5. Desde el realismo a la intertextualidad

Una clara trayectoria nos lleva desde el énfasis sobre el realismo, en la teoría del cine de los años cincuenta y principios de los sesenta, hacia una relativización de e incluso ataque al realismo en nombre de la reflexividad y la intertextualidad a finales de los años sesenta, setenta y ochenta. Esta trayectoria nos conduce desde un interés «ontológico» por el cine como una descripción prodigiosa de las «existencias» de la vida real, a un análisis del realismo fílmico como una cuestión de convención y elección estética. El énfasis se desplazó al arte como REPRESENTACIÓN, es decir, semejanza, dibujo, copia, modelo; una palabra cuyas resonancias eran a la vez verbales/literarias y visuales, estéticas, semióticas, teatrales y políticas. (Todos estos significados, tal y como señala W. J. T. Mitchell (en Lentrinccha, 1990) tienen en común una relación triangular mediante la cual una representación lo es de algo o alguien, por algo o alguien, y para alguien). La teoría del cine, por tanto, se transformó gradualmente a sí misma, desde una reflexión sobre el objeto fílmico como reproducción de fenómenos profílmicos, hasta una crítica de la misma idea de reproducción mimética. El cine vino a ser considerado como texto, verbalización, acto de habla, no como la descripción de un hecho sino más bien un hecho en sí mismo, un hecho que participaba en la producción de cierto tipo de sujeto.

El propósito de esta parte será trazar un mapa de las ramificaciones ideológicas de este desplazamiento global desde cuestiones de realismo a cuestiones de representación e intertextualidad. El término REALISMO es por supuesto un término de una elasticidad poco frecuente, con una pesada carga, tal y como hemos visto, de incrustaciones milenarias de debates anteriores en filosofía y literatura. Dentro de la crítica del arte, el término realismo, aunque anclado en el fondo a la idea mimética occidental de que el arte imita a la realidad, adquiere significación programática sólo en el siglo XIX, cuando viene a denotar un movimiento en las artes figurativas y narrativas dedicado a la observación y a la representación exacta del mundo contemporáneo. Un neologismo acuñado por los artistas y escritores franceses del siglo XIX, el realismo estaba originalmente ligado a una actitud de oposición hacia los modelos románticos y neoclásicos en la ficción y la pintura. El objetivo de este movimiento, que consiguió" su formulación más coherente en Francia, pero que tuvo ecos y paralelos en todas partes, fue, en palabras de Linda Nochlin: «Dar una representación verdadera, objetiva e imparcial del mundo real, basada en una observación meticulosa de la vida contemporánea» (Nochlin, 1971, pág. 13). Las novelas realistas de autores como Balzac, Stendhal, Flaubert y George Eliot emplazaron a personajes intensamente individualizados, seriamente concebidos, en situaciones sociales típicamente contemporáneas. El impulso realista estaba acompañado por una dimensión social bajo la forma de una teleología de democratización implícita que facilitaba la emergencia de «grupos humanos más extensos y socialmente inferiores a la posición del sujeto asunto de una representación problemática-existencial» (Auerbach, 1953, pág. 491).

El realismo cinemático

Sin metemos en los embrollos intelectuales normalmente desencadenados por los intentos de una definición rigurosa del término «realismo», podemos situar varias tendencias amplias dentro del debate alrededor del REALISMO CINEMÁTICO. Algunas definiciones de realismo cinemático tienen que ver con la aspiración de un autor o una escuela de crear una representación innovadora, considerada como un correctivo de los cánones dominantes o del modelo literario o cinemático precedente. Este correctivo puede ser estilístico (como en el ataque de la Nueva Ola francesa a la artificialidad de la «tradición de calidad») o social (el neorrealismo italiano con la pretensión de mostrar la verdadera cara de la Italia de la posguerra) o ambas cosas a la vez: el Novo Cine brasileño que revolucionaba tanto las temáticas sociales como los procedimientos cinemáticos del cine precedente. Otras definiciones de realismo se basan en la cuestión de la verosimilitud, la adecuación putativa de una ficción a modelos culturales profundamente arraigados y ampliamente diseminados de «historias verosímiles» y «caracterización coherente». Definiciones relacionadas tienen que ver con el grado de conformidad de un texto con los códigos genéricos; se puede esperar del severo padre conservador, que se opone a la entrada en el mundo del espectáculo de su hija loca por las candilejas, que de forma «realista» aplauda entre bastidores su apoteosis al final de la película. Otra definición del realismo en la misma línea implica creencias relativas al lector o al espectador, un realismo de respuesta subjetiva, enraizado en menor medida en la exactitud mimética que en un fuerte deseo de creer por parte del espectador. Los teóricos influenciados por el psicoanálisis como Baudry y Metz, tal y como hemos visto, remarcaron los aspectos metapsicológicos de este deseo, por lo que la combinación del representacionalismo cinemático verosímil y una situación espectatorial que induce a la fantasía, conspiran para proyectar al espectador hacia un estado como el del sueño, donde la alucinación interna se confunde con la percepción real. Una definición puramente formal de realismo, finalmente, enfatizaría la naturaleza convencional de todos los códigos ficcionales, y presentaría al realismo simplemente como una constelación de mecanismos estilísticos, un conjunto de convenciones que en un momento determinado en la historia de un arte consigue, mediante el ajuste adecuado de la técnica ilusionística, cristalizar un fuerte sentimiento de autenticidad.

El cuestionamiento semiótico del tema del realismo cinemático se produce sobre el trasfondo de esas visiones críticas que consideraban al cine como esencialmente o intrínsecamente realista. Los medios mecánicos de reproducción fotográfica, tanto para Kracauer como para Bazin, aseguraban la «objetividad» esencial del cine. Que el fotógrafo, a diferencia del pintor o el poeta, no puede trabajar con la ausencia de un modelo, se suponía que garantizaba un nexo ontológico entre la representación fotográfica y lo que representa. Puesto que los procesos fotoquímicos implican un nexo indéxico entre el analogón fotográfico y su referente, la cinematografía aporta un impecable testigo de «las cosas tal y como son». Pensadores tan diversos como Panofsky, Kracauer, Bazin y Pasolini destacad al cine como un «arte de realidad» e incluso Metz, en su trabajo temprano, contrastó el signo lingüístico «arbitrario» e «inmotivado» con la imagen fotográfica «análoga» y «motivada».

La ideología y la cámara

Como resultado de los acontecimientos de Mayo del sesenta y ocho, las revistas de cine francesas Cahiers du Cinema y Cinéthique buscaban extrapolar las prácticas teóricas de Althusser para alcanzar una comprensión científica del cine como un aparato ideológico. Teóricos como Marcelin Pleynet, Jean-Louis Baudry y Jeanlouis Comoli cuestionaron la idealización de las capacidades supuestamente inherentes del cine para contar la verdad, señalando que la ideología burguesa estaba construida en el interior del mismo aparato. Jean-Louis Baudry defendió en «Los efectos ideológicos del aparato cinematográfico básico», que el aparato debe ser examinado en el contexto de la ideología que lo produce como un efecto; sostuvo la especificidad del aparato cinemático como un modo de representación y como una práctica material que consistía en su forma de realizar literalmente los mismos procesos mediante los que el sujeto se construye en la ideología. La función específica del cine como soporte e instrumento de la ideología era constituir al sujeto mediante la delimitación ilusoria de una posición central, creando así una «fantasmatización» y colaborando en el mantenimiento del idealismo burgués (Baudry, en Rosen, 1986). Marcelin Pleynet señaló (en Harvey, 1978, pág. 159) que la tecnología de la cámara estaba condicionada por el CÓDIGO DE LA PERSPECTIVA RENACENTISTA, es decir, la convención de la representación pictórica desarrollada por los pintores del Quattrocento, que descubrieron que el tamaño percibido de los objetos en la naturaleza varía proporcionalmente al cuadrado de la distancia desde el ojo.

Los pintores del Quattrocento incorporaron este código a sus pinturas para proyectar un espacio tridimensional sobre una superficie plana bidimensional, produciendo así la impresión de profundidad, una innovación que en última instancia llevó hasta los impresionantes efectos trompe-l’oeil. Presente en el interior de la cámara, el código funcionó, tal y como lo expresa Marcelin Pleynet, para «rectificar» cualquier anomalía en la perspectiva, así como para reproducir en toda su autoridad el código de visión especular tal y como fue definido por el humanismo renacentista».[1] Al incorporar la perspectiva artificialis a su aparato reproductivo, la cámara dio expresión al «espacio centrado» del «sujeto trascendental»; la imagen convergió hacia un punto de fuga, suponiendo un punto de vista privilegiado y unitario dirigido desde un espacio exterior imaginario. Más que simplemente grabar la realidad, la cámara traslada el mundo ya filtrado a través de una ideología burguesa que hace al sujeto individual, supuestamente libre y único, el foco y el origen del significado. El código de la perspectiva, además, produce la ilusión de su propia ausencia; deniega «inocentemente» su estatus como representación y hace que la imagen pase como si fuera realmente una especie de «pedazo del mundo».

Los semióticos del cine hablaron de la IMPRESIÓN DE REALIDAD engendrada por el cine, desencadenada por: a) la analogía perspectiva de la imagen fotográfica; b) la persistencia de la visión; y c) el EFECTO-PHI o «fenómeno del movimiento aparente», es decir el mecanismo perceptual-cognitivo mediante el cual la mente sitúa continuidades de movimiento incluso cuando percibe, como en el cine, nada más que una serie de imágenes estáticas. Gracias al efecto-phi, configuraciones cambiantes de luz y sombra son recibidas como el equivalente del movimiento material tangible. Jean-Paul Fargier defendió que la impresión de realidad era una parte constitutiva de la ideología producida por el aparato cinemático: «[La pantalla] se abre como una ventana, es transparente. Esta ilusión es la sustancia misma de la ideología específica ocultada por el cine» (Fargier, en Screen Reader I, pág. 28). En «Cine/Ideología/Crítica», Jean-Louis Comolli y Jean Narboni defendieron desde un marco althuseriano que:

Lo que la cámara registra en realidad es el mundo vago, no formulado, no teorizado, no meditado, de la ideología dominante […] mediante la reproducción de las cosas no como realmente son sino como aparecen cuando son refractadas a través de la ideología. Esto incluye cada fase en el proceso de producción: sujeto, «estilos», formas, significados, tradiciones narrativas; todas subrayan el discurso ideológico general (en Screen Reader 1, págs. 4-5).

Los comentaristas posteriores fueron rápidos en censurar semejante visión como monolítica y ahistórica, basada en una epistemología ingenuamente realista que virtualmente equiparaba la misma percepción con la ideología, llevando así a una condena cuasipuritana del aparato como una «máquina de influenciar» todopoderosa, contra la que toda resistencia resultaba vana. (La carencia de esperanza en subvertir el aparato no dejaba de tener relación con un cierto declive y derrota de la izquierda en el período, principios de sesenta, durante el que las teorías estaban siendo formuladas.) El modelo monolítico del cine no tuvo en cuenta posibles modificaciones del aparato, para «trucar» o distorsionar la perspectiva, procesos que podrían «desfantasmatizar» al espectador, o «lecturas» que podrían subvertir el modelo. Procedente de una perspectiva antísemiótica, Noel Carroll defendió en Mistifying Movies (1988) que el concepto de posicionamiento del sujeto era superfluo para el análisis político-ideológico, ya que la subordinación del sujeto al orden social reinante estaba mejor explicada por lo que Marx llamó el «obtuso impulso de las relaciones económicas» que por la hipótesis que se refiere a la construcción del sujeto.

El texto clásico realista

Los semióticos defendieron que la impresión de realidad en el cine estaba también reforzada por convenciones de construcción del relato. La noción de CINE CLÁSICO, formulada por primera vez por Bazin pero, seguidamente, ampliada y criticada por otros, denota un conjunto de parámetros formales que incluyen prácticas de montaje, trabajo de cámara y sonido. El cine clásico evoca la reconstitución de un mundo ficcional caracterizado por la coherencia interna, la causalidad plausible y lineal, el realismo psicológico, y la aparición de continuidad espacial y temporal. Esta continuidad se lograba, en el período clásico del cine de Hollywood, mediante una convención para la introducción de nuevas escenas (una progresión coreografiada desde plano de situación a plano medio y primer plano); mecanismos convencionales para evocar el paso del tiempo (fundidos, efectos de iris); técnicas convencionales para hacer imperceptible la transición de plano a plano (raccords de posición, raccords de dirección, raccords de movimiento e insertos para ocultar las inevitables discontinuidades); y mecanismos para implicar a la subjetividad (planos subjetivos, planos de reacción, raccords de mirada, música enfática). El cine clásico realista representaba la TRANSPARENCIA, es decir, el intento de borrar las huellas del «trabajo de la película» haciéndola pasar por «natural» y reproduciendo así el mundo vago y no teorizado del sentido común, es decir de la ideología dominante en el sentido de Althusser. Los semióticos del cine también se basaron en la noción de Barthes de EFECTOS DE REALIDAD ficcionales, es decir la orquestación artística de detalles aparentemente no esenciales como garantes de la autenticidad, designados, en la perspectiva barthesiana, para engendrar una aquiescencia tácita en la ideología de la verosimilitud. La exactitud representacional de los detalles era menos importante que su papel en la creación de la ilusión óptica de verdad. Al borrar los signos de su producción, el cine «dominante» persuadió a los espectadores para que tomaran tales simulaciones construidas en tanto que representaciones transparentes de lo real.

A través de tales procesos, mediante la combinación de los códigos de la percepción visual introducidos en el Renacimiento con los códigos de narración dominantes en el siglo XIX, el cine clásico de ficción adquirió el poder emocional y el prestigio diegético de la novela realista. En realidad, en su modelo dominante, el cine prolongó el régimen estético y la función social de la novela mimética del siglo XIX. En esta perspectiva, Colin MacCabe habló de TEXTO CLÁSICO REALISTA, definible como un texto fílmico o literario en el que una clara jerarquía ordena los discursos que componen el texto, una jerarquía definida en términos de una noción empírica de verdad. El cine dominante heredó de la novela del siglo XIX una forma precisa de estructuración textual que posicionaba al lector/espectador de un modo específico. Los textos clásicos privilegiaban ciertos discursos sobre otros; la narración proporcionaba un metalenguaje, un lugar de autoridad incuestionable desde el que los otros discursos podían comprobarse, rechazarse o aprobarse. El texto clásico era reaccionario no debido a algunas inexactitudes miméticas, sino más bien por su sometimiento autoritario respecto al espectador.

