El último capítulo
Una lágrima cayó sobre la página del Libro Antiguo.
—Tú lloras, Babú, ¡pero yo estoy enfadada! —exclamó Pervinca cerrando el libro de golpe—. ¿Cómo puede terminar así?
—Pobre Mentaflorida… —lloriqueó Vainilla.
Pervinca empezó a andar de un lado al otro de la habitación, inquieta e interrogándome a mí, que no tenía nada que ver:
—Tía Tomelilla me dio a leer el Libro Antiguo porque dijo que sería más útil que el libro de historia: ahora, dime, ¿de qué me sirve haber llegado hasta aquí?
Me encogí de hombros como diciendo «no lo sé».
—¡Pues claro —replicó—, no lo sabes porque no puede haber ninguna razón! ¡Tengo que hablar con ella!
Y diciendo esto, Pervinca agarró el Libro Antiguo y subió corriendo la escalera.
—¡No creo que esté en su habitación! —grité—, ¡prueba en la cocina!
No la encontró, ni en la cocina ni en ningún otro sitio.
—Está encerrada en la Habitación de los Hechizos desde esta mañana —dijo mamá Dalia entrando con la colada—. Búscala allí.
Pervinca bajó a toda prisa los escalones, pero se detuvo cuando se encontró ante la oscuridad. Había recorrido aquel pasillo decenas de veces, tal vez nunca sola, es verdad, pero sabía que no había ningún peligro. ¿Por qué, entonces, se había detenido?
Observándola inmóvil, pensé que el miedo a la oscuridad tenía que ver con su temor. Ya una vez me había contado que se asustó al despertarse, cuando se encontró a oscuras todo alrededor. Ella, que poseía el poder de la Oscuridad…
Me acerqué.
—¿Quieres que te acompañe? —le pregunté. Ella se sobresaltó:
—¡Felí! Qué susto me has dado, no sabía que estuvieras aquí. Yo… no, creo que me las arreglaré, es más, claro que me las arreglaré, ¿ves?, ya voy de nuevo. Vuelve con Vainilla, yo estaré un rato con la tía.
Desaparecí en el pasillo como desaparece una plumilla sumergida en la tinta. Pero oía su voz: contaba los pasos… cinco… seis… siete… Sabía que, cuando dijera «veinte», el miedo se le habría pasado. Y en efecto… ¡«veinte»!, murmuramos juntas. La pared delante de la joven bruja se encendió con mil lucecitas. La miré alejarse con el libro apretado sobre su pecho. No se volvió y, tras un instante, volé hacia Vainilla.
No le dije, no tuve tiempo de hacerlo, que aquel último capítulo del Libro Antiguo me había sorprendido también a mí. Durante años había buscado noticias sobre el hada Nieve, y he aquí que de improviso me encuentro su nombre, su historia, entre las manos. Pero ¿cómo pasó a ser un hada niñera? Esperé de todo corazón que Pervinca volviera con un segundo libro.
—Entra, Pervinca —dijo Tomelilla al oír tocar a la puertecita.
—¿Cómo sabías que era yo?
—Porque quien atraviesa el pasillo para venir a molestarme suele tener un buen motivo. Y tú lo tienes: has terminado el libro, ¿verdad? Y quieres saber cómo acabó todo.
—¡Oh, me gustaría mucho!
—Te gustaría mucho…
Tomelilla hablaba de espaldas a Pervinca. Estaba inclinada sobre una gran olla en la que hervía un mejunje verdoso de delicioso aroma.
—Me has interrumpido en un momento delicado, ¿sabes?
—¿Estás preparando una poción?
—Oh, no, no… Esta es la sopa para la noche. Estaba buscando un texto antiguo que no consigo encontrar… —dijo apartándose del fuego y sentándose al escritorio, que en efecto estaba abarrotado de gruesos libros polvorientos. Abrió uno y empezó a leer en silencio. Pervinca no se movió.
—¿Quieres que vuelva en otro momento, tía?
Al no obtener respuesta, suspiró desalentada, dio media vuelta y estaba por irse cuando Tomelilla la detuvo:
—Siéntate en tu pupitre y calla un momento, si puedes.
Pervinca se subió a su pupitre y allí se acurrucó sonriente. Pasaron diez minutos antes de que su tía se decidiera a cerrar el librote para dedicarse por fin a ella.
—¿Qué problema tienes con las sillas? —preguntó irritada.
—Nada, pero así me siento mejor —contestó Pervinca.
—Tonterías. ¡Eres una señorita, no un gato! Baja de ahí y siéntate como se debe.
Pervinca saltó del pupitre, separó la silla y se acomodó.
—¿Entonces? —resopló en el límite de la curiosidad.
—Entonces, entonces… ¿No quieres hacerme preguntas?
—Mil preguntas, pero ¿contestarás a todas?
—A todas las que merezcan respuesta. Venga, pregunta…
—¿Quién era el hada? ¿Quién era el señor de Roseto? Puede que lo haya comprendido, pero no estoy segura. ¿Y qué pasó con Roseto? ¿Quiénes eran los cazadores de Mágicos…?
—Espera, espera, por orden. Una a una. Quieres saber quién era el hada…
—Sí.
—Siento que Felí no esté aquí para escucharlo, porque la historia de esta hada le gustaría también a ella.