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«Nueve personas murieron en el Regal: la tripulación de ocho y Art Llandman.»

Gabriel Benedict

Cartas sueltas

«…Estas horas llenas de vino que no volverán…»

Walford Candles

Marcando el tiempo

Esa noche soñé algo salvaje y extraño, diferente de todo lo conocido antes. Jacob me despertó dos veces; la segunda vez me quedé un rato mirando el cielo raso, luego me di una ducha y salí. Pasé por casas apenas iluminadas por la luz de la luna, en medio de un viento fresco. La grava crujía placenteramente bajo mis pisadas. Después de un rato, el cielo comenzó a tornarse gris. Bajé hacia el Melony, y miré flotar los trozos de hielo mientras salía el sol. La comunidad comenzó a dar señales de vida un rato más tarde: la gente enviaba a los niños a la escuela en el bus aéreo y se reunía a conversar. Los deslizadores se elevaban en el cielo y flotaban por encima del río. Se cerraban las puertas y las voces se prolongaban en el aire cortante. Me sentí bien. Seguro.

Cuando volví a casa, Jacob me esperaba con el desayuno. Comí demasiado, arrojé un tronco al fuego y me senté frente a él con una taza de café. Me dormí en quince minutos.

Esta vez no soñé. Al menos que yo recuerde.

Pasé la tarde con El hombre y el Olimpo. Más tarde bajé a la ciudad para cenar con Quinda.

Si necesitaba alguna dosis adicional de realidad física para borrar la experiencia del día anterior, Quinda me la brindó con creces. Estaba resplandeciente, vestida de blanco y verde; el fajín y la blusa resaltaban sus ojos. El cabello suelto le caía sobre los hombros. Ninguno de los dos tenía demasiada hambre, así que estuvimos una hora paseando por la ribera. Entramos en librerías y galerías de arte y nos detuvimos para retratarnos con uno de los imagineros que grababa los rasgos en una hoja electrónica y después le agregaba una leyenda. Todavía guardo la suya: se la ve confusa, sus ojos conservan un aire meditabundo, los labios son blandos y redondos, tal vez con una sombra exagerada y los rizos le caen por el cuello largo e inclinado. La leyenda dice: «Una vez en la vida». Curioso que el artista hubiera dicho eso.

Mientras disfrutábamos del queso y el vino, entramos de lleno en su tema favorito.

Yo le describía mi reacción ante El hombre y el Olimpo. Me escuchaba paciente mientras yo hablaba. De tanto en tanto, asentía para darme coraje.

—Llegas tarde, Alex —me dijo cuando hube terminado—. Creo que se equivocaron al usarlo en la escuela. No es un libro para chicos, pero si tú lo descubres como adulto, sin demasiados prejuicios, te engancha.

—En verdad no es sobre la Grecia Antigua.

Las luces de las casas, de los embarcaderos, los diques y los restaurantes se reflejaban en el río.

—Estoy segura de que tienes razón —acotó—. El escribía sobre su propio tiempo; siempre se encuentra alguna verdad en una buena historia.

—La unidad —dije—. Estaba preocupado por la incapacidad de unirse de los mundos humanos.

—Supongo. —Tenía la mirada perdida—. Creo que apuntaba más lejos. Una unidad más profunda, fruto de una herencia común, más que una alianza política. Reconocernos como helenos, no simplemente atenienses o corintios. —Vi en su cara una expresión de tristeza—. Nunca sucederá —concluyó.

Sim relata la historia de dos colonias griegas, no recuerdo los nombres, de la costa africana. Estaban rodeadas de salvajes que les atacaban a menudo. Pese a eso, las colonias no se prestaban colaboración y, es más, de tanto en tanto se peleaban. Dice:«¡Hay un profundo y persuasivo espíritu en nuestras especies, que prefiere perseguir los fantasmas emocionales del momento que sobrevivir! Cuando se llega a reconocer esto, se ha encontrado la clave de lo que la teoría sociológica llama "teoría de motivación de grupo"».

Volví a llenar los vasos. Quinda levantó el suyo.

—Por nuestros días en el Melony.

—Por la niñita de aquellos días. ¿Encontró alguna vez el mar?

—Te acuerdas. —Estaba complacida.

—Sí, claro que me acuerdo. —Hablábamos de construir una balsa y de remontar el río y recorrer el continente—. Te enojaste cuando traté de explicarte que no podíamos hacerlo de verdad.

—Me lo prometiste y después me llevaste de vuelta a casa.

—Nunca se me hubiera ocurrido que te lo tomaras en serio.