David Bordwell, entre tanto, defendió que la visión de MacCabe de la novela era simplista en comparación con la noción bakhtiniana, más matizada, como el lugar privilegiado de la heteroglosia o la rivalidad entre discursos. Al tiempo, basándose y criticando el trabajo de los semiólogos del cine, Bordwell defendió que los lugares comunes sobre la «transparencia» y la invisibilidad eran inútiles para ocuparse de los procedimientos narrativos del cine clásico. En La narración en el cine de ficción, Bordwell traza estos procesos en la medida en que tienen que ver con el cine clásico de Hollywood. Mediante la combinación de temas relacionados con la representación denotativa y la estructura dramatúrgica, Bordwell destaca los modos en que la NARRACIÓN CLÁSICA DE HOLLYWOOD constituye una configuración particular de opciones normalizadas para representar la historia y manipular el estilo. Defiende que el cine clásico hollywoodiense presenta individuos psicológicamente definidos como sus principales agentes causales, que luchan para solucionar un problema bien definido o para conseguir objetivos específicos; la historia finaliza, bien con la resolución del problema, bien con una clara consecución o no consecución de los objetivos. La causalidad que gira alrededor del personaje proporciona el principio unificador fundamental, mientras que las configuraciones espaciales están motivadas por el realismo, así como por la necesidad composicional. Las escenas se demarcan mediante criterios neoclásicos, unidad de tiempo, espacio y acción. La narración clásica tiende a ser omnisciente, altamente comunicativa y sólo moderadamente autoconsciente. Si se produce un salto en el tiempo, una secuencia de montaje o un fragmento de diálogo nos informa; si falta una causa, se nos informa de su ausencia. La narración clásica se sitúa como una «inteligencia editorial» que selecciona ciertos períodos de tiempo para tratarlos a gran escala, reduce otros y presenta otros de un modo altamente comprimido, mientras que, supuestamente, suprime los hechos inconsecuentes. El estilo clásico, entretanto, 1) trata la técnica cinematográfica como un vehículo para la transmisión mediante el syuzhet de la información de la fábula; 2) estimula al espectador a construir un tiempo y un espacio coherentes y constantes de la acción de la fábula y 3) consiste en un número limitado de mecanismos técnicos organizados en un paradigma estable y clasificado probabilísticamente de acuerdo con las exigencias del syuzhet. (La iluminación, por ejemplo, puede ser «de alta intensidad» o «de baja intensidad», proveniente de tres puntos o de una única fuente, difusa o concentrada. En una comedia, una iluminación de baja intensidad es más probable).

La écriture cinemática

Un término muy en circulación en todo el período de la posguerra es ÉCRITURE, o escritura. En realidad, se pueden trazar fácilmente los desarrollos principales de la historia intelectual de la posguerra, al menos en Francia, por las sucesivas inflexiones dadas a este término. Ya en Le Degré Zéro de l’Écriture, Barthes distinguió entre LANGUE/ESTILO y écriture, donde langue representa el «horizonte» de la misma posibilidad de escribir, estilo es la marca de la individualidad, y écriture representa el proceso de negociación expresiva entre la generalidad social del lenguaje y el estilo como una especie de repertorio personal de mecanismos. En 1960, Barthes distinguió entre ÉCIUVANTS (escritores), es decir, aquellos para los que el escribir es transitivo, un medio hacia un fin, y ÉCRIVAINS (autores), es decir, aquellos para los que escribir es una actividad llena de sentido en sí misma, un fin es sí mismo. Pero junto a la discusión literaria y filosófica de écriture, el discurso fílmico también llegó a orientarse hacia la constelación de conceptos que giran alrededor de la «escritura» y la «textualidad». El TROPO GRAFOLÓGICO, es decir la metáfora que compara la realización de una película con una especie de escritura, ha dominado la teoría y la crítica cinematográficas, especialmente en Francia, desde los años cincuenta, desde la «caméra-stylo» de Astruc (cámara-pluma) hasta la discusión de Metz sobre «cine y écriture» en Lenguaje y cine. Los directores de la Nueva Ola francesa eran especialmente aficionados a la metáfora de la escritura, hecho apenas sorprendente, dado que muchos de ellos comenzaron como escritores-críticos que consideraban el escribir artículos y el realizar películas como formas alternativas de écriture. En realidad la misma Nueva Ola formaba parte de un continuum discursivo de experimentación que incluía el noveau roman, el teatro del absurdo y otros experimentos en la música y las artes. La metáfora de la escritura, en cualquier caso, facilitaba un desplazamiento del interés desde el realismo a la textualidad, desde la situación o los personajes descritos al mismo acto de escribir.

La AUTORÍA fue definido por André Bazin, en «La Politique des Auteurs» (1975), como el proceso analítico de «elegir en la creación artística el factor personal como un criterio de referencia, y así postular su permanencia e incluso su progreso desde una obra a la siguiente».[2] La autoría se alimento por corrientes sucesivas de «cine arte» europeo y por producciones independientes en 16 mm. Los autoristas extendieron la noción de autoría individual, obvia en el caso de directores tan claramente artísticos como Eisenstein o Cocteau, a directores de la corriente dominante de los estudios como Hitchcock y Hawks. Mientras que la autoría en un sentido resucitaba un romanticismo descartado, al tiempo por las otras artes y por la teoría más avanzada, su proyecto de rastrear y construir personalidades autoriales introdujo al menos un tipo de sistema, aunque problemático, en el reino de los estudios fílmicos. Este lugar sistemático de autoría lo hacía aparentemente reconciliable con un híbrido llamado AUTOR-ESTRUCTURALISMO, ejemplificado por libros tales como el de Geoffrey Nowell-Smith, Visconti (1968). El autor-estructuralismo puso el nombre del director entre comillas, para enfatizar su visión del autor como un constructo crítico, más que una persona originaria, con una biografía de carne y hueso.

Tanto el estructuralismo como el postestructuralismo relativizaron la noción del autor como la única fuente que origina y crea el texto. Para Barthes el «autor» se convirtió en una especie de producto de la escritura. El autor nunca era más que la instancia de escritura, así como lingüísticamente el sujeto «yo» no es nada más que la instancia que dice «yo». Barthes habló, en cierto sentido demagógicamente, de la «muerte del autor» y el consecuente «nacimiento del lector» (Barthes, 1977, pág. 148). Foucault, entre tanto, anticipó una futura «anonimidad generalizada del discurso». El autor del cine, como consecuencia del ataque postestructuralista sobre el sujeto originario, tendió a desplazarse desde ser la fuente generadora del texto a convertirse meramente en un término en el proceso de lectura y expectación, un espacio donde los discursos se entrecruzan, una configuración cambiante producida por el entrecruzamiento de un grupo de películas que constituyeron históricamente formas de leer y mirar.

Ya que el concepto de escritura es performativo, más que un concepto de mera transcripción, socava de forma implícita la visión mimética que considera a la obra un reflejo, como el de un espejo, de la realidad preexistente. Para Barthes y los colaboradores de Tel Quel, ÉCRITURE evocaba prácticas literarias de vanguardia, así como el concepto filosófico elaborado por Jacques Derrida. Derrida defendió que los lingüistas saussurianos devaluaron de forma sistemática la escritura; mientras que la voz es considerada como la fuente y el signo de la verdad y la presencia, la escritura es considerada como secundaria y derivativa. Pero para Derrida écriture hace referencia a cualquier cosa que se opone a la fuerza centrífuga del discurso logocéntrico del habla como presencia, que deshace el logocentrismo mediante los tropos de la textualidad. La DECONSTRUCCIÓN, para Derrida (aunque el mismo Derrida raramente empleó el término), era la actividad crítica que extrae del interior de los textos filosóficos o literarios las lógicas contradictorias del sentido y la implicación. Al llamar la atención sobre los gestos figurativos del texto, la desconstrucción expuso el extremo hasta el cual todo lo que era excluido conscientemente del texto, todo lo que era desplazado hacia los márgenes, era en realidad necesario para su organización. La desconstrucción derridiana reduce las estructuras binarias en las que se supone que se basa el pensamiento logocéntrico: realidad/ apariencia, dentro/fuera, sujeto/objeto, desestabilizando los dualismos mediante la ruptura de la ilusión de prioridad que se concentra alrededor de uno de los términos.

De la «obra» al «texto»

Los semióticos prefirieron hablar no de películas sino de textos. El concepto de texto (etimológicamente «red», «haz») tendía a enfatizar el cine no como imitación de la realidad sino más bien como un artefacto, un constructo. El término tuvo el efecto corolario de un ascenso cultural para el cine; mediante un único golpe etimológico, el cine-como-texto llegó a tener todo el prestigio de la literatura. En «De la obra al texto», Barthes distingue entre OBRA definida como la superficie singular del objeto, por ejemplo, el libro que uno tiene en sus manos, es decir, la escritura leída como un producto completo que transmite un significado planeado y preexistente, en oposición a TEXTO, definido como un campo metodológico de energía, una producción en curso que absorbe conjuntamente al escritor y al lector. Barthes escribe: «Nosotros sabemos ahora que el texto no es una línea de palabras que libera un único significado “teológico” (el “mensaje” de un Autor-Dios), sino un espacio multidimensional en el que una variedad de escrituras, ninguna de ellas original, se mezclan y confluyen» (Barthes, 1977, pág. 146).

Barthes distingue más adelante en S/Z entre TEXTO LEGIBLE y TEXTO ESCRIBIRLE, o mejor entre aproximaciones legibles y escribibles a los textos. La aproximación legible privilegia aquellos valores perseguidos y asumidos en el texto clásico: unidad orgánica, secuencia lineal, transparencia estilística, realismo convencional. El texto legible sitúa el dominio autorial y la pasividad del lector. Al autor como Dios responde el crítico como «el sacerdote cuya labor es descifrar la Escritura del dios» (Barthes, 1974, pág. 174). El texto escribible, por contra, estimula y provoca un lector activo, sensible a la contradicción y la heterogeneidad, consciente del trabajo del texto. Transforma a su consumidor en un productor, destacando el proceso de su propia construcción y promoviendo el juego infinito de la significación.

En su S/Z, un trabajo frecuentemente considerado como la primera obra de crítica literaria postestructuralista, Barthes realiza un inventario de los códigos necesarios para la producción del texto clásico «legible», en este caso la novela de Balzac, Sarrasine. La ilusión de realismo, para Barthes, se basa en el funcionamiento integrado de cinco códigos o «voces». (El logro paradójico de S/Z fue llamar la atención al mismo tiempo sobre las características legibles clásicas del texto de Balzac y su naturaleza escribible y multivoz). Entre estos códigos se encuentran los siguientes: 1) el CÓDIGO HERMENÉUTICO; 2) el CÓDIGO PROAIRÉTICO; 3) el CÓDIGO SÉMICO; 4) el CÓDIGO SIMBÓLICO; y 5) el CÓDIGO REFERENCIAL. Barthes, de forma bastante perversa, secuestra la palabra «hermenéutico» (del griego hermeneuein, «interpretar») de la disciplina clásica de la HERMENÉUTICA, la tradición filosófica y exegética de la interpretación, para referirse al código hermenéutico, es decir la inculación del enigma, la cuestión que ha de ser perseguida a través del texto, en suma todas la unidades cuya función es articular de varios modos una pregunta, su respuesta y una variedad de hechos fortuitos, que bien formulan la cuestión o retrasan su respuesta o, incluso, constituyen un enigma y conducen a su solución. Mientras Barthes compara el código hermenéutico con la Voz de la Verdad, constituyendo la solución del enigma el momento de revelación, la función del código hermenéutico es rechazar esta revelación, esquivar el momento de la verdad mediante la colocación de obstáculos, detenciones, derivaciones. El código hermenéutico regula la cadencia de los placeres permitidos por el texto, atrapando al lector/espectador en lo que Barthes llama el «striptease narrativo», retrasando la revelación final hasta el último momento.

El código hermenéutico engendra un conjunto de tácticas y mecanismos como una parte de esta prestidigitación narrativa. La TRAMPA es una omisión deliberada de la verdad, una burla o implicación que envía al lector/espectador hacia falsas callejuelas de significado. La EQUIVOCACIÓN mezcla verdad y trampa; mientras que centra la atención sobre el enigma, también ayuda a densificarlo. La RESPUESTA PARCIAL exacerba la expectación de verdad en gran medida como el desnudo parcial exacerba el deseo de una desnudez total. La RESPUESTA SUSPENDIDA constituye una detención afásica de la revelación; la respuesta es dada a entender y después se aleja de ella. ESTANCAMIENTO hace referencia al reconocimiento de la insolubilidad del enigma. Mientras que el texto clásico a menudo concluye con una completa revelación o desciframiento de la verdad, el texto modernista es aficionado a un estancamiento anticlímax.

Debido a que el realismo literario y el cinemático están tan cercanamente aliados, la totalidad de estas tácticas y mecanismos encuentran sus analogías en el cine. La trampa en Sarrasine consiste en la descripción que hace Balzac de los «delicados pies pequeños» de La Zambinella para sugerir que «él» es una mujer. La serie de televisión brasileña Grande Sertao: Veredas, del mismo modo, engaña al telespectador en lo referente al género del protagonista. La conversación (The Conversation, 1974), de Coppola, engaña al espectador mediante la utilización de nuestra creencia de que la pareja joven que está siendo espiada, simplemente porque son jóvenes y atractivos, deben ser inocentes. Hitchcock, en El enemigo de las rubias (The Lodger, 1962), «engaña» al espectador al lanzar de forma calculada sospechas sobre la figura titular mediante iluminación gótica, diálogo siniestro y coincidencias narrativas engañosas. Del mismo modo que el texto de Balzac miente al hacer referencia a «él» como «ella», Hitchcock miente en el falso flashback de Pánico en la escena. El «estancamiento» se produce, entre tanto, cuando la película enfatiza la insolubilidad de un enigma, por ejemplo cuando Buñuel, en El ángel exterminador (1962), rechaza explicar la imposibilidad de los invitados aristocráticos para abandonar la mansión. La explicación psiquiátrica final de Psicosis, por su parte, pretende ofrecer una revelación completa y definitiva, pero la misma pretensión de una explicación completa es en sí misma un especie de trampa. La pregunta del sheriff: «Entonces, ¿quién está enterrado en la tumba de la madre de Norman?», constituye un clásico ejemplo de «equivocación» diseñado para densificar el enigma al proporcionar una falsa orientación hacia la verdad. La revelación final de Psicosis consigue su impacto terrorífico casi por completo a través de la multiplicación de mecanismos hermenéuticos enterrados, como si fueran minas de tierra, a lo largo del territorio del texto: Todas las indicaciones falsas y evasiones que el texto ha presentado, magnifican la anticipación y curiosidad del espectador, de modo que la revelación de la respuesta al tiempo satisface las expectativas, y sorprende. El texto, de acuerdo con Barthes, intentará mentir, «tan poco como sea posible», una compunción que da lugar al doble sentido, haciendo el código hermenéutico, en este sentido, comparable a un discurso oracular que oculta tanto como revela.

