1. Los orígenes de la semiótica

La aparición de la SEMIÓTICA[1] como el estudio de los signos, la significación y los sistemas de significación, debe considerarse dentro del contexto más amplio del pensamiento contemporáneo, comúnmente basado en el lenguaje. Aunque el lenguaje ha sido objeto de reflexión filosófica durante milenios, sólo recientemente se ha convertido en el paradigma fundamental, una «llave» virtual de la mente, de las praxis artísticas y sociales, y, en realidad, de la existencia humana en general. Una cuestión esencial para el proyecto de un amplio espectro de pensadores del siglo XX, Wittgenstein, Cassirer, Heidegger, Lévi-Strauss, Merlau-Ponty y Derrida, es la preocupación por la crucial importancia modeladora del lenguaje en el pensamiento y la vida humana. La metadisciplina de amplio alcance de la semiótica, en este sentido, puede verse como una manifestación local de un «giro lingüístico» mucho más extendido.

La semiótica y la filosofía del lenguaje

Los seres humanos nunca han dejado de reflejarse en su propio lenguaje. La Biblia hebrea sugiere una interpretación lingüística al proclamar que Dios llevó ante Adán las bestias del campo y las aves del aire «para ver cómo las llamaría: y tal como llamara Adán a cada criatura viviente, aquél sería su nombre en adelante» (Génesis, II, págs. 19-20). Aquí el dar nombre es visto como un ejercicio espontáneo de una facultad natural, pero nunca se nos dicen los principios concretos que ordenaban la actividad de Adán. La historia de Babel, por otro lado, se centra en el problema de la diferencia de las lenguas, los orígenes de la diversidad de los lenguajes humanos y de su mutua incomprensibilidad. En Babel, Dios, de forma deliberada, confundió las correlaciones entre nombre y cosa que se habían obtenido cuando todo el mundo tenía «un lenguaje único». Las especulaciones lingüísticas también puntúan los textos clásicos de las culturas griega, india y china, y se puede argumentar que forman parte de todas las culturas, incluyendo las culturas orales. La verdadera semiótica, sin embargo, encuentra sus orígenes en la tradición filosófica occidental de la especulación concerniente al lenguaje y a las relaciones entre las palabras y las cosas. Los filósofos griegos presocráticos exploraron el asunto de la MOTIVACIÓN de los signos, es decir, la cuestión de si una relación directa inherente une a las palabras y a los objetos que designan o si la relación es solamente determinada y consensuada socialmente. Heráclito mantenía que los nombres y los signos disfrutaban de una conexión «natural» con el habla, «motivada», mientras que Demócrito veía los nombres y las palabras como puramente convencionales, o, en lenguaje contemporáneo, «arbitrarios». La discusión en el diálogo de Platón «Cratylus», la más temprana muestra de debate extenso sobre cuestiones lingüísticas, gira alrededor de este mismo asunto de la motivación o «de la corrección de los nombres». Cratylus discute «la corrección inherente» de los nombres, mientras que Hermógenes razona que ningún nombre pertenece por naturaleza a ninguna cosa particular, sino sólo «por hábito y costumbre». (En Mimologiques, Gerard Genette sigue la pista de los intentos, desde el «Cratylus», de postular relaciones de motivación o similitud entre significantes lingüísticos y sus significados). Aristóteles concibió el signo como una relación entre palabras y hechos mentales. En su tratado Sobre la interpretación, Aristóteles define las palabras como «sonidos significantes» (phone semantike) y señala que las palabras habladas son «símbolos o signos de afecciones o impresiones del alma», mientras que «las palabras escritas son los signos de palabras habladas», un punto de vista que sería posteriormente criticado por Derrida por logocéntrico y fonocéntrico. Aristóteles concibe los lenguajes particulares esencialmente como nomenclaturas, conjuntos de nombres mediante los cuales sus hablantes identifican personas diferentes, lugares, animales, cualidades y así sucesivamente.

El período clásico también introdujo debates que giran en torno al concepto de realismo, debates con implicaciones de larga duración para la discusión semiótica acerca de la naturaleza de la representación. Aunque resulta casi imposible aclarar aquí estos largos e intrincados debates, podemos distinguir dentro de la filosofía clásica entre el REALISMO PLATÓNICO, la afirmación de la absoluta y objetiva existencia de universales, es decir, la creencia de que formas, esencias y abstracciones tales como «humanidad» y «verdad», existen de forma independiente a la percepción humana, bien sea en el mundo exterior o en el reino de las formas perfectas, y el REALISMO ARISTOTÉLICO, la opinión de que los universales sólo existen dentro de los objetos en el mundo exterior (más que en el mundo extramaterial de las esencias). El término «realismo» es confuso porque sus primeras utilizaciones filosóficas a menudo parecen diametralmente opuestas a lo que uno podría llamar REALISMO INGENUO, la creencia de que el mundo es tal y como nosotros lo percibimos («ver es creer») o el REALISMO DE SENTIDO COMÚN, la creencia en la existencia objetiva de hechos y la tentativa de ver estos hechos sin idealización. (Volveremos sobre cuestiones relacionadas con el realismo en la parte V).

Posteriormente al período clásico, los estoicos también mostraron interés en el proceso de simbolización. El filósofo estoico Sextus Empiricus distinguió tres aspectos del signo: el significante, el significado y el referente. Pero, de acuerdo con Todorov, el primer verdadero semiótico riguroso fue san Agustín, que adoptó como su competencia la completa variedad de fenómenos relacionados con el signo. En De Magistro, san Agustín veía los signos lingüísticos únicamente como un tipo de una categoría más amplia que incluiría insignias, gestos, signos ostensivos. Al margen de filósofos individuales, uno también puede señalar metáforas «protosemióticas» ampliamente diseminadas. El tropo «el mundo como un libro» extendido en la literatura de la Edad Media y ddl Renacimiento implica, por ejemplo, que todos los fenómenos sociales y naturales pueden ser considerados como «textos» para ser leídos. También durante la Edad Media, Guillermo de Ockham (1285-1349) se preguntó si las palabras significaban conceptos o cosas y propuso una clasificación dual de signos en «manifestativos» y «supositivos».

El primer filósofo moderno en utilizar el término semiótica fue John Locke, que en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690), se refirió a la «semiotike, o la doctrina de los signos […] el asunto reside en considerar la naturaleza de los signos de los que hace uso la mente para la compresión de las cosas o para la transmisión de su conocimiento a otros» (4, 21, 4). Locke también dio razones a favor de la arbitrariedad del signo, señalando que las palabras eran signos de ideas, «no por medio de alguna conexión natural… sino por una Imposición voluntaria, por la cual, tal Palabra se establece arbitrariamente como la Marca de esa Idea» (3, 2, 1-2). El filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), como resultado del trabajo del filósofo inglés Francis Bacon, estudió la sintaxis de la estructura del signo y propuso un sistema universal de signos, mientras que el filósofo francés Etienne, de Condillac (1715-1780), defendió la «analogía natural» como el «primer principio de los signos».

Si todos estos pensadores se ocuparon de la cuestión de los signos y la significación; uno puede preguntarse: ¿dónde reside la naturaleza innovadora de la semiótica contemporánea? La verdad es que, antes del período contemporáneo, las especulaciones lingüísticas se incluían meramente en corrientes filosóficas más amplias, mientras que la semiótica contemporánea supuso la inauguración de una nueva y comprehensiva disciplina basada en métodos lingüísticos. La semiótica debe ser vista como sintomática, no sólo de la general conciencia sobre el lenguaje del pensamiento contemporáneo, sino también de su inclinación hacia una autoconciencia metodológica, de su tendencia a exigir un estudio crítico de sus propios términos y procedimientos. Cuando el lenguaje habla de sí mismo, como en el caso de la lingüística, estamos tratando de un METALENGUAJE. El término «metalenguaje» fue introducido, por primera vez, por los lógicos de la escuela de Viena, como Rudolf Carnap (1891-1970), que distinguió entre el lenguaje que hablamos y el lenguaje que nosotros utilizamos para hablar sobre ese lenguaje. La lingüística, en ese sentido, es el lenguaje de más alto nivel que se utiliza para describir la misma lengua como un objeto de estudio. El término METALINGÜÍSTICA ha sido utilizado para referirse a la relación general del sistema lingüístico con otras sistemas de signos dentro de una cultura. La semiótica puede ser considerada como una metalingüística, aunque Barthes defendía en Elementos de semiología, que la lingüística en sí misma «incluye» a la semiótica, ya que el semiótico se ve constantemente forzado a regresar al lenguaje para hablar de la semiótica de cualquier objeto cultural no lingüístico.

Los fundadores de la semiótica

Los dos pensadores fuente de la actual semiótica fueron el filósofo pragmático americano Charles Sanders Pierce (1839-1914) y el lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913). Más o menos a la vez, pero sin que ninguno conociera las investigaciones del otro, Saussure fundó la ciencia de la SEMIOLOGÍA y Pierce la ciencia de la «semiótica». En el Curso de lingüística general (1915), un libro recopilado de forma póstuma por sus estudiantes y basado en notas tomadas de tres series de conferencias a cargo de Saussure, encontramos su clásica definición de semiología:

Una ciencia que estudia la vida de los signos en el seno de una sociedad es concebible; sería una parte de la psicología social y consecuentemente de la psicología general; yo la llamare semiología (del griego semeion «signo»). La semiología mostrará qué es lo que constituye signos, qué leyes los gobiernan. Ya que tal ciencia no existe todavía, nadie puede decir lo que será, pero tiene derecho a existir, a ocupar un lugar ya delimitado de antemano. (Saussure, 1966, pág. 16).

El lenguaje, para Saussure, era tan sólo uno de los muchos sistemas semiológicos, pero tenía un papel privilegiado, no sólo como el más complejo y universal de todos los sistemas de expresión sino también como el más característico. La lingüística, consecuentemente, proporcionó el «modelo maestro para todas las ramas de la semiología (Saussure, 1966, pág. 68).

