13

«La chusma es la democracia en su forma más pura.»

Atribuido a Christopher Sim,

Anales dellacondanos

Tenía la frente fresca. Algo la rozó. Una tela, una mano, algo. Escuché el ritmo de mi respiración. Me dio cierta sensación de vértigo cuando traté de moverme. Me había lastimado las costillas y el cuello. Una luz cegadora me abrió los párpados.

—Alex, ¿estás bien?

Era la voz de Chase. Lejana.

Corría el agua por una pileta.

—Hola —respondí, todavía sumido en la oscuridad.

Ella tomó en sus manos mi cabeza y apretó sus labios contra mi frente.

—¡Qué suerte que te hayas recuperado! —Yo me aproximé tratando de que repitiera el beso, pero ella se alejó sonriendo. Aunque sus ojos continuaron pegados a mí—. ¿Cómo te sientes?

—Terriblemente mal.

—No te rompiste ningún hueso. Tan solo estás un poco magullado. ¿Qué hacías allí?

—Averiguaba qué había pasado con las naves.

—¿Quieres que llame a un médico?

—No, estoy bien.

—Pero tendrías que dejar que te viera uno. Yo no soy experta en esto. Por lo que sé, podrías tener daños internos.

Levanté la vista para mirar sus ojos grises. No era Quinda Arin, pero en ese momento me alegraba verla.

—Estoy bien —dije—. ¿Cómo has venido?

—Jacob me ha llamado.

—¿Jacob?

—Me parece que ha sido una buena ocurrencia —intervino Jacob.

—Notó que tenías problemas.

—Estabas rojo —explicó Jacob— y respirabas irregularmente.

—Así que él inspeccionó el equipo, se dio cuenta del desperfecto y te sacó de ahí.

Me alcanzó un vaso de agua.

—Gracias. —Bebí a grandes sorbos. Me dolía todo—. ¿Cómo sucedió?

—No lo sabemos bien; el simulador andaba mal.

Me reí en medio de espasmos.

—Alex —dijo Jacob—, miré todos los escenarios. Habría pasado lo mismo, sin importar cuál eligieras. Incluso Las Hilanderas. Si hubieras retomado la acción de Hrinwhar, habrías descubierto que el plan de deshacerse completamente del Ashiyyur tampoco funcionaba bien y que los dellacondanos fueron diezmados. Esas no son las mismas simulaciones que copiamos.

—El ladrón —exclamé.

—Sí —observó Jacob.

Aún trataba de incorporarme, pero Chase me hizo recostar.

—Quizá esto explique por qué desparramaron los papeles y robaron el libro.

—No veo la relación.

—¿Qué pasó con los papeles? —preguntó Chase, que parecía no haber oído bien.

—Ayer entró un ladrón que hizo algunas cosas extrañas en las habitaciones y robó una colección de Walford Candles.

—Fue una maniobra de distracción —dijo ella—. Para ocultar la verdadera razón por la que entraron. Hay alguien que quiere que estés muerto.

—No estoy de acuerdo —protestó Jacob—. Yo destruí el simulador tan pronto como me percaté de la situación. Pero si no lo hubiera hecho, el programa habría actuado para rescatarte rápidamente. Así sucede con todos los simuladores. No hubo intento de asesinato.

—A lo mejor trataban de asustarte, Alex —opinó Chase.

Y lo habían conseguido. Me di cuenta, por el modo en que me miraba, de que ella sabía tan bien como yo lo que me pasaba.

—Esto está relacionado con Gabe.

—Sin duda —acotó Jacob.

Yo estaba preguntándome cómo salir airoso de esta situación para que Chase no me considerara un cobarde.

—Nada de esto merece asumir el riesgo de ser asesinado —dije.

Jacob permanecía en silencio.

—Es lo más seguro. —Chase asintió después de un largo intervalo. Parecía decepcionada.

—Bueno, ¿qué quieres que haga? —pregunté—. Ni siquiera sé quiénes son los hijos de puta. ¿Cómo puedo protegerme de ellos?

—No puedes.

Todo quedó en silencio después de eso.

Chase se puso a mirar por la ventana y yo me llevé la mano a la cabeza tratando de parecer agobiado.

—Es una lástima que esos bastardos se salgan con la suya —comentó ella.

—Alguien —agregó Jacob— debe de pensar que estás sobre la pista correcta. —Sonaba un poco reprensor.

—¿Alguien sabe algo de esto? —pregunté señalando el cristal donde estaban cargados los simuladores—. ¿Cómo se reprograma uno de esos escenarios? ¿Qué clase de experiencia hay que tener?

—Moderada, creo —respondió Jacob—. No solo se necesita reescribir el programa básico sino también efectuar una disyunción que bloquee el paquete primario de respuestas del monitor, que apunta a garantizar la seguridad del participante. Y sería también necesario desconectar una serie de sistemas de precaución grabados. Un equipo casero apropiado podría hacerlo.

—¿Tú podrías?

—Oh, sí, con bastante facilidad.

—De modo que alguien, probablemente de la biblioteca, supo qué escenarios habíamos copiado. Después adquirió un equipo de duplicación, lo reprogramó en este cristal y lo sustituyó.

Chase cruzó las piernas y mantuvo los ojos entornados.

—Podríamos investigar en la biblioteca y averiguar quién más está interesado en esta clase de escenarios. Nadie tendría por qué enterarse.

—No es mala idea —agregué yo.

—Yo me he adelantado, Alex. Un conjunto idéntico de escenarios fue solicitado hace dos días.

—Bueno —dije yo malhumorado—. ¿Por quién?

—El registro decía que por Gabriel Benedict.

A la mañana siguiente, Jacob me comentó que había estado leyendo sobre Wally Candles, y que había encontrado cierta información durante la noche.

—Él escribía los prólogos de todos sus libros. ¿Lo sabías?

—Tenemos, o teníamos, los cinco libros aquí —observé. —No recuerdo ningún prólogo.

—Eso se debe a que son extremadamente largos, casi tanto como los mismos libros, por lo que nunca se los incluye con los propios volúmenes. Pero fueron compilados y anotados por Armand Jeffries, un estudioso de Candles.