La revelación de la verdad generalmente viene al final del relato clásico, lo que lleva a Barthes a comparar la narrativa hermenéutica con la oración gramatical, donde la clausura depende de un completa «predicación» del sujeto y el objeto. La oración/relato hermenéutico clásico expresa un sujeto y elide la curiosidad acerca del predicado, pero retrasa su conjunción mediante la mentira y la equivocación. Para el lector/espectador, el código hermenéutico fomenta la curiosidad. En Sarrasine, el enigma comienza con el título, que plantea la interrogación: ¿quién es Sarrasine?, del mismo modo surge el interrogante en: ¿quién es Ciudadano Kane?, una pregunta rápidamente suplantada por la cuestión: ¿cuál es el significado de «Rosebud»? Welles nos ofrece verdades parciales, pero nos excluye de forma sistemática de la plenitud. El joven Kane aparece con el trineo en la nieve, pero nada empuja al espectador a conectar esa visión con la palabra «Rosebud». Finalmente, los enigmas no están siempre tan claramente conectados con cuestiones de suspense o ambigüedades de personaje. El enigma, en una película de vanguardia como Wavelength, es simplemente del destino final del zoom simulado, la verdad del cual es al tiempo revelada y ocultada por el juego de palabras del título.

El código proairético de Barthes se refiere al código de las acciones. PROAIRESIS, para Aristóteles, era la capacidad de determinar racionalmente el resultado de las acciones. Así, el código proairético se refiere a la lógica de las acciones tal y como están gobernadas por las leyes del discurso narrativo. Barthes, en otra parte, ofrece un ejemplo de una película de James Bond, James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, 1964). Bond oye una llamada de teléfono; el código proairético asegura que se seguirá una ordenada secuencia de acciones narrativas. Bond contestará el teléfono, esperará una respuesta, conversará, colgará y actuará de acuerdo con el mensaje recibido (Barthes, 1977). El código de acciones está relacionado con la narración secuencial y su parcelamiento de los hechos en segmentos comprensibles; forma la armadura principal de un texto legible. Las acciones nombradas por el código proairético pueden ser triviales (una llamada de teléfono, un golpe en la puerta) o importantes (una declaración de amor, un asesinato, una fuga). El código de acciones funciona en conjunción con los otros códigos para producir un relato legible coherente.

El código de acciones ha recibido la mayor parte de la atención tanto en estudios antiguos como modernos de la forma narrativa. Aristóteles en la Poética define las acciones, más que los personajes, como el prerrequisito fundamental para el relato. Barthes considera las secuencias proairéticas como constructos artificiales de la lectura que obtienen características definitivas sólo mediante la acción de nombrarlas: «secuencias de besos», «secuencias de asesinatos», «secuencias de paseo por el jardín». El código de acciones en el cine se ocuparía de cuestiones tales como: a)¿qué acciones son consideradas objetos legítimos de representación fílmica?; b)¿qué acciones son prescritas (o proscritas) de modo convencional para situaciones específicas?; y c) ¿cuánto se va a mostrar de cada acción? La primera cuestión tiene que ver con lo que Metz llama lo VRAISEMBLABLE (LA VEROSIMILITUD) es decir las normas en evolución que se ocupan de lo que es considerado merecedor de representación narrativa. Las películas a menudo anexionan nuevo territorio para lo vraisemblable. Las primeras películas de Godard, por ejemplo, desafiaban constantemente los constreñimientos de lo vraisemblable al mostrar personajes utilizando baños públicos, un tipo de «acción» que en el cine anterior hubiera sido considerada como fuera de los límites (obscena) o carente de interés. La segunda cuestión tiene que ver con las expectativas del público, una especie de cálculo internalizado de las posibilidades narrativas, y la predisposición o la falta de predisposición de una película para satisfacer tales expectativas. La tercera cuestión, referente a cuanto de una acción debe ser mostrado, tiene que ver con las coordenadas espaciales y temporales de la representación fílmica de las acciones. La Grande Syntagmatique de Metz intenta introducir un mínimo de rigor en este asunto: ¿deben las acciones humanas complejas, tales como una cena, ser presentadas mediante una taquigrafía cinemática convencional o exploradas en lo que uno imagina que debe de ser su duración «real»? ¿Debe el asesinato de un policía ser representado de modo que incluya todos los detalles cruciales o debe ser evocado estenográficamente, de un modo fragmentado, como en Al final de la escapada?

El código sémico de Barthes tiene que ver con la CONNOTACIÓN, es decir un segundo nivel de significado relacionado con las asociaciones emotivas o afectivas conectadas, por ejemplo, a una palabra o un nombre propio. (Por ejemplo, las connotaciones de «primavera» para los europeos del Norte, incluyen: «renovación», «nuevo florecimiento», etc.) El código sémico para Barthes designa la constelación de mecanismos ficticios que tematizan personas, objetos y lugares. El código sémico asocia significantes específicos con un nombre, un personaje o un escenario. Barthes llama connotación sémica a una forma de «ruido» que a la vez nombra y disimula la verdad, cuya rica ambigüedad da textura a la ficción. El código sémico se basa en un alto grado de repetición cultural, por la cual la significación connotativa ha sido habitualmente asociada con objetos culturales dados. El teléfono en las películas del período fascista italiano, «películas de teléfono blanco», por ejemplo, venía a connotar «ambiente burgués» y «decadencia». La máquina de discos en las películas de Hollywood de los arios cincuenta connota «lugar de reunión para adolescentes».

En la práctica, es con frecuencia difícil separar el código sémico de la siguiente categoría de Barthes, los CÓDIGOS CULTURALES (REFERENCIALES), es decir, aquellos códigos que hacen referencia explícita o implícita a «aquello que todo el mundo sabe», a la sabiduría convencional sobre el tiempo, la medicina, la historia, en breve al «sentido común». (Barthes, en otro lugar, se refiere a la doxa, es decir la «voz de lo natural», todo lo que «surge sin decirlo», opiniones corrientes, significados repetidos). En su «S/Z y La regla del juego» un análisis de la película de Renoir desde una perspectiva barthesiana, Julia Lesage pone en relación los códigos culturales con el título de la película (La regla del juego, La régle du jeu, 1939): «Renoir presenta de forma explícita las reglas que gobiernan el matrimonio y el adulterio en la alta sociedad, las reglas de la caza, las reglas que rigen las relaciones entre amos y sirvientes y las reglas que rigen las relaciones de compañerismo (cortesía, amistad, honor, celos, cotilleo) entre amos y sirvientes». Lesage defiende que el tema de Renoir es la influencia sofocante de las «reglas del juego» que penetra en todo. Renoir, al tiempo, dibuja y «desnaturaliza» los rituales cotidianos y los códigos conductuales que prevalecen entre De las Chesnayes, entre los sirvientes y entre los dos grupos (Lesage, en Nichols, 1985).

La quinta categoría de Barthes, los códigos simbólicos, conlleva antítesis culturalmente determinadas que parecen no permitir mediación entre los términos. En el transfondo de la noción de Barthes de lo simbólico está el papel crucial de las oposiciones binarias dentro de la antropología de Lévi-Strauss, es decir, de las oposiciones culturales que forman parte de la «economía simbólica» de un mito, una cultura, un texto. El juego de lo simbólico se elabora en términos de la cultura como una totalidad, con sus oposiciones como hombre/mujer y naturaleza/cultura dadas por sentadas. El código simbólico organiza los campos de la antítesis en los que la cultura articula el significado a través de la representación diferencial de identidades simbólicas de modo que las oposiciones parecen naturales, inevitables y nolingüísticas. Sarrasine, tal y como señala Barthes, al tiempo asume y subvierte el binarismo simbólico del género mediante la atribución de cualidades masculinas o femeninas a sus personajes sin tomar en cuenta su identidad sexual «real», y mediante el dar deliberadamente indicaciones falsas al lector en términos del género del personaje del título. Lesage, en su extrapolación de los cinco códigos a Las reglas del juego, encuentra las siguientes antinomias: naturaleza/civilización; sinceridad/mentiras; vida orgánica/artefactos; vida/muerte; exterior/interior; clase baja/clase alta; sirvientes/amos; masculino/femenino; vida salvaje/propiedad; invernadero/casa solariega; y puerilidad/madurez.

El texto contradictorio

Diversos teóricos han tratado de alinear una versión de la desconstrucción de Derrida con el materialismo dialéctico. Jean-Louis Baudry, en «Escritura, ficción, ideología» (Afterimage 5, primavera, 1974), habló del revolucionario «texto de écriture» como caracterizado por: 1) una relación negativa con el relato; 2) un rechazo de la representabilidad; 3)un rechazo de una noción expresiva de discurso artístico; 4) una puesta en primer plano de la materialidad de la significación; 5) una preferencia por estructuras no lineales, permutacionales o seriales.[3] Entre tanto, en un artículo de 1969 «Cine/Ideología/Crítica» (en Nichols, 1985), Commolli y Narboni propusieron una taxonomía referente a las posibles relaciones entre una película y la ideología dominante, dispuesta en siete categorías, (los términos de resumen son nuestros) que van desde: a) PELÍCULAS DOMINANTES, es decir aquellas películas profundamente imbuidas de la ideología dominante; b) PELÍCULAS DE RESISTENCIA, que atacan la ideología dominante tanto en el nivel del significado como en el del significante; c) PELÍCULAS FORMALMENTE DE RESISTENCIA, aquellas películas que, aunque no son explícitamente políticas, practican la subversión formal; d) PELÍCULAS DE CONTENIDO POLÍTICAMENTE ORIENTADO, películas explícitamente políticas y críticas, por ejemplo las de Costa-Gavras, cuya crítica del sistema ideológico es socavada por la adopción del lenguaje y la imaginería dominantes; e) PELÍCULAS DE RUPTURA, es decir, películas que superficialmente pertenecen al cine dominante pero en las que una crítica interna abre una «fisura»; f) CINE EN VIVO I, es decir, películas que describen los hechos sociales críticamente pero que no desafían el método de descripción del cine tradicional ideológicamente condicionado; y g) CINE EN VIVO II, cine directo que simultáneamente describe de forma crítica hechos contemporáneos y cuestiona la representación tradicional.

La categoría e) de Narboni/Commolli fue con diferencia la más productiva del análisis interpretativo. La noción del «texto contradictorio» permitía una unión con la concepción lacaniana/althusseriana del sujeto humano «escindido». Los críticos del texto contradictorio estaban movidos por lo que Bordwell (1989, pág. 219) llama las metáforas del «error de San Andrés»: «rupturas», «vacíos», «grietas» y «fisuras». Paul Willemen señaló que los análisis de «vacíos y fisuras» pronto llegaron a ser bastante predecibles, conduciendo a la «conclusión familiar de que el “texto” bajo análisis está lleno de tensiones contradictorias, necesita de lectores activos y produce una diversidad de placeres».[4] Pero uno puede razonar que el problema se deriva en menor medida del modelo contradictorio en sí, o del proyecto «sintomático» generalmente interpretativo, que de la imposibilidad de ir más allá de parámetros puramente formales para unir las contradicciones textuales con las más amplias contradicciones sociohistóricas que impregnan el texto, el contexto y al espectador. La crítica de Bakhtin del formalismo, en este sentido, puede ser extrapolada para aplicarse a cualquier visión deshistorizante de los sistemas textuales. Aunque los formalistas describieron la CONTRADICCIÓN TEXTUAL mediante metáforas reminiscentes de la lucha social: «combate», «lucha» y «conflicto», su aproximación era en última instancia sólo metafórica, ya que la contradicción literaria tendía a permanecer en un mundo de textualidad pura herméticamente sellado. Pero, tal y como señala Graham Pechey, Bakhtin/Medvedev consideran seriamente las metáforas formalistas, especialmente esos términos que fácilmente resuenan a lucha de clases e insurrección, términos tales como «revuelta», «conflicto», «lucha» y «destrucción», pero los aplican por igual al texto y a lo social propiamente dicho.[5]

Por tanto, la visión semiótica del texto contradictorio podría ser fortalecida de forma útil mediante el concepto bakhtiniano de HETEROGLOSIA, es decir una noción de lenguas y discursos en competencia que se aplica igualmente al «texto» y al «contexto». El papel del texto artístico, dentro de un perspectiva bakhtiniana, no es el representar las «creaciones» de la vida real sino representar los conflictos, las coincidencias y las oposiciones de las lenguas y los discursos inherentes en la heteroglosia. Los lenguajes de la heteroglosia, señala Bakhtin, en términos que recuerdan las afirmaciones de Metz sobre códigos fílmicos que se desplazan mutuamente, pueden ser «yuxtapuestos» unos a otros, suplementar mutuamente unos a otros, contradecir unos a otros y estar interrelacionados dialógicamente» (Bakhtin, 1981, pág. 292): La formulación bakhtiniana es especialmente apropiada para películas que más que representar hechos «reales» humanamente llenos de intención dentro de una estética ilusionística, simplemente representan el choque de lenguajes y discursos: uno piensa en Todo va bien (Tout Va Bien, 1972), de Godard-Gorin, con su tripartito juego estructurante de lenguajes ideológicos (el del capital, el partido comunista y el maoísta) o The Man Who Envied Women, de Yvonne Rainer, con su yuxtaposición horizontal y su superimposición vertical de una amplia gama de voces y discursos (textos teóricos, clips fílmicos, fotos de prensa, anuncios, retazos de diálogo). Tales películas practican lo que Bakhtin llamó la «iluminación mutua de los lenguajes», lenguajes que se entrecruzan, chocan y se relativizan mutuamente unos a otros.

