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«Las políticas interestelares (humanas) son, por su naturaleza, transitorias. Son accidentes, cierta clase de fuego de San Telmo encendido por la debacle económica, la amenaza externa, o tal vez el carisma de un ideólogo. Cuando la noche haya pasado y las condiciones normales vuelvan, se harán chispas y se desvanecerán. Ninguna civilización diseñada por nosotros puede esperar extenderse a través de las estrellas.»

Anna Greenstein,

La urgencia del Imperio

Nunca había leído El hombre y el Olimpo. Como a casi todos los otros niños de la Confederación, me lo enseñaron en la escuela. Recuerdo haberme esforzado por comprender el capítulo dedicado a Sócrates en clase de historia. Pero en realidad, jamás leí el libro.

Había una copia en uno de los estantes de la habitación de Gabe. (Yo no dormía allí, usaba una habitación en la parte trasera del segundo piso.)

Camino de casa después de la fiesta en la Sociedad Talino, decidí que era hora de mirar el clásico de Sim nuevamente.

Es un trabajo tradicional: una historia del helenismo, que abarca desde las guerras médicas hasta la muerte de Alejandro. Mi presunción siempre fue que ese relato debía su fama a la reputación de su autor más que a su valor intrínseco; pero era un prejuicio que tenía que ver con la rebeldía infantil frente a un libro serio.

Lo abrí por la mitad y lo leí en ambas direcciones, expectante. Supuse que encontraría tranquilas incursiones en la filosofía griega y un soporífero relato detallado de las guerras médicas y del Peloponeso.

Lo que obtuve, en cambio, fue una energía volcánica, opiniones sulfurosas y pura brillantez. Uno no podía quedarse en unos pocos análisis políticos o mirar únicamente las flechas en un mapa de batalla. No con Sim. Los hombres de estado de su libro descargaban fuertes puñetazos sobre las mesas; se podía oler el Mediterráneo y visualizar la formación de los trirremes atenienses.

Y aparecían dolorosamente vividas y presentes las terribles directivas de libertad y orden, la tensión entre la carne y el espíritu.

«Todos somos helenos», dice la introducción. «Dellaconda, Rimway y Cormoral deben cuanto tienen al incansable pensamiento de aquellos habitantes del Egeo, que, con el más exquisito sentido, dieron los primeros pasos hacia las estrellas. Solo la mente es sagrada. Esa noción era una introspección deslumbrante en tal época. Limitados a la observación de que la naturaleza está sujeta a leyes, y que esas leyes pueden ser entendidas, fue la clave para el universo.»

Leí durante todo el día, hasta tarde. De vez en cuando Jacob se desplazaba con estrépito por la planta baja, preparando hamburguesas o mezclando bebidas, o venía a sugerirme que era un hermoso día para salir.

Hubo algunas sorpresas. Sim desaprueba a Sócrates, cuyas doctrinas (concede) encierran valores admirables, pero sin embargo quiebran la sociedad griega. Escribe: «No hay que lamentar que la infausta ejecución de Sócrates haya sucedido, sino que sucediera demasiado tarde».

Las primeras páginas de El hombre y el Olimpo solo mencionan el furor de Jerjes («Oh Maestro, recuerda a los atenienses»), a Temístocles, el estadista, y rinden homenaje al valor de las tropas que permanecieron en las Termópilas. Yo estaba fascinado, no solo por la fuerza y la claridad del libro sino también por su capacidad de compasión. No era lo que se espera de ordinario de un líder militar. Pero entonces, Sim no era todavía un líder militar: trabajaba como maestro cuando comenzó el problema.

El libro tiene el título adecuado: la visión de Sim es esencialmente olímpica. Uno no se puede sustraer a la impresión de que él habla en nombre de la historia y, si su perspectiva no es siempre la misma que la de sus colegas, o de los que lo antecedieron, no hay duda sobre dónde están los errores de percepción. La suya es la palabra definitiva.

