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Talinio. adj. Relativo a una retirada bajo presión. I. Escandalosamente tímido. II. Aplícase al que muestra o tiene cobardía. (Véase «cobardemente».)

SIN. Cobarde, débil, pusilánime, temeroso, informal, sin carácter.

Ludik Talino, qué mundo de rencores y conmiseración generó ese nombre durante más de dos siglos. Siempre le faltó el poder de un Judas o un Arnold, que habían traicionado con premeditación sus convicciones, que se habían comprometido activamente en la ruina de los hombres a quienes debían lealtad. Talino nunca fue un traidor en ese sentido. El punto de vista universal era que, antes que sentido moral, le faltó valor. Nadie creyó nunca que hubiera vendido a su capitán al enemigo. Pero el acto del que siguió siendo acusado, y por el que su nombre terminó siendo sinónimo de cobarde, fue en este sentido aún más despreciable: había huido en el momento crítico.

Introduje «Talino» en la biblioteca y pasé la tarde leyendo acerca de la vieja historia.

Los registros contemporáneos eran fragmentarios. No se tenía conocimiento de que alguna de las naves dellacondanas originales hubiera sobrevivido a la Resistencia, las redes de datos completas habían sido barridas y pocos testigos de los primeros años permanecían vivos.

Poco se sabe también del hombre. Pudo haber sido un dellacondano, no obstante hay evidencia de que nació en la Ciudad del Peñasco, e incluso un importante historiador dice que creció en Rimway. Lo que sí se sabe es que era ya un técnico diplomado que ejercía en uno de los numerosos buques de Dellaconda en el inicio de la guerra.

Sirvió como especialista en armas y piloto en el Proctor antes de asumir su último puesto a bordo del célebre crucero de Sim, el Corsario.

Por lo que se sabe, peleaba con distinción. Una tradición dice que fue elogiado personalmente por Sim después de Grand Salinas, aunque los registros se han perdido y nunca será posible confirmarlo. En cualquier caso, permaneció en ese fabuloso buque en los gloriosos días de la Resistencia, cuando el Corsario encabezaba el grupo aliado de sesenta naves y destructores que mantenían alejados a los escuadrones del Ashiyyur. Poco después Rimway, Toxicón y los otros sistemas del interior reconocerían el peligro común, enterrarían sus viejos odios y se unirían a la guerra. Pero para entonces Christopher Sim y el Corsario ya habían desaparecido.

Después de Grand Salinas, cuando los dellacondanos y sus aliados quedaron reducidos a unos pocos desesperados, Sim condujo los remanentes de su flota a Abonai para repararla y rearmarla. Pero el Ashiyyur, viendo la oportunidad de destruir a su viejo enemigo, presionó con tal dureza que los dellacondanos tuvieron que prepararse para un combate que sabían que sería el último.

Y entonces, en vísperas de la batalla, sucedió algo que provocó un debate histórico durante dos siglos.

La mayoría de los testimonios sostienen que Talino y los otros seis tripulantes del Corsario se acobardaron, y, al no ver escapatoria, trataron de persuadir a su capitán para que abandonase esa lucha suicida y tratara de negociar con su tenaz enemigo; y que, cuando este rehusó, lo abandonaron. Se dice que dejaron un mensaje maldiciéndolos a él y a la guerra y que volaron hacia la superficie de Abonai.

Otros comentan que Sim, convencido él mismo de la futilidad de seguir resistiendo, llamó a la tripulación y la liberó de sus obligaciones. Siempre me sentí un poco incómodo con esta versión. Supongo que es muy fácil sentarse en un cuarto acogedor y condenar acciones realizadas bajo durísimas condiciones; pero de algún modo la idea de que Talino y sus camaradas pudieron haber sacado ventaja de su generosidad, y dejar a su capitán en semejante momento, parece más despreciable aún que la honesta cobardía de fugarse al amparo de la oscuridad.

Sin embargo, esto podría haber ocurrido, y este fue el hecho que originó la leyenda: el descenso de Sim en Abonai, la expedición a través de lagunas y pantanos de ese lugar desolado, la llamada de socorro a los desertores, mendigos y presos que habían escapado, o a los que habían dejado escapar, a ese mundo límite y, finalmente, por supuesto, su aventura inmortal con ellos contra tan feroz enemigo.

