La teoría psicoanalítica del cine representa, más que un alejamiento, un desarrollo de la semiótica del cine, ya que, tal y como señala Chrsitian Metz: «Tanto los estudios lingüísticos como los psicoanalíticos son ciencias del hecho mismo del sentido, de la significación» (Metz, 1979, pág. 9). Algunos teóricos del cine vieron una relación entre el modo en el que la psique humana (en general) y la representación cinemática (en particular) funcionan, y consideraron que la teoría freudiana de la subjetividad humana y la producción inconsciente podrían arrojar una nueva luz sobre los procesos textuales implicados en la realización y el visionado de una película. Uno de los objetivos, por consiguiente, de la teoría psicoanalítica del cine es una comparación sistemática del cine como un tipo específico de espectáculo y la estructura del individuo social y psicológicamente constituido. Esta aproximación ve el psicoanálisis como un campo general de investigación, una matriz estructurante en la que los diversos términos y conceptos se interconectan para proporcionar un marco para que se elabore esta relación. Por este motivo, la discusión de términos específicamente fílmicos estará precedida por un breve resumen del psicoanálisis.
La utilización del psicoanálisis por parte de la teoría fílmica está basada fundamentalmente en la reformulación a cargo del psicoanalista francés Jacques Lacan de la teoría de Freud, más notablemente en su énfasis sobre la relación del deseo y la subjetividad en el discurso (y es este énfasis el que permite al psicoanálisis ser entendido como una teoría social). Tal y como lo formula Rosalind Coward: «Lo inconsciente se origina en el mismo proceso mediante el cual el individuo penetra en el universo simbólico» (Coward, 1976, pág. 8). Esto significa, en primer lugar, que los procesos inconscientes son de naturaleza esencialmente discursiva, y en segundo lugar, que la vida psíquica es a su vez individual (privada) y colectiva (social) al mismo tiempo. Para la teoría fílmica, considerar lo inconsciente suponía sustituir el cine como un «objeto» por el cine como un «proceso», abordar los estudios semióticos y narrativos del cine a la luz de un teoría general de la formación del SUJETO. El término sujeto hace referencia a un concepto crítico relacionado con, pero no equivalente a, el individuo, y sugiere un completo abanico de determinaciones (sociales, políticas, lingüísticas, ideológicas, psicológicas) que se entrecruzan para definirlo. Al rechazar la noción de yo como una entidad estable, el sujeto implica un proceso de construcción mediante prácticas significativas que son al mismo tiempo inconscientes y culturalmente específicas.
El énfasis sobre los procesos inconscientes en los estudios fílmicos es lo que se conoce como aproximación METAPSICOLÓGICA, porque trata de la construcción psicoanalítica del sujeto espectador del cine. El término metapsicología fue inventado por Freud para referirse a la dimensión más teórica de su estudio de la psicología, la teorización de lo inconsciente. Esto supone la construcción de un modelo conceptual (un modelo que desafía la verificación empírica) para el funcionamiento del aparato psíquico y que está dividido en tres aproximaciones: la dinámica (los fenómenos psíquicos son el resultado del conflicto de fuerzas instintivas); el económico (los procesos psíquicos consisten en la circulación y distribución de la energía instintiva); y el topográfico (el espacio psíquico está dividido en términos de sistemas [inconsciente, preconsciente y consciente] e instancias [id, ego y superego].
Como consecuencia del giro desde el «objeto» al «proceso», el objetivo del análisis se desplazó desde los sistemas de significado dentro de las películas individuales a la «producción de subjetividad» en la situación de visionado de la película; cuestiones acerca del espectador en el cine comenzaron a plantearse desde el punto de vista de la teoría psicoanalítica. Si el psicoanálisis examina las relaciones del sujeto en el discurso, entonces la teoría psicoanalítica del cine significa la integración de cuestiones de subjetividad dentro de nociones de producción de significado. Además, significa que el visionado de la película y la formación del sujeto eran procesos recíprocos: algo sobre nuestra identidad inconsciente como sujetos se refuerza al visionar una película, y el visionado de un película resulta efectivo debido a nuestra participación inconsciente. Desplazándonos desde la interpretación de películas individuales a una comprehensión sistemática de la misma institución cinemática, algunos teóricos del cine vieron el psicoanálisis como una forma de dar cuenta del inmediato y penetrante poder social del cine. Para ellos el cine «reinscribe» aquellos procesos muy profundos y globalmente estructurados que forman la psique humana y lo hace de tal modo que anhelamos continuamente repetir (o re-representar) la experiencia.
El PSICOANÁLISIS es una disciplina, fundada por Freud, cuyo objeto de estudio es lo inconsciente en la totalidad de sus manifestaciones. Como método de investigación, consiste en traer a la conciencia el material mental reprimido. Como método de terapia, interpreta la conducta humana en términos de 1) RESISTENCIA: la obstrucción del acceso a lo inconsciente; 2) TRANSFERENCIA: la actualización de deseos inconscientes, generalmente en la situación analítica, mediante la otorgación de una especie de valor al analista que permite la repetición de conflictos anteriores, y 3) DESEO, la circulación simbólica de deseos inconscientes a través de signos ligados a nuestras formas más tempranas de satisfacción infantil. Como teoría de la subjetividad humana, el psicoanálisis describe el modo en el que el pequeño ser humano llega a establecer un «yo» específico y una identidad sexual dentro de la red de relaciones sociales que constituye la cultura. Toma como su objeto los mecanismos de lo inconsciente: resistencia, represión, sexualidad infantil y el complejo de Edipo, y busca analizar las estructuras fundamentales del deseo que subyacen a toda actividad humana.
Para Freud, que descubrió y teorizó lo inconsciente, la vida humana está dominada por la necesidad de reprimir nuestras tendencias hacia la satisfacción (el «principio de placer») en nombre de la actividad consciente (el «principio de realidad»).[1] Llegamos a ser quien somos de adultos por medio de una masiva e intrincada represión de aquellas expresiones muy tempranas, muy intensas, de energía libidinal (sexual). (Como concepto, LIBIDO es bastante difícil de definir, en primer lugar, porque está en constante evolución dentro del pensamiento de Freud en la medida en que él iba refinando su teoría de los instintos, y en segundo lugar, no existe en la literatura una definición esclarecedora. Sin embargo, algunas características consistentes permiten la sugerencia provisional de que la libido es energía psíquica y emocional asociada a la transformación de los instintos sexuales en relación con sus objetos, o de forma más precisa, la manifestación dinámica del instinto sexual). Para Lacan, el proceso es también lingüístico; el sujeto llega a ser en y a través del lenguaje. Designa como «el OTRO» ese lugar inconsciente del habla, discurso, significación y deseo que forma la matriz de este proceso. En palabras de Terry Eagleton:
[El «otro»] es aquel que, como el lenguaje, es siempre anterior a nosotros y siempre se nos escapará, aquel que nos lleva en primer lugar a existir como sujetos pero que siempre supera nuestro entendimiento… Nosotros deseamos lo que los demás, nuestros padres, por ejemplo, desean inconscientemente para nosotros, y el deseo sólo se puede dar porque nosotros estamos atrapados en relaciones lingüísticas, sexuales y sociales, la totalidad del campo del «Otro», que lo genera (Eagleton, 1983, pág. 174).
Así, por razones obvias, lo INCONSCIENTE es central tanto para Freud como para Lacan. En términos muy generales, lo inconsciente se refiere a la división de la psique no sujeta a la observación directa sino inferida de sus efectos sobre los procesos conscientes y la conducta. Lo «inconsciente» es lo que Freud designa como aquel lugar al que son relegados los deseos no realizados en el proceso de represión que lo forma. Como tal, es concebido como aquel «otro escenario/escena» donde el drama de la psique (o, en términos lacanianos, de la «construcción del sujeto») es representado. En otras palabras, debajo de nuestra conciencia de las interacciones sociales diarias, existe una dinámica, un juego activo de fuerzas de deseo que es inaccesible a nuestros yos racionales y lógicos (aunque la división no es tan simple como parece; existe una constante reciprocidad transformadora entre los niveles de actividad conscientes e inconscientes).
Lo inconsciente, sin embargo, no es simplemente un lugar dispuesto y en espera del deseo reprimido, es producido en el mismo acto de la REPRESIÓN: la exclusión inconsciente de impulsos dolorosos, deseos o miedos de la mente consciente, y que Freud consideró un proceso mental universal debido a su centralidad en la construcción de lo inconsciente como un dominio separado del resto de la psique. Y sus «contenidos» (representaciones de energía libidinal) sólo nos son conocidos mediante efectos distorsionados, transformados y censurados que son prueba de su trabajo: sueños, neurosis (el resultado de un conflicto interno entre un ego defensivo y un deseo inconsciente), síntomas, chistes, juegos de palabras y lapsus-linguae. Para Lacan, este inconsciente está al mismo tiempo producido y puesto a nuestro alcance en el lenguaje: el momento de capacidad lingüística (y la percepción de un yo hablante) es el momento de la inserción de uno dentro del reino social (y el reconocimiento de su diferencia, su mediación por los demás y el ser insertado en un sistema de intercambio verbal). El término «SUJETO ESCINDIDO» hace referencia a esta división psíquica: el sujeto humano está irremediablemente escindido entre consciente e inconsciente y es, en realidad, producido en una serie de escisiones.
Al describir el proceso mediante el que se forma lo inconsciente, Freud parte de la vida hipotética del niño cuando se desarrolla, desde una identidad totalmente bajo la influencia de la satisfacción libidinal, hasta un individuo capaz de establecer una posición en un mundo de hombres y mujeres. Este mismo proceso es formulado en términos lacanianos de este modo: el sujeto nace en división y marcado por la FALTA, una serie de pérdidas que definen la constitución del yo. Estas pérdidas son activadas en varias TRAMAS PSÍQUICAS: momentos determinantes en los que nuestra identidad es formada como el resultado de nuestra implicación, a una edad muy temprana, con una red de relaciones familiares. «Quién somos nosotros» como individuos está pués relacionado con procesos de deseo, fantasía y sexualidad.
Tanto las descripciones de Freud como las de Lacan presentan una teoría de la mente humana que no es simplemente una parábola del desarrollo individual, sino un modelo general de la forma en que la cultura humana está estructurada y organizada en términos de la circulación del deseo. El proceso deseante comienza en los momento más tempranos de nuestra existencia. En Freud, esto se ve en una de sus más radicales contribuciones a la teoría de la personalidad humana, el descubrimiento de la SEXUALIDAD INFANTIL; el erotismo existe en las experiencias de nuestra más temprana infancia.
Incluso antes de que el niño establezca un yo centrado (un ego, una identidad), o sea capaz de distinguir entre él mismo y el mundo exterior, el niño es ya un campo a través del cual actúa la energía libidinal de los instintos. Lacan reinterpreta esto, a la luz de su énfasis lingüístico, como el nacimiento simultáneo de la significación y el deseo: al «comunicarse» el niño se convierte en un ser deseante. Es importante señalar que ninguna de estas «experiencias» formativas puede ser recordada en el sentido usual, ya que es precisamente debido a la represión por lo que se convierten en parte de nuestro carácter psíquico inconsciente. Al señalar estas tramas psíquicas, tanto Freud como Lacan se preocupan, más bien, de demostrar el trabajo de lo inconsciente, la producción de fantasía y el componente erótico del deseo que subyace incluso a nuestras actividades más banales (y aparentemente neutras); ellos no se preocupan del desarrollo del individuo per se.
El primer momento de pérdida en la formación del «sujeto» se asocia con el pecho, la ausencia del cual, tanto en la explicación freudiana como en la lacaniana, inicia el incesante movimiento de deseo, esa fuerza inconsciente, nacida de la ausencia y que evoca la imposibilidad de satisfacción, cuyos desplazamientos perpetuos son impelidos por una pérdida engendrante. El argumento freudiano puede ser resumido del modo siguiente: desde el preciso momento inicial en la vida de un niño, el pequeño organismo se afana por la satisfacción de esas necesidades biológicas (comida, calor, etc.), que pueden ser designadas como instintos para la auto-preservación. Sin embargo al mismo tiempo, esta actividad biológica también produce experiencias de intenso placer (la succión sensual en el pecho, un complejo de sentimientos satisfactorios asociados con el calor y el agarrar y similares). Para Freud, esta distinción indica la emergencia de la sexualidad; el deseo nace en la primera separación del instinto biológico de la pulsión sexual. Es importante el hecho de que el elemento de la fantasía ya está presente, puesto que todos los futuros anhelos de leche por parte del niño estarán marcados por una necesidad de recobrar esa totalidad de sensaciones que va más allá de la mera satisfacción del hambre. En otras palabras, existe un proceso de alucinación, un PROCESO FANTASMÁTICO, que funciona; cada vez que el niño llora en demanda de leche, podemos decir que el niño está en realidad llorando por la «leche» (leche entre comillas), esa representación o imagen alucinada de ese plus de satisfacción que surge cuando la necesidad del hambre es cubierta.[2]
Lacan discute este momento en términos de la triada NECESIDAD/DEMANDA/DESEO para mostrar cómo la fantasía, el deseo y el lenguaje marcan al niño incluso en la pérdida originaria que engendra la subjetividad, la separación primaria del pecho. En principio existe sólo una necesidad física de comida, que el bebé expresa mediante el llanto. Una vez que la necesidad es abolida por la acción de la madre de traer leche, el niño conecta el llanto con la satisfacción recibida, por eso convierte la simple señal (el llanto) en una demanda dirigida a un «otro», alguien fuera y distinto del yo. El llanto se convierte así en un signo, que existe en una cadena de significado que también incluye el no llorar: el llanto significa. Pero, como referíamos arriba, una vez que esta cadena significante ha comenzado, siempre existirá algo que exceda la mera satisfacción de la necesidad; la memoria del placer experimentado estará para siempre asociada con una pérdida, con algo que no está bajo el control del sujeto, y esta imposibilidad se convierte en deseo. Lacan llama a lo que surge de esta discrepancia entre la satisfacción de la necesidad y la demanda no satisfecha de amor OBJETO PEQUEÑO A (objet petit a), el objeto del deseo atrapado en la insaciable búsqueda de un placer eternamente «perdido». Lo que esto significa en términos más simples es que el deseo siempre existirá en el registro de la fantasía, de la memoria y de la imposibilidad. El sujeto (de deseo) lacaniano intenta, a lo largo de su vida, recapturar la fantasía de plenitud y unidad que está asociada con la experiencia primordial del pecho. El objeto original de deseo es así creado como fantasía en la diferencia entre la necesidad de comida y la demanda de amor, la diferencia entre la satisfacción de la necesidad instintiva y la memoria elaborada de esa satisfacción. Nunca es, por lo tanto, una relación con un objeto real independiente del sujeto, sino una relación con la fantasía. Y esta creación «fantasmática» se repite continuamente a lo largo de la vida del sujeto cuando diversos objetos «sustituyen» a lo que nunca puede lograrse por completo. Así, los lacanianos describen el deseo como: «circulando sin fin de representación en representación».
Un concepto relacionado con esto es el de PULSIÓN, o energía instintiva, definido como el proceso dinámico que dirige al organismo hacia un objetivo. De acuerdo con Freud, un instinto tiene su fuente en un estímulo corporal; su objetivo es eliminar el estado de tensión que se deriva de la fuente; y es en el objeto, o gracias a él, que el estímulo puede lograr su objetivo.[3] En «Instincts and their Vicissitudes», Freud señala que «un instinto puede sufrir las siguientes vicisitudes: invertirse en su opuesto, volverse sobre el sujeto, represión, sublimación» (Freud, 1936c, pág. 91). Lo que es importante señalar acerca de la aproximación de Freud es que distingue las pulsiones del instinto biológico. La teoría de las pulsiones componentes explica al tiempo la disposición bisexual del niño y la variabilidad que determinará, a lo largo de la vida de un individuo, el tipo de representación que estará asociada con la pulsión.
En la explicación freudiana, en la medida en que el niño crece, existe una organización gradual de los instintos libidinales (que en un principio han circulado POLIMÓRFICAMENTE, sin estar fijados a un objeto específico ni motivados en una única dirección). Esta organización, aunque todavía centrada en el propio cuerpo del niño, ahora canaliza la sexualidad hacia varios objetos y propósitos. La primera fase de la vida sexual se asocia con la pulsión de incorporar objetos (la fase oral); en la segunda, el ano se convierte en la zona erógena (la fase anal); y en la tercera, la libido del niño se centra en los genitales (la fase fálica).
Nuestra discusión sobre Freud y Lacan es necesariamente provisional, simplificada por mor de dar un explicación. Hecha esta precisión, puede establecerse una conexión laxa entre la fase oral de Freud y la FASE DEL ESPEJO de Lacan. El segundo de los momentos de pérdida que estructura la vida del niño en la formulación lacaniana implica la primera adquisición del «yo», es decir, el modo en el que el sujeto comienza a establecer una identidad dentro de un universo de sentido a través de una serie de identificaciones imaginarias, provocadas por una sensación inicial de separación, o diferencia. Lacan considera este desarrollo del yo y la formación de la psique en términos de REGISTROS PSICOANALÍTICOS que son más o menos equivalentes a las fases preedípicas y edípicas de Freud en la vida del niño.
En lo que Lacan llama el reino IMAGINARIO (imaginario en que, gobernado por procesos visuales, es un repertorio de imágenes), el primer desarrollo de un ego por parte del niño, una autoimagen integrada, comienza a tener lugar. Es aquí, en la fase del espejo, dice Lacan, que el ego llega a realizarse mediante la identificación del niño con una imagen de su propio cuerpo. Entre las edades de seis y dieciocho meses, el bebé humano está físicamente descoordinado, se percibe a sí mismo como una masa de inconexos movimientos fragmentarios. No tiene sentido que el puño que se mueve esté conectado con el brazo y el cuerpo, y así sucesivamente. Cuando el niño ve su imagen (por ejemplo, en un espejo, pero también se puede tratar de la cara de la madre o cualquier «otro» percibido como una totalidad), confunde esta forma unificada coherente con un yo superior. El niño se identifica con esta imagen (tanto en la medida en que refleja el yo, y como algo otro), y encuentra en ello una unidad satisfactoria que él no puede experimentar en su propio cuerpo. El niño internaliza esa imagen como un EGO IDEAL: un ideal de omnipotencia narcisista construido sobre el modelo de narcisismo infantil (o inversión de energía en el yo) y distinta del IDEAL DEL EGO, que está formado en relación con las figuras paternas en la situación edípica y se combina con el superego como una agencia punitiva de prohibición y conciencia. Este proceso crea la base para todas las identificaciones posteriores, que en principio son imaginarias. Lacan es muy específico acerca de la naturaleza ficticia de este sentimiento muy temprano del yo: «[Ell punto importante es que esta forma sitúa la agencia del ego ante su determinación social, en una dirección ficcional» (Lacan, 1977, pág. 2).[4] Así el imaginario, como uno de los tres registros psíquicos que regulan la experiencia humana (junto al Simbólico y el Real), implica una estructura narcisista en la que imágenes de otredad son transformadas en reflejos del yo. No puede ser simplemente señalado como una fase, porque sus influencias regresan constantemente en la vida adulta, particularmente en las relaciones amorosas.
Expresado de forma simple, para que de algún modo se produzca comunicación, nosotros debemos ser capaces a algún nivel de decirnos unos a otros: «Yo sé cómo te sientes». La habilidad para, de forma temporal, e imaginaria, llegar a ser otra persona comienza por este momento original en la formación del ego. Existe por tanto NARCISISMO, RECONOCIMIENTO ERRÓNEO y ALIENACIÓN en el momento del Espejo. El sujeto narcisista se ve a sí mismo en otros, o, a la inversa, toma a «otro» por sí mismo. (El psicoanálisis toma el mito de Narciso, que se enamoró de su propio reflejo, como un paradigma tanto del inevitable fracaso al intentar poseer el objeto de deseo como del amor al yo que precede el amor a otros). Reconoce erróneamente la unidad imaginada como perfecta, como superior a sí mismo, y así idealiza lo que ve, o a la inversa, reconoce erróneamente esta imagen del yo como otra cosa. Este proceso sólo se da si el sujeto está alienado, situado a una distancia de su imagen «perfecta». O, expresado de otro modo: «El niño está dividido desde el momento que forma una concepción propia… Al decir “Ése soy yo” está diciendo “Yo soy otro”» (Lapsley y Westlake 1988, págs. 69-68).
Otro momento de abrumadora ausencia en la vida del sujeto es el de la adquisición del lenguaje, y por tanto la habilidad de simbolizar, descrita por Freud (y desarrollada por Lacan) mediante el ejemplo del juego del niño FORTIDA. En 1915, Freud desarrolló una teoría sobre el juego de su nieto, ya en edad de caminar, con un carrete de hilo, en el sentido de la manipulación por parte del niño de un «símbolo» lleno de significado en su esfuerzo por controlar la experiencia de pérdida. El juego implicaba al niño que lanzaba el carrete por el lado de su cuna y lo recuperaba, acompañándolo de «o-o-o-o» (fort/gone) y «da» (there).[*] Bajo la hipótesis de que el niño había convertido el carrete en un símbolo de su madre, Freud observó que el placer del niño se derivaba de «él mismo representando la desaparición y el retorno de los objetos a su alcance» (Freud, 1959, pág. 34).
Lacan sitúa el énfasis no en el dominio, sino en la capacidad de comprender el lenguaje como un sistema de diferencias en el sentido de Saussure, en el cual el significado surge de las relaciones entre palabras, más que de sus propiedades intrínsecas. Una vez que el niño ha convertido el carrete en un «signo» en lugar de la madre, él puede también interpretar este signo sólo en términos de lo que no está: está presente porque no está ausente, y viceversa. Lacan conecta esta actividad de simbolizar con la ausencia fundamental en el corazón de todos los sistemas significantes, al poner en relación esta situación (en la que la palabra nunca es adecuada a la cosa) con el vacío primario que engendra el deseo:
[El] juego del carrete de hilo es la respuesta del sujeto a lo que la ausencia de la madre ha creado en la frontera de su dominio, el borde de su cuna, a saber, una zanja, alrededor de la cual uno sólo puede jugar saltando […] Es en el objeto al que se aplica la oposición en realidad, el carrete […] al [cual] le aplicaremos más tarde el nombre que lleva en el álgebra lacaniana, el petit a […] La actividad en su totalidad simboliza repetición […] es la repetición de la partida de la madre como causa de una Spaltung [escisión] en el sujeto, superada por el juego de alternancias, fort-da. […] Está dirigido a lo que, en esencia, no esta allí (Lacan, 1977, págs. 62-63).
