
Sus músculos estaban rígidos. Me di cuenta de lo que pensaba hacer y traté de disuadirlo diciéndole que no con la cabeza. Él me dijo que bajara el arma, pero yo permanecí como estaba, mirando la lucecita en la base de su cuello, por donde entraría el disparo diciendo "no, no, no…".
Cuando se puso en movimiento, no hacia el ordenador sino hacia mí, lo hizo con demasiada lentitud. Así que lo maté.»
«Mi primera reacción fue la de salir enseguida de allí, dejando el cuerpo donde había caído, tomar el elevador y correr…
Ojalá lo hubiera hecho.
El sol estaba en el horizonte. Las nubes se esparcían por el oeste. Comenzaba otro día fresco de otoño.
El cuerpo de Matt Olander yacía bajo la mesa, con un pequeño agujero negro en el cuello y un hilo de sangre que se desparramaba por el piso. Su silla, tumbada al lado, y su chaqueta, abierta. Una pistola, negra, letal y fácil de manejar, asomaba de un bolsillo interior.
Nunca había considerado la posibilidad de que estuviera armado. Pudo haberme matado en cualquier momento.
¿Qué clase de hombres pelean por el tal Christopher Sim?
Este habría quemado Ilyanda, pero no se atrevió a matarme.
¿Qué clase de hombres? No tengo respuesta a esa pregunta. Ni entonces ni ahora.
Estuve de pie un largo rato junto a él, mirando su cara y el transmisor silencioso con su ojo rojo que parpadeaba mientras las luces blancas se desplazaban hacia el anillo externo.
Y un miedo terrible se apoderó de mí: todavía estaba a tiempo de llevar a cabo su proyecto.
Me pregunté si no se lo debía a él, a alguien, culminar el plan que habían preparado. Pero al final me alejé del lugar, al amanecer.»
«Las naves negras que escaparon a Ilyanda siguieron llevando una pesada carga. Durante los siguientes tres años murieron más hombres y se perdieron más naves. Christopher Sim continuó con sus legendarias hazañas. Sus dellacondanos se mantuvieron firmes hasta que Rimway y la Tierra intervinieron y, al calor de la batalla, nació la moderna Confederación.
Nunca se supo nada del arma solar. Si al final no funcionaba o si Sim fue incapaz después de todo de atraer a una fuerza armada lo bastante grande a una distancia suficiente para convertirla en un objetivo adecuado, tampoco llegué a saberlo.
Para la mayoría, la guerra es ahora algo remoto, un tema de debate para los historiadores, material de vividas memorias tan solo para los que son relativamente viejos. Los mudos se han retirado hace ya tiempo a sus mundos sombríos. Sim descansa con sus héroes y sus secretos, perdido, en Rigel. Ilyanda sigue atrayendo a los turistas por sus mares neblinosos y a los investigadores por sus misteriosas ruinas.
Matt Olander descansa en una tumba de héroe en Richardson. Yo grabé su nombre en la lápida con la misma arma que usé para matarlo.
Y yo, para mi desgracia, sobreviví. Sobreviví al ataque a la ciudad, sobreviví al justo enojo de los dellacondanos, sobreviví a mi propia culpa negra.
Los dellacondanos volvieron dos veces después del asesinato. La primera vez eran cuatro, dos hombres y dos mujeres. Me escondí, y se marcharon. Más tarde, cuando yo había comenzado a sospechar que no regresarían, aterrizó una mujer solitaria en las pistas de Richardson. Yo salí a la luz del sol y se lo conté todo.
Pensé que iba a matarme, pero ella habló poco y se ofreció a llevarme a Milenio. Yo no pude afrontar eso; así que me alejé de ella. Y seguí viviendo en las afueras de la ciudad en ruinas, en Walhalla, donde tal vez debí haber muerto, perseguida por el ejército y por los fantasmas que aumentaban diariamente. Todos muertos por mi mano. Cuando los ilyandanos volvieron yo estaba esperando.
Decidieron no creerme. Tal vez por política. Prefirieron olvidar. Y así se me negó incluso el consuelo de un juicio público. Nadie me ha condenado, ni perdonado.
No tengo dudas de que hice lo correcto.
Pese al baño de sangre y al fuego, yo tenía razón.
En mis mejores momentos, durante el día, lo sé. Pero también sé que cuando alguien lea este documento, después de mi muerte, entenderá que necesito algo más que un correcto enfoque filosófico.
Por ahora, para mí, en la oscuridad de las lunas de Ilyanda, la guerra no tiene término.»