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«La destrucción de Punto Edward (después de haber sido evacuado) fue un acto de barbarie. Nada pudo haber puesto más al descubierto la diferencia entre la razón humana y la sinrazón alienígena. En medio de semejante destrucción, los hombres se horrorizaron tanto que dejaron sus diferencias para unirse bajo su común condición humana y contra el peligro acechante. Desgraciadamente, ese momento fue fugaz.»

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Guerra en el vacío

Lo curioso respecto de la tumba de Matt Olander es que estaba esperando a los refugiados cuando ellos volvieron a Ilyanda después de la guerra. La encontraron en un prado, que alguna vez había sido un campo deportivo, a menos de veinte metros de la terminal más importante del puerto espacial William E. Richardson. Estaba marcada por una sencilla lápida de mármol blanco, que había sido cortado del frente del edificio con láser. La lápida tenía una inscripción grabada con el mismo rayo:

Matt Olander

murió el 3 de Avrigil del 677.

No era ajeno al valor.

Estos caracteres formaban un diseño que se usaba en la época. La fecha, de acuerdo con el calendario de Ilyanda, correspondía a la de la evacuación.

El lugar está junto a una alameda. Hay arbustos, flores y senderos de conchas marinas. Más arriba, un estandarte dellacondano, con su arpía característica en el centro del círculo plateado de la Confederación, flamea agitado por el viento del océano. Al pie del monumento, la Sociedad Histórica de Punto Edward ha erigido una piedra conmemorativa, un disco de bronce que data del año 716 con el nombre de Olander y una frase atribuida a él, conservada por un compañero durante los momentos finales de la evacuación: «No está bien que Punto Edward haga frente a los mudos sin un defensor».

La base del monumento ostenta una inscripción que señala que, según lo acordado por las Cámaras Reunidas, «Matthew Olander nunca será olvidado por la ciudad de la que no desertó».

El sitio es el típico lugar de vacaciones con bancos para sentarse a mirar las aves del mar y los flotadores. En ese día de invierno en que llegamos (llevé a Chase conmigo), una tropilla de niños volaba en pequeños vehículos coloreados y un grupo enorme de turistas desembarcaba de un bus aéreo y se disponía a pasear por los alrededores.

El sol blanco de Ilyanda, Kaspadei, rompía la monotonía de un cielo gris. Como hacía frío, muchos visitantes miraban rápidamente las inscripciones y se volvían al bus, donde había calefacción.

Es un lugar solitario pese a la proximidad del puerto espacial. Tal vez el sentido de aislamiento sea más espiritual que geográfico. De pie, bajo el follaje y junto a un monumento dedicado a enaltecer el coraje individual, me preguntaba acerca de la escurridiza naturaleza de la verdad. ¿Cómo habrían respondido los compañeros de Olander, los que empañaron su memoria sugiriéndole a Leisha que era un traidor, a todo esto? «No carecía de valor.» ¿Dónde estaba la verdad? ¿Qué había pasado en Punto Edward?

—¿Quién lo hizo? —preguntó Chase con voz solemne, pensativa, casi opresiva. El viento agitaba su cabello; ella se echaba hacia atrás, se lo sacaba de los ojos.

—La comisión del parque.

—No. Me refiero a quién enterró a Matt Olander. ¿Quién grabó la inscripción? En la guía turística dice que la tumba ya estaba aquí cuando volvieron los refugiados de Milenio después de la guerra.

—Lo sé.

—¿Quién grabó la inscripción? —Buscaba ansiosamente en la publicación—. Según la leyenda, fue el Ashiyyur.

—Realmente no sé demasiado del Ashiyyur, pero ¿por qué no? En las guerras han pasado cosas más extrañas que el homenaje de un pueblo a su enemigo.

Se reunió una pequeña multitud alrededor de la lápida. El vaho de su respiración era visible en el aire frío. Algunos tomaban fotos, otros hablaban deprisa y se movían de un lado a otro.

—Hace frío —dijo Chase cerrándose la chaqueta y activando los térmicos—. ¿Por qué no grabaron la inscripción en su propio lenguaje?

Diablos, no sabía por qué.

—¿Qué dice la guía?

—Dice que los expertos no se ponen de acuerdo.

—Magnífico. Eso sí que ayuda. Pero se me ocurre una explicación, al menos para el entierro.

—Adelante —me urgió.