En el interior de una aproximación translingüística bakhtiniana, una heteroglosia conflictiva impregna el texto y el contexto, al productor y al lector/espectador. El texto se presenta como contradictorio por la diversidad de lecturas generadas por lectores que están situados en el tiempo y el espacio, que sostienen el poder o carecen de poder, cada uno acercándose al texto desde un ángulo dialógico específico. Partiendo de una tradición de «estudios culturales» derivada del marxismo, Stuart Hall, en su influyente ensayo «Encoding/Decoding» (Hal y otros, 1980), desarrolla su teoría de las LECTURAS PREFERIDAS. Hall considera los textos (en este caso textos televisivos) como susceptibles de diversas lecturas basadas en la contradicción político-ideológica, y sitúa tres estrategias de lectura generales en relación con la ideología dominante: 1) la LECTURA DOMINANTE: producida por un espectador situado para aceptar la ideología dominante y la subjetividad que produce; 2) la LECTURA NEGOCIADA: producida por el espectador que en gran parte acepta la ideología dominante, pero cuya situación provoca específicas derivaciones críticas «locales»; y 3) la LECTURA DE OPOSICIÓN, producida por aquellos cuya situación social los coloca en una relación directamente en oposición a la ideología dominante.

La naturaleza de la reflexividad

Dadas las limitaciones ideológicas del cine dominante, algunos analistas como Peter Wollen pidieron un CONTRACINE agresivo. El esquema de Wollen opuso a la corriente principal del cine un contracine, cuyo mejor ejemplo es el trabajo de Godard, bajo la forma de siete características binarias: 1) INTRANSITIVIDAD NARRATIVA, es decir, la ruptura sistemática del flujo del relato en lugar de la transitividad narrativa; 2) EXTRAÑAMIENTO en lugar de identificación (mediante actuación distanciada, desconexión sonido/imagen, interpelación directa, etc.); 3) PUESTA EN PRIMER PLANO frente a la transparencia (desplazamiento sistemático de la atención hacia el proceso de la construcción del significado); 4) DIÉGESIS MÚLTIPLE en lugar de la diégesis única; 5) APERTURA, apertura narrativa en lugar de cierre y resolución; la sujeción narrativa de cabos sueltos; 6) AUSENCIA DE PLACER, un texto que se opone a los placeres habituales de la coherencia, el suspense y la identificación; y 7) REALIDAD en lugar de ficción (la exposición crítica de las mistificaciones implicadas en las ficciones fílmicas).

El esquema de Wollen estaba obviamente en deuda con las teorías de Bertolt Brecht y no fue por accidente que muchos analistas del cine, a finales de los sesenta y los setenta, recurrieron con entusiasmo las teorías del dramaturgo alemán. El TEATRO ÉPICO de Brecht rechazó el teatro clásico, demandando en su lugar una estructura narrativa que era interrumpida, fracturada, disgresiva. La tendencia general era de argumentación más que de representación. El espectador tenía que permanecer fuera del drama más que ser empujado a su interior. El personaje era considerado como un epifenomenon de los procesos sociales más que la expresión de la voluntad individual y el deseo. La estrategia narrativa dominante era de montaje, la yuxtaposición de unidades autocontenidas, más que de crecimiento orgánico y evolución de una estructura homogénea. Al margen de los objetivos generales del teatro brechtiano (mostrar la red causal de los hechos, el cultivo de un espectador pensante activo, la desfamiliarización de realidades sociales alienantes, el énfasis en las contradicciones sociales y la inmanencia del significado) Brecht también propuso técnicas específicas para alcanzar estos objetivos: el rechazo de héroes/estrellas, interpelación directa al espectador, despsicologización. En términos de actuación, Brecht defendió un doble distanciamiento, entre el actor y el papel, y entre el actor y el espectador. Brecht también defendió el uso del GESTUS, es decir «la expresión mimética y gestual de relaciones sociales entre personas en un período dado», mediante las cuales una obra podría evocar dominación, sumisión, arrogancia, humildad y autodesaprobación basándose en la posición social. El gestus proporcionaba gestos exageradamente ideológicos evocadores de relaciones históricas más amplias. (El modo mecánico en el que el brazo derecho del doctor Strangelove se volvía rígido en un saludo nazi, en la película de Kubrick, podría citarse como un ejemplo efectivo de gestus).

Brecht también propuso un teatro productor de EFECTOS ALIENANTES; es decir mecanismos descondicionantes mediante los cuales el mundo social vivido se «hace extraño». Los efectos de alienación brechtianos van más allá de la «desfamiliarización» formalista ya que desencadenan una serie de rupturas sociales e ideológicas que nos recuerdan que las representaciones se producen socialmente. Más que un mecanismo estético que abre las puertas de la percepción, el efecto de alienación es un instrumento para reconcebir, y en última instancia cambiar, la misma realidad social. Con Brecht, el tema de la «alienación» estaba muy estrechamente vinculado a un análisis dialéctico de la ALIENACIÓN, el proceso mediante el que los seres humanos, bajo una perspectiva marxista, pierden control de su poder de trabajo, sus productos, sus instituciones y sus vidas. La normalidad burguesa, para Brecht, entumece la percepción humana y enmascara las contradicciones entre los valores profesados y las realidades sociales; de ahí la necesidad de un arte que liberaría los fenómenos condicionados socialmente del «sello de la familiaridad» y los revelaría como sorprendentes, como demandando una explicación, como otra cosa que naturales. (Aunque Brecht ideó estas técnicas para desmistificar a la sociedad capitalista, también han funcionado para criticar a las sociedades burocráticas-comunistas, como por ejemplo en El hombre de mármol, de Wajda).

Brecht propuso una estética de heterogeneidad caracterizada por lo que llamó la SEPARACIÓN RADICAL DE LOS ELEMENTOS, una técnica estructurante que funcionaba tanto «horizontalmente», es decir cada escena estaría radicalmente separada de sus escenas «vecinas», y «verticalmente», en que cada «banda» iba a existir en tensión con otras bandas. La estética brechtiana colocó escena frente a escena y banda (música, diálogo, letra) frente a banda. Música y letra, por ejemplo, estaban diseñadas para desacreditarse mutuamente más que para complementarse una a otra. Así, junto a una autonomía «horizontal» de escenas claramente demarcadas, el teatro épico desarrolla una tensión vertical entre los diversos estratos o bandas del texto. Numéro Deux, de Godard/Miéville, exacerba esta tensión al tener múltiples imágenes en el rectángulo de la pantalla jugando unas con y contra otras, y al hacer entrar en interacción fecunda y «diálogo» a las distintas temporalidades de las diferentes bandas. Las implicaciones de estas ideas brechtianas fueron retomadas no sólo por teóricos y analistas del cine, sino también por innumerables realizadores cinematográficos como Jean-Luc Godard, notablemente, Tomás Gutiérrez Alea, Alain Tanner y Herbert Ross. (El trabajo de Douglas Sirk, al igual que Brecht un producto de la escena teatral de Weimar, fue releído por los analistas del cine como un almacén de efectos de alienación, aunque el público en ese momento raramente los reconocía como tales).

Brecht propuso, finalmente, una profunda REFLEXIVIDAD, el principio de que el arte debe revelar los principios de su propia construcción, para evitar la «estafa» de sugerir que los hechos ficticios no eran «creados», sino que simplemente «sucedían». El teatro brechtiano, en este espíritu, reveló no sólo las fuentes de la iluminación y el andamiaje de los escenarios, sino también los principios narrativos y estéticos que sustentaban el texto. En realidad, en todos los debates que giran alrededor del arte y la política, la REFLEXIVIDAD vino a ser un término clave. El término fue en primer lugar tomado prestado de la filosofía y la psicología, donde originalmente hacia referencia a la capacidad de la mente para ser al tiempo sujeto y objeto de ella misma dentro del proceso cognitivo, pero se extendió metafóricamente a las artes con el fin de evocar la capacidad para la autorreflexión de cualquier medio o lenguaje. En el sentido más amplio, la REFLEXIVIDAD ARTÍSTICA se refiere al proceso mediante el cual los textos ponen en primer plano su propia producción, su autoría, sus influencias intertextuales, sus procesos textuales, o su recepción.

La inclinación hacia la reflexividad debe ser vista como sintomática del auto-escrutinio metodológico típico del pensamiento contemporáneo, su tendencia a examinar sus propios términos y procesos. Así encontramos a la reflexividad formando parte de diversos campos y universos del discurso —en la preocupación de la lingüística por la capacidad reflexiva de los lenguajes naturales, en el método psicoanalítico de basarse en las autorreflexiones transmitidas oralmente, en el uso cibernético del concepto reflexivo de «retroalimentación»—. La amplia noción de reflexividad generó una galaxia arremolinadora de términos satélite que señalan hacia dimensiones específicas de la reflexividad. Los términos asociados con la reflexividad, tal y como señala Luiz Antonio Coelho, pertenecen a familias morfológicas con prefijos o raíces que se derivan de la familia «auto», la familia «meta», la familia «reflejar», la familia «mismo» y la familia «textualidad».[6] Así, en el arte y la literatura encontramos una proliferación de términos críticos que designan prácticas reflexivas: FICCIÓN AUTOCONSCIENTE (Robert Alter) designa a esos novelistas (por ejemplo: Cervantes, Fielding, Machado de Asís) que llamaron la atención sobre el estatuto de artefacto de la novela; METAFICCIÓN (Waugh, 1984) es definida como la ficción sobre la ficción que comenta sobre su propia identidad lingüística o narrativa; y RELATO NARCISISTA es el «adjetivo figurado que designa esta autoconciencia textual» (Hutcheon, 1984, pág. 1); ARTE DEL AGOTAMIENTO (John Barth), se refiere al arte con la premisa de la imposibilidad virtual de la novedad en el período contemporáneo; ANTIILUSIONISMO se refiere a novelas o películas que toman una postura consciente contra la tradición realista de representación al destacar improbabilidades de la trama, los personajes o el lenguaje: AUTORREFERENCIALIDAD designa cualquier entidad o texto que se refiere o señala hacia sí mismo; MISE-EN-ABYME, se refiere al regreso infinito de los reflejos del espejo para denotar el proceso literario, pictórico o fílmico mediante el cual un pasaje, un fragmento o secuencia, agota en miniatura los procesos del texto como una totalidad. La AUTODESIGNACIÓN DEL CÓDIGO, finalmente, se refiere a una situación textual en la que un acto de comunicación se reproduce dentro de la estructura del mismo mensaje…

La política de la reflexividad

Una gran polémica ha girado en torno al tema de lo que podría llamarse la VALENCIA POLÍTICA DE LA REFLEXIVIDAD. Mientras que la crítica cultural angloamericana ha considerado con frecuencia la reflexividad como un signo de lo posmoderno, un punto en el que a un «arte del agotamiento» le queda poco que hacer excepto contemplar sus propios instrumentos o rendir homenaje a obras de arte anteriores, la facción izquierda de la teoría fílmica, especialmente aquella influenciada por Althusser así como por Brecht, ha considerado la reflexividad como una obligación política. Un avance fundamental del movimiento althusseriano en los estudios culturales fue la crítica del realismo y la tendencia, en la primera fase, era simplemente equiparar «realista» con «burgués» y «reflexivo» con «revolucionario». Los términos «Hollywood» y «cine dominante» se convirtieron en palabras código para «retrógrado» e «inductor a la pasividad». La identidad de «desconstructivo» y «revolucionario», entre tanto, llevó al rechazo en las páginas de revistas como Cinéthique de virtualmente todo el cine, pasado y presente, por «idealista». Pero ambas equiparaciones demandan un examen más cercano. En primer lugar, reflexividad y realismo no son necesariamente términos antitéticos. Una novela como Las ilusiones perdidas, de Balzac, y una película como Todo va bien, de Godard, pueden ser vistas como al mismo tiempo reflexivas y realistas, ya que iluminan las realidades cotidianas de las encrucijadas sociales de las que emergen, mientras que también recuerdan a los lectores/espectadores la naturaleza construida de su propia representación. Más que polaridades estrictamente opuestas, el realismo y la reflexividad son tendencias interpretativas capaces de coexistir dentro del mismo texto. Sería más exacto hablar de un «coeficiente» de reflexividad o realismo, y reconocer al mismo tiempo que no es una cuestión de una proporción determinada. Numéro Deux, de Godard-Miéville, por ejemplo, despliega de forma simultánea un coeficiente alto de realismo y de reflexividad.

El ilusionismo, entre tanto, nunca ha sido monolíticamente dominante incluso en el cine de ficción de la corriente general. El coeficiente de reflexividad varía de un género a otro (musicales como Cantando bajo la lluvia son clásicamente más reflexivos que los dramas sociales realistas como Marty [Marty, 1955]), de era a era (en la época contemporánea la reflexividad está de moda, incluso de rigueur), de película a película del mismo director (Zelig [Zelig, 1983] de Woody Allen, es más reflexiva que Otra mujer [Another woman, 1988]); e incluso de secuencia a secuencia dentro de la misma película. Incluso los textos más paradigmáticamente realistas —tal y como demuestran la lectura de Sarrasine realizada por Barthes, o la lectura de Cahiers de El joven Lincoln— están marcados por vacíos y fisuras en su ilusionismo. Pocas películas clásicas se ajustan perfectamente a la categoría abstracta de la transparencia, con frecuencia considerada como la norma en el cine de tendencia dominante. Tampoco puede uno simplemente asignar un valor positivo o negativo al realismo, o a la reflexividad, como tales. El interés de Marx en Balzac sugiere que el realismo no es inherentemente reaccionario. Lo que Jakobson llama REALISMO PROGRESIVO ha sido utilizado como un instrumento de crítica social en favor de las clases trabajadoras (La sal de la tierra [Salt of the Earth, 1954]), las mujeres (Julia [Julia, 1977]) y por las naciones emergentes del Tercer Mundo (La batalla de Argel, 1966). Las teorías de Brecht señalaban el camino más allá de la falsa dicotomía de realismo y reflexividad, dado que la reflexividad brechtiana pretende claramente alinear los procedimientos narrativos autorreferenciales al servicio de propósitos revolucionarios. La aproximación brechtiana asume la compatibilidad de la reflexividad como estrategia estética y el realismo como una aspiración. Brecht distinguió entre realismo «que simplemente deja al descubierto la red causal de la sociedad», un objetivo realizable dentro de una estética modernista reflexiva, y realismo como un conjunto de convenciones determinadas históricamente. Su crítica del realismo se centró en las convenciones osificadas de la novela del siglo XIX y del teatro naturalista, pero no en tanto que objetivo de la verdadera representación.

