La batalla

Cícero se dejó caer en una silla.

—Entonces, los han capturado… —murmuró.

—Todavía no es seguro. Dejadme que vaya a buscarlos. No dejan de ser Magos y bastante capaces; además, puede que se hayan escondido —dije buscando su mirada.

—¡Voy contigo! —dijo levantándose—. No puedo estar aquí con los brazos cruzados.

—Pero… ¿cómo pensáis salir? ¿Habéis visto lo que hay ahí fuera? ¿Creéis que podéis abrir la puerta y decir «Con permiso, tenemos que ir a buscar a nuestros hijos», es lo que pensáis hacer? —preguntó Dalia desesperada.

—Pediré a Duff que me convierta en algo que pueda volar —contestó Cícero.

—¡Nunca lo hará!

—Yo creo que sí, su sobrino también está fuera.

—¿Y yo qué hago mientras tanto?

—Si no consigues quedarte aquí, ve arriba y mira a ver cómo puedes ser útil —le pidió Cícero con un beso.

Dalia se secó las lágrimas y asintió.

Antes de dejarlos ir, el profesor Rosmarinus Otis le prestó a Cícero su capa de mago de la Oscuridad.

—Con ella podríais pasar incluso por uno de ellos. ¡Tened cuidado, os lo ruego!

FOsep

Fuera, la batalla se recrudecía.

Guiados por los gritos del hombre de la torre, los Sinmagia que manejaban la catapulta lanzaban y cargaban sin descanso, mientras hombres, mujeres, brujas y magos corrían a amontonar otra vez todo lo que encontraban contra las puertas, que estaban a punto de ceder. Reconocí los muebles de los Coclery, el carro de los Bugle, el viejo arcón de tía Hortensia, la mesa de trabajo del carpintero, incluso los pupitres del colegio. Apilados contra las puertas, oscilaban y caían ante los empujones de los enemigos. Y de nuevo, los ciudadanos volvían a juntarlos, mientras los monstruos del otro lado oponían toda su fuerza.

Desde la muralla sobre la puerta sur, la más expuesta, Tomelilla lanzaba encantamientos de luz contra aquellos que querían entrar, y alcanzaba a muchos, transformándolos en flores, plumas y rachas de viento.

Pero otros y otros y otros más llegaban para reemplazar a los que desaparecían o salían volando, en una sucesión interminable de enemigos sedientos de sangre y de victoria.

—¿Creéis que podría hablar un momento con Tomelilla? —pregunté al «monstruoso» Duff.

—Ahora no —contestó—. Está en un puesto peligroso y es esencial que no pierda la concentración.

—Entonces deberá hacerlo usted, señor Burdock.

—Dime, ¿qué quieres que haga?

—Necesito que me transformes, Duff —gritó Cícero a sus pies.

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—Porque tengo que ir a buscar a nuestros niños.

Duff se agachó; era diez veces mayor que Cícero.

—¿Están ahí fuera? —preguntó alarmado.

—Sí, Duff. Pervinca, Vainilla, Flox y… Grisam.

El monstruo miró a su amigo a los ojos unos instantes, después le rozó la cabeza y Cícero se convirtió en halcón.

—Buena suerte —dijo mientras volábamos por encima de la muralla.

—¡Felí, espérame! —oí decir de repente.

—¡Devién!

—¡He oído todo y quiero ir con vosotros!

—Gracias, amiga mía, nos serás muy útil.

Volamos por encima de las filas enemigas y desde lo alto las vimos en todo su horror. En ese vasto mar negro, Fairy Oak era como una pequeña isla dorada que resistía la marea pero que pronto sería sumergida.

Mientras volaba detrás del halcón, tuve el presentimiento de que pasara lo que pasase, y que finalizara como fuera, nada volvería a ser como antes.