Eran tiempos de grandeza. Cada niño en la Confederación sabía la historia de los Siete hombres y mujeres anónimos de ese mundo temible, que aceptaron unirse a él y que, de ese modo, pasaron a la historia. Y de cómo murieron con Sim pocas horas más tarde, durante el encuentro final con el Ashiyyur, enlazados definitivamente con la leyenda. La mayoría de los investigadores coinciden en que debieron de haber tenido cierta experiencia naval, pero algunos mantienen que podría haberse tratado solo de unos pocos técnicos. Como sea que sucediera, ha sido un tema muy tratado en tesis doctorales, novelas, bellas artes y tragedias.

Había pocos datos personales de Talino. Nacimiento y muerte. Graduación en Ingeniería en la Universidad Schenk, en Toxicón.

Abandonó a su capitán. Sin cargos registrados, porque la armada en la que servía dejó de existir poco después del crimen.

Busqué la tragedia impresionista de Barcroft, Talinos. (Él le agrega la ese final para darle al nombre un aura aristocrática y para lograr un efecto dramático.) Solo pensaba hojearla, pero quedé atrapado desde el primer acto. Y eso que yo no soy aficionado al teatro clásico.

Talino aparece como una figura ambiciosa y melancólica de gran presencia física y con barba. Le consume el odio contra el Ashiyyur y contra los poderosos mundos que se imponen ciegamente, mientras la pequeña fuerza de los aliados queda poco a poco reducida a la impotencia. Su lealtad hacia Christopher Sim y su pasión por Inaissa, la joven esposa cuyo matrimonio jamás conoció la paz, dinamizan la acción. El drama se sitúa en vísperas de la partida decisiva a Rigel.

Sim ha abandonado las esperanzas de salvarse, pero intenta que su tripulación no corra la misma suerte. Solo llevará al Corsario, asestará tantos golpes como pueda y aceptará una muerte que tal vez logre unir a los mundos humanos. Le dice a Talino: «Si todavía no vienen, está a tu alcance salvar lo que puedas. Libérate. Deja La Dama Velada. Con el tiempo, la Tierra y Rimway se verán forzados a luchar. Entonces, tal vez, puedas volver y enseñarles a esos idiotas cómo derrotar a los mudos…».

El entorno gris y sombrío transmite pesimismo y angustia. Hay mucho de fortaleza medieval en la estación orbital de Abonai: sus armas pesadas, los senderos curvos, la guardia ocasional, el tono quedo en que los caminantes conversan, la densidad de la atmósfera. Sobre todo se respira un aire trágico. El curso de los acontecimientos parece cumplir un designio.

Pero Talino rechaza las órdenes de su capitán. «Envía a otro a reunir a los supervivientes», aduce. «Mi lugar está a tu lado.»

Sim, en un momento de debilidad, se muestra agradecido. Duda. Talino insiste: «No me humilles de este modo». Y Sim accede a regañadientes. Juntos van a emprender el asalto final.

Pero Talino debe transmitir las noticias a Inaissa. Ella había estado esperando una retirada general cuando se le informa de la determinación de Sim de morir «y llevarte con él a la muerte». Ella no iba a pedirle a su marido que lo traicionara, sabiendo que, de hacerlo y tener éxito, no habría para ellos posibilidad de un futuro feliz.

Consecuentemente, ella va a ver a Sim arguyendo que su muerte desmoralizaría tanto a los dellacondanos que se perdería la causa. Cuando ese recurso fracasa, pide que la dejen al frente de la consola de armas para estar con su esposo en el momento final.

Sim se siente tan conmovido por su ruego que ordena que Talino abandone la nave. Cuando el piloto objeta, es confinado en la estación orbital, desde donde puede ver a los técnicos completar las reparaciones en el Corsario y prepararlo para la batalla.

Observa además la llegada de la tripulación, reunida en esta hora crucial por su comandante. Trata de conectar los sistemas de a bordo para escuchar las conversaciones que tienen lugar en la nave, pero alguien ha cortado la alimentación exterior. Y pocos minutos después de embarcar, parten con las cabezas bien altas y los rostros rígidos.

Momentos después, vuelven a liberarlo. Sim había eximido a la tripulación de sus obligaciones. Talino trata de persuadirlos para que regresen a su nave, pero todos saben lo que pasará al día siguiente. Uno de ellos dice: «Si quedándonos lo pudiéramos salvar, nos quedaríamos. Pero no tiene sentido. Está dispuesto a morir».

Libre ya, Talino acude a Inaissa, para decirle adiós y retornar al lado de su capitán. Cuando ella se niega a dejarlo, él ordena que regrese por la fuerza a tierra. Pero su propia resolución fracasa muy poco después, y envía un mensaje a Sim: «Acepto la generosa oferta de mi capitán. No puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude…».

