5

«Uno se mira, a través de las paredes de Pellinor, en los ojos curiosos y grandes de las bestias marinas y se pregunta quién está realmente mirando desde fuera y quién desde dentro.»

Tiel Chadwick

Memorias

Tanto el mar como la ciudad se llaman Pellinor, en honor del capitán de la nave que descendió por primera vez en los pocos kilómetros cuadrados de superficie consistente, el único lugar en todo aquel océano global donde un hombre podía poner un pie en tierra firme. Pero para quien se haya parado alguna vez contra las ventanas de vidrio que dan al mar y haya mirado esas formas ondulantes que se deslizan en el agua verde brillante, el nombre con el que comúnmente se designa al lugar resultará mucho más apropiado: La Pecera.

Un mundo. Un amontonamiento de tierra en forma de hoz arrancado al mar. Un estado de la mente. A los habitantes les gusta decir que ningún otro lugar dentro o fuera de la Confederación lleva a pensar tanto en la finitud humana como La Pecera.

Con apenas la mitad de extensión de Rimway, el planeta es sin embargo denso, con una gravedad del noventa y dos por ciento de la estándar. Gira alrededor del antiguo sol de clase G, Gideon, que a su vez se mueve en una órbita de longitud centenaria alrededor de Heli, una fantástica gigante blanca.

Ambos soles tienen sistemas planetarios; cosa nada extraña en los binarios cuando hay unas distancias considerables que separan a los componentes principales. Pero este binario es único en un sentido sustancial: alguna vez albergó especies inteligentes. El cuarto planeta de Heli es Belarius, que conserva ruinas de cinco mil años de antigüedad y fue, hasta que entró en escena el Ashiyyur, la única evidencia de la humanidad de que alguna otra especie similar había visto las estrellas en algún tiempo remoto.

Belarius es un lugar increíblemente salvaje, un mundo de selvas exuberantes, humedad elevada, gases atmosféricos corrosivos, alta fuerza de gravedad, depredadores evolucionados y tormentas magnéticas impredecibles que dañan el equipamiento. No es un lugar como para ir de paseo con la familia.

La Pecera era el único mundo fácilmente habitable en el conjunto del sistema, así que desde el comienzo ocupó un lugar preponderante en los planes de Investigaciones. Cuando Harry Pellinor lo descubrió hace tres siglos, no le dio importancia por considerarlo poco valioso. Pero aún no había llegado a Belarius: el tan célebre desastre le aguardaba.

Fue esa última revelación la que aseguró a La Pecera su papel histórico como cuartel central administrativo, estación proveedora y punto de descanso y recreo para las misiones que siempre estaban intentando descubrir sus secretos.

Hoy día, desde luego, la investigación de Belarius hace tiempo que ha sido abandonada. Pero La Pecera es aún esencial en la administración de Investigaciones, como centro de operaciones regional. Es un lugar rico en recursos, que cuenta con una de las principales universidades, varias industrias intermundiales y un centro de investigaciones oceanográficas, el más avanzado de la Confederación. Cuando lo visité, vivían allí poco más de un millón de personas.

Una de ellas era Hugh Scott.

La estatua de Harry Pellinor se alza sobre la torre central de la Asamblea Ejecutiva. Es bastante alta, pues ha de quedar sobre el nivel del mar. La tradición local sostenía que había sido muy discutido el hecho de homenajear a un hombre a quien el mundo exterior asociaba de manera espontánea con el desastre y la partida precipitada, el hombre cuya tripulación había sido, lisa y llanamente, comida.

No era, pensaba la gente, la imagen adecuada que querían proyectar.

Supongo que no. De todos modos, la ciudad prosperó.

Estaba llena de turistas adinerados, jubilados ricos y tecnócratas varios, en su mayoría empleados de la industria de la comunicación digital, que estaba por entonces todavía en su infancia.