Las investigaciones filosóficas de Pierce, entre tanto, le llevaron en la dirección de lo que él llamó «semiótica», especialmente a través de una preocupación por los símbolos, a los que él se refería como la «trama y el urdimbre» de todo pensamiento e investigación científica. En una carta, escribió Pierce: «Nunca he tenido la capacidad de estudiar nada; matemáticas, ética, metafísica, gravedad, termodinámica, óptica, química, anatomía comparada, astronomía, psicología, fonética, economía, historia de la ciencia, whist,[2] hombres y mujeres, vino, meteorologia, sino como un estudio de la semiótica». (Pierce utiliza el termino sin «s»; Margaret Mead se dice fue la primera en iniciar el uso del plural «semiotics»,[3] por analogía con ética y matemáticas»). El que existan dos palabras para la empresa semiótica, «semiótica» y «semiología», tiene que ver, en gran medida, con su origen dual en las tradiciones de los piercianos y saussurianos. Aunque algunos teóricos, como Julia Kristeva, han defendido que la «semiótica» estudia el significante, mientras que la semiología estudia el significado, los dos términos han sido con frecuencia utilizados de forma intercambiable. En los últimos años, sin embargo, «semiótica» se ha convertido en el término preferido, visto por sus partidarios como connotador de una disciplina menos estática y taxonómica que «semiología».

Al igual que Saussure, los papeles de Pierce fueron reunidos y publicados póstumamente, entre 1931 y 1935. Las ideas de Pierce sobre el lenguaje están diseminadas a lo largo de los ocho volúmenes de sus Collected Papers, del mismo modo que en un cuerpo de material sin publicar. Para Pierce, el lenguaje constituye al ser humano: «La palabra o signo que el hombre usa es el hombre mismo… así mi lenguaje es la suma total de mí mismo (1931, 5, pág. 189). Para nuestros propósitos Pierce realizó cantidad de contribuciones esenciales de relevancia para la semiótica del cine. Una de ellas es su definición de SIGNO como: «Algo que representa para alguien algo en algún sentido o capacidad». Esta definición, tal y como señala Eco, ofrece la ventaja de no exigir como parte de la definición de signo, las calidades de ser intencionalmente emitido o artificialmente producido, así se evita el mentalismo implícito en la definición de Saussure, que ve el signo como un mecanismo comunicativo que funciona entre dos seres humanos que de forma intencionada pretenden expresarse o comunicarse (Eco, 1976, pág. 15). Eco, siguiendo al lingüista danés Hjelmslev, sustituyó por «signo» el término FUNCIÓN SÍGNICA, que Eco define como la correlación entre una expresión (un suceso material) y su contenido. El proceso de SEMIOSIS, o la producción de significado, implica, para Pierce, una tríada de tres entidades: el signo, su objeto y su interpretante. El OBJETO es aquello que el signo representa, mientras que el INTERPRETANTE es el «efecto mental» generado por la relación entre signo y objeto. Ha existido cierta confusión acerca de la noción de «interpretante», que hace referencia no a una persona, el intérprete, sino a un signo, o más exactamente, la concepción que tiene el intérprete del signo. El estatuto de lo real en todo esto, tal y como señala Kaja Silverman, queda de algún modo oscuro, en el sentido que en ocasiones Pierce sugiere la posibilidad de una experiencia de realidad directa no mediada, mientras por otra parte, da a entender que sólo se puede conocer a través de representaciones cuya significación es establecida por consenso social. Pero, ya que la conversión del signo en interpretante, en el sistema de Pierce, no sucede dentro de la mente sino dentro del sistema de signos, él consigue anticipar un visión postestructuralista de la SEMIOSIS ILIMITADA, es decir, el proceso por el que los signos se refieren infinitamente sólo a otros signos, con el significado constantemente pospuesto en una serie infinita de signos, sin ninguna dependencia directa de algún objeto o referente.

La segunda contribución importante de Pierce a la semiótica fue su clasificación tripartita de los tipos de signos al alcance de la conciencia humana en iconos, índices y símbolos. Pierce definió el SIGNO ICÓNICO como: «Un signo determinado por su objeto dinámico en virtud de su propia naturaleza interna». El signo icónico representa sus objetos por medio de la similitud o el parecido; la relación entre el signo y los interpretantes es fundamentalmente de parecido, como en el caso de los retratos, diagramas, estatuas, y a nivel aurático, las palabras onomatopéyicas. Pierce definió el SIGNO ÍNDICE como: «Un signo determinado por su objeto Dinámico en virtud de estar en relación real con él. Un signo índice implica un nexo causal, existencial entre signo e interpretante, como en el caso de una veleta, un barómetro, o el humo cuando significa la presencia de fuego». Por último, un SIGNO SIMBÓLICO implica un nexo completamente convencional entre signo e interpretante, como en el caso de la mayoría de las palabras que forman parte de las «lenguas naturales». Los signos lingüísticos, por tanto, son símbolos en la medida en la que representan objetos sólo por convención lingüística.

El signo icónico, pues, presenta la misma configuración de cualidades que el objeto representado. En una fotografía, la persona fotografiada se parece a la persona real de la foto. Los diagramas que reproducen o representan relaciones analógicas, por ejemplo, entre aumento de ventas y aumento de beneficios, son también para Pierce signos icónicos. Sin embargo, los tres tipos de signos no son mutuamente exclusivos. Aunque un idioma como el inglés se halla mayormente compuesto de símbolos convencionales, palabras onomatopéyicas como «buzz» y «hiss»[4] presentan una dimensión icónica en la medida en que funcionan mediante el parecido entre los sonidos reales, los sonidos de los fonemas y los sonidos de los fonemas que evocan los sonidos. Los lenguajes no fonéticos, basados en jeroglíficos o ideogramas, mezclan lo icónico con lo simbólico a un nivel mucho más elevado. Los signos icónicos, entre tanto, pueden desarrollar una dimensión indéxica o simbólica. Los signos fotográficos son icónicos en la medida en que funcionan por parecido, pero indéxicos en su nexo causal, existencial (Bazin diría «ontológico»), entre el hecho profílmico y la representación fotográfica. Así, se debe tener en cuenta una cierta relatividad a la hora de definir los signos como miembros de una categoría u otra.

Es Saussure, sin embargo, quien constituye la figura esencial del estructuralismo y la semiótica europeas, y con ello, de la mayor parte de la semiótica del cine. El Curso de lingüística general de Saussure hizo entrar en una especie de «revolución copernicana» al pensamiento lingüístico, al ver la lengua no como un mero adjunto de nuestra compresión de la realidad sino, más bien, como formadora de ésta. Antes de introducir algunos de los conceptos fundamentales de la semiótica del cine, es esencial subrayar algunas de las ideas lingüísticas fundamentales de Saussure en las cuales se basó gran parte de la semiótica. La lingüística saussuriana forma parte de un giro general, que se aleja de las preocupaciones del siglo XIX en torno a lo temporal y lo histórico, (tal y como se evidencia en la dialéctica histórica de Hegel, el materialismo dialéctico de Marx, y «la evolución de las especies» de Darwin), en dirección a una preocupación contemporánea por lo espacial, lo sistemático y lo estructural. Saussure defendió que la lingüística debía alejarse de la orientación histórica (diacrónica) de la lingüística tradicional, una aproximación profundamente enraizada en el historicismo del siglo XIX, en dirección a una aproximación «sincrónica» que estudia la lengua como una totalidad funcional en un momento dado del tiempo. Se dice que un fenómeno lingüístico es SINCRÓNICO, etimológicamente «mismo tiempo», cuando todos los elementos que trae a colación pertenecen a uno e igual momento de la misma lengua. Un fenómeno lingüístico es calificado como DIACRÓNICO, etimológicamente dos tiempos, cuando trae a colación elementos que pertenecen a tiempos y estados distintos del desarrollo de una única lengua. La lingüística sincrónica, de acuerdo con Saussure, «se ocupará de las relaciones lógicas y psicológicas que unen términos coexistentes y forman un sistema en la mente colectiva de los hablantes» (Saussure, 1966, págs. 99-100). Para Saussure, es un grave error confundir hechos sincrónicos con hechos diacrónicos, ya que el contraste entre los dos puntos de vista es «absoluto y no admite posible acuerdo». La lingüística sincrónica, además, adquiere una necesaria precedencia sobre la lingüística diacrónica, ya que sin los sistemas sincrónicos no podría haber desarrollos diacrónicos.

En realidad, a menudo es difícil separar lo diacrónico de lo sincrónico, especialmente teniendo en cuenta que existen definiciones diferentes sobre qué constituye el mismo momento en la interacción del habla, ¿una generación?, ¿un siglo?, o la misma lengua, ¿son lo «mismo» el español de Castilla y el español de América Latina? (El historiador del cine orientado semióticamente se enfrenta con ambigüedades análogas. ¿Significa «el mismo momento» un período de un ario, una década, medio siglo? ¿Es Al final de la escapada (Á bout de Souffle, 1959) parte del «mismo momento» que Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940)? ¿Incluye la «misma lengua» variaciones «dialectales» como el cine industrial, los dibujos animados?). En realidad, es difícil definir las relaciones sincrónicas sin hacer referencia a la historia; la historia y el estado de la lengua están mutuamente imbricadas. Por lo tanto, los calificativos «sincrónico» y «diacrónico» se refieren más a los fenómenos en sí, que a la perspectiva adoptada por el lingüista. Lo que importa es el giro en el énfasis desde la aproximación histórica al lenguaje (preocupada por los orígenes y la evolución de los lenguajes, por la etimología de las palabras, por los «cambios de sonidos» a través del tiempo y de la evolución comparativa de los idiomas), en dirección a un énfasis en el lenguaje como un sistema funcional. ¿Cómo funciona la lengua inglesa en este preciso momento?; para Saussure sería un error poner demasiado énfasis en las cuestiones del origen y la evolución. El que el pronombre «you» existiera, una vez, en oposición al más formal «thou» (en la actualidad sólo utilizado en contextos religiosos) es «no pertinente» para el estudio del sistema del inglés contemporáneo donde tal diferenciación ya no funciona. El estudio diacrónico, aunque en sus propios términos valioso, no nos ayuda a aislar la naturaleza de un lenguaje como un sistema funcional. Saussure comparó la situación a la de una partida de ajedrez: los sucesivos movimientos son comparables a los sucesivos estados sincrónicos del lenguaje en evolución. Lo que importa es que la partida de ajedrez ha alcanzado un cierto punto, no el que uno trace todos los movimientos que precedieron a ese punto.