La prosa adquiere un tinte taciturno durante el relato de la destrucción de Atenas y la pérdida innecesaria de vidas cuando se esforzaban por defender el Partenón. Su pasaje más memorable condena a los espartanos por haber permitido que las Termopilas tuvieran lugar. «Ellos sabían desde tiempo atrás que los persas venían y, en cualquier caso, tenían datos precisos de la reunión de las fuerzas invasoras; pero no prepararon ligas ni establecieron defensas hasta que el enemigo estuvo encima. Entonces enviaron a Leónidas y sus hombres y un puñado de aliados para compensar con sus vidas la negligencia y estupidez de los políticos.»

Era una coincidencia nefasta: esas palabras habían sido escritas antes de que el Ashiyyur iniciara la guerra y, en cierto sentido, Sim parecía estar jugando el papel de Leónidas. Él condujo la acción por los mundos fronterizos, mientras Tarien hacía sonar la alarma y comenzaba la inmensa tarea de forjar una alianza que pudiera hacer frente a los invasores.

Por la mañana, mientras comía, Jacob me dijo que había encontrado algo raro.

—El Corsario parece haberse manejado muy bien. Por ejemplo, si creemos los informes, dos días después de Hrinwhar se informó de que se había capturado un destructor ashiyyurense cerca de Onikai IV. Onakai está a ochenta años luz de Las Hilanderas. Cuatro días solo en el hiper. Atacó una nave de las principales en Salinas el mismo día que Sim ganaba en Chapparal. De nuevo, una pelea imposible. Hay numerosos ejemplos similares.

—¿Qué ha dicho el Ashiyyur de todo eso?

—No son muy comunicativos, Alex. Lo más que he podido sacar es que simplemente niegan las historias. Pero sus registros nunca han estado disponibles.

—Tal vez deberíamos tratar de preguntarles.

—¿Cómo planeas hacerlo? No hay contactos diplomáticos.

—Hay uno. El Maracaibo Caucus.

Hace treinta y seis años, un pequeño grupo de oficiales militares veteranos, rompiendo con una vieja costumbre, invitó a un notable estratega naval ashiyyurense a dar una conferencia en la academia de guerra de Maracaibo, en la Tierra. El orador, cuyo nombre nadie fue capaz de pronunciar, era el primero de su especie en ser admitido legalmente en el mundo confederado en más de un siglo.

La invitación convirtió en periódica, y así, en los encuentros anuales, se desarrolló un grupo de interés especial, compuesto por militares retirados, tanto humanos como ashiyyurenses, dedicados a establecer una paz permanente. El grupo, naturalmente, era pequeño. Nunca fue un movimiento popular. Sus miembros, al menos los humanos, fueron perseguidos por sus actividades políticas y siempre vivieron como sospechosos.

Cuando traté de ponerme en contacto, solo obtuve la respuesta de una ia que me explicó que los oficiales del Caucus no aceptaban entrevistas no solicitadas de antemano. Pregunté si podría hablar con alguien con suficiente conocimiento acerca de la Resistencia en general y de la guerra naval en particular.

Hubo una demora, presumiblemente mientras recibía instrucciones.

—No es nuestra política recibir visitas particulares.

—Podría ser una excepción.

Expliqué que había numerosas preguntas no contestadas, que el relato de la guerra desde el punto de vista del Ashiyyur contribuiría al mutuo entendimiento, que necesitaba tener información de la fuente, etcétera. Me escuchó cortésmente, se excusó y me hizo esperar diez minutos.

—Muy bien, señor Benedict —dijo por fin—. Uno de nuestros miembros tendrá mucho gusto en responder a sus inquietudes. Pero le pedimos que venga en persona.

—¿Quiere decir físicamente?

—Sí. Si no es demasiado inconveniente.

Me pareció raro.

—¿Quieren que vaya allí?

Yo estaba en ese momento sentado frente a la ia en lo que suponía era una de las suites de la Casa Kostyev, donde el Maracaibo Caucus mantenía sus oficinas.

—Sí, si lo desea.

—¿Por qué?

—Siempre es mejor el contacto personal. Los ashiyyurenses se sienten incómodos con la tecnología.