Se accede a la ciudad mediante una plataforma flotante desde la cual uno puede tomar un transporte tubular flotante hacia el centro de Pellinor. O, si el tiempo es bueno, se puede cruzar cualquiera de los puentes flotantes. Mi primer acto a bordo del transporte fue consultar una guía. Así obtuve la dirección de Scott antes de llegar.

Tomé un taxi, me registré en un hotel y me di una ducha.

Según la hora local, era el inicio de la tarde. Sin embargo me sentía exhausto. Se debía de nuevo a mi dificultad para viajar: enfermo en ambos despegues y el resto del tiempo también. De modo que me paré bajo el aire tibio de la calefacción autocompadeciéndome y trazando planes: abordaría a Scott, averiguaría en qué estaba y volvería a Rimway. Desde allí contrataría a alguien para que acompañara a Kolpath allí donde tuviera que ir para localizar el secreto de Gabe, pero yo no me movería nunca más de la tierra que me vio nacer.

No. No importaba que la bendita Confederación estuviera quedando de lado. Llevaba semanas ir de un lado a otro, días o semanas comunicarse, y el viaje para la mayoría de la gente era desagradable físicamente. Si el Ashiyyur fuera cortés, declararía la paz y punto. Yo no estaba seguro de que no nos fueran a desintegrar en esta ocasión.

Dormí bien, me levanté temprano y desayuné en un pequeño restaurante colgante. El océano se extendía a mis pies cubierto de olas. El aire salado olía bien. Comí lentamente. Las avenidas, los parques y los almacenes de niveles múltiples se extendían por encima de las paredes tapizadas y sobre el mar. Allí se alineaban las salas de fiestas, los casinos, las galerías de arte y tiendas de esas que venden recuerdos. Había playas, dársenas suspendidas y un paseo marítimo que rodeaba la ciudad elevada unos metros sobre el mar.

Pero mucha gente decía que lo mejor de Pellinor estaba bajo la superficie. Allí, la mayor parte de la luz del sol se filtraba a través de aproximadamente veinte metros de agua oceánica verde y era posible ver a los grandiosos leviatanes de ese mundo acuático deslizarse majestuosamente a menos de un metro de la mesa del desayuno.

Tomé un taxi al salir del restaurante y puse la dirección de Scott en el lector. No sabía hacia dónde iba. El vehículo se elevó sobre la línea del cielo, se sumergió en los parámetros del tránsito y se arqueó sobre el océano. La isla de Harry Pellinor quedó fuera de mi vista. Solo las torres siguieron siendo visibles, erguidas desde un agujero en el océano. La única tierra en el archipiélago, que estaba por encima del nivel del mar, se ubicaba en dos extensiones de tierra al sudoeste de la ciudad. Esas elevaciones, a tal altura, semejaban ahora un delgado hilo de islitas.

El taxi dobló para correr paralelo a la costa. Era una mañana de verano diáfana y brillante. Bajé la capota para gozar de ese aire dorado. Había leído que la atmósfera de La Pecera era relativamente rica en oxígeno, por lo que producía cierta sensación de euforia. Puedo dar fe. Cuando el taxi se dirigió de nuevo hacia la tierra, yo había adquirido ya una sensación muy intensa de bienestar. Todo iba a salir muy bien.

Un oleaje suave se agitaba graciosamente a causa del viento liviano del oeste. Un globo aéreo flotaba a la deriva en el cielo. Entonces emergieron unos pequeños chorros de agua en la superficie, pero no logré distinguir qué clase de criaturas los producían.

Muy pronto me encontré en tierra y ascendí hacia el terreno elevado. Eran playas amplias, bien cuidadas, pobladas de árboles que exhibían una hilera de casas de piedra y cristal. La línea de la costa estaba surcada por escolleras, piscinas y cabañas, visibles entre los árboles. Varios anfiteatros se erigían en las aguas costeras, sostenidos por relucientes pilotes.

La zona estaba dominada por la bahía Uxbridge. Es muy conocida la obra maestra de Durell Coll que la hizo famosa. Supuestamente, se formó durante la época de Coll, hace dos siglos y medio, cuando una de las estaciones de proyección gantner falló y el océano se precipitó sobre la tierra.