Disfrutaba en ese momento de la tibieza de las vendas termales de mis costillas.

—¿Qué es lo que has encontrado? —pregunté.

—Me crucé con la descripción que había de la reacción en Khaja Luan después de la ocupación de la Ciudad del Peñasco. Hay un retrato interesante de Leisha Tanner en acción. Se ve que era una mujer de gran coraje.

—¿Qué quieres decir?

—¿Recuerdas que ella menciona las multitudes? Aparentemente ella no fue una mera espectadora. Tengo el material dispuesto, si quieres verlo.

—Por favor.

—¿En pantalla?

—Léemelo, Jacob.

—Sí. —Hizo una pausa—. Hay bastante sobre la situación política.

—Eso lo veremos luego. ¿Qué dice de Tanner?

—La noche después de que se enteraran de que la Ciudad del Peñasco había sido tomada, Candles estaba observando una manifestación intervencionista en el campus, a una prudencial distancia.

Usaban el pórtico de enfrente del comedor como escenario. Siete u ocho personas estaban sentadas en ese lugar, todas se sentían ultrajadas y todas se preparaban a conciencia para hacer rodar cabezas en nombre de una causa justa. Marish Camandero hablaba. Es la jefa del departamento de Sociología. Es atractiva, de buena constitución, inteligente. La persona indicada para enseñar sociología.

Había unos doscientos manifestantes reunidos en la plaza. Eran ruidosos y activos. Habían traído su propia música, que era esencialmente estruendosa y chillona, y se empujaban sin cesar unos a otros. Hubo algunas peleas. Un joven parecía tratar de copular con un cerezo. Había botellas tiradas por todas partes.

Camandero estaba arengando sobre el tema de los mudos. La multitud estaba bastante enardecida.

En medio de esto, llegó Leisha. Se había dejado el sentido común en casa. Llegó junto a la retaguardia de esa multitud justo en el momento en que Camandero hacía el comentario de que la historia está repleta de los cadáveres de quienes no habían querido o no habían podido pelear.

La multitud lanzó un gruñido de aprobación.

Ella continuó en esa línea. Hablando de cómo la gente escondía la cabeza en la arena esperando que los mudos se fueran por arte de magia.

—Ahora es el momento —dijo— de unirnos a Christopher Sim.

Ellos repitieron el nombre y lo corearon; indefensa multitud cuyo mundo poseía poco más que un par de lanchas cañoneras.

Alguien reconoció a Leisha y gritó su nombre. Eso atrajo la atención de todos y el ruido se apaciguó. Camandero la miró directamente. Leisha, de pie junto a la multitud, sonreía de manera extraña. Camandero señaló en dirección a Leisha.

—La doctora Tanner entiende a los mudos mejor que nosotros —anunció con afabilidad burlona—. Ella ha defendido a sus amigos en público en otras ocasiones. Creo que aseguró hace menos de un año que nunca llegaría este día. Tal vez le gustaría decirnos que no tenemos nada que temer, ahora que ha caído la Ciudad del Peñasco.

El gentío todavía no la había localizado. Era su oportunidad: podría salir de allí, pero en cambio se quedó firme donde estaba. Era peligrosísimo lo que hacía: afrontar sola ese horrible sentimiento colectivo. Un contable enérgico los habría convencido de incendiar el Capitolio.

Leisha miró a Camandero, observó a su alrededor con cierta compasión, se encogió de hombros y caminó con paso firme hacia el pórtico. Creo que fue menos el acto mismo que su determinación lo que me estremeció. Aunque la multitud se apartaba a su paso, alguien arrojó una botella de cerveza en dirección suya.

Camandero levantó sus brazos en un gesto pacífico, solicitando a los espectadores calma y generosidad, aun con aquellos faltos de coraje.

Leisha caminaba con aristocrático desdén, digno de ver, pero daba algo de miedo. Subió los escalones que llevaban a la plataforma y se puso frente a frente con Camandero. Se hizo un silencio profundo.

Pude oír voces en el viento y el ruido de tránsito más lejos. Camandero era con mucho la más alta de las dos. Se miraron cara a cara. Entonces Camandero desenganchó el micrófono que tenía en el cuello y lo sostuvo en la mano de tal modo que Leisha debía estirarse para tomarlo.

El acto rompió cualquier ligazón física que las hubiera conectado.

—Estoy de acuerdo —dijo Leisha de modo claro y sorprendentemente amigable— en que estos son tiempos peligrosos. —Sonrió con dulzura y se dirigió a la audiencia. Camandero dejó caer el micrófono sobre la plataforma. Luego abandonó el escenario y pasó entre la multitud hasta llegar a la plaza. El micrófono quedó donde había caído. Leisha se adelantó—. La guerra está muy cerca —prosiguió—. Todavía no somos parte de ella, pero ha llegado el momento inevitable. —Se escucharon esporádicos hurras, que enseguida se apagaron—. Esta noche la ciudad se halla repleta de reuniones como la de aquí. Deberíamos detenernos a pensar… —Se escuchó una detonación en algún lugar y se oyeron más hurras—. A pensar en lo que significa la guerra. Hay fuera otras especies similares a la nuestra… —Eso produjo una reacción. Una persona gritó que no había nada en el universo que pudiera compararse a ellos; otros dijeron que los demás eran salvajes. Leisha, de pie, en silencio, esperaba para continuar. Cuando se callaron, habló con frialdad—. Piensan.

La multitud reaccionó de nuevo. Yo miraba alrededor buscando ayuda y preguntándome qué pasaría si ellos la sacaban de allí.

—Tienen un sistema ético —continuó ella—, ¡tienen universidades donde los estudiantes se reúnen en asambleas como esta y claman venganza sobre nosotros!

—¡Hoy se han vengado! —gritó alguien, y el aire se llenó de amenazas contra el Ashiyyur, contra las universidades y contra Leisha.