Esta cita es de importancia primordial para la teoría psicoanalítica del cine ya que contiene tres conceptos básicos: escisión, fort/da y objeto pequeño a, los cuales, aunque raramente mencionados de forma explícita en los análisis del cine (un personaje que desaparece puede ser descrito como «que representa» el objeto «pequeño a», por ejemplo), forman la matriz básica de la que se derivan todas las discusiones psicoanalítico-semióticas del cine. El sujeto escindido del psicoanálisis es el espectador en la teoría del cine psicoanalítica; la presencia y ausencia del juego fort/da es su mecanismo significante central; y el concepto crucial de la mirada no es otra cosa que el objeto pequeño a en el campo visual.
La pérdida más significativa que estructura la psique es aquella simbolizada por la CASTRACIÓN, y en realidad Lacan ve el COMPLEJO DE EDIPO como el momento central en la formación de lo inconsciente, un momento tan crucial que funciona para reinterpretar todas las estructuras previas en términos de su principal principio organizador: el reconocimiento de la diferencia sexual. Técnicamente, el complejo de Edipo hace referencia al cuerpo organizado de deseos amorosos y hostiles que el niño experimenta hacia sus padres. Toma su nombre de una tragedia griega escrita por Sófocles, la cual, para Freud, dramatizaba la rivalidad (y el deseo de muerte) con el padre y el deseo sexual por la madre, que Freud consideraba como una verdad de la vida psíquica. La palabra COMPLEJO, que hace referencia a un grupo de ideas y sentímíentos ínterconectados que ejercen un efecto dinámico sobre la conducta del individuo, enfatiza la intersección de relaciones más que la idea (de sentido común) de un desorden en la personalidad. Para Freud, que llamó a la situación edípica «el complejo nuclear de las neurosis» (Freud, 1963b, pág. 66), éste es un punto decisivo en la estructuración de la personalidad y la orientación del deseo humano, ya que define la emergencia del individuo en una autoidentidad sexuada. La teoría infantil de la castración es el resultado de la perplejidad del niño ante la diferencia anatómica entre los sexos; el niño considera la diferencia atribuible al hecho de que los genitales de la niña han sido cortados.
En las fases preedípicas, tanto el niño como la niña se encuentran en una relación diádica con la madre y comparten por igual impulsos masculinos y femeninos. Con el momento edípico, la relación de dos términos se convierte en tres, un triángulo, que está sexualmente definido, es formado por el niño y ambos padres. El progenitor del mismo sexo se convierte en un rival para el deseo del niño por el progenitor del sexo opuesto. El muchacho abandona su deseo incestuoso por la madre debido al miedo, al miedo del castigo por castración que percibe proveniente del padre; al hacer esto, se identifica con su padre (se convierte en él simbólicamente) y se prepara para ocupar su posición de rol masculino en la sociedad. El deseo prohibido hacia la madre es conducido a lo inconsciente, y el muchacho aceptará sustitutos para la madre/objeto deseado en su futuro como un hombre adulto. Para la mujer, el momento edípico no es un momento de temor, sino de realización, ella reconoce que ya ha sido castrada, y, desilusionada en su deseo por el padre, de mala gana se identifica con la madre. Además, el complejo de Edipo es mucho más complicado para la muchacha, que debe cambiar su objeto amoroso de la madre (el primer objeto para ambos sexos) al padre, mientras que el muchacho puede sencillamente continuar amando a la madre.
El complejo de Edipo marca la transición desde el principio de placer al principio de realidad, del orden familiar a la sociedad en general. El miedo a la castración y el complejo de Edipo son las imposiciones simbólicas de las normas de una cultura, representan la ley, la moralidad, la conciencia, la autoridad, etc. Freud utiliza este esquema para describir el proceso mediante el cual el niño desarrolla un sentido unificado del yo (un EGO) y ocupa un lugar particular en las redes culturales de relaciones sociales, sexuales y familiares.
Mary Ann Doane describe este proceso en términos lacanianos:
Es con el complejo de Edipo, la intervención de un tercer término (el padre) en la relación madre-hijo y la serie resultante de desplazamientos, los cuales reformulan la relación con la madre como el deseo de un objeto perpetuamente perdido, que el sujeto accede al uso activo del significante (Doane, 1978, pág. 11).
El término «significante» confirma el énfasis lingüístico de Lacan, en el que la situación edípica se convierte en un conflicto entre el deseo y la ley, representado en lo que el llama el registro SIMBÓLICO de la psique. En el sentido más amplio, esto significa que el momento edípico implica estructuras simbólicas, representaciones que son significantes para el sujeto, más que individuos reales. Y el drama es representado en lo inconsciente, de ahí que implique un red de significación radicalmente distinta de nuestras vidas diarias.
Debido a su énfasis lingüístico, Lacan relee el complejo de Edipo a lo largo de estas líneas: el niño sale de la unidad preedípica con la madre no sólo a través del miedo a la castración, sino también mediante la adquisición del lenguaje. Así el momento de capacidad lingüística (la habilidad de hablar, de distinguir un yo hablante) es también el momento de la inserción de uno en un reino social (un mundo de adultos y de intercambio verbal). Lacan enfatiza la conexión entre lo lingüístico y lo social subsumiendo la adquisición del lenguaje y la prohibición del incesto bajo la ley general de la cultura, designada como el NOMBRE DEL PADRE: es la agencia (no debe confundirse con el padre «real») que instituye y mantiene la ley e impone una identidad sexual sobre el sujeto.
Lacan considera dos leyes simbólicas que caracterizan a la especie humana, la capacidad de un lenguaje y el TABÚ DEL INCESTO, que gobiernan la formación del mismo inconsciente. El tabú del incesto es la prohibición de relaciones sexuales entre parientes de sangre, vista en términos culturales como la agencia proscritora (o la ley universal de las estructuras familiares) que establecen las condiciones mínimas para la definición de una cultura. Tal y como mantiene Lacan:
La ley primordial es por tanto aquella que al regular los vínculos matrimoniales sobreimpone el reino de la cultura sobre aquel de una naturaleza abandonada a la ley del emparejamiento. La prohibición del incesto es meramente su pivote subjetivo […] Esta ley, así, se revela suficientemente como semejante a un orden de lenguaje (Lacan, 1977, pág. 66).
Debido a que se establece una conexión con el lenguaje, un principio general estructurador de la cultura y los orígenes de lo inconsciente, puede decirse que lo inconsciente está presente en todos nosotros, que hemos aprendido a hablar, a utilizar el lenguaje. Aprendemos a hablar en la lengua y las costumbres de nuestra cultura particular; Lacan invierte esto para decir que somos en realidad hablados por la misma cultura. Nuestro sentido de yo se forma a través de las percepciones y el lenguaje de otros, incluso a" los niveles más profundos de lo inconsciente. Esto es otra forma de ilustrar la función simbólica de lo inconsciente, en su intersección con una función social igualmente determinante.
El trabajo de Lacan depende de una alianza entre el lenguaje, lo inconsciente, los padres, el orden simbólico y las relaciones culturales. El lenguaje es lo que nos divide internamente (entre consciente e inconsciente), pero también es eso que nos une externamente (a los otros en la cultura). Mediante la reinterpretación de Freud en términos lingüísticos, Lacan enfatiza las relaciones entre lo inconsciente y la sociedad humana. Estamos todos ligados a la cultura mediante relaciones de deseo; el lenguaje es tanto aquello que habla desde el fondo de nuestro interior (mediante esquemas y modelos que preexisten a nuestro nacimiento), como aquello que nosotros hablamos en nuestra continua interacción con otros.
Como un orden de estructuras sociales preestablecidas (tales como el tabú del incesto que regula las relaciones matrimoniales y de intercambio), lo Simbólico introduce el reconocimiento de «otros» culturales. Donde lo Imaginario era caracterizado por las relaciones armoniosas y duales de madre e hijo, lo Simbólico está marcado por la intervención de un tercer término disruptivo. Así la figura del padre representa el hecho de que existe una red familiar y social más amplia, y por implicación, que el niño debe buscar una posición en ese contexto. El niño debe ir más allá de la identificación imaginaria del reino dual en el cual la distinción entre yo/tú siempre se vuelve borrosa, para tomar una posición como alguien que se puede designar a sí mismo como «yo» en un mundo de terceros, adultos sexualmente diferenciados («él», «ella» y «ello»). La aparición del padre prohíbe así la unidad total del niño con la madre, y causa que el deseo sea representado en lo inconsciente. Debido a que el discurso Simbólico connota el reino de todo discurso e intercambio cultural, cuando entramos en el ORDEN SIMBÓLICO entramos en la misma lengua/cultura. Existe por tanto una dimensión social compartida para lo inconsciente; el significado ya no es por más tiempo simplemente una consecuencia del desarrollo social,'es la fuente de la que el ser social se deriva.
Lacan opone lo Simbólico a lo Imaginario (aunque están en una relación imbricada compleja) ya que es el orden de los sujetos sociales que utilizan el lenguaje. Esta oposición se deriva de tres puntos principales. En primer lugar, porque hace referencia a la organización de la sociedad en términos de autoridad paterna, lo Simbólico está regulado por la ley del padre, mientras que las relaciones diádicas de lo Imaginario pueden considerarse como dominadas por la madre. En segundo lugar, como el orden del lenguaje y la significación estructurada, lo Simbólico está organizado en términos del sujeto que habla, mientras que lo Imaginario es mayormente prelingüístico. Y en tercer lugar, debido a que el acceso a lo Simbólico se constituye a partir de la renuncia de los sentimientos incestuosos hacia la madre, es considerado como un orden de ley y lenguaje fundado sobre la represión de lo Imaginario.
Para Lacan, el significante de la castración es el FALO, y la formulación lacaniana del guión edípico está encuadrada en términos de su posesión. En la antigüedad clásica el falo era la representación figurativa del órgano masculino; en psicoanálisis el término denota la función simbólica de este órgano como el posible objeto de la castración en la relación edípica. En su función como significante, y de aquí su diferencia del genital masculino real, el falo no es el símbolo de una cosa; más bien representa el propio hecho de significar en sí mismo. Así, ambos sexos se definen a sí mismos en relación con el falo, como significante de la falta, y es esta representación de la ausencia la que simboliza todas las separaciones anteriores. El momento de la castración divide el mundo entre aquellos que poseen los medios para representar esta ausencia y aquellos que no los poseen.
Esto se debe a que en la estructura de Lacan se supone que ambos sexos son el falo durante la fase preedípica. El niño pequeño se imagina lo que la (M)adre desea, el objeto que satisfará su deseo de plenitud que surge de su sensación de falta. El guión de la castración, representado por el falo, marca la transición desde ser a tener, y por tanto crea la división entre masculino y femenino que la posesión del falo significa. Pero esto no es la misma cosa que la distinción, anatómica o biológica, entre el pene y la vagina. Más bien, el falo tiene un valor simbólico, cuyo estatus como un objeto transformable y separable, le convierte en el único factor en relación con el cual ambos sexos toman una posición que es definida en términos de presencia y ausencia, de tener o no tener. El falo puede ser visto como en posesión de dos significados interrelacionados, que se corresponden a las fases preedípica y edípica. En primer lugar, como un órgano imaginario y separable, el pene que el niño cree que la madre posee, es un efecto de una fantasía de unidad y plenitud. En segundo lugar, como resultado del reconocimiento de la castración, el falo viene a significar la ley del padre y una entrada en lo Simbólico. Como tal, es una presencia que representa una ausencia, un significante de la pérdida y así una versión posterior del objeto perdido originario (el pecho).
Cuando se hace referencia al falo como el SIGNIFICANTE DEL DESEO, se entiende que desempeña un papel simbólico en los deseos de los tres protagonistas del triángulo edípico, la madre, el padre y el niño; es el objeto al que se dirige el deseo. Es por tanto no un objeto real, sino uno ausente (un objeto fantasmático marcado por la pérdida), uno que figura en una relación significativa triangular; en realidad nunca «pertenece» a ninguno de los tres. En palabras de Parveen Adams: «Lo que le falta [a la mujer] no es el pene como tal, sino el medio para representar la falta» (Adams, 1978, pág. 67). Como significante del deseo, el falo representa la sustitución de las gratificaciones inmediatas de la sexualidad infantil con un reconocimiento del yo como un sujeto social, sexuado, que habla.
Todas estas «representaciones» de pérdida que produce el inconsciente a través de un proceso de represión también fisuran al sujeto como una entidad ideal, es decir producen un SUJETO ESCINDIDO. Estrictamente hablando, en Freud existe una separación entre dos niveles del ser, la vida consciente del ego, o yo, y los deseos reprimidos de lo inconsciente. Un modelo relativamente esquemático está implicado en esta división, en la cual los deseos culpables, ocultados bajo la superficie del entendimiento consciente, produce que lo inconsciente llegue a manifestarse. Lo inconsciente es radicalmente distinto de la vida consciente racional, es totalmente otro, extraño, ilógico y contradictorio en su juego instintivo de las pulsiones y su incesante anhelo de satisfacción. El psicoanálisis lacaniano modifica (y multiplica) esta separación en términos de lingüística estructural: el sujeto dividido se produce en el lenguaje como una dinámica constante de diferencia articulada.
Stephen Heath describe el proceso de este modo:
El paso al interior de y al lenguaje divide y en esa división produce al individuo como sujeto […] El sujeto, por tanto, no es el principio sino el resultado de una estructura de diferencia, del orden simbólico, y el resultado indica una pérdida, la división, que es el constante «drama del sujeto en el lenguaje» […] En breve, existe una permanente representación del sujeto en la misma lengua (Heath, 1981, págs. 117-118).
El sujeto escindido es distinto del «individuo» tal y como es concebido por la PSICOLOGÍA DEL EGO. El énfasis lacaniano en la articulación de la subjetividad mediante procesos sociales contrasta con las interpretaciones normativas, restrictivas y desarrollacionistas de la psicología del ego, que ve la resistencia como externa al ego ya constituido y unificado. El ego es concebido como una agencia de adaptacíón, mientras que para los lacaníanos la resistencia es interna, parte de la constitución del mismo ego. Consideran al ego como el producto dinámico de identificaciones, en un proceso dialéctico y continuo, cuyo resultado es, hablando de forma simple, la formación de un objeto-amado. Mientras que la psicología del ego persigue sostener al sujeto unificado mediante el reforzamiento de la percepción de un yo coherente, el psicoanálisis lacaniano implica una crítica de esta unidad idealizada por medio de la introducción de la contradicción y la división en la misma noción de la formación del sujeto.
La distinción se reduce a una cuestión de énfasis; una vez que lo inconsciente y sus mecanismos son vistos como que establecen la discontinuidad fundamental de la vida psíquica, no puede nunca existir certeza absoluta acerca de la observación empírica. Radicalmente separado de la experiencia objetiva, el inconsciente dinámico es concebido como un lugar de deseo, atravesado perpetuamente por impulsos que sobrepasan nuestra comprensión consciente. Teorías de la percepción y el conocimiento pierden esta radical heterogeneidad del inconsciente, mientras que es concretamente esa diferencia de la vida consciente la que define la perspectiva lacaniana. Un concepto relacionado es aquel de la REALIDAD PSÍQUICA, un término utilizado por Freud para designar la correlación del mundo de la psique y el mundo material, una relación que permite a elementos en el interior de la psique adquirir para el sujeto la fuerza de la realidad. Es un concepto íntimamente conectado con los deseos inconscientes y, tal y como lo describe Jean Laplanche y J.-B. Pontalis, la «noción está conectada con la hipótesis freudiana sobre los procesos inconscientes: no sólo estos procesos no toman en cuenta la realidad exterior, también la reemplazan con una psíquica» (Laplanche y Pontalis, 1973, pág. 363). Sin embargo, esto no significa simplemente una oposición entre dos tipos de realidad; más bien, los deseos inconscientes y su formación como fantasías están constantemente implicadas en la vida material del sujeto, mientras que la relación entre lo consciente y lo inconsciente es una relación de conexiones enmascaradas.
Al sujeto escindido también se hace referencia como el SUJETO EN EL LENGUAJE o el SUJETO HABLANTE, convirtiendo la conexión entre identidad, subjetividad y lenguaje en una característica fundamental de lo inconsciente. Decir que el sujeto «actúa en el lenguaje» es reconocer la presencia diferenciadora de lo inconsciente en cada acto de habla. El yo hablante es una unidad ilusoria (y elusiva) que permite que la comunicación tenga lugar, pero debajo de cada sujeto hablante está la fuerza contradictoria de lo inconsciente articulando su propia lógica, su propio lenguaje de deseo. Así, cuando nosotros hablamos, nunca existe simplemente un significado completo, obvio o lógico para nuestras palabras (ya que «nuestras palabras» son siempre la suma de las mismas palabras y de nuestra afirmación de ellas). Tú el sujeto, como el sujeto de una frase, siempre ocupa una posición de algún modo arbitraria cuando se habla. El pronombre «yo» permanece en lugar del sujeto siempre elusivo, el yo hablante.
Por tomar el ejemplo citado con más frecuencia, cuando digo «yo estoy tumbado», el «yo» en la frase es bastante estable y coherente; pero el «yo» que pronuncia la frase (y pone su veracidad bajo cuestión en el camino) es una fuerza que se desplaza, en perpetuo cambio. Por motivos de comprensión, el «yo» de la frase y el que la produce/pronuncia son colocados en una unidad que es de un tipo imaginario. Así existe un cierto nivel de ilusión sobre la identidad; nosotros estabilizamos el desplazamiento que se da al hablar para hacer posible la comunicación. Es en este sentido en el que la identidad del sujeto hablante, totalmente consciente, auto-presente y con dominio de sus significados, es un constructo ficcional.
Además, presentado en términos de psicoanálisis lingüísticamente orientado, el «yo» de la afirmación (el sujeto del énonce) está diciendo la verdad: es un hecho que lo que yo digo es falso. Pero el yo que produce la afirmación (el sujeto de la énonciation) está realmente engañando al oyente, produciendo de forma engañosa una afirmación que aparece como verdad. Y esto es incluso más complicado, ya que el sujeto de la enunciación está, en realidad, afirmando también la verdad: yo te estoy engañando (ése es mi deseo). Al engañar, el sujeto de la enunciación está siendo fiel a [su] deseo. Este desplazamiento contradictorio y el juego de significados son una evidencia de que el inconsciente está trabajando. Stephen Heath demuestra que la conexión entre la significación, lo inconsciente y la formación del sujeto resulta central para el pensamiento de Lacan:
Lo inconsciente es el hecho de la constitución-división del sujeto en el lenguaje; un énfasis que incluso puede llevar a Lacan a proponer sustituir la noción de lo inconsciente por aquella del sujeto en el lenguaje. «Es un círculo vicioso decir que nosotros somos seres hablantes; nosotros somos «hablantes», una palabra que puede ser de forma ventajosa sustituida por lo inconsciente» (Heath, 1981, pág. 79).
Finalmente, debido a que rechaza situar una esencia preexistente y específicamente femenina (o masculina) sino más bien describe y analiza los procesos mediante los cuales se produce la DIFERENCIA SEXUAL en la sociedad humana, el psicoanálisis ha sido retomado por las feministas interesadas en comprender la construcción cultural de la sexualidad y las implicaciones de ello para el DISCURSO FEMENINO; la articulación y expresión del lenguaje, el deseo y la subjetividad de las mujeres. En el psicoanálisis, la FEMINIDAD es considerada como una categoría, producida psicológica y socialmente, más que como un conjunto de características biológicas o anatómicas, y por esta razón los feministas (tanto hombres como mujeres) encuentran al psicoanalisis útil para formular una estética y una práctica social alternativas.
Bajo esta luz, la caracterización familiar de Freud del sexo femenino como el «continente oscuro» está tomada no como una reafirmación del mito perdurable de la esencia enigmática y seductora de las mujeres, sino como el planteamiento de una cuestión para que se someta a análisis, y el mismo Freud es muy claro en esto: «De conformidad con su peculiar naturaleza, el psicoanálisis no trata de describir lo que es una mujer, ésta sería una tarea que apenas podría realizar, pero comienza a indagar cómo ella llega a ser» (Freud, 1965, pág. 116). Del mismo modo es malinterpretada la famosa frase de Lacan: «La mujer no existe» porque más que negar la existencia de la mujer real, se refiere al hecho de que no hay una esencia femenina universal, sólo una fantasía de feminidad. Tal y como lo explica Jacqueline Rose:
Como el lugar en el que la falta es proyectada, y a través del cual es simultáneamente denegada, la mujer es un «síntoma» para el hombre. Definida como tal, reducida a ser no otra cosa que este lugar fantasmático, la mujer no existe. La afirmación de Lacan […] significa, no que las mujeres no existan, sino que su estatus como categoría absoluta y garante de la fantasía (exactamente La mujer) es falso (Ła). (Rose, 1986, pág. 72).
Sin embargo, semejante crítica del BIOLOGISMO puede virar hacia la negación total del cuerpo. Para diversos teóricos feministas el problema se convierte en una cuestión de mantener la preocupación por la naturaleza construida de la feminidad (un proceso que es paralelo a la emergencia de la misma subjetividad) mientras se negocia un espacio para el cuerpo femenino y se reclama la JOUISSANCE (el éxtasis sexual o el placer caracterizado por la explosividad, la disipación, el hacer añicos los límites) desde su definición fálica. Varias feministas francesas proponen teorías de la escritura femenina basadas en una concepción muy específica del cuerpo femenino; irónicamente, esto las ha abierto a las mismas críticas de esencialismo aplicadas a los que proponen una esencia femenina universal preexistente.