La equiparación generalizada de lo reflexivo con lo progresivo es también problemática. Los textos pueden o no poner en primer plano sus propios procedimientos; el contraste no puede ser siempre leído como de tipo político. Jane Feur habla, en relación con el musical, de REFLEXIVIDAD CONSERVADORA, es decir, la reflexividad que caracteriza a películas tales como Cantando bajo la lluvia, que pone en primer plano el cine como institución, que enfatiza espectáculo y artificio, pero en definitiva dentro de una estética ilusionística que tiene poco que ver con procedimientos o propósitos desmistificadores o revolucionarios. La reflexividad de una cierta vanguardia, del mismo modo, es eminentemente aceptable dentro de un formalismo «artístico». Uno podría hablar, de igual modo, de la REFLEXIVIDAD POSMODERNA de la televisión comercial, que es con frecuencia reflexiva y autorreferencial, pero cuya reflexividad es, a lo más, ambigua. The Letterman Show es implacablemente reflexivo, pero casi siempre dentro de una especie de cínica postura penetrante irónico reflexiva que mira con un ojo envidioso a todo posicionamiento político. Muchos de los aspectos distanciadores caracterizados como reflexivos en las películas de Godard parecen también tipificar muchos shows televisivos: la designación del aparato (cámaras, monitores, conexiones), la «ruptura» del flujo narrativo (mediante los anuncios); la yuxtaposición de fragmentos heterogéneos de discursos; la mezcla de formas documentales y ficticias. Sin embargo, más que desencadenar «efectos alienantes», la televisión es con frecuencia alienante en un sentido distinto. Las interrupciones comerciales que rompen la programación ficcional, por ejemplo, no tienen la intención de hacer pensar al telespectador, sino más bien, sentir y comprar. El humor autorreferencial señala al telespectador que el anuncio no debe ser tomado seriamente, y este estado relajado de expectación vuelve al espectador más permeable al mensaje publicitario.

La intertextualidad

Uno de las consecuencias de la aproximación semiótica al cine fue el cuestionamiento del realismo al enfatizar la naturaleza codificada y construida del artefacto fílmico. El arte era considerado como un discurso, que respondía no a la realidad sino a otros discursos. Julia Kristeva definió el cine y otros discursos artísticos como PRÁCTICAS SIGNIFICANTES, es decir, como sistemas significantes diferenciados. Trabajando sobre la concepción de Kristeva, Stephen Heath explicó la definición del modo siguiente:

significantes indica el reconocimiento del cine como un sistema de series de sistemas de significación, cine como articulación. Práctica acentúa el proceso de esta articulación […] toma el cine como un trabajo de producción de significación y al hacerlo así trae al análisis la cuestión del posicionamiento del sujeto dentro de ese trabajo, su relación con el objeto, qué tipo de «lector» y «autor» construye. Es específica para el análisis la necesidad de entender el cine bajo la particularidad del trabajo que implica, las diferencias que mantiene con otras prácticas significantes.[7]

La palabra práctica llego con matices marxistas-althusserianos proveniente de los procesos de transformación de una materia prima determinada en un producto determinado. El cine, así, implicaba en mayor medida la producción activa de significado que un relevo neutral o transferencia de significado. Tanto Kristeva como Heath abogaron, por lo tanto, a favor de un desplazamiento de la atención al significante y al sujeto de la enunciación. Kristeva define el texto como PRODUCTIVIDAD, como una producción que implica al tiempo al productor y al lector/espectador, con frecuencia bajo la forma de la desconstrucción de la sistematicidad y de la funciones comunicativas. Kristeva dio el nombre de SIGNIFIANCE al trabajo de las prácticas de diferenciación y confrontación en el lenguaje, refiriéndose tanto al trabajo productivo del significante como a la lectura productiva mediante la cual el productor y receptor del texto desconstruyen su sentido.

El término INTERTEXTUALIDAD comenzó como la traducción de Kristeva de la noción bakhtiana de DIALOGISMO. Bakhtin define dialogismo como «la relación necesaria de cualquier expresión con otras expresiones». (Una «expresión» para Bakhtin, puede hacer referencia a cualquier «complejo de signos», desde un frase hablada a un poema, o canción, o obra, o película.) Bakhtin considera el dialogismo como un característica definitoria de la novela, cognata con su apertura hacia la diversidad social de los tipos de habla. La palabra «dialogismo» en los escritos de Bakhtin incorpora progresivamente significados y connotaciones sin perder en ningún momento esta idea central de «la relación entre la expresión y otras expresiones». Bakhtin sigue la pista del DIALOGISMO LITERARIO tan lejos como para retroceder a los diálogos socráticos, con su representación agónica del enfrentamiento de dos discursos en competencia, y proseguir con los textos dialógicos y polifónicos de Rabelais, Cervantes, Diderot y Dostoievski, que Bakhtin opone a textos «monológicos» y «teológicos» que, de forma no problemática, afirman una única verdad. El concepto de dialogismo sugiere que cada texto forma una intersección de superficies textuales. Todos los textos son estructuras de fórmulas anónimas insertadas en el lenguaje, variaciones sobre esas fórmulas, citas conscientes o inconscientes, confluencias e inversiones de otros textos. En el sentido más amplio, el dialogismo intertextual se refiere a las posibilidades infinitas y siempre abiertas generadas por todas las prácticas discursivas de una cultura, la matriz completa de verbalizaciones comunicativas en el interior de las cuales se sitúa el texto artístico, y que alcanzan al texto no sólo a través de influencias reconocibles sino también a través de un sutil proceso de diseminación.

En su estudio de la vanguardia literaria, Kristeva explora el carácter dialógico de los textos de Sollers, Burroughs y Joyce, ya que evolucionan desde una tradición literaria que articula un complejo sistema compositivo, un montaje de discursos heterogéneos en el interior de un único texto. Para Kristeva, como para Bakhtin, todo texto forma un «mosaico de citas», un palimpsesto de huellas, donde otros textos puede ser leídos, aunque Kristeva tiende a limitar su atención a textos eruditos. El concepto de intertextualidad no se puede reducir a cuestiones de «influencia» de un escritor sobre otro, o de un realizador cinematográfico sobre otro, a «fuentes» de un texto en el viejo sentido filológico. Kristeva define la intertextualidad, en La Révolution du Langage Poétique, como la transposición de uno más sistemas de signos a otro, acompañada por una nueva articulación de la posición enunciativa y denotativa. Michael Riffaterre, entre tanto, define intertextualidad como la percepción por el lector de las relaciones entre un texto y todos los otros textos que lo han precedido o seguido.[8] Así el intertexto de una película tal como El resplandor (The Shining, 1979), de Kubrick, se puede decir que consiste en todos los géneros a los que la película hace referencia, por ejemplo las películas de terror y el melodrama, pero también a ese tipo de películas llamadas adaptaciones literarias, con las afiliaciones literarias concomitantes, como la novela gótica, y extendiéndose al canon completo de las películas de Kubrick, las películas de Jack Nicholson, y así sucesivamente. El intertexto de la obra de arte, así, puede incluir no sólo las otras obras de arte en la misma o en forma comparable, sino también todas las «series» dentro de las que el texto individual está situado.

Esta necesidad conceptual del intertexto es destacada en el análisis de Lévi-Strauss de los mitos americanos nativos. El antropólogo descubrió que un mito concreto sólo podía ser comprehendido en relación con un amplio sistema de otros mitos, prácticas sociales y códigos culturales. La historia individual vino a ser vista como un fragmento, que existía en articulación prolongada con otros sistemas, tales como estructuras de parentesco, planificación del poblado, arte corporal (tatuarse), así como con otros mitos. Eco habla de MARCOS INTERTEXTUALES, es decir, los diversos marcos de referencia invocados en el lector, que autorizan y orientan la representación, el llenar los vacíos y fisuras en el texto, guiar las inferencias del lector sobre la historia y los personajes al proporcionar indicaciones intertextuales. La intertextualidad es un valioso concepto teórico en la medida en que principalmente conecta el texto individual con otros sistemas de representación, más que con un «contexto» amorfo ungido con el dudoso estatus y la autoridad de «lo real», «la realidad». Incluso para discutir la relación de una obra con sus circunstancias históricas, estamos obligados a situar el texto en el interior de su intertexto y después relacionar a ambos, texto e intertexto, con los otros «sistemas» y «series» que forman su contexto.

Bakhtin habló de lo que él llamó las SERIES GENERADORAS PROFUNDAS de la literatura, es decir el dialogismo complejo y multidimensional, enraizado en la vida social y la historia, incluyendo al tiempo géneros primarios (orales) y secundarios (literarios), que engendraron a la literatura como un fenómeno cultural. Los «tesoros semánticos que Shakespeare incorporó en sus obras», escribe Bakhtin:

fueron creados y recogidos a lo largo de los siglos, incluso de milenios: permanecían ocultos en el lenguaje, y no sólo en el lenguaje literario, sino también en el estrato del lenguaje popular que antes de la época de Shakespeare no había entrado en la literatura, en los diversos géneros y formas de comunicación hablada, en las formas de una poderosa cultura nacional (en primer lugar, formas carnavalescas) que se fueron modelando a través de los milenios, en los géneros del teatro-espectáculo (representaciones de misterios, farsas, etc.), en tramas cuyas raíces se remontan hasta la antigüedad clásica, y por último, en formas de pensar (Bakhtin, 1986, pág. 5).

La reformulación bakhtiniana del problema de la intertextualidad debe ser vista como una «respuesta», tanto para los paradigmas puramente intrínsecos, formalistas y estructuralistas de la teoría lingüística y la crítica literaria, así como para los paradigmas sociológicos interesados sólo en las determinaciones extrínsecas de tipo biográfico e ideológico. Bakhtin ataca las limitaciones del interés de los críticos eruditos exclusivamente a las «series literarias», abogando por una diseminación más difusa de ideas que interanimen todas las «series», literarias y no literarias, ya que son generadas por lo que él llama las «poderosas corrientes profundas de la cultura». La literatura, y por extensión el cine, debe ser entendida dentro de lo que Bakhtin llama «la unidad diferenciada de toda la cultura de la época» (1986, pág. 5)

El dialogismo funciona, así, dentro de toda producción cultural, bien literaria o no literaria, verbal o no verbal, intelectual o poco culta. El artista de cine contemporáneo, dentro de esta concepción, se convierte en el orquestador, el amplificador de los mensajes circundantes mostrados por todas las series: literarias, pictóricas, musicales, cinemáticas, comerciales, etc. Una película como Melodías de Broadway (The Band Wagon, 1953), tal y como señala Geoffrey Nowell-Smith (en Narremore, 1991, págs. 16-18), es virtualmente un crisol de discursos artísticos «elevados» y «vulgares», con referencias al ballet, al arte popular, Broadway, Fausto, Mickey Spillane y el film noir. Esta visión inclusiva de la intertextualidad consideraría una película como Zelig, de Woody Allen, como el lugar de intersección de innumerables intertextos, algunos específicamente fílmicos (noticiarios, material de archivo, vídeos caseros, películas de recopilación televisiva, documentales «de testimonio», cine verité, melodrama cinematográfico, películas de casos de estudio psicológico como Recuerda [Spellbound, 1945], documentales ficticios como F for Fake (1975), y películas de ficción anteriores como Rojos [Reds, 1981], de Warren Beatty); otros literarios (la «anatomía» melvilleana) y algunos culturales en general (teatro yiddish, comedia Borscht-Belt). La originalidad de la película reside, paradójicamente, en la audacia de su imitación, cita y absorción de otros textos, su hibridización irónica de discursos tradicionalmente opuestos.[9]

Parcialmente inspirada por la noción de Bakhtin de series generadoras, Kristeva distinguió entre el FENO-TEXTO, es decir el «exterior» o «lo que queda» de la signifiance del texto, la superficie «plana» de su significación estructurada, pero que lleva huellas de la productividad del GENO-TEXTO, es decir el mismo proceso de productividad, la «operación de la generación del feno-texto». Mientras que el feno-texto está «disponible» para el análisis lingüístico formal, el geno-texto tiene que ver con el juego de significantes anterior al significado. Estudiar el geno-texto es estudiar las mismas operaciones de la textualidad.

La transtextualidad

Basándose en Bakhtin y Kristeva, Gérard Genette en Palimpsestos (1982) propuso un término más inclusivo, TRANSTEXTUALIDAD, para referirse a «todo lo que pone a un texto en relación, bien manifiesta o secreta, con otros textos». Genette sitúa cinco tipos de relaciones transtextuales. Define la INTERTEXTUALIDAD, más restrictivamente que Kristeva, como la «co-presencia efectiva de dos textos» bajo la forma de cita, plagio y alusión. Aunque Genette en gran parte se restringe a los ejemplos literarios, uno podría imaginar con facilidad ejemplos fílmicos de los mismos procedimientos. La CITA puede tomar la forma de un clip clásico en películas: Peter Bogdanovich cita Código penal (The Criminal Code, 1931), de Hawks en El héroe anda suelto (Targets, 1968); Godard cita Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955), de Resnais en Una mujer casada. Películas como Mi tío de América (Mon Oncle d’Amérique, 1979), de Resnais, así como Cliente muerto no paga (Dead Men Don’t Wear Plaid, 1982) y Zelig hacen de la cita de secuencias fílmicas pre-existentes un principio estructural central. La ALUSIÓN, entretanto, puede tomar la forma de una evocación verbal o visual de otra película, con la intención de ser un medio expresivo para hacer observaciones sobre el mundo ficcional de la película aludida. Godard en El desprecio (Le mépris, 1963), alude, mediante un título en una marquesina de una sala de cine, a Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953), de Rossellini, una película de uno de los directores favoritos de Godard que narra, como la misma El desprecio, el lento desmembramiento de una pareja. Incluso un actor puede constituir una alusión, como en el caso del personaje de Boris Karloff en El héroe anda suelto, visto como la encarnación del terror gótico al viejo estilo, cuya esencial dignidad contrasta Bogdanovich con los anónimos asesinatos en masa contemporáneos. Una técnica cinemática puede constituir una alusión:

un iris de apertura para mostrar a un informador en Al final de la escapada, o la utilización del estilo de enmascaramiento de Griffith en Jules y Jim, alude mediante una naturaleza calculadamente arcaica a períodos anteriores de la historia del cine, mientras que los movimientos subjetivos de la cámara y la estructuración del punto de vista en Doble cuerpo (Body Double, 1984), de Brian de Palma, aluden a las fuertes referencias intertextuales de Hitchcock.