—Trataban de evacuar ¿a cuánta gente?, ¿a veinte mil personas en una semana? Eso no puede hacerse si uno se queda en los detalles. Siempre hay alguien que no acata las órdenes. De cualquier modo, Olander se quedó y luego los encontró. Probablemente estuvo con ellos cuando murió durante el bombardeo. Tal vez hizo algo para ganarse su admiración, como dispararle a una nave muda con su arma manual o rescatar a un niño de un edificio en llamas. ¿Quién sabe? Lo que sea. Lo admiraban y por eso le hicieron un homenaje al morir, en el lenguaje correspondiente. —Miré la lápida—. Leisha Tanner sabía la verdad —comenté.

—Sí, supongo que sí. ¿Crees en tu teoría?

—No, no sé por qué, no suena bien. Ni tampoco la noción de que él no quería dejar la ciudad. Eso es muy poético, pero lo más probable es que no le hubieran hecho caso. Los dellacondanos salieron de aquí apenas unas horas antes del bombardeo. Escaparon por los pelos, así que no tenían tiempo de nada.

—Eso no explica por qué lo trataron de traidor.

Nos quedamos frente a la tumba y tratamos de imaginar qué podría haber sucedido.

—Me pregunto si en verdad hay alguien enterrado aquí. Tal vez la tumba esté vacía.

—No. Leí la guía, Alex. Y tomé fotos. Hay un cuerpo ahí dentro y los registros dentales muestran que es el de Olander.

—¿Dicen cómo murió?

—Aparentemente, no por la caída de plasma. Al parecer hay pruebas de que fue herido por el láser de un arma portátil pequeña, lo que hace verosímil la leyenda.

—¿Cuál…?

—La de que los mudos lo querían conservar vivo.

—Quizá fue capturado y luego lo ejecutaron.

—Eso —dijo Chase— es una posibilidad diferente, pero no es aceptada aquí.

—¿Por qué no?

—Porque no es muy heroica. La imagen que todos prefieren es la de Olander de pie sobre un techo con un pulsador en alto, rodeado de enemigos muertos, disparando hasta que los bastardos lo derriban. De cualquier modo, ¿cómo explicarías el monumento si él se hubiera rendido?

—Me imagino que eso también descarta el suicidio. Otra pregunta: si él permaneció aquí voluntariamente, ¿lo sabía su comandante? ¿O abandonó la nave sin permiso? Eso explicaría el enojo de Tanner.

—No creo que Christopher Sim le hubiera permitido a nadie quedarse a morir. No parece propio de él.

—¿Cómo lo sabes?

Me miró confundida.

—Estamos hablando de Christopher Sim, Alex. —Nos miramos fijamente, ella comenzó a sonreír, pero sacudió la cabeza—. No —dijo—, no lo creo.

—Ni yo. Creo que, si pudiéramos averiguar por qué Olander no partió con su nave, estaríamos en mejores condiciones de entender… —dudé.

—¿Qué? —interrumpió Chase.

—Qué se yo. Quizá Kindrel Lee sepa decírnoslo.

Alquilamos un deslizador en Richardson, lo dejamos en el hotel donde teníamos nuestras reservas y volamos a Punto Edward, que era una ciudad mediana, de cemento, piedra y vidrio, construida sobre un volcán apagado de la costa.

A primera vista era impactante. No había rutas ni senderos, ni tampoco parques que conectaran los niveles superiores. Punto Edward era una ciudad de estructuras individuales claramente divididas, sólida, con arcos en ángulos rectos, rampas y muchas estatuas.

El área central fue reconstruida después de la destrucción en 677, empleando el mismo estilo arquitectónico. La guía la denominaba «Toxícate Uniforme». Debe de haber sido interesante en su época, pero hoy resulta pesada y excesivamente sobria. Habían creado una ciudad baja, de agudas esquinas y carácter inmóvil. Era como vivir en una fortaleza.

Me preguntaba, mientras nos acomodábamos en el hotel, en qué medida esta arquitectura reflejaba la idiosincrasia de un pueblo que había podido escapar del fuego por los pelos.

Una hora después, desde la habitación de Chase, nos conectamos con la oficina de registros y estadísticas vitales. El empleado era una ia, caracterizado como un hombre mayor, con cabello gris, barba tupida y ojos azules muy amigables.

—Sería algo más fácil si usted tuviera el número de identidad —dijo.

—Lo siento —murmuré—. ¿Cuánta gente llamada Kindrel Lee puede haber habido en una población de veinte mil personas?