Julia Kristeva y Héléne Cixous ven fuerzas de resistencia asociadas con el registro imaginario de la psique, con lo preedípico, y con el cuerpo maternal (femenino). Cixous pregunta: «¿Qué es el placer femenino, dónde sucede, cómo se inscribe en su cuerpo, en su inconsciente? ¿Y después cómo lo escribimos?» (Heath, 1982, pág. 111). Kristeva responde con la teoría de la CHORA SEMIÓTICA en relación especial, al tiempo, con la lengua poética y con lo femenino que, a través de su desordenamiento de la sintaxis y de la secuencia lógica y de su énfasis en los ritmos, entonaciones y energías del discurso preverbal, desafían constantemente y transforman el falocentrismo del orden simbólico. Luce Irigary, una psicoanalista que rompió con la Ecole Freudienne de Lacan, defiende una especificidad del LENGUAJE FEMENINO que está basada en una identidad con la anatomía femenina; su «discurso bilabial» desafía la unidad de la representación simbólica fálica con fluidez y multiplicidad, indicando así posibles formas para la expresión del deseo femenino. Michelle Montrelay sugiere que hay un inconsciente femenino específico que existe simultáneamente con el inconsciente masculino, por tanto le permite adherirse a las estructuras de la economía fálica, mientras defiende una jouissance específicamente femenina basada en «el “conjunto” de pulsiones femeninas». Así, mientras se mantiene la prioridad simbólica del falo, ella sitúa una noción de mujer no como «castrada», sino como «plena» que ha de ser reprimida, y en tal plenitud reside la «ruina de la representación».
Para Mary Ann Doane, los términos del cuerpo y de la sexualidad no son reductibles a lo meramente físico (como en la definición de sentido común de «respuesta sexual»), sino que están construidos en una matriz de relaciones simbólicas y sociales. Aun, ella encuentra que un énfasis sobre la organización de los procesos físicos definidos sólo en relación a una subjetividad masculina está en peligro de dejar al cuerpo femenino completamente fuera. En palabras de Joan Copjec existe un legítimo «temor a ser engañado por la misma teoría a través de la cual esperamos que se nos lleve a la verdad» (Copjec, 1986, pág. 58). Doane por tanto propone que «tratemos de considerar la relación entre el cuerpo femenino y el lenguaje, sin olvidar nunca que es una relación entre dos términos y no dos esencias» (Doane, 1981, págs. 30-31). Para hacer esto, ella sugiere utilizar la noción de ANACLISIS desarrollada por el psicoanalista Jean Laplanche; es el proceso mediante el cual los instintos libidinales tempranos (tales como las pulsiones orales y anales) se separan a sí mismas de sus objetos originales (los órganos corporales) mientras que estos objetos asumen una función simbólica, o fantasmática. Tal y como vimos anteriormente, el deseo nace de esta desviación, de este «vacío» en la pulsión, pero el cuerpo físico debe estar allí como soporte de este proceso. Como lo expresan Robert Lapsey y Michael Westlake: «Aunque el cuerpo no es la causa de la psique, no obstante, tiene un papel en su estructuración» (Lapsey y Westlake, 1988, pág. 102). Así, a diferencia de las teorías de las feministas francesas, la sexualidad preedípica no implica algún reino prístino extraído de las estructuras de la simbolización; el cuerpo está ya atravesado por una red organizada de relaciones de fantasía y símbolos deseantes, incluso en la condición preedípica de la infancia. Doane concluye que: «La sexualidad sólo puede tomar forma en una disociación de la subjetividad desde la función corporal, pero el concepto de función corporal está necesariamente en la explicación como, precisamente, un soporte (Doane, 1981, pág. 27).
Las cuestiones de la feminidad y el deseo femenino permanecen como asuntos importantes que la teoría psicoanalítica debe confrontar. Dado que el psicoanálisis describe la emergencia de la subjetividad masculina, pero lo hace alrededor del catalizador de la diferencia sexual, resulta crítico comenzar a desarrollar una teoría de la sexualidad que no privilegie a un sexo sobre el otro. Elizabeth Cowie señala que debemos ser capaces de: «Ver a la mujer no como algo dado biológicamente o psicológicamente, sino como un categoría producida en prácticas significativas… o a través de la significación al nivel de lo inconsciente» (Cowie, 1978, pág. 60). Paradójicamente, ésta es quizá la característica más importante del psicoanálisis: que comienza a trazar el camino para que nosotros pensemos en estos términos, pero lo hace de tal modo que el desafío feminista es absolutamente necesario.
Si se puede decir de algún texto que cristaliza el pensamiento psicoanalítico sobre el cine es el importante ensayo de Metz El significado imaginario.[5] Tal y como apunta el título, el cine implica procesos de lo inconsciente en mayor medida que cualquier otro medio artístico: la propia constitución de su significante es imaginaria. A diferencia de las artes literarias o pictóricas, cuyos significantes preexisten al trabajo imaginativo del lector o espectador (bajo la forma de palabras en un texto o imágenes en un lienzo), las películas en sí mismas sólo llegan a existir a través del trabajo ficcional de sus espectadores. Obviamente, esto no significa que la propia película (en un sentido material) no preexista a su visionado, sino que sus significantes (su modo de producir significado) son activados al ser vista. Las imágenes y sonidos del cine no son significativos sin el trabajo (inconsciente) del espectador, y es en este sentido en el que toda película es una construcción de su espectador. En cierto modo, El significado imaginario es el texto básico de la teoría psicoanalítica del cine; casi cualquier artículo sobre el tema realiza alguna referencia al trabajo de Metz. La pregunta principal del ensayo es la siguiente: «¿Qué contribución puede… realizar el psicoanálisis al estudio del significante cinemático?» (Metz, 1975, pág. 28) y Metz busca responderla mostrando cómo el cine moviliza técnicas del imaginario con la finalidad de: 1) asegurar el funcionamiento del aparato cinematográfico; 2) crear las condiciones de repetición específicas para el espectador cinematográfico; y 3) generar la cualidad peculiarmente fantasmática de la significación cinemática.
Metz utiliza el término «imaginario» de tres modos; el primero trata del sentido ordinario de la palabra como «ficcional» o «ficticio»: las películas son historias imaginarias representadas por imágenes presentes de objetos y personas ausentes. El segundo significado tiene que ver con la naturaleza «imaginaria» del significante cinemático. Debido a que el cine depende en un alto grado de la actividad perceptual (visión, sonido y la percepción del movimiento en una secuencia ordenada) mientras que al mismo tiempo invoca un grado inferior de sustancialidad (las imágenes filmadas y sus espectadores no comparten el mismo tiempo y espacio, tal y como sucede, por ejemplo, en el teatro dramático) existe un penetrante sentido de la ausencia en el corazón de su representación. Las imágenes en la pantalla se «hacen presentes bajo la forma de ausencia» ofreciéndonos «una riqueza perceptual desacostumbrada, pero normalmente marcada profundamente por la irrealidad» (Metz, 1975, pág. 48).
El tercer significado es más estrictamente psicoanalítico, en la medida en la que Metz se refiere específicamente al «imaginario» lacaniano, aquel lugar de la constitución inicial del ego anterior al momento edípico (que, como se ha apuntado, contiene la totalidad de las relaciones de fantasía y deseo que forman el «núcleo inicial de lo inconsciente» (ibídem, pág. 15). Pero incluso en el mismo inicio del ensayo, Metz tiene cuidado de evitar la caracterización del cine como exclusivamente imaginario, afirmando que estará constantemente preocupado por «la articulación de este imaginario que se ramifica íntimamente con la hazañas del significante, con la huella semiótica de la ley (aquí los códigos cinemáticos) que también marca lo inconsciente» (ibídem). En otras palabras, el cine es al tiempo un sistema simbólico y una operación imaginaria, y cualquier análisis que tenga éxito deberá estar equilibrado en una situación dinámica entre los dos.
En términos más generales, la teoría psicoanalítica del cine basa su descripción en una equivalencia entre el espectador de la película y el que sueña, tomando esa producción arquetípica de la fantasía inconsciente, el TRABAJO DEL SUEÑO, como análoga al mismo cine. En su condición de realizaciones simbólicas de deseos inconscientes, los sueños son «textos» estructurados que pueden entenderse mediante un análisis de su CONTENIDO MANIFIESTO (la «historia» contada en el sueño), con la finalidad de revelar el CONTENIDO LATENTE, el DESEO DEL SUEÑO (el deseo inconsciente y prohibido que genera el sueño) bajo la colección, aparentemente aleatoria y confusa, de imágenes. En La interpretación de los sueños, Freud demuestra, a través de un proceso de desciframiento (en el cual se desenredan los diversos hilos de la imaginería del sueño), los procesos transformadores y deformadores del trabajo del sueño que permiten al deseo inconsciente aflorar en una representación. Estos procesos del trabajo del sueño reciben el nombre de PROCESOS PRIMARIOS, y consisten en la CONDENSACIÓN (en la cual un abanico completo de asociaciones puede representarse mediante una única imagen), DESPLAZAMIENTO (en el que la energía psíquica se transfiere desde algo significante a algo banal, confiriendo gran importancia a un hecho trivial), CONDICIONES DE REPRESENTABILIDAD (en las que se hace posible para ciertas ideas el ser representadas mediante imágenes) y REVISIÓN SECUNDARIA (en la que una coherencia narrativa lógica se impone sobre la corriente de imágenes). En la actividad de la producción inconsciente, se combinan para transformar las materias primas del sueño (estímulos corporales, cosas que han sucedido durante el día, ideas del sueño) en esa «historia visual» alucinatoria que es el mismo sueño.
El poder de la analogía cine-sueño para la teoría fílmica viene de la peculiar construcción que hace el cine de su espectador como un soñador semidespierto. El énfasis de la teoría psicoanalítica del cine sobre la subjetividad como un proceso de construcción implica que nunca puede existir un reino del significado fijado e independiente de una cadena significativa en la que el sujeto se halla insertado. Por este motivo, el desplazamiento desde el análisis del significado como un contenido al análisis del significado como un proceso estructurante da nueva prioridad al inconsciente en la descripción del estatuto del espectador. Si el significado es siempre producido para un sujeto, la preocupación de la teoría psicoanalítica del cine abarca a su vez el significado del mismo texto fílmico (el énoncé) y la producción de ese texto (la énonciation), considerando a su vez al realizador cinematográfico y al espectador como fuentes de esa producción. Desde esta perspectiva, tanto autor y espectador son concebidos no sólo como individuos que toman decisiones cognitivas al formar interpretaciones conscientes, sino como procesos en la producción de una subjetividad deseante, y esto implica una noción global del cine como una institución, una práctica social y una matriz psíquica. Si se puede decir que el psicoanálisis se ocupa del problema de «subjetividades entrelazadas» atrapadas en una red de sistemas simbólicos, entonces la teoría psico-analítica del cine se ocupa del estatuto del espectador como una parte integral de este complicado tejido.
Así, el espectador del cine es un espectador deseante, y dentro del marco psicoanalítico, tanto el estado de visionado que «construye» a este espectador como el texto fílmico en sí mismo se considera que movilizan las estructuras de la FANTASÍA INCONSCIENTE. Más que cualquier otra forma, el cine es capaz de reproducir realmente o aproximarse a la lógica y la estructura de los sueños y de lo inconsciente. Por Freud sabemos que «fantasía» hace referencia a la producción psíquica alrededor de un deseo inconsciente por medio de una ESCENA IMAGINARIA en la que el sujeto/soñador, descrito como presente o no, es el protagonista. Para los franceses posfreudianos Laplanche y Pontalis: «Las ideas [finconscientes están organizadas en fantasías o guiones imaginarios a los que el instinto se fija y que pueden ser concebidas como verdaderas míses-en-scéne [representaciones/actuaciones del deseo]» (Laplanche y Pontalis 1973, pág. 475). La teoría psicoanalítica del cine enfatiza en su descripción la noción de producción, centrándose en los modos en los que el espectador es situado por medio de una serie de «atracciones» alucinatorias, como el productor deseante de la ficción cinemática. De acuerdo con esta idea, cuando vemos una película estamos de algún modo soñándola también; nuestros deseos inconscientes trabajan en tándem con aquellos que generaron la película-sueño.
Deben hacerse tres puntualizaciones adicionales sobre la noción de fantasía. En primer lugar, fantasía en esta utilización no significa simplemente un contenido fantástico o imaginario que se origina en la mente del director (tal y como algunos análisis psicológicos basados en el contenido nos harían creer; citemos, por ejemplo, el caso de un Hitchcock anticlerical). Más bien es el resultado de una relación interactiva entre la película y el espectador, en la que el espectador tanto construye la fantasía como es constituido por ella en un complejo relevo de procesos de proyección (en el cual impulsos específicos, deseos y aspectos del yo se imagina que son situados en un objeto exterior a él) y de identificación (en la cual se trata bien de un extensión de identidad en otro, un préstamo de identidad de otro, o una fusión/confusión de identidad con otro). En segundo lugar, la fantasía nunca es simplemente la satisfacción del deseo, sino la formación de un compromiso en el que (tal y como vemos en el trabajo del sueño) las ideas reprimidas sólo pueden encontrar expresión mediante la censura y la distorsión; el compromiso se da entre el deseo y la ley. De nuevo Laplache y Pontalis dejan esto claro cuando describen la fantasía como «escena imaginaria […] que representa la realización de un deseo […] de un modo que es en mayor o menor medida distorsionado mediante procesos defensivos» (Laplanche y Pontalis, 1973, pág. 314). Finalmente, la fantasía juega un papel en el aplazamiento perpetuo del deseo más que en su satisfacción (es representación de La satisfacción, y no satisfacción en sí misma). Lacan lo expresa de este modo: «La fantasía es el soporte del deseo, no es el objeto el que es el soporte del deseo» (Lacan, 1979, pág. 185).
El espectador cinematográfico de la teoría psicoanalítica del cine es por tanto el «mecanismo» central de toda la operación cinemática. El texto fílmico (cuya afinidad con el sueño está marcada por el hecho de que ambos son «historias contadas en imágenes» que el sujeto se relata a sí mismo) implica a este espectador en un complejo de placer y significado mediante la movilización de estructuras de fantasía, identificación y visión profundamente enraizadas, y lo hace mediante el entrelazamiento de sistemas de narratividad, continuidad y punto de vista. El resultado es que en cada visionado de una película se puede decir que los espectadores repetidamente «enuncian su propia economía de deseo» (Lapsley y Westlake, 1988, pág. 95). Las discusiones sobre la teoría psicoanalítica del cine se organizaran alrededor de cinco conceptos esenciales: el aparato, el espectador, la enunciación, la mirada y la teoría feminista.
Debido a que la constitución psicoanalítica del espectador cinematográfico también sugirió modos de comprender el impacto social del cine como institución, Metz formuló, en primer lugar, su petición de una aproximación psicoanalítica en términos de la forma institucional del cine. En El significado imaginario, habla de la «relación dual» entre la vida física del espectador y los mecanismos financieros o industriales del cine con la finalidad de mostrar cómo las relaciones recíprocas entre los componentes psicológicos y tecnológicos de la institución cinemática trabajan para crear en los espectadores no sólo una creencia en la impresión de realidad ofrecida por sus ficciones, sino una profunda satisfacción psíquica y un deseo de continuo retorno. Vale la pena citar el pasaje completo, ya que esta intersección de lo psíquico y lo social se halla en el núcleo de la definición del APARATO CINEMÁTICO:
La institución cinemática no es simplemente la industria cinematográfica (que también trabaja para llenar los cines, no para vaciarlos). Es también la maquinaria mental, otra industria, que los espectadores «acostumbrados al cine» han internalizado históricamente, y que los ha adaptado al consumo de películas. (La institución está fuera de nosotros y dentro de nosotros, colectiva e íntima indistintamente, sociológica y psicoanalítica, exactamente como la prohibición del incesto tiene como su corolario individual el complejo de Edipo […] o quizá […] diferentes configuraciones psíquicas que […] imprimen la institución en nosotros a su propio modo). La segunda máquina, es decir, la regulación social de la metapsicología del espectador, como la primera, tiene como su función establecer buenas relaciones objetuales con las películas […] Al cine se asiste atendiendo al deseo, sin desgana, con la esperanza de que la película nos agradará, no nos desagradará […] [L]a institución en su totalidad tiene únicamente como su objetivo el placer fílmico (Metz, 1975, págs. 18-19).
Hablando de forma general, el término aparato cinemático se refiere a la totalidad de las operaciones interdependientes que disponen la situación de visionado del cine, que incluyen: 1) la base técnica (efectos específicos producidos por los diversos componentes del equipamiento fílmico, que incluyen: cámara, luces, película y proyector); 2) las condiciones de proyección de la película (la sala oscura, la inmovilidad implicada por estar sentado, la pantalla iluminada al frente, y el haz de luz que es proyectado desde detrás de la cabeza del espectador); 3) la misma película como un «texto» (que implica diversos mecanismos para representar la continuidad, la ilusión de espacio real y la creación de una impresión de realidad verosímil); y 4) la «maquinaria mental» del espectador (que incluye procesos perceptuales conscientes así como inconscientes y preconscientes) que le constituyen como sujeto de deseo. Así, tanto los componentes tecnológicos como los libidinales/eróticos se combinan para formar el aparato cinemático como una totalidad, produciendo una definición de todo el cine-máquina que va más allá de las mismas películas hasta el abanico completo de operaciones implicadas en su producción y consumo, y que sitúa al espectador, como sujeto inconsciente del deseo, en el centro de todo el proceso. Otro modo de definir el aparato cinematográfico es considerarlo como un punto de intersección de un número de relaciones: relaciones de texto, significado, placer y posición del espectador, que cristalizan y se condensan en la proyección de una película.
Los textos germen en la teoría del aparato son el artículo de Jean-Louis Baudry de 1970, «Los efectos ideológicos del aparato cinematográfico básico» y el más profundamente psicoanalítico «El aparato: aproximaciones metodológicas a la impresión de realidad en el cine» (1975).[6] Aunque el aparato cinemático es definido como una estructura compleja de engranajes a través de cuatro tipos distintos de funcionamiento, desde la perspectiva de la teoría psicoanalítica del cine la característica más destacable de este aparato es su construcción como un ESTADO DE SUEÑO. Determinadas condiciones hacen el visionado de películas similar al soñar: nos encontramos en un habitación oscurecida, nuestra actividad motora está reducida, nuestra percepción visual se aumenta para compensar nuestra falta de movimiento físico. Debido a esto, el espectador del cine entra en un RÉGIMEN DE CREENCIA (donde todo es aceptado como real y diáfanas imágenes bidimensionales tienen la misteriosa sustancia de cuerpos y cosas reales) que es similar a la condición del que sueña. El cine puede conseguir su poder más grande de fascinación sobre el espectador no simplemente por su impresión de realidad, sino más precisamente porque esta impresión de realidad es intensificada por la condición del sueño, lo que se conoce como el EFECTO DE FICCIÓN.
Es este efecto de ficción el que permite al espectador tener la sensación de que él o ella están realmente produciendo la ficción cinemática, soñando las imágenes y situaciones que aparecen en la pantalla. Esto es lo que hace ir al cine, similar a otras situaciones de fantasía (soñar despierto, soñar, fantasear) y proporcionan la base para el deslizamiento entre soñador y espectador, que es la bisagra de la teoría psicoanalítica del cine. El cine, de hecho, crea una impresión de realidad, pero se trata de un efecto total, que engulle y en cierto sentido «crea» al espectador, ya que es mucho más que una simple replica de lo real. Otro término de esta constelación de características es el EFECTO SUJETO, y viene del hecho de que Baudry, en su segundo ensayo, atribuye la impresión de realidad del cine, no a su verosimilitud sino a una experiencia creada en el espectador: «Todo el aparato cinematográfico se activa para provocar esta simulación: es en realidad una simulación de una condición de sujeto, una posición del sujeto, un sujeto y no la realidad» (Baudry, en Cha, 1980, pág. 60).
Estas condiciones producen lo que Baudry llama «un estado de REGRESIÓN ARTIFICIAL» (ibídem, pág. 56). Los efectos totalizadores, como de matriz de la situación de visionado del cine representan, para él, la activación de un deseo inconsciente de regresar a una fase anterior del desarrollo psíquico, anterior a la formación del ego, en la que las divisiones entre yo y otro, internas y externas, todavía no han tomado forma. Para Baudry, esta condición en la que el sujeto no puede distinguir entre percepción (de una cosa real) y representación (una «imagen» que está en lugar de) es como las formas más tempranas de satisfacción del niño en las que las barreras entre él mismo y el mundo están confusas. Baudry dice que la situación del cine reproduce el poder alucinatorio de un sueño porque convierte una percepción en algo que parece como una ALUCINACIÓN, una visión con una irresistible sensación de realidad de algo que, precisamente, no está allí. Pero Baudry señala que existe una diferencia importante. Donde Freud afirma que el sueño es una «psicosis alucinatoria normal» de cada individuo, Baudry señala que el cine ofrece una «psicosis artificial sin ofrecer al que sueña la posibilidad de ejercer cualquier tipo de control inmediato» (ibídem, pág. 58). Resulta central para la teoría psicoanalítica del cine el hecho de que la capacidad única del cine para recrear el estado del sueño hace de lo inconsciente el factor primario tanto en nuestro deseo por el cine como en su efecto de realidad.
En su explicación de la curiosa disyunción entre dos mundos experimentada «en la sala de cine», Roland Barthes también retoma la receptividad aumentada del espectador (un estado algo así como la sugestibilidad de la hipnosis) producida por la regresión artificial del efecto de ficción. Dice que nosotros soñamos antes de convertirnos en espectadores, situados tal y como estamos, en una «condición cinemática» prehipnótica dentro de «un cubo anónimo e indiferente de oscuridad», «un capullo cinematográfico» donde nosotros «brillamos con toda la intensidad de [nuestro] deseo» (Barthes, 1975a, págs. 1-2). Al invocar al sujeto escindido del psicoanálisis (el espectador está a la vez en la historia y «en otra parte»), Barthes conecta la fascinación fílmica con la atracción del narcisismo en las identificaciones imaginarias anteriores (todos los términos deben ser considerados en relación con el espectador). Con mayor importancia, sugiere modos en los que podemos complicar nuestra relación con la pantalla (nosotros estamos «fijados a la representación» (ibídem, pág. 3) ya sea estableciendo una distancia crítica a través de la técnica brechtiana, o multiplicando la fascinación mediante la atención a los alrededores extracinemáticos.