—Sí. —Leisha estaba visiblemente deprimida—. Supongo que sí. Perdimos unas pocas naves con sus tripulaciones. Sé que los mudos dispararon a alguna gente en tierra. Y ahora, por nuestra parte, no tenemos más remedio que derramar sangre.

La multitud elevó las antorchas.

—¡Zorra! —gritó alguien.

—¡Muy bien!

—Ya ha muerto un montón de gente. ¿Qué pasa con ellos?

Yo sabía la respuesta. Ya la había escuchado: «No le debemos nada a los muertos. Ellos no sabrán si nosotros permanecemos o no, si honramos o no sus nombres o si los olvidamos». Pero fue lo suficientemente prudente como para no decirlo.

—Todavía hay tiempo —dijo— para detener todo esto si realmente queremos hacerlo. O, si no, al menos podemos permanecer al margen. ¿Por qué la Resistencia no obtiene ayuda de Rimway? ¿O de Toxicón? ¡Esos son los sistemas que tienen flotas de combate! Si el Ashiyyur quiere de verdad asustarnos, ¿por qué no viene?

—Yo te voy a decir por qué no nos apoyan —tronó un hombre grueso que estaba haciendo el doctorado en literatura clásica—. Ellos quieren un compromiso real por nuestra parte. Nosotros estamos dentro del área de combate y, si no nos ayudamos a nosotros mismos, ¿por qué iban a arriesgar ellos a su gente?

La multitud lo secundó ruidosamente.

—Podrías tener razón —reconoció Leisha—. Pero la verdad lisa y llana es que Rimway y Toxicón desconfían mutuamente uno del otro mucho más que del Ashiyyur.

Yo me había acercado. No creo haber estado nunca más muerto de miedo que en esos momentos. Aunque había localizado alguna gente de seguridad entre el gentío, si esa muchedumbre se movía según su instinto, no había nada que hacer.

—Si verdaderamente quieren comprometerse en esta guerra —continuó Leisha—, deben saber a quién van a enfrentarse. Según lo que sé, Khaja Luan tiene un solo destructor. —Extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Esto es, compañeros, un destructor. Hay tres o cuatro fragatas que no combaten desde hace un siglo. Y hay unos pocos transbordadores, pero tendrán que pelear con piedras, ya que no cuentan con armamento. Como no tenemos posibilidad de fabricar buques de guerra, habrá que comprárselos a alguien. Vamos a tener que implementar un impuesto adicional hasta el final de la legislatura. Y vamos a tener que eliminar el presupuesto educativo. —Hizo una pausa y contempló al grupo de gente sentada detrás de ella. El más prominente de todos era Myron Marcusi, del departamento de Filosofía—. Estoy segura —dijo ella, sonriéndole furtivamente— de que el doctor Marcusi estará entre los primeros en apoyar todas las medidas que se tomen para recaudar dinero.

—¡Estupendo! —gritó alguien entre la muchedumbre.

Marcusi se puso en pie.

—No nos importa el dinero, doctora Tanner —aclaró, tratando de hablar fuerte sin lograrlo del todo—. Hay mucho más en juego que unas becas estudiantiles. Estamos hablando de vidas, y tal vez de la supervivencia humana, a menos que nos unamos contra el peligro común.

Finalizó con una especie de gruñido, pero fue aplaudido rabiosamente. Alguien comenzó a cantar, y otras voces se fueron agregando a la melodía. Leisha se quedó de pie observando, desolada. La canción crecía y llenaba la plaza. Era el antiguo himno de batalla de la Ciudad del Peñasco. El Cóndor-ni.

Pasé los días siguientes en contacto con los archivos y las bibliotecas universitarias, buscando cualquier información disponible sobre Tanner. Por la noche, leía los libros de Rashim Machesney. Concerté una cena con Quinda y disfruté mucho. Por primera vez no pasamos la noche discutiendo acerca de la Resistencia. Varias noches después de mi paseo en el Kudasai, Chase me llamó para contarme que había encontrado algo. No podía decirme lo que era, pero parecía entusiasmada. No eran exactamente buenas noticias: yo tenía la secreta esperanza de ir a parar a un callejón sin salida para poder abandonar con la conciencia tranquila. Llegó una hora después trayendo un cristal; se la veía inmensamente complacida consigo misma.

—Aquí tengo —dijo sosteniendo el cristal— las cartas compiladas de Walford Candles.

—Es una broma.

—Hola, Chase —saludó Jacob—. La cena estará lista en media hora. ¿Cómo te gusta el bistec?

—Hola, Jacob. Vuelta y vuelta.

—Muy bien. Me alegro de volver a verte. Estoy ansioso por examinar lo que has traído.

—Gracias. He estado conversando con gente de los departamentos y bibliotecas de literatura de todo el continente. Esto estaba en los archivos de una pequeña escuela de Masakan. Fue compilado en el lugar, pero el editor murió y nadie lo publicó formalmente. Incluye un holo de Leisha Tanner enviado desde Milenio.

Milenio: la última entrada en las Notas de Tanner.

Inserté el cristal en el lector de Jacob y me senté. Se oscureció la sala y se formó la imagen de Tanner. Vestía una blusa fina y pantalones cortos. Era obvio que estaba en un lugar cálido.

—Wally —dijo ella—, tengo malas noticias. —Su mirada denotaba preocupación; parecía aterrada. La mujer que se había mantenido de pie en medio de la multitud de Khaja Luan estaba ahora casi abatida—. Teníamos razón: Matt estuvo aquí después de la pérdida del Straczynski. Pero los dellacondanos están tratando de ocultarlo. He hablado a un par de personas que lo conocieron, y ninguna de ellas quiere hablar de él; o, si lo hacen, mienten. No les gusta, Wally, pero dicen que sí. Estuve hablando con una especialista en ordenadores, una mujer cuyo nombre es Monlin o Mollin o algo así. Cuando pude captarla, ya había bebido demasiado. Para entonces yo ya sabía que no debía sacar el tema de Matt directamente porque, cuando lo hacía, todo el mundo fingía no saber nada. De modo que llevé poco a poco la conversación con Monlin hacia un amigo común que ambas teníamos y que me la había mencionado alguna vez. Ella se mostró interesada pero, cuando nombré a Matt, perdió toda su compostura y se puso tan mal que rompió el vaso y se cortó la mano. Gritó, literalmente, que era un traidor y un hijo de puta y que ella misma lo hubiera matado con mucho gusto de haber podido. Nunca había visto una reacción así. Entonces, de pronto, como si alguien hubiera tocado un botón, ella enmudeció.