En realidad, las categorías altamente sugestivas de Genette le tientan a uno a acuñar términos adicionales dentro del mismo paradigma. Se podría hablar de INTERTEXTUALIDAD DE CELEBRIDADES, es decir, situaciones cinematográficas en las que la presencia de una estrella de cine o televisión o una celebridad intelectual evoca un género o un ambiente cultural (Truffaut en Encuentros en la tercera fase [Close encounters of the third kind, 1977], Norman Mailer en King Lear, de Godard, Marshall McLuhan en Annie Hall [Annie Hall, 1977]). La INTERTEXTUALIDAD GENÉTICA evocaría los procesos mediante los cuales la aparición de los hijos y las hijas de actores y actrices famosos —Jamie Lee Curtis, Liza Minnelli, Melanie Griffith—, evocan el recuerdo de sus famosos padres. La INTRATEXTUALIDAD se referiría a los procesos mediante los que las películas se refieren a sí mismas mediante estructuras especulares, microcósmicas, y mise-en-abyme mientras que la AUTOCITA se referiría a la cita a cargo de un mismo autor, como cuando Vincente Minnelli cita su propia Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952) dentro de Dos semanas en otra ciudad (Two Weeks in Another Town, 1962). La INTERTEXTUALIDAD FALSA evocaría esos textos, por ejemplo los pseudonoticiarios de Zelig o la imitación de las películas nazis en El beso de la mujer araña, que crean una referencia pseudointertextual.

La PARATEXTUALIDAD, el segundo tipo de transtextualidad de Genette, hace referencia a la relación, en literatura, entre el propio texto y su paratexto, —títulos, prefacios, posfacios, epígrafes, dedicatorias, ilustraciones e incluso las cubiertas de los libros y los autógrafos firmados—. El paratexto está constituido por todos los mensajes, accesorios y comentarios que vienen a rodear al texto y que en ocasiones se convierten en virtualmente indistinguibles de éste. Esta noción conduce, tal y como admite Genette, a una gran cantidad de preguntas que no se pueden responder. ¿Forman parte del texto de la novela los títulos originales de los capítulos que evocan La Odisea, incluidos en la prepublicación para los suscriptores del Ulises de Joyce, pero retirados en la versión final, pero que vienen a orientar la lectura de la novela? La cuestión es, entonces, una cuestión de cierre, de las líneas de demarcación entre texto y hors-texte.

Resulta fascinante especular teniendo en cuenta la relevancia de semejante categoría para el cine. ¿Forman las declaraciones preliminares, ampliamente citadas, de un director en el primer pase de una película parte del paratexto de la película? ¿Qué sucede con declaraciones recogidas de un director acerca de una película, tales como la famosa caracterización por Godard de Numéro Deux como un «remake de Al final de la escapada? ¿Cómo nos debemos referir a las diferentes versiones originales de películas, sobre las que con frecuencia se hace mucha fanfarria en la prensa, que resuenan como si estuvieran sobre los bordes del texto, como en el caso de la versión original de Avaricia, de 42 rollos, de Erich von Stroheim, o las versiones más largas de 1900, de Bertolucci, o de New York, New York (New York, New York, 1977), de Scorsese? Una información ampliamente difundida sobre el presupuesto de una película puede influenciar la recepción crítica, como en el caso de Cotton Club (The Cotton Club, 1984), de Coppola, donde los críticos encontraron que el realizador cinematográfico había conseguido muy poco en relación con un presupuesto enorme, o, como en el caso de Nola Darling (She’s Gotta Have It, 1986), de Spike Lee, donde el cineasta consiguió mucho pese a un presupuesto muy bajo. ¿Qué sucede con guiones autorizados de obras para la pantalla, como el guión de Nabokov para Lolita, que mostraba variaciones con respecto a la película rodada? ¿Qué sucede con las notas de producción distribuidas en los pases de prensa, que con frecuencia orientan la respuesta de los periodistas a las películas comerciales? Todas estas cuestiones, que funcionan en los márgenes del texto oficial, afectan al tema del paratexto de una película.

La METATEXTUALIDAD, el tercer tipo de transtextualidad de Genette, consiste en la relación crítica entre un texto y otro, bien si el texto comentado es citado de forma explícita o bien si sólo es evocado de forma silenciosa. Genette cita la relación entre la Fenomenología del espíritu, de Hegel, y el texto que evoca constantemente sin mencionarlo explícitamente: Le Neveu de Rameau, de Diderot. Al trasladar nuestra atención al cine, las películas de vanguardia del nuevo cine americano ofrecen críticas metatextuales del cine clásico de Hollywood. Wavelenght, de Michael Snow, por ejemplo, al tiempo alude a y rechaza el «suspense» tradicional de los thrillers de Hollywood, como si estuviera ampliando un único plano con grúa de Hitchcock en un plano de cuarenta y cinco minutos con un zoom simulado que cubriera el espacio de un ático de Manhattan. Los múltiples rechazos de la nostalgia de Hollis Frampton —de desarrollo de la trama, de movimiento en el plano, de cierre— sugieren una crítica burlona de las expectativas desencadenadas por las películas de narrativa convencional. En la práctica debe señalarse que no siempre resulta fácil distinguir la metatextualidad de Genette de su quinta categoría, la «hipertextualidad» (la relación entre un texto y un texto anterior, que transforma o modifica).

La ARCHITEXTUALIDAD, la cuarta categoría de la transtextualidad de Genette, se refiere a las taxonomías genéricas sugeridas o rechazadas por los títulos o subtítulos de un texto. La architextualidad tiene que ver con la disposición, o rechazo, de un texto a caracterizarse a sí mismo en su título, directa o indirectamente, como poema, ensayo, novela o película. En literatura, Genette señala que los críticos, con frecuencia, rechazan la autodesignación de un texto señalando, por ejemplo, que determinada «tragedia» de Cornelio no es «realmente» una tragedia. (Juri Lotman, en la misma línea, habla de ERRORES DE GÉNERO, situaciones en las que los críticos son inducidos a atribuir de forma errónea un estatus genérico dado a una película, confundiendo así sus características textuales.) El rechazo de un texto a designarse a sí mismo homogéneamente, por otro lado, provoca a menudo debate acerca del género «real» del texto o la confluencia de géneros. (Una aproximación bakhtiniana permitiría un estatus multigenérico de un texto.) La caracterización de Joseph Andrews, de Fielding, como un «un poema épico cómico en prosa» o la descripción de Godard de El desprecio como una «tragedia en plano general» (una manipulación de la famosa definición de Chaplin de la tragedia como primer plano y la comedia como plano general) están diseñadas para empujar a los crfticos/lectores/espectadores hacia respuestas más complejas.

Los títulos de algunas películas alinean un texto con antecedentes literarios. Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, 1941) evoca Los viajes de Gulliver, de Swift, y, por extensión, el modo satírico. El título de la película de Woody Allen La comedia sexual de una noche de verano (A midsummer night’s sex comedy, 1982) comienza por aludir a Shakespeare y acaba con una caída cómica en la obsesión sexual, al tiempo que recuerda Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens Leende, 1955), de Bergman. Apocalypse Now, de Coppola, ofrece una variación desencantada de los setenta sobre una famosa representación teatral utópica de los sesenta, el Paradise Now de The Living Theater. Otros títulos señalan una secuela: El retorno de…, El hijo de…, Rocky V. Las inconvencionalidades gráficas y lingüísticas de los títulos de muchas películas de vanguardia, como T.O.U.C.H.I.N.G., de Paul Sharits, anuncian inconvencionalidades similares en la aproximación cinemática. Aunque una película no necesita designarse a sí misma, en primer lugar y ante todo, como una película, algunos realizadores cinematográficos reflexivos han elegido acentuar lo obvio en sus títulos: La última locura (Silent Movie, 1976), de Mel Brooks, A Movie, de Bruce Conner. Los largos «subtítulos» literarios de ciertas películas, como Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (Doctor Strangelove Or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1963) o A Married Woman: Fragments of a Film Made in 1964, finalmente, sugieren una especie de reencuentro con las prácticas literarias.

La HIPERTEXTUALIDAD, el quinto tipo de transtextualidad de Genette, es extremadamente sugerente para el análisis fílmico. La hipertextualidad se refiere a la relación entre un texto, al que Genette llama hipertexto, con un texto anterior o HIPO-TEXTO, que el primero transforma, modifica, elabora o amplía. En literatura, los hipotextos de La Eneida incluyen La Odisea y La 'liada, mientras que los hipotextos del Ulises de Joyce incluyen La Odisea y Hamlet. Ambos, La Eneida y Ulises, son elaboraciones hipertextuales de un mismo hipotexto, La Odisea. Virgilio relata las aventuras de Eneas de un modo genérico y estilísticamente inspirado por la épica de Homero. Joyce transpone los mitos centrales de La Odisea al Dublín del siglo XX. Ambos operan transformaciones sobre textos preexistentes. El término hipertextualidad es rico en aplicaciones potenciales al cine, y especialmente a aquellas películas que se derivan de textos preexistentes de un modo más preciso y específico que aquel evocado por el término intertextualidad. Las adaptaciones cinematográficas de novelas famosas, por ejemplo, son hipertextos derivados de hipotextos preexistentes que han sido transformados por operaciones de selección, amplificación, concretización y actualización. Las diversas adaptaciones fílmicas de Madame Bovary (Renoir, Minnelli) o de La Femme et le Pantin (Duvivier, von Sternberg, Buñuel) pueden considerarse como diferentes «lecturas» hipertextuales desencadenadas por un hipotexto idéntico. En realidad, las diversas adaptaciones anteriores pueden venir a formar parte del hipotexto del que puede disponer el realizador cinematográfico que aparezca relativamente «tarde» en la serie.

La hipertextualidad llama la atención sobre todas las operaciones transformadoras que un texto puede realizar sobre otro texto. La parodia, por ejemplo, desvaloriza y «trivializa» irreverentemente un texto «noble» preexistente. Buster Keaton se burla de los elevados tópicos humanitarios de Intolerancia (Intolerance, 1916) en Las tres edades (The Three Ages, 1923). Mel Brooks reescribe el texto hitchcockiano, con un estilo y una elocución distinta, en Máxima ansiedad (High Anxiety, 1977). Muchas comedias brasileñas reelaboran paródicamente hipotextos hollywoodienses cuyos valores de producción al tiempo critican y admiran. Otras películas hipertextuales simplemente actualizan trabajos anteriores mientras acentúan características específicas del original. La colaboración entre Morrissey/Warhol en Heat (Heat, 1972) transpone la trama de El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder (Sunset Bouleward, 1950) al Hollywood de los setenta, filtrando el original a través de una sensibilidad ostentosamente homosexual. En otras ocasiones la transposición no es de una única película sino de un género completo. Fuego en el cuerpo (Body Heat, 1981), de Kasdan (1981), evoca el corpus del film noir de los arios cuarenta en términos de trama, personajes y estilo, de tal modo que el conocimiento del film noir se convierte, tal y como señala Noel Carroll, en una parrilla hermenéutica privilegiada para el espectador cine-literario.[10] Una concepción más expansiva de hipertextualidad podría incluir muchas de las películas generadas por la combinatoria de Hollywood: remakes como La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956) (1978) y El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1946) (1981); secuelas como Psicosis II Parte - El regreso de Norman (Psycho II, 1983); westerns revisionistas como Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970); pastiches genéricos y reelaboraciones como New York, New York, (1977) de Scorsese; y parodias como Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974), de Mel Brooks. La mayoría de estas películas asumen la competencia espectatorial en diversos códigos genéricos; son desviaciones calculadas hechas para ser apreciadas por entendidos con capacidad de discernimiento.

La única película realmente discutida por Genette en Palimpsetos es Sueños de un seductor (Play It Again Sam, 1972), de Herbert Ross. El título original de la película, como el mismo Genette señala, funciona como un contrato de hipertextualidad cinemática para aquellos amantes del cine que reconocen (o reconocen erróneamente) la frase más famosa asociada con Casablanca (1942). La película también «la toca de nuevo» es decir toca de nuevo, a su manera, la «canción» que es Casablanca. El personaje de Allan Felix (Woody Allen) sueña con emular un modelo ficticio con el cual no tiene visualmente nada en común. El mismo texto y la situación se convierten en parodia, meramente a través de la sustitución de los actores y la distancia irónica que lo separa a él de su prototipo.[11]

El discurso

El término DISCURSO ha acumulado con éxito muchas significaciones. En el período presemiótico, la palabra denotaba la exposición ordenada, en el habla o la escritura, sobre un tema o sujeto particular. Pero con la llegada del estructuralismo y la semiótica, la palabra vino a cristalizar las preocupaciones de una amplia variedad de disciplinas, convirtiéndose en el punto de intersección para una variedad de investigaciones. En lingüística, DISCURSO se refiere a cualquier uso organizado del lenguaje más allá de la frase. Discurso se puede referir, por ejemplo, a cualquier conjunto de verbalizaciones que constituyen un acto de habla (conversación, canción, poema, charla, sermón, entrevista). En Problemas de lingüística general, Benveniste se centra en la naturaleza interrelacional del discurso. Al explorar el papel y la función de los pronombres, Benveniste defiende que una palabra como «yo» sólo obtiene significado dentro de las circunstancias efímeras del discurso. La persona que funciona como hablante en un momento determinado, funciona como oyente al siguiente. Así, tanto pronombres y verbos llegan a ser activos como signos sólo dentro del DISCURSO, que Benveniste define como «cada verbalización (oral o escrita) que asume un hablante y un oyente, y en el hablante, la intención de influenciar al otro de algún modo» (Benveniste, 1871, págs. 208-209). (Tal y como vimos en la tercera parte, la distinción de Benveniste entre histoire y discours, entendida la primera como una verbalización de la que todas las marcas de la enunciación han sido borradas, y la segunda como una verbalización en la que tales marcas están presentes, ha sido altamente productiva dentro de la teoría y el análisis fílmico.)

La sociolingüística, entre tanto, explora la inserción de los actos de habla dentro de una formación cultural o social dada. Podemos distinguir, en este contexto, entre el texto, como un objeto semiótico concreto o complejo de signos con una unidad socialmente adscrita, y el discurso que hace referencia a los procesos semióticos-sociales dentro de los cuales los textos están insertados. El ANÁLISIS DEL DISCURSO hace referencia a la búsqueda de regularidades lingüísticas, tales como «cohesión», en el interior de los discursos. Dentro de una tradición más politizada, el análisis del discurso, tal y como es practicado por sociolinguistas feministas así como lingüistas del lenguaje cotidiano como Pecheux y Halliday, presta atención a los modos en los que disposiciones asimétricas de poder afectan al uso cotidiano de la lengua, el modo en el que las desigualdades sociales son reforzadas, opuestas o negociadas dentro del lenguaje.

El DISCURSO constituye también un término clave en los escritos del filósofo e historiador francés Michel Foucault. Discurso, para Foucault, es más que un conjunto de afirmaciones; más bien tiene materialidad social y particularidad ideológica, y siempre está imbricado con el poder. Siguiendo a Nietzsche, Foucault da el nombre de GENEALOGÍA a su método de analizar la naturaleza y el desarrollo de las modernas formas de poder. Más que analizar la cultura en términos semiológicos de «sistemas de signos», Foucault considera la cultura como una constelación social de lugares de poder. Así, Foucault basa el discurso en relaciones de poder, y específicamente en las formas de poder encarnadas en lenguajes especializados e institucionalizados.