El trabajo preparatorio para la centralidad del espectador en el aparato ya había sido dispuesto por el mismo artículo que introdujo el término «aparato» en la teoría fílmica, el ensayo anterior de Baudry sobre «Efectos ideológicos». Fue aquí donde se planteó la relación entre la cámara y el sujeto que mira como el lugar de la producción ideológica, y que el espectador ocupa una posición central e ilusoria en toda la disposición cinemática. Baudry demostró en primer lugar cómo la noción idealista de un SUJETO TRASCENDENTAL (en la cual todos los objetos son percibidos desde un punto fijado, concebido como la fuente del sentido, y este punto es entonces considerado como una unidad ideológica, que deniega a la contradicción mantener su centralidad ilusoria y sitúa al sujeto filosófico del idealismo) fue transferida desde las leyes ópticas de la perspectiva monocular en la pintura renacentista a la base mecánica de la cámara. Analiza el modo en el que el sentimiento de dominio del sujeto es reforzado cuando las diferencias entre los fotogramas son borradas en nombre de una ilusión de realidad sin fracturas, una visión continua. La sensación de dominancia incluso se mantiene más allá cuando las múltiples perspectivas implicadas por el montaje son sintetizadas por el sujeto en una totalidad coherente y significativa. El trabajo ideológico del aparato se explica en términos de una duplicidad: el sujeto se siente como la fuente de los significados cuando en realidad el sujeto es el efecto de los significados.
Lo que surge aquí (de modo resumido) es la función específica desarrollada por el cine como soporte e instrumento de la ideología. Constituye al «sujeto» mediante la delimitación ilusoria de una posición central, sea ésta la de un dios o cualquier otro sustituto. Es un aparato destinado a obtener un efecto ideológico preciso, necesario para la ideología dominante: creando una fantasmatización del sujeto, colabora con una marcada eficacia en el mantenimiento del idealismo […] Todo sucede como si el mismo sujeto fuera incapaz de dar cuenta de su propia situación, y por algún motivo, fuera necesario sustituir órganos secundarios […] instrumentos o formaciones ideológicas capaces de llenar su función como sujeto. En realidad, esta sustitución sólo es posible con la condición de que la misma instrumentalización sea ocultada o reprimida (Baudry, en Cha, 1980, pág. 34).
Esta combinación de operaciones técnicas, ideológicas y psicológicas, nos devuelve a la definición original de aparato, cuya forma de funcionamiento está brillantemente ilustrada por el ejemplo cinemático de Dziga Vertov, Czseloviek s Kinoappartom [El hombre de la cámara].
En una película cuyo tema ostensible es un día en la vida de una bulliciosa ciudad soviética, las cuatro áreas del aparato son hábilmente puestas en movimiento, mientras que «el hombre con la cámara de cine» conecta las diversas «demostraciones» (del aparato y de la vida cotidiana) y da prioridad al ojo de la cámara (y del espectador). Todos los aspectos del aparato se movilizan en esta película, que constantemente revela el proceso de su propia creación: trata tanto de la construcción de la realidad cinemática como de la vida soviética, proporcionando un poderoso desenmascaramiento de esas operaciones que el trabajo ideológico del aparato debe suprimir. Se alude a la base técnica en la actividad del cámara; la cámara, trípode, lentes, y otras tecnologías para grabar y proyectar son descritas del mismo modo. Las condiciones de recepción son mostradas por secuencias en la misma sala de cine. El texto-filme tiene una especie de papel estelar, en la medida que el montaje es mostrado en fotogramas que son congelados en la mitad del movimiento, llevados a la mesa de montaje, examinados, catalogados y cortados en secuencias que ponen en primer plano las manos y los ojos del montador. Pero más importantes son los mismos espectadores: aquellos que ven la película dentro de la película como los espectadores descritos, deslizándose constantemente desde la realidad documental a la ilusión construida, fascinados y conscientes al mismo tiempo. Más que una exposición de técnicas y métodos cinemáticos, El hombre de la cámara refuerza el papel central del espectador en el aparato cinemático, porque mientras desmitifica su ilusión para mostrar cómo son producidas, reafirma continuamente el hecho de que la participación psíquica del espectador es lo que hace existir a la película.
La concepción psicoanalítica del ESPECTADOR cinematográfico es la matriz de la que fluyen todas las otras descripciones en éste campo. Pero éste es un tipo de espectador muy particular, bastante diferente de aquel presupuesto por otras aproximaciones metodológicas en los estudios fílmicos. A diferencia de los modelos de público de masas ofrecidos por aproximaciones al cine empíricas o sociológicas (la gente «de verdad» que va al cine), y a diferencia de la noción del espectador conscientemente informado proporcionada por las aproximaciones formalistas (gente que tiene ideas artísticas e interpretaciones conscientes acerca de lo que ellos ven), la teoría psicoanalítica del cine discute el estatuto del espectador del cine en términos de la circulación del deseo. El abanico de conceptos psicoanalíticos que tienen que ver con la fantasía inconsciente y la formación de una identidad (sexuada) son listados para explicar y describir las formas peculiares de proyección imaginaria y comprehensión que caracterizan al sujeto-cinematográfico y el estado de visionado. Alain Bergala determina cuatro áreas de investigación en la teoría del espectador: 1) ¿Qué es lo que el espectador desea al ir al cine? 2) ¿Qué clase de sujeto-espectador es construido por el aparato cinematográfico? 3) ¿Cuál es el «régimen» metapsicológico del espectador durante la proyección de la película? 4) ¿Cuál es, estrictamente hablando, la posición del espectador dentro de la misma película? (en Aumont y otros, 1983, págs. 172-173). Mientras cada una de estas cuestiones delimita una posible aproximación al estatuto del espectador en términos de una teoría de lo inconsciente, un examen más detallado revela que todos son contingentes uno con otro, un completo complejo de características que se entrecruzan forma al espectador psicoanalíticamente construido. La discusión sobre el aparato fue en cierto modo orientada a responder las preguntas 1) y 2); el apartado sobre la mirada se ocupara más profundamente de la cuestión 4). La cuestión 3), aquella del «régimen» metapsicológico, es la base de las teorías psicoanalíticas sobre el estatuto del espectador, y será discutida aquí.
La teoría psicoanalítica del cine ve al espectador no como una persona, un individuo de carne y hueso, sino como un constructo artificial, producido y activado por el aparato cinemático. El espectador es concebido como un «espacio» que es al tiempo «productivo» (como en la producción del material del sueño u otras estructuras de la fantasía inconsciente) y «vacío» (cualquiera lo puede ocupar); para lograr esta dualidad ambigua, el cine, en cierto sentido, «construye» su espectador a lo largo de un número de modalidades psicoanalíticas que unen al que sueña con el espectador del cine. Pero una película no es exactamente la misma cosa que un sueño; para que el espectador del cine se convierta en el sujeto de una fantasía que no es autogenerada, se debe producir una situación en la que el espectador es «vulnerable de forma más inmediata y más predispuesto a permitir que sus propias fantasías trabajen ellas mismas en el interior de aquellas ofrecidas por la máquina de ficción» (August, 1981, pág. 3). Este proceso se basa en la distinción entre la persona real (como un individuo) y el espectador del cine (como un constructo); y la teoría psicoanalítica del cine toma como base las operaciones del inconsciente con el fin de explicarlo. Cinco factores entrecruzados se encuentran en la construcción psicoanalítica del espectador: 1) se produce un estado de regresión; 2) se construye una situación de creencia; 3) se activan mecanismos de identificación primaria (sobre los que, entonces, se «insertan» las identificaciones secundarias); 4) se ponen en juego por la ficción cinemática estructuras de fantasía tales como el romance de familia; y 5) se deben ocultar aquellas «marcas de la enunciación» que sellan a la película con la autoría.
Ya hemos visto cómo los procesos del mismo aparato, y más específicamente, las condiciones de recepción provocan un estado de regresión en el espectador que hace que se dé la susceptibilidad hacia la fantasía cinemática. Esto también crea el contexto para el tipo particular de creencia que caracteriza la situación de visionado: el espectador del cine es, en primer lugar y ante todo, un espectador crédulo. Utilizando el modelo psicoanalítico del FETICHISMO (estrictamente hablando, el mantenimiento por parte del niño de una creencia en el falo maternal frente a la evidencia de su castración que crea ansiedad) y extrayendo su discusión en parte del trabajo del psicoanalista Octave Mannoni, Metz describe la creencia en el cine como un proceso de negación o RECHAZO, el mecanismo, o modo de defensa, invocado en el fetichismo, mediante el cual el sujeto rechaza reconocer la realidad de una percepción traumática. Detrás de cada espectador incrédulo (que sabe que los hechos que tienen lugar en la pantalla son ficcionales) se encuentra uno crédulo (que, sin embargo, cree que estos hechos son verdad); así el espectador rechaza lo que él o ella saben con la finalidad de mantener la ilusión cinemática. El efecto total de la situación de visionado de la película depende de este continuo retroceso y avance del conocimiento y la creencia, esta escisión en la conciencia del espectador entre «Yo sé muy bien …» y «Pero, sin embargo …», este «no» a la realidad y «sí» al sueño. El espectador es, en cierto sentido, un espectador doble cuya división del yo es, extrañamente, como aquella entre lo consciente y lo inconsciente.
«Yo sé… pero, sin embargo» es la estructura del fetichismo en el psicoanálisis, puesto que el sujeto rechaza la falta interpretada como resultante de la castración precisamente mediante una creencia imaginaria en su realización. El fetichismo es diferente de la negociación, o de la supresión total, en que por virtud de su rechazo de la diferencia, evoca continuamente lo que pretende negar. Freud llama rechazo a «un proceso que en la vida mental del niño parece ni poco frecuente ni muy peligroso, pero que en un adulto significaría el inicio de una psicosis» (Freud, 19á3, pág. 188), y mantiene que algo se puede aprender del fetichismo acerca de la «escisión del ego». El rechazo, como respuesta a la ansiedad de la castración, no es la reacción a una simple percepción de una cierta realidad, sino a la relación de dos formaciones simbólicas, el reconocimiento de la diferencia sexual y el temor a la castración por el padre. Fetichismo es el proceso que permite la interacción simultánea de dos significados contradictorios, pero es un proceso simbólico al nivel de lo inconsciente.
Mediante la conexión de esta ESCISIÓN DE LA CREENCIA con un guión primordial en la vida del sujeto, Metz traza aún otra relación entre el visionado del cine y lo inconsciente. Dice que si uno entiende el guión de la castración como un drama simbólico que se convierte en una metáfora de todas las pérdidas, tanto reales e imaginarias (como en Lacan), o lo toma de forma más literal (como en Freud), el proceso es el mismo.
Con anterioridad a este descubrimiento de una falta (ya nos encontramos cerca del significante cinemático), el niño […] tendrá que desdoblar su creencia (otra característica cinemática) y desde entonces para siempre mantener dos opiniones contradictorias […] En otras palabras, retendrá, quizá definitivamente, su anterior creencia debajo de las nuevas, pero también se mantendrá fiel a su nueva observación perceptual mientras la rechaza en otro nivel […] Así se establece la matriz duradera, el prototipo afectivo de todas las escisiones de la creencia (Metz, 1975, pág. 68).
Estas cuestiones tienen consecuencias dramáticas para la crítica feminista. Laura Mulvey interpreta el fetichismo como una modalidad en la relación entre el espectador y la imagen de la mujer, mientras que Jaqueline Rose cuestiona la represión de lo femenino en este modelo de creencia. Ambas serán consideradas más detalladamente con posterioridad, pero aquí está una sugerencia provisional sobre la relación de la mujer con el concepto de fetichismo. El guión del fetichismo no trata de una mujer real que carece de un pene real, sino una estructura en la que relaciones simbólicas, ya constituidas como significantes, son puestas en juego. Mirar a la pantalla no es como mirar a una mujer «castrada», pero las estructuras de creencia recapitulan la formación psíquica anterior.
Quizás el asunto más complicado en la teoría del espectador es la IDENTIFICACIÓN; no sólo existe una distinción entre identificación primaria y secundaria, tanto en el psicoanálisis como en la teoría fílmica, sino también la definición de éstas es interpretada de forma distinta por Freud y Lacan, y más tarde por Baudry y Metz, los dos teóricos que utilizaron el término de forma más comprehensiva. Brevemente, en el psicoanálisis la definición más simple del término implica un proceso de asimilación por el sujeto de un otro, bien en su totalidad (como al identificarse con un individuo), o parcialmente (como en la aceptación de un rasgo físico o una característica). De acuerdo con Laplanche y Pontalis, el sujeto «se transforma, total o parcialmente, tras el modelo que el otro proporciona. Es por medio de unas series de identificaciones que se constituye y especifica la personalidad» (Laplanche y Pontalis, 1978, pág. 205).
Debido a que la identificación, el más temprano lazo emocional en la vida del sujeto, desempeña un papel en la formación imaginaria del ego (pese al hecho de que el mismo Freud nunca estuvo completamente satisfecho ni con su definición ni con su situación entre otros procesos de la psique), la teoría psicoanalítica del cine le concede una posición central en su concepción del acceso imaginario del espectador a la película. Así para Alain Bergala:
La [i]dentificación es al tiempo el mecanismo básico de la constitución imaginaria del ego (una función fundante) y el núcleo, el prototipo de un número de instancias psíquicas subsiguientes y procesos mediante los cuales el ego, una vez constituido, continúa diferenciándose de sí mismo (una función matriz). (en Aumont y otros, 1983, pág. 174).
Para Freud (provisionalmente), la identificación primaria implica un modo temprano de la constitución del yo sobre el modelo de otra persona, y como tal, una forma anterior de relación afectiva con un objeto, antes de que exista cualquier tipo de distinción real entre el yo y el objeto. Es preedípica, en estrecha relación con la incorporación oral, y caracterizada por una cierta cantidad de confusión entre el ego y el otro. Es distinta del tipo de identificación en la fase del espejo de Lacan, porque para Lacan es aquí donde se establece la relación dual entre el ego y el otro, entre sujeto y objeto (una relación de similitud y diferencia). Esta primera diferenciación del sujeto empieza sobre la base de una identificación con una imagen en una relación inmediata, dual y recíproca, pero depende, precisamente, de un reconocimiento del yo como distinto y distanciado de la imagen. Sin embargo, existe también un sentido en el cual esto es también identificación primaria (las afinidades entre las descripciones dejan esto claro).
Otro modo de clarificar este asunto es pensar en términos de la distinción entre el ego ideal (asociado con lo preedípico y lo imaginario) y del ideal del ego (asociado con la función paterna punitiva en el complejo de Edipo y que emerge en lo simbólico). Aunque estas distinciones no están muy claras en la mayoría de la literatura, pensar en la identificación primaria en relación con el ego ideal la asocia con una idealización temprana del yo, mientras que los procesos que implican al ideal del ego tienen que ver con la identificación con los padres, sus sustitutos, o ideales colectivos como modelos a los cuales el sujeto intenta parecerse, procesos más alineados con la identificación secundaria.
Para Freud y Lacan, las identificaciones secundarias son aquellas bajo la competencia del complejo de Edipo, en las que el sujeto al tiempo se constituye a sí mismo en lo Simbólico (el reino del lenguaje y la cultura) y establece su singularidad, su identidad en relación a los padres y «otros» culturales. Las identificaciones secundarias son siempre ambivalentes, caracterizadas por la complejidad de sentimientos contradictorios de amor y de odio. Los padres pueden servir en la misma medida como objetos de relación libidinal (el deseo de tener) u objetos de identificación (el deseo de ser); lo que es importante retener es la idea de que todas las relaciones futuras contendrán algún elemento de identificación, sobre el modelo del TRANSITIVISMO infantil (por ejemplo, cuando un niño atribuye su propia conducta a otro, como cuando ve que otro niño se hace daño y empieza a llorar).
Lo que normalmente llamamos «identificación», cuando se basa en una especie de reacción empática con personajes en una novela, obra de teatro o película, se considera que está en el reino psicoanalítico de las identificaciones secundarias. Pero el tema de la identificación en el sentido psicoanalítico es incluso más complejo: ya que la identificación psicoanalítica se ocupa de los procesos inconscientes de la psique más que de los procesos cognitivos de la mente, la empatía conscientemente experimentada tiene muy poco que ver con la identificación en el sentido psicoanalítico (o en el cine, en lo que se refiere a esto). La diferencia puede ser expresada del modo siguiente: Empatía = «Yo sé cómo te sientes»; el conocimiento y la percepción son sus categorías estructurantes. Identificación = «Yo veo cómo tu ves, desde tu posición»; visión y situación psíquica definen sus términos. Aunque esto puede parecer a algunos como una rígida escisión de los procesos cognitivos de aquellos del inconsciente, es absolutamente crucial mantener una distinción entre estos dos niveles de actividad. Aunque el conocimiento y lo inconsciente se interaniman (el deseo motiva pensamiento consciente y, en ciertos casos, viceversa) la distinción entre empatía e identificación depende de un claro entendimiento de su separación. Otra cosa más que mencionar (particularmente en términos de las críticas al modo en el que la identificación ha sido utilizada en la teoría fílmica) es que, lejos de establecer un sujeto unificado, las identificaciones imaginarias que constituyen el ego lo hacen en un complejo agrupamiento, «una verdadera labor de imágenes dispares» (Aumont y otros, pág. 180) que ha llevado a Lacan a llamar al ego una «mezcolanza de identificaciones» (citado por Bergala, ibídem).
Metz define la IDENTIFICACIÓN CINEMÁTICA PRIMARIA como la identificación del espectador con el mismo acto de mirar:
Yo estoy percibiéndolo todo […] la instancia constitutiva […] del significante cinemático (soy Yo el que hace la película) […] [E] 1 espectador se identifica con él mismo, con él mismo como un puro acto de percepción (como el estar despierto, alerta): como condición de posibilidad de lo percíbido y así como una especie de sujeto trascendental, anterior a todo hay (Metz, 1975, págs. 48-49).
Esta clase de identificación es considerada primaria porque es la que hace posibles todas las identificaciones cinemáticas secundarias con personajes y hechos en la pantalla. Este proceso, al tiempo perceptual (el espectador ve el objeto) e inconsciente (el espectador participa en un modo fantasmático o imaginario), es construido y dirigido, de forma inmediata, por la mirada de la cámara y su sustituto, el proyector. Desde una mirada que proviene de la parte de detrás de la cabeza, así, «precisamente donde la fantasía sitúa el “foco” de toda visión» (Metz, 1975, pág. 49), al espectador se le da esa capacidad ilusoria de estar en todas partes al mismo tiempo, ese poder de la visión por el que el cine es famoso. En «Efectos ideológicos», Baudry describe este pacto de un modo ligeramente más tecnológico. El espectador se identifica menos con lo que es representado, el espectáculo en sí mismo, que con lo que representa el espectáculo, se hace visible, obligándole a ver lo que ve, ésta es exactamente la función asumida por la cámara como una especie de relevo» (Baudry, en Cha, 1980, pág. 34).
Metz pone en relación esta clase de identificación con la fase del espejo al decir que la identificación cinemática primaria sólo es posible porque el espectador ya ha sufrido el proceso psíquico formativo de esta constitución inicial del ego. La participación ficcional del espectador cinematográfico en el desarrollo de los hechos se hace posible por esta primera experiencia del sujeto, aquel momento anterior en la formación del ego, cuando el niño pequeño empieza a distinguir objetos como diferentes de sí mismo, y al hacerlo, comienza a distinguir un yo. Lo que une este proceso con el cine para Metz es el hecho de que sucede en términos de imágenes visuales, lo que el niño ve en este momento (una imagen unificada que es distanciada y objetivizada) constituye como él o ella interactuará con otros en etapas posteriores de la vida. El aspecto ficticio también resulta crucial aquí, la percepción de ese «otro» como un yo más perfecto es también un percepción errónea, un reconocimiento erróneo.
Asi, parte de la correspondencia de la teoría del cine entre identificación cinemática primaria y la fase del espejo, proviene de las semejanzas entre el niño en frente del «espejo» y el espectador en frente de la pantalla, encontrándose ambos fascinados por, y identificados con, un ideal imaginado, visto desde una distancia. Este proceso anterior a la construcción del ego, en el que el sujeto que ve encuentra una identidad mediante la absorción de una imagen en un espejo, es uno de los conceptos fundantes en la teoría psicoanalítica del estatuto del espectador del cine y la base para su discusión de la identificación primaria De acuerdo con esta descripción, parte de la fascinación del cine proviene del hecho de que mientras permite la pérdida temporal del ego (el espectador del cine se «convierte» en alguien más), al mismo tiempo refuerza el ego (a través de la invocación de la fase del espejo). En cierto sentido, el espectador del cine al tiempo se pierde a sí mismo y se encuentra a sí mismo, una y otra vez, al representar continuamente este primer momento ficticio de identificación y establecimiento de identidad.
Otro aspecto de la analogía con la fase del espejo que es punto de debate en la teoría psicoanalítica del cine tiene que ver con la ilusión de coherencia y dominio sugerida por la constitución imaginaria del ego (como correlato de la ilusoria posición de control del espectador). Se pueden buscar los orígenes de esto en el sujeto trascendental de Baudry del primer artículo, en el cual «tanto la tranquilidad especular y la afirmación de la propia identidad de uno» (Baudry, en Cha, 1980, pág. 34) son producidos por la posición del espectador: «El significado y la conciencia» confluyen en un único punto para el sujeto (ibídem, pág. 30). En un artículo que critica esta noción del espectador precisamente porque niega las ramificaciones de la diferencia sexual y al espectador femenino, Mary Ann Doane define esta problemática: «La coherencia de visión asegura un conocimiento controlador, el cual, a su vez, es una garantía de la centralidad y unidad carente de problemas del sujeto» (Doane, 1980, pág. 28). Pero éste es un reconocimiento erróneo, traído por aquellos procedimientos cinemáticos que borran la contradicción y la diferencia. Para Doane, «el placer de este reconocimiento erróneo reside en última instancia en su confirmación del dominio del sujeto sobre el significante, su garantía de un ego unificado y coherente capaz de controlar los efectos de lo inconsciente» (ibídem).