Pero Inaissa, decidida a acompañar a su esposo, se encierra en un baúl y logra colarse entre los Siete. Así, Talino pierde al mismo tiempo su honor y a su esposa.

La idea de que Inaissa fuera una de las voluntarias era parte de un mito del que no tenía noticias. Había dos esculturas fulgurantes realizadas por artistas del período mostrándola a bordo del Corsario. Una de ellas la recreaba frente a una consola, con Sim visible a su izquierda, y la otra representaba el momento de su encuentro con el capitán.

Existían cientos de variantes de la historia e incontables argumentos acerca de los motivos de Talino. Algunas veces se argüía que era un hombre con deudas de juego, que aceptaba dinero de agentes mudos; otras se le presentaba enfadado por no haber recibido órdenes; a veces era el rival de Sim en algún amor ilícito, y preparaba deliberadamente la muerte de su jefe.

¿Dónde estaba la verdad en todo ese enorme corpus de mitos y literatura? ¿Qué había querido decir Gabe?

Otros aspectos del hecho habían recibido también considerable atención. La novela de Arven Kimónides, Marvill, relata la experiencia de un joven que presencia la reunión de los Siete, pero que no toma partido y vive con sentimiento de culpa desde entonces. La tradición sostiene que Mikal Killian, el gran árbitro constitucional, que debía de tener dieciocho años en el tiempo de la acción de Rigel, se presentó como voluntario y fue rechazado. Wightbury sitúa a su famoso cínico Ed Barbar en la escena. (Ed no solamente no se propone como voluntario, sino que retiene a su lado a una jovencita con intenciones de alistarse que estaba, según él sentía, destinada para mejores cosas.) Por lo menos una docena más de novelas y dramas que estuvieron en circulación durante aquella época tenían como protagonistas a quienes habían escuchado la llamada de Sim o a quienes se encontraban con los Siete.

Hay también numerosos cortometrajes, montajes fotográficos y por lo menos una sinfonía importante relativos al tema. Tres de los héroes desconocidos se hallan de pie junto al gran capitán en la obra maestra de Sanrigal, Sim en las puertas del infierno. La esposa de Talino aparece entre los marginales y drogadictos en Inaissa, de Tchigorin. Y en Lagran escena final, de Momsen, un hombre harapiento ayuda a Sim a controlar el ya destruido Corsario, mientras un piloto herido yace en la dársena y una mujer, que debe de haberse ganado la vida en las calles de Abonai, coloca los cargadores en la cabeza de las armas.

Yo sospechaba que Sim habría adecentado a su nueva tripulación y que el final, cuando llegó, debió de haber sido repentino y brutal. Pero, diablos, era una bonita obra de arte, aunque no tuviese mucho rigor histórico.

Los desertores fueron dejados de lado, para convertirse luego en objeto de abominación.

Talino vivió casi medio siglo más después de la muerte de su capitán. Se dice que su conciencia no dejó de atormentarlo y que anduvo de mundo en mundo a merced de una opinión pública indignada. Murió en Rimway, aparentemente casi demenciado.

No pude encontrar registro de Inaissa en las historias. Barcroft afirma que existió, pero no cita la fuente. (Alega haber hablado con Talino, pero tampoco lo prueba.) Tampoco consta que Talino la haya mencionado.

Los historiadores se divirtieron durante dos siglos poniendo distintos nombres a los voluntarios y también discutiendo si en verdad no habían sido seis u ocho. Con el paso de los años, sin embargo, los Siete trascendieron como héroes militares. Llegaron a simbolizar los más nobles sentimientos de la Confederación: la comunión entre el gobierno y los ciudadanos más conscientes.

Me preparé para volver a casa.

Por suerte, mis conexiones con el mundo donde había estado viviendo desde hacía tres años eran triviales. No tuve mucha dificultad para resolver mis cuestiones de trabajo; después hice los arreglos necesarios para vender la mayor parte de mis propiedades y empaqueté el resto. Dije adiós a las pocas personas que tenían para mí alguna importancia. (Como se hace habitualmente, prometimos intercambiar visitas.) Sonaba a broma, si se piensa la distancia que hay entre Rambuckle y Rimway y cuánto odio yo las naves estelares.