Me encogí de hombros y concerté la cita. Dos horas después llegaba a las afueras de la Casa Kostyev, una embajada antigua edificada cerca del Capitolio. En la tarde de mi visita, se encontraba rodeada por un grupo de personas que hacían circular un holo representando a un alienígena con ojos ardientes. Las demostraciones burlescas de este tipo, lo supe más tarde, eran casi constantes en el lugar. Su intensidad y número fluctuaban en proporción al nivel existente de hostilidad mutua. Las cosas se estaban poniendo feas en ese momento, hasta tal punto que fui agredido mientras pasaba. Les di mi nombre a los de seguridad y entré en el viejo edificio gris.

Llegué en ascensor al tercer piso y avancé por un corredor alfombrado y empapelado. Las puertas talladas eran irregulares y los largos murales representaban hombres y mujeres en sosegadas superficies contemplando escenarios amenazados por la tormenta. Cerca no había ninguna ventana y la única iluminación era la débil luz de unas ocasionales lamparillas eléctricas. El efecto era que el pasillo parecía extenderse hasta el infinito.

Había puertas a ambos lados del pasadizo. La mayoría no tenían rótulo. Pasé junto a una firma legal y a una compañía de naves y, en dos o tres casos, junto a oficinas designadas solo con nombres.

Finalmente llegué frente a un par de puertas dobles, donde en una leyenda podía leerse «Maracaibo Caucus».

Llamé y entré. No estoy seguro de lo que esperaba, pero había estado pensando en representantes de una civilización mucho más vieja que la mía, la de los telépatas, de una especie intelectualmente superior y cuyos logros tecnológicos iban sin embargo por detrás de los nuestros. El costo de la fácil comunicación, había teorizado alguien. El almacenamiento de la información vertical, la escritura, les llegó más tarde.

Estaba yo en estas fantasías un tanto exóticas acerca de los mudos, cuando, casi sin darme cuenta, me encontré en un lugar que parecía una oficina de viajes.

Los muebles eran de muy buen gusto, pero corrientes: un sofá cuadrado de aspecto incómodo, un par de sillas talladas y una mesita baja con una pila desordenada de libros usados. Las grandes ventanas cuadradas dejaban pasar bloques de pálida luz solar.

Los títulos de los libros me resultaban vagamente familiares, aunque no había leído ninguno: La urgencia del Imperio, Césped verde y naves plateadas, Los últimos días. Había varias biografías, tanto de humanos como de ashiyyurenses, que habrían tratado en los sucesivos milenios de evitar la irrupción de la violencia masiva.

Descubrí una copia de Extractos de Tulisofala de Tanner y la tomé. Era un volumen grueso, del tipo que uno mira, pero que no lee.

Estaba hojeándolo cuando tuve la extraña sensación de estar siendo observado. Espié cuidadosamente desde el escritorio al gabinete, desde el terminal hasta la entrada y hasta una habitación que presumí sería una oficina interna.

Nada había cambiado.

Sin embargo, algo que no era yo se movió.

Lo sentí. En la oficina. En el aire todavía tibio. Fuera del alcance de mis ojos.

Simultáneamente escuché pasos en la habitación contigua. La puerta se abrió. La persona que la sostenía abierta no entró inmediatamente, sino que se quedó atrás, como terminando una conversación con alguien al otro lado. No se escuchaba ni un sonido.

Comencé a sudar. Se me nubló la vista y empecé a ver como destellos blancos. Debí haberme sentado en una silla. Alguien entró a la oficina, pero yo estaba demasiado metido en mi malestar como para tenerlo en cuenta. Una mano me tomó de la muñeca, y sentí una tela fría contra mi frente.

Lo que yo había percibido se movía rítmicamente.

—Está bien, señor Benedict —dijo. (Era del sexo masculino. Lo noté.)—. ¿Cómo se siente?

—Bien —respondí temblando. La cabeza me daba vueltas; de nuevo sentí náuseas.

—Lo lamento —agregó—. Tal vez hubiera sido mejor hablar por el intercomunicador, después de todo.