La transformación para el sujeto en la fase del espejo desde una imagen del cuerpo fragmentada a una imagen de totalidad, unidad y coherencia, es tomada (por Baudry en su primer artículo) para ser aplicada al espectador en el cine. De esta fantasía de integración asociada con el espejo proviene una concepción del cine como una respuesta a nuestro deseo de plenitud, ofreciéndonos mundos fijados, coherentes, no contradictorios con el sujeto como la fuente del significado. Este concepto del espectador figuró ampliamente dentro de un importante debate teórico en Francia durante los años setenta (implicando a Baudry, Marcellin Pleynet, Jean-Patrick Lebel, Jean Narboni, Jean-Louis Commoli y otros, y revistas como Cinéthique, Cahiers du Cinéma y Tel Quel) sobre la relación entre el aparato, el sujeto y la ideología. El alcance político del debate se centró en las posibilidades de un cine alternativo, materialista, que enfatizara la contradicción y esas diferencias borradas en la producción del sujeto trascendental (ejemplificado por el trabajo de Godard y del Grupo Dziga Vertov, Jean-Marie Straub/Danielle Huillet y otros). Pero éste es un énfasis ligeramente diferente de la construcción específicamente psicoanalítica del sujeto que discutimos aquí.
La unidad, en el sentido estrictamente psicoanalítico, pone un poco más de énfasis en la constitución imaginaria del yo en el paradigma lacaniano, «en el que lo imaginario, opuesto a lo simbólico pero constantemente imbricado con ello, designa la atracción básica del ego [énfasis añadido], la impresión definitiva de un antes del complejo de Edipo [que también continúa después de él] …» (Metz, 1975, pág. 15). Barthes enfatiza la correlación entre ver cine y esta temprana unidad narcisista:
Una imagen fílmica (sonido incluido), ¿qué es? Una atracción. Esta palabra debe de tomarse en el sentido psicoanalítico. Yo estoy encerrado en la imagen como si estuviera atrapado en la famosa relación dual que establece el imaginario.[…] Por supuesto la imagen mantiene (en el sujeto que yo creo que soy) un conocimiento erróneo conectado al ego y al imaginario […] Yo pego mi nariz en el espejo de la pantalla, al imaginario otro con el que me identifico a mí mismo narcisísticamente (Barthes, 1975a, pág. 3).
Sin embargo, Metz tiene siempre cuidado de enfatizar la relación entre esta unidad imaginaria y las discordancias de lo simbólico, respondiendo implícitamente a las críticas de totalización al sugerir que no es la teoría la que totaliza, sino la interpretación de la teoría. Como él dice:
El imaginario del cine presupone lo simbólico, ya que el espectador debe en primer lugar haber conocido el espejo primordial. Pero como este último instituyó el ego en gran parte en el imaginario, el segundo espejo de la pantalla, un aparato simbólico, él mismo a su vez depende del reflejo y la falta (Metz, 1975, págs. 58-59).
Cualquier forma de identificación en el cine se relaciona, así, con un nivel psicoanalítico secundario, porque trata de un sujeto ya constituido, un sujeto que ha evolucionado más allá de la indiferenciación de la niñez temprana y accedido al orden simbólico, y, por consiguiente, que es capaz de «poseer» una mirada. Por esta razón, Metz establece una distinción entre identificación primaria en el sentido psicoanalítico e identificación primaria cinemática, que es la identificación del espectador con su propia mirada. Este tipo de identificación tiene sus raíces en la fase del espejo, pero no es completamente homóloga a ella: «El espejo es el lugar de la identificación primaria. La identificación con la propia mirada de uno es secundaria con respecto al espejo […] pero es el fundamento del cine y por tanto primario cuando este último está bajo discusión» (Metz, 1975, pág. 58).
Se pueden encontrar aclaraciones adicionales en el concepto de IDENTIFICACIÓN CINEMÁTICA SECUNDARIA:
En lo que se refiere a las identificaciones con personajes, con sus propios niveles diferentes (personaje fuera de campo, etc) son identificaciones cinemáticas secundarias, terciarias, etc.; tomadas en su conjunto en oposición a la simple identificación del espectador con su propia mirada, constituyen la identificación cinemática secundaria, en singular (Metz, 1975, pág. 58).
Este concepto de múltiples puntos de identificación proporciona una escapatoria de ese callejón sin salida de la unidad implicada por la idea monolítica de la identificación primaria, bien sea en términos de invocar las «identificaciones múltiples» sugeridas por la estructura de la fantasía inconsciente o en términos de una «variedad de posiciones del sujeto» sugerida por algunas formas de cine alternativo. La primera opción, la sugerida por la fantasía, retiene la fuerza de lo inconsciente como el motor del estatuto del espectador mientras desafía la idea de que éste sólo implica la presuposición de una imagen propia unificada. El ensayo de Freud, «Pegar a un niño» (Freud, 1963a), es el artículo utilizado por los teóricos del cine para trazar el modo en el que, en palabras de Janet Bergstorm: «Los espectadores son capaces de ocupar múltiples posiciones identificatorias, bien sucesiva o simultáneamente» (Bergstorm, 1979a, pág. 58). Freud demuestra la posibilidad para el sujeto de la fantasía de participar en una variedad de papeles, deslizándose, intercambiándose y duplicándose en las posiciones intercambiables de sujeto, objeto y observador. Hace esto al comprometerse con diferentes formas de la fantasía en términos de los pronombres lingüísticos que implican: «Mi padre está golpeando al niño», «Yo estoy siendo golpeado por mi padre» y «Un niño está siendo golpeado» (yo estoy probablemente viéndolo). Durante las tres fases de esta fantasía, el sujeto (una mujer) ocupa el lugar del padre que es el que está golpeando, el niño que está siendo golpeado y el espectador de la escena. El sujeto de la fantasía se convierte así en una entidad móvil y mutable más que un individuo particular dotado de género, y la sexualidad asume la cualidad variable implicada por el psicoanálisis (la teoría de Freud sobre la bisexualidad). Las implicaciones para los estudios feministas están bastante claras.
El concepto de POSICIONAMIENTO DEL ESPECTADOR, a menudo citado como POSICIONAMIENTO DEL SUJETO, es otra forma de referirse al modo en el que el espectador es «situado» en (y por) el texto y se le hace asumir papeles basados en la participación identificatoria. Sitúa la habilidad para establecer la coherencia o el significado de una película en lo inconsciente, y se refiere más bien a un «lugar» que a un individuo. Todavía existe gran confusión y la distinción exacta entre posicionamiento del sujeto e identificaciones de la fantasía no está muy clara, aunque el posicionamiento del sujeto se halla más alineado con el proyecto político de un contra-cine. El potencial radical de una película puede ser considerado en términos de su habilidad para «romper» posiciones fijadas de identificación y la coherencia del estado unificado del sujeto. Por otra parte, la discusión de la fantasía inconsciente como un posible modo de identificación dispersa ha sido ampliamente considerado en términos del cine narrativo de ficción dominante.
Stephen Heath proporciona aclaraciones adicionales. Para él, las películas no son unidades formales discontinuas, sino «relaciones de subjetividad, relaciones que no son la simple “propiedad” de la película ni la del espectador individual, sino aquellas de la producción de un sujeto en las que la película y el individuo tienen su específica realidad histórica y social como tales» (Heath, 1979, pág. 44). Considerar el texto fílmico como un proceso de producción de subjetividad significa incorporar una noción de posicionamiento del espectador al análisis del cine y rastrear los posibles modos en que se podría producir la identificación; Heath aporta una dimensión histórica a este concepto mientras mantiene la fuerza radical de lo inconsciente en la definición. Sin embargo, también parece utilizar el posicionamiento del sujeto de modo intercambiable con identificación, y esto ha contribuido a la confusión. Por ejemplo, en «Narrative Space» describe la operación cinemática en términos de «posicionamiento» inducido en el sujeto: los elementos combinados de la representación en perspectiva, montaje, narración y modos de identificación producen una posición del sujeto de coherencia y unidad. Pero también tiene cuidado de unificar esta definición con un énfasis correctivo en el proceso:
Lo que mueve una película, en definitiva, es el espectador, inmóvil enfrente de la pantalla. El cine es la regulación de ese movimiento, el individuo como sujeto atrapado en un desplazamiento y posicionamiento del deseo, energía, contradicción, en una perpetua retotalización del imaginario (la escena dispuesta de imagen y sujeto). Ésta es la inversión del cine en la narrativización; y crucialmente por un espacio coherente, la unidad de lugar para la visión. Otra vez, sin embargo, la inversión está en el proceso […] el toma y daca de la ausencia y la presencia, el juego de la negatividad y la negación, flujo y detención. La narrativización, con su continuidad, cierra, y es ese momento de clausura el que desplaza al espectador como sujeto en sus términos: el espectador es el punto de las relaciones espaciales del cine; el cambio, por ejemplo, de plano a contraplano, su ratificación como sujeto (Heath, 1981, págs. 53-55).
El cuarto rasgo que caracteriza la construcción del espectador descante (después de la regresión, la creencia y la identificación) es la utilización de estructuras de fantasía tales como el ROMANCE FAMILIAR. Ésta se utilizará como un modelo de la forma en la que el cine moviliza producciones inconscientes con el fin de activar la participación fantasmática del espectador. En psicoanálisis, el término novela familiar hace referencia a una forma temprana de actividad imaginativa mediante la cual el niño fantasea padres ideales para reemplazar a los reales, considerados inferiores. Fantasías de este tipo implican la modificación de las relaciones de los padres, como si fuera un huérfano de una cuna real, o fuera el bastardo de una relación ilícita de la madre con un padre noble. Basadas en el complejo de Edipo, se considera que surgen por la presión ejercida sobre el sujeto por la situación edípica. Ambos tipos de romance familiar están ligados a la diferenciación del sujeto respecto a sus padres, y pueden ser combinados con otros procesos dentro de la estructura en evolución del ego. La fantasía del huérfano es asexual e implica la simple sustitución de los padres reales por unos superiores; la fantasía del bastardo emerge por un elevado conocimiento de la diferencia sexual e incorpora la sexualidad a la producción ficcional de los orígenes.
Mediante la utilización de frases como «trabajos de ficción» y «romances imaginativos», Freud acuñó por primera vez el término para dar cuenta de una primitiva forma de actividad ficcional a cargo del sujeto. Tanto lo psicoanalítico (relaciones de lo familiar) como lo narrativo (la etimología de «novela») convergen en esta clase temprana de trabajo fantasmático discutido por Freud según las líneas del sueño durante el día. Como una escena narrada que el sujeto se relata a sí mismo en un estado de vigilia, soñar despiertos es el prototipo para la producción de mundos imaginarios en un intento de corregir la realidad percibida. Su estructura y forma son indicativas de toda la vida de fantasía (consciente o inconsciente) en el sentido de que es, como en el trabajo del sueño, una escena imaginaria, un guión ficticio, que representa la realización de un deseo inconsciente y la designación del sujeto como protagonista. La novela familiar es un tipo particular de fantasía que anticipa futuras formas de fantasear más complicadas. Considerado inicialmente por Freud un síntoma patológico de la paranoia, más tarde resultó ser un fenómeno normal, y de hecho universal, de la vida infantil. La universalidad de una estructura de fantasía como el romance familiar está relacionada con una cualidad a priori de la generalización que Freud encuentra en el complejo de Edipo, y por extensión, en lo inconsciente.
Los estudios fílmicos utilizan la novela familiar de dos modos, dos énfasis generales que corresponden a grandes rasgos a temáticas (la novela familiar como un contenido narrado o representado) y procesos de producción (el romance familiar, en su función de realizar deseos, corregir la realidad, como generador ficticio de ese contenido narrado o representado). Las dos áreas se cruzan; el contenido representado de una película no es simplemente una asunto de análisis social o ideológico, mientras que el proceso de producción psíquica no es simplemente el dominio del psicoanálisis. Stephen Heath y Geoffrey Nowell-Smith ven el melodrama como «una inversión en una constante repetición de la novela familiar fantaseando tanto en sus temas y en sus procesos relacionales como en las posiciones del sujeto-hablante» (Heath y Nowell-Smith, 1977, pág. 119). Con mucho, el desarrollo más interesante de la novela familiar en el cine es el de Stephen Heath en un artículo titulado «Screen Images: Film Memory». Donde el énfasis de Freud se sitúa sobre fantasías específicas de la niñez acerca de padres nobles, Heath utiliza el concepto para discutir el cine como un proceso de narrativización y memoria. En ambos casos las relaciones familiares son el punto de partida tanto para las producciones ficticias como las fantasmáticas. Heath contrasta dos teorías de la ficción en Freud, la del romance familiar, en la que «la producción de ficción sirve para regular y unificar, para mantenerse unido en el imaginario» (Heath, 1976, pág. 39) y la del juego fort-da, en el que la ficción no es simplemente un dominio coherente, sino que es producida como una repetición de la ausencia. El argumento de Heath es que de los dos tipos de creación de la ficción en Freud —uno totalizador (como en los sueños de día y la novela familiar), el otro orientado hacia un proceso (como en el regreso continuado de una pérdida en el juego fort-da)— el último es más fundamental para el cine en su proceso sin fin de activar y recobrar la diferencia y la ausencia. Pero el cine produce sus efectos en un movimiento doble: el cine clásico siempre trabaja para atrapar el flujo en «ficciones de coherencia» manteniendo, suspendiendo y fijando sus procesos. Este juego dialéctico permite a Heath afirmar: «En un sentido real, en el sentido de este desarrollo y explotación, las novelas y las películas tienen un único título (el título de la novelística): Novela familiar…» (ibídem, pág. 4).
Semejante utilización de la novela familiar indica algo fundamental en la creación de la ficción y el inconsciente que se repite a sí mismo en el visionado del cine, y esto tiene que ver con el espectador. El sueño, la fantasía y el cine, todos tienen esto en común: son producciones imaginarias que tienen su fuente en el deseo inconsciente, y el sujeto en todas las producciones/proyecciones fantasmáticas (de las cuales, aquí, la novela familiar es el prototipo) se encuentra invariablemente presente. Freud resume concisamente esta función del sujeto deseante: «Su Majestad el Ego, el héroe de todos los sueños diurnos y todas las novelas» (Freud, 1958, pág. 51). En el cine, debido precisamente a que este espacio de subjetividad es producido como un espacio vacío, se puede dar el deslizamiento que crea en el espectador la sensación de producir la ficción cinemática. La novela familiar, como una forma temprana de actividad ficticia, representa, a un nivel inconsciente, la participación en el fantasma justo en ese modo.
Antes de discutir cómo esto es posible a través de estrategias de enunciación cinemática, dos ejemplos fílmicos demostrarán la construcción psicoanalítica del estatuto del espectador. Vampyr, de Carl Dreyer, pretende representar lo sobrenatural y es capaz de crear la realidad ambivalente de los sueños precisamente porque construye una posición de visionado que es análoga a aquella del que sueña. Al hacer borrosa la distinción entre fantasía y realidad, presente y pasado, percepción e imaginación, sustancia y fantasma, Vampyr recrea el estado del sueño del sujeto que ve una película. De acuerdo con Bertrand August:
La película se dobla hacia sí misma para explorar y definir la mismas condiciones que caracterizan las operaciones elusivas del cine y del imaginario, estableciéndose ella misma en el proceso concreto como la metáfora central del proceso creativo […] Parecería que la película fue concebida como una metáfora del mecanismo del imaginario. (August, 1978, págs. 6, 23).[7]
Lo que nosotros como espectadores vemos (y lo que el personaje central David Gray también ve) elude constantemente nuestro entendimiento al desafiar todas las leyes de la representación realista; «el precario equilibrio entre creencia y no creencia se inclina a favor de la no creencia» (ibídem, pág. 12). En Vampyr, los fantasmas bailan y desaparecen, los objetos familiares se convierten misteriosamente en «otros», y las percepciones se convierten en alucinaciones; la película dramatiza la totalidad de las condiciones que producen el efecto de ficción, regresión, ruptura de la creencia, identificación cinemática primaria, estructuras de fantasía, y el borrado de las marcas de enunciación, en un reflejo del efecto-sujeto que abarca del mismo modo tanto a los personajes como a los espectadores.
No en menor medida una película sobre lo inconsciente, El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais, cuenta la historia de una seducción que puede no haber ocurrido nunca. Con un título muy apropiado (Jacques Lacan publicó el famoso artículo «La fase del espejo» en Marienbad en 1936) la película implica activamente a su espectador en el ensamblaje de su relato, construyendo su propia realidad al margen de las categorías externas. El autor del guión, Alain Robbe-Grillet, dijo que la película representaba «un intento de construir un espacio y tiempo puramente mental», aquel del sueño o la memoria. La propia interpretación de Resnais es que la película trata «sobre grados mayores o menores de realidad», una interpretación entre otras (hay al menos dieciocho posibles relatos de lo que sucede en la película), pero una que llega al corazón de la película. Debido a que está centrada en el espectador, la película funciona subliminalmente para crear una experiencia totalmente subjetiva al acercarse a la intrincada estructura no lineal de la mente. El más pequeño de los argumentos implica a tres «personajes» acerca de los cuales no sabemos nada, sólo que ellos existen en el continuum espacio-tiempo que es la película. El personaje X de voz zalamera intenta a lo largo de la película convencer al personaje A de que escape con él, de dejar el lugar helado (¿recurso?) habitado por elegantes invitados robóticos y también de que deje al personaje M. Como cada espectador es conducido a través de un laberinto de posibilidades autoconstruido, se torna claro que la única realidad es la misma película, el pasado no tiene realidad más allá del momento en que es evocado mientras que los personajes y las imágenes no tienen status más allá de su presencia en la pantalla. Más que cualquier otra cosa, El año pasado en Marienbad dramatiza su estatus como aparato para utilizar fantasía, memoria y deseo, y al dejar de funcionar sin el espectador, crea una lección-objeto en la teoría del estatuto del espectador del cine.
El quinto elemento en la construcción del espectador cinemático tiene que ver con la «autoría» y su borrado. Con el fin de dar al espectador la impresión de que es él o ella el que está produciendo el fantasma cinemático sobre la pantalla, algo debe ocurrir para ocultar a la vista al «verdadero» soñador, al autor implícito de la película, el sujeto putativo de deseo. Al espectador se le debe hacer olvidar que una ficción externa está siendo mirada, una ficción que ha surgido de otra fuente de deseo. Tal y como lo expresa Metz: «Yo [el sujeto] soy soporte de la mirada del realizador cinematográfico (sin lo cual no sería posible el cine)» (Metz, 1975, pág. 56). La teoría psicoanalítica del cine recurre al concepto de ENUNCIACIÓN para describir este complicado proceso de deslizamiento, pero utiliza el concepto de modo muy diferente a como lo hace la narratología, en gran medida porque se ocupa del lugar del sujeto escindido del inconsciente en la operación enunciativa. La teoría psicoanalítica del cine conecta así lo que la narratología describe como el reconocimiento de la narración por el espectador («La película parece ser narrada por el mismo espectador, que se convierte, en la imaginación, en su fuente discursiva»; véase, Metz, 1975, pág. 106), con el deseo y la subjetividad. La enunciación está relacionada con el soñar, como una operación inconsciente, fantasmática, y no como un proceso cognitivo.
La teoría psicoanalítica del cine toma prestado el concepto de enunciación de la lingüística estructural, enfatizando la posición del sujeto que habla como un sujeto producido en división e implicado en la actividad constante del inconsciente. En cada intercambio verbal existe tanto el énoncé (lo afirmado, lo dicho, el mismo lenguaje) y la énonciation (el proceso que produce la afirmación, cómo se dice algo, desde que posición emana). La consideración de la enunciación como un proceso implica determinaciones extralingüísticas, sociales, psicológicas, inconscientes, así como las características lingüísticas específicas del sistema de lenguaje utilizado por el hablante. Como tal, señala hacia la importancia fundamental de lo extralingüístico en cualquier acto de comunicación, por tanto enfatiza la subjetividad, el lugar del sujeto en el lenguaje, como constitutivo de la producción de todas las verbalizaciones, de todos los intercambios discursivos humanos. De acuerdo con el lingüista francés Emile Benveniste: «Lo que caracteriza a la enunciación en general es el énfasis en la relación discursiva con un compañero, sea real o imaginado, individual o colectivo» (Benveniste, 1971, pág. 85). En la medida en que está elaborado en la noción de sujeto escindido, cuando el psicoanálisis es incluido en esta relación lingüística, la énonciation, como un lugar de producción, se llena del deseo inconsciente. La teoría psicoanalítica del cine hace así uso del concepto como una forma de describir tanto el «origen» de la fantasía fílmica (en el lugar de la autoría) y su «apropiación» (en el lugar del estatuto del espectador).
De acuerdo con esta lógica, la teoría psicoanalítica del cine afirma que en cada película siempre existe un lugar de enunciación: un lugar desde el que surge el discurso cinemático. El modelo psicoanalítico teoriza esto como una posición, que no debe ser confundida con el individuo real (el realizador cinematográfico) y por tanto no es accesible ni a teorías cognitivas ni a análisis de intencionalidad. El argumento más sustancial y sugestivo a favor de la enunciación cinemática ha sido presentado por Raymond Bellour, fundamentalmente en su artículo, «Hitchcock: el enunciador» y en su clarificación en una entrevista con Janet Bergstorm. En «Hitchcock: el enunciador», Bellour utiliza el análisis de Marnie la ladrona, de Hitchcock, para demostrar el modo en el que el director utiliza su posición privilegiada para representar su propio deseo, indicando cómo «se origina el despliegue lógico de la fantasía en las condiciones de la enunciación» (Bellour, 1977, pág. 73). También es aquí donde acuña los términos CÁMARA-DESEO y CINE-DESEO para designar esa correspondencia peculiar entre el cine y la fantasía inconsciente que es la base de la teoría psicoanalítica del cine. Para Bellour, el sistema de la enunciación cinemática se define del modo siguiente: «Un sujeto dotado de una especie de poder infinito, constituido como el lugar desde el que el conjunto de las representaciones son ordenadas y dirigidas y hacia el cual son canalizadas de regreso. Por esa razón este sujeto es el que mantiene la verdadera posibilidad de cualquier representación» (Bellour, 1979a, pág. 98). Ya está implícito en esta definición el estatus recíproco de la enunciación, pues las imágenes de la pantalla no sólo emanan de una fuente deseante, sino que también son devueltas (con la finalidad de ser controladas) a una fuente del mismo modo deseante, el espectador. Ése es el motivo por el que, en la misma entrevista, Bellour se puede extender sobre el tipo de relevo implicado por el sistema enunciativo que él analiza en Marnie la ladrona, señalando cuán fácilmente uno puede moverse mediante la alternancia de los puntos de vista de los distintos personajes «hacia un punto central desde el cual emanan todas estas visiones diferentes: el lugar, a la vez productivo y vacío, del sujeto-director» (ibídem). El concepto operativo aquí es la dialéctica, el movimiento doble mediante el cual el espacio enunciativo es al mismo tiempo productivo y vacío. Es en este sentido en el que la enunciación es utilizada para describir, tanto la articulación del deseo del realizador cinematográfico a través del campo visual, como el deseo del espectador en la medida en que está atrapado en esta articulación.