La genealogía de Foucault se ocupa de REGÍMENES DISCURSIVOS, es decir, los procesos, procedimientos y aparatos mediante los cuales se produce la verdad y el conocimiento. «Verdad», dentro de una perspectiva foucaultiana, es un constructo explotado y dominado por grupos en lucha. Foucault estudia el discurso en primer lugar como un fenómeno histórico. El análisis del discurso para Foucault implica investigación sobre las condiciones históricas, las relaciones de poder, que facilitaron, pero que no determinaron totalmente, su emergencia. Foucault habla de FORMACIONES DISCURSIVAS, es decir las prácticas lingüísticas y las instituciones que producen las demandas de conocimiento, normalmente correlacionables con un poder diseminado, dentro del cual existimos socialmente. Los discursos para Foucault tienen una función mayéutica, dotan de existencia a los objetos culturales al nombrarlos, definiéndolos, delimitando su campo de operación. Estos objetos de conocimiento llegan así a estar unidos a prácticas específicas, por ejemplo, aquellas del criminólogo, el psiquiatra, el administrador, el legislador. La práctica realiza y sitúa las condiciones para el discurso, mientras que el discurso, recíprocamente, retroalimenta verbalizaciones que facilitan la práctica. El concepto de formación discursiva, aunque influenciado por el marxismo, marcó una aguda separación de las concepciones marxistas del poder centrado en el Estado. Mientras que el marxismo clásico vio el poder y la represión considerando que emanaban del Estado burgués, Foucault concibe el poder como omnipresente, dispersado alrededor de las diversas relaciones del campo social. A diferencia de las formas tempranas de poder, el poder contemporáneo es continuo, capilar y productivo. La crítica de Foucault tuvo el resultado paradójico de parecer ofrecer, por un lado, un salida a los impases más deterministas del marxismo, mientras que por otro lado postulaba una sociedad disciplinaria donde el poder era tan penetrante y se infiltraba en tantas partes que se convertía en virtualmente «inaprehensible».

Los análisis del poder realizados por Foucault tienen relevancia no sólo para el análisis del cine como institución, sino también para las mismas películas y su relación con el espectador. Hasta este punto, sin embargo, los estudios cinematográficos han mostrado menos interés en el Foucault «postestructuralista» que en el igualmente postestructuralista Lacan. En Film Theory: An Introduccion (1988), Robert Lapsley y Michael Westlake señalan algunos de los problemas al extrapolar las teorías de Foucault al cine: 1) Foucault nunca explicó cómo se produce el cambio, cómo un discurso o régimen viene a ceder lugar a otro (una cuestión sobre la que el marxismo tenía una idea más precisa); 2) los conceptos de Foucault tenían una relación más obvia con cuestiones cinematográficas «compartidas» con otros medios como la literatura, por ejemplo, cuestiones de autoría y realismo, que con cuestiones específicamente cinemáticas; y 3) la pretensión de Foucault de que el sujeto era producido en el interior del discurso no estaba acompañada de ninguna explicación del modo exacto en que el sujeto era formado.

Pese a que Foucault no analizara el papel de los medios de comunicación al transmitir el discurso y las relaciones de poder, los analistas del cine han hecho uso ocasional de ciertos conceptos foucaultianos. Dana Polan hace uso efectivo de las categorías foucaultianas en su estudio del «poder y la paranoia» en el cine americano de los años cuarenta, demostrando los modos en los que los «relatos de los civiles en la retaguardia» servían para disciplinar la aberración: «El discurso del esfuerzo de la guerra estimula una microfísica del poder en la que un ciudadano espía a otro ciudadano, donde todo el mundo vive bajo el escrutinio de una mirada implacable» (Polan, 1986, pág. 78).

Aunque es difícil señalar en dirección a una teoría del cine foucaultiana, diversos críticos han estudiado películas concretas en términos del análisis de Foucault de las instituciones. Se han basado, por ejemplo, en el concepto de Foucault del RÉGIMEN PANÓPTICO, es decir, un régimen de visibilidad sinóptica diseñado para facilitar una visión general «disciplinar» de la población de una prisión, cuyo mejor ejemplo es el diseño de prisiones posterior al PANOPTICON de Bentham, es decir, anillos de celdas iluminadas desde la parte de atrás rodeando una torre central de observación. Ya que el panopticon instala una mirada unidireccional asimétrica —el científico o guardián puede ver a los internos pero no al revés— ha sido comparado a la situación voyeurística del espectador del cine. L. B. Jeffries, al principio de La ventana indiscreta (The rear window, 1954), observando el mundo desde una posición resguardada, sometiendo a sus vecinos a una mirada controladora, se convierte en el espectador-guardián, como si estuviera en un panopticon privado, donde él observa las salas («pequeñas sombras cautivas en las celdas de la periferia) de una prisión imaginaria. La descripción de Foucault de las celdas del panopticon, «tantas jaulas, tantos pequeños teatros, en los que el actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible», de algún modo describe la escena expuesta a la mirada de Jeffries.

El poder, para Foucault, se entiende mejor no en los términos macropolíticos de clase y estado, sino en los términos micropolíticos de redes de relaciones de poder en el interior de las instituciones locales. Dan Armstrong utiliza un marco foucaultiano para mostrar cómo el documentalista Frederick Wiseman explora en su oeuvre un continuum de instituciones sociales que van desde la prisión a la sociedad en el sentido más amplio, demostrando «una extensa racionalidad y economía de poder en funcionamiento, dando forma, normalizando y objetivizando sujetos con propósitos de utilidad y control social». Las formas normalizadoras de poder institucional reveladas en el «archipielago carcelar» de Wiseman, señala Armstrong, se corresponden exactamente con la noción de Foucault de prácticas divisorias, es decir, métodos de observación, clasificación y objetivización en los que está dividido el sujeto (tanto dentro de sí mismo y de otros) y así regulado y dominado. Armstrong divide el trabajo de Wiseman en tres grupos de películas, investigando cada uno bajo una dinámica política diferente: confinamiento y castigo en Titicut Follies y Juvenile Court; asistencia sanitaria y disciplinas productivas de la escuela, lo militar, la religión y el trabajo en High School, Basic Training, Essene y Meat. Wiseman, así, anatomiza la producción social de individuos dóciles mientras que al mismo tiempo subraya el fracaso parcial de este intento de instrumentalizar al sujeto.[12]

La semiótica social

Tanto el estructuralismo como el postestructuralismo tenían en común el hábito de «colocar entre paréntesis al referente», es decir insistir más en las interrelaciones de los signos que en cualquier correspondencia entre signo y referente. En su crítica al realismo, ambos, estructuralismo y postestructuralismo, ocasionalmente llegaron al extremo de separar el arte de toda relación con el contexto social e histórico. Pero no todas la teorías aceptaron la visión pansemiótica de lo que Edward Said llamó texto «pared-frente-pared». Algunos defendieron que la naturaleza codificada y construida del discurso artístico difícilmente excluye toda referencia a la realidad. Incluso Derrida, cuya obra fue utilizada con frecuencia para justificar un rechazo generalizado de todas las demandas de verdad, se quejó de que su visión de texto y contexto «abarca y no excluye al mundo, realidad, historia… no suspende la referencia» (en Norris 1990; pág 44). Las ficciones fílmicas como las literarias inevitablemente ponen en juego las presuposiciones diarias, no sólo sobre el espacio y el tiempo, sino también sobre las relaciones sociales y culturales. Si el lenguaje estructura el mundo, el mundo también estructura y da forma al lenguaje; el movimiento no es unidireccional. La historia influye en la estructura, el sistema socialmente vivido de diferencias que es el lenguaje.

Uno de los desafíos para la semiótica ha sido avanzar un nexo entre texto y contexto, para evitar las trampas gemelas de un formalismo vacío y de un sociologismo determinístico. En esta última sección, examinaremos dos corrientes dentro de la tradición semiótica que intentan dar forma a este nexo: la semio-pragmática y la translingüística bakhtiniana.

El objetivo de la SEMIOPRAGMÁTICA, un movimiento especialmente asociado con los nombres de Francesco Casetti y Roger Odin, es estudiar la producción y la lectura de películas en la medida en que constituyen prácticas sociales programadas. En la lingüística, la pragmática consiste en aquella rama de la lingüística que se ocupa de lo que se revela entre el texto y su recepción, es decir, los modos en que el lenguaje produce significado e influencia a sus interlocutores. La semiopragmática prolonga las especulaciones de Metz en El significado imaginario, referidas al papel activo del espectador cuya mirada hace existir a la película. La semiopragmática está menos interesada en un estudio sociológico de los espectadores reales que en la disposición psíquica del espectador durante la experiencia fílmica, no en los espectadores tal y como son en la vida, sino los espectadores como la película «quiere» que sean. Dentro de esta perspectiva, tanto la producción y la recepción del cine son actos institucionales que implican papeles modelados por una red de determinaciones generadas por el espacio social más amplio. En Dentro lo Sguardo: ll Film e il suo Spettatore (1986), Francesco Casetti explora los modos en los que el cine marca la presencia y asigna una posición al espectador, induciéndole a seguir un itinerario. Mientras que los primeros semióticos del cine veían al espectador como un descodificador relativamente pasivo de códigos preestablecidos, Casetti ve al espectador como «interlocutor» activo e interpretante.

El «espacio de comunicación» (Odin, 1983) constituido conjuntamente por el productor y el espectador es muy diverso, abarca desde el espacio pedagógico de la clase, el espacio familiar de la película casera, hasta el espacio ficcional de entretenimiento de la cultura de los medios de comunicación de masas. Gran parte de la historia del cine ha consistido en un continuo perfeccionamiento de la técnica, el lenguaje y las condiciones de recepción para los requerimientos de la ficcionalización. En las sociedades occidentales, y cada ve más en todas las sociedades, el espacio de la comunicación ficcional se está convirtiendo en el espacio dominante. La FICCIONALIZACIÓN hace referencia a los procesos mediante los cuales se hace que el espectador responda a la ficción, los procesos mediante los cuales nos movemos y nos llevan a identificamos, amar u odiar a los personajes. Odin divide estos procesos en siete operaciones distintas: 1) FIGURATIVIZACIÓN, la construcción de signos analógicos audiovisuales; 2) DIEGETIZACIÓN, la construcción de un «mundo» ficticio; 3) NARRATIVIZACIÓN, la temporalización de los hechos que implica a sujetos antagónicos; 4) MOSTRACIÓN, la designación de un mundo diegético sea «verdadero» o «construido» como «real»; 5) CREENCIA, el régimen de escisión mediante el que el espectador es, de forma simultánea, consciente de estar en el cine y de experimentar la película percibida «como si» fuera real; 6) MISE-EN-PHASE (literalmente «colocar en fase» o situar al espectador), es decir la operación que dispone todas las instancias fílmicas al servicio de la narración, movilizando el trabajo rítmico y musical, el juego de miradas y encuadre, para hacer al espectador vibrar al ritmo de los hechos fílmicos; y 7) FICTIVIZACIÓN, es decir, la modalidad intencional que caracteriza el estatus y el posicionamiento del espectador, que ve al enunciador de la película no como un yo originario, sino como ficticio. El espectador sabe que está presenciando una ficción que no le llegará personalmente, una operación que tiene el resultado paradójico de permitir así movilizar al espectador en las mismas profundidades de la psique. El CINE DE FICCIÓN, para Odin, es aquel cine concebido para adoptar las siete operaciones mencionadas anteriormente. El CINE DE NO FICCIÓN, desde esta perspectiva, se refiere a aquellas películas que bloquean algunas o todas las operaciones ficcionalizadoras.

Odin también habla de una nueva clase de espectador formado por el ambiente de las comunicaciones posmodernas. Tomando como ejemplo la «actualización» musical en 1984 por Giorgio Moroder de Metrópolis (1926), de Fritz Lang, Odin destaca procesos, como el coloreado, que descomponen la película, presentándola como «superficie». (El análisis de Odin es fácilmente extrapolable para los vídeos musicales music-video). En lugar de la usual estructura terciaria de película, narración y espectador, encontramos una estructura dual en la que la película actúa directamente sobre el espectador, que vibra no por una ficción sino por variaciones de ritmo, intensidad y color, a lo que Baudrillard llama «energías plurales», e «intensidades fragmentarias». Esta mutación del espacio social genera una «nueva economía espectatorial», producto de la crisis de las «grandes relatos de legitimación» (Lyotard, 1979, trad. 1984) y del «final de lo social» (Baudrillard, 1983), y a un nuevo espectador menos alerta a «historias» que a la descarga energética del flujo de música e imágenes. La comunicación da lugar a la comunión.

Jean Baudrillard, por otro lado, en un trabajo que al tiempo amplía y revisa la semiótica y la teoría marxista, mientras incorpora las teorías antropológicas de Marcel Mauss y George Bataille, defiende que el mundo contemporáneo de alteraciones realizadas por los medios de comunicación de masas supone una nueva economía del signo, y una actitud hacia la representación consecuentemente alterada. Esta nueva era está caracterizada por la SEMIURGIA, el proceso mediante el cual la producción y la proliferación de signos por los medios de comunicación de masas ha sustituido la producción de objetos como el motor de la vida social y como un medio de control social. En «La precisión del simulacro» (Baudrillard, 1983a), Baudrillard sitúa cuatro fases a través de las cuales la representación ha cedido a la simulación no cualificada; una primera fase en la que el signo «refleja» una realidad básica; una segunda fase en la que el signo «enmascara» o «distorsiona» la realidad; una tercera fase en la que el signo enmascara la ausencia de realidad; y una cuarta fase en la que el signo se convierte en mero SIMULACRO, es decir una pura simulación no teniendo relación de ningún tipo con la realidad. Con la HIPERREALIDAD, el signo se vuelve más real que la misma realidad. La desaparición del referente e incluso del significado sólo deja tras de sí un espectáculo sin fin de significantes vacíos.

Los críticos de Baudrillard, como Douglas Kellner y Christopher Norris, le acusaron de «fetichismo sígnico». Para Kellner (1989), Baudrillard es un «idealista semiológico» que abstrae los signos de sus cimientos materiales, mientras que Norris (1990) describe el proyecto de Baudrillard al afirmar que da como resultado un «platonismo invertido», un discurso que sistemáticamente promueve lo que para Platón eran términos negativos (retórica, apariencia, ideología) sobre sus posibles contrarios. El hecho descriptivo de que nosotros actualmente habitamos un mundo irreal de manipulación de los mass-media y políticas hiperreales no significa para Norris que no sea posible una alternativa.