El día en que debía partir llegó una segunda comunicación de Brimbury y Cía. Era una copia impresa:

«Lamentamos informarle que han irrumpido ladrones en la casa de Gabriel. Se llevaron parte del equipo electrónico, los objetos de plata y unas pocas cosas más. Nada de valor sustancial. Dejaron los artefactos. Hemos tomado las precauciones necesarias para impedir que se repita».

Parecía una sospechosa coincidencia. Me pregunté por la seguridad del archivo Tanner y consideré la posibilidad de preguntar por él a los abogados antes de iniciar el viaje a Rimway. Pero teniendo en cuenta la distancia, no obtendría la respuesta sino veinte días después. Así que deseché la idea, producto de mi imaginación exaltada, y me dirigí a casa.

Como he mencionado, detesto los vuelos estelares y los he evitado cuando he podido. Es común que la gente tenga náuseas durante las travesías entre el espacio armstrong y el espacio lineal, pero para mí era especialmente difícil. También me costaba adaptarme a los cambios de gravedad, de tiempo y de clima.

Además, también están la incertidumbre y las molestias de la situación. En esos días, nunca se sabía si uno iba a llegar a su destino. Las naves que surcaban el espacio armstrong no podían determinar su posición con respecto al mundo exterior. Eso hacía que la navegación fuera muy imprecisa. Todo se hacía por cálculos aproximados; es decir, que aunque los ordenadores solo medían con certeza el tiempo de a bordo, tratando de compensar las incertidumbres de la entrada, se confiaba en que todo saliera bien. Ocasionalmente, los vectores se desplazaban y las naves se materializaban a mil años luz de su destino.

Aunque la peor perspectiva era la de volver al espacio lineal dentro de un objeto físico. Si bien las estadísticas desmentían la frecuencia de este hecho, yo no podía evitar pensar en eso cada vez que la nave se preparaba para partir.

De hecho, hay evidencia de que eso fue lo que pasó con el Hampton, un siglo atrás. El Hampton era un pequeño crucero que, como el Capella, desapareció en el espacio. Llevaba una carga de manufacturas y una colonia de mineros al sistema Marmichon.

A la hora en que la nave tenía que salir, un planeta exterior (el gigantesco planeta gaseoso Marmichon VI) hizo explosión. Nadie todavía ha podido explicar cómo un mundo pudo explotar sin ayuda externa. Se dijo entonces que la nave se materializó en el corazón de hierro del planeta y que el combustible antimateria de la unidad de propulsión armstrong provocó la explosión.

Los generadores armstrong estaban equipados con deflectores que creaban un campo con fuerza suficiente para despejar algunos átomos y hacer sitio para la transición de la nave al espacio abierto. Cualquier cosa de mayor tamaño que vagara por aquella área en el momento crítico ponía a la nave en situación de riesgo. El peligro real era escaso, por supuesto. Se requería que las naves se materializaran bien lejos de los sistemas estelares. Eso brindaba cierta seguridad, pero alargaba los viajes. Antes, un viaje desde la salida armstrong al lugar de destino duraba dos veces más de lo que se tarda en la actualidad en trasladarse de una estrella a otra. No habría ido a ninguna parte que me costara más de cinco días de viaje alcanzar.

El vuelo a Rimway no fue una excepción. Me sentí muy mal al iniciar el viaje. Los camareros traían drogas para ayudar a la gente a pasar ese mal rato, pero ninguna me servía. Había aprendido a confiar en el alcohol.

Pese a todo, me gustaba volver a Rimway. Nos aproximamos por el lado oscuro; así pude ver los brillantes racimos de luz que señalaban las ciudades. El sol iluminaba desde un ángulo parte de la atmósfera. A través de la ventana de enfrente vi la luna, brumosa y turbulenta.

Se acercaba una tormenta.

Nos deslizamos en la órbita, cruzamos la terminal con la luz del día y, pocas horas después, marchábamos por los cielos bañados de sol hacia Andiquar, la capital planetaria.

Era una experiencia fascinante, pero aun así me prometí a mí mismo que mis vuelos interestelares se habían terminado. Estaba de nuevo en casa y por Dios que me iba a quedar allí.

Nos topamos con la ciudad nevada. El sol era débil en el oeste y lanzaba algunos dardos de luz contra las torres nevadas y los altos picos del este. Los extensos parques de la capital se habían desvanecido en la tormenta. En el Triángulo Confederado se reconocían los monumentos de los dos encumbrados hermanos, azules e intemporales, la pirámide dórica de Christopher Sim, que con su cima iluminada desafiaba a la oscuridad invasora, y, sobre la Fuente Blanca, el Omni de Tarien Sim, un globo fantasmal, símbolo del sueño del estadista de lograr una gran familia humana.