Metz proporciona una aclaración adicional de cómo este espacio de la enunciación cinemática se convierte en la posición del visionado cinemático en «Historia/discurso: nota sobre dos vouyerismos»[8] un artículo que conecta el proceso enunciativo con el VOUYERISMO, el aspecto libidinal de la mirada placentera que es tan central para el modelo de teoría psicoanalítica fílmica del cine. En el psicoanálisis, el vouyerismo se refiere a cualquier tipo de satisfacción sexual obtenida mediante la visión, y está normalmente asociado con una posición de observación privilegiada oculta, como el ojo de una cerradura. (En algunos casos es intercambiable con ESCOPOFILIA otro término para el componente erótico del mirar, ya que no existe una distinción precisa entre tales términos en la literatura psicoanalítica. En general, ambos términos son invocados en el cine donde, obviamente, lo visual es dominante, pero mientras la scopophilia define el placer general de mirar, el voyeurismo denota una perversión específica). En la teoría fílmica, este punto de observación privilegiado (creado por el efecto ojo de cerradura) se convierte en la fuente y el punto final en el relevo enunciativo que representa la circulación del deseo entre autor, texto y espectador. «Si la película tradicional tiende a suprimir todas las marcas del sujeto de la enunciación, lo hace con la finalidad de que el espectador pueda tener la impresión de ser él mismo aquel sujeto, pero un sujeto vacío, ausente, una pura capacidad para ver» (Metz, 1976, pág. 24, énfasis añadido). En la descripción teórica del cine, para que la ficción cinemática al tiempo produzca y mantenga su fascinante sujeción del espectador, debe de parecer como si las imágenes de la pantalla fueran las expresiones del propio deseo del espectador. O más bien, como Bertrand August lo describe: «El sujeto-productor debe desaparecer de modo que el sujeto-espectador pueda ocupar su lugar en la producción del discurso fílmico» (August, 1979, pág. 51).
Para su modelo de cine, Metz transforma el énfasis lingüístico de la enunciación en un concepto del enunciador como «productor de la ficción» que señala ese proceso mediante el que todo realizador cinematográfico organiza el flujo de imágenes, eligiendo y designando las series de imágenes, organizando las diversas visiones que forman el relevo entre aquel que ve (la cámara, el realizador cinematográfico) y lo que está siendo visto (la escena de la acción). Después conecta esto con el voyeurismo del espectador concebido como una instancia de «puramente ver», la capacidad de manejar la mirada objetivizadora sin su componente exhibicionista. Metz mantiene que una de las operaciones primarias del cine narrativo clásico (lo que en realidad lo distingue como «clásico»), es el borrado u ocultación de esas marcas de enunciación que señalan hacia el trabajo del director de seleccionar y disponer los planos, indicadores textuales que, en cierto sentido, revelan la mano del realizador cinematográfico. Este efecto de enmascaramiento sobre el proceso discursivo está en el corazón del «montaje invisible» o la transparencia del cine de Hollywood. Se invocan términos de la teoría de la enunciación para describir este proceso: el trabajo de producción se oculta por medio de disfrazar el DISCURSO (en el que la fuente de enunciación está al mismo tiempo marcada y situada en primer plano, su punto de referencia es el tiempo presente, y los pronombres «yo» y «M» son empleados) para presentarse a sí mismo como HISTORIA en la que la fuente de la enunciación se suprime, el tiempo verbal es un pasado indefinido de hechos ya finalizados, y los pronombres empleados son «él», «ella» y «ello».
En un artículo que acompaña al ensayo de Metz en Edinburgh 76 Magazine, Geoffrey Nowell-Smith clarifica más la distinción:
Discurso e historia son ambos formas de enunciación, residiendo la diferencia en el hecho de que en la forma discursiva la fuente de la enunciación está presente, mientras que en la histórica está suprimida. La historia es siempre «allí» y «entonces», y sus protagonistas son «él», «ella» y «ello». El discurso, sin embargo, siempre contiene como sus puntos de referencia, un «aquí» y un «ahora» y un «yo» y un «tú» (Nowell-Smith, 1976, pág. 27).
En el discurso, la relación discursiva es enfatizada, mientras que en la historia (story) el destinatario es impersonal. En términos cinemáticos, la película, un discurso construido que emana lógicamente de una fuente específica, se hace pasar por historia, una narración impersonal que simplemente existe. En la formulación narratológica: «El proceso enunciativo transforma el discurso en una historia que aparentemente se autogenera», pero hace esto (y ésta es la diferencia), para la teoría psicoanalítica del cine, precisamente de modo que puede tener otro sujeto de la enunciación.
Algunas teorías de contra-cine radicalmente político encuadran los desafíos de estos realizadores cinematográficos al cine dominante en términos de enfatizar las marcas discursivas en los procesos enunciativos. Las películas que ponen en primer plano el discurso sobre la historia (mediante técnicas tales como montaje disyuntivo e interpelación directa) son considerados como políticamente progresistas. En este contexto, cualquier película de Godard puede ser analizada en términos de las intervenciones discursivas del autor (bien aquellas específicamente a cargo de Godard o aquellas producidas textualmente) que interrumpen la fabricación ilusoria y sin fractura de la (hi)storia.[*] Pero es importante no confundir los dos métodos de análisis (aquel de la teoría narrativa/lingüística y aquel del psicoanálisis); la enunciación cinemática en su utilización psicoanalítica implica procesos inconscientes más que estrategias formales. La teoría psicoanalítica del cine trata de la producción de subjetividades deseantes, la del autor, la del espectador, y así concibe la enunciación como un proceso de circulación más que centrarse en su manifestación a través de instancias textuales específicas.
Así, con el fin de que el espectador asuma la posición de la enunciación fílmica, para tener la impresión de que es su propia historia la que está siendo contada, debe parecer como si la ficción de la pantalla no emergiera de ningún lugar. Ya que, como afirma Metz: «La historia […] es siempre (por definición) una story contada desde ningún lugar, contada por nadie, pero recibida por alguien (sin el cual no existiría)», el estilo invisible que oculta el trabajo del enunciador hace que parezca como que «es… el receptor (o más bien el receptáculo) el que la cuenta». (Metz, 1976, pág. 24). Por consiguiente, el funcionamiento efectivo y la implicación psíquica del cine como aparato sólo son posibles sobre la base de este ocultamiento de sus operaciones; en este sentido se crea un «pseudo-espectador», del que todo espectador se puede apropiar a voluntad.
La primera forma y quizá la más directa de discutir la constelación de cuestiones que rodean a la MIRADA en el cine es a través del concepto de la ESCENA PRIMARIA. En la teoría psicoanalítica, la escena primaria designa una experiencia infantil traumática, un guión de visión que implica la observación por parte del niño del acto sexual paterno. Como todas las FANTASÍAS PRIMARIAS (es decir, estructuras típicas de fantasía, tales como aquellas de la existencia intrauterina, la castración y la seducción, responsables de la organización de la vida psíquica), la escena primaria no está necesariamente basada en un hecho real. En realidad, sus estatus de «realidad» (para el sujeto) es lo que llevó a Freud a teorizar la fantasía inconsciente en general, y a establecer el concepto de realidad psíquica como modo de dar cuenta tanto del impacto dramático que estas fantasías tienen en la vida del sujeto como de la coherencia, organización, autonomía y eficacia del reino de la fantasía.
Para Freud, las fantasías primarias eran prueba de que existen estructuras en la dimensión de la fantasía que son irreductibles a experiencias vividas; pueden por tanto ser consideradas «esquemas» inconscientes, o modelos que estructuran la vida imaginativa del sujeto, que trascienden al tiempo las experiencias vividas del individuo y sus imaginaciones personales. Como los mitos colectivos, las fantasías primarias se considera que representan una solución a cualquier enigma fundamental para el niño. Dramatizan respuestas a cuestiones de los orígenes: la escena primaria representa la emergencia del individuo; la fantasía de la seducción dramatiza la emergencia de la sexualidad; las fantasías de la castración representan los orígenes de la diferencia sexual.
Freud es muy preciso acerca de la universalidad de esas fantasías, dando especial importancia a la escena primaria:
Entre la riqueza de las fantasías inconscientes de los neuróticos, y probablemente de todos los seres humanos, existe una que raramente está ausente y puede ser revelada mediante el análisis de la observación del acto sexual entre los padres. Yo llamo a estas fantasías, junto a aquellas de la seducción, castración, y otras, fantasías primarias (Freud, 1963a, pág. 103).
En otra parte, habla de la «semejanza constante que como regla caracteriza las fantasías que son construidas [en] la niñez, sin tener en consideración el grado, mayor o menor, en el que las experiencias reales han contribuido a ellas» (Freud, 1936b, pág. 66). Esta descripción de la fantasía primaria como un fenómeno universal, más la evidencia de que los significados psíquicos se acumulan a un hecho que puede que nunca haya ocurrido, da a Freud una base para la teoría de la herencia filogenética: las fantasías primarias están basadas en hechos que preceden al individuo y son transmitidos históricamente de generación en generación. Así, estructuran la vida psíquica no sólo del individuo sino de la cultura en general.
Freud elabora la noción de escena primaria en su relato del caso del «Hombre Lobo». A través de un análisis del terrorífico sueño de un paciente, determinó que la visión del acto sexual de los padres no era una memoria real, sino una reconstrucción hecha plausible por la convergencia de muchos detalles. Varias cosas emergen de este análisis. En primer lugar, el coito de los padres es generalmente interpretado por el niño como una agresión paterna; en segundo lugar, la escena ocasiona la excitación sexual en el niño, y esto es con frecuencia asociado con el peligro y la ansiedad; en tercer lugar, dentro del contexto de una teoría sexual infantil, el acto es interpretado como relación sexual anal.
Pero lo más importante para nuestro propósito es el hecho de que una disposición de elementos (oscuridad, capacidad motora reducida, estabilidad y una posición de testigo) sitúan al sujeto de la fantasía en una posición de espectador que presenta remarcadas similitudes con la del cine: «Era de noche, yo estaba tumbado en mi cama. Es el comienzo de la reproducción de la escena primaria» (Freud, 1936b, pág. 228). En una fase inicial de su trabajo, Freud se refirió a todas las fantasías primarias como escenas de guiones arquetípicos al designarlas como «fantasías primarias» sin tener en cuenta su contenido. Sin embargo, sólo la estructura de fantasía que implica que el niño sea testigo del coito de los padres ha retenido la terminología visual de escena primaria, y esto es lo que hace tan productiva una analogía con el estatuto del espectador en el cine.
En «El significado imaginario», Metz defiende que la reactivación en el cine de la escena primaria hace al componente inconsciente del visionado del cine más fuerte que en el teatro. Atribuye esto a «ciertas características precisas de la institución» (Metz, 1975, pág. 64) entre las que el efecto ojo de cerradura, producido por esas condiciones de recepción discutidas anteriormente (y reintroducidas en términos de vouyerismo), es sólo la más gráfica. Metz señala tres grandes razones para establecer la afinidad entre la escena primaria y el visionado del cine. En primer lugar, la soledad del espectador y la dirección impuesta de la energía hacia la pantalla convierten al público del cine en más fragmentado y aislado que la «colectividad temporal» del espectáculo teatral. En segundo lugar, porque el cine se compone de la representación de gente y objetos ausentes, lo que se ve es «más radicalmente ajeno al espectador» (ibídem, 63), mientras que los actores en el teatro pueden comprometerse en una verdadera relación recíproca con los espectadores (el vouyerismo del espectador se combina con el exhibicionismo del actor en «una auténtica pareja perversa» (ibídem). En tercer lugar existe una importante «segregación de espacios» implicada en el cine que aumenta y en realidad depende de la distancia entre el espectáculo y el espectador. Los dos espacios son reinos absolutamente separados. Así, «para el espectador la película se despliega en esa ‘otra parte’ simultáneamente bastante próxima y definitivamente inaccesible en la que el niño ve lo retozos de la pareja paterna, que son igualmente ajenos a él y lo dejan estar, un puro espectador cuya participación resulta inconcebible» (ibídem, 64). En este sentido la escena primaria es invocada para crear una analogía entre esta específica producción de una fantasía de los orígenes y las modalidades psíquicas del estatuto del espectador del cine y (de nuevo) para definir la matriz de visión y deseo que conecta el ver cine con la actividad inconsciente.
La mejor discusión de la escena primaria en relación con un texto fílmico específico es el monumental análisis textual de Thierry Kuntzel de El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932) de Schoedsack y Pichel (Kuntzel, 1980a, 1980b). La primera parte tiene afinidades obvias con el análisis de los sueños de Freud, trazando la labor de los procesos primarios en una detallada exploración de sesenta y cinco páginas de cada aspecto de la película. Concluye su artículo (que transforma una película menor de aventuras en una demostración sutil de los proceso psíquicos) con una formulación de la posición inconsciente del espectador del cine (comienza por citar a Metz): «“El vouyerismo cinemático, scopophilia no autorizada, está […] en línea directa con la escena primaria”. Misterios de El malvado Zaroff pone en juego, representa, mi “amor” por el cine; esto es lo que yo voy a ver (otra vez) con cada nueva película; mi propio deseo, repetido sin cesar, de re-presentación» (Kuntzel, 1980a, pág. 63). El segundo artículo, «Sight, Insight and Power: Allegory of a Cave», incluye un análisis plano a plano de una particular dramatización de una secuencia de la escena primaria. El final de este artículo interrelaciona de modo ingenioso la descripción de una escena primaria en Melanie Klein tanto con los personajes de El malvado Zaroff como con los espectadores más allá de ésta: «Para este último espectador, que ve ambas escenas a la vez, y a menudo las ve mejor que el primer espectador, que es atrapado en la escena y debe de ocultarse a sí mismo, ver es tener percepción divina» (Kuntzel, 1980b, pág. 109).
Por tomar un ejemplo fílmico, un episodio de escena primaria en Numéro Deux, de Godard/Miéville, consistente en la observación por parte de una niña pequeña de una escena de penetración anal protagonizada por sus padres en la cocina, es presentada mediante un primer plano de la cara de la niña sobreimpreso a la imagen de la pareja. El único primer plano de la ñiña se funde sobre uno de la pareja, de modo que nosotros de forma retroactiva leemos el primer plano como una escena de visión. En una llamativa compresión de plano y contraplano (el espectador y la cosa que ve dentro de un única imagen) el acto de presenciar la escena primaria y su equivalente cinemático son presentados sin corte. Este plano es fotografiado de nuevo, solarizado y manipulado visualmente, creando repetidos desplazamientos invisibles de la escena. Las voces de los padres diegéticos se combinan con aquella del realizador cinematográfico (¿Qué es lo que la niña realmente vio? ¿Era violencia o hacer el amor? ¿Qué significa ser testigo? ¿Cómo fue interpretado el acto? ¿Sucedió realmente?), provocando tanto una reflexión sobre la producción de significado cinemático como sobre los componentes psíquicos del visionado del cine.
La intervención de Godard como voz autoral sugiere otra forma de pensar sobre la mirada, una forma de especificar su uso particular por la teoría psicoanalítica del cine, y se produce en términos de la conexión entre visión y enunciación. Tal y como Bellour establece en su análisis de la función de Hitchcock en Marnie la ladrona, cada realizador cinematográfico se apropia y luego designa «la mirada» de un modo específico, y esto es lo que caracteriza el sistema de enunciación de un determinado director. El sistema enunciativo está así alineado con estructuras del mirar, para describir el modo en que la visión y el deseo están organizados en la construcción del discurso cinemático. A través de la demostración de como Marnie es constituida como el objeto de la mirada deseante (de los personajes masculinos, del mismo Hitchcock, la cámara y por extensión, del espectador) Bellour afirma que el poder de Hitchcock para delegar su mirada (la función generadora de la imagen) a los personajes masculinos (sus sustitutos ficcionales) los inscribe dentro de la «trayectoria de posesión virtual del objeto» (Bellour, 1977, pág. 72). Cuando Mark Rutland imagina a Marnie, en un primer plano que revela que «está soñando despierto con la mujer cuya imagen virtual él ha ayudado a crear (ibídem, pág. 71), su aparición inmediata en la pantalla, en un espacio que resulta diegéticamente imposible para que Mark lo vea, produce esta conclusión:
El deseo obsesivo por Marnie se despierta de esta relación entre él mismo y la imagen; Mark asume el deseo de Hitchcock, deseo que Hitchcock sólo puede realizar a través de la cámara [un aparato] que le prohíbe ejercer su deseo mediante la posesión [,] permitiéndole así representarlo (ibídem, págs. 71-72).
Bellour define el lugar del enunciador como aquel que controla los diferentes tipos de relación escópica con el objeto, clasificando las posiciones relativas de la cámara-mirada en relación con lo que es representado. De forma destacada, esta es una relación de deseo definida por la subjetividad masculina, en la que la mujer está irrefutablemente situada como el objeto-imagen de la mirada.
Otra forma de definir la concepción de la mirada de la teoría psicoanalítica del cine es en términos de las estructuras de punto de vista y de contraplano, figuras del montaje que se combinan con el aparato en la construcción del espectador como una entidad fantasmática. La asociación de enunciación y visión sugiere la posición central desempeñada por la organización textual de la mirada en la producción del deslizamiento entre autor y espectador que se activa en el estatuto del espectador. Las figuras de montaje que realizan esto utilizan la habilidad del espectador para crear una coherencia imaginaria, una dimensión fílmica espacio-temporal, mediante la articulación de una lógica observador/observado. En el modelo clásico del cine de ficción, el relato narrativo, el montaje sin fractura y la identificación secundaria (con los personajes) contribuye a la producción de un mundo ilusorio con su propia consistencia interna. Históricamente, fue mediante la conexión de plano a plano en la construcción de este mundo ficcional cómo el cine llegó a tener su propio método de construir, no sólo «realidad», sino también a su espectador. Esto no significa que los noticiarios de un solo plano (los noticiarios antiguos) estaban desprovistos de significado; para confirmárnoslo, existen relaciones discursivas en el interior de un único plano. Pero junto al montaje vino el privilegiar, canalizar y dirigir esas relaciones hacia la producción de una subjetividad que es marcadamente diferente del espectador de los noticiarios de un solo plano. El montaje clásico implica subjetividad, o su negociación, guiando los procesos subjetivos hacia un efecto de significado.
Pero mientras el espectador es construido, como se ha mencionado en lo que se refiere a la enunciación, la labor del principio organizador (el «autor», un sujeto motivado por el deseo y exterior al texto que seleccionó y dispuso los planos en un mundo ficcional compuesto) tiene que ser invisible. Las reglas de continuidad se desarrollaron para mantener la impresión de una coherencia imaginaria, permitiendo la creencia del espectador en la integridad de un espacio, la secuencia lógica del tiempo y la «realidad» del universo ficticio. La participación ficticia del espectador se basa, por tanto, en una coherencia espacial percibida: a las imágenes fragmentarias se les da una coherencia lógica porque están subordinadas a una secuencia causal de hechos narrativos. En «Narrative Space», Stephen Heath se refiere a este proceso como «la conversión de lo que se ve en escena», en el que la misma visión es dramatizada, representada como un espectáculo narrado (y por tanto con significado) delante del espectador: «Lo que resulta crucial es la conversión de lo que se ve en escena, la fijación del significante al significado: el encuadre, compuesto, centrado, narrado, es el lugar de esa conversión» (Heath, 1981, pág. 37).
La habilidad del espectador para construir un tiempo y un espacio mentalmente continuos a partir de imágenes fragmentarias se basa en un sistema de miradas, un reino estructurado de miradas: 1) desde el realizador cinematográfico/enunciador/cámara hacia el hecho profílmico (la escena observada por la cámara); 2) entre los personajes dentro de la ficción; y 3) a través del campo visual del espectador en la pantalla; miradas que fijan al espectador en una posición de significado, coherencia, creencia y poder. Estas miradas que se cruzan son negociadas, en primer lugar, a través de las estructuras de contraplano y punto de vista, los medíos centrales mediante los cuales «la mirada» se inscribe en la ficción cinemática. Principalmente aplicada a las situaciones de conversación, la estructura de CONTRAPLANO implica una alternancia de imágenes entre ver y visto; el PLANO SUBJETIVO ancla la imagen en la visión y la perspectiva de uno u otro personaje (y está marcado por un mayor o menor grado de distorsión subjetiva). El espectador, por tanto, se identifica, en efecto, con alguien que está siempre fuera de campo, un «otro» ausente cuya función principal es significar un espacio para ser ocupado (véase la discusión siguiente sobre la sutura). La estructura de contraplano permite al espectador convertirse en una especie de MEDIADOR INVISIBLE entre una interacción de miradas, un participante ficticio en la fantasía de la película. Desde el plano de un personaje mirando, a otro personaje mirado, la subjetividad del espectador está limitada en el interior del texto.
Al recordar la compleja y ambivalente estructura de la identificación secundaria en el complejo de Edipo (el movimiento entre el deseo, el deseo de tener y el deseo de ser), Alain Bergala discute la configuración del contraplano en términos psicoanalíticos:
En las películas, los efectos combinados del découpage clásico y el punto de vista sitúan al personaje en una situación similar [de ambivalencia], en ocasiones sujeto de la mirada (él es el que observa la escena, otros) y en ocasiones como objeto de la mirada de alguien (otro personaje o el espectador omnisciente). Mediante el mecanismo de la mirada [jeu des regards][*] mediado por la cámara, el découpage clásico de la acción fílmica ofrece al espectador de una forma muy común, inscrito en el código, esta regulada ambivalencia del personaje ficcional en relación con su mirada (con el deseo del otro) (en Aumont y otros, 1963, pág. 179).