Baudrillard, junto con Fredric Jameson y François Lyotard, es uno de los más importantes teorizadores de un constructo teórico llamado POSMODERNISMO. Aunque un diccionario semiótico difícilmente es el lugar para definir semejante término creador y definidor de una época, podemos por lo menos esbozar algunas de las características del debate. El mismo término «posmodernismo», tal y como han señalado muchos analistas, ha sido «estirado» hasta un punto de ruptura, exhibiendo una capacidad proteica para cambiar de significado en diferentes contextos nacionales y disciplinarios, viniendo a designar un montón de fenómenos heterogéneos, abarcando desde detalles de décor arquitectónico a amplios giros en la sensibilidad social o histórica. Para Dick Hebdige (1988), el posmodernismo se parece a la visión del lenguaje de Saussure como un sistema «sin términos positivos». Hebdige distingue dentro del posmodernismo tres «negaciones fundamentales»: 1) la negación de la totalización, es decir una antagonismo frente a discursos que se dirigen a un sujeto trascendental, definen una naturaleza humana esencial, o proscriben objetivos humanos colectivos; 2) la negación de la teleología (bien bajo la forma de propósito autorial o destino histórico); 3) la negación de la utopía (es decir un escepticismo acerca de lo que Lyotard llama los «grandes relatos» de Occidente, la fe en el progreso, la ciencia o la lucha de clases). En su prefacio de The Anti-Aesthetic (1983), Hal Foster distingue entre posmodernismo neoconservador, antimodernista y crítico, defendiendo, finalmente, un POSMODERNISMO DE RESISTENCIA, es decir una «cultura de resistencia» posmoderna, como una «práctica de oposición no sólo a la cultura oficial de la modernidad sino también a la “falsa narratividad” de un posmodernismo reaccionario» (Foster, 1983; pág. XII del prefacio).

Mientras algunos analistas encontraron el posmodernismo al estilo de Baudrillard derrotista y políticamente aquiescente, otros situaron lo posmoderno como el lugar de lucha frente y dentro de la representación. La translingüística bakhtiniana, aunque no formulada con el postmodernismo en mente, es en este sentido relevante para los debates contemporáneos. En libros como El método formal en los estudios literarios y La imaginación dialógica, Bakhtin reformula la cuestión del «realismo» de un modo compatible con el postestructuralismo. Bakhtin defiende que la conciencia humana y la práctica artística no se ponen en contacto directamente con la existencia, sino a través del medio del mundo ideológico circundante. La literatura, y por extensión el cine, no se refiere tanto, o llama, al mundo como representa sus lenguajes y discursos. Más que un reflejo de lo real, o incluso una refracción de lo real, el arte es una refracción de una refracción, es decir, una versión mediada de un mundo socioideológico ya textualizado. Al situar entre paréntesis la cuestión de «lo real» y enfatizar en su lugar la representación artística de lenguajes y discursos, Bakhtin reubica la cuestión con el fin de evitar lo que los teóricos literarios llaman la ILUSIÓN REFERENCIAL, es decir la idea de que los textos «vuelven a referir» a cierto núcleo anecdótico o verdad preexistente. La formulación de Bakhtin evita un visión ingenuamente «realista» de la representación artística, sin llegar a un «nihilismo hermenéutico» por el cual todos los textos son vistos como nada más que un juego infinito de significaciones. Bakhtin rechaza formulaciones ingenuas del realismo, en otras palabras, nunca abandona la noción de que las representaciones artísticas están al mismo tiempo profunda e irrevocablemente imbricadas en lo social, precisamente porque los discursos que el arte representa son ellos mismos sociales e históricos.

Diversos analistas del cine (de forma destacada Vívian Sobchack, Margaret Morse, Paul Willemen, Kobena Mercer, Mary Desjardins, Patricia Mellenkamp y Robert Stam) han desplegado las categorías de Bakhtin como un modo de avanzar nexos y homologías entre un mundo «textualizado» de discursos sociales y el «mundo del texto». Bakhtin acuño el término CRONOTOPO, literalmente espacio-tiempo, para referirse a la constelación de características distintivas temporales y espaciales, de géneros específicos, que funcionan para evocar la existencia de una vida-mundo independiente del texto y de su representación. En «Formas del tiempo y cronotopo en la novela», Bahktin (1981) sugiere que el tiempo y el espacio en la novela están intrínsecamente conectados ya que el cronotopo «materializa el tiempo en el espacio». El chronotrope media entre dos órdenes de experiencia y discurso, el histórico y el artístico, proporcionando ambientes ficcionales donde constelaciones específicamente históricas de poder se hacen visibles. A través de la idea del cronotopo, Bakhtin muestra cómo estructuras espaciotemporales concretas en literatura —el bosque atemporal del romance, el «ninguna parte» de las utopías ficcionales, los caminos y posadas de la novela picaresca— limitan las posibilidades narrativas, dan forma a la caracterización y modelan una imagen discursiva de la vida y el mundo. Estas estructuras concretas espaciotemporales en la novela son correlacionables con el mundo real histórico pero no equiparables con él, ya que siempre están mediatizadas por el arte; el mundo representado, no obstante realista y verdadero, nunca puede ser cronotópicamente idéntico al mundo real que representa.

Aunque Bakhtin no se refiere al cine, su categoría parece idealmente ajustada a él como un medio donde «indicadores espaciales y temporales están fundidos en una totalidad concreta cuidadosamente planificada». La descripción de Bakhtin de la novela como el lugar donde «el tiempo se densifica, cobra carnalidad, se vuelve artísticamente visible» y donde «el espacio se convierte en cargado y sensible a los movimientos del tiempo, la trama y la historia» parece, en cierta manera, incluso más apropiado para el cine que para la literatura, porque mientras que la literatura se agota a sí misma dentro de un espacio léxico virtual, el chronotrope cinemático es literalmente desplegado de forma concreta a través de una pantalla con dimensiones específicas y se desdobla en tiempo literal (normalmente veinticuatro fotogramas por segundo) bastante alejado del espacio-tiempo ficticio construido por películas concretas. Diversos analistas han desarrollado la noción del chronotrope para historizar la discusión sobre el espacio, el tiempo y el estilo en el cine. En su «Lounge Time: Post-War Crises and the Chronotope of Film Noir», Vivian Sobchack extiende el análisis cronotópico al film noir como un espacio/tiempo cinemático unido cronotópicamente a la crisis de valores de las posguerra.[13] Sobchack defiende que los cronotopos no son meramente los fondos espaciotemporales de los hechos narrativos, sino también el terreno literal y concreto del que emergen el relato y el personaje como la temporalización de la acción humana. El contraste diacrítico que estructura el film noir, para Sobchack, se da por un lado entre el impersonal espacio discontinuo rasgado de un salón de cocktails, un nightclub, un hotel y un café de carretera, y por otro lado el espacio seguro, no fragmentado de la domesticidad. El cronotopo del cine noir, defiende Sobchack, celebra perversamente la histeria reprimida de un momento cultural de posguerra donde la coherencia doméstica y económica estaban fracturadas, espacializando y concretizando una «libertad» al mismo tiempo atractiva y espantosa, y en última instancia ilusoria.

La translingüísitca bakhtiniana proporciona otras categorías conceptuales que facilitan el paso desde lo textual a lo extratextual. En «Problemas de los géneros del habla» (Bakhtin, 1986), Bakhtin proporciona conceptos extremadamente sugerentes susceptibles de extrapolación para el análisis del cine. Bakhtin elabora su concepción de un continuum de géneros del habla, que van desde los GÉNEROS PRIMARIOS DEL HABLA, formas relativamente simples como los saludos diarios o los aforismos literarios, hasta GÉNEROS SECUNDARIOS DEL HABLA, géneros más complejos del discurso literario y científico, desde la épica oral a un tratado multivolumen. El espectro de los géneros del habla abarca así todo el camino desde «las breves replicas del diálogo ordinario», a través de la narración diaria, la orden militar, hasta todos los géneros literarios (desde el proverbio hasta la novela multivolumen) y otros «géneros de habla secundarios», tales como géneros principales de comentario e investigación sociocultural. Los géneros secundarios complejos se extraen de los géneros primarios de habla no mediada, comulgan con ellos y los influencian también en un proceso de constante flujo hacia delante y hacia atrás. Una aproximación translingüística a los géneros del habla en el cine podría correlacionar los géneros de habla primaria —conversaciones familiares, diálogo entre amigos, encuentros casuales, intercambio trabajador-jefe, discusión de clase, chanzas de fiesta de cocktails, órdenes militares— con su mediación cinemática secundaria. Analizaría la corrección con la cual el cine clásico de Hollywood, por ejemplo, se ocupa de las típicas situaciones de habla tales como el diálogo de dos personas (normalmente el ping-pong tradicional de plano/contraplano), enfrentamientos dramáticos (las confrontaciones verbales del western y las películas de gángsters) así como de las más vanguardistas subversiones de tal corrección. Toda la carrera de Godard constituye un prolongado ataque contra las convenciones de Hollywood para tratar situaciones discursivas en el cine, de donde su rechazo de planos/contraplanos o planos sobre el hombro para el diálogo a favor de aproximaciones alternativas: bandas laterales tipo péndulo (El desprecio), extensos planos secuencia (Masculin/Féminin) y situaciones no ortodoxas de los cuerpos de los interlocutores (Vivir su vida).

En la vida social de la expresión (utterance), sea tal expresión una frase proferida verbalmente, un texto literario, una tira cómica o una película, cada «palabra» está sujeta a pronunciaciones rivales y «acentos sociales». Bakhtin y sus colaboradores inventaron un grupo completo de términos para evocar los complejos códigos sociales y lingüísticos que gobiernan las pronunciaciones rivales y acentos (la mayoría de los términos tienen connotaciones verbales y musicales simultáneas) Bakhtin utiliza el término MULTIACENTUALIDAD para referirse a la capacidad del signo para cambiar de significado dependiendo de las circunstancias de uso tal y como son definidas por la interacción dialógica. Si estos términos son apropiados para el cine resulta obvio cuando recordamos que el cine de ficción, y especialmente el cine sonoro, puede ser visto como la mise-en-scene de situaciones de habla reales, como la contextualización visual y aurática del habla. El cine sonoro está perfectamente cualificado para presentar lo que Bakhtin llama ENTONACIÓN, aquel fenómeno que descansa sobre la frontera de lo verbal y lo no verbal, de lo hablado y lo no hablado, y que «insufla la energía de la situaciones de la vida real en el discurso» impartiendo «movimiento histórico activo y singularidad».[14] El cine está espléndidamente equipado para presentar los aspectos extraverbales del discurso lingüístico, precisamente esos sutiles factores contextualizadores evocados por la «entonación». En el cine sonoro, nosotros no sólo oímos las palabras, con su acento y entonación, sino también presenciamos la expresión facial o corporal que acompaña las palabras, la postura de arrogancia o resignación, la ceja levantada, la mirada de desconfianza, la mirada irónica que modifica ostensiblemente el significado de una expresión, en resumen todos esos elementos que los analistas del discurso nos han enseñado a ver como tan esenciales para la comunicación social.

En un pasaje breve, pero extremadamente sugerente, de El método formal en los estudios literarios, Bakhtin ofrece otra herramienta conceptual para ocuparse de la intersección del lenguaje con la historia y el poder. Habla de Taktichnost o TACTO DE HABLA, como refiriéndose a una «fuerza formativa y organizadora» dentro del intercambio cotidiano del lenguaje. Tacto se refiere al «conjunto de códigos que gobierna la interacción discursiva» y es «determinado por el agregado de todas las relaciones sociales de los hablantes, sus horizontes ideológicos y, finalmente, la situación concreta de la conversación» (Bakhtin y Medvedev, 1985, págs. 9596). La noción de «tacto» es extremadamente sugerente para la teoría y el análisis fílmico; puede ser aplicada directamente a los intercambios verbales en el interior de la diégesis, y figuradamente al «tacto» implicado en el diálogo metafórico de géneros y discursos dentro del texto, así como al «diálogo» entre la película y el espectador. El tacto evoca también las relaciones de poder entre el cine y el público. ¿Asume el cine distancia o algún tipo de intimidad? ¿Domina el cine sobre el público al modo de las «superproducciones» y los «superespectáculos» de Hollywood (los mismo términos implican arrogancia o agresión) o es obsequioso e inseguro? La dramaturgia del cine tiene su tacto especial, formas de sugerir, mediante la colocación de la cámara, encuadre y actuación, fenómenos tales como intimidad o distancia, camaradería o dominación, en resumen todas las dinámicas sociales y personales que funcionan entre los interlocutores.

Bajo la presión combinada de la translingüística bakhtiniana, la desconstrucción derridiana, el posmodernismo de Lyotard y la teoría de la simulación de Baudrillard, está ahora claro que la semiótica como proyecto de unificación metodológica ha sido radicalmente refundida, en el interior de un contexto alterado. Los proyectos teóricos son ahora modestos, menos totalizadores. Mientras que la teoría fílmica se desarrollaba en los sesenta y los setenta sobre la base de conceptos tomados prestados de las ciencias humanas (lingüística y psicoanálisis), en los ochenta y los noventa encontramos intereses renovados en la naturaleza específica y la historia del mismo cine, y especialmente en su relación con un espectador situado social e históricamente, atravesado por el género, raza, etnicidad, clase y sexualidad. Muchos analistas han abandonado los métodos de inspiración francesa en favor de estudios enraizados en la teoría crítica germana o los Cultural Studies angloamericanos. Pero ninguno de estos movimientos están exentos de la influencia de la semiótica; son ricos en huellas y vestigios, en el vocabulario conceptual y en las presuposiciones metodológicas de la semiótica. Aunque puede que la semiótica nunca más sea la moda imperiosa que una vez fue, todos los movimientos actuales de moda le deben mucho y probablemente no existirían si la semiótica no hubiera preparado el terreno. La semiótica se ha convertido en diaspórica, diseminada y dispersa entre una pluralidad de movimientos. El proyecto ahora, quizás, es alcanzar una práctica teórica y crítica que sintetizara el empuje interdisciplinar de la primera fase (estructuralista) de la semiótica con la crítica del dominio y del sujeto unificado característico del postestructuralismo, todo combinado con una «semiótica social» translingüística sensible a las inflexiones culturales y políticas de la «vida de los signos en la sociedad».