En su libro sobre formalismo ruso, The Prision-house of Language, Frederic Jameson deconstruye la analogía del ajedrez de Saussure, argumentando que en el lenguaje son las mismas reglas las que cambian, mientras que en el ajedrez las reglas permanecen igual, sólo cambian las posiciones. Jameson defiende que la afinidad estructuralista a lo sincrónico lo hace ahistórico, incapaz de dar cuenta del cambio histórico: «Una vez has empezado por separar lo sincrónico de lo diacrónico… en realidad ya nunca puedes volverlos a unir de nuevo» (Jameson, 1972, pág. 18). Los defensores de Saussure, por otro lado, juzgan injusta la crítica de Jameson, ya que Saussure ve la separación entre lo sincrónico y lo diacrónico como un mecanismo heurístico o una ficción metodológica destinada a reafirmar la importancia de lo sincrónico como corrección a un estudio puramente histórico. De cualquier modo, las intervenciones de la escuela de Praga y del círculo de Bahktin se pueden ver como un intento de cerrar la grieta entre lo sincrónico y diacrónico abierta por Saussure.

Saussure también se mostraba insatisfecho con la lingüística tal y como la practicaban sus contemporáneos porque nunca se constituyó a sí misma como una ciencia, en el sentido de determinar la naturaleza precisa de su OBJETO, es decir, los aspectos del campo de investigación de interés para el investigador, aspectos que formen potencial o totalmente un sistema o totalidad inteligible. La respuesta de Saussure a su propia cuestión metodológica referida al objeto del estudio lingüístico fue que debería, primero que nada, ser sincrónico, y que dentro de la sincronía, en segundo lugar, debería centrarse más en la langue que en la parole. La LANGUE, en este contexto, se refiere al sistema de lenguaje compartido por una comunidad de hablantes, en oposición a PAROLE, los actos individuales de habla hechos posibles por la lengua, es decir las verbalizaciones concretas realizadas por hablantes individuales en situaciones reales. Saussure, por tanto, concibió el objeto de la investigación lingüística como desgranador de los procesos significativos abstractos de una lengua, sus unidades básicas y sus reglas de combinación, más que trazar su historia o describir actos individuales de habla.

Saussure también proporcionó la definición más influyente de SIGNO dentro de la tradición semiológica/semiótica; definió el signo como la unión de una forma que significa, el significante, y una idea significada, el significado. (La imposibilidad de cortar una hoja de papel sin al mismo tiempo cortar anverso y reverso, simbolizaba para Saussure la fundamental inseparabilidad de las dimensiones fonética y conceptual del lenguaje). El signo es para Saussere el hecho central del lenguaje, y la oposición primordial entre significante/significado constituye el principio fundamental de la lingüística estructural. El SIGNIFICANTE es la señal práctica, material, acústica o visual que produce un concepto mental, el significado. El aspecto perceptivo del signo es el significante; la representación mental ausente evocada por éste es el SIGNIFICADO y la relación entre los dos es la significación. El significado no es un «cosa», una imagen o un sonido, sino, más bien, una representación mental. El significado de «gato», por ejemplo, no se puede equiparar con el referente, el animal en sí mismo, sino, más bien, con la representación mental de la criatura felina. (La naturaleza no referencial del significado verbal se hace más obvia en el caso de interjecciones como «pero» o «sin embargo», palabras que carecen de cualquier referente claro).

La relación ARBITRARIA entre significado y significante en el signo es central en la definición saussuriana de signo. El significante lingüístico no está relacionado de ningún modo analógico con el significado; el signo «gato», en la disposición de sus letras o la organización de sus sonidos, no se parece o imita al concepto, sino que tiene una relación arbitraria y no motivada con éste. (Las excepciones a esto incluyen la onomatopeya como en «buzz» y en casos de «motivación secundaria» en los que la combinación de palabras resulta motivada, como en «typewriter»,[5] aunque los signos individuales no lo están). Para Saussure la relación entre significante y significado es «arbitraria», no sólo en el sentido de que los signos individuales no muestran un nexo intrínseco entre significante y significado, sino también en el sentido de que cada lengua, para crear sentido, divide «arbitrariamente» la continuidad entre sonido y sentido. (Es esta no coincidencia de las divisiones del campo conceptual la que vuelve tan problemática la traducción palabra por palabra). Cada lengua tiene un modo distintivo y así arbitrario de organizar el mundo en conceptos y categorías. El espectro de colores del ruso, por ejemplo, no coincide de forma exacta con el espectro tal y como lo organiza el inglés. El signo, por tanto, es social e institucional, existe pragmáticamente sólo para un grupo bien definido de usuarios para los que los signos entran en un sistema diferencial llamado lengua.

Los signos, para Saussure, entran en dos tipos fundamentales de relación: PARADIGMÁTICA (Saussure, en realidad, utilizó la palabra «asociativa») y SINTAGMÁTICA. La identidad de cualquier signo lingüístico es determinada por la suma total de las relaciones sintagmáticas y paradigmáticas en las que entra con otros signos lingüísticos en el mismo sistema de lenguaje. El PARADIGMA consiste en un grupo de unidades virtual o «vertical» que tienen en común el hecho de mantener relaciones de similitud y contraste (es decir de comparabilidad), y que pueden elegirse para combinarse con otras unidades. El alfabeto es un paradigma, en el sentido de que las letras se eligen de él para formar palabras, que pueden en sí mismas ser vistas como minisintagmas. Las relaciones paradigmáticas pueden situarse a todos los niveles de análisis lingüístico, por ejemplo, el sonido /p/ como opuesto a /b/, o «un» opuesto a «el» o «este». El SINTAGMA y las relaciones sintagmáticas tienen que ver con las características secuenciales del habla, su disposición «horizontal» en un totalidad significante ordenada. Las relaciones paradigmáticas suponen elegir, mientras que las relaciones sintagmáticas suponen combinar. Roland Barthes fue de los primeros en distinguir estos tipos de relaciones en reinos aparentemente no lingüísticos como el de la cuisine, el comensal elige de entre un paradigma de posibles sopas pero después combina la sopa elegida sintagmáticamente con otros productos elegidos de otros paradigmas, por ejemplo, platos de carne o postres, y al de la moda, uno elige entre sombreros pero los combina sintagmáticamente con corbata y chaqueta. La película de Jean Luc Godard, Deux ou trois choses que je sais d’elle (1967), en este sentido, señala no sólo la riqueza semiótica general de la cultura humana, sino también las relaciones sintagmáticas y paradigmáticas que se dan al hacer una película como práctica «lingüística». Los comentarios murmurados de Godard, ¿debo enfocar a las hojas o al signo?… ¿estoy demasiado cerca?… ¿suena mi voz demasiado alta?, señalan los modos precisos de selección y combinación que se dan al rodar una película.

El formalismo ruso

Otro movimiento precursor de la semiótica contemporánea fue el formalismo ruso. Los orígenes del movimiento, que floreció aproximadamente desde 1915 hasta 1930, datan de incluso antes de la revolución rusa en las actividades del Círculo Lingüístico de Moscú, fundado en 1915 y en la Sociedad para el Estudio de la Lengua Poética (OPOJAZ), fundada en 1916. Roman Jakobson era la figura líder del Círculo Lingüístico de Moscú (y más tarde en 1926 fundó el Círculo Lingüístico de Praga), mientras que las figuras más importantes de la OPOJAZ eran Victor Skklovsky, Roman Jakobson, Boris Eikhembaum y Yury Tynianov. (La publicación, por parte de Todorov, de la traducción francesa de textos formalistas claves, en Théorie de la Littérature en 1966, indicó no sólo la importancia de las teorías formalistas para los críticos literarios, sino también, solidificó un poco más las ya notables relaciones entre formalismo y estructuralismo). Los formalistas rechazaron las aproximaciones críticas, eclécticas y belletrísticas que habían dominado el estudio literario precedente, en favor de una aproximación científica preocupada por las propiedades «inmanentes» de la literatura, sus estructuras y sistemas, considerados como independientes de otros órdenes de la cultura y la sociedad. El objeto de esta ciencia no era la literatura como una totalidad ni incluso los textos literarios individuales sino más bien lo que los formalistas llamaron LITERATURIDAD (TERATURNOST), es decir, aquello que hace de un texto dado un trabajo literario. La literaturidad, para los formalistas, influye en la forma de un texto, sus modos característicos de desplegar el estilo y las convenciones, y especialmente en su capacidad de meditar sobre las características de su forma.

La fase más temprana del formalismo estuvo dominada por los polémicos escritos de influencia futurista de Victor Shklovsky, cuyo ensayo de 1916 «El arte como técnica» (Shklovsky, en Lemon y Reis, 1965) se encuentra entre los primeros en señalar las líneas formalistas fundamentales. De acuerdo con Shklovsky, no son las «imágenes» lo que es crucial en poesía, sino más bien los «mecanismos» utilizados para la disposición y el procesamiento del material verbal. Los formalistas, generalmente, menospreciaron las dimensiones expresivas y representativas de los textos para centrarse en su dimensiones autoexpresiva, autónoma, dimensiones exclusivamente literarias. Ellos consideraban que el habla poética implicaba un uso especial de la lengua que consigue distintividad al desviarse y distorsionar la lengua «práctica» de cada día. (Más tarde, en el trabajo de Jakobson, la oposición entre lengua poética y lengua práctica iba a dar lugar a una distinción menos rígida entre funciones prácticas y poéticas del lenguaje). Mientras que el lenguaje práctico se orienta hacia la comunicación, el lenguaje poético no tiene una función práctica sino que simplemente nos hace ver de forma diferente por la «desfamiliarización» de objetos cotidianos y la «puesta al descubierto» del mecanismo artístico.

Shklovsky acuñó el término EXTRAÑAMIENTO O DESFAMILIARIZACIÓN (OSTRENANIE) y ZATRUDNENIE (volver difícil) para demostrar el modo en el que el arte eleva la percepción y cortocircuita las respuestas automatizadas. La función esencial del arte poético, para Shklovsky, era el devolvemos bruscamente a la conciencia mediante la subversión de la percepción rutinaria, mediante la creación de formas difíciles, mediante el hacer estallar las incrustaciones de la percepción ordinaria. La desfamiliarización se iba a conseguir mediante el uso de mecanismos formales no motivados basados en desviaciones de las normas del estilo y lenguaje establecidas. Shklovsky cita un ejemplo de Tolstoi, el cual describe el sistema humano de propiedad a través de los ojos de un caballo. Posteriormente, Bertold Bretch dio un sentido altamente político a la noción de «desfamiliarización», reconcibiendola en su Verfremdungseffekt (diversamente traducida como efecto de alienación o DISTANCIAMIENTO), el proceso por el que una obra de arte, de un modo conscientemente político, revela, al mismo tiempo, su propio proceso de producción y el de la sociedad. A diferencia de Brecht, sin embargo, los primeros formalistas fueron, como su nombre indica, rigurosamente esteticistas; para ellos, el arte era en gran medida un medio para experimentar, lo que Shklovsky llamó la «plenitud artística del objeto» , para sentir la «rocosidad de la roca».