Me registré en un hotel, me adherí a la red de comunicaciones por si alguien me requería y fui a darme un baño. Era por la tarde, y estaba muy cansado. Sin embargo, no pude dormir. Después de aproximadamente una hora de mirar el techo, bajé las escaleras, me comí un sandwich y me puse en contacto con Brimbury y Cía.

—Estoy en la ciudad —les anuncié.

—Bienvenido a casa, señor Benedict —dijo su ia—. ¿En qué puedo servirle?

—Necesito un vehículo.

—En el tejado de su hotel, señor. Ahora lo arreglo. ¿Puede comunicarse mañana con nosotros?

—Sí —le respondí—. Probablemente cerca del mediodía. Y gracias.

Subí, recogí mi deslizador aéreo y presioné el código de localización de la casa de Gabe. Cinco minutos más tarde estaba elevándome por encima de la ciudad, hacia el oeste.

Los edificios y avenidas estaban llenos de paseantes protegidos de la nieve por luz gantner. Las pistas de tenis estaban llenas y los niños chapoteaban en las piscinas. Andiquar siempre había sido hermosa por la noche, con sus jardines, sus torres y plazas suavemente iluminadas y el ventoso Narakobo, silencioso y profundo.

Mientras yo flotaba sobre esa pacífica escena, la red de noticias informó de un ataque mudo a una nave de comunicaciones que se deslizaba muy cerca del Perímetro. Cinco o seis muertos. No se sabía con seguridad.

Volé sobre los límites occidentales de Andiquar. La nieve caía ahora con fuerza, de modo que incliné el respaldo del asiento y permanecí en la calidez de la cabina. La vista cambió unos pocos metros más adelante, dando paso a los espacios abiertos: los suburbios se transformaron en pequeños pueblos, se elevaron las colinas y aparecieron los bosques.

De vez en cuando un camino atravesaba el paisaje. Más o menos veinte minutos después, crucé el Melony, que había marcado con mayor o menor rigor los límites de los lugares poblados por el hombre cuando yo era chico.

Se puede ver el Melony desde el altillo de la casa de Gabriel. Cuando fui a vivir por primera vez allí, era un lugar indómito y misterioso. Un refugio para fantasmas, ladrones y dragones.

Una lámpara color ámbar, colocada como advertencia, señalaba la llegada. Descendí un poco. El bosque oscuro era inofensivo ahora, surcado por campos de deportes, piscinas y senderos curvos. Yo había visto cuánto había cambiado ese lugar salvaje a través de los años, cuando se fueron construyendo parques y casas y establecimientos de provisión. Y en aquella noche nevada volé sobre todo eso y supe que Gabe se había ido y que muchas cosas que él amaba se habían ido también.

Cambié al modo manual y me deslicé sobre las copas de los árboles viendo como la casa se materializaba a través de la tormenta. Al ver que todavía había un vehículo en el garaje (de Gabe, presumí), decidí estacionar en el patio de enfrente.

En casa.

Era casi con seguridad la única casa verdadera que había conocido. Me entristecía verla en pie, vacía y desnuda contra el cielo pálido y profundo. De acuerdo con la tradición, Jorge Shale y su tripulación se habían estrellado en las cercanías. Solo un historiador podría decir quién fue el primero en llegar a Rimway, pero todos saben en el planeta quién murió en el intento. Encontrar los restos había sido el primer proyecto importante en mi vida. Pero, en caso de que existieran, a mí me habían eludido.

La casa había sido alguna vez una posada de campo, que había reunido a cazadores y viajeros. La mayor parte de las tierras boscosas habían sido reemplazadas por casas de vidrio y patios cuadrados. Gabe había hecho todo lo posible para mantener la zona agreste.

Fue una pelea absurda, como lo son siempre las peleas contra el progreso.

Durante los últimos años que pasé con él, lo vi ponerse cada vez más irascible con los desgraciados que se mudaban a nuestro vecindario. Y dudo que muchos se entristecieran cuando él se marchó.

El altillo estaba en la parte superior de la casa, en el cuarto piso. Las persianas de las ventanas gemelas estaban cerradas. Las ramas más altas de los árboles las alcanzaban; una de ellas semejaba un trono; me gustaba escalarla y darle así un susto de muerte a Gabe. O al menos eso me hacía creer él.

