¡Mis niñas!
Fiándome de lo que había dicho Scarlet, había vuelto a casa pero no había encontrado a Vainilla ni a los demás. Las habitaciones estaban vacías, la cocina también y la sala de la chimenea, la Habitación de los Hechizos, el jardín… Y el hueco de la escalera donde Vainilla se refugiaba cuando tenía miedo… ¡vacío!
¡Qué desesperación sentí!
Ofuscada y confusa, seguía mirando a mi alrededor incapaz de pensar y de comprender. Y mientras, el vacío, ese vacío que improvisadamente había ocupado nuestra casa, contagiaba también mi corazón. Hasta que, de repente, me pareció que se había parado o incluso que ya no estuviera. «No hagas eso, Sifelizyoserédecírseloquerré», me dije. «Ya verás como estará con Dalia, escondida en casa de unos amigos. Si ahora sales y la buscas, verás como la encuentras».
Así que salí y volé por las calles, llamando y preguntando a todo el que encontraba, mientras mis antenas eran alcanzadas por señales de alarma, tantas que no me era posible reconocer ninguna.
Luego, por fin…
—Ve a casa de los Polimón, allí está Dalia, que está preparando con Rosie la defensa de la torreta —me dijo el señor Calicanto, mientras con ayuda de sus hijos sacaba a empujones un enorme armario de la casa.
—Claro, Polimón, ¿cómo no se me ha ocurrido antes? ¡Gracias!
Al llegar bajo las ventanas, la llamé:
—¡Dalia, soy Felí!
—¡Felí! Entra. Creía que estabas en el colegio o con algún Mago de la Oscuridad. ¿Qué ocurre?
Cuando le conté lo sucedido, ella se olvidó del peligro, de los monstruos, de la batalla, del frío y, tal como estaba, sin un abrigo ni una capa, corrió a la calle a toda prisa, hacia la Plaza del Roble.
El viejo árbol, viéndola llegar tan agitada, tocó a Cícero en un hombro y le indicó que mirara hacia abajo.
—¿QUÉ HACÉIS AHÍ? ¡DALIA, VE A CASA! —gritó Cícero desde la torre—. ¡EL ENEMIGO ESTÁ ATACANDO!
—¡He perdido a las niñas! —dijo ella.
—¿QUÉ? NO TE OIGO…
—¡LAS NIÑAS! ¡NO SABEMOS DÓNDE ESTÁN! —chilló entonces mamá Dalia estallando en sollozos.
Cícero se apartó los gemelos.
—¡QUE ALGUIEN VENGA A RELEVARME AQUÍ ARRIBA! —gritó mientras dio un salto para caer junto a nosotras; al momento preguntó—: ¿Qué quiere decir que habéis perdido a las niñas? Estaban en el colegio, así que ahora estarán en la cueva con los demás chicos. ¿Dónde iban a estar, si no?
—¡NOS ATACAN! —gritó en aquel momento el hombre de la torre.
Escalofriantes gritos de guerra se levantaron en el valle, y la tierra comenzó a temblar: los ejércitos negros habían lanzado su asalto. Los hombres apostados en los muros y en la plaza alzaron sus armas, los Mágicos de la Oscuridad aullaron para darse ánimos unos a otros, los de la Luz se prepararon para lanzar sus encantamientos y Roble empezó a girar sus ramas.
Cícero abrazó a Dalia y la apretó con fuerza.
—Ahora debemos correr muy deprisa, ¿podrás?
—Sí —dijo ella.
—¡Pronto, vamos al colegio!
El choque fue tremendo.
Como la furia de un océano que se estrella contra los acantilados, así los enemigos se lanzaron contra las puertas de la muralla, con un estruendo ensordecedor. Las montañas de carros y muebles amontonados contra ellas se desmoronaron y el pueblo de Fairy Oak miró abatido cómo la madera de las puertas crujía y se retorcía bajo el empuje de la horda enemiga.
Por suerte, los equipos organizados por Duff no perdieron los ánimos. Mientras los monstruos del pueblo oponían toda su fuerza y su peso, los Sinmagia apuntalaron las puertas con gruesos palos y los Mágicos de la Luz crearon cadenas de una resistencia excepcional para reforzar el cerrojo.
En ese momento, los hombres de la muralla prendieron fuego a los leños, y Magos y Brujas de la Oscuridad y de la Luz se prepararon para repeler a los invasores. Desde la cornisa de llamas que había envuelto al pueblo, se elevaban resplandores y aullidos terroríficos: señal de que los Mágicos estaban combatiendo.
Pero ¿cuánto tiempo podrían resistir?
El hombre de la torre había enmudecido ante el espectáculo aterrador que tenía delante de los ojos. Los enemigos eran tantos que, como contaría más tarde, «todo el valle parecía sumergido por una marea negra».
Dalia y Cícero atravesaron corriendo la plaza y se dirigieron al colegio. Yo iba un poco por delante. «Hadadelosdeseos, haz que estén ahí», me dije. «¡Haz que sólo sea un mal sueño y que las niñas no estén en medio de ese infierno!».
Por fin llegamos. Las puertas estaban abiertas de par en par y desde fuera el colegio parecía desierto.
Cícero levantó una piedra del suelo y juntos descendimos la escalera hacia la cueva. Era una larga escalera de caracol que se hundía en las profundidades de la tierra. Cada tanto, una antorcha iluminaba un trecho del camino junto a los dibujos que los niños se habían divertido en hacer sobre la pared. Había que contar cien escalones exactos para encontrar la entrada de la cueva, porque estaba a oscuras y, claro, no se veía.
—¡Estamos llegando! —dijo Cícero.
Unos metros más y llegamos a la puerta de hierro. Tocamos tres veces, tal como había establecido la directora al principio del año escolar. Una pequeña mirilla, del tamaño de una moneda más o menos, se abrió en la parte de arriba, a la derecha, y el ojo del profesor Otis se asomó para controlar. Después desapareció y la mirilla se volvió a cerrar.
Pasaron unos instantes y la puerta se abrió.
—¿Sois vosotros? —preguntó el profesor palidísimo—. ¿Ya ha acabado, podemos salir?
—No, todavía no. Hemos venido para comprobar que Vainilla y Pervinca están bien —dijo Cícero.
—¡No están aquí! —exclamó el profesor.
Dalia se sintió desfallecer.
—¿Cómo es eso de que no están aquí?, entonces, ¿dónde están? —preguntó Cícero enfurecido.
—No tengo ni idea. No bajaron con nosotros, creíamos que Felí las había llevado a casa.
—Nunca llegaron —murmuró Dalia, y unas profesoras la ayudaron a sentarse.
—¿Y Flox Polimón? —preguntó Cícero.
—Ella tampoco está aquí.
—Y Grisam Burdock, ¿él sí está?
—Tampoco, lo siento —contestó el profesor.
—Pero ¿cómo es posible que hayan perdido a todos?
—Ha habido muchísima confusión; algunos padres vinieron a buscar a sus hijos, de otros se ocuparon las hadas. Pensaba que estarían con ustedes —se justificó el profesor.
—Yo creo —dije a Cícero hablando en voz baja y con infinita tristeza— que, por el bien de los niños, deberíamos tener en cuenta la posibilidad de que haya ocurrido lo que hasta ahora me negaba a pensar…
—Y ¿qué es? —preguntó él sin alzar la mirada.
—Creo que Pervinca se escapó del pueblo y los otros la siguieron.