Los formalistas rusos son fundamentales para cualquier discusión de la lingüística del cine contemporáneo en parte porque ellos fueron los primeros en utilizar las formulaciones saussurianas para explorar, con un mínimo de rigor, la analogía entre cine y lenguaje. Su énfasis constante sobre la construcción de las obras de arte les llevó (en particular a Jakobson y Tynianov) a la compresión del arte como un sistema de signos y convenciones más que como el registro de fenómenos naturales. En su antología de 1927 Poética Kino (The Poetics of Cinema, en Eikhembaum, 1982), con contribuciones de Eikhembaum, Skhlovsky, Tynianov y otros, los formalistas acentuaron un uso «poético» del cine análogo al uso «literario» del lenguaje que ellos emplearon para los textos verbales. Pese a la influencia de Saussure, la estética formalista era «antigramatical» y antinormativa en el sentido de que acentuaba la desviación de las normas estéticas y técnicas; por lo que miraba favorablemente la vanguardia. (Discutiremos en la segunda parte las formas en que Christian Metz desarrolló y sintetizó las revelaciones de la lingüística saussuriana y la poética formalista).

Pero incluso si los formalistas no hubieran escrito sobre el cine en sí, sus conceptualizaciones hubieran sido valiosísimas en el sentido en que lo semióticos del cine «asumieron» más tarde, por ejemplo, las formulaciones formalistas referidas a la especificidad de la literatura y las extrapolaron a la teoría fílmica, como en el énfasis que hace Christian Metz en lo «específicamente cinemático». La distinción entre «historia» (fábula) y «trama» (syuzhet), discutida en la tercera parte, también vino a influenciar el análisis y la teoría del cine a través de teóricos literarios como Gerard Genette, y fue más tarde elaborada por David Bordwell y Kristin Thompson en su trabajo (en general no semiótico). También fue crucial para el posterior análisis semiótico del cine la concepción formalista del texto como un especie de campo de batalla entre elementos y códigos rivales. Los formalistas llegaron a ver más y más los textos artísticos como sistemas dinámicos en los que los momentos textuales están caracterizados por una DOMINANTE, es decir, el proceso por el cual un elemento, por ejemplo el ritmo, o la trama, o el carácter, viene a dominar un texto artístico o un sistema. Aunque fue, en primer lugar, conceptualizado por Tynianov, el término nos es mejor conocido tal y como fue desarrollado por Jakobson quien lo define como: «El componente central de una obra de arte: domina, determina y transforma al resto de componentes. Es el dominante el que garantiza la integridad de la estructura …».[6] Tal y como lo desarrolla Jakobson, la noción se aplica no sólo al trabajo poético individual, sino también al canon poético, e incluso al arte de una época determinada cuando se considera en su totalidad. (En la época romántica, por ejemplo, a la música se le asignaba el valor supremo).

Otro aspecto de la teoría del formalismo ruso, posteriormente retomado por los teóricos del cine contemporáneos, es la noción de DIALOGISMO INTERNO. Este concepto, muy «en boga» en la Unión Soviética del final de los años veinte y principios de los treinta, fue formulado con la mayor profundidad y precisión por el psicólogo Lev Vygotsky, en ensayos finalmente recogidos en el volumen Thoughts and Language, publicado por primera vez en 1934. Influido por las investigaciones de Jean Piaget sobre el comportamiento en el habla de los niños de preescolar, Vygotsky situó la existencia de una modalidad de habla, que se originaba en la niñez, pero con continuidad hasta la vida adulta, que suponía un modo verbalizado de significación intrapsíquica, un flujo de diálogo dentro de la conciencia individual. El dialogismo interno se caracteriza por una sintaxis radicalmente alterada y abreviada, una tendencia hacia la imaginería sincrética, condensaciones y distorsiones sintagmáticas. Boris Eikhenbaum situó el dialogismo interno como un tipo de pegamento discursivo que une el significado de las películas en la mente del espectador. El director construye la película de tal modo que omite el apropiado dialogismo interno en la conciencia del espectador. Eikhenbaum también discute imágenes fílmicas que traduce como si fueran los coloquialismos de las lenguas naturales, donde los tropos lingüísticos proveen un anclaje para el significado. (Discutiremos los modos en los que estas ideas se desarrollaron en los años setenta en la tercera parte).

La escuela de Bakhtin

Durante el último período del formalismo ruso la así llamada «escuela de Bakhtin» o «círculo de Bakhtin» desarrolló una provocativa crítica del método formalista. (La autoría de muchos de los trabajos claves de la escuela de Bakhtin está bajo discusión y, en aras de simplificar, nosotros trataremos incluso los trabajos coescritos como si fueran de «Bakhtin»). La relevancia del trabajo de la escuela de Bakhtin para nuestra discusión deriva de su crítica de dos de los movimientos fuentes de la semiótica del cine: la lingüística estructural de Saussure y el formalismo ruso, así como de su influencia indirecta en la semiótica del cine a través de sus traductores y «defensores» en la década de los sesenta, fundamentalmente Julia Kristeva y Tzvetan Todorov. El logro de Bakhtin fue conseguir ir «más allá» del estructuralismo incluso antes de que el movimiento se hubiera constituido como un paradigma. El marxismo y la filosofa del lenguaje, que apareció por primera vez bajo el nombre de Volosinov en 1929, pero que muchos críticos piensan que fue escrito en gran parte por Bakhtin, constituye una intervención prioritaria dentro de la tradición contemporánea de reflexión sobre el lenguaje. El libro se debe ver sobre el fondo, no sólo de una conciencia semiótica generalmente en expansión proveniente de la tradición originaria de la lingüística rusa (Fortunatov, Chakmatov, Jan Baudouin de Courtenay), sino también en el contexto de la diseminación, en la Rusia de los años veinte, de las ideas de Saussure. En El marxismo y la filosofa del lenguaje, Bakhtin desafía radicalmente la dicotomías fundacionales de Saussure de diacrónico/sincrónico y langue/parole, dándole la vuelta a las prioridades de Saussure, al poner el énfasis sobre lo diacrónico y reducir el sistema de lengua a un modelo abstracto, y acentuar en su lugar la parole, el habla tal y como es vivida y compartida por los seres humanos en la interacción social.

El deseo de ver la lengua como un sistema sincrónico estático, de acuerdo con Bakhtin, era sintomático de una especie de necrofilia lingüística, una nostalgia por las lenguas muertas, cuyos sistemas podían ser fijados de forma precisa porque estaban muertos. Las categorías fundamentales de la lingüística de Saussure, las cuales son fonéticas (unidades de sonido) y morfológicas (unidades de sentido) derivan, en definitiva, tal y como él señalaba, de las categorías de la lingüística comparativa indoeuropea, precisamente aquellas categorías más apropiadas para una lengua muerta o extranjera. Saussure proviene de una tradición de reflexión sobre la lengua que Bahktin etiqueta como OBJETIVISMO ABSTRACTO, es decir, una visión de la lengua que se esfuerza en reducir sus heterogeneidades constantemente cambiantes a un sistema estable de formas normativas. Como heredero de la tradición de Descartes, Leibniz y Condillac, Saussure enfatiza aquellas características fonéticas, léxicas y gramaticales que se mantienen idénticas y por tanto normativas para todas las verbalizaciones, y así forman el «código» ya elaborado de una lengua. Dentro de este sistema, las variantes individuales y sociales del habla desempeñan un pequeño papel, son consideradas como aleatorias, «desordenadas», demasiado heterogéneas y multidisciplinarias para su compresión teórica por parte de la lingüística, y por tanto irrelevantes para la unidad fundamental de la lengua como sistema.

Aunque las ideas de Bakhtin sobre la lengua empapan su trabajo, es en El marxismo y la filosofía del lenguaje donde él ofrece la descripción más comprehensiva de la TRANSLINGÜÍSTICA, una teoría sobre el papel de los signos en la vida y el pensamiento humano. La translingüística podría compararse a la semiología de Saussure, de no ser por el hecho de que son precisamente las dos nociones de Saussure de signo y sistema lo que Bakhtin está atacando. Para Saussure el signo posee una estabilidad basada en la combinación ordenada de significante y significado que le permite situarlo en el interior de un código. Los textos individuales pueden alterar esta estabilidad mediante procesos de polisemia y desplazamiento, pero el desplazamiento siempre está basado en una estabilidad inicial. Para Bakhtin, por el contrario, la estabilidad del signo es una mistificación anticipada por el «objetivismo abstracto», ya que la multiplicidad del significado es la característica constitutiva de la lengua. Para Bakhtin, un dinamismo social e históricamente generado anima al mismo signo. La estabilidad del signo es una ficción, ya que: «El factor constitutivo de la forma lingüística, al igual que para el signo, no es en absoluto su propia identidad como una señal sino su variabilidad específica …» (Volosinov, 1973, pág. 69). El signo, bajo este punto de vista, es un objeto de lucha, como clases en conflicto, grupos y discursos se esfuerzan para apropiarse de él y empaparlo con sus propios significados, de donde proviene lo que Bakhtin llama su MULTIACENTUALIDAD, es decir, la capacidad del signo para extraer tonos sociales variables y «valoraciones» en la medida en que se desarrolla dentro de condiciones sociales e históricas específicas.

De igual pertinencia para cualquier discusión sobre la semiología del cine es la critica bakhtiniana del formalismo. En El método formal de la teoría literaria, (coescrito con Medvedev), Bakhtin desarrolla una crítica profunda de las premisas fundamentales de la primera fase del formalismo ruso. Es importante mencionar, en primer lugar, que la «poética sociológica» de Bakhtin y su adversario dialógico, la poética formalista, comparten un numero de características comunes. Ambas escuelas rechazan una concepción romántica del arte como expresión de la visión del artista. Ambas se oponen también a una reducción «Marxista vulgar» del arte a cuestiones de clase y economía, insistiendo, por el contrario, en la propia riqueza de intenciones específicas del arte. Ambos consideran la «literariedad» no como heredada en los textos por sí misma, sino como una relación diferencial entre textos, a la que los formalistas llamaban desfamiliarización y a la que Bakhtin incluye dentro de la rúbrica más comprehensiva de dialogismo. Ambos rechazan ingenuamente las visiones realistas o referenciales del arte. Una estructura literaria no refleja la realidad, razona Bahktin, sino más bien «los reflejos y refracciones de otras esferas ideológicas». El método formal… da, además, un crédito considerable al formalismo, alabando su «papel productivo» al formular los problemas centrales del estudio de la literatura, y hacerlo «con tal agudeza que nunca más se pueden evitar o ignorar». (Bakhtin y Medvedev, 1985, pág. 174).