Era lo que estaba pensando. Y, desde luego, él lo sabía. Aun así, le busqué el lado positivo: una oportunidad de contactar con el Ashiyyur. ¿Cómo diablos se puede dejar pasar algo así? Por supuesto, yo había oído lo que se contaba, pero siempre lo había desechado creyendo que era pura histeria.

Traté de concentrarme en el exterior: el escritorio y la lámpara, la luz del sol, el tamaño de la criatura, la mano curiosamente humana.

—Mi nombre —dijo— es S'Kalian. Y, si le sirve de consuelo, le hago saber que su reacción es muy común. —No podía ver de dónde venía la voz; probablemente de un equipo oculto en sus puños desabrochados. Pronto estuve en condiciones de ponerme en pie. Él me puso la tela fresca que había estado usando en la mano—. Si lo desea, puedo irme y buscar a alguien, un humano, para que venga y lo acompañe hasta la calle.

—No —respondí—. Estoy bien.

S'Kalian se retiró unos pasos y se apoyó en el escritorio. Empequeñecía el moblaje. Aunque se hayan visto holos del Ashiyyur, no se tiene una idea cabal de la sensación que proyectan los de su especie hasta que se ha estado en una habitación con uno de ellos. Me sentí abrumado.

El alienígena usaba una prenda alargada con un cinturón y un casquete. Su cara, muy desarmónica respecto de la humana (particularmente los ojos grandes y rasgados y los caninos largos que siempre afean la sonrisa), mostraba preocupación.

Había cierta ferocidad serena en esos ojos. Me libré de ellos y traté de recuperar la lucidez. Parecía joven y tenía cierto aspecto exótico que le quedaba bien.

—Le agradezco mucho que me haya querido recibir.

Se inclinó y sentí que todos los secretos de mi vida salían a la luz. ¡Es un telépata! Pensé que podría controlar la situación, preguntarle algunas cosas e irme. Aunque no había ninguna expresión en su cara, sabía que estaba leyendo todo.

¿Qué podía ver?

Los hermosos pechos de Quinda Arin.

¡Dios mío! ¿De dónde había salido aquello?

Me precipité a pensar en la expedición a Hrinwhar, el Corsario, la magnífica irrupción en la flota ashiyyurense.

No, tampoco estaba bien. Me retorcí.

Vinieron a mi mente otras mujeres. En situaciones comprometidas.

¿Cómo se puede hablar con alguien que lee los pensamientos apenas aparecen?

—Usted insistió tanto… —exclamó juntando las manos bajo la túnica y sin demostrar que se percataba del movimiento mental—. ¿En qué puedo serle útil?

No habría sido correcto decirle que estaba aterrado, aunque yo sabía que algunas personas habían sufrido daños psicológicos a partir de encuentros con el Ashiyyur. El miedo vendría más tarde, cuando estuviera un poco seguro. Por el momento solo me sentía avergonzado y humillado a causa de que nada que yo supiera o conociera era secreto para ese otro, para esos ojos indiferentes que miraban como despistados hacia un punto situado detrás de mí.

—¿Es necesario que hable? —le pregunté—. Usted sabe por qué estoy aquí. —Lo miré buscando una sonrisa, un gesto, un signo físico de que entendía mi incomodidad.

—Lo siento, señor Benedict —me explicó—, pero soy tan incapaz de evitar penetrar su coelix como usted de evitar oír una orquesta que tocara en la habitación contigua. Sin embargo, debería alegrarle escuchar que no es fácil interpretar toda la información. —Nunca movía los labios, pero sus ojos mostraban animación, interés, una pizca de compasión—. Trate de ignorar mi capacidad de penetración y hable como lo hace normalmente.

Dios mío, ¿cómo pueden emerger de golpe todos los detalles de una vida?: una traición en el patio de la escuela, el no saber decirle a una mujer que la pasión por ella se ha terminado, la satisfacción que se siente sin saber por qué ante el infortunio de un amigo. Pequeñeces. Lo que se acumula a lo largo del tiempo, lo que se querría cambiar.

—Si le ayuda en algo, comprenda, por favor, que esta experiencia es aún más difícil para mí.