—Oh, Alex, deseaba tanto hacer ese viaje, para ver pasar las costas y… —clavó en mí sus ojos verdes y sonrió— estar contigo.

—Eras una niña.

—Y tenía ganas de llorar cuando me llevaste a casa. Pero prometiste que cuando fuera mayor iríamos. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo.

Esta vez solo sonrió y no agregó nada. «Eso te enseñará», decían sus ojos.

Más tarde, caminamos por los paseos y jardines hablando acerca de la Sociedad Talino, de mi vida como vendedor de antigüedades y de lo hermosa que estaba la noche (las estrellas brillaban sobre las cúpulas). Recordamos también a Gabe y a su abuelo.

—Te quería mucho —me dijo—. Estaba preocupado cuando te fuiste. Pienso que quería que siguieras sus pasos.

—No estaba solo. —La imagen de Art cruzó por mi mente. De cara redonda, bajo, de expresión abstraída, Art Llandman parecía siempre estar tratando de resolver algún difícil acertijo—. Lo siento si él estaba decepcionado. Me gustaba: era una de las pocas personas que trabajaban con Gabe cuya existencia yo conocía. Estuve en una excavación con él en Schuyway y creo que en otra ocasión en Obralan. Sí, seguro. En Schuyway acostumbraba a dedicar un tiempo para caminar conmigo por las ruinas.

Había marcado el lugar del tesoro, los muros quemados, las celdas de los prisioneros y el sitio por donde arrojaban a los convictos (y a no pocos políticos) al mar.

—Así era él —sonrió—. «Y este fue el lugar desde el que lo tiraron.» ¿Cuándo fue eso?

—Antes de que nacieras. Yo tendría ocho o nueve años.

—Sí. —Me miró detenidamente—. Él era feliz entonces.

—Tuvo mala suerte —me explicó más tarde.

Era casi medianoche y habíamos vuelto a la casa de Northgate. Hablábamos junto a un fuego bajo, una botella de vino y un cubo de hielo. La melodía de un concierto para violín de Sanquoi se colaba en las habitaciones. Ella miraba los materiales que yo había obtenido en la Sociedad Talino y en el Instituto Machesney y debió suponer que yo era mucho más fanático de la causa que ella.

—Recobraron una de las fragatas dellacondanas, ¿sabes? Mi abuelo y Gabe. Estaba intacta. Fue el hallazgo arqueológico de toda una vida. Mi abuelo dedicó quince años a la búsqueda. Hacia el final logró interesar a Gabe. Y juntos encontraron el Regal. Se había perdido en Grand Salinas. —Le brillaban los ojos de satisfacción—. Para localizarlo debieron estudiar los viejos registros, calcular trayectorias y Dios sabe cuántas cosas más. Yo ya tenía la edad suficiente para saber que buscaban algo valioso.

»E1 truco fue reconstruir la batalla de modo tal que pudieran calcular las fuerzas, el curso, la velocidad, el impacto, los intentos de la tripulación para salir y otro montón de cosas.

—Parece imposible.

—Tuvieron mucha habilidad a la hora de reconstruir los detalles. El abuelo me dijo que docenas de naves se habían esparcido en todas direcciones y que eran recuperables si se calculaba el espacio. Pero doscientos años es mucho tiempo. Las cosas cambian demasiado.

—Háblame del Regal.

—El Ashiyyur la dañó con un pulso electrónico. Este no penetró el casco, pero arruinó los sistemas de la nave. Según lo que dijo el abuelo, fue el piloto quien hizo un agujero en la sección delantera para recuperar energía. Cinco tripulantes murieron y los otros tres quedaron atrapados. Un equipo de rescate los encontró en un compartimento sin aire. Pero la nave estaba en buenas condiciones.

—Gabe me lo contó —dije—. Hubo un accidente.

—Poco después de que lo abordaran se desvaneció. Parece que alguien del equipo tocó algo. Nadie supo qué pasó. Nunca se hizo público, pero el abuelo me dijo que él pensaba que los mudos eran los responsables. Se sospechaba de un hombre llamado Koenig; se decía que los mudos lo habían sobornado.

—¿Por qué el Ashiyyur estaría interesado en unos restos de doscientos años de antigüedad?

Me miró como interrogándome. Entrecerró los ojos y se decidió.

—El abuelo no lo sabía, pero me parece que ha habido otros incidentes que indican que alguien implicado no quería que la expedición triunfara.

—¿Qué le pasó a Koenig?

