El halcón negro
Después de una fatigosa caminata, finalmente lo vieron. El bosque estaba precisamente delante de ellos, sólo quedaba por atravesar un pequeño claro. Eran pocos pasos, pero sin la protección de la hierba alta, Vainilla se sentía descubierta y en peligro.
—Esperemos que ninguna rapaz me vea —suspiró—. Ahora me impulsaré y… —un goterón de agua le cayó a plomo en la cabeza.
—¡Ay! —exclamó.
Estaba empezando a llover.
—Babú, debes darte prisa —gritó Grisam desde el otro lado del claro—. ¡La lluvia disolverá el barro de tu caparazón y dentro de poco serás de color rosa otra vez!
La tortuga trató de acelerar el paso, pero, aunque le parecía estar corriendo, el bosque seguía igual de lejos.
¡POC, POC, POC!, sonaban las gotas de agua al caer sobre ella.
—No consigo ir deprisa, ¡las patas se me hunden en el barro! ¡Esperadme! —dijo.
En medio del claro, la uña de una de sus patas posteriores se quedó pillada en un matojo de brezo. En ese momento, resonó en el cielo el grito de un halcón.
—¡Date prisa! —chilló Flox—. Está cerniéndose sobre ti. ¡Corre, Babú, corre!
—No puedo ir más rápido de lo que voy. ¡Ayúdame, Flox, haz algo!
Todo lo que Flox consiguió hacer en ese terrible apuro fue transformar al ratón en Grisam. Pero no lo bastante deprisa para que el muchacho consiguiera salvar a Vainilla. Rápido como el rayo, el halcón cayó sobre la tortuga, la aferró con sus garras y se elevó de nuevo llevándosela.
—¡BABÚ! —gritaron los dos niños.
Grisam trató de seguir el vuelo de la rapaz.
—¡Es un mago! —exclamó.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Has visto alguna vez un halcón tan grande y tan negro?
—¡VA HACIA LA PLAYA! NO, NO, AHORA HA GIRADO, VA… ¡HACIA LA ROCA! —gritó Flox—. Espera, ¡ahora da la vuelta! ¿Qué hace?
—Huye de otro halcón —dijo Grisam—. ¿Lo ves?
—Sí, aquel más pequeño está persiguiendo al halcón negro… casi lo ha alcanzado.
—Ahora el negro se ha detenido, ¡se enfrenta a él!
—¡Increíble, están luchando!
—Quizá el pequeño ha visto la tortuga y la quiere para él.
—¿Para qué?
—Para comérsela, creo.
—¡OH, NO, POBRE VAINILLA!
—El halcón negro ha perdido su presa, ¡Babú se cae!
—¡Debes agarrarla al vuelo, Grisam!, ¡corre, corre!
—¿Y cómo lo hago? La lluvia no me deja verla…
—Está ahí, ahí… ¡Más a la derecha! ¡A la izquierda! ¡Corre!
Sin mirar, Grisam tendió los brazos hacia el cielo y, un segundo después, la tortuga aterrizó entre sus manos.
Teniéndola apretada contra sí, el muchacho se refugió entre los árboles, donde pronto llegó la lagartija. Ambos temblaban como hojas.
—¿Estás… estás bien? —preguntó Flox.
Grisam abrió las manos y habló con delicadeza hacia dentro del caparazón de Vainilla, todo arañado por las uñas del halcón.
—Ya estás a salvo, ahora puedes salir —dijo al animalillo que estaba atrincherado en el interior.
El morro de la tortuga apenas asomó.
—¿Sois vosotros? —preguntó con vocecita asustada.
—Sí, ¡sal!
—¡Qué miedo he pasado!
—Creo que ahora todos podríamos volver a transformarnos —dijo Grisam—. Ser pequeño es cómodo, pero es aterrador.
Grisam ayudó a las niñas a recuperar su aspecto original. Flox se sacudió las hojas de la tripa y Babú se miró con asombro el vestido que había sido desgarrado en la espalda.
—Ha sido el halcón —le explicó Grisam.
—¡Oh! —respondió Vainilla, un poco avergonzada de que él la viera en aquel estado.
—No podemos quedarnos aquí —dijo el joven mago—. Si el halcón pequeño no logra matar al negro del Enemigo, pronto lo tendremos encima de nuevo y esta vez no vendrá solo. Tenemos que irnos.
—¿Y Pervinca?
—No sabemos dónde está, Babú. Buscarla ahora es demasiado peligroso.
—Pero si ella anda por aquí y nosotros nos vamos, se quedará sola. Quizá esté herida… ¡PERVINCAAAA!
—Es inútil —dijo Grisam—. Los árboles no tienen casi hojas. Si estuviese aquí, la veríamos. Encontremos un abrigo seguro donde refugiarnos de esta lluvia. No podemos hacer otra cosa.
Se encaminaron, uno detrás del otro, a través del bosque, y pronto llegaron al puente sobre el río Otrot.
—Desde aquí iremos a la playa, allí está la cueva, podría ser un buen refugio —sugirió Grisam.
Vainilla se volvió una vez más a mirar el bosque.
—¡VIIIII! —gritó de nuevo, pero nadie respondió.
Empapados hasta los huesos, los chicos atravesaron el puente y tomaron el sendero hacia la playa.