—¿Por qué?

—¿Seguro que quiere saberlo?

Me sorprendió que tuviese un concepto tan pobre acerca de la psicología humana como para hacer la pregunta de ese modo. Yo no estaba del todo seguro; sin embargo, respondí:

—Por supuesto.

—Ustedes han evolucionado sin capacidad telepática. Consecuentemente, sus especies nunca se han visto en la necesidad directa de imponer orden y reprimir las más violentas pasiones. La intensidad de los odios y temores, las oleadas de emoción que pueden irrumpir sin previo aviso en la mente humana, el dominio de los apetitos, todo eso crea incomodidad. —Inclinó suavemente la cabeza y esbozó una sonrisa triste—. Lo siento, pero están muy mediatizados por las condiciones del ambiente.

—S'Kalian, ¿sabe por qué estoy aquí?

Confiado, ahora que no tenía que auxiliarme, S'Kalian se deslizó del escritorio y se dejó caer en un sillón.

—No sé si usted lo sabe.

—Christopher Sim.

—Sí, un gran hombre. Su gente hace bien en reverenciarlo.

—Nuestros registros de la guerra son incompletos y contradictorios. Me gustaría clarificar algunos puntos si fuera posible.

—No soy historiador.

Quinda surgió de nuevo en mi mente. Sus hombros tan suaves a la luz de los candelabros.

Traté de concentrarme en el Corsario, en el volumen de Tanner que estaba sobre la mesa.

S'Kalian me miraba atento.

¿Cómo sería el sexo con una hembra ashiyyurense? ¿Qué pasa en la vida sexual cuando las mentes están completamente abiertas?

—Está bien, señor Benedict —dijo S'Kalian—. Esta clase de cosas suceden siempre. No hay por qué sentirse mal. El pensamiento es, por su propia naturaleza, impredecible y, aun entre nosotros, perverso. Usted y yo podemos poner en la mente del otro vividas imágenes con solo mencionarlas.

—¿Es usted un oficial retirado? —le pregunté casi con pánico.

—Gracias —respondió con una ligera inclinación de cabeza—. No. Mi función es ayudar en comunicaciones y actuar como asesor cultural. Estoy entrenado para conversar con los humanos. Pero no soy muy efectivo según parece. —Sonrió de nuevo.

Me pregunté si ese particular gesto sería compartido a lo ancho del universo por todas las especies inteligentes. Al menos por aquellas equipadas físicamente para producirlo.

—¿Podemos hablar de la perspectiva ashiyyurense acerca de algunos aspectos de la guerra?

—Desde luego. Aunque dudo que sepa lo suficiente para ayudarle. Para empezar, nosotros lo denominamos la Incursión.

—¿Importa eso ahora?

—Tal vez no, pero son importantes los conceptos. Hay quien los toma por la realidad misma.

—Antes, cuando mencioné a Christopher Sim, usted lo describió como un gran hombre. ¿El Ashiyyur comparte ese punto de vista?

—Seguro. No hay dudas al respecto. Claro que, si hubiera sido uno de nuestros generales, lo habríamos ejecutado.

—¿Por qué? —pregunté sorprendido.

—Por violar todas las reglas de una conducta civilizada, como atacar sin aviso, rehusar el combate abierto, hacer la guerra de formas no ortodoxas. Cuando la guerra ya estaba claramente perdida, él continuó sacrificando vidas, tanto de su propia gente como de los nuestros; cualquier cosa antes que admitir la derrota. Muchos murieron en una batalla que se prolongó sin necesidad.

Me reí. Según la posición expuesta, que yo me veía inclinado a compartir, era la única respuesta apropiada. Sin embargo, él mantuvo su ecuanimidad y hasta sonrió un poco.