»A la mañana siguiente, desayunamos juntas. Me dijo que el alcohol le había hecho decir despropósitos. Dijo que le gustaba Matt, pero que en realidad no lo conocía demasiado. Que sentía lo de su muerte, etcétera. Esa noche se fue. Uno de los oficiales me dijo que había sido enviada a una misión temporal. No sabía adónde.

»Lo que me preocupa es esto: Matt no tenía facilidad para relacionarse. Pero tampoco se hacía odiar. Wally, esta gente lo desprecia. Su nombre despierta irritación. Esta gente, toda esta gente, desearía matarlo.

»Supongo que debería dejar esto y volver a casa. Estoy cansada de conversar con militares. Odian con facilidad. Pero, por Dios, quisiera saber la verdad. Nunca conocí a nadie más leal a Sim y a sus malditos dellacondanos que Matt Olander.

»Este lugar es un manicomio. Está saturado de refugiados de Ilyanda y resulta difícil acercarse a alguna de las instalaciones navales. He estado observando a esta gente, desplazada de sus hogares, asustada. ¿Sabías que el Ashiyyur bombardeó Punto Edward? ¿Cómo pueden haber sido tan tontos? No le diría esto a nadie más. A veces me pregunto si Sim no tendrá razón respecto a ellos. Es difícil, Wally, de verdad.

»He oído que Tarien va a dar mañana un discurso en la ciudad para dedicar un espacio de albergue para los ilyandanos. Voy a hacer un esfuerzo para hablarle allí. Quizá pueda persuadirlo de que examine el asunto de Matt.

»Te mantendré informado.

La imagen se desvaneció.

—¿Esto es todo?

—No hay otra transmisión —remarcó Jacob— en este cristal.

Chase debía de estar sentada con los ojos cerrados, escuchando.

—Es todo lo que hay —dijo—. La introducción indica que estaban previstos los volúmenes siguientes, pero que no se hicieron. El editor murió antes.

—Su nombre era Charles Parrini, de la Universidad de Mileta —informó Jacob—. Murió hace treinta años.

—Alguien podría haber terminado el proyecto.

—Tal vez —concedió Chase—. Pero, si así fue, nunca se publicó.

—No importa —observó Jacob—. Parrini debió de recoger la información de diversas fuentes. Encuéntralas y tendrás la respuesta.

La Universidad de Mileta estaba en Sequin, el más pequeño de los siete continentes de Rimway, en la ciudad desértica de Capuchai. Parrini había sido allí profesor emérito de literatura durante la mayor parte de su productiva vida. La biblioteca estaba repleta de sus libros: el hombre había sido extraordinariamente prolífico. Sus comentarios abarcaban todas las épocas literarias desde los babilonios. Había publicado varias ediciones de los grandes poetas y ensayistas (incluido Walford Candles). Pero mucho más interesante, había traducido varios textos de poesía y filosofía ashiyyurense. Chase y yo, trabajando desde el estudio de Gabe, pasamos una tarde entera y parte de la mañana siguiente repasando aquellos libros.

Hacia el mediodía del segundo día, Chase me llamó a su terminal.

—La Tulisofala de Parrini es interesante. He estado viendo los principios en su sistema ético: «Ama a tu enemigo. Devuelve bien por mal. La justicia y la misericordia son las piedras angulares de una vida correcta; la justicia porque lo demanda la naturaleza y la misericordia porque ennoblece el alma».

—Suena familiar.

—Tal vez haya una sola clase de sistema ético que funcione. Aunque parece no haber tenido mucho éxito entre los mudos.

—¿Era esto lo que querías mostrarme?

—No, un momento. —Volvió a la página anterior y me señaló la dedicatoria: «Para Leisha Tanner».

Ninguno de los bibliotecarios sabía nada de Parrini; para ellos ese nombre era simplemente un par de cristales en un salón de referencias y tres cajas de documentos en un área de archivos del tercer piso (o quizá cuatro cajas; no estaban seguros). A petición nuestra trasladaron las cajas hasta una habitación y nos mostraron el contenido. Encontramos informes de estudiantes, listas de graduación, archivos financieros que ya serían viejos cuando Parrini murió y facturas por compra de mobiliarios, obras de arte, libros, ropa, un deslizador, etcétera.

—Tiene que haber más —dijo Chase mientras descansábamos y comíamos algo—. No estamos buscando en el lugar adecuado. Parrini sencillamente no pudo haber acumulado el material para el primer volumen sin guardar a la vez una gran cantidad de material para los siguientes.

Estuve de acuerdo y sugerí que tal vez debiésemos comenzar por el departamento de Literatura.

Jacob tenía un código de transmisión listo para nosotros cuando terminamos de comer, así que nos conectamos con una oficina destartalada, con muebles ordinarios y dos jóvenes con cara de aburridos que bostezaban frente a sus viejas terminales, con los pies sobre el escritorio y los dedos entrelazados sobre la cabeza. Uno era extremadamente alto, casi de dos metros y medio. El otro era de estatura normal, de ojos claros, que transmitían confianza, y el cabello color paja. Un monitor revisaba bloques de texto, pero nadie le prestaba atención.

—¿Sí? —inquirió el más bajo, enderezándose un poco—. ¿Puedo servirle en algo? —En realidad se dirigió a Chase.

—Estamos realizando una investigación sobre Charles Parrini —le respondió ella—. Nos interesa particularmente su obra sobre Walford Candles.

—Parrini es un plomo —sentenció el otro sin moverse—. El estudio de Schambly sobre Candles es mucho mejor; o el de Koestler. Diablos, cualquiera menos Parrini.