Abrí la cabina y salí del vehículo. La nieve continuaba esparciéndose desde el cielo. En alguna parte, fuera de mi vista, había niños jugando. Se escuchaba el eco de ruidos provenientes de una avenida iluminada. Unas pocas casas más allá, pude escuchar el jadeo suave de unos corredores que atravesaban los patios y las calles.

Un poste de luz de sodio debajo de una encina arrojaba una blanda claridad sobre el vehículo y contra las melancólicas ventanas de enfrente. Una voz familiar dijo:

—Hola, Alex. Bienvenido a casa.

La lámpara de la puerta de la entrada parpadeó.

—Hola, Jacob —contesté.

Jacob no era en verdad una ia. Era una sofisticada base de datos, cuya principal responsabilidad, al menos en los viejos tiempos, había sido mantener cualquier nivel de conversación que Gabe quisiera sobre el tema que deseara en cualquier momento. Eso habría sido un tratamiento poco frecuente y cruel para una ia. Pero a veces costaba tener en mente la verdadera naturaleza de Jacob.

—Me alegro de verte —añadió—. Lamento lo de Gabe.

La nieve tenía más de un palmo de grosor. No estaba vestido para la ocasión y todavía tenía restos en los pies.

—Sí, yo también.

La puerta del frente se abrió y la habitación se llenó de luz. En alguna parte cesó la música. Cesó. Era el tipo de cosas que le daba vida a Jacob.

—Fue inesperado. Lo voy a echar de menos.

Jacob estaba en silencio. Entré. Pasé junto a un demonio de piedra que había estado en la casa desde mucho antes de que yo llegara, me quité la chaqueta y fui a la sala, el lugar donde Gabe había grabado su mensaje final. Oí un crujido, como una rama quebrándose, y vi el fuego crepitando en la chimenea. Hacía mucho tiempo. Rambuckle había sido un mundo cilíndrico donde nunca hubo madera para quemar. Ni tampoco necesidad de ella. (¿Cuánto hacía que yo no veía la nieve o que no experimentaba las inclemencias del tiempo?)

Había vuelto, y, de pronto, me parecía que nunca me había ido.

—¿Alex? —Había cierta tristeza en su voz.

—Sí, Jacob. ¿Qué pasa?

—Hay algo que es necesario que sepas. —Se oía el tictac de un reloj en la parte trasera de la casa.

—¿Sí?

—No me acuerdo de ti.

Estaba a punto de sentarme en el sillón que había ocupado en el vídeo de la despedida.

—¿Qué quieres decir?

—¿Te informaron los abogados de que hubo un robo aquí?

—Sí, me lo dijeron.

—Aparentemente el ladrón trató de copiar mi unidad central. La memoria base. Debe de haber sido algo concerniente a Gabriel. El sistema estaba programado para efectuar un borrado completo ante tal eventualidad. No tengo registros de nada anterior a la reactivación por parte de las autoridades.

—¿Entonces cómo…?

—Brimbury y Cía. me programó para reconocerte. Lo que trato de decirte es que sé lo referente a nosotros, pero no tengo información directa.

—¿No es lo mismo?

—Hay algunas lagunas.

Pensé que iba a decir algo más, pero no lo hizo.

Jacob había estado allí durante veinte años. Desde que yo era un niño. Jugamos al ajedrez, revivimos las más grandes campañas de media docena de guerras y hablamos del futuro mientras la lluvia resbalaba en las ventanas. Planeamos viajar juntos alrededor del mundo y, más tarde, cuando mi ambición creció, hablamos de las estrellas.

—Te acuerdas de Gabe, ¿no es verdad?

—Sé que debo haberle resultado simpático. Su casa indica que se interesaba por muchas cosas, y estoy seguro de que sabía apreciar lo que es valioso. Me consuelo sabiendo que sí lo conocí, pero no, no me acuerdo de él.

Permanecí sentado algunos minutos escuchando el fuego y el sonido de la nieve en las ventanas. Jacob no estaba vivo. Los únicos sentimientos involucrados eran los míos.

—¿Y los archivos de datos? Entiendo que extrajeron algo de allí.

—Yo revisé el índice. Es bastante extraño, realmente. Se llevaron un cristal de datos. Pero no puede haberle sido de ninguna utilidad al ladrón. Necesita saber el código de seguridad para tener acceso.

—El archivo Tanner —exclamé con rápida certeza.

—Sí. ¿Cómo lo has sabido?

—Lo adiviné.

—Parece muy torpe robar algo que uno no puede usar.