El estructuralismo de Praga

Mientras que el trabajo, tanto del formalismo ruso como del círculo de Bakhtin, estaba siendo amenazado por la llegada del estalinismo a la Unión Soviética, Checoslovaquia se estaba convirtiendo en un núcleo vigoroso de estudio lingüístico y literario. El estructuralismo de Praga, algunas veces llamado la escuela de Praga o el círculo lingüístico de Praga, puede ser visto, al mismo tiempo, como una prolongación y revalorización del formalismo ruso, que veía la teoría semiótica de la literatura como parte de una conjunción social más amplia. En realidad, el formalismo ruso ya había estado moviéndose en la misma dirección, hacia el «socio-formalismo». Las nueve tesis formuladas por Tynianov y Jakobson en Problemas del estudio de la literatura y la lengua en 1928, pueden ser consideradas, al mismo tiempo, como un resumen de la última fase del formalismo y como portadoras, en estado embrionario, de algunas de las ideas claves del estructuralismo checo. Aunque la mayoría de los miembros de la escuela de Praga eran lingüistas, ellos consideraban la semiótica del arte como central para su proyecto, y realizaron sofisticados trabajos no sólo sobre la historia de la literatura y de sus formas, sino también sobre teatro, cine, música y pintura. El más destacado de los teóricos literarios checos fue Jan Mukarovsky, quien describió el arte como un SIGNO AUTÓNOMO autorreferencial, es decir, como un discurso pleno de sentido que no necesitaba denotar objetos o situaciones reales. Sin embargo, Mukarovsky fue más allá del esteticismo formalista al insistir en que el arte era al mismo tiempo autónomo y comunicativo.

El mismo objeto artístico, insistió Mukarovsky, podía tener múltiples funciones, desde la estética a la social y epistemológica. En su artículo, «El arte como hecho semiótico», Mukarovsky defiende que «es el contexto total de los así llamados fenómenos sociales, por ejemplo, filosofía, política, religión y economía, lo que constituye la realidad que el arte debe representar» (Mukarovsky, en Matejka y Titunik, 1976). A diferencia de los formalistas del primer período, Mukarovsky insistió, entonces, en las dimensiones sociales e institucionales del arte y su fuerte imbricación con «las series históricas». Tomando la visión dinámica de Tynianov de las estructuras estéticas, Mukarovsky enfatizó la tensión dinámica entre la literatura y el orden social.

El estructuralismo de Praga, particularmente, Jakobson y Trubetskoy, llevaron a cabo la REVOLUCIÓN FONÓLOGICA al establecer un distinción entre FONÉTICA, es decir, el estudio de los sonidos del habla reales, y FONOLOGÍA, la investigación de esos aspectos del sonido que funcionan de modo diferencial para producir significado. El trabajo del fonólogo, para Jakobson y Trubetskoy, era extraer de los fenómenos acústicos relacionados con el uso del lenguaje aquellos elementos que desempeñan un papel en la comunicación. Jakobson defendió que en la base de la cambiante variedad de sonidos en las lenguas naturales, existía un pequeño juego de oposiciones fonológicas binarias o RASGOS DISTINTIVOS, es decir, la presencia o ausencia de un rasgo distintivo: vibración de las cuerdas vocales, redondeamiento labial, nasalización, etc. Jakobson clasificó todas las oposiciones distintivas que funcionan en las lenguas del mundo, dentro de una serie de doce oposiciones como las mencionadas. Esta opción metodológica permitió a los lingüistas reducir la aparentemente caótica heterogeneidad del continuum de los sonidos del habla hasta una red manejable de características agrupadas binariamente. (La antropología estructural de Claude Lévi-Strauss, tal y como veremos, se inspiró, en gran medida, en el trabajo de Jakobson y Trubetskoy sobre la fonología).

El paradigma comunicativo de Jakobson

Jakobson también fijó su atención en la función poética de la lengua, un asunto que examinó a su vez como formalista, como lingüista y como semiótico. Para ocuparse de la cuestión de la especificidad del lenguaje poético, Jakobson se basó en Lingüística y poética (en Sebeok, 1960), en un esquema formulado por primera vez por K. Buhler, un modelo que permitiría, a la teoría en desarrollo de la lingüística estructural, ocuparse de trabajos de poesía y arte en prosa. Para facilitar esta coordinación de lingüística y poética, Jakobson propuso un PARADIGMA COMUNICATIVO con seis partes, una especie de curva o circuito verbal que permite al analista diferenciar cada uno de los énfasis de los diferentes usos del lenguaje, y así aislar la función poética de otras funciones de la lengua más prosaicas. Jakobson empieza por distinguir seis componentes en un acto de habla: emisor, receptor, mensaje, código, contacto y contexto, los cuales provienen del trío básico: emisor receptor y mensaje. Todo mensaje implica un EMISOR/DESTINADOR y un RECEPTOR/DESTINATARIO. El emisor/destinador es la fuente originaria del mensaje, mientras que el receptor/destinatario es la parte a quien el mensaje esta dirigido. El MENSAJE es la expresión enviada y recibida. Hay tres elementos adicionales que controlan este intercambio del mensaje. En primer lugar, el emisor y el receptor deben compartir un CÓDIGO, una especie de prescripción o cálculo que determina y pone en relación mensajes individuales, y que se mantiene constante a través de una diversidad de prácticas y mensajes. En el caso de la poesía y la prosa, el código dominante es simplemente aquel del lenguaje verbal. En segundo lugar, el mensaje se puede intercambiar sólo si hay un contacto. El CONTACTO se extiende desde el sentido de un intercambio verbal original cara a cara hasta formas de comunicación más indirectas. El contacto se puede también entender como el CANAL de comunicación. Mientras que el diálogo directo entre individuos es la forma privilegiada de contacto en este paradigma comunicativo, es evidente que medios más complejos tecnológicamente no presuponen tal relación entre emisor y receptor. De cualquier modo, el contacto o un canal compartido por el emisor y el receptor es esencial si se quiere comunicar el mensaje. Muchas formas de arte y técnicas mediáticas promueven de forma activa una especie de simulacro de contacto intersubjetivo, por ejemplo, la interpelación directa de las noticias televisivas, que fomenta la ilusión de cohesión entre emisor y receptor.

Por último, está el CONTEXTO, o los sistemas ambientales de referencia invocados en cualquier tipo de comunicación para asegurarse de que el mensaje es entendido. Con frecuencia el mensaje estará orientado hacía el contexto, o hacia el referente, ya que se trata de un mensaje sobre el mundo. El contexto normalmente se refiere a los acontecimientos del mundo; por tanto el mensaje, tendrá que ver con el contexto, que servirá bien para dar validez al mensaje o para rechazarlo. La interrelación de estos seis elementos puede ser resumida de este modo: el emisor y el receptor tienen un código común, y pueden enviar un mensaje, a través de un canal entre ellos, acerca del contexto o del mundo. Unidos, este conjunto de elementos produce el SIGNIFICADO.

La comunicación lingüística y el mensaje pueden acentuar cualquiera de estos seis elementos. El mensaje puede, por tanto, ser clasificado y analizado de acuerdo con la importancia relativa dada a cada elemento dentro del conjunto de las funciones de la comunicación. El modelo para estos seis aspectos del mensaje se diseña de forma idéntica al paradigma comunicativo detallado arriba. La FUNCIÓN EMOTIVA corresponde a la posición del emisor; la relación existencial del emisor con la expresión pone de manifiesto una actitud hacia lo dicho que se origina en el emisor, que no pertenece ni al código ni al contexto, ni a cualquier otra de las funciones. La FUNCIÓN CONATIVA se refiere a la parte del mensaje orientada al receptor, como en las órdenes o prohibiciones. La FUNCIÓN FÁCTICA corresponde al contacto o canal; está específicamente dirigida a establecer una conexión inicial y asegurar una recepción continua y atenta. En resumen, mantiene los canales abiertos. La función fática puede distinguirse en el uso del lenguaje ordinario en los lugares comunes e interjecciones rituales tales como: «Bien», «¿Sabes?», «¿Ves?», utilizadas en menor medida para intercambiar información, que para mantener el contacto comunicativo.

Mientras que la FUNCIÓN REFERENCIAL se refiere al contexto, Jakobson aísla la FUNCIÓN POÉTICA como la que se centra en el mensaje por sí mismo; el arte se define así por su propia autorreferencialidad. Jakobson señala que la función poética no es la única función del arte verbal sino sólo su dominante, mientras que en otras actividades verbales está subordinado a otras preocupaciones. La función poética destaca la palpabilidad autorreferencial de los signos. La función poética se concentra en la textura del mensaje, su entrelazamiento de cualidades simbólicas y rítmicas. Jakobson caracteriza el funcionamiento de la función poética como la proyección de términos paradigmáticos sobre el eje sintagmático. Los modelos verbales y sintácticos de la lengua poética concentran su atención en el funcionamiento del mismo lenguaje, más que en la referencia o en el contexto. (Teorías de una orientación más social, tales como aquellas desarrolladas tanto por el círculo de Bakhtin como por la escuela de Praga, obviamente encontrarían tal formulación empobrecida o reduccionista).

Jakobson destaca lo que él llama FUNCIÓN METALINGÜÍSTICA, es decir, el habla que se centra en el código. El lenguaje, incluso en su uso cotidiano, tiene la capacidad no sólo de hablar de objetos y experiencias del mundo, sino también de reflexionar sobre sí misma y describir sus propias operaciones. En los estudios sobre literatura y cine, lo metalingüístico es con frecuencia sinónimo de reflexivo, haciendo referencia a todas las formas en las que un discurso artístico puede, dentro de sus propios textos, reflejar su propio lenguaje y sus procesos. Una novela como la de Sterne, Tristam Shandy, constituye un ejemplo arquetípico de literatura que refleja su propio proceso. En el cine, por extensión, los términos metalingüísticos o metacinemáticos se refieren a esas películas o aspectos de películas que reflejan el lenguaje cinemático. Las películas de Jean Luc Godard, al igual que las películas de la vanguardia norteamericana (A Movie, Wavelength), se pueden considerar como ejercicios metalingúísticos, reflexiones sobre las particularidades del lenguaje fílmico o del aparato fílmico.