El que había hablado primero se presentó.

—Korman. Mi nombre es Jack. Él es Thaxter.

Thaxter apenas movió los labios.

—¿Qué necesita? —preguntó, siempre hablando con Chase. Sus ojos recorrían con avidez la anatomía de Chase. Parecía complacido.

—¿Está familiarizado —quise saber yo— con su traducción de Tulisofala? ¿Por qué se la dedicó a Leisha Tanner?

Korman sonrió, aparentemente impresionado.

—Porque —dijo mirando por primera vez en mi dirección— ella hizo el primer esfuerzo serio para traducir la literatura ashiyyurense. Nadie la lee ya ahora, desde luego, pero se reconoce su carácter de precursora.

Chase asintió lo más académicamente que pudo.

—¿Ha leído usted su libro sobre Wally Candles? —preguntó con una dicción un poquito más enfática de lo habitual—. ¿Las Cartas?

Thaxter introdujo el pie en un cajón abierto y lo fue empujando hacia delante y hacia atrás.

—He oído hablar de él —afirmó.

—Se iban a hacer volúmenes adicionales. ¿Se completaron alguna vez?

—Según tengo entendido —dijo Thaxter—, murió a la mitad del proyecto.

—Es cierto. —Chase los miró alternativamente a los dos—. ¿Nadie terminó lo que él había comenzado?

—Creo que no. —Thaxter dejó caer las palabras de modo tal que sugerían que no tenía la menor idea. Intentó sonreír, obtuvo una respuesta alentadora de Chase y consultó su ordenador—. No —añadió después de unos momentos—. Solo un volumen. Nada más.

—Doctor Thaxter —pregunté otorgándole un título que dudo que tuviera—, ¿qué puede haber pasado con los archivos de Parrini después de su muerte?

—Habría que averiguarlo.

—¿Usted podría? —inquirió Chase—. Sería muy útil.

Thaxter se estiró como para enderezarse.

—Bueno, creo que sí. ¿Dónde puedo encontrarla? —Parecía hablarle exclusivamente al cuerpo de Chase.

—¿Podría tener alguna respuesta esta noche?

—Posiblemente.

—Volveré —dijo Chase sonriendo.

A su muerte, los archivos de Charles Parrini pasaron a manos de Adrian Monck, su asiduo colaborador. Entre otros proyectos, Monck iba a completar el segundo y el tercer volumen de las Cartas de Candles. Pero estaba trabajando en la hoy olvidada histórica Maurina, un relato épico de la era de la Resistencia a través de los ojos de la joven esposa de Sim. No vivió para completar ninguna de las dos obras. Su hija finalizó Maurina. Los papeles de Parrini fueron donados por su heredera a la biblioteca de la Universidad de Monte Tabor, donde Monck había pasado su etapa de pregraduado.

Monte Tabor está situado en las afueras de Bellwether, una ciudad relativamente pequeña en el hemisferio sur, a ocho husos horarios. El nombre de la universidad parece una broma, pues la universidad se ubica en un lugar completamente llano. La institución está afiliada a la Iglesia. «Monte Tabor» es una referencia bíblica.

Momentos después de que Chase terminara su charla con Thaxter, nos presentamos a la ia que custodiaba la biblioteca de la universidad durante las horas de cierre. (Era justo antes del amanecer en Bellwether.) No había registro de materiales en curso de publicación bajo los nombres de Monck o Parrini.

Por la mañana, volvimos apenas abrieron. El joven asistente al que nos aproximamos con nuestras preguntas revisó sus bases de datos y sacudió la cabeza después de cada entrada. Ningún Monck. Ningún Parrini. Lo lamentaba. Habría querido ayudar. Exactamente lo mismo que nos dijo la ia; ¡y yo que creía que sería más fácil tener que vérselas con los humanos!

Insistimos en que tenía que estar en alguna parte. El joven suspiró y nos envió a una mujer de tez morena que era más alta aún que Chase. Era fornida, de cabello negro y modales abruptos, como dando a entender que no tenía tiempo para perder.

—Si llega algo —nos dijo perentoriamente—, enseguida nos pondremos en contacto con ustedes. Por favor, dejen su código en el escritorio —agregó, mientras se marchaba.

—Si ahora no están —dije yo—, no van a llegar. Los papeles de Parrini fueron donados a este centro hace ya más de veinte años.

Se detuvo.

—Ya veo. Bueno, eso fue antes de que yo llegara aquí. Obviamente no están. Tiene que entender que recibimos muchas donaciones como la que usted dice. Casi siempre son materiales inútiles para los herederos. Sin embargo, nosotros somos bastante cuidadosos con los materiales que recibimos. Quizá desee consultar la biblioteca de la Fundación.

—Le estaría eternamente agradecido si pudiera ayudarnos —persistí—. Y estoy dispuesto a pagar el tiempo que me dedique. —Nunca antes había tratado de sobornar a nadie; me sentía un delincuente. Me las arreglé para mirar de soslayo a Chase, quien apenas podía mantener una expresión serena.

—Me gustaría recibir su dinero, señor Benedict, pero usted no ganaría nada con eso. No está en el inventario; no lo tenemos, es así de simple.

Me pregunté en voz alta si no sería un motivo de enojo para la dirección de la Universidad de Monte Tabor saber que la herencia de Charles Parrini había sido tratada tan groseramente por sus bibliotecarios. Ella me respondió que iniciara cualquier acción que considerara apropiada.

—Fin de la comunicación, me parece —le dije a Chase cuando volvimos al estudio. Ella asintió. Nos levantamos de las sillas donde habíamos permanecido durante la mayor parte de los días anteriores. Hacía rato que había pasado la medianoche.

—Vamos a tomar aire fresco —invitó presionándose las sienes con la punta de los dedos.

Afuera, paseamos sin optimismo por uno de los senderos del bosque.

—Me parece que es hora de terminar con todo este asunto —comenté.

Se me adelantó un poco sin decir nada. El aire de la noche me invadía con su frescura y me hacía sentir bien. Caminamos una media hora. Ella parecía preocupada, mientras mi convicción de que todo había terminado cedía paso gradualmente a la conciencia de la presencia física de la esbelta Chase.