El taxi se deslizó por la costa de la bahía, y se le pegaron unos cuantos areneros, que aleteaban alegremente por el camino. Dobló hacia el interior de la isla cruzando un estrecho, pasó sobre un bosque espeso y se dirigió hacia una de las laderas de la colina. Los areneros chocaron ruidosamente contra las ramas de alrededor.

Desde el aire no había visto en ese lugar ninguna casa; tampoco veía ninguna desde el suelo. El sendero era pequeño, apenas suficiente para el deslizador. Le di instrucciones de esperarme allí, escalé y seguí un sendero en el bosque.

Quedé casi de inmediato fuera de la luz del sol, en un tibio mundo verde de ramas gruesas y espeso follaje. Debí darme cuenta de que La Pecera prácticamente no tenía flora y fauna natural y que la mayor parte era importada desde Rimway; por eso me sentía tan a gusto, como en casa.

En la cima de la colina pude ver un bungaló entre arbustos, matas y capullos blancos enormes. En un amplio cobertizo se veía una simple silla. El sol daba de lleno sobre las ventanas cerradas y las paredes algo combadas.

Desde el tejado caía una enredadera. El aire era tibio. Olía vagamente a materia muerta y a madera vieja.

Llamé a la puerta. La casa parecía confortable y tranquila. Desde uno de los árboles algo se agitó con un movimiento leve.

Traté de espiar a través de la ventana de enfrente para ver la sala. Estaba a media luz. Vislumbré un sofá y dos sillones, un escritorio antiguo y una mesa de vidrio alargada. Había un jersey sobre la mesa, junto a una figura de cristal que representaba una criatura del mar irreconocible para mí. En el pasillo de entrada distinguí una caja con recuerdos. Contenía rocas de varias clases, todas etiquetadas. Ejemplares de los mundos exteriores, probablemente.

Las paredes estaban cubiertas de impresos. Tardé en darme cuenta de qué eran: Sim en las puertas del infierno, de Sanrigal; Corsario, de Marcross; Maurina, de Isitami; En la roca, de Toldenya. Había otros con los que yo no estaba familiarizado: una pintura de Tarien Sim, varias de Christopher Sim, una del país de los dellacondanos de noche, con una figura solitaria que debe de haber sido Maurina contemplando todo junto a un árbol esquelético.

La única pintura que no me pareció asociada con Sim se hallaba cerca de la caja de las rocas. Era una moderna nave estelar, surcada de luces y avanzando hacia extrañas constelaciones. Me pregunté si no sería el Tenandrome.

Yo sabía qué aspecto tenía Scott. De hecho, me había traído un par de fotos, aunque viejas. Era alto, de piel oscura y ojos castaños. Pero había una cierta inseguridad, una especie de desgana en su actitud que implicaba que tenía más de negociador que de líder de equipos de investigación en los mundos desconocidos. La cabaña parecía estar vacía. No abandonada exactamente, pero tampoco habitada.

Empujé las ventanas, con la esperanza de encontrar alguna abierta. Todas estaban aseguradas. Di una vuelta a la casa, buscando una entrada y pensando en si lograría algo entrando por la fuerza. Era muy probable que no, y, si se me fotografiaba en el intento, seguramente perdería toda posibilidad de cooperación por parte de Scott y terminaría con un enorme problema legal también.

Volví al vehículo para recorrer aquel sitio. Había aproximadamente una docena de casas en un kilómetro a la redonda. Descendí a todas, preguntando una por una, diciendo que era un primo que se encontraba por casualidad en La Pecera. Parecía que casi nadie lo conocía por su nombre. Varios dijeron que más de una vez se habían preguntado quién viviría en esa casa.

Ninguno admitió ser más que conocido. Dijeron que era un hombre agradable, tranquilo, que se ocupaba de sus asuntos. Que no era fácil trabar amistad con él.