—Murió poco después. De un problema cardíaco. Era muy joven, sin antecedentes de enfermedades coronarias. —Tomó un sorbo de vino y se quedó contemplando el borde del vaso—. No sé, tal vez haya algo ahí. Pero sea lo que fuere, mi abuelo nunca volvió a ser el mismo. Haber tenido ese premio en sus manos y que se le escapase… —Suspiró—. Murió poco después que Koenig.

—Lo siento —le dije.

—Gabe hizo lo que pudo para ayudar. No sé qué fue peor: si perder el artefacto o convertirse en el hazmerreír de sus colegas. Lo que me frustra es que después conocí a varios de ellos. No son vengativos, pero nunca entendieron cómo se sentía o quizá no les importó porque tenían sus propios problemas. Sin embargo Llandman y su fragata dieron que hablar. Es como si Harry Pellinor hubiera descubierto las ruinas de Belarius y después hubiera olvidado dónde estaban.

Los materiales de la era de la Resistencia que yo había estado juntando estaban dispuestos en dos mesas en la casa. Ella se puso a mirarlos, inclinándose ante los cristales, los volúmenes de Candles y otras piezas.

—No me había dado cuenta —dijo mientras hojeaba el Cuaderno de notas de Tanner—, de que estabas tan involucrado en todo esto, Alex.

—Me tiene atrapado. ¿Conoces a Leisha?

—Mucho. Es uno de los personajes más fascinantes del período.

—Se inició como pacifista y terminó en la guerra. ¿Sabes qué pasó?

Quinda cruzó una pierna sobre la otra y se inclinó con energía. Me di cuenta de que Tanner era su tema preferido.

—Nunca fue pacifista, Alex. Ella sentía que la guerra era innecesaria e intentaba seriamente negociar. Los Sim no estaban muy interesados en ese tipo de acercamiento.

—¿Por qué no?

—Porque pensaban que cualquier intento de conciliación, mientras los mudos tuvieran ventaja, y en verdad la tenían, se interpretaría como un signo de debilidad. Contra un oponente humano, esto era cierto, pero contra los mudos, quizá no. Tanner sabía mucho, más que nadie, acerca del enemigo y pensaba que había que hablar.

—¿Cómo terminó en la nave de Sim?

—No es fácil de explicar. De algún modo, ella llegó hasta Sim. No sé cómo lo persuadió para que le permitiera negociar con los mudos. El hecho de que él aceptara muestra su grado de insistencia.

—Pero, obviamente, las cosas salieron mal.

—Él acordó permitirle reunirse con el comandante mudo Mendoles Barosa. El sitio era un cráter en una luna sin nombre en un sistema externo que no les importaba a ninguno de los dos bandos. Tanner era la única de los confederados que había estado antes con los mudos, la única que podía comunicarse con ellos y, lo más importante, la única que podía preservar sus pensamientos de la telepatía.

»Sim y Barosa circunvalaban el lugar mientras ella se reunía con un representante mudo. Tanner informó luego que ella y el enviado mudo hablaron muy seriamente de llegar a un acuerdo, pero que los mudos no querían aceptar ningún trato que no incluyera la entrega de Sim por crímenes de guerra.

»No iban a ninguna parte con esa condición. Y Sim rompió el encuentro. Los mudos respondieron atacando y ocupando dos mundos en apariencia neutrales, pero que en realidad habían estado ayudando a los dellacondanos con armas, tripulación y dinero. Murió mucha gente. Y Tanner se sintió responsable de todo.

»Así que reaccionó volcándose de todo corazón a la defensa común. Maurina Sim, en su diario, dice que Tanner nunca perdonó a los mudos y que no hubo nadie que llevase adelante la guerra con una furia tan implacable.

Era por la mañana temprano cuando subimos al deslizador y cruzamos la ciudad. Estábamos bastante cansados. La conversación se hizo trivial. Me di cuenta de que su mente estaba muy lejos. Al final del vuelo, mientras aterrizábamos en el techo de su edificio, la miré fijamente y le dije:

—Quinda, he hablado con uno de los ashiyyurenses ayer. En persona.

Toda la calidez de su rostro desapareció.

—No es cierto —protestó con voz quebrada.

—Sí —respondí, tras un momento de duda y sintiéndome mal, confuso por su reacción—. Uno de los miembros del Maracaibo Caucus.

—Alex, no lo has hecho de verdad. —Irradiaba conmoción, enojo, desconcierto.

—¿Por qué no? ¿Qué pasa?

—Por Dios, Alex —susurró—, ¿qué has hecho?