—Yo sé que esto te resulta muy frustrante —me espetó de pronto.

—Sí. —Sus ojos y los míos estaban a la misma altura. Yo era consciente de eso en aquel instante—. Me habría gustado obtener algunas respuestas —dije, sin ningún tipo de inhibición.

—También habría sido bueno capturar al que te está jugando estas malas pasadas.

—Eso también. —Y tanto.

Traté de acallar mi conciencia admitiendo que me alegraba volcar mi mente en otra cosa. Continué refiriéndome a mi responsabilidad para con la fortuna de Gabe, algunos problemas personales y mil cosas más. Todo mentiras, pero no importaba. De todas formas, Chase no me estaba oyendo.

—Se me ocurre algo —manifestó, interrumpiendo sin ningún miramiento mi retórica—. Sabemos que los documentos fueron donados por la hija de Monck. La donación de haber sido catalogada bajo el nombre de ella, que no necesariamente sería Monck. El problema podría estar en que no dimos bien la referencia en la biblioteca.

Tenía razón.

Los materiales, igual que los documentos de Mileta, estaban empaquetados en un contenedor plástico en una sala de archivos.

La bibliotecaria de tez morena arguyó que los materiales no se hallaban disponibles para consultas públicas. Pero nos los cedió rápidamente cuando volví a amenazar con hablar con sus superiores, esta vez ofreciendo una detallada acusación.

Dispusieron los materiales en dos mesas, en una sala de visita. El joven empleado que habíamos encontrado el día anterior recibió el encargo de ayudarnos a cargar unidades de almacenamiento de datos, poner los materiales a la luz, dar vuelta a las páginas y varias otras tareas físicas que el cabezal de proyección no puede realizar por sí solo. Era muy responsable y paciente haciendo ese trabajo, pero enseguida debió de tornársele tedioso; lo contrario que a su supervisora. Además, creo que estaba fascinado con Chase.

Pasamos dos días revisando el material. Una porción sustancial era correspondencia remitida por Candles o que le había sido enviada. Estaba en cristales, en cilindros y fibras de varios tipos de los que ya no se utilizan, en sistemas de memoria, en bloques de hojas y en papel.

—Va a ser un problema —dijo Chase—. No vamos a poder leer todo esto. ¿Dónde vamos a encontrar un lector que acepte una antigualla así?

—Sostuvo ante la luz un cubo—. Ni siquiera estoy segura de que esto sea una unidad de almacenamiento.

—La universidad tendrá equipo —insinué, dirigiendo el comentario al joven, que asintió vigorosamente.

—Tenemos adaptados los lectores para la mayoría de los sistemas —afirmó.

Con toda honestidad, debo confesar que era extremadamente difícil revisar esas cartas. En tanto la reputación de Candles crecía, su correspondencia no se limitaba solo a sus amigos. Parrini había encontrado comunicaciones con ambos hermanos Sim, con la mayoría de las figuras relevantes del período, con hombres de estado y militares, con fabricantes de armas y reformadores sociales, con teólogos y con víctimas. Había incluso una descripción de una ceremonia de graduación en Khaja Luan, en la cual Tarien Sim intervino como orador. En circunstancias normales, habría estado solo en el estrado, pero en este caso tuvo que compartirlo con un delegado del Ashiyyur. ¿Y quién era la intérprete? ¡Leisha Tanner!

—A esa mujer —comentó Chase—, le gustaba jugar con fuego.

Candles relataba el suceso a un remitente desconocido. Estaba fechado unas semanas antes de la caída de la Ciudad del Peñasco. Candles comenta:

«Si la pasión por las ceremonias significa algo, nuestras dos culturas pueden ser más semejantes de lo que nos atrevemos a admitir. Ambos reverenciamos acontecimientos similares, como muertes y nacimientos y también, por qué no, sucesos deportivos, exposiciones de arte, hechos políticos y la nueva ceremonia compartida: la guerra.

Así que, pese a todo, la figura encapuchada y vestida con túnica del embajador, situada en un asiento aparte de los dignatarios de este desfile, no estaba en el fondo fuera de lugar. Permanecía en silencio, con su túnica doblada de un modo que sugería que sus miembros anteriores estaban situados en su seno. No se veía el rostro bajo la capucha, ni siquiera en esa tarde de sol; se tenía la sensación de estar contemplando un túnel oscuro.

Leisha, que sabe de estas cosas, me había dicho que era una experiencia extrema para el embajador. En primer término, estaba en peligro físico, ya que las fuerzas de seguridad que controlaban el encuentro no podían protegerlo efectivamente de un asesino determinado a matarlo; además, parecía sufrir de opresión psicológica inducida por el gran número de personas. Supongo que me habría sentido del mismo modo si todos los presentes evidenciaran su deseo de que yo estuviera muerto.

Había una considerable cantidad de declaraciones oficiales acerca de los logros académicos y los brillantes porvenires. Yo me preguntaba cuánto duraría el autocontrol del embajador, tan callado y erguido entre nosotros.

Me sentía incómodo en su presencia. De hecho, con toda honestidad, debo admitir que no me agradaba tal personaje y que habría estado encantado de que se fuera. No sé por qué. No tenía nada que ver con la guerra; no creo. Sospecho que nunca nos vamos a sentir bien del todo al enfrentarnos con la inteligencia encerrada en una configuración física que nos resulta exótica. Me pregunto si esta no es la base real de nuestra reacción ante los alienígenas, más que el sentido de intrusión al que habitualmente la atribuimos.

La universidad le pidió a Leisha que actuara como intérprete. Eso quería decir que tenía que leer el discurso del extranjero. Todos los que la conocían le aconsejaron que no lo hiciera. Algunas personas pensaron que esa conducta se asociaría a la traición, y que de persistir Leisha en ello, lo pagaría caro. Algunas veces olvidamos quién es el enemigo.