Una mujer, a quien encontré holgazaneando en el jardín de una casa ultramoderna, de lajas de vidrio y parcialmente sostenida por pilotes de luz gantner, agregó un detalle ominoso.

—Ha cambiado —me dijo con mirada torva.

—¿Entonces usted lo conoce?

—Sí, claro —me contestó—. Lo conocemos desde hace años. —Me invitó a entrar a una sala, acto seguido desapareció momentáneamente en la cocina y reapareció con un jugo de hierbas helado—. Es todo lo que tenemos. Lo lamento.

Se llamaba Nasha. Era una criatura pequeña, de hablar suave, con ojos luminosos y modales apresurados como los remolinos de arena de la playa. Alguna vez había sido hermosa. Pero eso ya se había desvanecido. Creo que estaba muy contenta de tener alguien con quien hablar.

—¿En qué ha cambiado Scott?

—¿Sabe mucho de su primo? —me preguntó a su vez.

—Hace años que no lo veo. Desde que los dos éramos muy jóvenes.

—Yo no lo conozco desde hace tanto. —Sonrió—. Pero seguramente usted ya sabe que su primo no es muy dado a relacionarse con la gente.

—Es verdad —respondí—. En realidad no es antipático —arriesgué—, es tímido.

—Sí —confirmó—. Aunque no estoy segura de que el resto de los vecinos esté de acuerdo, yo creo que sí. Siempre me cayó bien, aunque ya desde el principio me pareció un poco solitario. Encerrado en sí mismo, aislado. La mayoría de la gente que trabajó con él le diría que siempre parecía estar apurado o preocupado. Pero una vez que uno lo llegaba a conocer, se soltaba. Tenía un fabuloso sentido del humor, un poco seco, cosa que no toda la gente aprecia. Mi marido piensa que es una de las personas más graciosas que ha conocido.

—Su marido…

—Estaba con él en el Cordagne. —Ella miraba estrábicamente hacia la doble luz solar—. Siempre me gustó Hugh. Dios sabe que él me ha hecho mucho bien. Lo conocí cuando Josh, mi marido, y él se entrenaban para el vuelo en el Cordagne. Nuestros hijos eran pequeños y éramos nuevos en La Pecera entonces. Comenzamos a tener problemas energéticos. La casa había sido adquirida por Investigaciones, pero los encargados no sabían hacer funcionar las cosas, en especial el vídeo. Los niños estaban molestos. Afrontando la mudanza, ¿entiende? No sé cómo Hugh lo averiguó, pero insistió en intercambiar los alojamientos. —Notó que mi vaso estaba vacío y se apresuró a llenarlo de nuevo—. Así era él.

—¿En qué cambió?

—No sé cómo decirlo exactamente. Todas las características excéntricas que tenía se extremaron. Su sentido del humor se tornó cáustico. Siempre fue taciturno, pero vimos como caía en profundas depresiones. Y, si bien le gustaba estar solo, se volvió un ermitaño. Dudo que muchas personas de aquí le hayan dirigido la palabra en los dos últimos años.

—Eso parece.

—Solo la gente que trabajaba con él. Pero hubo algo más. Se volvió un tanto mezquino. Como cuando Harv Killian donó la mitad de su patrimonio al hospital para que le pusieran su nombre a una sala. Scott pensó que eso era algo patético. Aún recuerdo lo que dijo: «Quiere comprar lo que nunca podría ganar».

—La inmortalidad —sentencié yo.

Ella asintió.

—Se lo dijo a Killian a la cara. Harv no le volvió a dirigir la palabra.

—Parece cruel.

—En otro tiempo, Scott no lo habría hecho. Decírselo. Lo habría pensado, porque él siempre fue así, pero no habría dicho nada. Pero estos dos últimos años… —Unas pequeñas arrugas rodearon sus labios y sus ojos.

—¿Sigue viéndolo a menudo?

—No desde hace meses. Viajó a alguna parte. No sé adónde.

—¿Lo sabrá Josh, su esposo?