—En cuanto al Corsario —le dije—, nuestros registros lo sitúan junto con Sim en varios lugares demasiado distantes unos de otros en períodos de tiempo relativamente cortos como para que pudiera recorrer semejantes distancias. Por ejemplo, las acciones de Las Hilanderas, Randin'hal, los primeros combates en La Ranura y la aparición de Sim en Ilyanda; todo eso ocurrió en un lapso de doce días. Las distancias involucradas aquí son considerables. Hrinwhar, en Las Hilanderas, está a casi sesenta años luz de Randin'hal. Si una nave moderna entra con éxito en el espacio lineal en el área del objetivo —lo que es casi imposible—, aun así tardaría tres o cuatro días para ir de un lado a otro. Parece que Sim lo hizo mucho más rápido.

—Nuestros registros contienen esencialmente los mismos datos.

—Hay otras discrepancias similares en otros lugares y otros tiempos.

—Sí.

—¿Qué piensan de eso sus historiadores?

Entrecerró los ojos.

—Lo mismo que los suyos, solo pueden especular.

—¿Y cuáles son sus especulaciones?

—Que había otras tres naves semejantes que simulaban ser el Corsario. Esta proposición tampoco les es ajena a los humanos. Es la explicación más simple y, en consecuencia, la más probable. Después de todo, ¿quién sabe dónde estaba realmente Sim? Lo que es seguro es que el símbolo de la nave, teóricamente único, aparecía en varios lugares casi al mismo tiempo. La intención de Sim al crear un símbolo fue evidentemente la de hacer la guerra psicológica, y fue muy efectiva. La nave estaba en todas partes, y el efecto de su aparición llegó a ser algunas veces muy desmoralizador.

»Quizá le interese saber, señor Benedict, que existe un mito entre nuestra gente que sostiene que Sim era un alienígena. Un verdadero alienígena, de una especie desconocida tanto para los humanos como para nosotros. Era precisamente esa aura, mucho más que sus capacidades de estratega o como comandante de la flota, lo que lo hacía tan peligroso y lo que causaba que fuese tan temido. No hay razón para sospechar que uno de los varios Corsarios fuera destruido en Grand Salinas, y al menos uno, o quizá dos, durante las largas batallas en La Ranura.

—Es decir, que nada se sabe.

—Correcto. Puedo confirmar que su información coincide con la nuestra en lo esencial. De hecho, sus historiadores y los nuestros han colaborado desde hace tiempo en estas cuestiones pese a la falta de apoyo oficial. Pero estamos hablando de tiempos de guerra. Había entonces una confusión considerable. Parece probable que la verdad completa nunca se llegue a saber. —Se acomodó—. ¿Puedo ayudarle en algo más?

—Sí —respondí tomando los Extractos—. ¿Qué sabe de Leisha Tanner?

—Primera traductora de Tulisofala. Muy buena, por cierto.

—Ella también se oponía a la guerra.

—Lo sé. Es una posición que siempre me molestó.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque las obligaciones de ella para con su especie sobrepasaban la moralidad esencial de la pelea. Una vez que la guerra estaba declarada, ambos bandos estaban comprometidos, equivocados o no. En ese punto las especulaciones filosóficas dejan de tener importancia.

—Los filósofos tienen la obligación de pensar.

—Entiendo su alusión, pero lo que digo es cierto. Hay veces en que hay que elegir. Sea lo que fuere lo que cada uno prefiera para sí mismo, hay que dar prioridad al bien general. Incluso hasta el punto de sostener una causa inmoral. Si yo hubiera sido humano, habría peleado con los dellacondanos.

—Usted representa una organización dedicada a encontrar modos de preservar la paz —dije, desconcertado.

—Y eso queremos, pero no es fácil. Para ser honesto, debo decir que en los dos bandos hay quienes quieren la guerra.

—¿Por qué?

—Porque muchos de nosotros, los que nos hemos puesto a ver el interior de la mente humana, estamos aterrorizados ante lo que encontramos. Sería muy fácil concluir que nuestra única seguridad real descansa en reducir sus especies a la impotencia. Y entre su propia gente hay muchos que creen, y quizá con razón, que la enemistad con nosotros es la argamasa que mantiene unida la Confederación.

Traté de esbozar alguna respuesta.

Él se levantó y se arregló los pliegues de su túnica.

—Sea como fuere, Alex, esté seguro de que tiene un amigo en el Ashiyyur.