—Señor Benedict —replicó apuntando obsesivamente al teclado—, usted comprende, desde luego, que los registros se quemaron con la ciudad en 677. Tenemos muy poco de antes de esa fecha.

—Sí, pero ella, suponiendo que Kindrel fuera una mujer, estuvo aquí después del ataque; tiene que haber estado, si Tanner logró hablar con ella. Debe de haberse casado después de la fecha, o adscrito a alguna clase de institución, o tenido un cargo en el Gobierno. Algo tiene que haber.

—Sí —respondió con afabilidad—. Algo debe de haber. —Se concentró en su trabajo—. ¿Está seguro de que el nombre se escribe así?

—No, en realidad lo estoy probando.

—¿Sería factible que tuviera otro nombre al nacer?

—Sí.

—Usted me pide algo difícil, señor Benedict.

—Por favor, haga todo lo que pueda —le supliqué tratando de ofrecerle dinero. Lo rechazó. Reglas del Gobierno. Me sentí otra vez hastiado.

Chase se deslizó hacia el área marginal permitida por el proyector, mientras yo miraba las noticias del día en el monitor.

Había comenzado un período de recesión en la Tierra.

A lo largo de la Frontera, los ashiyyurenses y los confederados habían intercambiado disparos. Sin consecuencias para nuestro bando y probablemente para el de ellos tampoco.

—Y un día como hoy hace cuarenta años… —un retrato de un yate apareció en pantalla— el Andover, tratando de completar la vuelta al mundo, desapareció en los mares del sur…

—No —dijo el empleado repentinamente—. No hay registros.

—Tiene que haberlos —objeté—. Por lo menos, se tiene que haber muerto.

—Si ha sido así, señor Benedict —me respondió enseñándome sus blancos dientes—, ha sido fuera de Ilyanda.

—Tengo una idea —exclamé al volver al apartamento—. El Andover.

—Me parece que ya tenemos suficientes misterios, Alex. Además dudo de que el Andover tenga que ver con esto.

—Ya sé que no. Pero el vídeo que vimos tenía cuarenta años. ¿Cuánto tiempo hace que se establecieron las agencias de noticias locales?

Había dos listadas en la red local: Oceánico y Mega.

Ninguna llevaba funcionando más de medio siglo. Eso en años de Ilyanda, que son un cuarenta por ciento más largos que en casa, pero aun así, no era suficiente.

—No importa la variación —nos dijo un comunicador en Mega—. Todos usamos bases de datos centralizadas. Tenemos acceso a registros que van hasta trescientos años atrás.

Nos vinculamos con Datalink, un centro de proceso de datos. Nos dio lo que queríamos: acceso a la historia de Ilyanda, desde una perspectiva contemporánea.

Chase activó un terminal y marcó «Lee, Kindrel».

Respuesta: «Sin entrada».

Invirtió los nombres: «Kindrel, Lee».

«Sin entrada.»

Intentamos de otras formas sin suerte.

—¿Y ahora? —preguntó Chase.

—Olander. —Tecleó el nombre.

«¿Quiere ver un índice o doy paso a las entradas?»

—Entradas —respondí.

«¿En alguna secuencia particular?»

—Cronológica, desde la más reciente.

«Un hombre de Clark representa a Olander en la procesión de primavera.»

—No creo que sea esto —sugirió Chase, tocando el teclado.

«Matt Olander sigue siendo un nombre popular para los niños.»

«Olander podría haber nacido en Nueva York.»

«Análisis médico: Olander habría estado en agonía cuando llegó el Ashiyyur.»

Las historias se amontonaban. Literalmente había docenas de ellas.

«La academia Olander, acusada de la muerte de un niño.»

«Stanton anuncia su línea de moda Olander.»

«Matt Olander como analista de sistemas: un hombre adelantado a su época, dicen los expertos.»

Empecé a trabajar con el material mientras Chase buscaba referencias de Leisha Tanner. Encontró una breve mención en la crítica a un libro de revista de sesenta años de antigüedad.

Lugartenientes de Sim —dijo—. ¿Has oído hablar de él antes?

—No, pero creo que tenemos que conseguirlo. Vamos a enviárselo a Jacob.

Ella negó con la cabeza.

—No está disponible. Las copias disponibles más a mano están, según se cree, en Penthume.

—¿Dónde?

—Lejos. Era el mundo natal del autor. Tal vez eso no importe. El entrevistador dice que todo está equivocado y que el libro no merece la pena. ¿Qué tal te va a ti?