—No —negó con la cabeza—. Quizá sí lo sepan en Investigaciones.

Permanecimos sentados un momento más. Espanté de mi cara unos insectos.

—Supongo —le dije— que su esposo no estuvo nunca en el Tenandrome, ¿no?

—Hizo un único vuelo —respondió ella—. Fue suficiente.

—Supongo que sí. ¿Conoce a alguien que haya estado en alguna misión en el Tenandrome?

—En Pellinor podrán decirle —replicó, tras menear negativamente la cabeza—. Pruebe allí. —Se quedó pensativa—. Ha viajado mucho en estos años. No es la primera vez que se marcha.

—¿Adónde fue en esos viajes? ¿Se lo dijo alguna vez?

—Sí. Se ha vuelto un apasionado de la historia. Pasó una quincena en Grand Salinas. Hay algún museo en órbita allí.

Grand Salinas fue el lugar de la primera derrota de Christopher Sim, el lugar donde la Resistencia dellacondana estuvo a punto de morir.

—Quizás haya ido a Hrinwhar —dijo de pronto.

—¿Hrinwhar? —El famoso ataque. Pero si Hrinwhar no era más que una luna sin atmósfera.

La casa de Scott no era visible desde la entrada de la casa de Nasha, pero sí la colina donde estaba. Ella ocultó sus ojos de la luz del sol y miró hacia allá.

—Para ser sincera, creo que Josh se alegra de que Scott se haya ido. Hemos llegado a un punto en que nos sentimos incómodos cuando anda cerca.

Hablaba con voz quebrada, fría. Pude notar incluso una pizca de rabia.

—Gracias —le dije.

—De nada.

Le pregunté a cada persona con quien hablé si sabían la fecha de regreso de Scott. Sin resultado. Luego, contrariado, volví a Pellinor.

El cuartel regional de Investigaciones consistía en una media docena de edificios de estilos arquitectónicos muy diferentes, viejos y modernos, importados y locales. Una torre de cristal se erguía próxima a un bloque de oficinas puramente funcional, un trazado geodésico cuatripartito ocupaba un sitio adyacente a un templo gótico. El efecto de conjunto que se quería dar era, según la guía, el de representar el desprecio académico por el sentido del orden y la forma de la mente mundana: los motivos propios del erudito recreados en vidrio y material sintético.

Supongo que, en la época en que estuve en ese lugar en mis viajes, me hallaba demasiado influido por las historias de las guerras de Christopher Sim, porque mi impresión del lugar fue que había sido ensamblado bajo fuego enemigo.

La biblioteca se localizaba en el subsuelo del complejo. Se llamaba el Recinto de Wicker en honor a un antiguo administrador. (Me sorprendió el hecho de que los edificios, las alas y los laboratorios estuviesen dedicados a burócratas y benefactores. Los que habían viajado a las estrellas tenían que conformarse con una placa conmemorativa, y el nombre de unos veintitantos, que habían muerto en el cumplimiento del deber, había sido grabado en la piedra.)

Era tarde cuando llegué. La biblioteca estaba casi vacía. Las pocas personas que había, que parecían ser estudiantes o graduados, estaban sentadas en los terminales o se paseaban silenciosas a través de los archivos. Entré en una cabina, cerré la puerta y me senté.

Tenandrome—dije—. Material básico.

—Por favor, introduzca su tarjeta.

La voz salía de un micrófono situado sobre el monitor. Una voz masculina, erudita, de mediana edad. Yo lo hice. La iluminación se tornó de color azul cielo, apareció un rayo de luz en la oscuridad y se transformó en un diagrama de ejes y compartimentos hasta encontrar un diseño.

—El Tenandrome —dijo el narrador— fue construido hace ochenta y seis años estándar en Rimway, específicamente para explorar el espacio profundo. Es una de las naves de la clase Cordagne destinadas a la investigación. La transición al hiperespacio se hace mediante dos unidades gemelas de transporte, llamadas armstrong; el tiempo de recarga entre los dos despegues es de aproximadamente cuarenta horas. La nave está impulsada por termales de fusión acelerada, capaces de generar ochenta mil megavatios bajo condiciones normales.