El esquema de Jakobson es, en general, útil para clasificar aproximaciones metodológicas al discurso artístico. Las aproximaciones románticas se puede decir que enfatizan el papel del emisor y por consiguiente la función emotiva del arte. Las aproximaciones realistas, incluyendo algunas marxistas y feministas tempranas, enfatizan el contexto, y por consiguiente, la función referencial del arte. El formalismo enfatiza el mensaje, y por consiguiente, la función poética del arte. La teoría semiótica enfatiza el código, y por consiguiente, la función metalingúística del arte, mientras que el análisis textual enfatiza el mensaje, y por consiguiente, la función poética así como la fáctica del discurso artístico. La teoría de la recepción y la teoría del espectador en el texto, así como las aproximaciones psicoanalíticas del espectador deseante sitúan en primer plano al receptor y por consiguiente las funciones conativas del arte.

La llegada del estructuralismo

Como una especie de historia de éxito metodológico, el estructuralismo lingüístico generó una abundante proliferación de estructuralismos, la mayoría de ellos basados en las dicotomías saussurianas fundamentales, tales como: sincronía/diacronía o langue/parole. Aunque Saussure nunca utilizó el término «estructuralismo», su aproximación se basaba en la idea de que cualquier estudio serio de los fenómenos lingüísticos debía estar basado en una visión de la lengua como una estructura, cuyas propiedades fueran propiedades estructurales; la estructura misma crea las unidades y sus mutuas interrelaciones. Más que un ensamblaje de bloques preexistentes, el lenguaje existe únicamente como una unidad estructural. Es importante, llegados a este punto, definir el estructuralismo y su relación con la semiótica. Roland Barthes definió el ESTRUCTURALISMO como «un modo de análisis de los artefactos culturales que tiene su origen en los métodos de la lingüística contemporánea» (Barthes, 1967a, pág. 897). Para Jean Piaget, el estructuralismo es un método de investigación basado en los tres principios de totalidad, transformación y autorregulación (Piaget, 1970, pág. 5). Para nuestros propósitos, podemos definir el estructuralismo como un entramado teórico a través del cual la conducta, las instituciones y los textos son vistos como analizables en términos de una red de relaciones subyacentes, y lo fundamental es que los elementos que constituyen la red obtienen su significado de las relaciones que mantienen con los otros elementos. Hubert Dreyfus y Paul Rabinow (1982) distinguieron entre ESTRUCTURALISMO HOLÍSTICO, es decir, unas estructuras relacionantes, determinadas deductivamente, las cuales exceden las inmediateces empíricas, y el ESTRUCTURALISMO ATOMÍSTICO, es decir, unas estructuras relacionantes determinadas por generalización inductiva.

Era común a la mayoría de las variedades del estructuralismo y la semiótica, un énfasis en las reglas y convenciones básicas de la lengua más que en las configuraciones del intercambio del habla. En el lenguaje, señalaba Saussure, sólo existen diferencias. Yendo en contra de la tradición del pensamiento lingüístico que veía el núcleo de la lengua como consistente en un inventario de nombres que designaban a cosas, personas y hechos ya dados al entendimiento humano, Saussure razonaba que el lenguaje no es nada más que «series de diferencias fonéticas combinadas con series de diferencias conceptuales. Los conceptos, por tanto, son puramente diferenciales, definidos no por su contenido positivo, sino más bien por su relación con otros términos del sistema: su característica más precisa está en ser lo que los otros no son …» (Saussure, 1966, págs. 117-118).

Aunque el estructuralismo se desarrolló más allá del innovador trabajo de Saussure sobre el lenguaje, no fue hasta la década de los sesenta cuando se difundió ampliamente. El proceso mediante el cual el estructuralismo se convirtió en un paradigma dominante queda ahora retrospectivamente claro. El avance científico representado por el curso de Saussure, tal y como hemos visto, fue transferido a los estudios literarios por los formalistas y más tarde por el círculo lingüístico de Praga, que institucionalizó formalmente el movimiento de Praga de 1929. Los fonólogos demostraron la utilidad concreta de mirar a la lengua desde una perspectiva saussuriana y así proporcionaron el paradigma para el desarrollo del estructuralismo en las ciencias sociales y las humanidades. Lévi-Strauss utilizó el método saussuriano con gran audacia intelectual en la antropología, a partir de ahí fundó el estructuralismo como movimiento. Al considerar las relaciones de parentesco como un «lenguaje» susceptible de los tipos de análisis aplicados por Trubetskoy y Jakobson a cuestiones de fonología, Lévi-Strauss dio el paso fundamental que hizo posible prolongar la misma lógica de la lingüística estructural a todos los fenómenos y estructuras sociales, mentales y artísticas.

Cuando Lévi-Strauss impartió su conferencia inagural en 1961 en el Collége de France, situó su antropología estructural dentro del campo más amplio de la «semiología». Las verdaderas unidades constituyentes de un mito, defendió Lévi-Strauss, en Antropología estructural (1967), no son los elementos implicados aislados sino más bien «haces de relaciones» completos. Lévi-Strauss extendió esta idea de binarismo universal, como el principio organizador del sistema de los fonemas, a la cultura humana en general. Los elementos constitutivos del mito, como aquellos del lenguaje, no tienen un significado fijado en sí mismos, sino que sólo adquieren significado en relación con otros elementos. Un mito en particular sólo puede ser comprehendido en relación a un amplio sistema de otros mitos, prácticas sociales y códigos culturales, todos los cuales sólo se pueden hacer comprensibles sobre la base de oposiciones estructurantes. La función última del mito, para Lévi-Strauss, era representar la resolución aparente de un conflicto social. (Lévi-Strauss, como veremos más adelante, también catalizó como un todo el desarrollo en narratología y estructuralismo).

El desarrollo de la semiótica narrativa o la narratología fue también directamente alimentado por la adaptación que realizó el estructuralismo del trabajo de Saussure. La pretensión de la aproximación estructuralista a la narrativa, tal y como fue formulada por Lévi-Strauss y Algirdas Greimas, era revelar la matriz generativa de, la narrativa, las articulaciones elementales de la forma del relato, que a su vez, proporcionarían un modelo para una gramática narrativa universal. Primero, sin embargo, los teóricos estructuralistas se vieron obligados a dirigirse a la teoría dominante sobre la narrativa que ya existía, el trabajo de Vladimir Propp, que defendió un concepto diacrónico de relato-estructura, una aproximación que no podía situarse dentro de los métodos sincrónicos del análisis estructuralista. Morfología del cuento, de Propp, publicado por primera vez en 1929, definió ciertas propiedades de la forma narrativa e ideó un sistema inicial de procedimientos metodológicos. Propp analizó la morfología, o la estructura genérica del cuento fantástico ruso, mediante la determinación de los elementos que eran constantes y aquellos que eran variables. Descubrió que virtualmente todos los cuentos considerados dentro de su análisis tenían características estructurales idénticas. Los hechos multiformes y los personajes de los cuentos populares podían ser destilados en una tabla de treinta y una funciones, que eran invariables, repitiéndose en cada cuento exactamente en el mismo orden. El desfile de personajes en el cuento podía ser reducido a un grupo de seis dramatis personae. Un principio de regularidad y sistematización era, pues, descubierto en el interior de lo que se veía como un ensamblaje heterogéneo de relatos sin conexión. El entramado básico del relato de Propp en treinta y una funciones, tales como «(a) Villano» y «(b) Mediación: El Incidente Conector», fue concebido como la estructura profunda del cuento popular y proporciona el punto de partida para todos los desarrollos posteriores en narratología (el objetivo de nuestra parte III).

Aunque Propp limitó cuidadosamente su modelo al cuento maravilloso ruso, teóricos posteriores intentaron transformar su aproximación en un modelo de estructura narrativa universal. Los estructuralistas pretendían producir una aproximación al estudio de la narrativa más flexible y «científico», disolviendo las treinta y una funciones en modelos sincrónicos de oposición que no dependerían del desarrollo de una secuencia uniforme de hechos. Basando su distinción de estructura narrativa profunda en las estructuras lingüísticas de oposiciones fonémicas, la narratología estructural despejó la incómoda sintaxis funcional del modelo de Propp, al tiempo que mantuvo la idea básica de una estructura narrativa embrionaria, una especie de ADN. Lévi-Strauss y Greimas propusieron un nuevo modelo de estructura narrativa profunda que se basaba en las tesis claves de la lingüística de Saussure. Ellos mantenían que los relatos estaban estructurados, del mismo modo que el signo lingüístico. En un nivel primario (o la «segunda articulación» en términos lingüísticos), las unidades elementales de los relatos no eran referenciales, y por lo tanto, comparables a los fonemas; ninguna conexión necesaria unía el significado aparente y el sentido real. En segundo lugar, el sentido de las unidades elementales de la narración se podía descubrir en sus modelos de oposición, que formaban un núcleo semántico invisible, que servía como base del texto visible y proporcionaba a la narrativa su significación esencial. Los mitos, por ejemplo, más que ser leídos en términos de motivos primarios o modelos individuales de conflicto y resolución, se veían como «sistemas de diferencias» o «conjuntos de relaciones» que sólo podían ser interpretados en términos de paradigmas culturales más amplios.

Como resultado del trabajo de Lévi-Strauss, un amplio abanico de dominios aparentemente no lingüísticos cayeron bajo la jurisdicción de la lingüística estructural. Figuras tales como Roland Barthes, Tzvetan Todorov, Umberto Eco y Gérard Genette se convirtieron en poderosos defensores del estructuralismo literario. En Elementos de semiología (1964), Barthes defendió que cualquier expresión determinada culturalmente, desde el llevar ropa hasta la elección de un entrée en una comida, presupone un sistema (de moda, cuisine o lenguaje) que genera las posibilidades de significado social. Incluso la economía se llegó a ver bajo una dimensión semiótica, como un sistema simbólico comparado con el intercambio simbólico de palabras en una lengua, mientras que el psicoanálisis, con Lacan, llegó a considerar al mismo inconsciente «estructurado como un lenguaje». (Los desarrollos lacanianos se discutirán en la parte IV).