Me gustaría decirte que la amistad de los que la amenazaban de este modo no valía la pena. Sin embargo, Desgraciadamente, no era así. Cantor estaba entre ellos; también Lyn Quen. Y un joven al que Leisha amaba.

No importaba. Cuando llegó el momento, ella permaneció junto al embajador, tan fría y adorable como siempre. Es una mujer inquietante, Connie. Me gustaría ser más joven.

Tarien Sim estaba allí también, resplandeciente entre los notables. Había llegado a ser una persona de tan increíble dimensión política que nadie podía esperar otra cosa que verse apabullado por su presencia física. Hay un sentimiento de grandeza que lo rodea que es palpable. Los rayos de luz anidaban en sus ojos. Creo que me entiendes.

El tiempo programado tenía que ver con la aparición del embajador. El Ashiyyur quería igualdad de tiempo. Pero yo sabía que era un error. El contraste entre Tarien, con su figura paternal, su barba rojiza y su voz inspiradora de revoluciones, y aquella figura silenciosa, ominosa, dura, no podía evitarse.

Había más de cuatrocientos graduados, contando los que recibían títulos superiores. Estaban sentados en fila a lo largo del Campo Morien, donde los estudiantes habían escuchado alocuciones durante más de cuatro siglos. Detrás de ellos, una multitud de espectadores (muchos más de los que yo había visto en todos estos años) invadía las áreas para sentarse y llegaba a los campos de atletismo. Había un impresionante despliegue de prensa y un escuadrón de seguridad junto con agentes de la propia universidad, reforzados por la policía de la ciudad y varias docenas de agentes de un cuerpo u otro, fáciles de distinguir por sus ojos, entrecerrados con sospecha.

Era una tarde movida. Todos esperaban que algo sucediera, estaban ansiosos por ver cuándo sería y tal vez un poco asustados por verse involucrados.

Los oradores estudiantiles dijeron lo que siempre dicen los estudiantes en estas ocasiones. Sus discursos recibieron aplausos de cortesía. Entonces el presidente Hendrik se levantó para presentar a Sim. Entiendo que hubo una especie de disputa entre la universidad y el Gobierno por el orden de los oradores. Hendrik quería darle la palabra final a Sim, para mostrar públicamente que él, al igual que la multitud, desaprobaba la presencia del embajador. Pero el Gobierno insistió en que el dignatario extranjero debía recibir ese honor.

La multitud aguardaba expectante, mientras Hendrik elogiaba el valor y la habilidad de Sim en los difíciles tiempos que corrían. Después estallaron en un aplauso cerrado cuando Sim se puso de pie y se dirigió al podio. Les estrechó la mano a algunas personas importantes sin mirar siquiera al embajador y llevó a la multitud al delirio cuando dijo las palabras de costumbre en tales ceremonias.

—Las graduaciones tienen que ver con el futuro. Sería tentador hablar de los logros recientes, acerca de los serios esfuerzos para evitar la guerra, para unir a la familia humana, para garantizar la seguridad y prosperidad de todos. No obstante, estos han sido nuestros objetivos durante largo tiempo y han probado ser más esquivos de lo que creyeron los que los proclamaron.

Leisha permanecía impasible junto al embajador. Tenía la cara tensa, los miembros rígidos, los puños cerrados.

Yo no era el único que la observaba. Otros parecían fascinados por su presencia junto al embajador, como si eso tuviera algo de obsceno.

Ni siquiera yo escapaba de esa sensación. Por favor, nunca me lo recuerdes, que lo negaré.

—Desgraciadamente —continuó Tarien—, todavía hay mucho que hacer. Más de lo que mi generación puede proponerse conseguir. Mejor dicho, habréis alcanzado la victoria final cuando reconozcáis que no puede haber seguridad posible para nadie mientras no la haya para todos, ni paz antes de que aquellos que hacen la guerra entiendan que no es beneficiosa…

Bueno, podría repetir o parafrasear todo, Connie. Era buen orador. Si alguien podía unir a estos mundos discordantes en una Confederación era él. Habló de lugares remotos y del coraje y la responsabilidad que por medio de las naves se transmite a través de la galaxia.

—Al final —dijo—, no serán las armas de guerra las que decidan nuestro destino. Será el arma que ha destruido los gobiernos opresivos y los invasores ambiciosos desde siempre, desde que construimos la primera imprenta o tal vez grabamos unos pocos símbolos en la primera tablilla. Las ideas libres, los ideales de libertad, la cortesía de unos para con los otros.

»El tiempo está de nuestro lado. El enemigo con quien peleamos cree que puede amedrentarnos con sus naves de guerra. Pero no podrá contra el poder de una mente que piensa independientemente.

El aplauso se inició poco a poco para generalizarse en una ovación cerrada que recorrió todo el campo. Una de las graduadas permanecía de pie, con sus hermosos ojos negros brillantes. No estaba tan cerca como para comprobarlo, pero estoy seguro de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Varios se unieron a ella, hasta que todos se pusieron de pie.

Tarien pidió silencio nuevamente.

—Es mejor —prosiguió— que recordemos a los caídos, porque nos han legado un futuro mejor. Llegará un día en que todos nos unamos para celebrarlo, cuando la tarea esté cumplida, cuando el opresor haya sido derrotado.

Todos permanecieron de pie. La multitud semejaba un enorme animal palpitante. Tarien hizo una reverencia.

—Por mi hermano y por todos los que pelean en nuestro nombre, os doy las gracias.

Connie, ojalá hubieras estado allí. ¡Fue magnífico! Dudo que hubiera una sola persona en la plaza que no hubiera aceptado gustosa en ese momento un equipo de combate. Después de esa arenga, ¿qué otra cosa podía querer alguien que no fuera unirse a los dellacondanos?

Bueno, me imagino que te estarás riendo y pensando adónde querrá ir a parar Candles. Debe de estar haciéndose viejo. Pero este es uno de los momentos más críticos para la especie, y espero que, cuando volvamos sobre este asunto, yo pueda decir que he hecho alguna contribución.

Me daba lástima el embajador, un maniquí solitario enfrentando semejante avalancha.