Mientras, la imagen de la nave crecía en la cabina. Era gris, utilitaria, nada interesante. Dos grupos de compartimentos se configuraban en trazados paralelos, conectándose con la sección posterior por medio de un sistema de propulsión magnético (para maniobrar en el espacio lineal) y hacia delante por medio del puente.

Corté la descripción y pedí:

—La historia de la misión más reciente.

La nave flotaba en la oscuridad.

—Lo lamento. Esa información no está disponible.

—¿Por qué no?

—El diario de a bordo ha sido sacado de circulación porque está pendiente el sobreseimiento de asuntos judiciales relativos a supuestas irregularidades en el equipamiento. Razones de seguridad impiden obtener mayores datos en este momento.

—¿Qué clase de supuestas irregularidades?

—Esa información no está disponible.

—¿Fue breve la misión?

—Sí.

—¿Por qué?

—Esa información no está disponible.

—¿Cuándo habrá información disponible?

—Lamento decir que no tenemos datos para responder esa pregunta.

—¿Podría decirme cuál era el itinerario planeado del Tenandrome

—No —respondió después de un momento.

—¿No pertenece a los temas de información pública?

—Ya no. Ha sido borrado.

—Habrá alguna copia en alguna parte.

—No tengo esa información.

Los esquemas del Tenandrome centelleaban en la pantalla como si estuviera distraída.

—¿Dónde está ahora el Tenandrome?

—Está cumpliendo el segundo año de una misión de seis en las Profundidades de Moira.

—¿Podría darme la lista de la tripulación y del equipo de investigación del Tenandrome?

—¿Desde qué viaje?

—Desde los cuatro últimos.

—Puedo darle información de las misiones XV y XVI y del viaje actual.

—¿Y del viaje XVII?

—No está disponible.

—¿Por qué no?

—Ha sido clasificada.

Saqué la tarjeta y dirigí la mirada hacia fuera, donde a través de los vidrios se veía un parque iluminado. En la distancia, las luces destacaban las paredes oceánicas.

¿Qué diablos estaban escondiendo? ¿Qué podrían estar escondiendo?

Alguien lo sabía.

En algún lado, alguien lo sabía.

Anduve al acecho de empleados y burócratas de Investigaciones. Los abordaba en los bares, en el Museo Field, en los bancos de los parques, en las playas, en los iluminados corredores del cuartel de Operaciones, en los teatros y restaurantes de la ciudad, en los clubes mientras hacían deporte o jugaban al ajedrez.

Aunque no directamente, casi todos deseaban especular acerca del Tenandrome. La teoría más extendida, la que tenía más adeptos, era la versión de Chase Kolpath de que la nave se había topado con alienígenas. Alguien aseguró que varios buques navales habían sido enviados al lugar del descubrimiento y casi todos habían escuchado que varios de los jóvenes de la tripulación habían vuelto con el cabello blanco.

Corría una variación de esta historia: el Tenandrome había encontrado una vieja flota a la deriva y había intentado investigar. Pero había algo entre las cubiertas de las naves que los había desmoralizado a la hora de seguir con la búsqueda, forzando al capitán a suspender la misión y volver a casa. Un endocrinólogo de larga barba me dijo, con la honradez de un moribundo, que la nave había encontrado un fantasma. Pero no pudo o no quiso explicar más.

Una analista de sistemas entrada en años, con quien me puse en contacto una tarde frente al mar, me dijo que ella había escuchado que había habido un enclave alienígena en ese lugar, un conjunto de torres en una luna sin atmósfera. Pero los alienígenas habían muerto hacía tiempo, sin salir nunca de sus refugios. Agregó: «Lo que escuché es que las torres se habían abierto al vacío, desde dentro».