Metz conecta este reino de miradas con la identificación mediante la descripción de las trayectorias de la visión como otras tantas «muescas» en la complicada estructura de la creencia espectatorial. Se refiere al intercambio textual de miradas como «ciertas figuras localizadas de los códigos cinemáticos» que se entrecruzan con «identificación cinemática primaria, [es decir] identificación con la propia mirada de uno» en el transcurso de una película (Metz, 1975, pág. 58).
Tal y como sucede (y esto es ya otra «muesca» en la cadena de identificaciones) un personaje mira a otro que está momentáneamente fuera de campo, o bien es mirado por él. Si hemos ido una muesca más allá, es porque todo lo que está fuera de campo nos lleva más cerca del espectador, ya que es la particularidad de este último el estar fuera de campo (el personaje fuera de campo tiene así un punto en común con él: está mirando a la pantalla) (ibídem, pág. 57).
Metz continúa para decir que la mirada de este personaje fuera de campo es reforzada por las diversas técnicas que establecen el punto de vista, bien a través de la posición de cámara (como en el plano de punto de vista óptico) o a través de distorsiones visuales tales como el hacer borrosa la imagen o el enfoque débil (como en un plano semisubjetivo). Dice, sin embargo, que existen normalmente otros elementos, al margen de la posición de la cámara, que señalan el punto de vista del personaje, tales como la lógica del relato, un elemento del diálogo, o un plano anterior. Pero lo más importante desde la perspectiva teórica de Metz es el hecho de que «la identificación que encuentra el significante es relevada dos veces, doblemente duplicada en un circuito que lo conduce a lo largo de una línea […] que sigue la inclinación de las miradas y es por tanto gobernada por la propia película» (ibídem). Antes de «dispersarse por toda la pantalla en una variedad de líneas que se entrecruzan», compuesta de las miradas de los personajes en la pantalla (una segunda duplicación), la mirada del espectador («la identificación básica») debe atravesar («“sufrir” como sí cruzara un paso estrecho») la mirada del personaje fuera de campo (la «primera duplicación), que, es asimismo, un espectador. Metz considera a este personaje fuera de campo el «primer delegado» del espectador, y describe esta operación extremadamente compleja del modo siguiente: «Al ofrecerse a sí mismo como un paso para el espectador, modula el circuito seguido por la secuencia de identificaciones y es, sólo en este sentido, que se le ve a él mismo: como nosotros vemos a través de él, nos vemos a nosotros mismo no viéndolo a él» (ibídem).
Bertrand August clarifica esto al proponer un intrincado modelo variable que asocia identificación con un completo abanico de miradas cinemáticas: «La identificación desempeña un papel central en las operaciones del aparato cinematográfico porque regula, nivela el sutil desplazamiento de equilibrio entre los muchos regímenes de creencia que intervienen continuamente en el proceso de producción del efecto de ficción» (August, 1978, pág. 12). Proporciona así el marco para la demostración realizada por Metz de la situación imposible construida por esas miradas y los circuitos del deseo implicados en la visión cinemática. Las identificaciones en el cine son siempre parciales, difusas e imaginarias, atrapan y suspenden momentáneamente al espectador en una red de miradas elusivas, un espejo invisible, pero poderoso, que mantiene al espectador en un estado de fascinación.
Otro concepto de la teoría psicoanalítica del cine que se desarrolla alrededor de la mirada es SUTURA. Ésta es una idea extremadamente complicada, formulada por primera vez en 1966 por Jacques-Alain Miller (un estudiante de Lacan) para designar la relación del sujeto con la cadena de su propio discurso, un concepto con la intención de clarificar la producción del sujeto en el lenguaje. En 1969, Jean-Pierre Oudart lo aplicó a la teoría del cine, especialmente con referencia a las películas de Robert Bresson, como un modo de designar un tipo particular de relación entre la mirada del sujeto-espectador y la cadena del discurso. De modo más general (aunque la aplicación de la tesis de Oudart a otras películas que no sean las de Bresson ha sido problemática), la noción de sutura se concentra en las diferentes posiciones disponibles para el espectador en relación tanto con el espacio de la pantalla como con el espacio fuera de campo. Los artículos posteriores en inglés, como la influyente exposición de Oudart que realiza Daniel Dayan (Dayan, 1974) y la crítica de William Rothman de la posición de Dayan/Oudart (Rothman, 1975), así como la cuidadosa explicación del concepto a cargo de Stephen Heath en Questions of Cinema (1981), sitúan los términos de debate tal y como ha sido concebido por la teoría psicoanalítica del cine.
Buscando clarificar la relación del término de Miller con la producción inconsciente del sujeto, Heath cita a Lacan:
El sujeto no es por tanto otra cosa que aquello que «se desliza en una cadena de significantes» (Lacan, 1975, pág. 48), su causa es el efecto del lenguaje […] Verdadero tesoro de significantes, lo inconsciente está estructurado como un lenguaje; el psicoanálisis, la «cura parlante», se desarrolla precisamente como una aguda atención al movimiento del sujeto en la cadena significante (Heath, 1981, pág. 79).
Heath apunta que Miller cita la división entre énoncé y énonciation como prueba de que «el sujeto no es uno en su representación en el lenguaje» (ibídem, pág. 85). La sutura se convierte así en el proceso mediante el cual el sujeto es «cosido» a la cadena del discurso, la cual al tiempo define y es definida por el trabajo de lo inconsciente. Pero también es utilizado en el sentido de suturar sobre, entrelazando y haciendo coherente ese proceso que produce el sujeto: «Sutura no sólo da nombre a una estructura de ausencia, sino también una disponibilidad del sujeto, una cierta clausura…» (ibídem). En este sentido sutura se entiende como un proceso de ocultamiento, de toma de posesión, de ocupar el lugar de, o como lo expresa Heath: «[E]l “yo” es una división pero une de todas formas; el sustituto es la falta en la estructura, pero sin embargo, simultáneamente, la posibilidad de una coherencia, de un llenado» (ibídem, pág. 86).
La pretensión de Oudart es que los procesos psíquicos que constituyen la subjetividad son reiterados en el cine mediante el proceso que atrapa al espectador en la coherencia de sus ficciones, a saber la estructura de contraplano. Para él, la imagen de la pantalla ofrece al espectador una plenitud imaginaria que recuerda a la temprana experiencia del espejo para el niño. La satisfacción, sin embargo, se rompe inmediatamente por la conciencia de un espacio fuera de campo, el cual, de acuerdo con Oudart, invoca ansiedad. La ansiedad es aliviada por la estructura de contraplano, la cual, al «responder» a la ausencia evocada por el espacio vacío (con la visión del personaje fuera de campo, el AUSENTE), «sutura» al espectador en la experiencia original de la satisfacción imaginaria. Dayan aporta el concepto de ideología a estas operaciones, aplicando las teorías del enmascaramiento ideológico encontradas en el primer artículo de Baudry al sistema de la sutura activado en el montaje (véase Baudry, 1974-1975). Para él, la estructura de contraplano hace invisible la construcción discursiva de la película, produciendo así un sujeto mistificado que «absorbe un efecto ideológico sin ser consciente de ello». La crítica de Rothman proviene de una presentación literal del concepto de posicionamiento del espectador, defendiendo que el ausente no existe en la situación de visionado porque los espectadores siempre saben de quién es el punto de vista que está siendo representado. Sin embargo, tal y como ha sido establecido, sea llamado el ausente o no, siempre existe una agencia discursiva invisible en cualquier construcción cinemática. En una película, «alguien que mira» es siempre la representación de alguien que mira, y la noción de fuente enunciativa conecta esta representación con el deseo.
Ya que Heath explora más profundamente los fundamentos psicoanalíticos del concepto de sutura, es capaz de establecer un argumento más fiable a favor de éste. Para él la alianza de significado y subjetividad en la «producción» de una película siempre reitera la emergencia del sujeto psicoanalítico en lo simbólico: «De modo significativo, lo que esta realización de la ausencia de la imagen consigue de inmediato es la definición de la imagen como discontinua, su producción como significante: el movimiento desde el cine a lo cinemático, el cine como discurso» (Heath, 1981, pág. 87). Finalmente, considerado a la luz de las teorías de la sutura, la descripción de Metz (arriba) de la trayectoria de las miradas que atrapan al espectador en relaciones de deseo y significado proporciona de inmediato un argumento convincente para su existencia y una sugerente propuesta para su aplicación.
La noción de PLENITUD, la producción de una entidad ideal (e idealizada) a través de procesos cinemáticos, es extremadamente complicada, cada teórico la considera en cierta medida de modo diferente. Por esta razón, las críticas a la mirada han tomado diversas formas. El contexto completo del debate incluye la implicación del cine en el RÉGIMEN ESCÓPICO. Situando la ausencia en el centro de todas las representaciones cinemáticas y relacionando esto al tiempo con los procesos fantasmáticos del imaginario y con los procesos significativos de lo simbólico, Metz define el régimen escópico del modo siguiente:
La práctica cinematográfica sólo es posible a través de las pasiones perceptuales: el deseo de ver (=pulsión escópica, scopophilia, voyeurismo) [y] el deseo de escuchar (ésta es la «pulsión invocante», el deseo invocativo) […] [Las] pulsiones visuales y auditivas tienen una relación más fuerte o más especial con la ausencia del objeto […] porque, como opuestos a otros deseos sexuales, el «deseo de percibir» […] representa concretamente la ausencia de su objeto en la distancia a la que lo mantiene y que es parte de su misma definición […] [Pero] lo que define al régimen escópico específicamente cinemático no es tanto la distancia mantenida, el mismo «mantenimiento» (primera forma de la falta, común a todos los vouyerismos), como la ausencia del objeto visto […] El significante del cine […] instala una nueva forma de la falta (Metz, 1975, págs. 59, 60, 62, 63).
Lo que distingue al cine de otras artes basadas en ver y escuchar (la pintura, escultura, arquitectura, música, opera, teatro, etc.) es el proceso imaginario específico mediante el cual la película proporciona «una reduplicación extra, un giro específico hacia el deseo en espiral de la falta» (ibídem, pág. 61). Debido a que el espectador y los actores nunca comparten el mismo espacio, el registro en el que la subjetividad del ver puede ser discutida, el régimen escópico, está mucho más conectado al intrincado proceso de lo inconsciente que otras formas de representación que invocan las pulsiones perceptuales.
Esta «producción de una subjetividad que ve» dentro del régimen escópico ha sido entendida de dos formas diferentes, bien como una operación de sujeción totalizadora o como una operación que implica un proceso constante de división y falta. Cada opción sugiere una idea diferente del modo en que el aparato cinemático afecta a su espectador como sujeto psicoanalítico. Dos objeciones principales caracterizan las discusiones sobre la relación entre el aparato cinemático y la mirada, aquellas que se refieren a sus afinidades con la fase del espejo (y las consecuencias subjetivas implicadas) y aquellas que se refieren a su fracaso a la hora de reconocer la diferencia sexual como una categoría. En algunos casos la segunda premisa se deriva de la primera. Por ejemplo en «Misrecognition and Identity» Mary Ann Doane dibuja cuidadosamente el concepto de identificación (tanto primaria como secundaria) tal y como es expresada tanto por Laura Mulvey como por Metz, que desafían la noción de una posición coherente de dominio y, al mismo tiempo, encuentran, bien una exclusión de lo femenino, bien una incorporación a las definiciones patriarcales. Las estructuras del mirar trazadas por las teorías psicoanalíticas del aparato, (escopophilia/voyeurismo, fetichismo e identificación primaria) han sido necesariamente determinadas en términos de subjetividad masculina; no son ideológicamente neutrales, ajenas al contexto de las definiciones sexuales. Concluye:
Hablar de identificación y cine […] [es] trazar otro camino en el que la mujer está inscrita como ausente, faltaria, un espacio en blanco, tanto al nivel de la representación cinemática como al nivel de su teorización. En la medida en la que se trata de una cuestión de dominio de la imagen, de representación y autorrepresentación, la identificación debe ser considerada en relación con […] la problemática de la diferencia sexual (Doane, 1980, pág. 31).
En «The Cinematic Apparatus: Problems in Current Theory», Jacqueline Rose sugiere exactamente un modo tal de pensar la identificación en sus múltiples posibilidades, señalando hacia la disposición bisexual de cada individuo implícita en el concepto freudiano de las pulsiones. Dice que el ensayo de Freud «Pegar a un niño», «demuestra que lo masculino y lo femenino no pueden ser asimilados a activo y pasivo y que siempre existe una separación potencial entre el objeto sexual y el objetivo sexual, entre el sujeto y el objeto de deseo» (Rose, 1986, pág. 210). La bisexualidad puede ser incorporada productivamente dentro de una noción del aparato, desestabilizando su imputada constitución de un sujeto coherente («una imaginaria cohesión esencialmente pasiva» (ibídem, pág. 200) y permitiendo posibles alternativas, identificaciones de género, disponibles tanto para los sujetos masculinos como para los femeninos. Éste es un movimiento (ella sugiere en su crítica a Metz) que no sólo es posible sino también necesario:
Redefinir [el concepto de rechazo] como la cuestión de la diferencia sexual es necesariamente reconocer su referencia fálica: el modo en que la mujer está estructurada como imagen alrededor de esta referencia y el modo en que por eso viene a representar la pérdida potencial y la diferencia que fundamenta todo el sistema (y es el fracaso de ocuparse de esto en lo que reside el problema con el trabajo […] de Metz). Lo que el cine clásico representa o «pone en escena» es la imagen de la mujer como otra, continente oscuro, y desde allí lo que escapa o se pierde para el sistema; al mismo tiempo esa sexualidad está congelada en su cuerpo como espectáculo, el objeto del deseo fálico y/o de la identificación (ibídem, págs. 210-211).
La crítica más compleja (y más lacaniana) que hace Rose de Metz se encuentra en «The Imaginary», donde hábilmente desarrolla la base para una discusión, en seis partes, que resume al final del capítulo (ibídem, págs. 195-197). Entre sus puntos de crítica, Rose apunta que la ilusión en la base del sujeto «verse a sí mismo viéndose a sí mismo» es producida por la actividad del crítico y no por la situación especular; concluye que Metz necesita relacionar su consideración del «sujeto que todo lo percibe», de forma más explícita, con su discusión de la perversión escópica. Además, Rose afirma que Metz no da cuenta del uso ambivalente de la palabra «pantalla» en Lacan, donde proporciona no sólo la función de un espejo, sino también aquella de un velo («el signo simultáneo de la barrera entre el sujeto y el objeto de deseo»). Concluye mediante la demostración de como la afirmación de Metz de que el cine es más «imaginario» que otras artes puede ser cuestionada: lo que él afirma sobre la capacidad ilusoria de la «ausencia hecha presente» del cine es igualmente aplicable a cualquier representación pictórica. Rose apoya su razonamiento con una cita de Lacan, que utiliza la historia de Zeuxis y Parrhasios y su dibujar/pintar en una pared para mostrar que «con la finalidad de engañar a un sujeto humano: “lo que uno le presenta a él o ella es la pintura de un velo, es decir, algo más allá de lo cual él o ella exige ver”» (ibídem, pág. 197).
En «The Avant-Garde and Its Imaginary», la discusión de Constance Penley sobre la mirada critica la noción idealista del sujeto presentada por el aparato, mientras que sus críticas están mucho más elaboradas en «Feminism, Film Theory and the Bachelor Machines». En este último artículo proporciona una interpretación y evaluación comprehensiva del trabajo de Doane, Copjec y Rose, en la que postula, como Rose, una noción de las identificaciones múltiples y cambiantes del sujeto que se encuentra en la estructura de la fantasía como un modo de incorporar la diferencia sexual a la teoría del aparato.
Uno de las más sofisticadas críticas psicoanalíticas viene de Joan Copjec, cuya discusión (a través de una serie de complejos artículos) supone una precisa y sutil compresión de Lacan. En «The Delirium of Clinical Perfection» dice que el concepto de la mirada, como la mirada fundadora de la cámara «con la que el espectador se identifica en un acto que establece su identidad como la condición de la posibilidad de lo percibido» (Copjec, 1986, pág. 60), «no está gobernado únicamente por el reconocimiento de una imagen completa con la que uno puede entonces identificarse a sí mismo. En cambio esta relación permanece como una de alteridad en la que hay una medida de no reconocimiento, desencuentro y ansiedad» (ibídem, pág. 64). Los otros artículos que culminan en «The Orthopsychic Subject», proporcionan una crítica profunda de todo el aparato de la mirada, la única discusión (con la posible excepción de Rose) que proviene completamente del interior de los parámetros del psicoanálisis lacaniano. Al argumentar que la concepción de la mirada de la teoría fílmica depende de estructuras psicoanalíticas (y presumiblemente masculinas) de voyeurismo y fetichismo, Copjec defiende en cambio que la mirada surge de las suposiciones lingüísticas que, a su vez, dan forma a los conceptos psicoanalíticos desde una matriz de división. Por ejemplo:
La ley no construye un sujeto que simplemente y de forma inequívoca tiene un deseo, sino un sujeto que rechaza su deseo, que quiere no desearlo. El sujeto es así separado de su deseo, y el mismo deseo es concebido como algo, precisamente, irrealizable (Copjec, 1989, pág. 61).
La introducción de la teoría fílmica del «sujeto» por medio del narcisismo elide esta diferencia, una división implícita en la mirada lacaniana que «divide al sujeto que describe». Además, esa escisión demuestra «porque el sujeto hablante no puede estar nunca totalmente atrapado en el imaginario». (ibídem, pág. 67).
La mirada lacaniana es concebida en un punto invisible donde algo parece haberse perdido en la representación, y así adquiere una alteridad terrorífica que prohíbe al sujeto verse a sí mismo en la representación» (ibídem, pág. 69). Copjec concluye:
En la teoría del cine el sujeto se identifica con la mirada como el significado de la imagen y llega a existir como la realización de una posibilidad. En Lacan, el sujeto se identifica con la mirada como el significante de la falta que produce el que la imagen languidezca. El sujeto llega a existir, así, a través de un deseo que aun se considera como el efecto de la ley, pero no su realización (ibídem, pág. 70).
De acuerdo con Copjec, con la finalidad de ser más proporcionado con el modelo lacaniano que invoca, la teoría del cine tendrá que tener esto en cuenta.
El desafío más sustancial para la teoría psicoanalítica del cine (desde una aceptación y un argumento a favor del método psicoanalítico) proviene de la TEORÍA FEMINISTA. Las cuestiones planteadas a la teoría psicoanalítica del cine como resultado de las investigaciones y trabajos feministas, precisamente alrededor de la diferencia sexual, operan un correctivo necesario a sus naturalizadas presuposiciones patriarcales. Como se ha discutido, la teoría psicoanalítica del cine sitúa al cine como una producción fantasmática que moviliza procesos primarios en la circulación del deseo. El aparato cinemático construye a su espectador y después estructura la relación de la pantalla junto a modalidades psicoanalíticas de fantasía, el deseo escópico, fetichismo, narcisismo e identificación. De modo convencional, es la imagen de la mujer, que existe para ser mirada (y para ser deseada), la que es ofrecida al espectador-consumidor masculino que posee la mirada. Si la teoría psicoanalítica del cine describe la producción de un cine-sujeto masculino cuyo deseo es activado y desplazado constantemente, está claro que la crítica feminista tiene su trabajo hecho a medida para ello.
El texto que estableció el marco psicoanalítico para la teoría feminista del cine fue el artículo de Laura Mulvey,[9] en el que afirmó que «el inconsciente de la sociedad patriarcal ha estructurado la forma fílmica» de tal modo que «la interpretación socialmente establecida de la diferencia sexual […] controla imágenes, formas eróticas de mirar y el espectáculo» (Mulvey, 1975, pág. 6). Defiende un uso interpretativo del psicoanálisis que revelaría las formas en que cada operación cinemática (y particularmente aquellos procesos asociados con la mirada, identificación, vouyerismo y fetichismo) reinscribe las estructuras subjetivas de la patriarcalidad.
Más allá de esto, el artículo invita al psicoanálisis a colaborar en la «destrucción del placer como un arma radical» (ibídem, pág. 7), algo necesario si las mujeres van a conseguir al tiempo poder sobre sus representaciones y una forma simbólica autónoma, «un nuevo lenguaje de deseo» (ibídem, pág. 8) articulado por y a través del cine.
La discusión de Mulvey es básicamente ésta: el estatuto del espectador en el cine está organizado por líneas de género, que crean un espectador (masculino) activo que controla a un espectador pasivo (femenino) objeto en la pantalla (screen objet). Las operaciones del espectáculo y el relato se combinan para dictar unas posiciones de visión específicas masculinas y femeninas de acuerdo con un estándar que es implícitamente masculino: «Los códigos cinemáticos crean una mirada, un mundo, y un objeto, que produce así una ilusión de realidad adaptada a la medida del deseo» (Mulvey, 1975, pág. 17). El cine realiza su llamada al inconsciente del espectador sobre dos líneas, la de la scopophiba (en la que un sujeto activo extrae placer de mirar a un objeto pasivo) y la del narcisismo/ego-libido (en la que un sentido del yo se reafirma en la unidad de la imagen de la pantalla). Ambas actividades están relacionadas con las formas más tempranas de satisfacción, conectadas bien a la erótica de la mirada como base para el vouyerismo (éste se corresponde con el efecto ojo de la cerradura apuntado por Metz) o a la fascinación de la fase del espejo (que Metz menciona en su discusión de la identificación primaria). Pero entonces, Mulvey continúa, en el cine estas actividades llegan a estar únicamente al alcance del hombre porque, «en un mundo ordenado por el desequilibrio, el placer de mirar ha sido dividido entre el hombre/activo y la mujer/pasiva […] La mujer [es presentada] como imagen, el hombre como el poseedor de la mirada» (ibídem, pág. 11). «Una división heterosexual activa/pasiva del trabajo» (ibídem, pág. 12) define los parámetros tanto del relato como del espectáculo: el protagonista masculino (que es el sustituto del espectador) avanza la acción en el mundo tridimensional de la ficción; el femenino, como imagen, se alinea con el espectáculo, el espacio y la pantalla.