Hendrik, desconcertado, asustado, se dirigió al centro del escenario. Todos estábamos inquietos, preguntándonos cómo iba a seguir la cosa.

—Honorables invitados —dijo con voz desmayada—. Miembros de la facultad, graduados, amigos de la universidad, nuestro próximo orador es el embajador ashiyyurense, M'Kan Keoltipess.

Lejos, casi en el horizonte, estaba aterrizando un deslizador; me pareció oír el ruido de sus frenos magnéticos.

El embajador se levantó, adusto. Estaba a todas luces incómodo, ya fuera por la gravedad (un poco mayor que la de Toxicón, de donde venía), ya fuera por la situación. No sé. Leisha se levantó y se puso de pie a su lado. Parecía al mismo tiempo desafiante y tranquila. Por lo visto, había estado todo este tiempo tratando de autocontrolarse. Y esto te va a gustar: desafiando a la multitud, le ofreció el brazo al embajador y lo guió hasta el estrado.

Este ocupó su lugar. De entre sus ropas salió un ruido como de huesos que crujían. Leisha sacó un bloc de hojas de su túnica. Era evidente que contenía el discurso que ella iba a leer. Pero el embajador le indicó que lo guardara. Me di cuenta de que estábamos viendo el truco típicamente humano de desechar el discurso preparado. Se quitó la capucha, levantó ambas manos y se quedó de pie iluminado por la luz brillante del sol.

Era anciano. Sus rasgos denotaban dolor. El animal que Tarien Sim había creado permanecía unido, y el alienígena dio un paso atrás.

El embajador extendió sus largos dedos resecos, enjutos, de articulaciones marcadas y piel dura y gris. Se movían al sol. Había algo en esos movimientos que me helaba la sangre.

Leisha le miró los dedos y asintió. Mi impresión era que ella dudaba si traducir o no sus primeras frases, pero obviamente el ashiyyurense insistió.

—El embajador da las gracias —dijo— y desea expresar que comprende lo difícil que es esta situación para mí. También señala que entiende nuestro enojo. —Las manos trazaban dibujos intrincados—. Quiero extender los saludos al presidente Hendrik, a los honorables invitados, a la facultad, a los graduados y a sus familias. Y especialmente… —se volvió hacia Tarien Sim, sentado a su derecha un poco alejado—, especialmente al gallardo representante de los rebeldes, un oponente al que preferiría llamar «amigo».

Hizo una pausa. Yo creí ver una auténtica expresión de pesar en su rostro.

—Les deseamos buena suerte a todos. En una ocasión como esta, cuando los jóvenes emprenden su camino para probar sus conocimientos y para fraguar sus vidas, nos sentimos particularmente afectados al darnos cuenta de que para ellos la sabiduría está aún en el futuro. No puedo evitar observar eso, sobre todo al considerar las condiciones bajo las cuales nos reunimos hoy, en que ambas especies afrontamos problemas similares.

La voz de Leisha, que había comenzado con un timbre demasiado alto y con ciertos síntomas de nerviosismo, se iba reponiendo para alcanzar su habitual ductilidad y riqueza. Ella no era, desde luego, rival para Tarien Sim, pero hablaba bien.

—A los graduados —continuó el embajador—, me gustaría señalarles que la sabiduría consiste en reconocer lo que es verdaderamente importante y en tratar con suspicacia cualquier valiosa creencia cuya verdad sea tan clara que no haga falta comprobarla. Nuestro pueblo sostiene que la sabiduría radica en reconocer hasta qué punto uno está inclinado al error.

Hizo una pausa. Leisha tomó aliento.

—Hubiera preferido no hablar de política en un día como hoy. Pero, como me debo a ustedes y a mi propio pueblo, debo responderle al embajador Sim. Él dijo que se trata de un conflicto mayor y desgraciadamente tiene razón. Pero la guerra no es entre el Ashiyyur y los humanos. Es entre aquellos que encontrarían un modo de dirimir nuestras dificultades en paz y aquellos que creen solo en soluciones militares. Es esencial que, en este oscuro tiempo que estamos viviendo, ustedes sepan que tienen amigos entre nosotros y enemigos entre ustedes.

»Nuestras reacciones psicológicas son intensas, pero no tanto como para que no puedan ser vencidas. Si queremos. Si insistimos. De cualquier manera, les imploro no usarlas como base para un juicio moral. Si cometemos crímenes contra nosotros, la historia nos juzgará a ambos.

»No puedo sino estar de acuerdo con lo último que puntualizó el embajador Sim. Pese a todas nuestras diferencias de fisonomía, de cultura y percepción, compartimos el único don que importa: somos criaturas pensantes. Y en este día, bajo este sol, yo ruego que seamos capaces de usar ese don. Ruego que hagamos un alto en el camino ¡y pensemos!»

La entrada, lo noté luego, registraba el proyecto de otro libro que iba a desarrollar las influencias de Walford Candles adquiridas en la infancia. Seguía pensando en el discurso, preguntándome cómo los hechos podían haber salido tan mal cuando todos parecían querer lo correcto. ¿No valían de nada las ideas?

No tengo respuestas, salvo la intuición de que hay algo de atractivo en el conflicto. Es decir, que, pese a tantos milenios transcurridos, todavía no entendemos la naturaleza de la bestia.

Chase encontró más: una holocomunicación de Leisha desde Ilyanda, fechada treinta y dos días después del mensaje a Milenio. Era breve:«Wally, envío separadamente un mensaje escrito de Kindrel Lee que tiene cosas que decir acerca de Matt. Es una historia un tanto descabellada; no sé qué pensar. Necesito hablar de esto cuando vuelva a casa».

—No lo entiendo —dije. Miré la fecha y consulté un texto—. Esto fue enviado desde Ilyanda después de la evacuación. Y probablemente después de la destrucción de Punto Edward. ¿Por qué iría allí?

—No lo sé —respondió Chase, que revisaba una pila de documentos que habíamos reunido.

—¿Dónde está ese texto?

—Enviado separadamente —acotó ella—. No parece estar incluido en este material.