Miraba el ordenador por encima de mi hombro. Le pedí otro dato: «Matt Olander testifica ante el comité de defensa».

Supongo que Chase no tenía ganas de broma: este Matt Olander era un experto en asuntos hiperespaciales.

El segundo día ampliamos la búsqueda.

Ya tarde nos encontramos con una curiosa entrada, con fecha de doce años antes:

«¿Provocó Sim el ataque a Ilyanda?»

El narrador argumentaba que los dellacondanos habían planeado una trampa en Ilyanda, pero que media docena de cruceros de batalla, enviados por la Tierra, se retiraron en el último momento.

Había otras historias terribles, especialmente de los servicios menos fiables, especializados en sensacionalismo.

«Olander puede haber sido mujer», y «Olander visto vivo en Toxicón veinte años después de la guerra».

Al final de todo esto, seguíamos sin nada.

El arma de plasma que cayó en Punto Edward durante un atardecer de otoño (la fecha exacta no se conoce) en 677 quemó la base rocosa en que descansa la ciudad, destruyó bosques cercanos a Richardson y arrasó la ciudad dejándola en ruinas.

El hecho de que Punto Edward estuviera desierto para la fecha del ataque, y que no hubiera forma de que los alienígenas supieran que lo estaba, dejaba al acto como el más irritante de la guerra. Demostró una furia y un desprecio por todas las cosas humanas que horrorizaron a todos los mundos hasta las fronteras.

Seguimos revisando listados interminables. De pronto rompí el silencio para decir:

—Tuvieron la gran suerte de ser pocos aquí; Ilyanda es relativamente pequeña. ¿Cuántos serán? Cinco, seis millones máximo. ¿Cuántos Lee puede haber?

—No muchos —acordó Chase.

—Hemos estado mirando los registros viejos. Busquemos un terminal. Había cincuenta y cinco registros en la red de Ilyanda de gente llamada Lee, Leigh, Lea o Li. Comenzamos a indagar.

Casi al instante encontramos a Endmar Lee.

Uno de sus parientes lo describió como el historiador de la familia y nos dio su dirección.

Era verdad. Cuando se dio cuenta de que compartíamos sus intereses, su entusiasmo no tuvo límites. Sacó holos de individuos vestidos como en la época de la Resistencia en Ilyanda: Henry Cortison Lee, que había sido propietario de un negocio de recuerdos en la terminal Richardson y que había visto en persona a Christopher Sim; Polmar Lee, que quería quedarse para defender su hogar contra el Ashiyyur, pero que fue drogado y evacuado por la fuerza.

—Y esta es Jina —dijo—. Era la sobrina de Kindrel. —Chase mostraba signos de impaciencia. La miré de reojo. Suspiró.

Endmar Lee era un hombre bajo, casi frágil, al que le sobraban carnes y palabras. Era joven, aunque le faltaban la energía y la seguridad de la juventud.

—Ah —exclamó por fin, proyectando un holo en el medio de la habitación—. Aquí está ella. Creemos que fue tomado antes de la guerra.

Era atractiva, huesuda y de hombros amplios, quizá ligeramente anodinos. Cabello oscuro largo.

No era el tipo de persona que se preocuparía por los asuntos de los demás.

—¿Qué sabe de ella? —le pregunté.

—No mucho —respondió Lee—. No creo que haya nada de particular en Kindrel. Lo pasó mal desde joven…

—¿Qué quiere decir?

—Su esposo murió al tercer año de casados. Un accidente naval o algo así. No sé los detalles; se perdieron. Después, al poco tiempo, empezó la guerra.

—A lo mejor eso la alivió un poco —acotó Chase—. Hizo que se concentrara en otras cosas.

Lee dudó.

—Sí. —La palabra se alargó, dejando algo sin decir.

—¿Volvió después de la guerra?

—Sí, con los demás.

—¿Le dice algo el nombre de Leisha Tanner?

Pensó un rato y negó con la cabeza.

—No les puedo decir que sí. ¿Tiene alguna conexión con Kindrel?

—No lo sabemos —dijo Chase—. ¿Se volvió a casar Kindrel?

—No —respondió—. O al menos no estaba casada cuando se fue de Ilyanda. Después perdimos su rastro. Pero a partir de entonces lo pasó mejor. El último holo que tenemos de ella… —dijo, al tiempo que trasteaba con los mandos del equipo— es este.