Los sesenta y el principio de los setenta se pueden ver como la cima del «imperialismo» semiótico, cuando la disciplina se anexionó amplios territorios de fenómenos culturales para su exploración. En Teoría de la semiótica (1976), Eco definió el campo como aquel que incluía empresas tan diversas como la narratología (el objeto de la tercera parte), ZOOSEMIÓTICA (la conducta comunicativa de comunidades no humanas), KINÉSICA y PROSÉMICA (códigos socioculturales que tienen que ver respectivamente con el movimiento humano y la proximidad), teoría textual, alfabetos desconocidos, códigos secretos, semiótica médica y signos olfativos. Gran parte del análisis semiótico ha sido aplicado a áreas previamente consideradas flagrantemente no lingüísticas: moda, cuisine, o áreas tradicionalmente consideradas bajo la dignidad de los estudios literarios o culturales, tiras cómicas, fotonovelas, novelas de James Bond. La semiótica del cine surgió, a principios de los sesenta, como parte de esta euforia estructuralista, conduciendo a breves sueños de cientificidad total, sueños que se iban a deshacer por el autocuestionamiento interno, por la atracción de otros modelos metodológicos y por los desarrollos políticos resumidos en la expresión «Mayo del sesenta y ocho».

La orientación política de gran parte de la teoría fílmica contemporánea tiene sus orígenes en el giro político y cultural de los sesenta. Este giro tuvo consecuencias fundamentales para la cultura intelectual del cine, marcada en Francia por el giro a la izquierda de Cahiers du Cinema y la labor de la revista marxista de cine Cinétique. Una figura clave en estos desarrollos fue el marxista-estructuralista Louis Althusser, especialmente su teoría sobre la ideología. Raymond Williams ha señalado que el término IDEOLOGÍA puede ser entendido en tres sentidos: 1) un sistema de creencias característico de una clase o grupo; 2) un sistema de creencias ilusorias, falsas ideas o falsas conciencias, que pueden ser contrastadas con conocimiento verdadero o científico y 3) el proceso general de significación e ideación (Williams, 1983, págs. 152-157). La noción de IDEOLOGÍA BURGUESA fue un intento de los marxistas de explicar los modos en los que las relaciones sociales capitalistas son reproducidas por sus sujetos de maneras que no implican fuerza o coerción. ¿Por medio de qué procesos internaliza el sujeto individual las normas sociales? Tal y como fue definida por el marxismo tradicional, la ideología hace referencia a una distorsión del pensamiento, que a su vez, procede y encubre la contradicción social. Tal y como fue definida por Lenin, Althusser y Gramsci, el concepto de ideología burguesa hace referencia a aquella ideología generada por una sociedad de clases, a través de la cual la clase dominante llega a proporcionar el marco conceptual general para los miembros de la sociedad, fomentando así los intereses económicos y políticos de esa clase. La relectura estructuralista, realizada por Althusser, de la teoría marxista cuestionó la interpretación humanista «hegeliana» de la obra de Marx, inspirada por el redescubrimiento de los primeros escritos de Marx. Para Althusser, IDEOLOGÍA era un «sistema (que poseía su propia lógica y rigor) de representación (imágenes, mitos, ideas o conceptos según sea el caso) que existen y desempeñan un papel histórico dentro de una sociedad dada» (Althusser, 1970, pág 231). La ideología era, además, tal y como Althusser lo expresó en una definición ampliamente citada en For Marx: «Una representación de la relación imaginaria de los individuos con las condiciones reales de su existencia» (Althusser, 1970, pág. 233). La ideología funciona, para Althusser, mediante la INTERPELACIÓN, es decir, a través de las prácticas sociales y las estructuras que los individuos «aceptan», así como para dotarles de identidad social constituyéndoles como sujetos que sin reflexionar aceptan su papel dentro del sistema de relaciones de producción. La novedad de la aproximación de Althusser, por tanto, fue considerar la ideología, no como una forma de falsa conciencia derivada de unas perspectivas parciales y deformadas generadas por las distintas posiciones de clase, sino más bien, tal y como lo expresa Richard Allen, como una «característica objetiva del orden social que estructura la misma experiencia».[7] (Discutiremos algunas de las críticas a este punto de vista en la quinta parte).

El discurso teórico referido al cine que se desarrolló en Francia en la década de los sesenta fue retomado en los setenta por la revista británica Screen, y, posteriormente, emigró a Estados Unidos con el crecimiento de los programas de estudios cinematográficos, muchos de ellos con un fuerte nexo parisino. Esta corriente política tendía a ser crítica con lo que veía como el carácter atemporal y ahistórico del estructuralismo, que privilegiaba lo espacial y lo sincrónico. La semiótica, de cualquier modo, siempre tuvo un ala izquierda y un ala centrista. La centrista tendía a utilizar la semiótica como un instrumento científico apolítico, mientras que el ala izquierda desarrolló la semiótica como un medio de desmitificar la representación cinematográfica, mostrándola como un sistema construido de signos socialmente formados. Esta semiótica inclinada hacia la izquierda realizó un trabajo subversivo de DESNATURALIZACIÓN, es decir, el examen minucioso de las producciones sociales y artísticas para distinguir los códigos sociales e ideológicos que operan en ellas. Esta semiótica crítica cuestionó las nociones convencionales de historia, sociedad, significación y subjetividad humana, encarnadas en la crítica fílmica tradicional. Generalmente, la teoría fílmica contemporánea desarrolló un discurso a la izquierda de muchas disciplinas más tradicionales, no sólo debido a una fuerte «conexión francesa», sino también por su emergencia simultánea, en la década de los sesenta, junto a disciplinas contraculturales tales como estudios de mujeres, estudios étnicos y estudios de cultura popular.

El estructuralismo semiótico científico se vio también reducido por la emergencia de modelos alternativos. Uno de estos modelos alternativos fue el psicoanálisis. Iniciada a mediados de los años setenta, la discusión semiótica vino a verse influenciada por nociones psicoanalíticas tales como scopophilia y voyeurismo, y por la concepción de Lacan de la fase del espejo, lo imaginario y lo simbólico. El foco de interés ya no estaba en la relación entre lo fílmico, la imagen y la «realidad», sino más bien en el aparato cinematográfico en sí mismo, no sólo en el sentido de la base instrumental de cámara, proyector y pantalla, sino también en el sentido del espectador como sujeto descante del que la institución cinemática depende como su objeto y su cómplice. El interés procede, en esta fase, de interrogantes tales como: ¿cuál es la naturaleza de los signos cinemáticos y las leyes de su combinación?, y ¿qué es un sistema textual?, a cuestiones como: ¿qué queremos del texto?, y ¿cuál es nuestra inversión espectatorial en él? Al analizar los efectos del cine en el espectador, la aproximación psicoanalítica destacó la dimensión «metapsicológica» del cine, sus modos de activar y, a su vez, regular el deseo espectatorial. Al mismo tiempo, el giro desde la semiología de primera fase (lingüística) hacia la semiología de segunda fase (psicoanalítica) se puede considerar parte de una trayectoria coherente en dirección a lo que Metz llamó el «semio-psicoanálisis del cine», ya que el psicoanálisis y la lingüística son las dos ciencias que tratan directamente de la significación como tal. (La terminología generada por la fase psicoanalítica de la cinesemiología será el objeto de la parte IV).

El postestructuralismo: la crítica del signo

Con su inicio al final de la década de los sesenta, especialmente en Francia, el modelo saussuriano, y la semiótica estructuralista derivada de éste, se encontraron frente a un creciente ataque por parte de la deconstrucción derridiana, un ataque asociado al nombre de POSTESTRUCTURALISMO. Este movimiento, en menor medida una teoría que un modo de investigación, consideraba que el giro típico del estructuralismo hacia la sistematicidad se debía confrontar con todo aquello excluido y reprimido por esa sistematicidad. En realidad, muchos de los textos básicos del postestructuralismo desarrollaron críticas explícitas de las figuras centrales y los conceptos cardinales del estructuralismo. La ponencia de Derrida en la conferencia de 1966 en el John Hopkins, por ejemplo, ofreció una crítica incisiva de la noción de «estructura» de la antropología estructuralista de Lévi-Strauss. Derrida pedía una «descentralización» de las estructuras, sugiriendo que «incluso hoy la idea de una estructura carente de un centro es, en sí mismo, lo impensable» (Derrida, 1978, pág. 279).

El postestructuralismo se ha descrito diversamente como un desplazamiento del interés del significado al significante, de la expresión a la enunciación, de lo espacial a lo temporal y de la estructura a la «estructuración». El movimiento estructuralista, que junto a Derrida se considera que incluye figuras como: Foucault, Lacan, Kristeva, y el último Barthes, que demostró una profunda desconfianza en cualquier teoría totalizadora, un escepticismo radical acerca de la posibilidad de construir un metalenguaje que pueda situar, estabilizar o explicar todos los otros discursos, ya que los signos del metalenguaje son en sí mismos objeto de deslizamiento e indeterminación. (Algunos críticos sugirieron que la misma afirmación de la imposibilidad de un metalenguaje, era en sí misma metalingüística). Para Derrida, los metalenguajes no pueden oponerse a los poderes de la DISEMINACIÓN lingüística y textual, es decir, el proceso de deslizamiento semántico mediante el cual los signos se mueven incesantemente hacia fuera, al interior de nuevos contextos de significación, resistiéndose a la clausura mediante un proceso de continua reescritura, perdiendo, por tanto, su estabilidad como nombres «propios» para convertirse en simples términos significantes en el interior de un proliferación en espiral de referencias alusivas de texto a texto.

Hablando en sentido general, el postestructuralismo supone una crítica de los conceptos del signo estable, del sujeto unificado, de la identidad y de la verdad. Derrida adopta palabras clave dentro del vocabulario de Saussure, especialmente «diferencia», «significante» y «significado», pero las vuelve a desarrollar en el interior de una estructura transformada. El énfasis de Saussure en los contrastes binarios como la fuente de significado en el lenguaje, da lugar a la visión de Derrida de la lengua como un lugar de «juego» semiótico, un campo indeterminado de infinitos deslizamientos y sustituciones. La noción de Saussure de la relación diferencial entre los signos es reescrita por Derrida como una relación en el interior de los signos. Los signos no sólo se diferencian los unos de otros, sino también de sí mismos en que su propia naturaleza constitutiva es de un constante desplazamiento o HUELLA, la huella dejada por un cadena infinita de resignificaciones inestables dentro del contexto ilimitado de la INTERTEXTUALIDAD, una palabra que para Derrida evoca la dependencia de cualquier texto con una gran cantidad de figuras anteriores, convenciones, códigos y otros textos. Para Derrida el lenguaje está, por tanto, siempre inscrito en una compleja red de relevos y «huellas» diferenciales más allá del entendimiento del hablante individual. Por esta razón, los términos derridianos son incluso menos susceptibles que la mayoría de ser fijados claramente en el léxico, ya que no designan un concepto simple o una cosa y por tanto no permiten una autodefinición correcta. Los conceptos derridianos están, por consiguiente, situados SOUS RATURE o «tachados», una práctica que Derrida heredó de Heiddeger, mediante la cual un término es a la vez invocado y cuestionado.

