Las cortas y felices vidas de Eustace Weaver. III

Cuando Eustace Weaver inventó su máquina del tiempo comprendió que tendría el mundo en sus manos, mientras mantuviera su invento en secreto. Especulando en las carreras y la Bolsa, podía hacerse fabulosamente rico en muy poco tiempo. La única dificultad residía en que estaba sin un céntimo.

De pronto recordó la tienda donde trabajaba y la caja fuerte con una cerradura de tiempo que en ella había. Una cerradura de tiempo no suponía ningún problema para un hombre que tenía una máquina del tiempo.

Se sentó en el borde de la cama para pensar. Se metió la mano en el bolsillo para sacar los cigarrillos, y los sacó… pero junto con ellos salió un montón de dinero, ¡un puñado de billetes de diez dólares! Miró en los demás bolsillos y encontró dinero en todos y cada uno de ellos. Los amontonó encima de la cama y, tras contar los billetes grandes y calcular el importe de los pequeños, descubrió que tenía unos cuatrocientos dólares.

De repente comprendió lo ocurrido, y se echó a reír. Ya había avanzado en el tiempo y vaciado la caja fuerte del supermercado, utilizando después la máquina del tiempo para retroceder al momento en que la había inventado. Y como el robo, en tiempo normal, aún no había sucedido, todo lo que tenía que hacer era salir rápidamente de la ciudad y encontrarse a miles de kilómetros de distancia de la escena del delito cuando éste sucediera.

Al cabo de dos horas, estaba en un avión con destino a Los Ángeles —y la pista de Santa Anita—, sumido en profundas reflexiones. Algo que había olvidado considerar era el hecho aparente de que, cuando realizaba un viaje al futuro y regresaba, no se acordaba de lo que todavía no había ocurrido.

Pero el dinero había regresado con él. De igual modo regresarían los pagarés, los programas de las carreras de caballos, y las páginas financieras de los periódicos. Daría resultado.

En Los Ángeles, cogió un taxi hasta el centro y se alojó en un buen hotel. Ya era de noche, y consideró brevemente la posibilidad de viajar hasta el día siguiente para ahorrarse la espera, pero comprendió que estaba cansado y tenía sueño. Se acostó y durmió hasta el mediodía del día siguiente.

El taxi que abordó se vio mezclado en un atasco de tráfico, y no llegó a la pista de Santa Anita hasta poco después de la primera carrera, pero llegó a tiempo de leer el número del ganador en la pizarra de anuncios y anotarlo en su hoja volante. Presenció otras cinco carreras, sin apostar, pero anotando el ganador de cada carrera, y decidió no molestarse en presenciar la última. Abandonó la tribuna principal y buscó un lugar apartado donde nadie pudiera verle. Reguló la esfera de su máquina del tiempo hasta dos horas antes, y apretó el botón.

Pero no sucedió nada. Lo intentó nuevamente con el mismo resultado y entonces, una voz a su espalda dijo:

—No funcionará. Está en un campo desactivado.

Dio rápidamente media vuelta y se encontró frente a dos hombres jóvenes, altos y delgados, uno rubio y el otro moreno, con una mano en el bolsillo como si empuñaran una pistola.

—Somos miembros de la Policía del Tiempo —explicó el rubio—, y venimos del siglo veinticinco. Hemos acudido para castigarle por uso ilegal de una máquina del tiempo.

—Pe…pero —tartamudeó Weaver—, ¿có…cómo iba yo a saber que las carreras eran…? —Su voz se hizo algo más firme—. Además, todavía no he hecho ninguna apuesta.

—Eso es cierto —dijo el joven rubio—. Sin embargo, cuando descubrimos que el inventor de una máquina del tiempo la utiliza para ganar en cualquier juego de azar, le advertimos por ser la primera vez. Pero hemos seguido su pista y descubierto que el primer empleo que usted dio a su máquina del tiempo fue para robar dinero de una tienda. Y esto constituye un delito en todos los siglos. —Sacó algo parecido a una pistola de uno de sus bolsillos.

Eustace Weaver dio un paso atrás.

—No… no querrá decir que…

—Es exactamente lo que quiero decir —repuso el joven rubio, apretando el gatillo. Y esta vez, con la máquina desactivada, supuso el fin para Eustace Weaver.