—El resto de lo que se llevaron, las cosas de plata y todo lo demás, fue para despistar —dije—. Sabían lo que buscaban. ¿Cuántos eran? ¿No reconociste a ninguno?

—Cuando llegaron cortaron la energía, Alex. Yo no estaba en funcionamiento.

—¿Cómo lo hicieron? —pregunté.

—Fue fácil. Simplemente rompieron una ventana, entraron dentro del área de suministros y seccionaron algunos cables. Yo no tengo control sobre esa zona.

—¡Carajo! ¿No había ninguna alarma contra ladrones? ¿Algo para prevenir?

—Oh, sí. ¿Pero sabes cuánto hace que no hay delitos en esta área?

—No.

—Décadas. Literalmente, décadas. La policía pensó que era un desperfecto. Tardaron en responder. Y aunque lo hubieran hecho enseguida, un simple ladrón que estuviera familiarizado con el edificio, y que supiera con precisión lo que buscaba, habría perpetrado el robo en tres minutos.

—Jacob, ¿en qué estaba trabajando Gabe cuando murió?

—No sé si alguna vez tuve tal información, Alex. De verdad, no lo sé.

—¿Es bueno el sistema de seguridad del archivo Tanner? ¿Estás seguro de que el ladrón no puede acceder a él?

—Quizá en veinte años. Requiere tu voz, y usar un código de seguridad que está en posesión de Brimbury y Cía.

—Sería muy fácil para el ladrón obtener un registro de mi voz para duplicar. Mejor será notificárselo a los abogados para que tomen precauciones con el código.

—Eso ya se ha hecho, Alex.

—Tal vez los abogados sean cómplices.

—Ellos no tienen acceso al código. Solo pueden remitírtelo.

—¿Qué clase de código es?

—Una secuencia de dígitos, que tienen que ser dichos por tu voz, o facsímil, durante un período no inferior a un minuto. Esto es para protegerlo de un ataque de ordenadores de alta velocidad. Cualquier intento de violar las precauciones producirá la inmediata destrucción del archivo.

—¿Cuántos dígitos?

—La cifra recomendada es catorce. No sé cuántos usó Gabe.

Me senté lentamente, mirando el fuego. Las luces de las calles eran amarillas. El viento sacudía los árboles. La nieve se acumulaba contra el vehículo.

—Jacob, ¿quién es Leisha Tanner?

—Un momento.

Las luces de la habitación decrecieron. Afuera, en alguna parte, chirrió una puerta de metal al cerrarse.

Un holograma se formó cerca de la ventana: una mujer con un vestido de noche. Desde donde yo estaba, veía su cara en ángulo, como si su atención estuviera dirigida a la tormenta. Iluminada por la temblorosa luz de la chimenea y por la lámpara de sodio, se veía bellísima. Parecía estar perdida en sus pensamientos, con los ojos reflexivos, mirando sin ver el terreno nevado.

—Aquí tendría más de treinta años. Cuando esto se tomó, era instructora en la Universidad Tielhard de la Tierra. Está fechada alrededor del 1215 de nuestra era.

Seis años después de la Resistencia.

—Dios mío —exclamé—. Creí que iba a poder hablar con ella.

—Oh, no, Alex. Ella debe de haber muerto hace tiempo. Casi un siglo, de hecho.

—¿Qué relación tiene con el proyecto en que trabajaba Gabe?

—Imposible decirlo.

—¿Hay alguien más que pudiera saberlo?

—No, que yo sepa.

Me serví algo de beber, un Mindinmist, esta vez real.

—Cuéntame cosas de Tanner. ¿Quién era?

—Universitaria. Profesora. Muy conocida por sus traducciones del filósofo ashiyyurense Tulisofala. Todavía están en vigencia, y algunas opiniones autorizadas las consideran definitivas. Ella produjo también otras obras, la mayoría ya fuera de circulación. Enseñó filosofía y literatura ashiyyurense durante más de cuarenta años en varias universidades. Nacida en Khaja Luan, en 1179. Casada. Es probable que tuviera un hijo.

—¿Algo más?

—Era brillante como piloto. Autorizada para vehículos pequeños. Activista por la paz durante la guerra. Los registros también señalan que sirvió como oficial de inteligencia y diplomacia para los dellacondanos.

—Pacifista y servicio de inteligencia.

—Es lo que dicen los registros. Tampoco entiendo eso.

Jacob hizo rotar la imagen. Sus ojos se encontraron con los míos. La línea de la mandíbula tenía un tic de arrogancia. Sus labios entreabiertos, que no llegaban a sonreír, revelaban dientes blancos. La frente, probablemente demasiado ancha, estaba oculta tras un espeso cabello castaño.

