Cuando Eustace Weaver inventó su máquina del tiempo fue un hombre feliz. Comprendió que tendría el mundo en sus manos, mientras mantuviera su invento en secreto. Podía convertirse en el hombre más rico del mundo, inmensamente más rico de lo que en sus sueños de avaricia había podido imaginar. Todo lo que debía hacer era realizar cortos viajes al futuro para enterarse de los productos que habían subido y de los caballos que habían ganado en las carreras, volver al presente y comprar esos productos o apostar a esos caballos.
Naturalmente, las carreras sería lo primero, pues necesitaría un gran capital para especular, mientras que, en una pista, podía empezar con una apuesta de dos dólares y transformarla rápidamente en miles. Pero tenía que ser en una pista; arruinaría demasiado de prisa a cualquier corredor con el que jugara y, además, no conocía a ninguno. Desgraciadamente, las únicas pistas que funcionaban entonces estaban en California del Sur y en Florida, lugares más o menos equidistantes, a los que sólo podría llegar pagando cien dólares por un billete de avión. No tenía ni una mínima parte de esa suma y tardaría varias semanas antes de ahorrar tanto con su sueldo de empleado de almacén en un supermercado. Sería horrible tener que esperar tanto, aunque fuera para empezar a hacerse rico.
De pronto recordó la caja fuerte del supermercado donde trabajaba, en el turno de la tarde, de una del mediodía hasta que el supermercado cerraba a las nueve. En esa caja fuerte debía de haber unos mil dólares como mínimo, y tenía una cerradura de tiempo. ¿Acaso había algo mejor que una máquina del tiempo para vencer a una cerradura de tiempo?
Cuando aquel día se fue a trabajar, llevó la máquina consigo; era compacta y la había diseñado para que cupiera en el estuche de la máquina fotográfica que ya tenía a fin de no tropezar con dificultades de ninguna clase si decidía llevarla a la tienda, y al meter el abrigo y el sombrero en el armarito también metió la máquina.
Trabajó como siempre hasta unos minutos antes de cerrar. Entonces se escondió tras un montón de cajas que había en el almacén. Estaba seguro de que, en el éxodo general, nadie le echaría de menos, y así fue. De todos modos, permaneció una hora en su escondite para asegurarse de que todo el mundo se había ido. Entonces salió, extrajo la máquina del tiempo del armarito, y se dirigió hacia la caja fuerte. Esta debía abrirse automáticamente al cabo de otras once horas; él reguló su máquina del tiempo para este mismo espacio de tiempo.
Asió fuertemente el tirador de la caja fuerte —gracias a uno o dos experimentos anteriores, había comprobado que todo lo que llevara, sostuviera, o agarrara, viajaba con él en el tiempo— y apretó el botón.
No sintió la transición, pero de repente oyó el chasquido de la caja fuerte al abrirse, y, al mismo tiempo, oyó diversas exclamaciones y voces excitadas a su espalda. Se apresuró a dar media vuelta, consciente del error que había cometido; eran las nueve de la mañana siguiente y los empleados del supermercado —los del primer turno— ya estaban allí, habían visto que la caja no estaba en su lugar habitual, y se habían quedado allí mientras decidían lo que debían hacer… cuando la caja y Eustace Weaver aparecieron súbitamente.
Por fortuna, aún tenía la máquina del tiempo en la mano. Rápidamente giró la esfera hasta el cero —que, según sus cálculos, sería el momento exacto en que terminara su labor— y apretó el botón.
Y, naturalmente, regresó antes de haber comenzado, y…