Derrida introdujo su neologismo DIFFÉRANCE, una palabra que en francés existe en suspensión entre «diferenciar» y «aplazar», y cuya diferencia ortográfica «mal escrita» («a» en lugar de la convencional «e» de «différence») es inaudible, y, por lo tanto, sólo «visible» en la escritura, para referir simultáneamente al sentido saussuriano de diferencia, relativamente «espacial» y pasivo, como constitutivo de la significación, y a un proceso temporal activo de producción de diferencia a través del aplazamiento en el tiempo. Différance designa el proceso mediante el cual una oposición se reproduce dentro de términos constituyentes, es decir, instalando una alternancia no resuelta entre estructura y lo que es reprimido por ésta. En Positions, Derrida define différance como:

«El juego sistemático de diferencias, de huellas de diferencias, del espaciar (espaciamiento) mediante el cual los elementos se relacionan unos con otros. Este espaciarse es la producción, simultáneamente activa y pasiva (la «a» de différance indica esta indecisión en la medida en que se refiere a actividad y pasividad, que no pueden todavía ser gobernadas y organizadas por tal oposición), de intervalos sin los cuales lo términos «completos» no podrían significar, no podrían funcionar (Derrida, 1981a, pág. 27).

Derrida ve el estructuralismo de Saussure como portador de los vestigios del LOGOCENTRISMO occidental, es decir, la tradición que asigna los orígenes de la verdad al logos, bien la palabra hablada autopresente, o la voz de la racionalidad, o Dios, como reflejo de verdad internamente coherente y originaria. El logocentrismo asume la existencia de un terreno ontológico o de una matriz estabilizadora fuera de la cual se genera el significado. Supone la posibilidad de un acceso no mediado a la verdad o el conocimiento. Para John M. Ellis el logocentrismo designa cualquier fe esencialista en un orden de significado que existe independientemente de las estructuras provistas por el lenguaje: es «la ilusión de que el significado de una palabra tiene su origen en la misma estructura de la realidad, y por esta razón hace que la verdad sobre esa estructura parezca directamente presente en la mente» (Ellis, 1989, págs. 36-37).

Para Derrida, la noción de signo de Saussure también se caracteriza por el FONOCENTRISMO, la creencia de que los sonidos fonéticos pueden representar de forma adecuada significados que están presentes en la conciencia del hablante, mientras que la escritura constituye un segundo grado de mediación de habla autopresente. El fonocentrismo, de acuerdo con Derrida, genera una matriz de binarismos axiológicos: voz/escritura, sonido/silencio, presencia/ausencia, en los cuales el primer término de cada par resulta de modo invariable privilegiado. Derrida señala que el trabajo de Saussure, como la tradición occidental en general, privilegia de forma sistemática el lenguaje hablado como oposición al lenguaje escrito, y así, participa de un dualismo fuertemente enraizado en la tradición metafísica occidental que trata la voz como la expresión espontánea de estados mentales interiores, y que, por tanto, considera el habla como más auténtica que la escritura. Derrida cita una serie de pasajes de Saussure que tratan la escritura como un forma derivativa de la notación lingüística, en definitiva, dependiente de la realidad primaria del habla, de la sensación y de la «presencia» de un hablante detrás de las palabras. El concepto del signo de Saussure, para Derrida, está basado en una distinción entre lo perceptible y lo inteligible: el significante existe sólo para proporcionar acceso a un sentido o significado trascendente. Derrida no sugiere que la noción de «signo» deba ser completamente rechazada, sólo que sea liberada de su ligadura residual a la metafísica occidental del significado. (Derrida señala que la distinción entre significante/significado todavía tiene valor operativo, ya que sin ella la misma palabra significante no tendría significado).

El hecho de que Saussure privilegie el significante fónico sobre el gráfico se muestra en la distinción implícita entre lo «interior» del pensamiento humano, expresado mediante el habla, y lo «exterior» de la escritura, considerada como una forma derivada y secundaria. Derrida, por lo tanto, «reescribe» la relación entre lenguaje, habla y escritura, prefiriendo hablar de ARCHIESCRITURA, es decir, una conceptualización de escritura ampliamente extendida mediante la cual se convierte en el modelo de todas las operaciones lingüísticas como prácticas de articulación y diferenciación, un potencialidad general que garantiza la posibilidad de ambas lenguas: la hablada y la escrita. Sin rechazar el proyecto semiótico o denegar su importancia histórica, Derrida propone en lugar del proyecto lingüístico saussuriano una GRAMATOLOGÍA, que estudiaría la ciencia de la escritura y la textualidad en general.

El postestructuralismo derridiano no ha sido una presencia abrumadora dentro de los estudios fílmicos. La mayoría de la teoría fílmica y el análisis «postestructuralista» se ha basado menos en la deconstrucción de Derrida que en el «retorno a Freud» de Lacan. Pero a finales de los sesenta y los setenta, los marxistas franceses de Cinétique y Cahiers du Cinéma dieron una inclinación brechtiana a la noción derridiana de deconstrucción, utilizándola para mostrar las bases ideológicas subliminales del aparato cinemático y del cine dominante. Al mismo tiempo, ciertas líneas de la LECTURA DECONSTRUCTIVA, definida como una estrategia de lectura de textos cinematográficos o literarios de modo que queden expuestas sus fracturas y tensiones, que se busquen puntos ciegos o momentos de autocontradicción y se liberen las energías «plurales» y figurativas suprimidas de un texto, pueden ahora asumirse que forman parte de la sabiduría metodológica recibida de la teoría fílmica y del análisis. Algunas de las implicaciones de la deconstrucción han sido además estudiadas por analistas como: Marie-Claire Ropars-Wuilleumier, Michael Ryan, Gregory Ulmer, Peter Brunette, David Wills y Stephen Heath (a través de Kristeva). Marie-Claire Ropars-Wuilleumier, en Le Texte Divisé (1981), ha intentado extender al análisis del cine la noción expansiva de Derrida de écriture, entendida como una «hipótesis teórica» que sustituye la noción de signo con la de «huella»: procesos referenciales de significación que vuelven a un movimiento diferencial cuyos términos son inasignables e infijables. Ropars-Wuilleumier considera el montaje cinematográfico, especialmente el que practicaba Einsenstein, como ejemplificador de los medios mediante los cuales el cine, y otros artes figurativos, pueden trascender la representación meramente mimética para crear un espacio conceptual abstracto. Para Ropars-Wuilleumier, el montaje se refiere menos al gesto específico de segmentar lo planos que a un proceso general para engendrar significado. Desarrollando el trabajo temprano de Einsenstein y Metz sobre las analogías entre la escritura cinematográfica y escrituras no occidentales, no fonéticas (jeroglíficos, ideogramas), Ropars-Wuilleumier ve los jeroglíficos como un juego sobreimpuesto de sistemas significativos, como una figura apropiada para la «vocación escritora del cine», como una especie de «máquina de escribir». Más que meramente extrapolar modelos lingüísticos al cine, Ropars-Wuilleumier insiste en la reversibilidad del proceso; la reflexión sobre el montaje cinematográfico nos puede llevar a revisar nuestra misma concepción sobre el lenguaje.

Peter Brunette y David Willis, por último, en su Screen/Play: Derrida and Film Theory (1989) desarrollan las categorías derridianas con la finalidad de analizar asuntos tales como: «Derrida y los estudios fílmicos contemporáneos», «Cine como escritura», y las implicaciones para la teoría fílmica de las observaciones de Derrida referentes al «encuadre» y lo «postal». Los autores interrogan varias nociones totalizadoras que consideran subrepticiamente inherentes a la teoría y el análisis fílmico, las nociones de «película narrativa», de géneros inmaculadamente puros, de Hollywood como un sistema autoidéntico coherente, de la primacía de lo visual (considerada como análoga a la primacía del habla sobre la escritura en la tradición logocéntrica). Alejándose de cualquier «préstamo fácil de una teoría ya desarrollada» los autores piden un paso más allá de las «totalizaciones», invocando las posibilidades de una práctica lectora «anagramatical» que ve el cine como escritura, como «una interrelación de presencia y ausencia, de lo visto y lo no visto, en relaciones no reducibles en ningún caso a la totalización de la trascendencia» (Brunette y Willis, 1989, pág. 58). Bajo una forma de «escritura segmentada», los autores leen (en páginas opuestas) la película de Truffaut La novia vestía de negro (La mariée était en noir, 1967) y la de David Lynch Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), no para mostrar una metodología, sino más bien, para exponer las «indecibilidades» y las «fisuras» textuales, todas como parte de un tipo de mediación en la lectura que problematiza la propia autoconstitución del significado del texto.

Un debate considerable ha surgido acerca de la cuestión de si el postestructuralismo es una extensión del estructuralismo o un rechazo de éste, un neoestructuralismo o un antiestructuralismo. Para Jonathan Culler, el postestructuralismo de Derrida constituye una radicalización del proyecto de Saussure, un desarrollo de las implicaciones del principio de Saussure de que en el sistema lingüístico sólo hay diferencias sin términos positivos. Para otros, como Christopher Norris, la deconstrucción de Derrida marca una repudia radical el proyecto estructuralista. En realidad, como su nombre implica, el postestructuralismo existe al tiempo como continuación y ruptura con el estructuralismo. Comparte la premisa estructuralista del papel determinante, constitutivo, de la lengua y generalmente continúa dentro de la problemática estructuralista, especialmente en la asunción de que el significado está basado en la diferencia. Al mismo tiempo, rechaza el «sueño de cientificidad» estructuralista, y espera estabilizar el papel de la diferencia dentro de un sistema maestro integrador de todos. (Volveremos a estos asuntos del postestructuralismo de Derrida y la deconstrucción en los capítulos siguientes, cuando hablemos más detalladamente del análisis textual, écriture e intertextualidad).