La versión más salvaje provino de un agente de alquiler de deslizadores, que afirmó que la nave había encontrado un vehículo lleno de humanos que hablaban un idioma desconocido, que no pudieron ser identificados y que eran idénticos a nosotros en lo fundamental («lo que quiere decir», musitó, «que sus órganos sexuales se complementaban con los nuestros»), pero que no tenían origen común.

Encontré a una mujer joven que había conocido a Scott. Siempre sucede, supongo, si se busca lo suficiente. Era escultural, delgada y atractiva, con una sonrisa encantadora. Acababa de romper con alguien (o él con ella; es difícil decirlo). Terminamos en un pequeño bar de uno de los acantilados. Se llamaba Ivana; era vulnerable por la noche. Pude haberla llevado a la cama, pero parecía tan desolada que no quise aprovecharme de su estado de ánimo.

—¿Dónde está? —le pregunté—. ¿No sabes adonde fue?

Aunque bebía demasiado, el alcohol no parecía afectarla.

—Fuera —dijo—. En algún lado. Pero va a volver.

—¿Cómo lo sabes?

—Siempre vuelve. —Había cierta acritud en su voz.

—¿Ha hecho más viajes como este otras veces?

—Oh, sí —respondió—. No es de los que se quedan.

—¿Por qué? ¿Adónde va?

—Creo que se aburre. Y va a los lugares de las batallas de la Resistencia. O a los museos y monumentos; no sé bien a cuáles.

El ruido crecía en el bar, de modo que la llevé fuera pensando que el aire fresco nos ayudaría a los dos.

—Ivana, ¿qué te dice cuando vuelve? ¿Te habla de algo de lo que vio?

—La verdad que no me habla de eso, Alex. Y nunca se me ha ocurrido preguntarle.

—¿Le has oído hablar de Leisha Tanner?

Iba a decir que no, pero cambió de idea.

—Sí —dijo con el rostro iluminado—. La mencionó un par de veces.

—¿Qué dijo de ella?

—Que estaba tratando de averiguar algo respecto a ella. Es un personaje histórico o algo así. —El océano se revolvía bajo nuestros pies como una bestia oscura—. Es un hombre extraño; a veces me hace sentir incómoda.

—¿Cómo le conociste?

—Ya ni me acuerdo. En una fiesta, me parece. ¿Por qué? ¿Por qué te importa?

—Por nada —respondí.

Eso provocó en ella una sonrisa melancólica, adorable.

—¿Por qué te interesa Scott?

Me sorprendió entonces. Yo le conté mi falsa historia, y le resultó simpático que no pudiera dar con él.

—Cuando lo vuelva a ver —me dijo—, le voy a decir que estuviste aquí. —Bebimos más y también caminamos un rato. La noche invitaba y sus encantos crecían mientras paseábamos—. Se ha vuelto muy extraño —añadió. Había hecho la misma observación varias veces esa noche—. No lo reconocerías.

—¿Desde lo del Tenandrome?

—Sí. —Nos detuvimos. Ella se asomó a la baranda mirando hacia el mar. Parecía perdida. El viento hacía flotar su chaqueta. Se la ajustó, ciñéndosela en torno al cuerpo—. Es hermoso estar aquí afuera. —La Pecera no tiene satélite, pero en las noches claras, el cielo está dominado por La Dama Velada, que es mucho más luminosa y embriagadora que la luna entera de Rimway—. Trajeron algo con ellos, al regresar. Los del Tenandrome. ¿Lo sabías?

—No —respondí.

—Parece ser que nadie sabe nada. Pero hubo algo. Nadie quiere hablar de eso, ni siquiera McIras.

—¿La capitana?

—Sí. Una zorra con mucha sangre fría. —Su mirada se endureció—. Llegaron y de nuevo tuvieron que irse. A otra larga misión. La tripulación partió casi antes de que se supiera que habían llegado.

—¿Y el equipo de investigadores?

—Se fueron. Habitualmente vuelven a casa y después retornan aquí para recibir instrucciones. Esta vez no. Nunca los volvimos a ver, excepto a Hugh, por supuesto.