—¿Estuvo en el Corsario durante la guerra?

Pausa.

—No hay mucha información en los archivos generales, Alex. Pero creo que no. Durante la guerra parece que estuvo asignada al Mercuriel, el buque insignia dellacondano.

—Pensaba que el Corsario era el buque insignia.

—No, el Corsario solo era una fragata. Sim lo utilizó para conducir a sus unidades al combate, pero no era muy adecuado para organizar y planificar funciones. El Mercuriel les fue donado por los rebeldes a mitad de camino de Toxicón durante la guerra. Estaba especialmente adaptado para comandar y controlar y fue bautizado por un voluntario toxi que murió en La Ranura.

—¿Sabes algo más de ella?

—Creo que puedo decirte el rango, la fecha de alta y cosas por el estilo.

—¿Nada más?

—Podría haber otra cosa interesante.

—¿Qué?

—Un momento. ¿Te das cuenta de que estoy revisando todo esto al tiempo que te lo voy diciendo?

—Bueno.

—Sí. Bien, también debes saber que es una figura sombría y que no hay mucho que…

—Sí, sí. ¿Adónde quieres llegar?

—Aparentemente, ella volvió de la guerra en un profundo estado depresivo.

—Nada raro.

—No. Yo también reaccionaría de ese modo. Pero ella no mejoró en mucho tiempo. Años, de hecho. También hay un dato que dice que ella visitó a Maurina Sim hacia 1208, un año después de la muerte de Christopher Sim en Rigel. No hay registros que yo pueda encontrar relativos al tema de conversación. Lo extraño es que trató de no ser vista durante largos períodos. En una ocasión, durante casi dos años. Nadie sabe por qué. Eso fue aproximadamente en 1217, después de lo cual no hay más informes de conducta anormal. Lo que por supuesto no quiere decir que no la hubiera.

Lo dejé por esa noche. Comí algo y ocupé una habitación en el segundo piso. La habitación de Gabe estaba también en ese piso y daba al frente del edificio. Entré allí, tal vez por curiosidad, pero también en busca de almohadas que me resultasen cómodas.

Había fotos por todas partes. La mayoría eran de las excavaciones, también vi algunas de cuando yo era pequeño y una de una mujer de la que, aparentemente, alguna vez estuvo enamorado. Su nombre era Ria, y había muerto en un accidente veinte años antes de que yo fuera a vivir con él. Me había olvidado de ella durante todos estos años que había pasado fuera. Gabe seguía otorgándole su lugar de honor entre los dos magníficos jarrones antiguos, probablemente europeos. Me tomé un rato para estudiar la imagen como no lo hacía desde mi infancia ni lo había hecho hasta ahora con mis ojos adultos. Tenía un aspecto bastante infantil: complexión delgada, cabello castaño corto, sentada como estaba con las manos sobre las rodillas, cercanas al pecho, en una posición que implicaba exuberancia desinhibida. Pero su mirada sugería algo más profundo y me dejó absorto un buen rato. Hasta donde sé, Gabe no volvió a estar comprometido afectivamente con ninguna otra mujer.

Había un libro en la mesita de noche: un volumen de poesía de Walford Candles. El título era Rumores de la Tierra. Aunque no lo conocía, sabía de la fama de Candles. Era uno de esos escritores a los que uno en realidad nunca lee, pero se supone que toda persona educada debería haber leído.

Sin embargo, el libro despertó mi curiosidad por otras razones: Gabe nunca se había mostrado muy aficionado a la poesía, Candles había sido contemporáneo de Sim y de Leisha Tanner y, cuando lo tomé entre mis manos, ¡el libro se abrió en un poema titulado Leisha!

Piloto perdido,

ella viaja en su órbita solitaria,

lejos de Rigel,

buscando en la noche

la Rueda estrellada.

Cruzando antiguos mares,

marca el curso del año;

nueve en el exterior,

dos en el centro.

Y ella,

vagando,

no conoce ni puerto

ni descanso

ni a mí.

Las notas a pie de página lo fechaban en 1213, dos años antes de la muerte de Candles y cuatro después del final de la guerra. Había ciertas discusiones respecto al estilo, y los editores comentaban que aquel poema se refería «presumiblemente a Leisha Tanner, que solía alarmar a sus amigos apartándose periódicamente de la vista de todos entre 1208 y 1216». No se daba ninguna otra explicación.