Se la veía de nuevo, ya un poco mayor, de pie junto a Jina, su sobrina de mediana edad. El parecido entre las dos era asombroso.

—Kindrel era un poquito salvaje, a mi entender. Tenía un yate y pasaba largas temporadas a bordo haciendo cruceros. A veces iba sola, a veces con amigos. Puede que tuviese algún problema con las drogas.

»Quería mucho a su sobrina. Jina murió cuatro años después de este holo, pero no se menciona que Kindrel asistiera al funeral. Eso fue en 707. Lo que sugiere que ya no estaba en Ilyanda para entonces, aunque sí sabemos que aún se encontraba aquí en 706. Esto precisa la fecha de partida.

—Sí —asentí. Pensando todo esto en tiempo estándar, decidí que Kindrel había dejado su mundo natal aproximadamente cuarenta años después del ataque—. ¿Cómo sabe que todavía estaba aquí en 706?

—Tenemos un documento fechado por ella.

—¿Qué documento?

—Un certificado médico —respondió, tal vez con demasiada celeridad.

—¿Tenía hijos?

—No, que yo sepa.

Chase estudió a la mujer del holo: Kindrel a una edad avanzada.

—Tiene razón —dijo dirigiéndose a Lee.

—¿Acerca de qué?

—Se nota que tenía dificultades.

Sí, pensé. Las tenía. No era simplemente que se hubiera hecho vieja, que su antigua exuberancia hubiera disminuido, sino que su expresión se había hecho distante, distraída, vaga.

Chase apoyó el mentón sobre los puños y se puso a estudiar la imagen.

—¿Cuál era su conexión con Matt Olander?

La expresión de Lee no cambió, pero hubo una reacción, un tic, un parpadeo, algo.

—No entiendo.

—Señor Lee. —Me incliné hacia delante y traté de adoptar una actitud inquisitiva—. Sabemos que Kindrel conocía a Matt Olander. ¿Por qué no nos habla de eso? —Él se hundió profundamente en su silla, exhaló un suspiro y fijó su atención en el holo. Yo traté de parecer cautivadoramente franco—. Estoy dispuesto a pagar por la información. —Mencioné una suma que me pareció generosa.

—¿Quién es usted, de todas formas? —me preguntó—. ¿Por qué se preocupa por estas cosas?

—Somos investigadores de la Universidad de Andiquar. Nos gustaría saber la verdad. Si le preocupa que se sepa algo privado, no se aflija. Le garantizamos discreción.

—Los investigadores no tienen tanto dinero —protestó—. ¿Qué es todo esto? —Por el modo en que preguntó, supe que él sabía lo que buscábamos.

—El dinero es de una beca del Gobierno. Si no está interesado, tenemos otras pistas.

—Dígame una.

—Me parece que estamos perdiendo el tiempo aquí, Alex —dijo Chase frunciendo el ceño.

—No. —Lee presionó el control del equipo y el holo desapareció—. Escuchen. ¿Quieren mi opinión acerca de lo sucedido? Se la doy gratis.

Esperamos.

—Olander murió tal como se dice; eso que ustedes persiguen es un engaño. —Respiró profundamente—. No hay nada oculto. —La mirada se le había endurecido y los ojos achicado.

—Puedo transferir los fondos ahora —repliqué—. ¿Qué quiere decir con que es un engaño?

—El dinero viene bien —comentó—, pero no es lo fundamental. No quiero que se burlen de mí.

—Nada de eso —dije.

—Les puedo decir que esto no me gusta y que no quiero que circule. ¿Me sigue?

—Sí —respondí—. Entiendo.

—Hay una carta de Kindrel. No debería mostrársela a nadie. Pero ya lo he hecho una vez, así que tal vez una vez más no importe. Pero mírenla aquí y no se lleven nada. Ni saquen copias. Si insisten en darme algo, que sea al contado; no quiero registros.

—De acuerdo —respondí.

—Porque —siguió—, si pasa algo, voy a negarlo, voy a negarlo todo.

Chase se le acercó y lo tomó del brazo.

—Está bien. No le vamos a causar problemas. —Me miró y volvió a mirar a Lee—. ¿Quién más vino a ver el documento?

—Un hombre alto, de piel y ojos oscuros. —Nos miró a ver si le reconocíamos—. Hace tres meses.

—¿Cómo se llamaba?

Volvió a su intercomunicador, le habló brevemente y alzó la vista de nuevo.

—Hugh Scott.