Caminábamos otra vez. El frente de agua de Pellinor era brillante y seductor, con sus luces centelleantes flotando en el agua.

—En un sentido, nunca volvió a casa. No para quedarse, al menos. Siempre está fuera. Como ahora.

—Dijiste que acostumbra a ir a los campos de batalla. ¿Adónde, por ejemplo?

—A la Ciudad del Peñasco la última vez. A Ilyanda. A Radin'hal. A Grand Salinas. —Era una lista de nombres de la Resistencia—. Sí —prosiguió al ver mi reacción—. Tiene una idea fija: los Sim. No sé qué será, pero está buscando algo. Vuelve a casa después de semanas o meses de estar fuera y regresa a Investigaciones un par de días. Luego nos enteramos de que ha vuelto a partir. No era así antes. —Le temblaba la voz—. Yo no lo entiendo.

Para que nadie piense que no me estaba esforzando lo suficiente, intenté también una aproximación directa. Hacia el final, después de que mis investigaciones informales me hicieron avanzar tanto como fue posible, fui derecho al edificio de Administración y pedí ver al director de Operaciones Especiales. Su nombre era Jemumba.

Me enviaron a un secretario, que me pidió que especificara mi solicitud y dijo que volverían a contactar conmigo en, tal vez, seis meses. Al final pude hablar con uno de los investigadores, que negó que algo anormal hubiese pasado. Sí, había escuchado los rumores, pero en esta actividad siempre los había. Él podía asegurarme, sin posibilidad de error, que no existían alienígenas en aquel lugar, al menos no en los mundos que Investigaciones había conocido. También el rumor de que había habido imprevistos de alguna clase en el Tenandrome era una burda mentira.

Me explicó que restringir la información referente al vuelo era una operación de rutina cuando había algún tipo de demanda legal. Y había una gran cantidad de expedientes legales referentes al Tenandrome XVII.

—Un fallo en una nave grande no es ninguna tontería, señor Benedict —me explicó, preciso y sin apasionarse—. El servicio ha incurrido en gastos considerables y el tema de la responsabilidad es muy complicado. Sin embargo, le anticipamos que todo quedará aclarado en un año aproximadamente. Cuando eso tenga lugar, usted podrá acceder a toda la información que quiera sobre el vuelo, la tripulación y el equipo de investigadores, que desde luego nunca se hace pública. Consideraciones privadas, ¿entiende? Por favor, déjeme su nombre y código. Nos pondremos en contacto con usted.

Así que no me quedó más remedio que ir a Hrinwhar. No hay vuelos regulares, por supuesto. Conseguí un Centauro y contraté a Chase para que pilotara ese aparato infernal. El despegue es aún más fuerte en un aparato pequeño; de modo que me sentí más enfermo de lo habitual al salir y al llegar, y juré que era la última vez.

No había necesidad de aterrizar. Hrinwhar era una roca de hierro niquelado, llena de cráteres, sin aire, localizada dentro de los anillos de un gigante gaseoso, por lo que, creo yo, el Ashiyyur había pensado que era un buen lugar para una base naval. Algunos dicen que el asalto a este lugar fue la hazaña más grande de Sim. Los dellacondanos alejaron de allí con un cebo a los defensores y tomaron la base sin dificultad. Se quedaron con muchos de los secretos más preciados del enemigo.

La evidencia física del recorrido permanece: un canal que fue una vez área de reparaciones de naves de guerra y piezas de metal y plástico esparcidas por la superficie. Probablemente, tal como se veía cuando Christopher Sim y sus hombres llegaron hace dos siglos.

Chase hablaba poco.

Tuve la ligera impresión de que me miraba más a mí que al paisaje.

—¿Suficiente? —me preguntó después de dar varias vueltas.

—No puede ser que esté aquí.

—No; aquí no hay nadie.

—¿Por qué vendría a este lugar salvaje y sombrío?