Todavía dentro del marco psicoanalítico, la mujer también significa el temor a la castración, que provoca en el hombre una reacción defensiva. Existen dos opciones textuales para desviar la ansiedad causada por la imagen de la mujer, SADISMO (dominación a través de la subyugación narrativa, en la que la mujer es investigada y castigada o salvada) y fetichismo (sobrevaloración, en la que la figura glamourizada de la mujer, o una parte de su cuerpo, se ofrece luminosa y espectacular, como una «imagen en relación erótica directa con el espectador» (ibídem, pág. 14). Mediante la orquestación de sus tres miradas (la cámara, los personajes, el espectador) el cine produce una específica imagen erotizada de la mujer, naturalizando la posición «masculina» del espectador y los placeres que supone. Así los modos cinemáticos de mirar y de identificación imponen inevitablemente sobre el espectador un punto de vista masculino, mientras que el poderoso impacto erótico de la altamente codificada imagen de la mujer connota «ser mirada [y] el cine construye el modo en el que va a ser mirada dentro del mismo espectáculo» (ibídem, pág. 17). Para Mulvey, la posibilidad de desestabilizar la mirada vouyerística (cuyos variados parámetros traza a lo largo del artículo) representa la opción más prometedora para una práctica cinemática alternativa. Cualquiera que sean las limitaciones del modelo de Mulvey, ella fue la primera teórica que consideró seriamente las implicaciones del género en los procesos del estatuto del espectador cinematográfico y, debido a esto, definió el terreno sobre el que la teoría feminista del cine debatiría en adelante sus asuntos.
Ese terreno estaba, en realidad, ya implícito en el proyecto de la teoría psicoanalítica del cine desde el principio, de forma específica, por dos razones. Debido a que no existe representación de género neutral, la cuestión del lugar de la mujer dentro de esa representación se planteó inmediatamente, y debido a que el reconocimiento de la diferencia sexual es la base de la teoría psicoanalítica, el psicoanálisis implica automáticamente una consideración de la feminidad (no como un contenido, sino como una «posición» que se crea). La investigación feminista sobre estos asuntos puede ser considerada desde el punto de vista de tres áreas generales, cada una presentada en términos de subjetividad y deseo femenino: el estatuto del espectador femenino, la enunciación de la mujer y la práctica textual femenina.
El modelo de Mulvey ha introducido el asunto del género en el estatuto del espectador en términos de la descripción de una posición masculina de mirar, defendiendo de forma implícita que todo el aparato del cine clásico operaba de acuerdo con estándares masculinos que objetivizaban y dominaban a la mujer. Así la cuestión del ESPECTADOR FEMENINO se convirtió en la primera línea de investigación para las feministas; Gaylyn Studlar, por ejemplo se opone a Mulvey al defender que:
el aparato cinemático y la estética masoquista ofrecen posiciones identificatorias para {ambos] espectadores masculinos y femeninos que reintegran la bisexualidad psíquica, ofrecen los placeres sensuales de la sexualidad polimórfica, y hacen al hombre y a la mujer uno en sus identificaciones con y su deseo por la madre preedípica (Studlar, 1988, pág. 192).
La misma Mulvey más adelante corrigió su posición en un ensayo sobre Duelo al sol (Duel in the sun, 1946), afirmando que mientras su artículo anterior determinaba que en el cine dominante siempre existe una «masculinización» de la posición del espectador sin importar el sexo real (o la posible desviación) de cualquier persona real viva que va al cine» (Mulvey, 1981, pág. 12), las posibilidades del estatuto del espectador de la mujer deben no obstante ser tomadas en consideración. Manteniendo su argumento de que el placer de mirar está asociado con experiencias libidinales tempranas, concluye que el espectador femenino «acepta temporalmente la “masculinización” en recuerdo de su fase “activa”» (ibídem, pág. 15). La posición femenina de mirada por tanto implica necesariamente la identificación con una mirada masculina ajena, un préstamo físico de «ropas para transvestirse».
The Desire to Desire, de Mary Ann Doane, conceptualiza la MIRADA FEMENINA (y la posición del espectador femenino) en películas dirigidas explícita e institucionalmente a mujeres. Tomando como su objeto el «cine de mujeres», «en su intento obsesivo de circunscribir un lugar para el espectador femenino» (Doane, 1987, pág. 37), Doane considera el modo en que el dirigirse a un público femenino implica una presión contradictoria sobre los mecanismos físicos de vouyerismo y fetichismo. Encuentra que:
Cuando uno explora lo márgenes de los principales guiones masculinos que informan las teorías del aparato cinematográfico [guiones a los que «teóricos como Metz y Baudry a menudo apelan […] como si fueran sexualmente indiferentes»], uno descubre una serie de guiones que construyen la imagen de una subjetividad específicamente femenina y también una posición espectatorial (Doane, 1987, pág. 20).
Concluye que las películas que intentan trazar la subjetividad femenina y el deseo tanto en su materia-sujeto como en sus modos de interpelación lo hacen en términos de fantasías tradicionalmente asociadas a lo femenino: MASOQUISMO: la perversión sexual en la que el sujeto extrae placer de que se le provoque dolor, el componente pasivo del sadismo; HISTERIA: el tipo de neurosis en la que el conflicto psíquico está expresado bien simbólicamente a través de síntomas corporales o fóbicamente, a través de ansiedad conectada con un objeto específico; PARANOIA: la psicosis engañosa expresada a través de fantasías de persecución, herotomanía, grandeza, celos y similares, en las que los desengaños están organizados en un sistema coherente internamente consistente, y la NEUROSIS: el conflicto defensivo que forma la base del psicoanálisis, que puede ser entendido como la teoría del conflicto neurótico y sus formas.
Otro concepto asociado con el estatuto del espectador femenino es la MÁSCARADA. Convencionalmente definido por Joan Riviére como el reconocimiento de características «femeninas» para disfrazar una preferencia masculina subyacente (o exagerar estas características para destacar el hecho de que son un constructo), el concepto ha sido retomado por teóricos feministas del cine, primero por Claire Johnston en su análisis de La mujer pirata (Anne of the Indies, 1951) y después por Mary Ann Doanne en dos artículos sobre el estatuto del espectador, para analizar la representación de la feminidad en el cine. Stephen Heath señala que el trabajo de Riviére plantea la cuestión de la identidad femenina más que pretender responderla: «En la mascarada la mujer imita una auténtica, genuina, feminidad, pero la auténtica feminidad es tal imitación, es la mascarada (“son la misma cosa”) ser una mujer es disimular un masculinidad fundamental, la feminidad es ese disimulo» (Heath, 1986, pág. 49). En su análisis Johnston concluye que Riviére muestra «cómo la homosexualidad/heterosexualidad en el sujeto se produce por la interrelación de conflictos más que por una tendencia fundamental» (Johnston, 1975a, pág. 41), con la finalidad de demostrar el modo en que La mujer pirata «plantea la posibilidad de una disposición genuinamente bisexual mientras permanece como un mito masculino (ibídem, 42). La película es así leída como una parábola de la represión de la feminidad por una cultura patriarcal.
En «Film and the Masquerade» y «Masquerade Reconsidered», Doane utiliza el concepto para centrar más allá su trabajo sobre el estatuto del espectador. Ambos artículos exploran las posibilidades al alcance del espectador femenino, que se encuentra a sí mismo en relación con el texto clásico, bien demasiado cerca (absorbido en su propia imagen como el objeto del deseo narcisístico), o demasiado lejos (asumiendo la alienada distancia necesaria para la identificación con el voyeur masculino).
Cualquiera de las dos posiciones conlleva el peligro de la subjetividad femenina, lo que supone para la mujer, una pérdida perpetua de la identidad sexual en el acto de mirar. Pero aunque debe concluir que en el cine dominante la mujer posee una mirada que no ve, Doane se detiene antes de afirmar la total imposibilidad de la mujer como sujeto de la mirada. Existen todavía placeres al alcance del espectador femenino, placeres, por ejemplo, en «el potencial de la mascarada para crear una distancia de la imagen que es manipulable, producible, y legible por la mujer» (Doane, 1982, pág. 87), placeres para ser obtenidos de una dislocación liberadora de la mirada femenina. Doane afirma que el estatuto del espectador femenino no está nunca totalmente hipotecado, reprimido o irrecuperable; incluso en su negación se produce, como lo es la misma feminidad, como una posición, una posición fortalecida (por la misma actividad que la produce) para sugerir un desafío radical de los modos dominantes de visión. En «Masquerade Reconsidered» sugiere otras opciones desestabilizadoras relacionadas con la mascarada, tales como el «juego», el «chiste» y la «fantasía», para definir todo su proyecto como una reconceptualización de la mirada en su relación con una teoría general de la subjetividad femenina.
Se debe realizar una puntualización más sobre el espectador femenino. Tanto las teoría de Lacan como las de Freud del inconsciente establecen el hecho de que la sexualidad nunca es dada, en ningún modo puede ser asumida de forma automática. Ambas, la masculinidad y la feminidad, son constituidas en procesos simbólicos y discursivos, y esto implica que la misma sexualidad no es un contenido, sino un conjunto de posiciones que son reversibles, cambiantes, conflictivas. Debido a esto, nunca podemos de forma complaciente asumir o atribuir una identidad sexual fijada; para las teorías del estatuto del espectador, se necesita un concepto más preciso del espectador femenino para incorporar este hecho.
Una posibilidad puede encontrarse en especificar los diferentes niveles a los que el espectador femenino es interpelado. E. A. Kaplan proporciona una útil formulación sobre estas líneas al sugerir una distinción entre tres tipos de espectador femenino: 1) el espectador histórico: la persona real que se encuentra entre el público en el momento de la exhibición de la película; 2) el espectador hipotético: el sujeto construido por las estrategias textuales de la película, sus modos de interpelación y su activación de procesos psicoanalíticos tales como voyeurismo e identificación; y 3) el espectador femenino contemporáneo, cuya lectura de la película puede estar influenciada por una conciencia feminista que sugiere interpretaciones alternas, significados «contrarios al grano» (Kaplan, 1985, págs. 40-43). Mientras que la teoría psicoanalítica del cine se dirige al segundo nivel, nunca puede ignorar los otros dos. Al mismo tiempo, el analista del cine debe ser capaz de discernir qué formas de interpelación implican realmente procesos psicoanalíticos en la construcción de la subjetividad y cuáles trabajan en un nivel de funcionamiento distinto (la distinción entre «empatía» e «identificación» resurge aquí). Porque se ocupa precisamente de esta mediación necesaria entre lo psíquico y lo social, el trabajo feminista sobre el estatuto del espectador continúa proporcionando algunas de las utilizaciones más conprehensivas y ricas en implicaciones de la teoría psicoanalítica del cine hasta la fecha.
Al mismo tiempo que la teoría feminista introdujo el género en los conceptos de estatuto del espectador, también situó una consideración de lo femenino en las teorías de la autoría cinematográfica. Como se ha mencionado, la teoría psicoanalítica del cine conecta la autoría con la enunciación, definiendo al realizador cinematográfico como el sujeto del deseo e implicando una posición enunciativa masculina. Esto presenta algunos problemas complejos para definir la ENUNCIACIÓN FEMENINA. El trabajo de Raymond Bellour sobre Hitchcock como modelo de teoría enunciativa demostró, al nivel del texto, que «el sistema de enunciación hitchcockiano… cristaliza alrededor del deseo hacia la mujer» (Bellour, 1977, pág. 85). Bellour es explícito sobre los problemas que esto crea para conceptualizar un espacio enunciativo femenino:
[E]xiste siempre, más o menos enmascarado o más o menos marcado un cierto lugar de enunciación […] el lugar de un cierto sujeto del discurso y por consiguiente de un cierto sujeto del deseo […] El cine clásico americano se funda sobre una sistematicidad que funciona de forma muy precisa a expensas de la mujer […] mediante la determinación de su imagen […] en relación con el deseo del sujeto masculino […] [Esto es] una perspectiva que siempre colapsa la representación de los dos sexos en la lógica dominante de uno único (Bellour, 1979, págs. 99, 97).
Las cuestiones planteadas por la teoría feminista del cine son éstas: si la concepción psicoanalítica de la autoría es definida (y por tanto enmarcada) por una estructura en la que la enunciación se determina por la subjetividad masculina y el deseo, ¿impide esto cualquier concepto de enunciación femenina? Del mismo modo, si la enunciación elimina la intencionalidad como categoría en su construcción de la autoría, ¿como puede encontrarse la presencia textual de un «discurso femenino», como puede situarse una «voz femenina»?
En un esfuerzo por definir al autor femenino como uno que intenta originar la representación de su propio deseo, la investigación feminista ha tomado dos rutas. La primera ha sido mediante un examen del trabajo de mujeres directoras dentro del sistema de Hollywood (como Dorothy Azner), mediante el análisis de textos para la manifestación de un discurso femenino que surge del interior de los confines regulados del cine clásico. El segundo implica un análisis (fundamentalmente) de trabajos contemporáneos de la que puede ser considerada una «vanguardia feminista», realizadoras cinematográficas cuyas estrategias de subversión de los códigos cinemáticos dominantes se articulan en trabajos que comprenden una tradición feminista alternativa. En cualquiera de los casos, surge la contradicción de la enunciación femenina. Mientras que el intento de teorizar la autoría como una posición (más que como un individuo) es la base de la teoría enunciativa, el «descubrimiento» o reevaluación de las mujeres directoras ha sido fundamentalmente motivada por el hecho de que ellas eran/son mujeres. El interés en las mujeres reales per se parecería, entonces, estar en contradicción directa con el movimiento en aras de designar la producción textual de autoría sexuada. Para evitar dar validez a las verdades comunes que la teoría enunciativa niega (el autor como la fuente puntual de significado, intencionalidad que define el texto, la pura expresividad de la voz de una mujer, basada en la biología o la esencia, que se manifiesta a sí misma en una película), los estudios feministas deben avanzar una nueva definición de la enunciación femenina que medie entre la diferencia sexual y la voz autorial.
Es posible que el concepto de enunciación pueda ofrecer un medio de teorizar la subjetividad femenina al permitir que las categorías de autor, espectador y texto sean pensadas de nuevo desde el punto de vista del deseo femenino. Como modo de análisis de la organización sistemática de los modos de mirar, la enunciación puede permitir la compresión de cómo una mujer realizadora cinematográfica podría negociar las visiones dispares del texto. Como medio de interpretar el proceso de visionado del cine, la enunciación puede permitir la conceptualización de las posibilidades para el estatuto del espectador femenino. Y como un método para designar instancias textuales, la enunciación puede hacer visibles los modos en los que el deseo femenino podría ser articulado e interpelado dentro de una película determinada.
Otro conjunto de temas sacados a colación por la teoría psicoanalítica del cine por las feministas son aquellos que versan sobre la PRÁCTICA TEXTUAL FEMINISTA y el discurso femenino. Al perseguir la definición y especificación de un «lenguaje del deseo» alternativo, la investigación feminista comenzó a observar las prácticas vanguardistas de las mujeres realizadoras cinematográficas para ver cómo la autoría femenina podría manifestarse e inscribirse textualmente. Esto era, en algunos casos, precedido por trabajos feministas centrados en el texto clásico como una forma de elaborar de modo más preciso cómo la voz de la patriarcalidad (y su posición de subversión) venía a articularse cinemáticamente. El más importante de estos estudios analizó el relato edípico, demostrando cómo la problemática narrativa y simbólica de la diferencia sexual motivaba al mismo tiempo a los personajes y estructuraba la forma de la película. Así el análisis de Bellour de Con la muerte en los talones (1979), el análisis de Heath de Sed de mal (1979) y el análisis colectivo de Cahiers du Cinéma de El joven Lincoln (1972), examinaban la inscripción textual de la trayectoria edípica, mientras que artículos de Pam Cook/Claire Johnston y Elizabeth Cowie prestaban particular atención al lugar de la sexualidad en el contenido simbólico general del relato.
En un capítulo de Alicia ya no titulado «El deseo en la narración», Teresa de Lauretis discute la configuración edípica tanto en los relatos literarios como en los cinemáticos: «El Edipo del psicoanálisis es el Oedipus Rex, donde el mito está ya textualmente inscrito, revestido de un forma literaria dramática, y así centrando en el héroe como el resorte de la narración, centro y término de referencia de la conciencia y del deseo» (De Lauretis, 1985, pág. 112). En un esfuerzo por definir un lugar para la mujer dentro del relato, de colocar una cuña entre la ficcionalización y sus fundamentos patriarcales, y después de un amplio análisis del modo en el que la lógica edípica se considera que estructura una variedad de textos, concluye:
Lo que yo he estado defendiendo […] es un alto en la triple vía mediante la cual quedan construidos el significado, la narración y el placer desde el punto de vista masculino. La labor más excitante del cine y el feminismo actual no es antinarrativo o antiedípico; más bien todo lo contrario. Es vengativamente narrativa y edípica, pues quiere acentuar la duplicidad de ese guión y la contradicción específica del sujeto femenino en él, la contradicción por la cual las mujeres históricas deben trabajar con y contra Edipo (De Lauretis, 1985, pág. 157).
Las propuestas para una especie de resistencia textual cinemática unen el trabajo del análisis textual psicoanalíticamente informado con la práctica específica de las mujeres realizadoras cinematográficas. Los trabajos de Chantal Akerman, Marguerite Duras, Laura Mulvey/Peter Wollen, Lizzie Borden, Sally Potter y Yvonne Rainer, entre otras, son todos considerados bajo la luz de los desafíos que ofrecen a las estructuras cinemáticas dominantes de visión, relato e interpelación. Mientras en la mayoría de ocasiones, estas realizadoras cinematográficas no se ocupan explícitamente del psicoanálisis, sus películas resumen muchos de los temas centrales para la teoría feminista del cine. Al final de su valoración crítica del trabajo de Claire Johnston, Janet Bergstom señala que los análisis textuales del cine clásico «han probado de forma consistente cómo las mujeres funcionan de modos diferentes pero igualmente cruciales para asegurar el relato, para situar la enunciación» (Bergstorm, 1979b, pág. 30). Formula la cuestión de una práctica cinemática feminista alternativa en términos de «cómo el discurso femenino, el deseo femenino puede organizar la enunciación fílmica, cómo el discurso femenino podría constituir la lógica textual de modo diferente» (ibídem). Las películas de Chantal Akerman proporcionan una demostración particularmente poderosa de esa rearticulación.
Jeanne Dielman, 23 quai du Commmerce, 1080 Bruxelles es una película de tres horas que muestra las tareas diarias de una (¿típica?) mujer en tiempo real por medio de una minimalista, casi hiperrealista mise-en-scéne. La mujer, una viuda que incorpora la prostitución diaria en su rígidamente definido horario familiar (hacer el desayuno, enviar a su hijo al colegio, hacer la cama, comprar, practicar el sexo, ser pagada, hacer la cena, dar un paseo, etc.) se ve por medio de una cámara implacable y distanciada. Al hablar de su mirada penetrante no narrativizada que estructura la película, Akerman resume su instancia enunciativa:
Se sabe quién está mirando, siempre sabes cuál es el punto de vista, todo el tiempo. Siempre es el mismo. Pero aún… no era una mirada neutral… no estuve demasiado cerca, pero no estaba muy lejos… La cámara no era voyeurística en el sentido comercial porque siempre sabías dónde estaba yo. Ya sabes, no estaba filmado a través del ojo de una cerradura (Akerman, 1977, pág. 119).
Y al hablar del registro de las miradas secundarias, dice:
Nunca estaba filmado desde el punto de vista del hijo o de cualquier otra persona. Siempre era yo. Porque de otro modo es manipulación. El hijo no es la cámara; el hijo es su hijo. Si el hijo mira a su madre, es porque tú le pediste a él que lo hiciera. Así tú debes mirar al hijo que mira a la madre, y no tener la cámara en lugar del niño que mira a la madre (Akerman, 1979, pág. 119).
Al evitar de forma sistemática el plano subjetivo (y su complemento, el contraplano, tan centrales en el cine clásico), y simultáneamente poner en primer plano su propia «mirada», Akerman puede considerarse que reinscribe esas marcas de la enunciación que el cine clásico trabaja para borrar, y lo hace al mismo tiempo tanto en los niveles de la identificación primaria como de la secundaria. Al afirmar que la lógica de la visión que organiza los planos y dispersa la mirada es enfáticamente la suya propia, Akerman se reinserta a sí misma en el proceso enunciativo, y lo hace como una mujer. La película construye su clímax precisamente alrededor de un «deseo irrepresentable», dejando al espectador contemplar aquello que no puede ser visto, y esta contemplación inevitablemente plantea interrogantes, cuestiones sobre la misma feminidad. De este modo, Akerman es capaz de apropiarse esa articulación del deseo y la visión que define a la enunciación, en una película que (en sus palabras) ejemplifica «la jouissance du voir» (el éxtasis de mirar).
La teoría psicoanalítica del cine, y la teoría feminista en particular, han descrito los modos en que es necesario teorizar la relación del cuerpo de la mujer con el discurso, teniendo en consideración que la construcción simbólica de la sexualidad proporciona un medio de pensar este cuerpo en otros términos que los de la biología o la esencia mística. Debido a esto, las realizadoras cinematográficas feministas interesadas en «re-imag[in]ar» a la mujer han encontrado formas de incorporar las nociones de deseo y lenguaje a sus películas. En palabras de Mary Ann Doane: «Las películas más interesantes y productivas […] que tratan de la problemática feminista son aquellas que elaboran una nueva sintaxis, «hablando» del cuerpo femenino de modo diferente, incluso de forma detenida o inapropiada desde la perspectiva de la sintaxis clásica» (Doane, 1981, pág. 34). Como esta explicación de la teoría psicoanalítica del cine ha demostrado, «hablar» cinemáticamente no es una tarea sencilla, existe una completa constelación de complejos procesos psíquicos interrelacionados que se combinan en la producción de lo que es, en el análisis definitivo, la articulación del deseo (autorial, espectatorial y textual).